LENGUA-LITERATURA
UNAMUNO Y FUERTEVENTURA
MARCIAL MORERA
Como ha hecho ver la filosofía moderna desde el idealismo kantiano,
la realidad pasada, presente y futura de los pueblos no depende tanto de la
naturaleza en sí misma, de la fisicidad del medio geográfico y de los
hechos concretos, sino que depende más bien de las palabras, de las oraciones
y de los textos que los pueblos hayan creado o puedan crear con su
lengua para designar sus sentimientos y el mundo que los rodea. Desde
este punto de vista, por una parte, las palabras, las oraciones y los textos
creados ya con los procedimientos gramaticales y léxicos de las lenguas
constituyen el pasado y el presente de los pueblos, lo que los pueblos son
y han hecho a lo largo de su desarrollo y lo que han aportado a la historia
de la humanidad. Por otra parte, las palabras, las oraciones y los textos que
se puedan crear con ellos constituyen el futuro y la esperanza.
Y es precisamente en este punto -en el de la exploración de las infinitas
posibilidades semánticas de los idiomas- donde adquiere verdadera
importancia la literatura, la actividad de las mujeres y los hombres que llamamos
poetas, entendiendo esta palabra en el más amplio de sus sentidos.
Ellos son, en buena medida, los encargados de renovar la vida espiritual
presente de los pueblos, de remover las aguas estancadas de su tediosa cotidianidad
y de labrar su futuro (esto es, su esperanza), para aproximarlos
cada vez más a esa meta siempre inalcanzable que es ¿la felicidad? No, la
felicidad, no, que es un concepto muy impreciso y una palabra subjetiva y
cursi. Para aproximarlos a esa meta siempre inalcanzable que es conocer
todos los misterios de nuestro ser y nuestros destinos futuros, que se
encuentran presentes en las infinitas posibilidades de la lengua que hablamos.
La lengua que hablamos -podríamos decir- es el libro en que están
escritos y previstos todos nuestros destinos, porque se trata, no tanto de un
conjunto de etiquetas con que clasificamos las realidades ya conocidas,
cuanto de un mecanismo combinatorio por el que tienen que discurrir necesariamente
todas las realizaciones o creaciones futuras de nuestra cultura.
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No es, por tanto, la literatura una actividad lúdica, un pasatiempo para
entretenerse en los ratos de ocio, en las vacaciones, en los días de fiesta o
cuando nos desvelamos en las noches de insomnio, como han querido
algunos autores de retóricas y poéticas, como suelen suponer los organizadores
de juegos florales y como les interesa hacer creer a los administradores
de las culturas oficiales de los estados. No, la literatura, la verdadera
literatura, es un instrumento de renovación de los valores establecidos,
un instrumento para la revolución pacífica, un instrumento de indagación
en las condiciones de nuestro ser, porque ella es la forjadora de la realidad
futura de las comunidades humanas, de lo que esas comunidades vayan a
ser mañana, la encargada de «renovar el lenguaje de la tribu» y de «devolver
a las palabras su pureza e inocencia perdidas», como quería el poeta
Mallarmé. De ahí que, desde el Romanticismo por los menos, se haya
venido insistiendo en que el escritor es una especie de visionario, mago o
demiurgo que crea la realidad, que «se asoma a las puertas del misterio y
vuelve de él con un vislumbre de lo desconocido en los ojos». Y no cabe
ninguna duda que así es. El escritor, el verdadero escritor, el escritor grande
(no el escritorcillo o el escritorzuelo, que lo que hace es emborronar
papel y mal imitar a los modelos trillados) no es un bufón que se gana la
vida divirtiendo al público con ocurrentes filigranas formales o ingeniosos
juegos conceptuales (en realidad, la literatura grande no tiene por qué agradar,
no tiene por qué ser dulce, como exigía la retórica tradicional; también
puede ser amarga, muy amarga, y hundir al lector en la más profunda de
las depresiones); no es el poeta -decimos-, pues, un bufón, sino un visionario
que crea mundo, porque nos revela los misterios que se encuentran
ocultos en la lengua que hablamos, abriendo así nuevas posibilidades a la
sensibilidad, al conocimiento y a la conciencia que tenemos de nosotros
mismos, de nuestros semejantes y del mundo que nos rodea. El pueblo que
no tiene poetas (entendiendo esta palabra en el más amplio de sus sentidos)
es un pueblo muerto, un pueblo sin futuro, porque muerta se encuentra la
lengua que habla, la lengua que lo hace pueblo. Y es que no puede haber
pueblo vivo que carezca de literatura, porque el mismo vivir humano, que
implica renovación permanente, nos obliga a hacer poesía, es decir, a bucear
en la lengua y buscar nuevas facetas semánticas de sus palabras. Por
eso, cuanto más abundante es la literatura de un pueblo, su tradición textual,
tanto más rica es la cultura de ese pueblo y ese pueblo mismo.
