HISTORIA
MUJER Y NOVIAZGO EN CANARIAS DURANTE
EL SIGLO XVIII
MANUEL HERNÁNDEZ GONZÁLEZ
El objeto de este artículo es el de trazar un estudio sobre la situación
de la mujer en relación con el noviazgo en el Antiguo Régimen en el archipiélago
canario, pero deteniéndonos especialmente en el S. XVIII, por su
carácter de puente o transición entre la concepción matrimonial o del
noviazgo tradicional y el nuevo marco institucional y legislativo que se
le quiere dar a partir de esta época por los grupos sociales dominantes.
Al confrontar las estadísticas que nos proporciona el censo de Florida-blanca,
el único del Siglo XVIII que nos da información sobre el número
de solteros, casados y viudos, puesto que el de Aranda se limita a dividirlo
entre casados y solteros (Véase cuadro sobre los estados de la población
de las islas), se puede apreciar las enormes diferencias existentes entre las
distintas islas del archipiélago en cuanto hace referencia a la edad de casamiento
y el porcentaje de la población ocupado por hombres y mujeres. En
Gran Canaria entre 16 y 25 años se casa el 25% de los varones y el 30 de
las hembras, mientras que en Tenerife sólo lo hacen el 10,2 de los varones
y el 13,0 de las mujeres. En ese mismo estrato de edades hay 4.721 hombres
y 5.961 mujeres en Gran Canaria, mientras que en Tenerife la diferencia
es considerablemente mayor, 5.065 frente a 8.094. Juan Francisco
Martín Ruiz hace referencia al mito del tardío casamiento de los canarios
como una falacia', más, de lo que conviene hablar es de una clara dicotomía
insular y de diferencias según la evolución histórica. En Tenerife entre
los 25-40 años el 31,8 de los varones son solteros y el 41,4 de las mujeres,
a diferencia de Gran Canaria que sólo son 26,1 y 30,5 respectivamente,
y eso último como contraste con Tenerife en términos relativos.
Estos datos son testimonios indiscutibles de las considerables diferencias
estructurales en el terreno demográfico existentes entre las dos
islas más pobladas en la segunda mitad del Siglo XVIII y nos hablan del
diverso desarrollo socio-económico de ambas. Tenerife, centro exportador
I. MARTIN RUIZ, J. F. Dináiuicci y estructura de la población de las Canarias orientales.
Madrid, 1985, 2 tomos.
fundamental del archipiélago, estrechamente ligado y dependiente del
comercio vinícola, sufre una depresión económica casi permanente a lo
largo de la centuria por la baja en la cotización internacional de los caldos,
debido a lo que sufre una permanente sangría de población, que emigra
hacia el continente americano. Gran Canaria, por el contrario, parece
ser la isla más autónoma del archipiélago, la menos dependiente de los
circuitos exportadores y en consecuencia en pleno proceso de expansión
y revalorización del sector de autoconsumo interior, dado el déficit permanente
de alimentos que es característica de las islas, y en especial de
Tenerife, ante lo que su saldo migratorio es mínimo.
El particular desarrollo demográfico de las islas, fruto de sus distintas
estructuras socio-económicas contribuye a que no halla una uniformidad
entre las mismas y sus diferencias sean notorias. Así en Fuerte-ventura,
que dentro de la estructura productiva de Canarias ocupa el papel
de isla granero de Tenerife, la emigración es de carácter familiar y se da
en períodos de hambre carenciales y malas cosechas, que provocan un
fuerte estallido migratorio, explicándonos de esta forma el relativo alto
grado de casamiento de las mujeres entre los 16 y 25 años dentro del conjunto
del archipiélago. El Hierro por su parte cuenta con un elevadísimo
índice de emigración de hombres solteros. Entre 25 y 40 años hay 37
varones frente a 188 mujeres; sin embargo entre los casados la diferencia
es mínima: la razón de ello es que los jóvenes herreños pasaban a "sus
Indias chiquitas, que así llamaban a Tenerife (...) a servir de criados en
las casas ricas"^.
