SOBRE LO QUE HA SIDO NICOLÁS GUILLEN
EN MI VIDA*
ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
(Casa de las Américas, La Habana)
Palabras escritas para ser leídas el 13 de septiembre de 2001, al entregárseme el Premio
Nicolás Guillen otorgado por la Asociación de Amistad y Solidaridad Italia-Cuba en
Piacenza.
Es para mí un alto honor y una gran alegría recibir el Premio Nicolás
Guillen que otorgan ustedes, en esta ocasión, por vez primera. Y como no
puedo limitarme a estas palabras de sincera gratitud, y tampoco tiene mucho
sentido que les hable extensamente de la obra del gran poeta, pues es
gracias a que conocen dicha obra que han tenido el acierto de dar su nombre
al Premio, me propongo hacer algo más sencillo y, según creo, más a
tono con la ocasión: voy a hablarles de lo que ha sido Nicolás Guillen en
mi vida.
Si no los sobresalta mucho, diré que Guillen y yo nacimos en La Habana
el mismo año: 1930. Aclaro que él nació entonces a la gran poesía,
con la memorable aparición de sus Motivos de son; y yo, modestamente, a
la vida, lo que él había hecho en 1902. Veintiocho años, pues, nos separaron,
y fue lo único que nos separó. Cuando, en algún momento temprano
de mi adolescencia, comencé a leerlo, con fervor que no desaparecería, ya
él era autor de títulos capitales: Sóngoro cosongo (1931), West Indies Ltd.
(1934), Cantos para soldados y sones para turistas (1937), España. Poema
en cuatro angustias y una esperanza (1937), e incluso de varios de los
textos que incluiría en El son entero (1947). El primer volumen suyo que
tuve y leí fue la antología Sóngoro cosongo y otros poemas, la cual, teniendo
como prólogo una carta de don Miguel de Unamuno, le publicó en
La Habana, en 1942, el poeta-impresor español Manuel Altolaguirre, quien
vivía entonces exiliado en Cuba, tras el final aciago de la Guerra Civil española.
Aquel libro al que tanto agradezco me acompaña desde hace más
de medio siglo. Él me permitió hacer algo infrecuente: en 1947, estando en
mi último año de Bachillerato, presenté como trabajo de curso en literatura,
gracias a gentileza de la profesora que lo aceptó, un estudio sobre
Guillen, quien no estaba entonces en el programa. El estudio, creo recordar,
no valía mucho. Pero me llenó de orgullo haber vinculado al gran poeta,
más allá de las convenciones, con mis faenas escolares. En Guillen ad-
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miraba ya (admiraría siempre) no sólo su obra literaria, sino también la
orientación de su vida, patente con altísima calidad en esa obra.
Un par de años después, para conocerlo en persona, fui al periódico de
los comunistas cubanos. Hoy, donde él trabajaba. Nicolás, según habría de
llamarlo desde entonces, me recibió con la mayor cordialidad, como si yo
no fuera un mozalbete que no había publicado todavía su primer verso,
sino un escritor amigo de siempre. Eso seríamos en adelante. El próximo
recuerdo que tengo de él fue cuando leyó en una casa particular, ante un
grupo reducido, su largo poema, todavía inédito entonces, Elegía a Jesús
Menéndez- A todos nos conmovió la lectura, que en Nicolás era un arte
particularmente intenso. Y no dejó de sorprenderme el que, habiéndole dicho
que una imagen del excelente poema no me parecía feliz, Guillen
aceptara de buen grado mis palabras, y eliminara la imagen.
Nada extraño, pues, que cuando, entre 1952 y 1953, escribí mi tesis de
grado, con la que concluí mi carrera de Filosofía y Letras en la Universidad
de La Habana, tesis que versó sobre La poesía contemporánea en Cuba
(1927-1953), y otro gran poeta, José Lezama Lima, tuvo la bondad de hacer
pubUcar en 1954 en las Ediciones Orígenes, las páginas más numerosas dedicadas
en ese libro a un autor fueran las correspondientes a Nicolás Guillen.
