UN LIBRO EN CANARIAS SOBRE LA
GUERRA DE LOS DIEZ AÑOS
ÓSCAR LOYOLA VEGA
La Habana-Cuba
La Revolución de 1868, o guerra de los Diez Años, constituye un acontecimiento
fundamental en la historia nacional cubana. En la sucesión y evolución
de los hechos históricos antillanos del siglo XIX, la Revolución del 68
marca un momento cumbre en que los habitantes de Cuba, principalmente los
de las regiones centro-orientales, bajo la conducción del sector terrateniente
de mayor vuelo patriótico, se lanzaron a obtener, con las armas en la mano, la
creación del Estado Nacional independiente, aboliendo la esclavitud a lo
largo del proceso, sin esperar las supuestas reformas que implantaría en la isla
la «Revolución de Septiembre», victoriosa en la Península^.
Casi cuatro siglos de dominación española sobre Cuba no habían podido
impedir, siguiendo un imperativo histórico ineludible, la lenta pero constante
profundización del sentimiento de nacionalidad insular, y su divorcio del
«españolismo integrista» preconizado por los sectores sociales que, tanto en
España como en La Habana, se abrogaban el derecho de representar los verdaderos
intereses españoles, en detrimento de una mayor comprensión entre
las partes que facilitase, a largo plazo, una separación lo menos dolorosa posi-ble^.
La necesidad legítima de independencia del pueblo cubano chocó así, de
manera muy violenta, con los criterios recalcitrantes de comerciantes, industriales
y negreros españoles, usufructuarios al máximo de la realidad colonial,
y de sus mecanismos de poder. Estos grupos económicos no desaprovecharon
la ocasión para combatir a los independentistas cubanos, financiando cuerpos
1. De los sectores explotadores de la sociedad cubana colonial, la poderosa burguesía esclavista
occidental no promovió ni se incorporó masivamente a la revolución. Sus relaciones de
clase con los grupos españoles que impulsan la Revolución de Septiembre la hicieron elegir históricamente
la opción «reformista», que implicaba perfeccionar el estatus colonial cubano, antes
que la creación del Estado Nacional, por vía de la independencia.
2. Un adecuado análisis del usufructo de la realidad colonial por los grupos oligárquicos
españoles puede verse en HERNÁNDEZ SANDOICA, Elena: «Polémica arancelaria y cuestión
colonial en la crisis de crecimiento del capital nacional: España, 1868-1900», Estudios de Historia
Social, TiP^ 22-23,1982, pp. 279-319.
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militares urbanos integrados por jóvenes emigrados españoles de bajísima
extracción social —los voluntarios—, donando grandes sumas en metálico
para la compra de armas y pertrechos de guerra o dirigiendo campañas propagandísticas
absolutamente tendenciosas en la Península, donde se desdibujaban
los verdaderos motivos de la revolución cubana, se tergiversaban sus
fines y hechos principales y se trataba de formar un «frente común de todos
los buenos españoles» contra los combatientes antillanos.
