EL AGUA EN LA ROCA:
FUENTES DE LA NOVELA HISTÓRICA EN CUBA
SYLVIE BOUFFARTIGUE
(Universidad de Savoie; Universidad de París VIII)
La novela decimonónica, específicamente en su versión histórica, jugó
un papel imprescindible en los procesos de concientización identitaria en
la Cuba colonial del siglo XIX'. Desde el inicio, o sea desde la primera
«novela» cubana (Matanzas y Yumurí de Ramón de Palma en 1837), se
planteó la problemática de la relación entre identidad, literatura e historia
en las letras. Los creadores definieron y teorizaron la novela histórica de
una nación camino a su identidad, a partir de sus compromisos y a veces
de sus contradicciones. Del Monte y Heredia a principios del XIX, con sus
concepciones idealistas, aristocráticas y elegantes; Manuel de la Cruz y
toda la generación colonial de patriotas confrontados a la Guerra Grande y
al compromiso concreto; Castellanos y los intelectuales repubhcanos persiguiendo
una independencia absoluta siempre escapándoseles: cada uno,
a partir de «su estado social» para citar a Martí, trazó las huellas de una literatura
buscando su idiosincracia en la historia, Pero, a pesar de unas
cuantas novelas^, a veces obras maestras, parece haberse esfumado súbitamente
en el infortunio literario este género y la reflexión teórica al entrar
en los años de la República mediatizada: un centenar de textos, escritos en
los cincuenta primeros años del siglo XX, pasó al olvido. No hubo obra
maestra en esta vena pohmórfica, pero la prolífica narrativa de las Guerras
heredó las mismas preocupaciones de transmisión de una cultura histórica
' ...papel que desempeñó iguíilmente en las naciones independientes del continente.
Pero, en Cuba, precedió la formación del Estado-Nación.
^ Hasta hace poco aún se citaban solamente a unas cuantas: Emilio Bacardí Moreau:
Vía Crucis (Páginas de ayer), Santiago de Cuba, 1910 y Vía Crucis, segunda parte. Magdalena,
Barcelona, 1914 (primera edición completa: Madrid, 1972); Luis Rodríguez Embil:
La insurrección, París, 1910; Raimundo Cabrera: Sombras que pasan. La Habana, 1916,
Ideales, La Habana, 1918 (reeditadas las dos en 1984 gracias a la Profesora Ana Cairo) y
Sombras eternas. La Habana, 1919; Jesús Castellanos: «La Manigua sentimental», Madrid,
1910; Carlos Loveira: Generales y Doctores, La Habana, 1920 y Juan Criollo, La Habana,
1927; José Antonio Ramos: Caniquí, La Habana, 1936.
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unificadora, a destinación de una mayoría. Nos proponemos trazar en este
trabajo las líneas directoras de esta evolución.
Fue Domingo del Monte quien inició la reflexión sobre la novela histórica
como proceso de indagación. Le consagró un artículo en la Revista
Bimestre en 1832, aportando los primeros criterios teóricos. Esperaba de la
entonces nueva forma que permitiera acceder a «este conocimiento íntimo
de nuestra naturaleza, que nos hace descubrir el origen de las acciones humanas,
[que] es una causa levísima, imperceptible a los ojos vulgares [...]
y decide la suerte de los hombres y de los Estados»^. La novela era una
ventana abierta en las motivaciones psicológicas de los hombres del pasado,
el conjunto de referencias históricas y el conocimiento de un contexto
funcionando como elementos justificadores de sus acciones. El novelista
debía de ser a la vez «poeta», «anticuario» y «filósofo», capaz de
llegar al «conocimiento profundo del corazón humano»"*. Obviamente, le
interesaba sobretodo la supuesta «naturaleza humana», motor individual
de la evolución de las sociedades. Bajo esta perspectiva, era así pues la novela
histórica una novela que elucidaba indirectamente la sociedad de su
tiempo.
