TRES PERSPECTIVAS DE LAS REFORMAS MAURA*
LUIS MIGUEL GARCÍA MORA
(Fundación Histórica Tavera, Madrid)
Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el seminario de la Universidad
Internacional Menéndez Pelayo «Poder económico y poder político en la historia contemporánea
» celebrado en Valencia, del 16 al 20 de septiembre de 1996.
Para cualquier estudioso, Antonio Maura no es una figura desconocida;
tiene un perfil muy determinado: político moderado, varias veces presidente
del gobierno y creador de una corriente de pensamiento, el mau-rismo,
que se puede considerar determinante para comprender la historia
de España a principios de siglo. Es el Maura que, principalmente, ha interesado
a la historiografía. Sin embargo a nosotros nos preocupa otro
Maura, el que hizo su vida política en el siglo XIX, en el ministerio de Ultramar,
en el partido liberal y que trató de modificar de manera profunda el
modelo colonial que regía en la isla de Cuba. Quizá la imagen que de
Maura ha trascendido sea más la primera que la segunda, pero todos aquellos
que han puesto su atención en el mundo colonial finisecular son conscientes
de la importancia del ministerio Maura (diciembre de 1892-marzo
de 1894): fue la última oportunidad de enderezar una política que llevaba
directamente a la pérdida de la isla. Así lo estimó el líder independentista
cubano Máximo Gómez, quien en 1903 y ante el retrato de Maura presente
en el despacho del director del Diario de la Marina, uno de los más influyentes
periódicos de La Habana, señaló que de haberse realizado su plan
de reformas se hubiese evitado la guerra.
En este trabajo nos proponemos valorar el significado que tuvieron las
reformas coloniales pretendidas por Maura. Consideramos que éstas deben
ser entendidas desde una triple perspectiva: la colonial, la metropolitana
y la internacional. En otras palabras, la autonomía en la toma de decisión
política estaba limitada, en primer lugar, por la realidad colonial
cubana que se trataba reformar, pero también por la trascendencia económica
que Cuba tenía para el resto del Estado español, que nos da la perspectiva
metropolitana del fenómeno. Finalmente, el juego de las potencias
con relación a lo que ocurría en el Caribe nos ofrece una tercera perspectiva,
la internacional, a tener muy en cuenta en una época marcada por el
imperialismo.
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En diciembre de 1892 Maura accedía al poder. Inmediatamente decretó
una modificación del sistema electoral para conseguir que los autonomistas
abandonasen el retraimiento. Acto seguido, empezó a desarrollar sus
planes reformistas que culminaron en junio de 1893 con su presentación a
las Cortes. El proyecto se componía de un preámbulo explicativo de la necesidad
de la reforma y de tres artículos que desarrollaban una ley de 7 bases.
El recurrir a esta fórmula, ley de bases, le sirvió a Maura para presentar
a las Cortes sólo las líneas generales de sus aspiraciones. De esta
manera tenía un margen de maniobra política, del que hubiese carecido de
presentar una proposición perfectamente detallada en todos sus artículos.
En el preámbulo hay una serie de ideas que queremos destacar. En primer
lugar, se aprecia una mezcla de buenas intenciones y consideraciones
hacia quienes le habían precedido en el cargo de ministro, con una crítica
de fondo hacia los mismos que, a la postre, no habían sabido o podido encauzar
la administración colonial. Así, y es la paradoja del lenguaje político,
Maura se vio obligado a mostrarse continuador de una gestión que rechazaba
abiertamente. Es más, una de las primeras medidas que tomó al
llegar a la cartera de Ultramar fue elaborar un informe en el que se recogían
todas y cada una de las medidas aplicadas por Romero Robledo a
Cuba. Maura, de su puño y letra, va señalando el desacuerdo profundo con
las mismas.
Una segunda idea mencionable del preámbulo es la ruptura con la
forma clásica de entender la política en Ultramar: el control de la administración
colonial más que en manos del ministerio de Ultramar (modelo de
centralización administrativa), en la acción de los electores (modelo de
descentralización). Maura propone la descentralización como mecanismo
de moralización de administración, tratando de limitar, en cierta medida,
prácticas caciquiles. En esta disposición, ha visto Tusell un «carácter
prerregeneracionista en el sentido de que quería resolver los problemas administrativos
mediante la concesión de un mayor grado de autonomía política
».