No pocas obras históricas fueron dedicadas a este malhadado fin. Apenas
estallada la Guerra Grande (otro de los nombres de la Revolución del 68)
comenzaron a aparecer todo tipo de folletos, escritos periódicos y divulgati-vos
sobre la misma, en cada una de las regiones de España. Tal campaña
alcanza su máxima expresión en la gran cantidad de libros escritos acerca
del tema, puestos a disposición del lector español en los años comprendidos
entre 1868 y 1910. Con mayor o menor fortuna, el habitante peninsular
pudo conocer algunos de los hechos que motivaban la separación de Cuba y
España, envueltos casi de manera absoluta en el ropaje de la «integridad»,
tendente a demostrar la ingratitud antillana, y los crímenes de los revolucionarios
cubanos. La Historia de los Voluntarios, de José Joaquín Ribo, en
1872; Las insurrecciones en Cuba, de Justo Zaragoza, también de 1872;
Campaña de Cuba, de Juan Escalera, en 1876; La cuestión de Cuba, de
Fabián Navarro, en 1878; Historia de la insurrección de Cuba, de Emilio
Sculero, en 1879; el Sistema para combatir las insurrecciones de Cuba, de
Adolfo Jiménez, en 1883; Historia de la revolución y guerra de Cuba, de
Gil Gelpí, en 1889; Españoles e insurrectos, de Francisco Camps Feliú, en
1890; Anales de la Guerra de Cuba, de Antonio Pirala, en 1895; La Guerra
de Cuba, de Gonzalo de Reparaz, en 1896; La insurrección de Cuba, de
Tesifonte Gallego, en 1897, y las Consideraciones militares sobre la campaña
de Cuba, de Francisco Moya, en 1901, son una muestra de las obras
«típicas» que la contienda fomentó en España, y el apasionamiento con que
la historiografía española trató el tema de la separación de la mayor de las
Antillas'. Poco menos de un siglo después, sólo la muy documentada obra
de Pirala, resultado de una muy seria investigación histórica y de un notable
esfuerzo por entender la realidad nacional antillana (facilitado por sus buenas
relaciones con no pocos destacados revolucionarios cubanos) ha resistido
el paso de los años. Las demás, con mayor o menor gloria, sirven de testimonio
de toda la hojarasca que tuvo que soportar el simple habitante
español en lo referente a la información verídica que recibía sobre los sucesos
de Cuba, que eran para él de tremendísima importancia, no ya tan sólo
por los centenarios vínculos afectivos y económicos, sino por la gran cantidad
de jóvenes de todas las provincias españolas, simples «quintados» en
3. Las páginas asignadas a un trabajo de esta naturaleza impiden dar la referencia completa
de cada una de estas obras históricas. Para facUitar su localización se ha preferido consignar el
título, autor y fecha de publicación solamente.
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sus parroquias rurales, que iban a combatir —en muchos casos, a morir— a
los campos de Cuba*.
Aparte de las obras históricas que aparecieron publicadas en la capital de
España, existe un conjunto de libros que vio la luz en las diversas provincias
españolas, escritos generalmente por naturales de las mismas interesados en
la problemática antillana, o, lo cual es más notable, por excombatientes de la
guerra cubana. La influencia que los mismos podían ejercer sobre sus comunidades
respectivas era, lógicamente, mucho mayor que la de las obras editadas
en Madrid, lo que estaba también muy relacionado con la distancia efectiva
de las provincias, del centro político español. Si a esto se suma la diferente
relación con Cuba que, en el marco del sistema colonial, mantuvieron las
diversas regiones metropolitanas, se comprende el interés con que puede
apreciarse en nuestros días la información variada a la que la población regional
tuvo acceso^. De ahí la importancia de plantear algunos de los elementos
vertidos en una pequeña obra que circuló en Canarias sobre la guerra de los
Diez Años, tiempo después de finalizada la contienda, y titulada Cuentos Históricos.
Recuerdos de la primera campaña de Cuba, 1868-1878, publicada
por A. J. Benítez, en Santa Cruz de Tenerife, en 1905.
Su autor, Ramón Domingo de Ibarra, fue un militar español que hizo toda
la guerra en activo, y (cosa corriente) era cubano por nacimiento, de la zona
oriental de Guantánamo. Si bien la obra no trae una biografía del mismo, de
los archivos militares y de ciertos elementos vertidos en el texto puede inferirse
que al estallido de la revolución Domingo de Ibarra tenía apenas quince
años, y había «sentado plaza» como cadete en la Academia Militar de La
Habana, que ofrecía instrucción bélica a jóvenes antillanos y españoles no
muy acomodados por su extracción familiar. Incorporado a la manigua cubana,
tuvo su bautismo de fuego en la acción de Guisa, en marzo de 1869, y
continuó su carrera militar, siendo mencionado por su arrojo en algunos partes
oficiales, alcanzando los grados de alférez en julio de 1869; de capitán en
1871; es comandante en 1876, y teniente coronel en octubre de 1877. Cuando
escribe su libro, ya radicado en Canarias desde muchos años atrás, ostenta los
grados de coronel de Estado Mayor.
Lo primero que es interesante señalar radica en que el autor no pretende
hacer una historia «exhaustiva» de la guerra de los Diez Años. Con muy buen
tipo se propone dar a conocer, a sus lectores canarios, sus vivencias personales
sobre la conflagración. Y de este criterio se deriva la segunda realidad a
destacar: el escritor crea su material histórico para el público que lo rodea.
