LENGUA-LITERATURA
PRESENTACIÓN DEL DICCIONARIO HISTORICO-ETIMOLÓGICO
DEL HABLA CANARIA
MARCIAL MORERA
Todos sabemos que las palabras dialectales (es decir, las palabras que
pertenecen a formas de hablar regionales) tienen en nuestro mundo muy
mala prensa. Y más en los tiempos que corren, en que el estado parece
haberse embarcado en una feroz cruzada contra lo particular. Se las presenta
habitualmente como fenómenos o engendros idiomáticos, como una
especie de monstruosas criaturas lingüísticas ilegítimas o espurias, condenadas
a vivir marginadas en las cloacas de la conversación más abyecta,
baja y ruin. Cuando tiene la desgracia de tropezarse con una de ellas, la
gente de bien y de orden suele preguntarse: «¿Y este palabra existe realmente?
». Como si el mero hecho de haberla oído o de estar en boca de
nuestro prójimo o en la nuestra propia no fuera prueba fehaciente de su
existencia verdadera. Esta perversión cultural, que consiste en cuestionar o
deslegitimar por prejuicios puristas parte del patrimonio de las lenguas
naturales, tiene su origen en la creencia palurda o ingenua de que la lengua
española solamente existe lo que los académicos de la Real han tenido a
bien meter en ese código de urbanidad burguesa que es el diccionario oficial;
y no todas y cada una de las palabras, oraciones y textos que han
hecho con su lengua todos y cada uno de los hablantes, desde los más
encumbrados socialmente, que, en cuestiones de lenguaje, son los más
conservadores, es decir, los más estériles, porque ya han llegado a la cima
de los privilegios, hasta los más abatidos, que suelen ser los más fecundos,
porque buscan soluciones a sus desgracias, y, como el resto de las soluciones
a los problemas de la vida, las soluciones a las desgracias se empiezan
buscando con las palabras. En esto, como en tantas otras cosas, deberíamos
aprender de Unamuno, que, cuando alguien le advertía que los neologismos
a que tan aficionado era en su obra no aparecían registrados en el diccionario
oficial, respondía: «No se preocupe usted; ya los pondrán». Y así
ha terminado siendo, como no podía ser de otra manera.
Este vergonzoso estigma que pesa sobre las palabras dialectales, enri-quecedoras
como las que más de la tradición idiomática, cultural, históri-
323
ca y literaria de una civilización (recuérdese, por ejemplo, que con mucho
material dialectal se escribieron obras fundamentales de la literatura universal
como La Divina Comedia, Pantagruel y El Quijote, por ejemplo),
solamente se puede borrar poniendo en claro la etimología y el desarrollo
histórico de cada voz puesta en solfa por los puristas, su genealogía particular,
desde sus progenitores hasta sus parientes más inmediatos. Este iluminador
estudio genealógico sólo puede llevarse a cabo considerando la
lengua a la que pertenece el material dialectal que se cuestiona en su totalidad.
Primero, porque dicho material no es otra cosa, por lo general, que
una manifestación particular de los procedimientos generales del idioma.
Incluso palabras canarias de préstamo como gofio, tajorase, arife, maresía
o magua, por ejemplo, no son solamente palabras canarias, son en prime-rísimo
lugar palabras del español, porque viven de los procedimientos
fonológicos, gramaticales y léxicos de esta lengua natural. Es más: la misma
lengua española no se entiende cabalmente sin el latín, y, si me apuran
un poco, diré que ni siquiera sin esa hipótesis lingüística verosímil que los
estudiosos denominan indoeuropeo. Segundo, porque los sentidos que
adquieren las palabras de una lengua, verdaderos libros cargados de experiencia
histórica, son el resultado conjunto de todos los soles, todas las geografías,
todos los mares, todas las tierras, todas las bocas, todas las almas
y hasta todos los corazones que las han alentado.
Pues bien, lo que hemos pretendido nosotros en este Diccionario históri-co-
etimológico del habla canaria es buscar los progenitores de nuestras palabras
dialectales y seguir cronológicamente los avatares de su vida semántica
y formal hasta el momento presente, para deshacer así el sambenito de vocabulario
degenerado que pesa sobre ellas, y ayudar a detener su injustificado
abandono. «La lengua es el receptáculo de la experiencia de un pueblo y sedimento
de su pensar; en los hondos rephegues de sus metáforas -y lo son la
inmensa mayoría de los vocablos- ha ido dejando sus huellas el espíritu
colectivo del pueblo como en los terrenos geológicos el proceso de la fauna
viva» (nos dice el mencionado Unamuno en su En tomo al casticismo, p. 64).
