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HISTORIA EL MOTÍN GOMERO DE 1690 JOSÉ MIGUEL RODRÍGUEZ YANES 1. LA CONFLICTIVIDAD EN LA GOMERA. PLANTEAMIENTO GENERAL El estudio de los conflictos y tensiones sociales en el archipiélago, y en particular en las islas de señorío, aún carece del suficiente número de estudios que posibiliten una visión global de estos fenómenos, hasta no hace muchos años preteridos por la historiografía regional. Por otra parte, es preciso replantearse —buceando en nuevas fuentes, releyendo las conocidas y adoptando diferentes enfoques— algunos de los ya tratados, generalmente de forma sucinta, en nuestras Historias más clásicas y en algunos artículos elaborados hace varias décadas. Se echan en falta estudios analíticos y una periodización y tipología de los conflictos señoriales y sobre todo es menester prescindir del juicio excesivamente parcial y afán moralizante presentes en los relatos de Viera y Darías y Padrón, que se mueven entre la defensa a ultranza de los señores y la exaltación de algunas familias isleñas. A este respecto resulta muy didáctico el desesperado intento de este último autor por compatibilizar su apego a la legalidad señorial y a las virtudes del conde, condenando la actitud de los vasallos, con una tenue justificación de la rebelión de 1762, algo disculpada como signo de un cambio general al que tampoco podían escapar los gomeros. Por otra parte, son prácticamente desconocidos aún algunos episodios de esa conflictividad, como el que nos ocupa ahora. Por las razones aludidas entendemos que, sin menoscabo de la necesidad de hipótesis y esbozos explicativos globales, la prudencia y el rigor aconsejan todavía primar el estudio de lo concreto y específico, profundizando monográficamente en el examen de conflictos aislados, y con ese pensamiento se ha elaborado este trabajo. Estallidos violentos aparte, otra cuestión más ardua es delimitar la conflictividad larvada, que apenas se puede entrever en la documentación, vislumbrada en memoriales, denuncias ante las autoridades extra-señoriales, litigios vecinales contra autoridades o miembros de la oligarquía, etc., adoptando así en tiempos difíciles una estrategia de zapa, 15 lenta y a muy largo plazo. A veces los vecinos elevan quejas e inician litigios por motivos aparentemente nimios o de importancia secundaria para aprovechar la brecha procesal y hacer llegar su insatisfacción hasta unos centros de poder y decisión, lejanos para la mayoría (caso de la Real Audiencia en G. Canaria), en los que esperaba obtener apoyo para atenuar los atributos señoriales; en otros casos, los pleitos se convierten en seculares y resurgen como un Guadiana, como el famoso contencioso de quintos. Por último estaría el tumulto, el motín desnudo que emerge contadas veces a lo largo del A. Régimen, si bien se registra una sensible presencia de los mismos a partir de finales del siglo XVII. Desde el punto de vista cronológico y etiológico cabría hacer una primera y elemental distinción: por un lado estarían los levantamientos de carácter indígena, que colman una primitiva etapa de dominio parcial y pactado de la isla (aproximadamente desde mediados del Cuatrocientos hasta 1488), sucediéndose varias sublevaciones entre 1477 y 1488, fundamentalmente motivadas por los abusos señoriales derivados de su incumplimiento del pacto (debido esencialmente a la captura y venta de indígenas), que desembocan en la gran rebelión del último año citado; por otro, la represión subsiguiente dará paso a una segunda y secular etapa de dominio total y efectivo de los Herrera-Peraza de esta isla, que junto con El Hierro conformará el señorío de las Canarias occidentales. En esta segunda y larga fase, que abarca hasta la extinción definitiva del señorío (1837), a la vez podemos considerar un período inicial de unos quince años, que culmina con el inicio del gobierno del señorio por don Guillen en 1505. En estos años la tensión es selectiva y los protagonistas serán la naciente oligarquía —deseosa de consolidar y, si es posible, incrementar su poder en la isla— y el tándem Bobadilla-Lugo. Recordemos que hacia finales del siglo XV se sospecha de un oscuro complot en el que estarían coligados el Obispo de Canarias, Portugal y un sector de la oligarquía insular, supuestamente liderado por el alcalde mayor Hernán Muñoz, que en castigo es ejecutado ejemplarmente por la señora tutriz'. El desquite se lo tomaría pocos años más tarde ese bando, que aprovecha la mayoría de edad del tutelado don Guillen para coaccionar a Lugo y forzarlo a que abandonase la isla y cediese los poderes a aquél en un verdadero golpe de palacio que debió suponerle a los intervinientes cuotas de poder nada despreciables, máxime con un señor que se caracterizó por su absentismo. 1. A. CIORANESCU: Una amiga de Cristóbal Colón. Doña Beatriz de Bobadilla, Sta. Cruz de Tenerife, 1989, pp. 209-210. 16 Con la instauración de don Guillen se abre otra etapa caracterizada por una ausencia —hasta donde conocemos— de motines, y se prolonga durante casi dos siglos hasta los acontecimientos de 1690, que estudiamos en este trabajo. Si bien no hubo tumultos y el poder señorial se halló en su plenitud durante el Quinientos, el peligro de desintegración motivado por una mezcla de causas en parte interrelacionadas (grave crisis económica, embargo de parte de la isla y su jurisdicción por los Fuentes, hondas disensiones familiares o reparto del patrimonio territorial y atribuciones señoriales entre varios pretendientes, proyecto frustrado de incorporación de la isla al realengo...)^ originó fuertes tensiones por el control efectivo del poder, sobre todo en el poco más de medio siglo de pugna intraseñorial que transcurre entre 1550-1617, formándose dos facciones apoyadas —como se hace patente en los testigos que apoyan a cada una de ellas en las actuaciones judiciales— por notables insulares, ávidos de alcanzar una mayor pujanza si triunfaba el sector familiar que auxiliaban. El siglo XVII, que representa una consolidación del dominio sobre el señorío por la rama principal de la familia, deja entrever los primeros síntomas claros de contestación popular en una isla castigada por las invasiones piráticas de manera frecuente —razzias en costas poco protegidas—, aunque sus dos manifestaciones más duras se concretasen en la práctica destrucción de la capital (1599 y 1618). Dejando a un lado el crónico enfrentamiento agricultores-ganaderos que es inherente a una economía antiguorregimental basada en el abrumador predominio del sector primario y que es similar a la observable en otras latitudes, despunta un antagonismo antiseñorial que tímidamente se exterioriza en denuncias y protestas que optan por la vía judicial para oponerse al servicio de velas —por lo demás, obligación no mucho más gravosa en la práctica que la vigente en el realengo—, supuestas irregularidades de los señores para beneficiarse pecuniariamente de su cargo de capitanes a guerra, oposición a monopolios señoriales (caza de pájaros canarios, caza de ciervos, uso del monte para cortes de madera, modo de cobrar el quinto)... La naturaleza antiseñorial brota como trasfondo de un desasosiego que se cobija, temeroso, bajo emblemas y formas poco arriesgadas, bajo la tutela e inspiración de una oligarquía confiada en su condición de imprescindible para el mantenimiento del orden, el ejercicio de las funciones básicas de gobierno y el mando de las milicias. De cariz distinto es la oposición a la forma de pago del donativo de 1632, que tuvo su raíz en la actitud insolidaria de un sector de la oligarquía. 2. G. DÍAZ PADILLA; J.M. RODRÍGUEZ YANES: El señorío en las Canarias occidentales. La Gomera y El Hierro hasta 1700, Sta. C. de Tenerife, 1990, pp. 47-73. 17 El último período comenzaría, como se apuntaba antes, con el motín de 1690 y culmina con los tumultos de las primeras décadas del siglo XIX, extendiéndose por tanto hasta la mentada definitiva disolución del régimen señorial en 1837. Son rasgos peculiares el estallido de motines, algunos de cierta virulencia, el explícito desafío a la autoridad del señor o de sus representantes o administradores, e incluso —con más rotundidad conforme avanza el Siglo de las Luces y al amparo de los nuevos vientos uniformistas y reformadores de la dinastía borbónica— una más clara puesta en cuestión de los principales privilegios señoriales y la solicitud de integración en el ámbito realengo —recuérdese que las rentas jurisdiccionales conformaban el componente básico de los ingresos señoriales—, incluso mezclándose en el tránsito hacia el Nuevo Régimen algunas algaradas locales con peticiones en que se confunde un supuesto privilegio señorial con una cuestión social (negativa a pagar los tributos al cuarto)'. Marcan sendos puntos de inflexión los motines de 1690 y, sobre todo, el de 1762, aún insuficientemente estudiado desde una perspectiva global y más profunda, teniendo presente la compleja realidad de la isla en el último cuarto del Setecientos. Quedan en medio los sofocados tumultos de 1699, del que sólo ha quedado la mención de Viera, y de 1743-1744, en el que confluyen —a tenor de las breves síntesis con que contamos—" una presión para controlar más la política insular y un conato de independencia jurisdiccional. Precisamente 1690 constituirá, a nuestro juicio, una divisoria, en cuanto a frecuencia, intensidad y tipo de conflicto, pues aunque el motivo aparentemente es institucional se enmarca dentro de un prototipo de motín caro a la oligarquía que opera en lugares reducidos, en los que esta élite intenta explotar un descontento generalizado o un elemento de insatisfacción concreto para involucrar a la mayoria de la población en un movimiento que sólo pretende un incremento de sus cotas de poder o una redistribución del mismo, pero manteniendo de paso un pulso con el señor jurisdiccional. Tengamos en cuenta que desde los comienzos de la colonización un reducido número de familias, emparentadas entre sí, poseían el monopolio de las regidurías y contaban con una considerable propiedad alodial, pero también coexistían pequeños y medianos propietarios, bien 3. G. DÍAZ PADILLA: La Gomera, isla de señorío, en "El Día", 29 de diciembre de 1981. 