4. Para una más completa visión de la realidad socioeconómica y geográfico-demográñca en
que se desarrolló la guerra, véase ARMILDEZ DE TOLEDO, Conde, Noticias estadísíicas de la
isla de Cuba en 1862, Imprenta del Gobierno, Capitanía General y Real Hacienda, por SM, 1862.
5. Un ejemplo de argumentación sobre el aporte específíco de la población de las Islas Canarias
a la formación del carácter y las costumbres del pueblo cubano aparece en FIGUERAS,
Francisco: Cuba y su evolución colonial, La Habana, Editorial Isla, S. A., s.f., especialmente el
capítulo XI.
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siempre pensando en él, y no en los posibles lectores de la Península, de ahí
que en determinado momento, por necesidades internas de la exposición,
introduzca ciertas aclaraciones que de omitirse dificultarían la comprensión
de lo expuesto. Junto a esto, el propio título indica que la intención autoral no
está dirigida a «historiar» bajo todos sus aspectos la guerra de que se ocupa,
sino a «narrar» experiencias individuales; la obra aparece así sin un cuerpo
referativo de citas y notas que la complementen, lo que, aunque limita un
tanto la validez histórica, agiliza la intención de testimonio personal que se ha
propuesto el autor.
El contenido de Cuentos Históricos se halla repartido en nueve capítulos y
una dedicatoria a «Su Majestad Alfonso XIII», en la que se narra cómo
Domingo de ¡barra conoció al difunto Rey Alfonso XII, y las virtudes de llaneza
y simpatía que a éste adornaban. Cada capítulo, ordenados cronológicamente,
lleva un título, de la siguiente manera:
Capítulo Título Páginas
1
2
3
4
5
6
7
g
9
Bautismo de fuego
Fusilados
Avergonzado
Horrores
Agradecido
Hecatombe
Maceo
Estrada Palma
Claudio
3
17
33
53
75
93
103
115
125
Miembro de una familia en la cual la profesión de militar era cosa habitual
—su hermano mayor, Manuel, y el menor, Claudio, también lo eran— el
autor hace gala de sus conocimientos bélicos a lo largo de la obra, sin agobiar
técnicamente al lector. Por la misma desfilan las acciones y actitudes que en
determinado momento asumieron los militares ibéricos de alta graduación
que ejercieron cargos importantes en la guerra, familiares todos para el simple
español, tales como Arsenio Martínez Campos, Joaquín Jovellar, Valeriano
Weyler y Blas Villate, sin juzgar la validez de sus acciones, aspecto éste que
el escritor deja muy bien aclarado. De la misma manera da elementos de juicio
muy importantes para conocer cómo vivían y pensaban, en medio del
combate antillano, los sencillos soldados de múltiples regiones españolas, y la
oficialidad inferior (tenientes y capitanes) verdaderos artífices de la lucha.
Aunque la obra está escrita en primera persona, Ibarra no trata de presentar su
actuación ni embellecida, ni aumentada excesivamente. Manteniéndose en un
justo medio, sus compañeros de combate emergen constantemente a primer
plano. A un siglo de finalizada, aún puede el lector conmoverse con las penalidades
sufridas por el ejército español en campaña; con la dignidad de un
joven teniente de probado valor, que se suicida avergonzado ante un momen-
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to de ofuscación; con las causas principales de muerte en la guerra, que no
eran debidas a las acciones bélicas, sino a las epidemias de cólera, a los vómitos,
a las úlceras y a la disentería, que diezmaban atrozmente a los jóvenes
peninsulares, en medio del tremendo calor del trópico. Todo esto pone de
manifiesto algo más que sabido por los combatientes cubanos: la proverbial
valentía del soldado español, enviado a morir a la mayor de Las Antillas*. Un
ejemplo puesto por Ibarra es definitorio: en un encamizado combate, de 52
soldados de Madrid, únicamente 14 no estaban heridos o muertos. ¡Y los
heridos sobrevivientes continuaban resistiendo!