Una tercera idea a resaltar es que el gobernador general recuperaba
todo el poder de decisión dentro de la colonia, autoridad que se había visto
limitada por la aparición de los gobernadores regionales creados en el ministerio
de Romero Robledo. Los gobernadores regionales, a diferencia de
los provinciales, tenían un alto grado de autonomía en su gestión, ya que
dependían directamente y sólo rendían cuentas al ministro de Ultramar.
Una última idea reseñable del preámbulo es el intento de justificar la
reforma en una cierta continuidad con la tradición colonial española. Más
que introducir nuevas instituciones, se trataba de dar un nuevo contenido a
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las ya existentes, acreditando este procedimiento en las demandas de moralización
de la administración colonial.
Las siete bases que desarrollaban el plan de Maura pretendían dar mayor
capacidad a la administración local y colonial en la resolución de los
asuntos antillanos. Así, se aumentaban las atribuciones de los ayuntamientos,
a la vez que se proponía la modificación del censo electoral para incrementar
la representación en los órganos locales y la creación de una Diputación
Provincial Única. Esta última institución es lo más definitorio del
plan Maura: suprimir las antiguas diputaciones provinciales, unificándolas
en una cámara compuesta por 18 diputados electos por sufragio popular
con capacidad para tratar asuntos de obras públicas, comunicaciones, agricultura,
industria, comercio, inmigración, educación y sanidad. Para atender
a estos fines la Diputación tendría capacidad para formar su propio presupuesto.
Por último, se renovaría cada dos años, cesando en su cargo la
mitad de los diputados que pasaban a formar parte del Consejo de Administración.
La autoridad de la Diputación sólo estaba limitada por la del Gobernador
General, pero de las actuaciones en contra de ella debería dar cuenta al
ministro de Ultramar o los tribunales ordinarios de justicia, que serían los
que en última instancia decidiesen. El entramado administrativo se completaba
con el Consejo de Administración, institución consultiva compuesta
por una serie de vocales natos, las principales autoridades coloniales,
los diputados provinciales que abandonaban la Diputación al renovarse
cada dos años, además de nueve vocales nombrados por el ministerio de
Ultramar entre las personalidades de mayor prestigio social, económico y
político de la isla: los 50 mayores contribuyentes, los antiguos senadores y
diputados, así como los antiguos presidentes de la Cámara de Comercio,
del Círculo de Hacendados, del Casino Español y de la Sociedad Económica
de Amigos del País. Maura trataba de conciliar en el Consejo de Administración
a comerciantes y hacendados, a criollos y peninsulares.
Finalmente y al desaparecer los gobernadores regionales, el Gobernador
General recobraba todo el poder como representante de la metrópoli.
De él dependían los gobernadores provinciales, la Intendencia General de
Hacienda y la Dirección General de la Administración Local. El Gobernador
General se asesoraría por una Junta de Autoridades.
Esto era en esencia la reforma, pero ¿cómo cabe interpretarse la
misma? En nuestro entender, la explicación debe darse a través de los tres
planos a los que afectaba la ejecución del proyecto Maura: el colorüal, el
metropolitano y el internacional, tal y como señalamos antes. Con su plan
de reformas, Maura pretendía centrar la vida política de la colonia que ha-
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bía estado situada en el radicalismo desde la emancipación del continente.
Era un intento de atraerse a la opinión pública cubana, de ensanchar el espacio
político lo suficiente para permitir refundar la relación colonial sobre
bases más sólidas. El fin último del plan era evitar la independencia o
una alta inestabilidad política que pudiese ser utilizada como excusa de intervención
por alguna de las potencias interesadas en afianzar su posición
en la cuenca del Caribe.
El desarrollo político de Cuba en el siglo XIX con relación a la metrópoli
se puede calificar de paradójico: según se afirmaba la revolución liberal
en la Península, se iba consolidando el absolutismo como fórmula política
en las Antillas. En otras palabras, las medidas liberales no llegaban
al otro lado del Atlántico. En 1837 se privó de representación política a las
colonias y desde esa fecha, en todas las constituciones promulgadas de la
monarquía se estableció que las provincias de Ultramar se gobernarían por
leyes especiales, legislación que nunca acababa de publicarse. Finalizada
la Guerra de los Diez Años, la metrópoli se vio obligada a readmitir a los
antillanos en el Parlamento y organizar la vida local y colonial bajo un sistema
liberal, siempre más parco que en la metrópoli, pero al fin y al cabo
liberal. La organización política surgida del Zanjón, que estipulaba un sistema
representativo en los ayuntamientos, en las diputaciones provinciales
y en las Cortes, no había dejado de ser una realidad legal, que en la práctica
se había visto manipulada. Desde la legislación electoral y la práctica
política se había favorecido el monopolio de los conservadores cubanos, en
su mayoría peninsulares, marginándose al elemento criollo de representación
efectiva en las instituciones.