4. D. V. DARÍAS Y PADRÓN: El motín de ¡762, en "La voz de Junonia", 16-VIII-1992; D. V. DARÍAS Y PADRÓN: Los condes de La Gomera, Sta. Cruz de Tenerife, 1936, pp. 129-130; G. HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: La aportación de la isla de La Gomera alpoblamiento de la Luisiana, 1777-1778,.en "IV Coloquio de Historia canario-americana" (1980), t. II, pp. 233-234. 18 fuera por datas menores, compra-ventas o compartiendo la tierra a través de enfiteusis, fórmula ésta extendida durante el Seiscientos y que indudablemente proporcionó confianza a muchos vecinos, estimulando además a fines del A. Régimen el objetivo de liberarse de esas cargas perpetuas. Fenecida la etapa de reseñorialización de los últimos Austrias se abría un marco más flexible, y aún propicio con el tiempo, para los aires de independencia que hacía más de un siglo tentaba a buena parte de la población de la isla. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se aunarán reivindicaciones latentes durante centurias en la mayoría de la población (desaparición de rentas vasalláticas y monopolios, sobre todo) con las aspiraciones de dominio de la oligarquía tradicional y de una incipiente burguesía agraria, además del hambre de tierra de todos', especialmente de los más menesterosos, lo que explicaría los incendios, pleitos por rozas clandestinas y deslindes ilegales, conflictos por el agua, etc., que llenan el último medio siglo del régimen señorial y aparece como marco fundamental para explicar la gravedad del motín de 1762', con unos prolegómenos y epílogos que —a pesar de la aparente insistencia en aspectos jurisdiccionales y de reversión del señorío al patrimonio real, que en buena medida aparecen ligados a los otros en cuanto teóricamente el señor es propietario de tierras montuosas y aguas— pueden asimilarse así a la fenomenología conflictiva del realengo. En gran parte la notoriedad y gravedad del motín se debió a que en los anteriores un pequeño sector de la oligarquía insular y la autoridad militar se habían mantenido fieles al señor o habían adoptado una actitud incierta o tibia, pero no de decidido apoyo, a la rebelión, mientras los alcaldes mayores habían constituido un firme bastión señorial (como el capitán Bueno en 1743); pero en 1762 toda la isla, incluidas estas autoridades, prestan su auxilio por acción u omisión al levantamiento, apoderándose de las instalaciones militares. Los sucesivos conflictos abiertos muestran una mayor resistencia para su represión, pues si en 1690 bastó la presencia del conde y la aplicación del procedimiento judicial para que cesase la rebelión, habrá que acudir posteriormente, sobre todo en 1762, a la máxima presión de instancias civiles, militares y religiosas del archipiélago, e incluso externas a éste. Parece que los condes combinaron la actuación judicial, que imponía las penas correspondientes, con el perdón, conocedores de la fortaleza de sus opo- 5. G. HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: Los montes de La Gomera y su conílictividad, en "Aguayro", n." 84 (1977). 6. D. V. DARÍAS Y PADRÓN: Los condes..., op. cit., pp. 142-146; id.: El motín..., art. cit., en "La voz de Junonia", 16-VIII, 23-VIII, l-IX-1922. 19 nentes, del progresivo deterioro de su imagen y de que los nuevos tiempos borbónicos no les eran tan favorables ni admitían un recrudecimiento señorial. Señalemos como características constantes en los motines la determinante alianza clero-aristocracia local y la dirección de Hermigua, crisol del malestar insular, en la preparación de aquéllos. Por descontado, los amotinados no pretenden subvertir el orden social; a la ausencia de conciencia de clase es preciso agregar la estrategia de la clase dominante, que se sirve de la impopularidad de algunas prerrogativas señoriales para desviar el malestar social hacia el propietario jurisdiccional. De hecho, hasta fines del A. Régimen, y sin llegar a alcanzar la importancia de los estallidos mencionados, no se producirán manifestaciones conflictivas propiamente populares, sin intervención de la oligarquía, que a lo largo de estos siglos iniciará, dirigirá y hasta finalizará los levantamientos, solicitando el perdón en nombre de los amotinados al señor en la hora del fracaso, sin que se le escape de las manos la agitación; pero sólo se tornará decididamente incorporacionista cuando —sopesando pros y contras— entienda que el régimen señorial le supone más desventajas que beneficios. Finalmente, no debe pasar desapercibida la cuestión fiscal, que en unos casos ocupa el lugar central en las reivindicaciones de los descontentos, y en otras se sitúa en el punto de arranque del conflicto para pasar rápidamente a un segundo plano. Deslindar hasta qué punto la carga impositiva actúa como elemento esencial y motivador, o es utilizada como simple detonante y excusa o consigna hábilmente manejada que esconde otros intereses más favorables para los promotores y beneficiarios de los levantamientos —que no necesariamente coinciden con los cabecillas—, será tarea de futuro ante la casi ausencia de investigaciones sobre la estructura social gomera. Otros motines de esta centuria —como el de 1718 en El Hierro—, pero sobre todo en las islas centrales del archipiélago, en los que la tensión adquiere un vigor, amplitud y frecuencia alarmantes para las autoridades, nos advierten de que algo ha cambiado en el panorama general isleño y se impone una explicación sujeta a ese nuevo cuadro histórico; pero sería erróneo manejar una metodología y perspectiva excesivamente generales, incluso en este siglo —mucho menos en los anteriores—, para esclarecer la conflictividad en un marco específico como el señorial, que precisa de una atención preferente a las singularidades de esa comunidad (desde las atribuciones condales hasta la realidad demográfica, oro-gráfica, el peso de la historia en los comportamientos...). Todo ello, sin descuidar el análisis de las imbricaciones institucionales y la presencia de la legislación e ideas ilustradas (inicio de la democratización concejil 20 y malograda creación de la Económica gomera), que contribuirán a un futuro y necesario análisis del panorama total de los estertores del sistema señorial canario. 2. EL MOTÍN D E 1690: FUENTES Y SÍNTESIS PRELIMINAR Frente a las múltiples citas y relatos con que han sido atendidos otros conflictos, el producido en La Gomera en 1690 apenas si ha sido mencionado en nuestra historiografía. El primero en aludir acerca del mismo, con un pequeño error en la data, es Viera y Clavijo, quien apenas en dos líneas nombra de pasada la existencia de una sublevación aludiendo a la generosidad indulgente de don Juan Bautista de Herrera para con sus infieles vasallos, en la linea de una apasionada defensa del régimen señorial y de los panegíricos que el historiador ilustrado generalmente dispensa a la Casa condal en su obra'. Más explícito, e igualmente paladín de la causa señorial, es Darías y Padrón, que en. su trabajo acerca de los Herrera describe en unas pocas líneas el motín, a pesar de que en su fondo inédito de manuscritos y apuntes mecanografiados —en ocasiones con errores de transcripción— demuestra que conocía prácticamente toda la documentación disponible sobre el suceso ^ Curiosamente, se silencia el motín en la "sucinta cronología" que la reedición "actualizada" de la historia de Millares Torres dedica a los conflictos sociales canarios''. La documentación utilizada por nosotros "• arranca del 27 de octubre de 1690, cuando el conde don Juan Bautista de Herrera, tras haberse enterado del intento de asesinato preparado en la noche del 15 de ese mes en el valle de Hermigua contra el alcalde mayor de la isla —el alférez Sebastián Pérez Montañés— por parte de un grupo de hombres enmascarados, decide iniciar causa de proceso para averiguar la identidad de los amotinados y de sus cómplices en La Gomera y Tenerife, 7. J. DE VIERA Y CLAVIJO: Noticias de ¡a Historia General de las Islas Canarias, edic. de A. Cioranescu, 1967, t. II, p. 72. 8. D. V. DARÍAS Y PADRÓN: Los Condes..., op. cit., pp. 106-107; Archivo de Ossuna, Fondo Darías, s.c. (extracto mecanografiado de la mayor parte de la información obrante en el Cabildo gomero sobre el tema); Biblioteca de la Universidad de La Laguna, Fondo Darías, Anotaciones históricas sobre la isla de La Gomera, fols. 18 vto.-21 vto. (resumen del motín y relato de algunos pormenores). 9. J. R. SANTANA GODOY: Crisis económicas y confíictos sociales en Canarias (1660-1740), en A. MILLARES TORRES: Historia General de las Islas Canarias, reedic. de 1977, t. IV, pp. 209-210. 10. Archivo del Cabildo Insular de La Gomera, Fondo Luis Fernández, s.c; Biblioteca Municipal de Santa Cruz de Tenerife, Fondo de Adeje, 2 (A). 21 procediendo a la toma de declaraciones a protagonistas, sospechosos y personas citadas en las deposiciones de testigos, con la presencia inicial del propio alférez y del ayudante Lucas Fernández Martel, escribano público y del Cabildo, y notario del Santo Oficio y público del Obispado. El conde se halló presente en las diligencias e interrogatorios de los primeros días, tomando parte activa y adoptando decisiones acerca del desarrollo del proceso. La información se limita íntegramente a las citadas actuaciones judiciales, que se dilatan durante tres años, no sólo por la demora habitual en la sentencia por parte de la Real Audiencia de Canarias, a donde se remiten los autos, sino —como se observará más adelante— por las nuevas pruebas, procedentes de declaraciones tardías y arrepentidas en algún caso, con diferentes datos que implican a personajes que hasta ese momento habían salido con buen pie de las testificaciones, y como resultado se realizan diligencias incluso después de una primera sentencia de febrero de 1693. El móvil de los revoltosos y causa única aparente de la acción era lograr la renuncia a su oficio por Pérez Montañés, quien con anterioridad había recibido advertencias en esa dirección, haciéndole llegar un amenazador papel sin firma, hasta obtener coactivamente los amotinados mediante una acción de fuerza su propósito la dimisión del alcalde ante escribano. Pero el movimiento no se detiene en esa iniciativa, pues la actividad del depuesto gobernador y de los colaboradores señoriales en la capital de la isla amenazaban con hacer abortar a posteríorí sus objetivos. 