Por eso, cuando una sociedad rompe con sus palabras tradicionales, que son
los documentos más verdaderos de su historia, se olvida de sus raíces y tiene
que empezar desde cero, o vivir vergonzosamente de las rentas de las otras
sociedades humanas. Una sociedad humana sana solamente puede construirse
sobre la experiencia de los que nos precedieron. «Uno recibe el lenguaje
tal como se lo ha dejado su raza», dice Ezra Paund {El ABC de la lectura, p.
43), y a partir de aquí tenemos que seguir construyéndolo, haciéndolo mejor,
explorando sus infinitas posibiUdades, añadimos nosotros. Quien no lo haga
así podrá ser considerado como desertor de su linaje.
324
Las conclusiones generales que se derivan de este Diccionario históri-co-
etimológico del habla canaria pueden resumirse en los siguientes puntos:
Primero, que el vocabulario dialectal isleño no es otra cosa que una
ramificación de ese árbol frondoso en variedades dialectales que es la lengua
española, principalmente a partir de su modalidad meridional. Esta
frondosidad dialectal -y no la pureza esterilizada de los preceptistas- es la
que hace verdaderamente grande nuestra lengua patria. Se explica así que
en muchos casos tuviéramos que ir a buscar el origen del canarismo que
estudiábamos en tal o cual palabra andaluza, occidental, aragonesa, murciana
o incluso vasca.
Segundo, que sobre esta ramificación básica han actuado de forma más
o menos intensa el vocabulario de las lenguas canarias prehispánicas y,
sobre todo, el vocabulario de los emigrantes portugueses que inundaron las
islas en los siglos XV, XVI, XVII y primera mitad del XVIII, que es el que
ha dado verdaderamente el tono característico a nuestras palabras más
regionales. Se podría incluso decir que el canario no es otra cosa que una
especie de andaluz atemperado por dicha influencia portuguesa. Una vez
que esta influencia empezó a difuminarse en la primera mitad del siglo
XVIII, el español canario entró en un acelerado proceso de hispanización,
cuyos pasos últimos contemplamos actualmente. La conclusión que se
extrae de este hecho lingüístico concreto es que, al integrarse en una modalidad
lingüística o lengua nueva, las palabras adquieren sentidos y formas
inéditos, al tiempo que dan nuevos valores a las palabras de la lengua de
adopción, enriqueciéndolas con ello. Como las gentes de otras culturas y
geografías en la sociedades humanas, las palabras extranjeras no degeneran
o empobrecen, como creen los puristas, sino que regeneran y enriquecen.
Tercero, que este vocabulario ha incrementado enormente el patrimonio
cultural de nuestra lengua española, aportándole nuevos términos y
nuevas acepciones y melodías a sus viejas palabras. Así, por ejemplo, gracias
al canario, el español no solamente dispone del signo alambre para
designar el «hilo metálico», sino también del signo verga, que presenta el
sentido «hilo metálico no fino». Además, muchas de estas palabras han terminado
difundiéndose por la amplía geografía de todo el mundo hispánico
y hasta de otros ámbitos idiomáticos. Piénsese por ejemplo en canarismos
como caldera «depresión de grandes dimensiones originada por explosiones
o erupciones volcánicas», tabaiba «determinada especie de euforbiá-cea
», gofio «harina de granos tostados», etc., que han extendido su radio
de acción al español americano, al español general e incluso al portugués
de Madeira. Con razón decía nuestro paisano Álvarez Rixo en el siglo XIX
325
que «con voces y frases de muchas provincias de España se halla enriquecido
el Diccionario castellano, porque todo no lo había en Castilla».