Estas particularidades condicionan el desarrollo de los noviazgos y de
la vida matrimonial en el archipiélago, explicándonos la relativa hegemonía
del matrimonio tardío en la segunda mitad del Siglo XVIII y los
altos índices de soltería femenina, especialmente agudizados en Tenerife.
Conviene, pues, introducirnos en el estudio de las causas que explican
el noviazgo y el matrimonio en el archipiélago a partir del análisis
de las características básicas de este período de transición dentro de la
vida humana entre la infancia y la madurez que es la juventud, ciñéndo-nos
al caso femenino. Desde su niñez la mujer canaria es educada en el
alejamiento del varón. Se convierte en un ser vedado al cual sólo se le
podía conocer mediante la petición de matrimonio. Sólo puede hablarse
de una relación cuando existe una voluntad de esposarse. Nos encontramos,
por tanto, con un desconocimiento mutuo entre ambos sexos.
Las mujeres permanecían encerradas en las casas como si se tratase de
algo perteneciente a los padres, que había que proteger y vigilar para que
2. ALVAREZ RIXO, J.A. Cuadro histórico de'las Islas Canarias de 1808 a 1812. Las
Palmas, 1955. p. 132.
no perdiese la honra. Su gobierno era algo reservado por entero a los
padres, que debían convertirla en un ser pasivo, puesto que si perdía la
virginidad no encontraría matrimonio y se convertiría en una disoluta.
El comerciante inglés George Glas nos dejó un excelente retrato del
deambular de las jóvenes isleñas: "Llevan en la cabeza una gasa de lino
grosero que les cae sobre los hombros, la sujetan con un alfiles, por debajo
de la barbilla, de manera que la parte inferior sirve de pañuelo para
cubrir su cuello y sus pechos (...). La gente pobre que vive en las ciudades
llevan velos cuando andan por la calle (...). Cuando van fuera, cogen
la parte superior y se la ponen sobre la cara, cubriéndosela de tal manera
que no se les ve el rostro sino un ojo; así observan a todos los que
encuentran sin ser reconocidas"^.
Ese ocultamiento de la mujer, ese temor a convertirla en objeto de tentación
delata una doble moral profundamente maniquea. Desde este punto
de vista, los contactos femeninos quedan restringidos al ámbito familiar.
Las clases populares viven en casas terreras, de dos o tres habitaciones a
lo sumo, en las que cohabitan en las mismas camas niños de distinto sexo,
e incluso dentro de la alcoba paterna. Además las habitaciones apenas
están separadas por hules. En esa atmósfera las relaciones entre parientes,
los incestos no debieron de ser tan raros como podría parecerse. La
mentalidad fundamentada en el ocultamiento estimulaba la represión
sexual y una doble moralidad que auspiciaba la reacción violenta de los
padres, en especial del padre, sobre los hijos, más dura e inflexible si cabe
sobre las mujeres.
Dentro de la atmósfera familiar el encierro de la mujer era la garantía
de su virginidad. Las mujeres solteras se avenían en mayor o menor
medida a este enclaustramiento, pero lo aceptaban porque lo consideraban
como la única forma eficaz de acceso al matrimonio, que al fin y al
cabo era la única salida que la sociedad estimaba para ella viable y honrada,
si exceptuamos la clausura, inalcanzable para las mujeres de las clases
populares por las elevadísimas dotes que había que pagar para entrar
en un convento.
He aquí por tanto como la mujer desde la más tierna edad se convierte
en un objeto de tentación, un ser vedado que invita a la seducción. Desde
la atalaya de su pasividad, su hermosura atrae al hombre y la hace corruptible
en su idolatría, culto que es sólo un espejismo pasajero que la conduce
a la pérdida de su virtud y en consecuencia al desprecio. Por ello la
doncella sólo tenía trato tolerado con los miembros de su familia y en esa
?i. GLAS, G. Descripción de las islas Cananas (J764). Trad. por Constantino Aznar
de Acevedo. 2." edición. Tenerife, 1982. p.ll3.