El mismo año, José María Heredia, en su «Ensayo sobre la novela»^,
cuestionaba su insatisfacción. Evocaba la relación que adivinaba entre una
fase determinada de una sociedad y su expresión literaria. Refiriéndose a
la Antigüedad, constataba que «la vida de las naciones fue al principio heroica
y mitológica. [...]. El hombre ayudado por una industria naciente, y
en lucha contra la naturaleza, aún no tenía bastante confianza en sus fuerzas
como para ser el héroe de sus narraciones»^. La narrativa era para él el
«resultado postrero de la civilización»; era su «objeto la vida privada, y
sondea[ba] los abismos del corazón». Pero veía en la novela histórica un
fenómeno de moda, que alejaba a los autores de la función primera de la
narrativa, al escoger períodos anticuados para desarrollar una ficción. A
sus partidarios que indagaban por ancestros autóctonos, idealizados y gratificantes,
Heredia respondía que sólo veía en la antigüedad de las civilizaciones
indoamericanas otro modelo de la tiranía y de la crueldad. No
obstante reconocía lo específico y lo novedoso de las novelas de un Ri-chardson
quien «escribía la historia de una famiha como se escribía la his-
^ Domingo del Monte: «Novela histórica», en Revista Bimestre. La Habcina, enero-febrero
1832, tomo 2, n.° 5, pp. 157-183.
'' Ibídem.
' José María de Heredia: Prosas. La Habana, 1980, pp. 81-92.
« Ibídem, p. 82.
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toria universal». Era paradójica la problemática de la mezcla de la historia
científica y de la literatura puesto que no respondía a la función novelística^,
ni tampoco a la función de la novela en su siglo*:
El novelista histórico abandona al historiador todo lo útil, procura apoderarse
de lo que agrada en los recuerdos de la historia, y desatendiendo las lecciones de
lo pasado, sólo aspira a rodearse de su prestigio. Su objeto es pintar trajes, describir
ameses, bosquejar fisonomías imaginarias, y prestar a héroes verdaderos
ciertos movimientos, palabras y acciones cuya realidad no puede probarse. En vez
de elevar la historia a sí, la abate hasta igualarla con la ficción '.
Superficial, la novela histórica falsificaba la historia («mentira histórica
» escribía) y, por consiguiente, la realidad. Disfrazaba o ideaUzaba el
pasado, «transporta[ba] la imaginación lejos de la sociedad civilizada, tal
cual hoy la conocemos», y desde luego, de manipuladora se hacía peligrosa,
al alejar el creador de los conñictos que agitaban su tiempo.
Así pues, Del Monte y Heredia se oponían en los fundamentos de su
reflexión. Mientras el primero, a fin de contribuir al nacimiento de una literatura
particular, privilegiaba temas cubanos y creaba una nueva tradición,
el segundo desarrollaba académicamente temas mitológicos aparentemente
extraños en los que los lectores reconocían su propia imagen. Es
que, hasta entonces, el desarrollo del género novelístico había respondido
a un doble objetivo: colmar la falta de una historia y de una literatura singulares,
atributos de la cubanía. Estalló la Guerra de los Diez Años y eso
cambió por completo las reglas del juego. De repente, los escritores patriotas
acompañaban a la historia con la pluma, y la literatura se hacía «de
combate». Mientras se guerreaba en la manigua, laborantes y exiliados escribían.
Para apoyar a la sublevación, se revolucionaban las perspectivas
literarias.
Se calló la filiación con la literatura española y se reivindicó una filiación
con las demás literaturas europeas. Respeto a la novela histórica, se
pusieron de realce las referencias al inglés Scott (que había unido vena histórica
y de aventura para evocar la Guerra de Independencia de Escocia),
al italiano Manzoni y al británico Richardson. La cultura de los personajes
de novelas era ostentosamente inspirada del «buen leer» de sus creadores:
«había devorado los folletines de la Setnaine littéraire, y eran su delirio La
'' «La novela es ficción, y toda ficción es mentira» dijo. Ibi'dem, p. 91.
^ «(...) la novela verdadera, que describe las flaquezas y pasiones humanas, salió naturalmente
del seno de la sociedad oprimida». Ibídem, p. 83.
' Ibídem, p. 89.
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Dame de Monsoreau, Le Chevalier de Maison Rouge, Amaury y toda esa
colección del romanticismo francés, cuyos dioses principales son Dumas,
Sue, Soulié, George Sand»'° escribía Bacardí.
Según sabemos, sólo hubo una única publicación narrativa^^ en este período
y el público esperaría Vía Crucis algunos años más. Las condiciones
y las necesidades de la Guerra imponían formas literarias distintas: fue el
auge del «teatro mambí», que se reprensentaba en las escenas del exilio.