Fue testigo Ibarra de no pocos momentos importantes de la guerra de los
Diez Años. Entre ellos vale la pena destacar la «Creciente» de Valmaseda, en
1869; la invasión de Guantánamo, en 1871, y la «Pacificación» de Las Villas,
en 1877; y en ciertos acontecimientos que influyeron de manera notoria en el
curso de la Revolución, como fue la detención y prisión del presidente mambí
Tomás Estrada Palma, en Tasajeras, en octubre de 1875, siendo Ibarra personalmente
el encargado de conducir al revolucionario cubano al puerto de
Gibara, por el que sería remitido a La Habana^. Los hechos relacionados
muestran que el autor participó durante casi toda la guerra en el frente de
combate de la región oriental, de muy grande importancia, pero se echa en
falta el que no haya conocido la realidad de la región del Camagüey, eslabón
fundamental de la lucha independentista. En lo referente a la tercera zona en
armas. Las Villas, estuvo en ella en la campaña de pacificación desplegada
por el teniente general Arsenio Martínez Campos, enviado a Cuba a raíz de la
restauración borbónica de 1875, y que se desarrolló desde fines de 1876 hasta
los primeros meses de 1877. Para la labor de este militar español, y su estrategia,
tiene Ibarra los más cálidos elogios.
Bien sea por haber nacido en Cuba, por escribir su obra cuando la independencia
nacional era ya un hecho consumado, o por sus criterios personales, el
autor no emplea un lenguaje denigrante para los independentistas cubanos, lo
que distingue su libro de casi todos los escritos españoles que tratan la revolución
antillana*. Las expresiones denigrantes empleadas por historiadores de
prestigio, supuestamente «objetivos», no tienen cabida en Cuentos Históri-
6. El valor y el arrojo del soldado español fue puesto repetidas veces de manifiesto por el
más importante general de las guerras cubanas, Máximo Gómez Báez, quien siempre alertó sobre
el craso error de subestimar la valentía española. Esto aparece reflejado en su Diario de campaña,
La Habana, Instituto del Libro, 1968.
7. ARCHIVO NACIONAL DE CUBA. Fondo de Bienes Embargados: Expediente de
embargo del infidente Tomás Estrada Palma.
8. No sólo en los escritos personales aparecen denuestos insultantes contra los revolucionarios
antillanos. En los documentos oficiales del gobierno español, ya fuese durante la Revolución
de Septiembre o en el período de la Restauración, llama la atención que la correspondencia cursada
de manera oficial entre altísimos funcionarios de Madrid esté plagada de frases nada «diplomáticas
». Esto puede comprobarse con la revisión pormenorizada de los documentos existentes
en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, Fondos Ultramar y Colonias, n."
2.905 a 2.951.
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eos... Si bien el españolismo del autor no puede ponerse en duda (finalizada
la dominación colonial sobre Cuba, una falsa actitud al respecto no era necesaria)
tiene sumo cuidado en no emplear frases hirientes que disminuyan o
subvaloren los criterios independentistas que él en ningún momento comparte.
Es lógico, por demás, encontrar expresiones como «cabecillas» en algún
párrafo. Pero los capítulos dedicados a Antonio Maceo y Tomás Estrada
Palma reflejan el cuidado con que se ha escrito sobre ambas figuras. En el
caso de Maceo, al contrario de casi todos los otros historiadores, se le menciona
como el «General Maceo», reconociéndole el grado tan justamente
ganado en la manigua. De Estrada Palma, como era habitual en otros autores,
no se dice que era el «titulado» presidente de los cubanos, sino el «Presidente
» cubano, y se destaca ampliamente su reconocido valor al caer prisionero.
Todo esto contribuye, de manera notable, a que el público canario que tuvo
acceso a la obra se hiciese una idea más valedera de lo que realmente constituyó
la guerra de los Diez Años'.
Su actitud personal frente al movimiento de liberación nacional cubano
—no compartirlo— no lo lleva a magnificar las acciones del ejército español.
Por el contrario, si bien la conducta de las tropas es por él siempre alabada, en
su escrito se deslizan elementos que permiten inferir las diferentes actitudes
de los distintos cuadros militares peninsulares. Mientras Arsenio Martínez
Campos es destacado por su honor militar y su correcta actitud frente a los
prisioneros cubanos, el feroz Blas Villate, Conde de Valmaseda, le da en
determinado momento la orden de fusilar a tres prisioneros cubanos, un hombre
y su hijo de sólo catorce años y un negro esclavo, resolución que Ibarra
no comparte, y que lo lleva a permitir la huida del adolescente. De igual
forma, el autor pierde el control de sí mismo, como ser humano y como militar,
al contemplar que un hospital de heridos civiles cubanos en la manigua es
quemado, y sus enfermos masacrados, ante los ojos atónitos de los jóvenes
soldados españoles. Al protestar por tales atrocidades, Valmaseda le ofrece
«una recompensa» a cambio de su silencio'".