3. LOS ANTECEDENTES. EL DESCONTENTO DE LA OLIGARQUÍA GOMERA A través de alguna deposición, como la del propio Pérez Montañés, conocemos sucintamente la génesis del desasosiego. Poco tiempo antes de los acontecimientos el alférez había sido suspendido cautelarmente en su cargo en tanto acudía a Tenerife llamado por el señor, quien interinamente designaba al regidor Gonzalo Hernández Bento como gobernador provisional. El motivo de la desconfianza condal partía de una querella presentada por algunos vecinos contra el gobernador. Según Tomás de Palenzuela, estanquero, la suspensión provisional de la vara fue motivada por el débito de cierta cantidad a un vecino, que posteriormente saldó Montañés por mandato condal pero manifestando que podía haberse valido del privilegio y exención de juez conservador del tabaco —como habían hecho otros— para salir del trance sin pagar. Mas la realidad era otra, como se comprobará en los apartados siguien- 22 tes, pues latía en el fondo una honda discrepancia en la que se funden diversos motivos y sentimientos, utilizándose esa cuestión como detonante para una denuncia tras la cual se intuye una animosidad frente a la gestión general del alcalde, cuyas posibles deficiencias sin duda fueron exageradas por la oligarquía. Es razonable pensar que de haber existido graves irregularidades en la administración de justicia o en el gobierno político de Montañés, don Juan Bautista hubiera actuado en consecuencia y la reposición del alférez habría sido imposible. Pero en su ausencia algunos ya se habían hecho a la idea de que la destitución de Montañés era algo definitivo, y en todo caso existía un clima contrario en la clase dominante a la continuidad de aquél. Si ya los espíritus se hallaban inquietos, la crispación aumentó cuando se supo que tras la conversación mantenida con el alférez, el conde lo restituía en su puesto. 4. PRIMER ACTO: LA DESOBEDIENCIA Los hechos acontecen con celeridad en aquel hervidero de rumores y conciliábulos que era Hermigua en ese otoño de 1690; no en vano la señaló Viera como "antigua oficina de alborotos y proyectos de desobediencia" ", fértil zona agrícola con notable propiedad alodial y presencia de excelentes haciendas particulares, lo que explica en buena medida la endeble implantación sociopolítica señorial. No había pisado aún tierra gomera el alférez, recién confirmado en el cargo, cuando el bando que le rechazaba comenzaba a actuar en aquel lugar, que contaba con unos mil habitantes, los cuales unidos a los de Agulo, suponían la mayor concentración humana y económica de la isla, residencia de buena parte de la clase dominante. El punto central de las intrigas en esta ocasión es la casa del capitán don Domingo Trujillo, donde residía a la sazón el visitador de la isla, don Francisco Manrique, cura de Vallehermoso '^ Allí se comenta el 10 de octubre, en una tertulia de importantes miembros de la vida política, militar y religiosa, que en un barco que se avistaba y dirigía a la costa de Hermigua probablemente retornaba don Sebastián, de nuevo con la vara de alcalde. Para cerciorarse, uno de los presentes —el capitán Lucas de Herrera— envió en su caballo a Juan de Armas Paxarito, quien confirmó la sospecha. Otro 11. J. DE VIERA Y CLAVIJO: Noticias..., op. cit., t. II, p. 84. 12. D. Domingo Trujillo, familiar del S.O., era una de las personas más ricas y prominentes del Valle, en cuya parroquia había fundado la hermandad de San Sebastián, formada por esclavos, entre ellos los catorce de su casa. Poseía barco propio para el tráfico comercial (BUL, FD, Genealogías gomeras, f." 72). 23 concurrente, el capitán don Francisco Manrique de Lara, que estaba al tanto de los manejos de los descontentos y no quería ser participe de sus proyectos y contubernios, se trasladó a su casa para dar la bienvenida al alcalde, que precisamente se alojaba en ella en una sala de la parte alta. Al dia siguiente, 11 de octubre, el repuesto alcalde mayor decidió comunicar oficialmente su regreso al citado Gonzalo Hernández Bento enviándole una breve carta personal que acompañaba al despacho condal de nombramiento y orden de cese en sus funciones. El capitán don Francisco Manrique, enterado de las intenciones del alcalde y previendo algún incidente dado su conocimiento de la situación, aconseja al emisario, Félix de las Casas (criado de Montañés), que entregue los escritos al regidor ante testigos. Esta precaución no era gratuita; en efecto, Gonzalo Hernández no se dio por enterado del escrito señorial. No sólo el rechazo a acatar un escrito cuyo contenido conocía por anticipado el regidor constituía de por sí una muestra de patente desobediencia y descortesía, sino que la acción fue pública, pues se desarrolló en la mentada casa donde asistía el visitador eclesiástico don Francisco Manrique, quien se hallaba acompañado por los presbíteros licdos. don Carlos López de Morales (comisario del Santo Oficio), Andrés Fernández Méndez y Francisco Xuárez, por el escribano público Francisco de Armas —que actuaba de secretario en la visita eclesiástica y era cuñado del gobernador interino—, y por el padre dominico fray Antonino. La actuación del regidor no dejaba lugar a dudas: después de serle entregada la misiva, Hernández Bento la entregó al comisario, quién sacó de dentro 2 papeles, y a continuación se obligó al portador a permanecer fuera de la sala hasta que un rato después, tras deliberar en secreto los arriba nombrados, el fraile le devolvió el escrito, sin que mediara una contestación determinada por parte del regidor, quien de esa forma pretendía eludir la recepción formal del mandato señorial. La conducta del alférez en aquel contexto fue la de hacer valer su autoridad con la firme determinación de recuperar el control de la isla y empezar con pie firme esta segunda etapa de su mandato, tratando de imponerse a la levantisca e inquieta oligarquía residente en Hermi-gua, que contaba con el apoyo del clero regular y las voluntades de muchos vecinos. El sabía que contaba con un importante elemento, que a la larga se impondría: el apoyo condal, atento a evitar que partidos familiares locales tomasen la dirección política de la isla; bastante tenía ya con las maniobras, entre la tolerancia señorial y la realidad del poder económico de la clase dominante de Valverde, en El Hierro. Pero muy posiblemente don Sebastián no percibía la gravedad del momento, 24 ni el amplio soporte social de que la minoría conspiradora disfrutaba, pues ni supo conducirse por los caminos de la diplomacia ni adoptó medidas de fuerza precautorias, cayendo en las redes de una experimentada oligarquía, dueña del orden social y conocedora como nadie de los mecanismos para movilizar a la población insular. Naturalmente, se imponía hacer constar ante notario la negativa de Hernández Bento para una posible comunicación al conde y poder justificar cualquier medida contra el rebelde regidor. Con ese objetivo Montañés llama al escribano Lucas Fernández Martel a las nueve de esa mañana, y en compañía del cap. Francisco Manrique de Lara, del alférez Tomás de Palenzuela y de don Pablo Montañés, su hijo, se encamina a la morada del visitador. Cuando la comitiva llega al patio, el gobernador solicita por mediación de su hijo hablar con el regidor, quien accedió portando una media hastia o bordón en señal de autoridad y desafío. Gonzalo Hernández negó, incluso tras el careo con el portador de la carta, haber recibido la orden señorial de cesar en sus funciones, aunque dando ciertas muestras de nerviosismo. En el breve intercambio de palabras entre Montañés y G. Hernández quedó de manifiesto no sólo que éste se resistía a hacer dejación de su cargo, sino que amenazó a Montañés con prenderlo si administraba justicia. Con este incidente verbal se consuma y patentiza el primer aviso serio a don Sebastián, que es consciente de que la firme y provocadora desobediencia de Bento se hallaba respaldada por otros integrantes de la oligarquía. En cualquier caso, constituía materia grave el desacato a una orden señorial, y la propia actitud de Montañés, que no ordena la iimie-diata detención del insubordinado vasallo, es una muestra de su débil posición, de su impotencia y escasa capacidad previsora, pues dado el rechazo que suscitaba su persona hubiera sido más inteligente posesionarse de su cargo en la Villa para hacerse allí fuerte y haber dispuesto para la ocasión de alguna fuerza disuasoria que, llegado el caso, procediera a un arresto ante la casi anunciada indocilidad del gobernador interino. Concluido el encuentro sin acuerdo, todo hacía prever una serie de órdenes de un lado y contradicciones de la otra parte, con el desconcierto que estas actuaciones —de tal mal recuerdo en lá isla en el tránsito del Quinientos al Seiscientos— suelen producir, y el inevitable deterioro de la imagen señorial, sin descartar que el malestar se materializase colectivamente de manera más expresiva. Para empezar, de modo casi inmediato el regidor Hernández Bento ordenó encarcelar a Félix para vengarse así por su testimonio comprometedor, pero bien avisado y aconsejado por su amo se refugió en la iglesia, aunque no se libró del inicio de un proceso. 