A la altura de 1893, con un independentismo fuerte y organizado alrededor
de José Martí y el Partido Revolucionario Cubano, Maura era consciente
de la necesidad de ensanchar la esfera pública cubana, atrayendo hacia
ella a los sectores criollos más moderados y desplazando el centro de
decisión política de la derecha a la izquierda de la Unión Constitucional.
Se trataba de consolidar el sistema político antillano, de la misma manera
que se había consolidado el régimen de la Restauración: centrando la vida
política y abriéndose a los sectores más moderados de los opositores carlistas
y republicanos. En Ultramar eran los autonomistas los que jugaban
el papel de oposición moderada.
Esta línea de conducta estuvo presente durante todo el tiempo que
Maura ocupó la cartera de Ultramar. A los diez días de llegar al ministerio,
ordenó una reforma electoral que en todos sus aspectos satisfacía a las aspiraciones
de los autonomistas cubanos, más que a los compromisos del
partido liberal o las indicaciones de la Unión Constitucional. El objetivo
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era lograr la vuelta a la vida pública de los autonomistas sin los que difícilmente
se podría llevar a cabo un plan de reformas sobre el que, en diciembre
de 1892, ya estaba reflexionando. Todo ello lo declara Maura de
su puño y letra en un cuaderno de apuntes sobre la reforma electoral que
está depositado en el Archivo Histórico Nacional.
De la lectura del mencionado cuaderno y de otros similares referentes
a las reformas depositados en el Archivo de la Fundación Maura, se extraen
dos consecuencias en las que no había reparado, hasta el momento,
la historiografía. Una, que la política de Maura hacia Ultramar es una política
de consenso, una política de atracción hacia los sectores criollos marginados
desde tiempo de la vida política antillana. Claro está, el consenso
se veía limitado por las necesidades de la gobernación y estaba convencido
de que si fijaba la cuota electoral en cinco pesos era porque con la misma,
todavía la Unión Constitucional podía hacer frente con éxito a los autonomistas,
pero también era el mínimo para que éstos se reintegrasen en la
vida pública. Además, Maura era consciente del fracaso político que supondría
una rebaja del censo, sin que los autonomistas abandonasen el retraimiento
electoral. De la misma manera, creía que la reforma de la administración
colonial, la descentraUzación, no signiñcaba la pérdida de
preponderancia del partido conservador cubano, sólo le obligaba a una política
de mayor moderación con respecto a sus rivales políticos.
La segunda idea que rompe con la imagen ofrecida por la historiografía
es la de la escasa preparación de Maura sobre los temas de Ultramar.
Dumerin señala que su único bagaje sobre el tema era la lectura de un tratado
de política colonial de Gervinus y afirma que no le unía ningún compromiso
con los grupos de Ultramar. El propio Maura había declarado que
llegaba en blanco al ministerio de Ultramar. Sin embargo, a los pocos días
de tomar posesión ya está preparando la reforma. Por otro lado, no debemos
olvidar dos detalles. Primero, Maura era desde 1878 cuñado de Germán
Gamazo, quien le introdujo en el partido liberal y en los ambientes políticos
de Madrid y Gamazo había sido ministro de Ultramar entre
1885-86. En segundo lugar, Maura era el abogado en Madrid de los intereses
de Arturo Amblard y Ramón Herrera, relación comercial, que en palabras
del propio Maura en carta al Gobernador General, había conducido
a una profunda amistad indicándole que en toda decisión que se tomase se
debía tener muy en cuenta las opiniones de estos dos capitalistas antillanos.