15
convivencia justificada y amparada sociaimente se explicaban las constantes
relaciones entre los parientes, puesto que la joven sólo conocía y
entablaba el diálogo con los más cercanos. Desde este punto de vista puede
tener explicación, aunque sea parcialmente, la abundancia de matrimonios
endogámicos entre las clases populares.
En las localidades rurales la endogamia es una realidad. Todos en
algún grado son parientes. Los obispos de la diócesis de Canarias por privilegio
papal tenían la facultad de admitir casamientos en tercer y cuarto
grado. Pero esa solicitud de dispensa se convierte en un trámite humillante
para los que la solicitaban. Las causas aprobadas por la Iglesia para
concederlas tenía que estar avaladas por la pequenez del lugar, la falta de
dote, el escándalo y la infamia por cópula, legitimación de la prole y la
edad más que adulta de la futura esposa.
Para los grupos sociales nobiliarios o aspirantes a serlo estas dispensas
estaban consideradas como lesivas a su dignidad y se veían obligados
a casarse por escasez de medios económicos u otras circunstancias a
través de este procedimiento piden siempre al Prelado que las amonestaciones
sean secretas.
La Iglesia siempre consideró las relaciones endogámicas como un delito
cometido por los contrayentes y por tanto susceptible de penitencia. Era
una ofensa a Dios que debía ser redimida públicamente para mostrarla al
común de los vecinos, aunque claro está que el delito es siempre femenino
y la pérdida de respeto y credibilidad social algo exclusivo de la
mujer. Naturalmente la mayoría de los procesos por consanguinidad se
encubrían bajo la necesaria máscara del honor perdido, que los humillaba,
mas en el fondo estos trámites trataban de evitar por un lado el amancebamiento
en el seno de las clases populares, que de otra forma sería
generalizado sin estas dispensas; y por otro de castigar con la sanción de
un delito el quebrantamiento de las normas eclesiásticas tendentes a desarrollar
la exogamia matrimonial. Esta aparente contradicción tolerada y
comprendida por los párracos, aunque recriminada por los obispos debía
dejar sentadas las diferencias sociales y "la bajeza de estos procedimientos
propios de gente humilde".
Mas la dispensa por consanguinidad en segundo grado se convierte en
un privilegio casi exclusivo de las élites sociales, puesto que para su
obtención debía recurrirse a Roma, lo que dificultaba considerablemente
la misma a las clases populares. En la práctica, por tanto, las dificultades
reales para estos sectores sociales las convierten en una forma de generalización
de los amancebamientos. Pero también no es menos cierto que
la espera se convierte en un pretexto que permitía cohabitar a la pareja
ilegalmente, sin que la sociedad denunciara tal relajación que era admitida
y tolerada e incluso compadecida como hecho desgraciado.
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El regalismo y el episcopalismo trataron en todo momento de restringir
las competencias vaticanas en materia de dispensas que suponían por
un lado una notable evasión de capitales de la monarquía, y por otro un
poder papal que el Rey y los obispos regalistas querían restringir. El
decreto de Carlos IV de 5 de septiembre de 1799 daba al episcopado
español toda plenitud de facultades en materia de dispensas matrimoniales.
Era un vivo testimonio de la pugna de dos concepciones discordantes,
la civil o regalista y la papal, en la forma de abordar la naturaleza
del matrimonio y de los cauces legales del mismo. En el control de las
dispensas se trataba de una cuestión de ejercicio de soberanía.
Lógicamente esta característica suponía el que la dispensa por consanguinidad
en segundo grado se convirtiese en un privilegio casi exclusivo
de las élites sociales, casi como un acto positivo de nobleza, ya que
la oligarquía agraria y las burguesías comercial y agraria se fortalecían y
se fundamentaban en esa política endogámica como vía de diferenciación
social y de enriquecimiento mutuo.
