A PROPOSITO DE SUEÑOS Y DE CUENTOS:
JOSEFÜ^A PLÁ
JAVIER BELLO
Josefina Plá (Isla de Lobos, Fuerteventura, Islas Canarias, 1903-Asun-ción,
Paraguay, 1999), junto con Augusto Roa Bastos una de las dos cumbres
de la literatura paraguaya contemporánea y sin ninguna duda representante
fundamental de la literatura latinoamericana, aparece destacándose
una vez más de la mano de Ángeles Mateo del Pino\ incansable conocedora
y pródiga divulgadora de la obra de tan indesmentible figura de las letras
de la lengua castellana. Esta vez, lo hace a través del volumen Sueños para
contar. Cuentos para soñar^, que contiene 30 narraciones, las que representan
los cuatro libros de cuentos de la autora -La mano en la tierra
(1963), El espejo y el canasto (1981), La pierna de Severina (1983) y La
muralla robada (1989)^- y entre los que se encuentran dos cuentos que la
antologa rescató de aquellos no publicados en libro. El volumen de Mateo
del Pino contiene, además, una interesante y clarificadora introducción que
posiciona a la autora en el panorama de la cultura paraguaya.
Josefina Plá representa para el Paraguay -tras su estancia en ése su
país de adopción desde 1927 hasta su muerte- un núcleo fundamental de
pensamiento y creación, y una formadora indeleble de la conciencia de
nación; una configuración literaria y artística con una envidiable consis-
' Ángeles Mateo del Pino, Doctora en Filología Española y Profesora Titular de Literatura
Hispanoamericana en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (España) ha
dedicado, además de su tesis doctoral y el presente volumen, los siguientes libros a la recuperación
de la autora: Josefina Plá. Latido y tortura (selección poética) (España, 1995); y
Josefina Plá. Los animales blancos y otros cuentos (Chile, 2001).
^ Josefina Plá, Sueños para contar. Cuentos para soñar. Selección, introducción y
bibliografía de Ángeles Mateo del Pino. Dibujo de cubierta de Andrés Mannquez. Puerto
del Rosario, Servicio de I^jblicaciones del Excelentísimo Cabildo Insular de Fuerteventura,
2000.
^ La antología de Mateo del Pino consigna, además, algunas de las fechas de escritura
de los cuentos, que van desde 1948 a 1984, con el adelanto de «La sombra del maestro»,
no publicado en libro, que data de 1926.
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tencia y coherencia poética e intelectual en las naciones de nuestro continente.
Es difícil dar cuenta en tan breve espacio de la verdadera dimensión
de una obra casi desconocida en Hispanoamérica, que «abarca el teatro,
la narrativa, la poesía, las artes plásticas, el periodismo escrito y
radiofónico, la crítica de arte, la investigación histórica, el ensayo, etc.
Casi no hay un sector de la cultura en el que no haya incursionado», tal
como testimonia la «Introducción» de Mateo del Pino, y, me atrevería a
decir, en todos y cada uno de los cuales su prolongada acción -nunca efímera
ni superficial- marca el ejercicio de aquellas disciplinas en el Paraguay
de nuestro siglo XX.
No quiero extenderme en los diversos logros de la personalidad artística
de Josefina Plá -que reúne méritos suficientes para haber merecido el
Premio Cevantes-, ni en los abundantes aportes que Angeles Mateo del
Pino ha realizado en favor del reconocimiento de su obra literaria, sino,
más bien, presentar al lector esta brillante selección de los diversos libros
de narraciones de la autora, la cual incluye al menos cuatro o cinco piezas
que deberían figurar en cualquier antología fundamental del cuento latinoamericano
contemporáneo.