En definitiva Maura se guiaba por una política de modificar lo imprescindible,
para lograr el fin último que era la continuación de la soberanía
española en Cuba: que todo cambie para que todo siga igual. Y no creemos
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que esté pensando en la «revolución desde arriba», sino en tratar de armonizar
la relación metrópoli-colonia. En este empeño chocaba con intereses
de grupos políticos y económicos, tanto en las Antillas como en la Península,
que en última instancia fueron los que hicieron fracasar su proyecto.
Grupos que podían temer que con el plan de reformas de Maura se diese
una segunda versión de lo ocurrido con la ley del patronato: otra ley de
consenso con la que se pretendía la prolongación de la esclavitud y que en
último término fue la que ratificó su fin.
El fracaso de las reformas Maura vistas desde una perspectiva colonial
creemos que se debe más a motivos de rivalidad política que a la pugna o
divergencia de grupos económicos contrapuestos. Le Riverend señala que
los defensores de la política de Maura en Cuba «deseaban un programa capaz
de satisfacer más a los diversos grupos económicos por encima de sus
diferencias nacionales», aunque luego deja translucir una cierta influencia
del sector tabacalero en el futuro Partido Reformista. También Roldan ha
señalado este hecho y afirma que en las reuniones que dieron lugar al Partido
Reformista se entrevistaban antiguos políticos de la izquierda de la
Unión Constitucional con representantes de los fabricantes de tabacos, de
cigarros y de la liga de comerciantes importadores. Sin embargo, no podemos
encontrar un perfil socioeconómico opuesto entre los defensores y los
impugnadores de las reformas Maura en Cuba.
Lo que si está claro es que en su exceso de nacionalismo español, la
derecha de la Unión Constitucional había cedido a plantear de una manera
más insistente la necesidad de reformas económicas. Para Amblard fue la
cuestión económica por la que se organizó la fracción de la izquierda en
1888 en un intento de obligar al partido a mostrar más interés hacia los problemas
económicos. Sin embargo, tanto en la Junta Magna de 1884, como
en el Movimiento Económico de 1891, la directiva maniobró de acuerdo
con las autoridades coloniales para refrenar el ansia reformista de las corporaciones
económicas cubanas. De esta forma, se había convertido más
en un instrumento de gobierno que en un partido representativo de un sector
de la sociedad.
En el planteamiento de sus reformas, Maura se había dejado influir
principalmente por las indicaciones de dos políticos de la izquierda de la
Unión Constitucional, Arturo Amblard y Ramón Herrera, que como dijimos
antes mantenían antiguas relaciones comerciales con Maura. Ramón
Herrera, Conde de la Moriera en pago de los servicios que su familia había
prestado a la Corona en la Guerra de los Diez Años, de origen peninsular,
era un gran capitalista que habiendo empezado su vida empresarial
en el comercio y en los negocios navieros había ido adquiriendo participa-
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ciones en otras actividades económicas como eran la banca, la industria
azucarera y los ferrocarriles. A finales del siglo XIX el patrimonio de la familia
Herrera se podía estimar en 20 millones de reales.
De Arturo Amblard tenemos menos datos. Sabemos que era abogado y
banquero cuyos negocios estaban muy relacionados con operaciones bursátiles
en Londres a través de la banca Schoder, de la que era representante
en Cuba. Se le calcula un patrimonio de más de 70 millones de reales a fines
del siglo XIX.
Du Quesne, Rabell o Galarza, también defensores de las reformas
Maura tenían perfiles patrimoniales parecidos. Además estaban en los órganos
de decisión de las principales instituciones económicas: Du Quesne
era presidente del Círculo de Hacendados y Herrera de la Cámara de Comercio.
Todo ello parece indicar, por tanto, que la reforma Maura iba encaminada
a defender los intereses de estos grandes capitalistas cubanos.
Sin embargo, otros con patrimonios e intereses similares fueron quienes
más ruda oposición levantaron contra ellas. Más intereses azucareros tenía
Apezteguía, dueño del mejor central de la isla, que Du Quesne; las actividades
económicas de Amblard y Pérez de la Riva, que también tenía innumerables
relaciones económicas en el mercado londinenses, eran prácticamente
las mismas. Se podría dar más ejemplos. Por último, y como bien
han demostrado Bahamonde y Cayuela, todos ellos, defensores e impugnadores,
habían colocado parte importante de su patrimonio fuera del
marco colonial, en Estados Unidos, Gran Bretaña y en la propia metrópoli.