25 5. LA CONSPIRACIÓN Los reacios a aceptar la autoridad legitima basan su estrategia actuando en un doble frente: por un lado, el recurso a la fuente de poder, enviando una comisión (el comisario don Carlos López, los clérigos Andrés Méndez y Francisco Xuárez, y Cristóbal de Acevedo y Joseph de Padilla) a Garachico, residencia del señor, según lo habían acordado en la reunión mantenida por un grupo de notables en la casa donde asistía el visitador, embarcando con sigilo el mismo día once en una barquilla de pescar tras vencer la resistencia del barquero con la promesa de sacarlo del grupo si se le pedían cuentas por un viaje abiertamente clandestino, pues era preciso partir del puerto capitalino con licencia del almojarife y registro ante la aduana. En la conversación estaban presentes —y por ende, eran partícipes de la acción— Gonzalo Hernández, el alférez Tomás de Palenzuela, Francisco de Aguilar y el alguacil Andrés de Morales. El comisario de la Inquisición argüiría más adelante que se dirigía a la población tinerfeña para gestionar asuntos del Santo Oficio. Fuentes cercanas al administrador del conde sostenían que el instigador de este viaje había sido el escribano Francisco de Armas Núñez, quien afirmaba no quería ejercer su oficio bajo el mandato de Montañés y había excusado su embarque alegando achaques. Por otro lado, cuando la vía legal fracasa se utilizarán presiones y procedimientos amenazadores creando un clima de violencia. No se le escapaba a Montañés que el designio de aquel secreto e ilícito desplazamiento a Tenerife era alcanzar del conde su remoción. Ahora bien, la negativa de don Juan Bautista de Herrera a los conspiradores los exasperó aún más. El diálogo entre el conde y los comisionados fue tenso: don Juan Bautista había empeñado su palabra con don Sebastián y sólo se comprometía a cesar nuevamente al alcalde si se producían otras quejas justificadas, mientras los enviados solicitaban una destitución inmediata, pues en caso contrario proclamaban su intención y derecho a actuar, remitiéndolos ante esa actitud el conde a la R. Audiencia. El grupo abandona la entrevista decidido a terminar con el asunto por la vía más rápida, independientemente de lo que pensara el señor. Lo extraño es que, observando el cariz de los acontecimientos, don Juan Bautista no previniera adecuadamente a su alcalde y adoptara medidas de especial vigilancia para con lo que se presumía era cabeza de un movimiento de descontento, se forzase la residencia de Montañés en la Villa y estuviese dispuesta la milicia a intervenir bajo un fiel mando. 26 Llegados a Hermigua los representantes de los conjurados, las reuniones se suceden mientras algún que otro personaje intenta la mediación para evitar el derramamiento de sangre. El visitador eclesiástico le confirmó al alcalde el mismo día del regreso de aquéllos —posiblemente el trece—, que la única forma de aplacar los alborotados espíritus era su dimisión, pero Montañés —que por prudencia o estrategia no parecía estar muy aferrado a su cargo— solicitó comprensión y un plazo de tiempo prudente para tomar una decisión. Pero las esperanzas de un entendimiento se desvanecían más tarde cuando Montañés recibió este resignado mensaje del licdo. Manrique: "Muy señor mío: yo e cumplido con la obligación y ofísio, y al mismo pago que deseo la quietud y sosiego, se a despintado y frusttado my ynttenfión. Quedo con el conosimiento de agradesido, a quien dé Dios muchos años y me mande en que le sirva. De su servidor, que su mano bessa. Don Francisco." Las visitas, movimientos, parlamentos y negociaciones continuaban con celeridad en ese día. A la una de la tarde nuevamente le remite una nota el visitador con un mulato suyo, instándole a dirigirse a un domicilio en el que se hallaba para una materia de importancia, a cuyo efecto le enviaba una yegua para facilitar el trayecto. Los deseos de alcanzar un acuerdo mueven al alcalde a dar ese paso, encontrando en la casa a Gonzalo Hernández Bento. Manrique le comunica que por fin había logrado que fuera posible la amistad con todos los allí presentes, y uno a uno van entrando los sujetos y se hacen las paces: con don Carlos López, el cual significativamente deja claro "que sentti-miento no ttenía, más que yr por su pattria"; el licdo. Francisco Xuá-rez, Francisco de Armas, Cristóbal de Acevedo. Pero algo debió ocurrir —seguramente la falta concreta y formal de garantía de abandono del cargo y un probable triunfo de tesis más radicales en un cónclave posterior— para que los descontentos se decidieran a una acción directa y contundente que condujera al abandono expeditivo del cargo. Lo cierto es que el sábado 14 se celebra una junta decisiva en la morada en que residía el visitador —según el testimonio de Pedro Morales Vera, hermano del presbítero Francisco Xuárez—, con la asistencia de la plana mayor de la conspiración: el propio visitador, los presbíteros Carlos López y Andrés Fernández Méndez, el alférez Cristóbal de Acevedo, Josep de Padilla, don Pedro Trujillo, don Martín Manrique, don Diego Calero, Francisco Pineda Melián (hermano del alcalde de Hermigua), Bartolomé de Cubas y el regidor Gonzalo Hernández Bento con su inseparable bordón de alcalde. Hay que advertir, si bien a lo largo del texto iremos proporcionando detalles de esta índole, que como era habitual en comunidades reducidas en el A. Régi- 27 men, la oligarquía se halla enlazada sirviéndose de una estrecha endo-gamia. Además de los datos facilitados en párrafos precedentes, resaltamos que el visitador y su homónimo, el capitán don Francisco Manrique, eran primos, y que don Martín Manrique —hermano del citado capitán— era yerno del capitán don Domingo Trujillo, propietario del domicilio conspiratorio tantas veces mentado ". La camarilla resuelve —probablemente ya se disponían de contactos previos o habían mediado conversaciones sobre el particular en otras ocasiones— involucrar al mayor número posible de lugares de la isla, y concentrar en Hermigua un nutrido grupo de hombres armados que disuadiesen de modo inapelable al alcalde mayor acerca de su continuidad en el mando. De ahí el acuerdo de escribir al capitán don Lucas Trujillo, en Chipude, para que al día siguiente viniese con su compañía al Valle. La redacción corrió a cargo del clérigo Andrés Fernández Méndez y se ofreció como correo un hermano del destinatario, don Pedro Trujillo (éste y don Lucas eran hijos de don Domingo Trujillo, el propietario del domicilio de las reuniones, y eran concuños por enlace con dos hermanas de la poderosa familia Manrique de Lara). En la misiva se comunicaba a dicho capitán, con el encargo de que entregase ese mensaje al alcalde pedáneo Pascual de Niebla Montesinos, que se determinaban a hacer justicia por su mano ante la oposición condal a su solicitud. Se pretendía la colaboración de la milicia de la zona, la negativa a reconocer a Montañés como alcalde, la desobediencia a sus órdenes, y el toque de alarma con el pretexto de hacer velas. Para obtener la alianza chipudana se aducía que contaban con el alineamiento del sargento mayor de la isla, dejando claro para su tranquilidad quiénes asumían el protagonismo y riesgo de la insurrección: "en lo que toca a mostrar la cara nosotros bastamos, y en nombre de toda la ysla, como hijos de ella", palabras que con una doble lectura adquieren un significado más profundo: los vecinos de Hermigua son la representación de la isla en cuanto se erigen en los paladines de las esencias gomeras y defienden con ardor los intereses insulares (en el último apartado se ahondará en este punto), pero ello implicaría el reforzamiento del Valle como centro político dirigente. El mensaje lo firmaban el propio redactor y los otros clérigos (don Carlos López y Francisco Xuárez). Al parecer, los más exacerbados de la junta eran los eclesiásticos citados, Acevedo, Padilla y Gonzalo Hernández Bento, y se perseguía como meta reunir a toda la gente de la isla y proclamar la consigna: 13. Los Manrique de Lara podían presumir de llevar sangre señorial, pues su antepasado Martin Manrique de Lara había casado con una nieta de don Guillen Peíaza, señor de La Gomera durante buena parte del Quinientos. 28 "Viva el conde de La Gomera y muera el mal gobierno". Ese lema tan abierto y suscribible por la multitud, vitoreando la autoridad señorial precisamente quienes negaban la sumisión a un mandato suyo, valia como banderín de enganche para todos los indecisos y temerosos de embarcarse en una maniobra subversiva frontal contra el señor, cuando la memoria colectiva guardaba ingratos recuerdos de represión de la Casa condal. La finalidad de la demostración de fuerza era el desistimiento inmediato de Montañés, pues planteaban astuta y exageradamente la disyuntiva de su abandono o la eventualidad de una catástrofe para la isla derivada de su administración. En la Villa contaban con partidarios, aunque las fuentes se centren en los más directos implicados —por su clara intervención en la dirección o por ser reconocidos en la noche del motín—, pero al menos sabemos con certeza que algunos frailes franciscanos (la comunidad conventual más antigua de la isla) eran simpatizantes de aquéllos y hasta, aunque sea de modo marginal, intervienen para ayudar a sus correligionarios. Esa noche del sábado un claro ultimátum era deslizado en una nota por debajo de la puerta de la vivienda donde moraba el alcalde: "Señor alférez Monttañés: ympórtale a su bieen (sic) estar el no usar en La Gomera la vara de alcalde mayor, y assy éste le puede servir de avigo, porque de no se attenga a lo que le subsediere". Era el preludio de una larga y amarga jornada para el gobernador. 