La antología elaborada por Mateo del Pino se abre con un texto fundacional
en diversos aspectos. «La mano en la tierra» -título que encama un
núcleo de sentido de primera magnitud en la obra de la autora- ambienta
la muerte y la vida rememorada del personaje Blas de Lemos en la colonia
paraguaya, espacio temporal desde donde Josefina Plá configura magis-tralmente
su perspectiva de nación, la cual, en la lectura de los restantes
cuentos del volumen, se confirma como un espacio determinado por similares
patrones que la autora propone desde su incursión en el mundo de la
colonia; una contaminación que se extiende desde esta pieza hacia las
demás, donde son patentes las estructuras y discriminaciones sociales a
partir de la etnia -indio, mestizo y blanco-, y la constante antropológica
del «silencio indio», síntoma, que en la letra blanca y mestiza del otro, aparece
como un misterio sin resolver y un comportamiento problemático. La
propia descendencia del blanco se concibe como una realidad inaccesible
en la conciencia del hidalgo Blas de Lemos, un otro sellado cuya identidad
circula entre la madre india y sus criaturas mestizas, pero que ellos no
comparten con él ni éste es capaz de penetrar:
«Él, Blas, no había podido entenderse nunca del todo con ellos. Siempre se
habían entendido mejor con la madre. Aún sin hablarle, con sólo dejarse servir por
ella. Con ella conversaban a veces en su lengua, de la cual él, Blas de Lemos, no
pudo nunca ahondar del todo los secretos. Apenas erguidos sobre sus piernas,
recién llegados a la vida en la tierra de aquella, ellos sabían de ella infinitas cosas
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que para él, Blas de Lemos, serían siempre un arcano. Siempre sintió junto a ellos,
aún al tenerlos en sus rodillas, que era el de esos seres por cuyas venas su sangre
navegaba irremediable, un mundo aparte en el cual él, Blas de Lemos, era el llamado
a aportar la simiente, desgastándose y empequeñeciéndose en la diaria
ofrenda, mientras la mujer la recogía silenciosa creciendo con ella, para amamantar
luego con sus senos oscuros y largos a hijos que seguían siendo un poco color
de la tierra, siempre un poco extraños, siempre con un silencio reticente en el labio
túmido y un fulgor de conocimiento exclusivo en los ojos oscuros; que cuando
decían «oré»... trazaban en tomo de ellos mismos un círculo en el cual nadie, ni
aún él, el padre, el genitor, tenía cabida; un ámbito hecho de selva y de misteriosos
llamados girando en la luz taciturna de un planeta de cobre, un mundo con el
cual él nunca había acabado de sentirse en lucha.» (p. 49)
La aguda y exhaustiva descripción física que sostiene constantemente
Josefina Plá en sus cuentos, la insistencia para nada inocente -lúcidamente
obsesiva- en la definición de los rasgos que definen grados de la etnia
del personaje, se convierte en una función demarcadora constante del paisaje
humano de sus narraciones, revelando y desenmascarando así la permanencia
en el entramado social del Paraguay moderno del casi intacto
modelo colonial.
Estas descripciones se complementan, en la mayoría de los cuentos del
volumen, con aquel «silencio indio» al que hacía referencia más arriba. Al
igual que para el hidalgo su prole mestiza, para la familia blanca y burguesa
de «La niñera mágica», el personaje casi mudo de Mingúela es un
misterio encamado en su constante sonrisa, tínica respuesta ante el medio
en que sobrevive.
Los cuentos de Josefina Plá configuran un mundo protagonizado principalmente
por mujeres e hijos, mayoritariamente sin padres, victimizados
por otros similares a ellos o, en algunos casos, por figuras paternas y masculinas.
Esta presencia constante de mujeres y niños, de madres e hijos en
completo abandono o sobreviviendo en situaciones de extrema injusticia,
revelan fina pero agudamente a lo largo del volumen el perfil social de un
pueblo que como el paraguayo tuvo que pagar el costo de dos guerras -la
Guerra de la Triple Alianza y la Guerra del Chaco, ambas causadas por
intereses de potencias del primer mundo- que produjeron la casi completa
pérdida de la población masculina y el despoblamiento de gran parte del
territorio. «El canasto de Serapio» -uno de los cuentos de mayor calibre
del volumen- es pieza representativa de este fenómeno: Serapio, un joven
sordomudo sobreviviente de la Guerra de la Triple Alianza, mutilado de
ambas piernas tras una batalla, debe ser trasladado en un canasto por su
madre y un grupo de mujeres de regreso a su pueblo. Serapio será utilizado
como elemento repoblador.