Creemos que la oposición/apoyo a las reformas de Maura en el ámbito
colonial, más que a las estrategias de grupos económicos enfrentados, se
debía a la pugna por el control del poder dentro del partido Unión Constitucional,
entre las fracciones de la izquierda y la derecha. En última instancia,
y como se acredita por la correspondencia depositada en el Archivo
de Maura, la derecha hubiese acabado aceptando la reforma de implantarse,
pero hasta que ese momento llegase empleó toda su energía en combatirlas.
El punto de mayor controversia era la desaparición de las diputaciones
provinciales. El renunciar a ellas, tal y como se pretendía en el proyecto
Maura, suponía acabar con la estructura caciquil obediente a las instrucciones
de la junta directiva del partido. Desde las diputaciones se controlaba
a los ayuntamientos, se proveían puestos en la función pública y, lo
que era su gran valor, se elaboraban las listas del censo electoral. En una
palabra, desde las diputaciones se fraguaba el poder político de la Unión
Constitucional que luego se consolidaba con el favor que le otorgaban los
funcionarios coloniales. Desplazado el apoyo del gobierno a la izquierda
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de la Unión Constitucional y sin poder manipular la práctica electoral
desde las diputaciones, la junta directiva no tenía más remedio que oponerse
a unas reformas que más que quebrantar los intereses económicos de
sus adeptos, la anulaban políticamente.
Si desde la óptica colonial creemos que pesó más lo político que lo
económico, en la perspectiva metropolitana se invierten las cosas. Ello no
quiere decir que no haya implicaciones políticas. Una de ellas era el pavor
que los diputados y senadores del Parlamento de la Restauración sentían
por cualquier tipo de reforma colonial, palabra que se les hacía prácticamente
sinónimo de independencia. El grado de desinformación sobre lo
que ocurría en Ultramar era profundo y los medios de comunicación más
influyentes de la metrópoli estaban a favor de aquellos que se beneficiaban
del statu quo colonial. El control y manipulación de la información jugaba
en contra de los reformistas coloniales y todo lo que no fuera una exaltación
del espíritu español y de la política asimilista se miraba con desconfianza
o, simplemente, se silenciaba. En cierta medida las discusiones en
tomo a las reformas Maura, al ser una iniciativa que venía del gobierno y
no de grupos criollos, contribuyó en gran manera a cambiar este orden de
cosas, pero no lo suficientemente a tiempo como para evitar la crisis colonial.
Otra implicación de carácter político se articula en tomo al papel que
la administración colonial jugaba en el reparto de puestos en la función pública.
Es otra de las manifestaciones del clientelismo: apoyo político a
cambio de prebendas; a un nivel pueden ser los grandes negocios coloniales,
pero en otro es una recomendación para desempeñar un cargo en la administración
colonial. Maura, que en varias cartas con las autoridades coloniales
les indicaba que a la hora de elegir funcionarios se guiasen más
por las cualidades que por la recomendación, llenó varios cuademos en
donde cuidadosamente apuntaba el nombre del recomendante y el recomendado
así como el puesto al que se aspiraba. En sus 15 meses en el ministerio
de Ultramar calculamos en más de 300 las recomendaciones de las
que podemos dar cuenta para destinos en las Antillas, que le venían de políticos,
militares y de altos funcionarios de la administración. De esta manera
una reducción del aparato colonial, con un mayor control de la misma
por la Diputación Única debía de levantar un fuerte resquemor en más de
un diputado y senador.
Pero el fracaso final al que se vieron abocadas las reformas Maura se
comprende más, a nuestro entender, por el papel que el mercado antillano
jugaba para distintos gmpos económicos metropolitanos. El Estado en la
época contemporánea se configura como un ente autónomo, regulador y
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mediador entre los distintos intereses en disputa, pero finalmente unos acaban
pesando más que los otros y, parcial o totalmente, se acaban imponiendo.
En otras palabras, la autonomía del Estado acaba en donde empiezan
las necesidades de los grupos económicos.
El atraso económico español de fines del siglo XIX había impedido al
capitalismo español reconducir el desarrollo económico de su colonia. De
esta manera, Cuba había ido desenvolviendo una estructura económica autónoma
de su metrópoli en cuanto a la producción y comercialización de
sus exportaciones que ni le podía ofi-ecer los insumos, ni la infraestructura
comercial que demandaba. Sin embargo Cuba brindaba a la metrópoli si no
un mercado reservado, sí protegido para la producción peninsular.