Pero sirvió la experiencia y marcó irrevocablemente la transición ya que
forzó la toma de conciencia de la práctica militante del «historicismo literario
».
En los años de «Reposo turbulento», José Martí se mostró atento al respecto.
En 1878, en su primera carta a Máximo Gómez, escribía: «Seré cronista,
ya que no puedo ser soldado»^^. El diseño de escribir la Gesta de su
«Grecia»'^ lo convierte en iniciador del empeño de escritura de una historia
poblada de héroes nacionales^''. Aportó a la emancipación cultural poemas
y artículos en Patria (48 entre 1871 y 1895): relatos, retratos de figuras
conocidas o anónimas del movimiento libertador'^, discursos
conmemorativos, necrologías, pero ninguna novela.
Manuel de la Cruz volvió al género con marcadas intenciones. Planeaba
componer una «Historia crítica del movimiento literario en Cuba» y presentó
en la Revista de Cuba, en 1891, un esbozo de esta obra que no llevó
a cabo. Trazaba una primera caracterización diacrónica de los autores cubanos'^.
Postulando el «carácter ñexible de romance épico» de la novela,
citaba unas novelas publicadas desde 1839 (publicación de Antonelli de
José Antonio Echeverría) sin otorgar la apelación a otras tantas (cómo El
cólera en La Habana, o Matanzas y Yumurí de Ramón de Palma) antes ca-
1° E.B.: Op. cit.
" ... obra del exilio ya que se publicó en Francia: H. Goodman. Los laborantes. París,
1874.
'^ José Martí: «Al General Máximo Gómez», dans Obras Completas. La Habana, tomo
20, 1975, p. 263.
'^ «Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra» escribió Martí: «Nuestra
América». Op. cit., t. 6, p. 18.
'* Escribe Alejandro Expósito en el prefacio de la reedición de los Episodios de la Revolución
cubana, que Martí fue quien entendió primero lo crucial de la escritura de la historia.
Eso fue doce años antes de De la Cruz.
'^ Se proponía reunir estos textos, lo que hizo Gonzalo de Quesada y Aróstegui en
«Hombres», al elaborar las Obras Completas. Ver: «Hombres», en J.M. Op. cit, t. 4, pp.
345-482.
'* Manuel de la Cruz: «Reseña histórica del movimiento literario en la isla de Cuba.
1790-1890», en Sobre literatura cubana. La Habana, 1981, pp. 29-122.
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lineadas de históricas. De la obra Una feria de la Caridad, de José R. Be-tancourt,
subrayaba «la pintura de los personajes históricos y el croquis de
una de las etapas más interesantes de la época colonial». La obra de la escritora
hispano-cubana Gertrudis Gómez de la Avellaneda se evocaba sin
más detenimiento. En cambio, admirador de Cirilo Villaverde'^, y deseoso
de imponer Cecilia Valdés como la gran novela cubana'*, les consagraba un
amplio desarrollo: Villaverde era el genial inventor de la novela histórica
cubana, y Cecilia Valdés era su única y maestra obra. Ahora bien, para De
la Cruz, su aporte fundamental, además de haber sobrepasado sus modelos,
consistía en dar al género una nueva dimensión, inscribiéndolo en la cultura
nacional, en la realidad social y en la modernidad: «Como el creador y mag-nificador
de la novela histórica, al fundir la historia con la fantasía, echaban'^,
sin saberlo, los fundamentos de la moderna novela realista. Villa-verde,
al escogerlos por modelos, se halló en la escuela como en su propio
dominio»^^. Claro está: el hecho de que los modelos del género hubieran
sido inglés e italiano^' no era nada fortuito y así se inscribía en la lógica «del
intelecto cubano en lucha victoriosa contra la influencia intelectual de Es-paña
»^^, a la vez que mantenía las letras cubanas en el linaje de la literatura
europea, única umversalmente reconocida. Su realismo servía a la causa nacional
y lo más novedoso residía en la recreación de la realidad, en la descripción
de la sociedad y en la de este movimiento de «incubación, desarrollo
y consecuencias, todo el proceso de la evolución de la esclavitud en
las principales figuras representativas de nuestro organismo social»^^. Cecilia
Valdés merecía reconocimiento por su capacidad en poner bajo la luz los
retos y los comportamientos reales, contribuyendo a la comprensión de la
sociedad colonial y a la denunciación de sus iniquidades.