Solamente entendiendo bien esto que comentamos -es decir, que no
existe más realidad esencial que la realidad idiomática, o literaria, que lo
mismo es, al fin y al cabo-, estaremos en disposición de vislumbrar al
menos el verdadero valor y la verdadera importancia que tiene para la
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Fuerteventura moderna y sus habitantes la obra que don Miguel de Una-muno
dedicó a la isla. En efecto, conviene que lo digamos claramente desde
el principio: De Fuerteventura a París es para nuestra tierra un libro
importantísimo, no porque contenga bellas metáforas y bellos ritmos (que
es evidente que los contiene); ni porque gracias a sus páginas se haya proyectado
el nombre de Fuerteventura más allá de las fronteras de nuestra
patria; ni porque en ella Fuerteventura haya tenido el honor de convertirse
en un motivo poético del mayor renovador de ideas de la España del siglo
xx; ni, por supuesto, porque en ella se haga mención de tales o cuales
personajes reales de la Fuerteventura de las primeras décadas de este siglo.
Bien analizados, todos estos aspectos del poemario que comentamos son
más anecdóticos que esenciales. De Fuerteventura a París es verdaderamente
importante para nuestra isla y para sus moradores porque su palabra
poética contiene una renovación profunda de la realidad histórica de Fuerteventura,
haciéndola ver de forma radicalmente distinta a como había sido
vista por la tradición, e inventando así (inventando, que no describiendo,
como dice el mismo autor del libro) la Fuerteventura del siglo xx. Esta
transformación de ese ente cultural que llamamos Fuerteventura es tan
radical en De Fuerteventura a París, que, en la historia de nuestra isla,
tenemos que hablar de una Fuerteventura preunamuniana y una Fuerteventura
postunamuniana.
Veamos esto que afirmamos de forma un poco más detenida. ¿Cómo se
veía a Fuerteventura antes de la llegada de Unamuno? Es decir: ¿cuáles
eran las características concretas que definían a esa realidad histórica (que
no natural) que llamamos Fuerteventura hasta el año 1924, en que arriba
el poeta vasco a la isla?
Por una parte, en lo relativo a su paisaje campesino, Fuerteventura era
vista como un simple cacho de tierra estrecha, árido, algo accidentado y
casi despoblado, como vemos en toda nuestra lírica tradicional y nos viene
a decir el ingeniero cremonés Leonardo Torriani en su Descripción de
las Islas Canarias: «Esta es la isla más larga de toda Canarias. Es estrecha
y poco habitada, teniendo en cuenta sus dimensiones; y es accidentada,
aunque no tenga montes muy altos, sino alturas mediocres, muchas de las
cuales fueron volcanes» (p. 68). Al mismo tiempo, este paisaje tan primitivo
y escuetamente percibido se veía siempre en función de los medios de
subsistencia más elementales, particularmente en función de la agricultura
y la ganadería. Nos vuelve a decir el ingeniero de Felipe II: «Tiene (Fuerte-ventura)
abundancia de cebada y de trigo y de ganados; y de una relación
hecha por gente principal de la isla resulta que tiene 60.000 cabras y ove-
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jas juntas, 4.000 camellos, 4.000 burros, 1.500 vacas y 150 caballos de
monta» (p. 71).
En segundo lugar, en lo relativo a la mar que ciñe sus costas con un largo
manto azul y verde (medio que, dicho sea de paso, tan poca importancia
parece haber tenido para la Fuerte ventura del régimen señorial), las
descripciones tampoco van mucho más allá de lo puramente utilitario.
«Las costas de (...) Fuerteventura (nos dice el aventurero inglés George
Glas en su Descripción de las Islas Canarias) proporcionan pescado de
varias especies y en abundancia, en particular una especie de bacalao que
aquí llaman cheme, de mejor gusto que el bacalao de Terranova y del Mar
del Norte» (p. 34).
Por último, en lo relativo a los majoreros, la tradición los consideraba
como gente bruta, avara, holgazana y llena de primitivas supersticiones.
«Son en general (nos dice en otra parte de su obra citada el mismo Glas)
de gran estatura, robustos, fuertes y muy morenos. Por los habitantes del
resto de las Islas Canarias son considerados rudos y toscos en sus maneras:
creo que esto es cierto; pues por lo que he tenido oportunidad de observar
en ellos, parecen avaros, rústicos e ignorantes» (p. 37).