En definitiva los intereses de las burguesías situadas a ambos lados del
Atlántico eran fuertemente divergentes, pero su divergencia se tenía que
resolver dentro de un mismo Estado. Y no había término medio, el favorecer
a unos era perjudicar a los otros, abrir mercados a unos era cerrárselos
a los otros. Y como telón de fondo estaban las necesidades del Tesoro cubano
que en gran parte se nutría por lo que se recaudaba en la renta de
aduanas, a la vez que era garantía de los empréstitos del Estado.
Al respecto de armonizar los intereses de los antillanos con los metropolitanos,
el Estado legisló medidas como el cabotaje, que aun conscientes
de lo limitado de su efecto era una demanda auspiciada por amplios sectores
antillanos. Sin embargo, la aplicación dejó mucho que desear y acabó
siendo ampliamente rechazada.
Otras disposiciones de compromiso fueron los acuerdos comerciales
con Estados Unidos, el modus vivendi de 1884 y el Foster-Cánovas de
1891. Y eran un compromiso, pues una rebaja general del arancel hacía innecesarios
los tratados. Las pasiones que se agitaron entre la patronal cubana
representada por el Círculo de Hacendados y la catalana por el Fomento
del Trabajo Nacional se puede rastrear en trabajos como La
Cuestión de Cuba del Fomento del Trabajo y la Réplica a la cuestión de
Cuba del Círculo de Hacendados. En la lectura de estos documentos se
hace patente que al Estado no le quedaba más opción que elegir o Cuba o
Cataluña, el País Vasco, Mallorca, etc. y eligió por favorecer a los intereses
metropolitanos, que en muchos casos habían comenzado su proceso de
acumulación en las Antillas. Se eligió el desarrollo del capitalismo de la
periferia peninsular a sabiendas de que tal medida le costaba la pérdida de
la más importante de sus colonias. Era una relación que veían los contemporáneos.
Así en la resaca del desastre colonial, Arturo Amblard denunciaba
que las relaciones comerciales, que habían determinado la pérdida de
Cuba, estaban encaminadas a favorecer a algunas regiones peninsulares,
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las mismas que a principios del siglo piden una autonomía que habían condenado
para Cuba como atentatoria contra la unidad de la nación.
Por ello tiene toda su lógica que las burguesías metropolitanas recelasen
de las nuevas atribuciones que el Estado quería dar a un organismo
electivo de la colonia como era la Diputación Única diseñada por Maura;
institución que si bien no tenía explícitas atribuciones sobre cuestiones
arancelarias, sí sobre agricultura, industria y comercio.
Pero además del mercado había otra reahdad a la que se enfrentaban
las reformas Maura: los negocios que generaba la actividad colonial del
Estado. Hernández Sandoica y Rodrigo Alharilla han puesto de manifiesto
el papel jugado por Antonio López y su grupo de empresas a este respecto.
Son varios los políticos de la Restauración a las ordenes de López, desde
el liberal Balaguer hasta el conservador Romero Robledo. Este último en
su paso por la cartera de Ultramar había incrementado en un 75% las tarifas
que el Estado pagaba a la Trasatlántica, la compañía de Antonio López,
por el transporte de la tropa, además de transferir a sus arcas más de 5 millones
de pesetas.
El transporte es un ejemplo, otro podría ser la financiación de la administración
colonial. Juan Gualberto Gómez, líder independentista cubano,
se quejaba de que la mayoría de los presupuestos cubanos se dedicasen a
pagar la deuda, domiciliada toda en la metrópoli o el extranjero. Con ella
se pagaban los préstamos del Banco Hispano Colonial, detrás del que estaban
los mismos capitalistas metropolitanos que años antes habían iniciado
su proceso de acumulación en Cuba.
En última instancia todos los negocios coloniales acababan pesando
sobre el presupuesto cubano y, claro está, a estos prohombres del capitalismo
español, que como Martín Rodrigo nos ha enseñado tenían a los ministros
de Ultramar en sus negocios y que veraneaban con el rey, no les interesaba
que el presupuesto se hiciera desde la Diputación Única. Preferían
que siguiese elaborándose en Madrid y aprobándose por el Parlamento de
la Nación sobre el que tenían mayor influencia.