Debido al golpe de Estado del tirano Batista en 1952, Nicolás se vio
obligado desde 1953 al exilio, buena parte del cual pasó en un humilde ho-teUto
del Barrio Latino de París. Allí íbamos a verlo, con respeto, cubanos
(y claro que no sólo nosotros) que estudiábamos en la ciudad, vivíamos en
ella o la visitábamos. En una polémica acalorada que tuvimos en la Ciudad
Universitaria, esgrimimos su nombre como una bandera para defender a
Cuba, que se nos quería escarnecer. En otra ocasión, en una feria de libros,
lo vimos con orgullo rodeado de admiradores. Pero cuando los encuentros
pasaron a ser habituales, fue a raíz del comienzo de la Revolución Cubana,
que hizo posible el retomo de tantos al país, y entre ellos, escritores como
Nicolás, Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez, José Antonio Portuondo,
Fayad Jamís o Pablo Armando Fernández. Me limitaré a unas pocas del cúmulo
de memorias.
En 1961, año tremendo para nosotros (el de la invasión enviada por el
imperialismo que fue derrotada en sesenta y seis horas, el de la proclamación
por Fidel del carácter socialista de la Revolución, el de la Campaña
de Alfabetización), se decidió realizar en La Habana el Primer Congreso
Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. El comité gestor lo presidía Nicolás;
y los dos vicepresidentes éramos Alejo y yo. Como culminación del
Congreso, que se celebró en agosto y fue muy movido, se creó la Unión de
Escritores y Artistas de Cuba. Nicolás fue (hasta su muerte) su presidente,
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y yo formé parte del secretariado. Pronto se organizaron sus publicaciones
periódicas: La Gaceta de Cuba y la revista Unión. En ambas era decisiva
la mano de Nicolás, acompañado en la primera sobre todo por Lisandro
Otero; y en la segunda, por Alejo, José Rodríguez Feo (quien había sido
codirector de la revista Orígenes) y yo.
Desde febrero de 1961, el Che Guevara había estado publicando en
Verde Olivo, la revista del Ejército, crónicas que por lo general llamaba Pasajes
de nuestra guerra revolucionaria. A mediados de 1962, Nicolás y yo
lo visitamos, en el Ministerio de Industrias, con el fin de obtener su autorización
para recoger dichas crónicas en un libro que editaría la Unión. El
Che, muy cordial, estuvo de acuerdo, y dio su título definitivo al libro: Pasajes
de la guerra revolucionaria. Tanto Nicolás como yo contamos después
esta entrevista, de la que por lo visto no guardamos exactamente los
mismos recuerdos. Según Nicolás, el Che (quien por cierto lo tuteaba y lo
admiraba mucho como poeta) le regaló al final del encuentro un pequeño
juego de ajedrez, en alusión a un artículo sobre el tema que el primero había
dado a conocer. Por mi parte, tengo presente que, en un momento de la
conversación, Nicolás sacó un modelo de solicitud de ingreso en la Unión
y se lo dio, pidiéndole que lo llenara, al Che, quien rehusó hacerlo, aduciendo
que no se consideraba escritor. Yo tercié en el asunto, explicándole
que de seguro Nicolás no pensaba en los versos del Comandante, que al parecer
tampoco él apreciaba mucho, sino en textos como los que nos habían
llevado allí, y donde él se revelaba un evidente escritor, si bien no un escritor
al uso. Pero tampoco mi argumento lo hizo variar de criterio.
Aquel año 1962, ocurrió la Crisis de Octubre o de los Misiles, que puso
al país en pie de guerra, y llevó a la humanidad al borde de su exterminio.
Creamos entonces en la Unión, orientados por Nicolás, un Taller para producir
obras de arte urgentes. Los poemas que entonces escribimos aparecían
de inmediato, en columnas creadas al efecto, en los órganos de prensa.