Quizás el mayor valor de la obra, contemplada desde muchos años después
de transcurridas los hechos que narra, sea poner sobre el tapete las diferencias
entre las motivaciones de los altos cuadros militares —^beneficiarios del régimen
colonial— que se resumen en la frase «Cuba para España», y las de los
simples miembros del ejército español, campesinos iletrados en su abrumadora
mayoría, que se identifican con el país al cual vienen a pelear, y añoran
9. Esto era importante para los habitantes de las islas, dada la gran cantidad de canaños que
se habían radicado en Cuba, habitando las regiones insurrectas. Al respecto, los fondos del Archivo
Nacional de Cuba, llamados Intendencia de Hacienda, Miscelánea de Expedientes y Real
Consulado, ofrecen abundante infomiación.
10. El carácter sanguinario y cruel del Conde de Valmaseda contribuyó en mucha medida a
ahondar el abismo entre cubanos y españoles. Sus constantes asesinatos de «pacíficos»: sus excesos
de crueldad con mujeres, ancianos y niños civiles, y su «Proclama de Guerra a Muerte»,
constituyeron elementos inolvidables para los revolucionarios orientales. Se comprende así que
Ibarra ponga de relieve la forma antihumana en que este general conducía la guerra en Cuba.
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constantemente mejorar su situación económica, al regresar al suelo natal".
Sirva de ejemplo el siguiente fragmento, donde Ibarra vuelca su dolor ante la
muerte de un cabo subalterno, en medio de un combate:
«Cuántas veces en el camino del campamento, ó de la Pirotecnia me había referido su vida
de pastor, su reenganche en el servicio, y sus próximas esperanzas de licénciamiento y regreso
al hogar de una madre adorada, con algunos centenares de pesos que le pemiitieran endulzar
los últimos años de su vejez.»
La terrible situación en que la guerra coloca al ser humano; la destrucción
casi absoluta de más de 60.000 kilómetros cuadrados del territorio insular; la
muerte de miles de combatientes de ambos bandos; la horrible miseria; las
enfermedades de todo tipo; el valor con el que combatían los dos ejércitos; el
dolor íntimo que toda guerra provoca (el propio Ibarra perdió en ella a su hermano
menor) quedan puestos de manifiesto en un lenguaje claro, directo, en
el cual se ven atisbos de comprensión de la realidad cubana, al plantear que si
se hubiese cumplido a cabalidad lo estipulado en el Convenio del 2;anjón, el
abismo Cuba-España hubiera podido tratar de salvarse. Todo esto, de manera
sencilla, queda expuesto en Cuentos Históricos... de Ramón Domingo de Ibarra.
Gracias a su versión muy personal de lo vivido en su juventud durante la
Revolución de 1868 pudo el habitante de Canarias, tan ligado desde siglos
atrás a la problemática cubana'*, tener una visión más realista que los residentes
en otras regiones españolas de los acontecimientos transcurridos en Cuba
entre 1868 y 1878. Esto contribuiría, sin lugar a dudas, a la reanudación de la
emigración canaria a Cuba, una vez establecido el Estado Nacional en la antiguamente
llamada «joya más preciada de la monarquía española».
11. Las condiciones de miseria específicas de los trabajadores canarios en Cuba pueden leerse
en la obra de MORENO FRAGINALS, Manuel: El Ingenio, La Habana, Editorial de Ciencias
Sociales, 1978, sobre lodo, el capítulo VI del lomo L
12. Papeles sobre las muy antiguas relaciones de los canarios con la isla de Cuba se encuentran
en abundancia en el Archivo General de Indias de Sevilla, una muestra de lo cual son los
documentos reproducidos por César García del Pino y Alicia Melis Cappa en Documentos para
la historia colonial de Cuba, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1988, marcados con los
números HI, XH, Xffl, XXXI y XL.
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