Una tercera perspectiva desde la que asomarse a las reformas Maura es
la internacional. La historia del mundo desde la década de 1870 hasta la Primera
Guerra Mundial se ha caracterizado por el imperialismo. La segunda
revolución industrial, la renovación de los medios de comunicación y la in-temacionalización
de la economía llevó a los países más desarrollados a controlar
cada vez mayores extensiones de territorio. El imperialismo tiene dos
momentos. En un principio fue la agresión de la cultura occidental europea
frente a los otros y después contra otras potencias, también occidentales,
pero de segundo orden. Este era el caso de España a finales del siglo XDC.
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A pesar de su escaso peso en el concierto internacional, España todavía
poseía un extenso mundo colonial distribuido en África, Asia y América,
ambicionado por viejas y nuevas potencias. En 1885, en la Conferencia
de Berlín, se pusieron las bases del nuevo colonialismo y ese mismo
año los alemanes trataron de apoderarse de las Carolinas.
El tener colonias y carecer de una gran capacidad económica y militar
para defenderlas era un riesgo a fines del XIX. Más en la cuenca del Caribe,
que desde 1820 había estado sometida a la presión del anexionismo
norteamericano auspiciado por la doctrina Monroe. En la década de 1880
la tensión en la zona se incrementó cuando quedó claro que se podía construir
un canal interoceánico por centroamérica y que la potencia que lo dominase,
controlaría gran parte del comercio mundial.
En esta coyuntura, Gran Bretaña trató de establecer un protectorado sobre
Cuba en noviembre de 1892. Hasta el momento es poco lo que hemos
podido averiguar del plan. Sabemos que se produjo inmediatemente antes
de la llegada de Maura al poder y por la documentación que tenemos parece
que los conservadores de Cánovas estaban de acuerdo con el plan, o
al menos eso es lo que manifestó el promotor del mismo en La Habana.
El plan consistía en un empréstito de 300 millones de pesos, de los cuales
200 se dedicarían a consolidar la deuda de la isla y los 100 restantes a
crear un banco en Cuba con el derecho de emisión. El dinero lo daría un
sindicato de banqueros anglo-francés, posiblemente los Roschildt, y además
de la garantía económica de los ingresos de las aduanas de la isla de
Cuba, querían una garantía moral que se la tenían que dar sus habitantes.
Por ello el empréstito iba ligado a la realización de una profunda descen-trahzación
de la administración colonial, prácticamente a la autonomía, de
tal manera que por si cualquier causa cambiase el estatuto político de la
isla, los cubanos pudieran hacer frente al compromiso adquirido por su antigua
metrópoli.
La verdad es que hasta ahora no hemos podido localizar ningún tipo de
documento oficial que haga referencia al pretendido proyecto. Sabemos de
un acta del partido autonomista, el interlocutor cubano de los banqueros ingleses,
de una carta del autonomista Giberga a Labra y de las denuncias de
Juan Gualberto Gómez que fue lo que acabó frustrando el plan.
Desde luego 300 millones de pesos era una cifra fabulosa para la
época. Solo para tener un punto de comparación diremos que el presupuesto
cubano de ese año fue de 26 millones. Así que, en la práctica, el empréstito
se convertía en un protectorado, cuanto no en una venta encubierta.
Juan Gualbero Gómez estimaba que la táctica era mandar primero
el dinero, luego a los barcos mercantes y finalmente a los soldados. Todo
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era parte de un plan para acabar pasando a controlar la zona con vistas a la
construcción del canal de Panamá. Y más de uno recordaba que esa había
sido la manera de actuar de los británicos respecto de Egipto para controlar
el canal de Suez.
Gran Bretaña había estado muy relacionada con Cuba durante todo el
siglo XIX a causa del comercio azucarero. Bahamonde y Cayuela han pe-riodizado
muy bien los momentos de esa relación. Las relaciones cubano-británicas
se habían visto entorpecidas por las políticas proteccionistas,
pero a partir de 1846, con el triunfo del librecambio, Gran Bretaña se convirtió
en un mercado fundamental para el dulce cubano. Esta situación se
mantuvo hasta la década de 1870 cuando las exportaciones cubanas se desplomaron.