6. EL MOTÍN. LA FORZADA RENUNCIA DEL ALCALDE MAYOR En efecto, los acontecimientos centrales giran en torno al domingo, día 15, en que el cumpHmiento del precepto católico de oír misa sirve de excusa a los cabecillas del motín para reunirse y fraguar planes en los aledaños del claustro conventual dominico. Esa mañana Sebastián Pérez Montañés iba a mantener sus sentidos en disposición de captar cuanto de sospechoso advirtiese en corrillos, rumores, ademanes, silencios... Y tampoco era menester hacer gala de dotes de buen observador para reparar en que algo en su contra se estaba gestando. El aviso de esa noche era ratificado antes de entrar en la iglesia del monasterio cuando Juan de Fuentes, el mozo, un probable arrepentido, le previene de que Joseph de Padilla había intentado convencerlo para que se uniera a la acción preparada; además, los contactos los estaba ultimando el organizador en el convento, delatando de paso que entre los apalabrados se hallaban Carlos de Plasencia y Juan de Olivera. Fuentes le confesaba que no se comprometió pero que no tenía motivo para un acto semejante ni compartía esos procedimientos. 29 No le hacían falta al alférez Montañés estos delatores, pues él mismo constató la agitada actividad de Padilla con sus propios ojos cuando, después de hacer oración en el convento y estando en tertulia con fray Juan Álvarez en la puerta traviesa que daba al claustro, reparó en el parlamento de aquél con 5 ó 6 jóvenes; a continuación, sus idas y venidas por el corredor, maquinando en un aparte con Luis Negrín y tornando a la rueda inicial con Antonio de Mora, Pedro de Pineda (entenado de Bartolomé Álvarez) y un hijo de Juan Plasencia Jara. En vista de la situación, el alcalde mayor intenta obtener más datos y atajar la conjura. Para ello acude al leal capitán don Francisco Manrique, personaje que por mantener amistosas relaciones con las partes poseía algunas claves y con su buen hacer podía suavizar la tensión. Montañés le confía los últimos datos amenazadores y le ruega que hable con Padilla y con su suegro Blas Coello para sonsacarles alguna información al tiempo que los disuadía de su propósito, o con fray Diego del Cristo, por si éste podía contribuir a apaciguar los ánimos. El capitán opta por entenderse con el fraile, quien le confirma los conciliábulos de Padilla con varios individuos, pero por la tarde envía recado revelando esta vez detalles más concretos y preocupantes: "se juntarían aquella noche de siento y sinquenta ombres arríva, y que creía que a aquella ora estarían ttocando alarma en ttoda la ysla". Montañés no previo semejante convocatoria y prácticamente se limitó a dejarse llevar por los acontecimientos, encomendándose a los consejos de don Francisco Manrique y a la protección de algún fraile. Poco tenían que presionar sus enemigos para hacerle claudicar. En realidad, fray Diego se convirtió en un intermediario de los implicados —si en verdad no era cómplice en algún grado de la trama—, pues exponía que tras platicar con los líderes de la conspiración había obtenido la promesa de abandonar su criminal objetivo a cambio de la renuncia a la vara de alcalde mayor en seis días. Fray Diego había sido avisado, desde el mismo día de la llegada desde Tenerife del grupo que pretendió mudar la voluntad señorial, acerca del alarmante cariz de la intriga, pues el visitador eclesiástico le había transmitido que dichos clérigos "estavan muy senttidos y alborottados" ante la negativa condal a su demanda. Montañés se manifestó propicio a un arreglo con tal de que la calma reinara y el conde no se disgustara, pero señalaba el obstáculo de la ausencia de escribano para formalizar su dimisión, asegurando avenirse a ello en cuanto esta circunstancia quedase subsanada. Esta nimia excusa del acobardado alférez, fácilmente remediable, enardeció más que amilanó a los cada vez más ufanos conspiradores. Era la señal de la derrota, aunque anteriores gestos del gobernador —al parecer experto 30 en artimañas— aún provocasen escepticismo. Probablemente especularon con que se trataba de una estratagema para ganar tiempo en tanto se avisaba al conde, pero la desconfianza y urgencia en sus instancias para culminar sus planes convertirían a la postre el triunfo del motín en una pirrica victoria ante la lógica y airada reacción del señor. El papel del clero —omnipresente hasta ahora en reuniones, negociaciones, escritos, etc.— queda aún más patente en la ceremonia de renuncia efectuada ante el escribano Fernández Martel en la casa de fray Francisco de Mora, cuñado de don Francisco Manrique, quien en previsión de alguna violencia había trasladado allí al alcalde. La documentación no permite llenar con noticias ciertas el vacío temporal que media entre la retirada solitaria a su aposento de Montañés y su desistimiento como gobernador. Pero todos los testimonios, como en otros párrafos ampliaremos, coinciden en la anormal concentración de gente en diferentes parajes de Hermigua en esa noche, percibiéndose voces y gritos y disponiéndose un crecido número de hombres armados junto a la casa donde se refugiaba el alcalde mayor. No es difícil imaginar que don Francisco Manrique nuevamente obraría como mediador, comprendiendo don Sebastián que ya no cabía el compromiso sino la sumisión a la imposición popular. La ceremonia es sencilla y aparece rodeada de las formalidades y circunstancias propias de un contrato notarial a deshora. Alrededor de las once de la noche llegaron Fray Diego y el escribano, a quien prácticamente había sacado de la cama el primero con el ruego de que si no le acompañaba "se perdía la tierra", mientras en el Valle se escuchaban silbidos de una a otra parte (seguramente para comunicarse la inminencia del despojo); después de una conversación del fraile con don Sebastián éste accedió a dejar la vara, actuando como testigos el capitán don Francisco Manrique y fray Diego, que alegaría más adelante que a él lo habían invitado para que acudiese al acto, intentando así eximirse de su responsabilidad. Tras su renuncia. Montañés es escoltado por Manrique hasta su casa. A pesar de que algunas deposiciones —como, curiosamente, la del propio alcalde mayor, que quizá pretendiera salir con más dignidad quitando hierro a la sublevación— traten de presentar la cuestión como una negociación algo forzada, otras testificaciones nos presentan más verídicamente las dimensiones del motín. Una de las informaciones más completas las suministrará Matías Melián, alcalde entonces de Hermigua, quien narraba cómo esa noche le visitaron los frailes Pedro Rodríguez y Miguel Antonio de Sotomayor para avisarle de que el príor, fray Asensio Díaz, le necesitaba para una diligencia. Una vez en el convento, junto a la puerta de gracias que miraba al claustro, encontró al prior, al licdo. Carlos López y a otros frailes. El comisario dijo entonces: "Ya 31 tenemos aquí nuestro alcalde; salgan ustedes y bayan a la dilexensia con nuestro alcalde", y volviendo el rostro hacia el interior de la iglesia salieron de ella el capitán Pedro de Manzano del Castillo con una espada desnuda y Pedro López de Aguilar con un garrote y un puñal a la cintura. Melián los acompañó —según su testimonio— sin conocer el rumbo, caminando valle abajo hasta llegar a la casa donde estaba Montañés. Allí había más de 50 hombres, la mayoría rebozados y "mudados de traje" (según un testigo iban vestidos de "caras de demonios"), a pesar de lo cual —era noche de luna llena— reconoció a Juan García de la Rosa y al franciscano fray Francisco Padilla (hermano de Joseph de Padilla y cuñados ambos de Bartolomé de Cubas), quien lo amenazó de muerte si escribía acerca del hecho, poniéndole ante sí más de 40 lanzas de hierro. Manzano y López se hicieron camino entre los hombres y entraron. El atemorizado alcalde pedáneo traspuso lo más aprisa que pudo barranco arriba, pero aún se topó por el camino con otros 40 vecinos y con el líder Josep Padilla, que iba tapado y lo amenazó si emprendía alguna acción o denunciaba los hechos. Entre los acompañantes distinguió a Gregorio de la Barrera, Nicolás Padilla Osorio, Diego Melián, Andrés de Plasencia Jara, Ignacio de la Cruz y Juan (esclavo del alférez Juan Melián Lovera), alférez Juan de Arias Negrín, alférez Juan Fernández Prieto, Domingo de Herrera Prieto, mientras otros cinco le parecieron ser de Agulo. Además, son citados en otras declaraciones: Blas Coello de la Cruz, Juan García de la Rosa, Diego Díaz Funchal, Antonio de Mora, Salvador de Morales. Según el alcalde mayor, todo estaba organizado por unas seis personas, que se habían distribuido perfectamente la labor propagandística y operativa: Josep de Padilla prevenía a los vecinos de la mitad del valle hacia arriba: Cristóbal de Acevedo, de la mitad para abajo: Francisco Xuárez, Gonzalo Hernández y Francisco de Armas, hacían lo propio en Agulo. Los declarantes en la causa prácticamente coinciden en considerar como cabecillas al comisario de la Inquisición (licdo. Carlos López de Morales), a los también clérigos presbíteros Francisco Xuárez y Andrés Méndez, y a los seglares Cristóbal de Acevedo, Francisco de Armas, Gonzalo Hernández Bento y, particularmente a Joseph de Padilla, a quien varias personas acusaban de haberlos "solicitado" para participar. Pero reducir la responsabilidad del motín sólo a los enunciados sería un error, pues más bien hay que catalogarlos en su mayoría —como es el caso de Josep de Padilla y los clérigos— como ejecutores y correas de transmisión utilizados por la oligarquía insular. En efecto, consta en los autos cómo además de algunos altos cargos ya citados, intervinieron en la renuncia el alférez mayor de la isla y regidor Enrique de Morales (también era patrono del convento dominico), Simón 32 de Aguilar (hijo del regidor Francisco de Aguilar), y el regidor y alguacil mayor capitán Lucas de Herrera Bohórquez, quien como se recordará se halló presente en una de las primeras reuniones. Es difícil precisar, por otro lado, cuántas personas se congregaron en el valle esa noche para lograr la renuncia. Si bien los conspiradores laicos más decididos o con dotes de mando se hallaban al frente de alguna cuadrilla en posiciones estratégicas, otra parte de la dirección, especialmente los religiosos, instalaron su punto de observación en un lugar distante y discreto, junto al convento, el otro gran centro de reunión después de la casa del visitador. Según el escribano Fernández Martel, al regreso de su misión notarial se tropezó en el Barranco