Junto con las relaciones con los parientes, otra de las vías de comunicación
más usuales de la mujer de las clases populares era el servicio
doméstico. Hijas de medianeros o de jornaleros, suelen trabajar en las
haciendas de los aristócratas o los burgueses acomodados y suelen ser
consideradas por los moralistas de la época como fuente permanente de
perdición, por sus salidas intempestivas y relajadas y sus relaciones con
los amos, que dan lugar a multitud de hijos ilegítimos.
Pero en última instancia lo que preside la juventud de las mujeres es
su lucha contumaz por alcanzar un matrimonio digno. Por un lado la falta
de lo que Glas denomina "libertad inocente" conduce a un enamoramiento
a primera vista sin tener el conocimiento del "objeto amado", abocándose
con ello a decisiones precipitadas que conducen al inmediato
casamiento con la abierta oposición de los padres, formándose matrimonios
"con tanta pobreza que finalmente obligan a sus padres a que carguen
con toda la casa de los contrayentes para mantenerlos (...) y vivan
en perpetuas discordias (...), y lloran las infelices sin consuelo el retiro
de sus maridos que, dejándolas sin temor de Dios desamparadas y cargadas
de hijos se ausentan hasta las Indias, sin esperanza de su vuelta,
quedando ellas, como quedan, expuestas, a cometer, compelidas de la
necesidad, gravísimos pecados"*.
Pero ese amor apasionado no se contrapone con el noviazgo lento,
como podría pensarse. El carácter ineludible del matrimonio como solución
a la deshonra de la mujer se apoya en un instrumento jurídico utili-
4. Ibídem.
zado por ella para obligar al varón a casarse, la palabra de casamiento.
El arraigo de la misma es tal que se considera consuetudinariamente como
la entrega por los padres de la joven al pretendiente, que se correspondía
con un hábito social muy difundido que consideraba que "cualquier papel
simple, palabra aunque equívoca y falaz, y las frecuentes entradas y salidas
inducen a ¡os varones a la obligación de casarse "•\ lo que provoca
la libertad de los prometidos a introducirse en el hogar de sus amadas día
y noche, viéndose como normal en estos casos las relaciones sexuales.
Tras consultar numerosos pleitos por palabra de casamiento, cuya
inmensa cantidad es a todas luces desproporcionada y significativa, hemos
podido apreciar la total franqueza con la que la mujer confiesa que la promesa
de matrimonio hace que sus padres acepten libremente la entrada de
su novio a su hogar, que no aceptarían en ningún caso sin esa garantía,
aún a riesgo de que con esa declaración, caso de perder el juicio, pudiera
estimarse como mujer pública al perder la virginidad, algo tan consustancial
a la soltería que recibe ésta el calificativo de "mujer honesta"
para designarla.
Es fundamentalmente la necesidad la causa fundamental que lleva a las
mujeres al matrimonio, pues tienen miedo de quedarse solteras en una
comunidad en la que el sexo femenino en líneas generales es mayorita-rio
y esa urgencia lleva a recurrir a todo tipo de artimañas para conseguirlo.
La vía fundamental para ello es la justicia eclesiástica, que obliga
al varón a casarse con el único aval de una simple demostración de la
existencia de una mínima relación con ella, dándose con frecuencia los
casos en los que varias mujeres concurren a un mismo pleito por palabra
de casamiento para disputarse un mismo cónyuge.
La Iglesia poseía la potestad exclusiva en materia matrimonial y sus
jueces eran los únicos capacitados para dictaminar sobre la validez de procesos
tales como los citados o en lo referente a los de separación, adulterio
o nulidad, y tiene como norma consuetudinaria en el archipiélago la
obligatoriedad de llevar al matrimonio o a la cárcel a todo aquel contra
el que se tuviera una ligera sospecha de palabra de casamiento. Sin
embargo ello sirve precisamente para que los hombres se valgan de ese
ardid para tener unas relaciones amorosas fáciles. Se aprovechan de la
confusión existente entre las distintas jurisdicciones que es característica
del Antiguo Régimen para obstaculizar las gestiones de la vicaría eclesiástica.