Cuarto, que el habla canaria ha actuado históricamente como una especie
de puente tendido sobre el Océano Atlántico entre el español peninsular
y el español americano, hoy por hoy la norma más importante de nuestra
lengua y donde se encuentra muy probablemente el verdadero futuro de
la cultura hispánica. Muchas de las palabras que definen hoy al español
americano -sobre todo de la zona del Caribe- se aclimataron primero a la
cultura atlántica en nuestras islas, y de aquí, con alma isleña ya, levantaron
vuelo hacia los horizontes lejanos del Nuevo Mundo. Imposible es, por
tanto, entender el español americano sin conocer el español canario, aunque
esto sea una evidencia que, por la poca atención que le ha prestado la
Academia a nuestra modalidad idiomática en su diccionario, a ésta parece
importarle bastante poco.
Quinto, que nuestras palabras dialectales se encuentran muy cercanas
al medio natural del hombre, hasta el punto de que muchas de ellas no son
otra cosa que extensiones semánticas del vocabulario más primario. Así,
las voces matadura «llaga o herida que se hace una bestia» y majalulo
«camello joven», por ejemplo, exclusivas en principio del mundo animal,
han extendido en Canarias su significación al ámbito humano, al designar
también «llaga o herida que se hace una persona» y «persona torpe y de
movimientos lentos», respectivamente.
Sexto, que, dentro del español canario, existe una sólida unidad histórica,
de tal manera que, para explicar determinadas voces de las islas centrales,
había que acudir al vocabulario de las islas periféricas, donde casi
siempre encontrábamos las variantes más antiguas de las voces que estudiábamos.
Es el caso del canarismos general hadario «holgazán», que presenta
en Fuerteventura la variante/a<¿ano, la más próxima a su étimo latino.
En este aspecto, Gran Canaria se manifiesta como la isla
lingüísticamente más innovadora del archipiélago.
Séptimo, que, antes que un vocabulario marginal, argótico o meramente
oral, como suponen algunas personas, nuestras palabras regionales
gozan de un cierto cultivo literario -como se demuestra en la documentación
desplagada en los distintos artículos del trabajo-, que, al explorar sus
riquísimas posibilidades semánticas y formales, ha contribuido a su desarrollo
y enriquecimiento. En efecto, mucho de este vocabulario se encuentra
presente tanto en la obra de nuestros primeros cronistas (Alonso de
Espinosa, Abreu Galindo, Núñez de la Peña, etc.) como en la de nuestros
escritores contemporáneos Unamuno, Quesada, Aldecoa, Isaac de Vega,
Rafael Arozarena, Luis León B arreto, Luis Alemany, Juan Pedro Castañe-
326
da, etc., pasando por los clásicos y neoclásicos Cairasco, Viana, Iriarte,
Viera (tal vez la persona que más hizo por nuestras palabras, en su esplendido
Diccionario de historia natural de las Islas Canarias), etc. Y esto, sin
contar con que muchas de nuestras voces isleñas prestadas, particularmente
los portuguesismos, son voces que tienen un secular cultivo literario en
las lenguas de origen. Es lo que determina que a un canario le pueda resultar
tan familiar el vocabulario de la obra de Quental, Raúl Brandáo o Sara-mago.
En la aventura de alumbrar el presente de nuestras palabras a partir de
sus antecedentes históricos, no nos hemos encontrado solos, sino que
hemos contado -como no podía ser de otra forma- con los trabajos de
todas las personas que nos han precedido en el estudio del vocabulario
regional canario, desde el citado Viera, Álvarez Rixo o Maffiote hasta
nuestros dialectólogos más jóvenes, pasando por Wolfel, Steffen, Pérez
Vidal, Juan Régulo, Manuel Alvar, Pancho Guerra, Francisco Navarro, etc.
Aparte de esto, nos sirvió de gran ayuda el nunca suficientemente ponderado
Diccionario crítico-etimológico de la lengua castellana, de Joan
Corominas, que no dudamos en calificar como el mejor etimólogo canario.
A todos ellos, a Bea y a Goretti, que ficharon gran parte del material documental
desplegado en la obra, a Ángel Marrero Alayón, Viceconsejero de
Cultura y Deporte del Gobierno Autónomo, que tomó la decisión de publicar
este diccionario, a Francisco Guerra, que gestionó su impresión, a Bernardo
Chevilly, que cuidó primorosamente la edición, a los presentadores
y a ustedes que me honran con su presencia esta tarde, quiero dejar aquí
constancia pública de mi más sincero agradecimiento.
327