de Arriba con algunos hombres, y —lo que más nos interesa— al llegar a La Calle se encontró sentados al prior fray Asensio Díaz, a fray Pedro Rodríguez, fray Miguel Antonio, al capitán Lucas de Herrera, al licdo. d. Carlos de Morales, Pedro de Padilla y Marcos de Castilla, quienes le preguntaron —como si no estuviesen al tanto— qué ruido o motín había en la zona. Atestiguaba el notario que fray Diego del Cristo habló con algunos de los apostados en el barranco, que estaban divididos en tres grupos. El testigo Bartolomé Mattys, vecino de La Oro-tava y residente en la isla, depuso que unos decían que los amotinados ascendían a 50, otros que a 80, e incluso había quienes elevaban la cifra a más de 200, lo que hacía sospechar que la procedencia no se limitaba al Valle. Otro deponente, Mateo Rodríguez, vecino herreño residente en La Gomera, manifestaba que la cantidad de participantes superó los 150 hombres, cantidad similar a la ofrecida por el cap. d. Feo. Manrique de Lara, que asimismo corroboraba la distribución en tres grupos: en Las Cañas, en la cancela de Alejo Rodríguez, y en La Calle. Se observará la coincidencia entre los cálculos de los promotores y el número real de participantes, entre 150 y 200, pero éste es sólo un aspecto más a destacar de la cuidada organización del motín, a pesar de los contados días que transcurrieron entre el regreso de Montañés y la concentración armada. Todo funcionó correctamente: la preparación de un "clima" adecuado, las reuniones de los dirigentes, la elaboración de las consignas idóneas, los escritos de aviso a otros lugares, el reclutamiento intensivo en Hermigua y Agulo —hombre a hombre—, el operativo dispuesto la noche del quince entre el lugar de observación —el convento— y las comunicaciones entre los previstos tres grupos ubicados tácticamente para, además de presionar al alcalde, hacer frente o disuadir cualquier oposición. Los individuos llamados a declarar como participantes en el tumulto, por haber sido reconocidos y citados por otros testigos, intentan eludir su coautoria, negando haber estado fuera de su casa esa 33 noche, o simplemente cargan las tintas en Josep de Padilla, especialmente, que era quien reclutaba el mayor número posible de vecinos. Es de destacar la pasividad de las autoridades locales del Valle: ya hemos comprobado cómo el alcalde Matías Melián hizo la ronda esa noche con Pedro Manzano y Pedro López, pero eludió encontrarse con los grupos u oponerse a ellos por temor o complicidad. En realidad, sólo los mandos de la milicia, implicados en el tumulto, podían haber frenado o arrostrado la marcha de los acontecimientos. Por lo que se deduce de los autos, no participó —al menos como tal fuerza organizada— la compañía de Chipude. El cap. Lucas Trujillo sí recibió la misiva y la comunicó al alcalde y a otros vecinos, que se limitaron a decirle que era libre de asistir a la concentración. Según sus declaraciones, el día del tumulto se hallaba en Vallehermoso, donde se enteró de la renuncia de Montañés, aunque su actitud real cabe tildarla de ambigua: hizo tocar a rebate falso y reunió a su compañía para venir a la Villa, pero al final se mostró indeciso, y cuando el conde puso pie en la isla corrió a mostrarle el escrito que le habían dirigido. Tampoco parece claro si todos los concurrentes iban armados. En alguna declaración se dice —buscando la exculpación o atenuante— que sólo se pedia la asistencia para atemorizar al alcalde, por lo que no era preciso portar armas, pero algunas mujeres que testificaron aseguraban que algún familiar suyo iba con un alfanje o cuchillo. En cuanto a una hipotética concreción del movimiento en otros puntos de la isla, especialmente en San Sebastián, las fuentes no mencionan nada. Ni siquiera se hace alusión a un rebato en la capital con la colaboración del sargento mayor, el capitán d. Alonso Dávila Orejón, en manos de cuya familia había permanecido ese cargo desde unos sesenta años atrás. El veterano militar, que figura ejerciendo tal cargo en 1693 —prueba de que no fue procesado ni castigado—, debió calibrar bien las consecuencias del motín y al igual que otros miembros de la oligarquía que eran regidores e inevitablemente sabían que algo se estaba preparando, mantuvo una cauta posición de espera, sin comprometerse activamente, pero tampoco interviniendo para sofocar lo que constituía una insubordinación a una orden señorial, o siquiera solicitando instrucciones al conde o al capitán general. El otro núcleo importante, Vallehermoso, significativamente el lugar de la isla con una mayor presencia enfitéutica de los condes e incluso de los Llarena-Carrasco, señores asimismo en parte de La Gomera, debió permanecer fiel —como otras tantas veces— a los mandatos señoriales; de ahí que los organizadores no se esforzasen en atraerse a una población tradicionalmente remisa al levantamiento. 34 7. LOS EPÍGONOS DEL MOTÍN EN LA VILLA Buscando seguridad, Montañés decidió trasladarse a S. Sebastián con su familia, si bien en un momento que desconocemos había enviado a su hijo Pablo a Tenerife a dar cuenta de la resistencia, pero la noticia que halla a su llegada a la capital no era para tranquilizarse. Una vecina, Isabel Quintero, le cuenta que la noche en que había regresado de Garachico su hijo dos individuos emboscados con monteras de rebozo y armados con espadas se habían introducido furtivamente en la casa del alcalde buscando a Pablo. La mujer los identifícó como a un hijo del regidor Gonzalo Hernández Bento —llamado Francisco— y a un primo de éste, Sebastián Domínguez. Pero no todo habían de ser disgustos, para d. Sebastián pues pronto comienza la pesquisa señorial. El segundo día de su estancia en la Villa llegó desde Garachico Pedro Guillen y Salazar, secretario del conde, portando orden de que se hiciera nuevamente con la vara de alcalde mayor, mandato que cumplió. Pero no por ello deja de actuar el bando opositor, aunque consciente de su mayor dificultad de organizar un tumulto similar en la capital, menos aún con la presencia del representante condal. De ahí la diferente táctica utilizada, basada en la intimidación mediante acciones aisladas, más efectistas que de alcance. Ese mismo día amanecieron cortados los bastidores que tenía el escribano Fernández Martel, ajeno a la trama, en la ventana de su casa. No hay que perder de vista el valioso papel de los cartularios, cuya importancia sobrepasa la de unos meros notarios y custodios de información documental, que por otra parte podía resultar comprometedora para inductores y protagonistas del motín. La osadía e intenciones últimas de los conjurados es más perceptible otro domingo, el 22: al alba aparecieron en la calle cinco pasquines, que arrancaron Pedro Guillen y el escribano, que con alguna variante reproducían el siguiente texto: "Montañés muera. Guillen embarqúese. Murga la lengua cortada, Palen-zuela largue la tierra". No podía ser más expresiva la voluntad de los autores, que extendían su animadversión a todos los que de alguna manera apoyasen a Montañés, aunque sólo fuera obedeciendo órdenes del señor. La hostilidad hacia Guillen era tan obvia —venía a hacer la cesión formal de la vara a Montañés y a averiguar lo relacionado con el motín— como peligrosa, pues se trataba de un comisionado del conde. Difícilmente se podía esgrimir ya la concordancia entre el objetivo de los revoltosos y los intereses señoriales, de modo que la continuidad en la postura desobediente podía acarrear graves consecuencias. En cuanto a los otros personajes cuestionados, el ayudante Salvador Martín Murga era criado y administrador condal, y Tomás de Palen- 35 zuela era el estanquero (no olvidemos que la queja que motivó el cese provisional de Montañés estuvo relacionada con el tabaco). Poco más cabe decir del denotativo lenguaje de los panfletos, exigiendo el abandono de la isla por parte de dos de los recusados, el silencio de otro y el asesinato del malhadado gobernador. Los papelones se fijaron también en Hermigua y otros lugares. Algunas pistas había acerca de la identidad de los que los habían fijado, a través de un curioso incidente acaecido a d. Bartolomé Mattys cuando se encaminaba montado en una yegua en la madrugada del domingo hacia Hermigua acompañado por Silvestre, esclavo de Cristóbal de Acevedo, y por Francisco, esclavo de Bartolomé de Cubas: tres emboscados armados con lanzas que se hallaban en una callejuela firon-tera a la iglesia parroquial habían llamado a Silvestre, mientras Mattys continuaba con el otro esclavo, comunicándole un recado amenazador para Mattys, a quien se conminaba a que parase a la altura del baluarte ubicado en las afueras de la Villa, más arriba de la ermita de S. Sebastián, y les entregase su yegua si no quería morir. Allí ftie obligado a descabalgar del animal, que aparecería al día siguiente en un pesebre propiedad del citado Cubas en Jibalfaro (Hermigua), y ftie montado por uno de ellos. Francisco declaró que el personaje a quien había entregado la yegua era el franciscano fray Francisco de Padilla —hermano de Josep de Padilla—, el cual le cedió la lanza que llevaba tras montar el animal. Además, según varios testigos, era de dominio público la autoría de los cedulones atribuida a Joseph de Padilla, a su hermano fray Francisco, y a Francisco Patricio, hermano de d. Bartolomé de Cubas. El alcalde veía cómo ni en la capital, enclave tradicionalmente fiel al poder señorial, el representante de éste podía andar con tranquilidad. Y no dejaba de causar desasosiego la toma de partido del clero regular franciscano de esa villa. De hecho, en los siguientes motines, San Sebastián compartirá con Hermigua la capitalidad del movimiento antiseñorial, y en 1762 los hechos más trascendentales giran en tomo a la Villa, entre otras razones porque se cobra conciencia de la importancia de tomar el núcleo sede de los órganos de gobierno insular y señorial, con el mejor puerto de la isla, entrada y salida de mercancías y pasajeros (con la famosa y temida aduana), y donde se hallaban las fortificaciones y armas de mayor envergadura. 