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Tanto la Maternidad como la Paternidad son temas constantes, asociados
al genocidio de las antedichas guerras como a las diversas pulsiones
identificatorias de un pueblo mestizo que intenta reconocerse en cualquiera
de ambos polos reproductivos, pero que, al verse quebrado su espejo,
desata la violencia. Una violencia que en Latinoamérica, más allá de una
catarsis meramente psicológica, significa una pregunta en constante movimiento
hacia aquello que supuestamente somos, pero que nunca se conserva
en el mismo lugar:
«Cómo no va a ser Crisanto quien mató al viejo Tibú el sacristán y robó la
corona. Tibú lustraba siempre la corona de la Virgen el primer viernes de cada mes
y ese viernes Crisanto taba arrancando los yuyos del atrio. Todos vieron al difunto
enorme y flaco como matungo caído en el suelo su cabeza abierta como zapallo,
la pala de Crisanto toda llena de sangre y de sesos tirado al lado y Crisanto
que corría ya lejos como viento norte por la calle del boliche arriba. Yo mismo le
vi correr agachado y con los puños cerrados con aquel sombrero imposible color
de botón de oro que no sé dónde se fue sacar. Nadie lo vio más a él ni a la corona.
Pero no importa si no lo pueden agarrar no importa si no va a la cárcel la gente
nadie le va a sacar nunca más eso de la cabeza.
(...)
Por defender la corona murió: un mártir dicen las beatas, un santo. La gente
dice muchas pavadas.» (pp. 128-129)
confiesa el verdadero asesino y ladrón de «La corona de la Virgen».
La maternidad en estos cuentos de Josefina Plá es disímil casi por completo,
por ejemplo, a la maternidad idealizada y sentimental de Gabriela
Mistral; más bien, un intento de objetivización de ésta con todas sus implicancias:
la irresponsabilidad masculina, la irresponsabilidad e ignorancia
femenina, la relación directa e indirecta con las guerras despobladoras del
Paraguay. Es decir, un constante cuestionamiento de la maternidad como
hecho biológico y rol social femenino, y, a veces, una verdadera maldición
y un destino fatal, como lo es para la protagonista de «A Caacupé» y, en
«Sisé», para el personaje homónimo.
Los cuentos de Josefina Plá pueden leerse como una historia negra -y
a veces roja- de las humillaciones e injusticias que padecen aquellos que
han faltado a reglas e imposiciones sociales implacables -Maia, la adolescente
que en «La jomada de Pachi Achi» es obligada por su hermana y su
marido a ceder a su criatura al matrimonio y es constantemente agredida
en el encierro de la vergüenza- o de quien de antemano está en deuda por
condiciones de etnia o de género, como el personaje indio de «Cayetana»
o el ya inútil burgués paralítico en «El espejo». Como anotaba más arriba,
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en casi todos los cuentos, la violencia se desata en un torbellino de crímenes,
asaltos, saqueos y asesinatos; basta nombrar como ejemplos, además
de los ya dados, la transfiguración del caciquismo en una sierpe negra y
venenosa en «Ñandurié» y los asesinatos paralelos del personaje «Perú» en
«Curuzú la novia».
Otro aspecto destacable de este volumen de cuentos de Josefina Plá, es
la intensa tensión existencial que sufren los personajes envueltos en una
degradación física invalidante, casi siempre al borde de la muerte: agonizantes,
viejos, paralíticos, enfermos pueblan las páginas de estos cuentos.
Los personajes sometidos a la enfermedad o la agonía están incapacitados
para usar su cuerpo o siquiera hablar en algunos casos, y constituyen a través
de su memoria -a la que la autora da voz- el más constante foco narrativo,
contraponiéndose a personajes -a veces ellos mismos en su «vida
útil»- que trabajan y conspiran sin cesar en búsqueda de la tan ansiada
sobrevivencia.
Este énfasis existencial encuentra expresión máxima en estos relatos
en el tópico recurrentemente obsesivo de la división entre mente y cuerpo.