La calidad de milicianos es la vía habitual. "Dan palabra matrimonial
en tiempo de su servicio (...) y ellas confiadas de sus promesas
5. DÁVILA Y CÁRDENAS. P. Constituciones y nuevas adiciones sinodales del
Obispado de Canarias. Madrid. IV.'Í?. p.l4.^.
tienen fruto y comunicación con ellos en sus casas con escándalo notable
de que resultado tener hijos, que algunos cuentan dos y tres"^. En
muchos casos la rápida huida a Indias, cuando los problemas se reavivan,
es la fórmula usual para escapar de la obligatoriedad del matrimonio. Pese
a ello, como contrapartida "algunas mujeres disolutas, que no han perdido
su reputación, a menudo tienden trampas para enredar a los ingenuos
e incautos, y jóvenes inútiles y ambiciosos maquinan proyectos respecto
de las fortunas de algunas jóvenes"''.
Para lograr sus objetivos, el soborno se convierte en el arma más
usual. En los procesos se puede observar como los testigos de una parte
dicen cosas diametralmente opuestas a los de la otra. En un número
importante de casos se escogen de "la hez del pueblo", pudiéndose constatar
la firmeza de la creencia arraigada entre el pueblo de que la falsedad
de los juramentos no constituye pecado cuando se efectúan en beneficio
de algún ser querido. Un abogado especifica en un juicio al respecto
que "todas las mujeres rabian por casarse y lo más gracioso es que hay
sujetos que piensan que les es lícito dar un juramento falso en materia de
casamientos para hacer caridades "'*.
El juego del amor y sus artimañas poco tiene que ver, o mucho, según
se aprecia, con una institución básicamente económica como el matrimonio,
para la que hay que poseer en el caso femenino una atractiva dote
y en el masculino la capacidad financiera suficiente para mantener una
familia. En una situación de crisis y en la mayoría de los momentos el
interés se superpone al amor y el hombre siempre busca una dote apropiada.
El noviazgo se torna, pues, largo y farragoso. El hombre no suele cumplir
con su supuesto compromiso verbal, y los pleitos se amontonan eternizándose,
trayendo como resultado el que el honor de la mujer y la subsistencia
del varón se pongan en juego. Pese a ello, el litigio es un
instrumento jurídico útil para la mujer pobre y su garantía frente a la indefensión.
Las autoridades eclesiásticas se convierten en su apoyatura, sin
apenas costos, el certificado de pobreza les exonera de numerosas cargas,
pero el valor de la reputación y las normas tradicionales imponen a la
mujer fuertes trabas en su actuación, que de ser infringidas le originan
trastornos ante la colectividad y le suponen la temida consideración de
libertina.
6. Archivo Parroquial de Nuestra Señora de la Concepción de Santa Cruz de Tenerife.
Leg. 159. Informe del vicario de santa Cruz en 1779 sobre el estado del clero y del pueblo.
7. GLAS G. op. cii. p. 121.
8. Archivo del Obispado do Tenerife. Diligencias matrimoniales celebradas por Catalina
Mariana Hernández contra Luis López Arnao sobre palabra de casamiento.
19
La jerarquía eclesiástica, a través de las vicarías, presta una poyo esencial
a la mujer, sin el que su indefensión sería absoluta, pero el varón utiliza
distintos medios para escaparse de las condenas eclesiásticas. La huida
a América es la más eficaz, junto con la ya referida de la disciplina militar.