Por lo general, tales poemas no eran demasiado buenos. Pero lo que recuerdo
más es la serenidad y el patriotismo de Nicolás, en momentos que
bien pudieron haber sido los últimos. Además, en 1962, Nicolás cumplía
sesenta años («dos veces treinta», como él decía), y los preparativos bélicos
se trenzaron con muchos de los homenajes que se le rendían. Yo le dediqué
entonces tres ensayos: «El son de vuelo popular», «Sobre Guillen,
poeta cubano» y «¿Quién es autor de la poesía de Nicolás Guillen?», aparecidos
en distintas publicaciones periódicas y recogidos en 1972, en libro
conjunto. El primero y más extenso de esos ensayos, donde hablé de la
suya como «poesía de la descolonización», me reportó una nota, de junio
19 de 1962, donde Nicolás me dijo: «Me parece un ensayo muy bueno,
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muy bien escrito, muy perspicaz. No se podía decir más - ¡todo! - en tan
poco. Te lo agradezco, porque sé lo que es eso de sintetizar, y la angustia
de escribir urgido por la imprenta». Y al final, después de observaciones
varias: «Merci encoré une fois, mon cher, merci!/ Nicolás».
Escribí otras veces, claro, sobre Nicolás. Por ejemplo, al cumplir él setenta
años, y al cumplir ochenta. En junio de 1985, cuando en Fuente Vaqueros,
donde nació Federico García Lorca, se quiso hermanar al gran andaluz
con Nicolás, siguiendo lo que era ya una bella tradición instaurada
por el Patronato Provincial de Granada, Nicolás, enfermo, me pidió que
fuera en su lugar, y envió un mensaje fechado el primero de junio de ese
año, que me correspondió leer. A mi regreso, quise entregarle personalmente
los materiales del homenaje. Pero Rosa, su compañera, me dijo que
estaba muy mal, que desvariaba, que no lo visitara. No volví a verlo vivo.
Anuncié que iba a ser breve, y ya no lo soy tanto. Antes de concluir,
transcribiré sendos sonetos que nos cruzamos. El mío lo escribí en 1972,
cuando Nicolás cumplió setenta años, y se titula «A Nicolás»:
Cuando yo era muchacho, «Nicolás
Guillen» me era una música asombrosa,
una voz algo pólvora, algo rosa,
un rostro dibujado -y mucho más.
Luego fui grande -es un decir-, y las
tareas de la historia, grave cosa,
me concedieron la labor honrosa
de trabajar unido a Nicolás.
-Libros, Crisis de Octubre, reuniones,
¡Tíintas cosas vividas en común!-.
Hoy, tras setenta duras ilusiones,
al entrañable Nicolás Bakongo
-amigo fraternal, maestro- dejo un
soneto donde el alma entera pongo.
El de Nicolás, me lo leyó con motivo de un homenaje que la Casa de
las Américas, donde pasé a trabajar después de haberlo hecho en la Unión
de Escritores y Artistas de Cuba, rindió a ésta. No sé la fecha exacta, pero
supongo que es de 1979. Su título es «A Retamar»:
«El hábito de alzar la copa es viejo
en nosotros, Roberto. Y si el acaso
en vez de copa nos propone un vaso,
no es mal consejo alzEir el vaso, viejo.
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El bebedor más joven o el más viejo
ha dado alguna vez algún mal paso,
pero si hay experiencia y llega el caso,
del mal paso se salva el que es más viejo.
Hoy no se trata de eso. Lo que pasa
es que tú y yo brindamos frente a frente
no con alcol del que la lengua abrasa,
sino con sabrosísimo nepente,
por la Unión, que es tu casa, y por la Casa,
donde crecer mi corazón se siente».
Ustedes, con su generosidad, vuelven a vincularme, de la mejor manera,
con quien fue para mí, como dije, «amigo fraternal, maestro». Gracias,
hermanas y hermanos, de todo corazón.
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