«Prometeo», el mayor logro en este aspecto de la autora, que hallamos
-por orden de aparición- después de «El Espejo», donde esta tensión se
logra también magistralmente en la figura de un paralítico. «Prometeo» se
configura a partir de la reflexión sobre el dolor de la división del cuerpo y
la mente, antes unidos, desperfilándose como cuento. No narra una historia,
pero adquiere la corporeidad de una prosa poética -comparable, por
ejemplo, a la densidad de la obra de la filósofa y escritora española María
Zambrano, exponente de la generación de 1927, a la que históricamente
correspondería extrapolar a Josefina Plá-, lo que la hace una de las piezas
más interesantes del libro. Cito el comienzo del texto:
«Sólo. A oscuras. Tendido de espaldas, sujetos los pies, sujeto el torso por
debajo de los brazos, sujeto el cuello... adonde? supongo que a dispositivos especiales
de esta cama-caja que me contiene. Que contiene mi cuerpo. No puedo,
aunque lo procuro, pensar en ambos -mi cuerpo, yo- como en mí sólo. Mi cuerpo
y yo. Pensé alguna vez así antes? No recuerdo. Sin duda a veces parecía establecer
esa dualidad inevitable cuando decía: Me duele el cuerpo. Se me enfría el
cuerpo. Tengo el cuerpo afiebrado. Pero no es lo mismo. Mi cuerpo entonces era
algo hipostático conmigo, intransferible, impensable lejos y separado de mí, de mi
yo: existía entre ambos un pacto cuya única revocación posible, permitida y presentida,
era la muerte. Y con qué tremenda angustia visualizaba yo ese instante en
el cual nü cuerpo cesaría de obedecerme, de sentirse mío, de seguirme. Yo pensaba:
Cuando yo muera. Cuando yo deje de vivir. Mi cuerpo, un poco torpe, un poco
remiso, pero dócil al fin y al cabo como un caballo que hemos visto nacer y con
el cual hemos crecido trotaba conmigo, a cuestas con mis pensEimientos, menos
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preocupado él de su destino último, delegando en mí toda gestión, aunque a menudo
tan frágil y tan acobardado ante las cosas transitorias. Animo -le sentía decir
yo- con tal que tú sobrevivas de alguna manera, qué importa lo que sea de mfí...»
(p. 123)
Una escritura de la misma índole, pero con alguna aportación narrativa,
lleva a cabo la autora en «Aborto», visión de la preñez no desde el lugar
de la madre sino desde la perspectiva de la criatura.
Josefina Plá no desarrolla en ningún momento una escritura maniquea
o militante, ni del punto de vista de las reivindicaciones sociales, étnicas,
o de género. La crueldad, siempre vinculada al poder, es ejercida consciente
o inconscientemente por mujeres, indios, jóvenes, ancianos, y el rol
de las víctimas nunca es monopolizado por ninguna de estas categorías.
Sin embargo, en ninguna ocasión el lugar de la víctima deja de ser lúcida
e insistentemente puesto en el tapete a través de los diversos narradores y
la voluntad autorial. La mirada constante sobre el perfil social del Paraguay
se hace presente siempre en la atención y desarrollo mayor de las
figuras femeninas y en la constante visión del indígena.
Sin oponerse a la preponderancia del personaje femenino, como un
complemento necesario, estos cuentos hacen gala de narradores mascuU-nos
muy logrados: «El espejo», «Prometeo» y «La corona de la Virgen»
son los mejores ejemplos de ello. La gran mayoría de los narradores restantes
son omniscientes y carecen de determinación genérica; el espacio en
blanco que deja esta modulación narrativa en el texto, permite el desarrollo
de personajes de ambos géneros de una particularidad exquisita: la
india Úrsula en «La mano en la tierra». Mingúela en «La niñera mágica»,
Manuela en «A Caacupé», Cayetana en el cuento del mismo nombre, Maia
en «La jomada de Pachi Achi», Don Celso en «Sesenta listas», Delpilar en
«La vitrola», Sisé en el cuento homónimo, Doña Susana en «Adiós doña
Susana», Ña Ediltrudis en «Tortillas de harina» y Serapio en «El canasto
de Serapio».
Los cuentos de Josefina Plá no sólo revelan un mundo transido por
identidades étnicas diversas y en constante fricción, sino que esta recuperación
histórica inevitable para la existencia de estas narraciones, se extrapola
de manera sintomática y cabal al lenguaje de los textos. La «lengua
española» de Josefina Plá se encuentra constantemente -en alguna narración
menos que en la totalidad de los cuentos- transida por el guaraní, la
lengua nativa del Paraguay, o -en algunos casos, al menos- poblada de los
modismos que la interacción de ambas produjo, configurando un documento
vivo, un cuerpo de lenguaje híbrido que en ninguno de los cuentos
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demuestra un esfuerzo por ocultar las junturas de las hablas presentes, sino
que revela un habla amalgamada que se deja oír «naturalmente» en boca
de narradores y personajes.
En este sentido, la lengua castellana se nutre de un sustrato que hace su
aparición a cada trecho de la narración:
«Está vieja Úrsula, con una vejez que no se cuenta por sus propios años sino
por los de él, Don Blas, pero su pelo es ala de iribú. En cambio él, Blas, tiene las
sienes ralas, y sobre la cabeza pequeña y hazañosa los cabellos aplastan su lana
blanquecina. Hace muchos años, muchos, los acariciaba Doña Isabel, la joven
esposa, casi una niña:
- Son oro puro, mi señor.