Las notables convulsiones y perturbaciones originadas por estos pleitos
que quebrantan un eslabón fundamental de la paz social conducen a
la institución eclesiástica y al poder civil a la elaboración de leyes que
tratasen de paliar estos conflictos. Pero en el fondo, y como ocurre en el
conjunto de la sociedad, a lo que asistimos es a una modificación progresiva
de las relaciones matrimoniales. La posición de la mujer hasta
bien entrado en Siglo XVIII había sido respetada y tenida en cuenta como
argumento fundamental por parte de los tribunales eclesiásticos en los que
los clérigos, oponiéndose por costumbre consuetudinaria a las exigencias
legales del marco jurídico habían aceptado generalmente las demandas
matrimoniales de aquéllas, convirtiéndose en su más firme apoyatura. Pero
ia jerarquía eclesiástica y el poder civil eran conscientes de que este recurso
femenino comenzaba a convertirse en un claro desafío al orden constituido.
El profundo cambio que se estaba originando en las mentalidades, lenta
pero paulatinamente desde el Siglo XVII, en la sociedad insular trataba
de reforzar esa idea de una familia sólida, sin perturbaciones sociales,
forjada sobre la igualdad de clase de los contrayentes y sentada sobre las
rígidas bases de la supremacía paterna. La libertad de la mujer de elegir
contravenía el principio de la autoridad del padre, y la palabra de casamiento
como simple declaración, bien de palabra, como era consuetudinariamente
aceptada, o bien por escrito era una potestad peligrosa que
había de ser eliminada, puesto que las artimañas femeninas hacían de ella
un arma capaz de disolver familias y originar matrimonios prematuros e
insolventes, amén de posibilitar nupcias de personas desiguales que suponían
precedentes no aconsejables en una sociedad de naturaleza rígida.
Las ideas regalistas y "jansenistas" afianzaban y consolidaban un modelo
de control del matrimonio fundamentado en la autoridad paterna. Los
tópicos tradicionales de liberalismo o progresismo deben ser desmentidos
o cuanto menos situados en su justo marco y valorados en su medida. El
nuevo modelo de familia que se gesta desde la Ilustración y se consolida
a lo largo del S. XIX tiene como punto de partida la autocracia paterna.
La Iglesia, tradicionalmente indecisa, balanceaba su postura entre la
obediencia debida a los padres, y el ejercicio de la libertad de los hijos
para concertar sin trabas su unión. Pero en realidad, de hecho, de forma
progresiva, desde el Concilio de Trento, que sentó las bases para la limitación
de los matrimonios clandestinos, se fue inclinando por la interven-
20
ción directa de los progenitores. Las sinodales de Cámara y Murga en 1631
sientan las bases en las islas para consolidar los esponsales como la única
vía legítima para el matrimonio y las de Dávila y Cárdenas, justo un
siglo después, determinan con mayor claridad e insistencia la obligatoriedad
ineludible de la responsabilidad paterna en la aprobación del casamiento
y la dirección del beneficiado y la vicaría eclesiástica en todo lo
concerniente a los trámites legales del mismo.
Sin embargo, ya hemos visto como en la práctica diaria la postura de
los eclesiásticos se contraponía a las directrices emanadas por los prelados.
El obispo Valentín Moran en su edicto de 9 de marzo de 1759 había
explicitado el sentir de la alta jerarquía sobre "la facilidad de emprender
pleitos matrimoniales, de que están llenos y agitados nuestros tribunales,
por lo que se siguen gravísimos inconvenientes, como son perjuros, prisiones,
enemistades, gastos excesivos y otros aún más funestos que nacen
de la persuasión en que viven las doncellas incautas de que cualquier papel
simple, palabra, aunque equívoca y falaz y las frecuentes entradas y salidas
inducen a los varones la obligación de casarse", ordenándose que "no
se admitiría demanda matrimonial, a menos de que se funde y esté apoyada
en instrumento esponsalicio otorgado ante notario y testigos y todas
las formalidades". Mas los clérigos no se ajustan a tan restrictivas órdenes
y la realidad social seguirá desafiando a la legal.
Sólo con la política regalista de Carlos III estas directrices obtienen un
mayor respaldo. La Pragmática Sanción de 23 de marzo de 1776 supuso
el más serio y firme paso en la modificación legal de los pleitos matrimoniales.