Desde entonces. De la Cruz se situaba más en la filiación de Heredia
al considerar que la novela histórica permitía la representación de la so-
'^ «(...) es el príncipe y creador de la novela en Cuba: Cirilo Villaverde». Ibídem, p. 85.
'* «Cecilia Valdés, que vivirá como el alma mater de la novela cubana, es un lienzo colosal
en que se agita toda una época, el mundo en miniatura de Cuba, colonia de España,
desde 1812 hasta 1831». Ibídem, p. 86.
" Walter Scott y a su discípulo Alejandro Manzoni.
2° Ibídem.
^' Cirilo Villaverde escribió en 1879: «Hace más de treinta años que no leo novela ninguna,
siendo Walter Scott y Manzoni los únicos modelos que he podido seguir al trazar los
variados cuadros de Cecilia Valdés», en Cirilo Villaverde: Cecilia Valdés o la Loma del
Ángel. La Habana, 1972, p. 77.
•^^ Manuel de la Cruz: Op. cit., p. 91.
^^ Ibídem.
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ciedad de una época y la elucidación de las fuerzas sociales, encamadas
por protagonistas escogidos, que la componían y la movían. Historia y literatura
no eran dos lecturas incompatibles; se aclaraban recíprocamente y
abrían camino a la comprensión de la sociedad: «El historiador que hiciera
un estudio del alma cubana tendría que buscar en Cecilia Valdés los documentos
para su labor: en ella hallaría una fase importantísima y los orígenes
del alma cubana contemporánea»^"*. Se tomaba entera hacia el presente,
y el futuro.
No obstante tras estos diez años de guerra, la reorganización del movimiento
separatista y la lucha contra el autonomismo ya no dejaban tiempo
ni espacio a una narrativa sintética a la altura de aquella síntesis de la abominación
de la sociedad colonial esclavista. Manuel de la Cmz siguió las
huellas testimoniales de Martí al componer los Episodios de la Revolución
cubana que esperarían la Independencia para ser publicados. La memoria
de la guerra fue objeto de polémica cuando se publicó el relato testimonial
de Ramón Roa. A su visión considerada como derrotista por no ser pertinente,
se opusieron justamente Martí y De la Cmz.
• Y se levantaron por segunda vez los mambises encabezados por los jefes
-los héroes- de la Gran Guerra, o por sus hijos criados en su leyenda.
En 1897, Raimundo Cabrera publicaba, en su revista anexionista Cuba y
América, el primer folletín histórico-épico cubano Episodios de la guerra.
Mi vida en la manigua. Recuerdos del capitán Ricardo Buenamar (anagrama
de Raimundo Cabrera), suerte de reportaje periodístico tmncado ya
que Cabrera no estaba en la manigua sino en su buró de Nueva York. A partir
de entonces, la irmpción de la Historia en la novela no colmaba más una
aspiración: se seguían las huellas de la realidad y se ilustraba el quehacer
histórico. La diferenciación mencionada por Dolores Nieves^^, entre la novela
histórica de influencia europea y la novela histórica cubana -que re-constmía
hechos históricos reales- se resolvió al entrar en el nuevo siglo.
Los autores cubanos de la última generación colonial asumirían a la
vez continuidad y transición de la novela histórica cubana. Se esperaba una
obra que fuera al nacimiento de la República lo que Cecilia Valdés había
sido a la condena a muerte de la sociedad colonial. Y la buscaban en la tradición
literaria, entre novela histórica decimonónica, tradiciones y novela
realista. En 1910, Joaquín Navarro Riera firmaba el prefacio de la primera
edición de las dos partes de Vía Crucis. A fin de hacer resaltar el valor de
2* Ibídem, p. 88.
^^ Dolores Nieves: «Caracteres generales de la narrativa cubana en el siglo XIX», en
Panorama de la Literatura cubana. La Habana, 1970, pp. 100-101.