36 8. PROCESO Y CASTIGO La información que transmitió a d. Juan Bautista el secretario condal, que se encuentra con un recibimiento tan hostil, debió influir de modo determinante en la decisión que adoptó aquél. Como se señalaba al principio, el procedimiento judicial se activa rápidamente, dado el extremo interés de actuar con la premura, eficacia y ejemplaridad que el conde —presente en su isla apenas una semana después de los últimos sucesos— decidió imprimir al asunto, sabedor de que en última instancia, independientemente de la mayor o menor capacidad de Montañés como gobernante, se ponía en entredicho su autoridad y una de las más preciadas prerrogativas señoriales, como la del gobierno político y jurisdiccional de su territorio. Era esencial actuar con celeridad, incluyendo en las diUgencias a cualquier partícipe, sin reparar en jerarquías o afectos, si bien actuando con la prudencia y mesura convenientes. La ira condal se evidencia en la carta que remitió al Tribunal de la Inquisición, en que calificaba los hechos como "escandalosa sedición y motín (...), turbación popular y rebelión contra la justicia". El asunto estaba tan claro que invirtió poco tiempo d. Juan Bautista, que había iniciado la toma de declaraciones comenzando por d. Sebastián Montañés el 27 de octubre, en tomar las primeras decisiones: el 13 de noviembre declara culpables de sedición y tumulto al comisario d. Carlos López y a los presbíteros Andrés Méndez y Francisco Xuárez, dando cuenta a las jurisdicciones respectivas del S. Oficio y eclesiástica ordinaria; el mismo día dictaba auto de prisión contra el regidor Gonzalo Hernández y contra Josep de Padilla, que son encarcelados en la Villa, embargando sus bienes, para lo cual comisiona al capitán Lucas de Herrera Bohórquez. Respecto a los demás procesados, se reservaba el continuar con las diligencias. Como era preceptivo, se envió testimonio de lo actuado a la R. Audiencia de Canarias, pues las facultades señoriales en materia de justicia, en otro tiempo prácticamente ilimitadas, se hallaban ya muy mermadas por el marco de actuación de esa institución. Pero las disposiciones del conde no se limitan a las pesquisas y acciones judiciales, consciente de la presencia de un problema político que afrontar. Hasta cierto punto se puede decir que los amotinados lograron su objetivo, pues el conde destituyó —desconocemos si convencido ya de su ineptitud— a Montañés y designó como nuevo alcalde mayor, al menos desde noviembre, a d. Francisco Manrique de Lara, facultándolo además para seguir el proceso. El protagonismo judicial corresponderá ahora a la Real Audiencia, que a la vista de las actuaciones practicadas, mediante su provisión de 37 23 de mayo de 1691 ordenó la prisión de los dos encarcelados por el conde, además de Cristóbal de Acevedo, Francisco de Armas y Pedro Trujillo, que debían ser remitidos a la cárcel de Las Palmas, sin que ello supusiese el final de las diligencias, que debían proseguir por si resultaban inculpadas otras personas. Se diputó para ese fin al licenciado d. Gaspar Guillama, alcalde mayor y juez de residencia, que abrió causa el 8 de septiembre de 1691. El alguacil de la residencia, Cristóbal Trujillo, procede a la prisión y embargo del escribano Francisco de Armas, y en Arure detiene a Pedro Trujillo; sin embargo, a Gonzalo Hernández y a Padilla no los pudo prender porque se habían dado a la fuga —desde marzo de ese año se les declara en rebeldía—, especulándose con que se escondían en Tenerife. Las averiguaciones y toma de declaraciones se efectúan a veces en lugares distintos de la capital, como Hermigua y Agulo. De las pesquisas resultó la prisión, por auto de 20 de septiembre, de Francisco Patricio, Bartolomé de Cubas, d. Martín Manrique, Carlos de Plasencia, Juan de Plasencia (alcalde de Agulo), Matías Melián, Luis Negrín, Juan de Olivera, Sebastián Domínguez (hermano de Gonzalo Hernández Bento), Antonio de Mora, el cap. Lucas Trujillo, Francisco Hernández Bento (hijo de Gonzalo) y Francisco (esclavo de Bartolomé de Cubas), que ingresan en la cárcel de la Villa y sufren embargo de bienes. Asimismo fue encarcelado Francisco, esclavo de Bartolomé de Cubas. Los reos negaban su participación en los actos que les eran atribuidos. Por ejemplo, Bartolomé de Cubas refutaba la autoria de los cedulones contra Guillen presentando como coartada su ocupación en labores de encerrar vino de d. Alonso Carrasco, señor en parte de la isla, de cuyos bienes era administrador; además, manifestaba haber rehusado la invitación de integrar la comisión que se entrevistó con el conde, pues sólo se ocupaba de asuntos de su familia. También rechazan su responsabihdad Carlos de Plasencia y Francisco Patricio. Por su parte, d. Martín Manrique justificaba su presencia en la casa del visitador alegando que había ido para gestionar una petición ante Gonzalo Hernández; también insistía en que rechazó formar parte de la expedición que viajó a Tenerife, aunque admitió haber contribuido a su financiación. Algunas excusas y defensas eran tan poco convincentes como la de Matías Melián, que aunque salió de ronda justificó su pasividad aduciendo que se había enterado de lo ocurrido por dos religiosos. Tirando del ovillo de las declaraciones, el juez dictó nuevas prisiones el 7 de febrero de 1692 contra el cap. Lucas de Herrera —alguacil mayor y comisionado en las actuaciones procesales iniciales— Enrique de Morales (alférez mayor), Pedro López de Aguilar, Pedro Manzano del Castillo —entonces alcalde de Hermigua—, Blas Coello de la Cruz, 38 Pablo Santos y Sebastián de Gámez. Los dos primeros sufren prisión domiciliaria. Después de dos años, la Real Audiencia sentenció el 17 de febrero de 1693 con las penas siguientes: como reos ausentes y fugitivos, a Padilla y Hernández Bento se les condena a pena de muerte en la horca y a 200 ducs. de multa a cada uno; a Francisco Patricio, a 200 azotes y 8 años de galeras al remo, sin sueldo, más una multa de 100 ducs.; a Francisco de Armas, a 8 de destierro de La Gomera y multa de 100 ducs.; a Pedro Trujillo, a servir al rey durante 6 años en un presidio africano, más 50 ducs.; a Cristóbal de Acevedo, a 6 años de destierro de la isla y 50 ducs.; a Matías Melián, con privación perpetua del oficio de justicia, 6 años de destierro de la isla, y 100 ducs. Además, se hacia constar que tras cumplir el destierro necesitaban Ucencia de la Audiencia para regresar a La Gomera. Por contra, eran absueltos en principio: Pedro López de Aguilar, Enrique de Morales, Lucas de Herrera, Ignacio de la Cruz, Sebastián Domínguez y Francisco Hernández Bento. Son apercibidos: Don Martín Manrique, Luis Negrín, Juan Lovera, Antonio de Mora, Carlos de Plasencia. Además, se ordenaba al alcalde mayor de La Gomera que prendiese a Blas Coello, Antonio de la Concepción, Diego Díaz Funchal, Salvador de Morales, Juan García de la Rosa, y recibiese sus declaraciones, para lo cual se le remitía el testimonio de Francisco, esclavo de Bartolomé de Cubas, que confesó mediante tormento. Todo no acabó ahí. Las testificaciones continúan en mayo de ese año, sobre todo en Hermigua. Después de un nuevo y definitivo testimonio de Matías Melián (el 25 de mayo), amenazado el día del motín pero dispuesto a confesar la verdad ante la inminencia de la muerte debido a un achaque, la R. Audiencia ordena el 10 de septiembre de 1693 al alcalde mayor de La Gomera que prenda con todo sigilo a Pedro Manzano, Pedro López, Ignacio de la Cruz (hijo de Blas Coello de la Cruz), Gregorio de la Barrera, Nicolás de Padilla Osorio, Diego Melián, Andrés de Plasencia Jara (hijo de Juan de Plasencia), Juan (esclavo de Juan Melián Lovera), Juan Fernández Prieto y Domingo de Herrera Prieto. Una vez depositados en la cárcel de la Villa les tomaría declaración y embargaría sus bienes, sustanciaría la causa y remitiría testimonio de los autos a la R. Audiencia, donde se proseguirían las diligencias. A la sazón Juan Fernández era alférez, y Domingo de Herrera alcalde de Agulo y regidor de la isla. Las fuentes se entretienen en una descripción del procedimiento seguido por los comisionados para las detenciones: las prisiones se efectúan conforme a un minucioso plan, comenzando por Agulo, donde se sorprende a Juan Fernández y al 39 alcalde. Viniendo como habían llegado, a pie —por falta de caballos— y con linternas, pues era de noche, las sombras colaboran con el secreto que se habían impuesto, tocando en las casas de los sujetos pasada la media noche. El 21 de octubre comienzan las nuevas actuaciones con interrogatorios bajo la autoridad del alcalde mayor. Pero los reos niegan su participación, proclamando su amistad con Montañés, inventando coartadas o pintorescas versiones que les hacían quedar como hombres de ley y pacíficos y leales vasallos. Como era normal en los casos de denuncia o delación, la defensa acusa a Melián y a otros deponentes que involucraban a los principales inculpados como personas desprestigiadas, de dudosa veracidad, vengativas y supuestamente enemigos de los acusados, en un intento de invalidar sus declaraciones. Está fuera de duda que Melián, que había caído en una extrema pobreza y vivía de la mendicidad, se sintió dolido por lo que valoró como excesiva pena contra él, mientras otros responsables que habían salido bien parados se habían olvidado de ayudarlo y no correspondían a su silencio. El ahora humillado ex-alcalde descendía de una notable familia —los Morales, emparentados con los Herrera— que había ocupado, y lo seguía haciendo, cargos de poder (su padre el alférez Benito Domínguez Melián y su abuelo Juan de Mora Melián habían sido alcaldes de Hermigua, y su primo era el también procesado alférez mayor y regidor Enrique de Morales Melián). La Audiencia minoró levemente la sentencia al ahora colaborador reduciendo la sanción pecuniaria a 50 ducs. y dejando el destierro al arbitrio del alto tribunal. Ignoramos los últimos pormenores de la actuación judicial. Sólo se nos dice que en noviembre de ese año se libera bajo fianza a los presos en la cárcel de la Villa atendiendo a razones humanitarias, pues la catastrófica situación cerealística, que además era extensible al resto del archipiélago, provocó que prácticamente toda la isla se alimentase con raíz de helécho (sólo contados vecinos, como los beneficiados y el sargento mayor, escapaban a la tónica general), y se hacía necesario que los reos buscasen dicho vegetal para alimentarse a sí y a sus familias'". Se recordará que Viera señala el perdón señorial para los inculpados. Aunque nuestras fuentes no permitan confirmarlo, es probable que así ocurriera, teniendo en cuenta que no se había producido otro motín en la isla desde el siglo XV y la necesidad de granjearse la cooperación de la oligarquía. 