Esta ley sanciona y refuerza el consentimiento paterno como única
base para la realización del matrimonio, suponiendo a su vez la más señera
introducción del aparato estatal en su tutela. Desde ese momento el
poder estatal se inmiscuye en el casamiento, suponiendo un precedente en
su configuración como un contrato civil. Con la irrupción de la doctrina
regalista comienza a apreciarse una dicotomía entre el matrimonio como
sacramento y como contrato entre partes.
La autoridad civil sanciona la supremacía de los padres en la elección
del matrimonio de sus hijos, pero explícita claramente que la misma debe
determinarse en los tribunales reales. La capacidad de decisión que se le
otorga a los juzgados ordinarios les da un considerable poder, originando
numerosos pleitos con los eclesiásticos, pero en lo sustancial asistimos
a una lenta pero progresiva estatalización y uniformización de la justicia.
Junto con la intromisión estatal, la pragmática presupone la eliminación
de las turbaciones sociales provocadas por los matrimonios de posición
social desigual. El objetivo básico de esta ley es, por tanto, la erradicación
de los pleitos por palabra de casamiento, sustituyéndolos por el
21
ineludible consentimiento paterno de los hijos menores de 25 años, y del
consejo paterno para los mayores, estableciendo duras sanciones sobre sus
contraventores, privándolos de todos los derechos de herencia, incluidos
los de vínculos y patronatos.
Al dar al padre el poder soberano de la familia la pragmática garantizaba
el principio de autoridad como fundamento esencial del ordenamiento
jurídico. La razón, el buen juicio, reside en los progenitores porque
ellos quieren lo mejor para sus hijos y no transigen ante las locuras
juveniles de sus hijos. La ley que respondía a un profundo cambio de la
mentalidad en las élites sociales, apreciable en la modificación de su posición
por parte de un importante sector del clero secular, traía como consecuencia
la derrota de las pretensiones femeninas en los juicios de palabra
de casamiento. En ellos podemos apreciar como a partir de estas
fechas, aunque también hubo algunas contravenciones a los mandatos
legales, el varón triunfa en la inmensa mayoría de los pleitos y se obstaculiza
el casamiento ante la ausencia de consentimiento paterno. Las artes
femeninas quedan de esta forma fútiles.
Las veleidades pasajeras y las pasiones prematuras quedan desterradas,
el control de los instintos y la sexualidad se convierten en la norma de
conducta. Los padres actúan con sensatez, evitando las tensiones y resguardando
la reputación y el buen nombre de los hijos. El consentimiento,
aunque la ley prohiba el abuso y exceso en el que puedan incurrir los
padres, al invocar que su posición fuera justa y racional, encargándose
precisamente de determinarlo la justicia real, actúa tanto para la mujer
como para el hombre, pero es básicamente efectivo en éste, ya que el
varón es el objetivo principal de la persecución matrimonial.
La mujer necesita el casamiento para sobrevivir y utiliza las artimañas
"propias de su sexo", conforme a los roles sociales que le otorgan su
poder de atracción. Su papel estribaría en planear una auténtica ofensiva
contra el varón para atraerlo y dominarlo, mas siempre con plena conciencia
de su papel pasivo. La mujer conquista, pero el hombre tiene la última
palabra.
Junto a la subordinación a la autoridad paterna, se insiste en la obstaculización
de los matrimonios de desigual fortuna y distinto estamento,
para evitar el caos social. La fórmula utilizada era la eliminación de los
procedimientos de los pleitos de casamiento, que eran la vía empleada por
las clases trabajadoras, por lo que el objetivo de estas leyes es típicamente
clasista y patriarcal, con ribetes incluso racistas, puesto que en el archipiélago
los grupos sociales dominantes, incluso las élites locales de escaso
relieve pretenden diferenciarse del común de las gentes a través de un
supuesto orgullo que pretende destacar su limpieza de sangre.