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la novela, seguía respetando el modelo europeo de los ilustres: Gustave
Flaubert por el toque realista y Emile Zola por la conformidad con las «exigencias
de la novela histórica moderna». Y revelaba, al reconocer prudentemente
la influencia española, el conflicto latente, «[...] declar[ando] que
Vía Crucis es un libro que atrae y conmueve y que ha de tener para todos
los cubanos y amantes de Cuba, y aun para los simples conocedores de
nuestra patria, un interés tan vivo y seductor como el de los Episodios Nacionales,
del insigne Pérez Galdós, para todos los que aman y admiran a
España»^^. El mundo de la crítica literaria periodística estuvo abriendo durante
meses camino real en las revistas al joven Luis Rodríguez Embil con
La insurrección. Pero insurrección no hubo, ya que la novela vivió más por
las esperanzas de los demás que por sus calidades intrínsecas.
Citamos a Bacardí, hombre de letras e historiador, y a Cabrera. Los Veteranos
de esta generación que abordaron el tema eran generalmente suñ-cientemente
cultos para componer una ñcción, pero no llegaban a moldear
la forma narrativa. Los relatos se parecían a menudo a una versión escrita
de sus rememoraciones. Fueron numerosos los que intentaron conciliar ficción,
historia y aventura, alejándose de la diversión o de la hagiografía e
innovando. Habría de esperar para que las semillas de un Jústiz y del Valle,
de un Collazo o de un López Leiva^^ germinaran: por entonces, se esperaba
a una obra maestra elitista y se despreciaba a la popular novela de
aventura. De no haber sido así, novela histórica, novela de aventura y novela
de las Guerras de Independencia se hubieran confundido ya en los primeros
lustros del siglo.
La primera generación de la República -Castellanos, Carrión, Rodríguez
Embil- se demarcó adoptando un naturalismo que en Europa ya no
era tan renovador. Todavía se trataba de inscribirse entre la hteratura culta
y universal, afirmando la especificidad nacional, sin deber más nada a España
y a su cultura.
Aunque no evocaba precisamente la novela histórica, Jesús Castellanos,
en sus «Palabras proemiales» al libro de Alvaro de la Iglesia^^ en
1911, planteaba una problemática válida, de ahí en adelante. Tras hacer
^* Joaquín Navarro Riera: «Vía Crucis, impresiones de un lector», en Emilio Bacardí:
Vía Crucis. La Habana, 1979.
^^ Tomás Jústiz y del Valle: Carcajadas y sollozos. La Habana, 1906; Enrique Collazo:
«Redención», en Letras, La Habana, n.° 29, 15 mayo 1907; Francisco López Leiva: Los vidrios
rotos. Cuento que pica en la historia. Santa Clara, 1923; Aventuras extraordinarias
del capitán del Ejército Libertador cubano Juan González Segura. La Habana, 1933.
^^ Jesús Castellanos: «Palabras proemiales», en Alvaro de la Iglesia: Tradiciones cubanas.
La Habana, 1969, pp. 7-14.
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constar del estado «de ignorancia general de la historia patria»^', y casualmente
de la ausencia de esta en las letras, designaba su causa en el «programa
de la asimilación racional y posible»^^ impuesto a los cubanos en
tiempos de la colonia. Esta estrategia de asimilación cultural por parte de
la metrópoli seguía dejando huellas ya que «el inmenso caudal de nuestro
pueblo, de donde habían de salir los escritores de hoy, se quedó sin saber
el origen de su pueblo ni las vicisitudes de su heroica historia»^'. Lo trágico
de este vacío autodespreciador lo llevaba a poner de realce la tarea didáctica
de los intelectuales y de las letras. Como en los tiempos coloniales,
los creadores debían asumir una tarea educativa enseñando un saber aún en
manos de una minoría acomodada y culta. «La historia, al menos en este
su menudo y picante aspecto, es hoy una conquista de los artistas sobre los
eruditos» escribía^^. Aplicáronse imperfectamente sus teorías, y sus novelas
se leyeron en círculos minoritarios. Pero identificó la cuestión capital
del lectorado y de la función de la escritura, definida como acto cívico y
político sin perder su dimensión creadora. Bajo esta óptica, reafirmaba a la
vez la funcionalidad y el carácter imprescindible del género histórico. Era
crucial que los autores indagaran la historia nacional. La literatura, sea
bajo forma académica o popular, se hacía de nuevo vector del aprendizaje
y de la divulgación de una identidad concretizada en los episodios épicos
de la historia nacional. Esta rama genérica que pudo seguir el camino de la
literatura tradicionalista, como en Tradiciones cubanas, o de la literatura
histórica, tenía un papel de primer orden en la consolidación identitaria por
medio de las Letras cubanas. Consideraba con razón las Guerras de Independencia
como un episodio esencial de la historia de la comunidad. «Es
un curioso fenómeno de metamorfosis, que la guerra del 95, ese vendabal
salutífero que todo lo tocó y oreó, hizo para la suerte de nuestras letras, necesitadas
de fuertes artistas que explorasen esos campos nuevos (nuestro
pozo histórico)»^^.