Así de cruda y de cruel era la visión que se tenía de nuestra tierra y de
sus moradores hasta el año 1924, y así es como se sentían nuestros antepasados,
porque así los describieron los poetas escritores y así les habían
dicho sus paisanos que eran.
Pues bien, frente a esta interpretación chata, utilitaria y despectiva que
de Fuerteventura había hecho la tradición, Unamuno va a hacer una interpretación
o lectura mucho más profunda, trascendente y generosa, una lectura
que resulta de darle la vuelta a la tortilla de la interpretación tradicional,
de un mero llevarle la contraria a sus predecesores, de un mero juego
de paradojas, que era el método de indagación más querido y practicado
por el poeta de Bilbao, como es de sobra sabido.
Por una parte, frente a la tradición, que nos presentaba el árido paisaje
de Fuerteventura desde una perspectiva meramente mercantiUsta, reducido
casi a un espacio físico para obtener determinados productos de subsistencia,
Unamuno lo eleva a la categoría de símbolo religioso, considerándolo
como una suerte de espacio bíblico, ermitaño o conventual desprovisto de
todo elemento superfino, hermanándolo así a su entrañable y entrañada
Castilla. «La tierra de esta isla ermitaña no miente; Fuerteventura dice al
hombre, dice a sus hombres, a sus hijos, la verdad desnuda y descamada,
el esqueleto de la verdad (...). La verdad, corona y coronamiento de toda
la vida humana; nada más que la verdad. Que llega a ser la suprema ilusión
» (Fuerteventura un oasis en el desierto de la civilización, p. 39).
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Desde esta perspectiva trascendente, va a ir nuestro escritor interpretando
las llanuras en Herbania, sus mediocres relieves, su suelo pardo y árido, la
elementalidad de su flora y de su fauna, su luz, que se manifiestan aquí con
vida y sentimientos propios, como le ocurre a la montaña protagonista del
primer cuarteto del soneto XVI de esta gavilla de poemas:
Ruina de volcán esta montaña
por la sed descamada y tan desnuda,
que la desolación contempla muda
de esta isla sufrida y ermitaña.
Nunca antes de Unamuno habían vibrado la tierra, las piedras, las montañas
de Fuerteventura con espíritu propio y con tanta intensidad lírica, salvo
tal vez en la época prehispánica, cuando, presumiblemente, sus montañas
y sus llanuras eran consideradas la casa o el santuario de los dioses de
los antiguos habitantes de la isla.
Y no menos importante que lo que comentamos es para Fuerteventura
el vínculo que, a través de su paisaje, establece Unamuno entre nuestra isla
y Castilla, porque gracias a él queda aquélla, como ésta, convertida en símbolo
de esa realidad histórica que llamamos España, o de la idea tan particular
que de España tenía la Generación del 98. «Fuerteventura me ha
acompañado a París -escribe Unamuno a su amigo Juan Casou en una carta
recogida en nuestro poemario- y es aquí en París donde he digerido a
Fuerteventura y con ella lo más íntimo, lo más entrañado de España, que la
bendita isla de Fuerteventura simboliza y concreta. Aquí en París, donde no
hay montañas, ni páramo, ni mar, aquí he madurado la experiencia religiosa
y patriótica de Fuerteventura». Algo similar había escrito ya el rector de
Salamanca respecto de Castilla en su libro temprano En tomo al casticismo,
que, por ello, es obra que también nos concierne a los majoreros.
Por otra parte, frente a la tradición, que también presentaba el mar
insular desde una perspectiva simpliñcada y utilitaria, Unamuno nos lo
presenta, en paralelo con el paisaje interior, como una criatura con vida y
sentimientos propios, como una criatura que actúa, ora como amante de
otros elementos de la naturaleza:
La mar ciñe a la noche en su regazo
y la noche a la mar; la luna ausente;
se besan en los ojos y en la frente;
los besos dejan misterioso trazo (soneto XXXIV),
ora como persona que se compadece de la sequía interior de la isla y la
consuela:
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La mar piadosa con su espuma baña
las uñas de sus pies...
nos dice el autor al principio del segundo cuarteto del citado soneto XVI;
ora como elemento consolador de la infinita amargura del hombre de la isla
y del mismo Unamuno:
¿Qué dices, mar, con tu susurro? ¡Dime!
¿Ríes o lloras? Pasando las cuentas
del eterno rosario me acrecientas
el ansia de soñar que el pecho oprime (soneto XXIII).
¡Discurrir! ¡Cuántas tardes la amargura
del hondón de la historia de mi España
me endulzaste en tu mar. Fuerte ventura! (soneto LXX).