22
La agresión contra la mujer y las relaciones extramatrimoniales, tendente
a consolidar un matrimonio civil y cristiano apto y conforme a los
postulados ilustrados en lo esencial continuaba la labor emprendida desde
Trento consolidadora de un modelo de matrimonio monogámico, puritano,
con una familia sometida a la égida del padre, bajo cuya dirección
los hijos se encaminen hacia un matrimonio adecuado y en consonancia
con su posición social, eliminando en la medida de lo posible las relaciones
extramatrimoniales o reduciéndolas a los prostíbulos, para de esta
manera lograr subditos útiles a la Nación, equilibrados y capaces de trabajar
en plenitud de condiciones.
Había que acabar con las relaciones extramatrimoniales. Los desposorios,
la palabra de casamiento originaban un período de tolerancia en
el que los jóvenes entraban y salían sin oposición de los padres de las
casas de sus novias. Esta laxitud moral ante el sacramento del matrimonio
era estimada como inmoral por las autoridades eclesiásticas en un
doble sentido, no sólo porque contaba con el beneplácito de la pareja
como hecho individual, sino, lo que a sus ojos era más grave, con el apoyo
familiar y social, convirtiéndose los padres y parientes en cómplices
de esta vida en común. Comprometer a los padres en la obligación moral
de velar por sus hijas se convierte en el objetivo central de esas reformas.
El hostigamiento de la Iglesia a las relaciones carnales se encaminaba
hacia una sacralización del rito civil, imponiendo que los futuros esposos
permanezcan a solas antes de la recepción del matrimonio, tendiendo a
defender un noviazgo recatado en el que los pretendientes aparezcan como
seres extraños y los padres se sintiesen fiscal i zadores de los actos de sus
hijos.
En esa batalla contra "la relajación moral", la erradicación de los amancebamientos
es uno de los presupuestos centrales. Muchas parejas viven
en común varios años sin efectuar matrimonio. Y esta cohabitación es
tolerada por la sociedad, lo que constituye un inconveniente a desterrar.
El amancebamiento puede tener causas económicas, como la imposibilidad
del varón de tener medios y bienes para mantener el matrimonio,
o la motivación puede ser la causa de dispensas que lleva a cometer "muy
graves pecados de incesto". Otra razón puede ser el retardamiento de los
trámites para contraer las nupcias, por ser los futuros esposos de distintas
parroquias, gravados por los gastos de tramitación, por lo que el obispo
Tavira en 1795 flexibiliza los procedimientos.
En definitiva, la política prematrimonial se encamina por tanto hacia
la reducción de las relaciones sexuales a las estrictamente conyugales, separando
a los adultos de los niños, polarizando los dormitorios de padres e
hijos, separando a varones y mujeres desde la más tierna infancia, exhor-
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tando a los padres a su severa vigilancia y despertándoles el interés por
reprimir la sexualidad infantil. El noviazgo controlado, la disgregación de
los sexos, los padres como agentes fiscalizadores y represivos, la consolidación
de un modelo familiar autocrático fueron los postulados de los
que bebió esta reforma. Sin embargo, los hábitos populares, aunque influenciados
indudablemente, siguieron mateniéndose dispares, pese a lo que las
tendencias represivas de los noviazgos se fueron consolidando ante la
imposibilidad real de defensa de "la honra femenina", en especial en los
grupos sociales medios. Las relaciones extramatrimoniales a lo largo del
Siglo XIX no sólo no disminuyeron sino que aumentaron considerablemente,
como son fieles muestras el constante e ininterrumpido ascenso de
las tasas de ilegitimidad durante los siglos XVIII y XIX. La desestructuración
de la sociedad isleña con la acentuación de la crisis económica casi
crónica, el espectacular aumento de la emigración y todas las transformaciones
socio-políticas de este período son causas que ayudan a explicar
esta situación, pero indudablemente la explicación de esta compleja
realidad vivida en la centuria de la Revolución liberal se sale por completo
del marco de este artículo.
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