La nación cubana no tenía la edad de sus instituciones; aún menos tenía
la edad de su Constitución enmendada por Platt... Después de 1902,
todo quedaba por hacer. La historia colectiva, la cultura cívica de la lucha
unitaria para la libertad era lo que Castellanos quería realzar a fin de defender
la nación prendida en la dependencia política y económica, rehén de
29 Ibídem, p. 10.
30 Ibídem.
3' Ibídem, p. 11.
" Ibídem, p. 12.
'3 Ibídem.
496
las intervenciones norteamericanas. Pero se amargaba el ironista Castellanos
al constatar que hablar de la guerra era como hablar de combates pretéritos
y que la evocación de la lucha libertadora contra la metrópoli hacía
ahora de señuelo^"*. «¿Por qué estaba yo en la guerra?» se interrogaba el
protagonista de La Manigua sentimental.
Numerosos fueron los autores que acompañaron a Castellanos en la
misma voluntad de demostrar que «había agua en la roca que se imaginó
estéril»^^. La inspiración y la materia las buscaron a veces en las raíces pretéritas
de la idiosincrasia: tornaron sus miradas hacia la época
colonial. Emilio Bacardí en Doña Guiomar lo hizo bastante formalmente.
José Antonio Ramos se encaminó en los lazos perversos de la sociedad esclavista.
Pero la vena más prolífica fue la de las Guerras de Independencia;
vistas como la concretización de las aspiraciones patrióticas o como un intento
abortado, les brindaron un tema seductor pero difícil de manipular.
Era arriesgado escapar de la sacralización y adoptar una visión crítica o
iconoclasta. Entre 1902 et 1951, casi un centenar de narraciones de las
Guerras fueron publicadas. Es cierto, pocas enarbolaban la etiqueta «novela
histórica»; sólo 8 la retomaban en el subtítulo. Se presentaban los demás
como textos «biográficos», «políticos», «de aventuras», como siendo
«novelas», «cuentos», «novelas cortas», «tradiciones» o «folletines». Habría
que esperar el año 1951 para que Enrique Serpa escribiera «La manigua
histórica»^^. Mientras tanto, Julio Rosas reseñaba la historia y López
Leiva picaba en ella^^. Cierta crítica bien asentada otorgaba el imprimátur.
Juan José Remos^^ aplicaba rígidamente una norma reductora. Consideraba
misteriosamente a Doña Guiomar y Vía Crucis de Bacardí o a La insurrección
de Rodríguez Embil como «novelas históricas», clasificaba con
pinzas a «La Manigua sentimental» de Castellanos como «novela costumbrista
», a la trilogía de Cabrera y a Generales y Doctores^"^ de Loveira,
«novelas políticas». Se condenó injustamente al irrespetuoso Carcajadas y
sollozos de Jústiz y del Valle: el abandono de la norma académica e institucional
de la «novela histórica» a favor de la popular «novela de aventura
» acompañaba las exigencias de difusión casi pedagógica de un imagina-
^ Ver J. C: «Pasado y presente», en La conjura. La Habana, 1978, p. 334.
•'^ J. C: «Palabras proemiales», op. cit., p. 12.
'* Enrique Serpa: «La manigua histórica», en Noche de fiesta. La Habana, 1951.
' ' Julio Rosas: Cuba Revolucionaria, reseña histórica, fi-agmento de la novela política
inédita «El Cafetal azul», [s.l.n.d]; F. L. L: op. cit., nota 27.
'* J.J. Remos: Tendencias de la narración imaginativa en Cuba. La Habana, 1935.
^' Carlos Loveira: Op. cit.