Por último, también frente a la tradición, que presentaba al majorero
como un ser bruto, avaro, holgazán y lleno de supersticiones, Unamuno
nos lo presentará como hombre firme, resignado, lleno de nobleza, todo
espíritu, limitado a dar lo esencial de él mismo, exactamente igual que el
paisaje, la flora y la fauna de la isla:
Pellas de gofio, pan en esqueleto,
forma a estos hombres -lo demás conduto-.
Y en este suelo de escorial, escueto,
arraigado en las piedras, gris y enjuto,
como pasó el abuelo pasa el nieto,
sin hojas, dando sólo ñor y fruto (soneto XVI).
De esta forma redime la palabra poética de Unamuno a los hombres de
Fuerte ventura de los baldones que sobre ellos habían arrojado tanto sus
paisanos de las otras islas como muchos de los extranjeros que habían
venido a visitarlos y que incluso se habían quedado a vivir entre ellos, en
algún que otro caso. Para Unamuno, no era el majorero ese hombre rudo,
avaro y de alma negra que decía la tradición, sino un hombre esencial, que
solamente se preocupa por darse en aquello que es vital para una existencia
justa y noble. «¡Ay, mi querido amigo -le escribe a don Ramón
Castañeyra en el prólogo de la obra-, cuanto viva mi alma y en la forma
en que viviere, vivirá en ella, hecha hueso espiritual o roca espiritual de sus
huesos o de sus rocas espirituales, esa bendita isla rocosa de Fuerteventura,
donde he vivido con ustedes, los nobles majoreros, y con el Dios de nuestra
España, los días más entrañados y más fecundos de mi vida de lucha-
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dor por la verdad». Con Unamuno, los habitantes de Fuerteventura casi
dejan de ser majoreros para convertirse en fuerteventurosos, como quiere
el mismo autor en algunas partes de su obra.
Lo que contiene, pues, el libro que presentamos no es precisamente una
ingeniosa sarta de piropos de un enamorado de Fuerteventura -como creen
algunas personas-, sino una nueva lectura global de la realidad insular y de
sus moradores, una lectura que nos habla de una Fuerteventura que nada
tiene que ver con la Fuerteventura del viejo régimen. Y lo más importante
es que esta Fuerteventura creada (creada, que no descubierta, porque la
realidad no se descubre, sino que la inventan las palabras, como dijimos
más arriba) por la imaginación, la sensibilidad y el talento del agónico poeta
vasco es la que más peso e influencia ha tenido a lo largo de casi todo el
siglo XX en el sentimiento y en la conciencia de los hombres. Desde esta
perspectiva han visto a nuestra isla los narradores y los poetas que la han
celebrado en sus obras, como Pedro García Cabrera, Domingo Velázquez
y Pedro Lezcano, por ejemplo; desde esta perspectiva la han presentido y
sentido y la presienten y sienten todos aquellos que nos conocen a distancia;
desde esta perspectiva la perciben los que nos visitan; y desde esta
perspectiva la hemos terminado intuyendo, sintiendo y entendiendo nosotros
mismos, los fuerteventurosos de finales del siglo xx. Y es que así de
insidiosos son los mitos poéticos: que, con su hechizo, terminan impregnando
calladamente el alma de los hombres y enseñoreándose de todo su
sistema sensorial, haciendo que la realidad se parezca a ellos, como con
tanta agudeza señaló el gran Osear Wilde. No es el arte el que imita a la
naturaleza; sino que es la naturaleza la que imita al arte. Hasta tal punto
esto es así en el caso que nos ocupa, que casi nos atrevemos a decir que la
Fuerteventura que nosotros conocemos y sus mismos moradores no somos
otra cosa que unos personajes de ficción de una obra literaria de Unamuno,
de una obra literaria de una de las cabezas más fecundas, lúcidas y de
mayor personalidad del siglo que está a punto de decimos adiós. En efecto,
la Fuerteventura actual es en buena medida un mito de Unamuno, como
España es en buena medida un mito de Cervantes o Italia también en buena
medida un mito del Dante. Por eso De Fuerteventura a París no es para
nosotros un simple libro de poemas, un libro de poemas más, entre los
muchos que existen, sino que es más bien un libro de poemas fundacional,
una especie de Génesis poético de Fuerteventura, donde se encuentra contenida
gran parte de la realidad psicológica, social y hasta física que nos
define actualmente. En este sentido, se trata de un libro que no debería faltar
en la mesa de noche de todo hijo de la isla que esté sinceramente inte-
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resado en conocerse a sí mismo, a sus paisanos y al espacio en que hace
camino para morirse.
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