Pero esto no significó el fin de las relaciones cubano-británicas,
sino que mudaron del sector comercial al financiero, y el papel que hasta
los años 1870 jugaban los comerciantes pasó a ser desempeñado por los
banqueros londinenses como los Roschildt, Baring, Schoder y otros, que
controlaban el crédito, además de realizar distintas inversiones en las infraestructuras
públicas y en especial en el ferrocarril.
No se puede afirmar que Maura estuviese colocando a Cuba en las condiciones
que se exigía para dar el préstamo, aunque éstas se acercaban a lo
que pretendían los capitalistas anglo-franceses. Desde luego que los opositores
a las reformas lo denunciaron y acusaban a Maura de vender Cuba.
Por su lado Juan Gualberto Gómez, rechazando la hipótesis anterior, señalaba
que el ministro de Hacienda y cuñado de Maura, Gamazo, estaba negociando
un empréstito para el tesoro nacional apoyándose en el concurso
financiero que Cuba podría prestar a sumietrópoli una vez reorganizada su
administración colonial. Otro dato a tener muy en cuenta es que Amblard,
el inspirador de las reformas y quien junto a otros capitalistas habaneros
había lanzado una oferta por el arriendo de la renta de aduanas en diciembre
de 1892, tenía sólidos contactos con los ambientes financieros londinenses
y, como hemos dicho antes, era el representante de los Schoder en
Cuba. Bahamonde y Cayuela señalan que para fines de siglo Amblard tenía
más dinero invertido en Gran Bretaña que en Cuba o la metrópoli.
También indicar que el representante de los banqueros anglo-franceses, se
reunió con la derecha del autonomismo, con Montoro y Gálvez, que son
aquellos con los que contaba Maura para hacer triunfar a sus reformas y
quizás los únicos del partido que estuvieron al tanto de las mismas antes
de que fueran presentadas al Parlamento. Por último, la creación de un
banco de emisión venía a solucionar el problema del Banco Español de la
Isla de Cuba, que obhgado por el gobierno a recoger todo el papel moneda
que circulaba se encontraba prácticamente quebrado.
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Estos son indicios, pero creemos que no se debe establecer ninguna conexión
formal entre ellos sin una documentación que lo avale, documentación
que de existir estará depositada en el Public Record Office. Pero el
planteamiento de las reformas Maura puede tener otra explicación desde la
perspectiva internacional.
Políticos como Chamberlain y Roosevelt habían dejado claro que se
arrogaban toda la capacidad de intervenir en los asuntos coloniales de los
estados que no demostrasen tener un control político sobre sus posesiones.
Era el socialdarwinismo, la supervivencia del más fuerte, llevado a las relaciones
internacionales. El proceder de las potencias en la época del imperialismo
se guiaba por la legitimación que les daba el actuar en lo que
ellas determinaban que era su área de influencia, en intervenir allá donde
se consideraba que no estaba suficientemente garantizado el derecho de
dominio de la nación colonizadora (inaplicable a Cuba) y por último en defensa
de las inversiones de sus ciudadanos si estas corrían peligro debido
a la inestabilidad política del terrritorio en cuestión. En otras palabras creemos
que lo que pretendía Maura desde una perspectiva internacional era
dotar al sistema colonial de la viabilidad mínima que impidiese germinar
un proceso independentista revolucionario que sirviese de excusa para la
intervención de una potencia extranjera, en este caso, los Estados Unidos.
Al final acabaron pesando más los intereses del momento que las políticas
a largo plazo que podían haber evitado o, por lo menos suavizado, el fin de
la presencia colonial de España en América. Y a pesar de que durante la
guerra, España fue adecuando su política a las presiones que fue recibiendo
de Washington, no fue suficiente para evitar la intervención de una gran
potencia, en favor de la libertad y la independencia del pueblo cubano. España
pudo negociar un protectorado británico sobre Cuba; los Estados Unidos
lo consiguieron por la via militar.
En conclusión en los ensayos de reforma colonial de junio de 1893 había
un objetivo: consensuar la política colonial sobre una base de legitimación
más amplia que pasaba por integrar a los autonomistas en el juego
político y trasladar el apoyo del gobierno de la derecha a la izquierda de la
Unión Constitucional. En este intento Maura se enfrentó a los retos que le
venían de tres frentes: el colonial, donde lo político se impuso a lo económico,
el metropolitano, donde lo económico se impuso a lo político y el internacional,
donde no se pudo poner en marcha una política que quizás hubiera
frenado el expansionismo norteamericano.
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