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rio cívico y de búsqueda de una modernidad literaria. La aparición de esta escritura
inconforme debe ser relacionada con los avatares de la actualidad poK-tica.
A cada período de crisis política o social, a cada amenaza grave de la legitimidad
nacional o a cada tentativa de reconquista de la soberanía, respondió
un florecimiento de la narrativa de las guerras.
Los años veinte marcaron una nueva orientación de esta vena, iniciada
por el punzante López Leiva, el moralista Román Betancourt"''', el irónico
Castellanos, el martiano Hernández Cata o el muy militante Penichet'*^
Junto a los veteranos que se decidían a tomar la pluma, la generación antiimperialista
y comprometida de Carlos Loveira, Felipe Pichardo Moya,
Pablo de la Torriente Brau, Mazas Garbayo y Borrero Echeverría"*^ devolvió
la historia nacional a quienes la escribieron: los cubanos anónimos del
pueblo. Frente a una novela histórica asimilada a un discurso conservador,
derrotista y comercial, la novela o el relato corto de aventura se presentaba
como el relato de una práctica individual y colectiva que hacía justicia
a estos olvidados de siempre"*^. «En los grandes movimientos populares
acontece que los que más hacen son los que menos alcanzan, cuando
llega el instante de reconocer méritos»"^, escribía el veterano Pérez Díaz.
Ahora desacreditados los Generales y Doctores corruptos, se buscaba el
espíritu de la Nación en el hacer y el sufrir de los ausentes de los manuales
de historia, los anónimos del pueblo de Cuba, o sea de Los heroes'^^
verdaderos: «El negro Torcuato», «Un insurrecto», «El Agachao», o Pedro
Barba. Las historias personales se cruzaban, se recortaban y componían
la Gran Historia: la de Historias de campamento^ y de La manigua
histórica.
Notó Jesús Castellanos que «La edad en las sociedades como en los individuos,
se mide por la multiplicidad de accidentes que la hacen sensible,
no por la pauta de una rígida cronología; y lo cierto es que en nuestras cua-
'"' Alberto Román Betancourt: El arrastre del pasado. La Habana, 1923.
"' Antonio Penichet: Alma rebelde. La Habana, 1921.
*'^ La novela Senderos de montaña que empezó José Manuel Poveda fué destruida por
su viuda.
^^ La novela de aventura, aunque despreciada por la crítica académica, era popular y en
vega. Lo había sido desde la publicación en 1879 de Los misterios de La Habana de Pe-droso
de Arriaga (inspirados de Eugéne Sue). La novela de aventura permitió abordar temas
de sociedad, como el bandidismo con el personaje de Manuel García. Su función de
diversión nunca impidió un discurso cívico.
^ Eliseo Pérez Díaz: La rosa del Cayo. La Habana, 1947, p. 169.
'*' Carlos Montenegro: Los héroes. La Habana, 1941.
^ Juan José Ortiz Velaz: Historias de campamento. La Habana, 1948.
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tro centurias hemos vivido muy aprisa...»'^^. Lo que Heredia había considerado
una moda efímera dejó una huella continua. Era fundamental la relación
a la historia para una nación colonizada con el afán de demarcarse
de las metrópolis y de definirse por sí misma. Siempre renovada, la novela
histórica reveló ser uno de los vectores de la búsqueda identitaria y uno de
los índices de su evolución. Consideremos el desarrollo y las mutaciones
de este género como la manifestación de la asimilación de la historia nacional
en la cultura ciudadana. En el afán de creación didáctica de referencias
cívicas, la mutación de un género académico hacia una escritura popular
de la «historia chica»''^ marcó el paso hacia el reconocimiento del
papel histórico del pueblo. Sin embargo, la falta de reconocimiento de tal
narrativa y los sobresaltos de la sociedad cubana pasaron al olvido esta renovación
narrativa. Se habría de esperar la segunda mitad del siglo XX,
para que volviera con Alejo Carpentier y el Reino de este mundo, una gesta
histórica y libertadora, profundamente renovadora.
''^ J.C: «Palabras proemiales», en Alvaro de la Iglesia: Op. cit., p. 8.
'^^ Así calificó Castellanos los «cuentos históricos» de Alvaro de la Iglesia, publicados
en 1911.
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