(También Úrsula le llama che caraí)» ( «La mano en la tierra», p. 48)
«-¿Batatilla, la señora?
-No, Ña Conché. Yo nunca tomo yuyos.
-¿Mamón?...
-Tengo muchos en mi patio. Ña Conché.
-¿Jha coco?
-No hay criaturas en casa, Ña Conché.
(...)
-Ah, che memby, ah, che memby cuera!!» («La niñera mágica», pp. 59 y 61)
«Si probara a levantase y hacerse un té de yaguareté caá...»
(...)
«-Huele demasiado mal. Me va dar un pyayeré.» («A Caacupé», pp. 69 y 71)
«-Gracias, che memby- dijo ella.
(...)
.. .El mitaí en su asiento inmóvil...
(...)
-En el pellejo de tu muslo?... Ayjuelete!!!...
(...)
-Titito yetudo! ! !
-Titito fulmine ! ! !» («El canasto», pp. 145, 146 y 147)
«-Jha é... Ocai chipá... ¡Pronto vas a tener novio...! ¿No es cierto pa Fausta...?
(...)
- No, py, no seein así, pues...
(...)
- ¿Qué picó te dio?
- Acá tiene que haber habido payé.
(...)
«¡Nandí...! ¡nandí...! ¡Nandí...!»
(...)
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...la paila en que Ña Delpilar cocía de vez en cuando un «mbeyú».
(...)
...y especialmente por las hijas de Vicente Carandaó, uno de los hermanos
del cuñado-guaú.
(...)
Pero se sentía lánguida, «canguy», y no se animó a ir ese domingo, ni el
siguiente.»
(«La vitrola», pp. 152, 154, 155, 158 y 159)
sólo por citar algunos ejemplos.
Si «El espejo» logra la maestría y el lujo verbal de la reflexión en una
conciencia poseedora de un lenguaje castellano burgués sin interferencia
del guaraní ni del habla campesina, «La corona de la Virgen» es una joya
verbal del español de la conciencia marginal y desquiciada de un asesino,
sintácticamente alterada, cuya experimentación con el lenguaje desarrolla
imágenes y construcciones vanguardistas, como en su espléndido
final:
«Todo el patio está lleno de milico. Cierro mi ojo embisto por en medio de
ellos corro, oigo voces que no entiendo un tiro caigo de boca me alzan me corre
algo caliente por el cuello no es nada no te va salir por ahí tu seso, suerte, quién
sabe si es suerte. Me llevan arrastrando a los fondos. Delante mío cavan... raíces
del ybapurú. La corona está sucia, pero los diamantes brillan, es hermosa, vale
plata. Ahora caven acá pronto lo mita. Sacan el bulto carcomido, hediendo todavía
tanto tiempo sale también el sombrero que era amarillo que era el de Crisan-to.
No iré a Corrientes. No iré a Corrientes. Ni sentiré más el olor a flor machucada,
a botón de oro machucado, a botón de oro que era el color del sombrero de
Crisanto, a botón de oro machucado que era el olor de la pollera de Manuela.»
(p. 133)
«El Caballo Marino» ñccionaliza la transcripción del habla de un peón
de estancia; la voz del campesino narra la leyenda de un caballo blanco y
enorme que los campesinos veían salir del mar. La autora entrega la narración
a ese campesino y «reproduce» su habla con el mismo intento de
verosimilitud que el peón «expone» la historia de la aparición mágica, de
la que ha sido testigo:
«Así como te toy diciendo el caballo marino. Era un caballo pora poraité.
Que si lo vi? Y claro. Cómo que voy a hablar de él si no lo he vito. Un hermoso
caballo todo blanco con su crin largo como ese chíd que usaba la señora ante. Salía
del agua hata la mita del cuerpo no más y miraba con unos ojos que parecía que
echaba chispa y movía la cabeza y relinchaba. Qué cómo relinchaba?.. .Y al igual
de cualquier caballo. Solamente que mucho má lindo.» (p. 266)
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En este aspecto, menor interés tiene, a mi parecer, «El gigante», narración
directa de una leyenda, donde el lenguaje no alcanza tanta particularidad
y eficacia, si se compara esta pieza con «El Caballo Marino».
La mayor parte de los cuentos del volumen editado por Mateo del Pino
aborda temas relacionados directa e indirectamente con el Paraguay, exceptuando
algunos de reflexión existencial, como «Prometeo», «Aborto» y «El
ladrillo», en el cual, a través e una fábula modema construye un espacio pesa-dülezco,
de raigambre kafkiana, que termina siendo el apocalipsis de la
modernidad, donde ésta, ente devorador, se autofagocita para hacer desaparecer
el mundo de sus creadores, luego esclavos y finalmente partes de su «cuerpo
»: un infinito edificio, sepulcral y mortuorio, donde cada intemo se encuentra
-por extensión de la conciencia del narrador- completamente solo. Cito:
«(...) hace rato que no llega nadie nuevo. Estoy solo. El edificio, por primera
vez, parece inmóvil. La sombra solitaria y enorme se asienta, se aplasta sobre
el arenal como una losa de piedra negra. Y ahora comprendo: yo creí quedar fuera
del edificio. Pero no. Porque ya no hay dentro y fuera del edificio. Todo es edificio.
» (p. 225)
Debo anotar también el indudable carácter de advertencia ideológica que
encierra «El ladrillo» ante el avance de sociedades totalitarias. No por azar el
cuento está fechado entre 1946 y 1968, años de debate sobre los efectos del
fascismo y el estalinismo, y de la instalación del consumo como práctica epo-cal
sustitutiva. Los habitantes del «pueblo» que va a ser absorbido finalmente
por el creciente edificio, tienen directa relación en su construcción tras
haber sido engañados o «convencidos» por un ejército de ambiguos y similares
extraños; su colaboración y su posterior silencio cómplice con el «monstruo
» es una denuncia autorial del modo de participación de los individuos en
la transformación totalitaria de sus sociedades. Reflexiona el narrador:
«Pero el mío fue el primero. ¿O no?... Quizá no lo fue. Pero fue un ladrillo.
Y el tuyo, otro; y el de cada vecino, otro. Y cada uno pudo ser el primero, y ahora
es inútil que pretendan que no es así, que se obstinen en negarlo. Nadie puede
recordar bien. Aunque quisiera, no podría hacerlo. Pero tampoco nadie podría
negarlo, aunque quisiera. No está permitido olvidar. Y, sin embargo, la única salvación
estaría en olvidar, en olvidarlo todo. Todo. Hasta que una vez llevamos un
ladrillo. Porque solamente así podíamos empezar a esperar otra vez algo y hay que
esperar algo para vivir. Esperar algo en la vida aunque no sea sino para que la
muerte tenga un sentido.» (p. 211)
También se alejan de la representación de nación, cuentos habitados
por una prominencia de lo onírico: «El nombre de María» -por orden de
339
aparición- y, sobre todo, otra de las piezas fundamentales del volumen, «El
rostro y el perro», uno de los cuentos que la antologa rescata de los materiales
no editados en libro por la escritora paraguaya. «El rostro y el perro»
presenta la eficacia de una prosa surrealista, sometida a obsesiones auto-riales:
la búsqueda de una identidad, esta vez un rostro que cambia -imagen
señera a este respecto- y la constante carga de la culpa como móvil de
la conciencia - «Supe que me seguiría siempre, porque perro es otro nombre
de remordimiento.» (p. 282), oración que cierra el cuento y el volumen.
Acompañando en la sección «Otros cuentos» a «El rostro y el perro»
(1960) se encuentra una pieza de 1926'', titulada «La sombra del maestro»,
que se ambienta en el «renacimiento» italiano. A pesar del tópico de la
ambientación -la juventud de una Josefina Plá de 23 años justifica todo
ejercicio escritural-, el cuento revela no sólo una maestría envidiable de la
narración, sino también una sorprendente capacidad de resolución de los
personajes y sus tensiones: en este caso el agón artístico entre discípulo y
maestro.
Tanto por el valor intrínseco de la narradora que encierra, como por el
aporte crítico y antológico de Angeles Mateo del Pino, creo que no me
equivoco en afirmar que Sueños para contar. Cuentos para soñar, representa
un aporte primordial al panorama de la narrativa hispanoamericana.
* Según las fechas que entrega Mateo del Pino, el cuento debió ser publicado en Paraguay
como máximo un año antes del arribo de Josefina Plá al país (Revista Juventud, n.°
70, Asunción, 15 de marzo de 1926).
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