14. Acerca de la crónica alimentación con heléchos, vid. G. DÍAZ PADILLA, J.M. RODRÍGUEZ YANES: El señorío..., op. cit., pp. 213-214. 40 Se habrá advertido que la índole de las fuentes impide conocer la suerte corrida por los clérigos procesados, así como una eventual extensión de la responsabilidad a otros, como hubiera sido lógico, pero es más que probable —si advertimos lo ocurrido en otros tumultos— una actitud diplomática e indulgente y hasta el retorno de los religiosos transcurrido un plazo discreto. 9. LAS MOTIVACIONES En lo que respecta al fundamento real del motín alguna consideración se adelantó ya en la exposición preliminar y en algún apartado posterior, lo que nos exime en parte de una profundización que sería reiterativa. Por ello se harán algunas reflexiones en los párrafos que siguen en torno a aspectos apenas enunciados o, en su caso, ampliaremos o matizaremos otros. En primer lugar, llamamos la atención sobre el escrito dirigido por el comité conspirador a Chipude, en el que se respira una enorme impaciencia ante lo que parece una debilidad señorial tolerante de la continuidad de una administración supuestamente contraria a los intereses de la isla. Sin desdeñar la motivación de profunda injusticia que puede esgrimirse para el tiranicidio, tenemos que hacer otro análisis a la luz de otros pasajes documentales y actuaciones. En segundo lugar, es preciso poner de relieve la ambición personal de Gonzalo Hernández Bento, que en 1687 durante varios meses había desempeñado la gobernación insular '\ siendo sustituido desde esa fecha precisamente por don Sebastián, un personaje foráneo que rompía así con una secular tradición —apenas rota durante el Quinientos en algún periodo— de desempeño del cargo por la clase dominante gomera. Esta no vio con buenos ojos la intromisión en los asuntos internos de un representante señorial ajeno a su endogamia e intereses de grupo, y cuyo nombramiento por don Juan Bautista Herrera puede obedecer a un intento de atajar manejos de los clanes insulares o de castigar el papel colaboracionista de una parte de la aristocracia gomera con don Francisco Bautista en el largo pleito mantenido durante buena parte del siglo XVII por el control de parte del señorío '*•. La estructura social se hallaba consolidada y había una oligarquía que desde fmales del siglo XVI se mantenía casi sin variaciones al frente de la isla, sin apenas otra intromisión externa que los jueces de residencia. En cualquier caso. 15. Ibid., p. 477. 16. Ibid., pp. 86-91. 41 Montañés se encontró con un grupo dirigente (grandes propietarios, clero regular, algún escribano, parte de los regidores...) abiertamente reacio, presto a obstaculizar el ejercicio de su cargo y a enviar continuas denuncias y quejas al conde para provocar su caída en desgracia. A los ojos de la multitud, no les debía ser muy difícil presentar al gobernador como culpable de sus males, máxime contando con el dominio de Hermigua, centro residencial de contrapoder, y la concurrencia del clero y, al final, la colaboración de las milicias, cuyos cargos —como se sabe— eran desempeñados por el mismo grupo dirigente y que previamente habían sido ganados para la causa. Presentando un asunto de control oligárquico como materia de salvación y patrioterismo isleño, en el que los líderes del motín emergían como el brazo justiciero que expulsaría al foráneo responsable de todas las desdichas, el reclutamiento de la masa —que se cree a salvo de represalias por la integración en la conjura de los miembros civiles y religiosos más conspicuos— no supuso ninguna dificultad. Además de lo expuesto en apartados precedentes, algunos testimonios abonan el juicio vertido en el párrafo anterior. Es el caso de la citada respuesta-disculpa de don Carlos López, que se justificaba en una alta motivación insularista; pero especialmente significativa es la frase que Mateo Rodríguez pone en boca de Gonzalo Hernández cuando, estando en Agulo en compañía del licdo. Francisco Xuárez, Nicolás Rodríguez Santos, Juan de Plasencia Mendoza y Sebastián de Plasencia, se desarrolla un interesante diálogo entre Xuárez y Hernández. El primero, posiblemente con ironía y afán de provocación, le representa al segundo; "Primo, vuesa merced sea muy alegre, que bolvió nuestro govemador con su bara", motivando esta respuesta del regidor: "Gover-nador de fuera ya no lo abrá en La Gomera, que el que fuere a de ser a my gusto, y de no, yo no lo e de resivir", continuando Hernández con otras expresiones en las que se proponía él como alcalde mayor, rechazando todo gobernador extraño a la isla nombrado por el conde. En la versión que los emisarios de la isla daban de la entrevista con el conde, se intentaba realzar que el señor no tenía más remedio que aceptar a don Sebastián porque tenía su palabra empeñada, de modo que si la comisión se hubiera desplazado antes no hubiera devuelto la vara. De esta manera ellos se presentaban como los ejecutores que conseguían, aunque fuera utilizando un medio ilícito, algo que el conde deseaba. Como era de prever, se impone la serenidad en el señor a la hora de elegir los chivos expiatorios de una amplia confabulación, en la que se tornaba sumamente peligroso inculpar, o al menos sancionar, a un elevado número de la clase dominante que en algún grado, por acción 42 u omisión, fue participe del levantamiento, pues era imposible que en una comunidad tan reducida como la gomera y ligada por lazos de sangre no estuviesen informados los integrantes de la oligarquía de los planes de los conspiradores o de que algo serio se estaba tramando, lo que implicaba por razones de lealtad y de defensa de la legalidad vigente dar aviso inmediato al señor y ponerse a sus órdenes para abortar cualquier acción alteradora del orden. Pero ya se ha expuesto que precisamente ellos son el vínculo y nexo principal del señor con su territorio, el instrumento de dominación llamado a constituir un firme aliado y colaborador en la gestión e intereses condales, pero ahora necesitados de un severo aviso en la persona de su miembro más obstinado y desafiante, el regidor Gonzalo Hernández Bento, pero con claras advertencias y actuaciones humillantes (prisión preventiva, embargos, inhabilitaciones, etc.) para otros. Aprenderían así una dura lección: las instituciones realengas se colocan al lado de la legalidad representada por el señor, cuyas prerrogativas jurisdiccionales de gobierno —de las que tanto ansiaba beneficiarse la clase dominante para ejercer el gobierno civil y militar de la isla con más arbitrariedad— no son discutidas por las autoridades estatales. Pero volvamos al personaje central del motín, don Sebastián Pérez Montañés, un extraño en la isla, del que no se aportan datos en las fuentes. Natural de Los Silos (Tenerife), era el segundogénito del capitán Sebastián Pérez Enríquez y de su esposa Doña Luisa Francisca Montañés, fundadores del convento de esa localidad". Lo más probable es que don Juan Bautista trabara contacto con él debido a la cercanía de ese lugar con Garachico, residencia condal, y probablemente por el papel de los segundones que no seguían la carrera religiosa —don Sebastián en principio fue empujado por su padre en esa dirección— como administradores y apoderados de grandes propietarios. A don Sebastián lo encontramos, después de su cese como gobernador, actuando como apoderado o alcalde, según los años, en su pueblo natal, ya con el grado de capitán, a fines del Seiscientos y principios de la centuria ilustrada. Pero las relaciones señoriales con los Montañés no se limitaron a don Sebastián, y éste es otro punto importante acerca de la prueba de fuerza que provocó la oligarquía gomera. En efecto, un sobrino de aquél, don Miguel Jorge Montañés, hijo del primogénito don Miguel Pérez Montañés, regidor de Tenerife, ejerció la sargentía mayor de La Gomera al menos en 1693 y 1704, y asimismo consta que en 1699 (¿tendrá relación con el tumulto de ese año?) es alcalde mayor 17. J.M. RODRÍGUEZ YANES: El convento de San Sebastián de Los Silos (1649- 1836), en "El Día" (30 y 31 de diciembre de 1981). 43 de la isla. Parece, por tanto, que don Juan Bautista siguió actuando en adelante de acuerdo con su criterio; eso sí, don Miguel Jorge tuvo la precaución de contraer matrimonio con Catalina Luis, hija de don Antonio García Betancourt, antiguo sargento mayor de La Gomera y administrador condal. Es más, ya conocemos que en 1743 tuvo una impecable actuación como leal vasallo con motivo del motín un gobernador foráneo, el herreño don Diego Bueno. ¿Qué conclusiones podemos extraer? El cargo de gobernador constituía el eje del poder político y la máxima vía para dominar la isla por parte de la clase dominante insular, tras los intentos en el Quinientos de obtener parte del señorío mediante enlace matrimonial o por adquisición pecuniaria de derechos, experiencias amargas todas para la familia señorial; de ahí, por ejemplo, la terminante prohibición de casarse con cualquier mujer de La Gomera que a principios del siglo XVII le impone don Gaspar de Ayala a su hijo don Diego '\ Por tanto, le era vital a esa clase retener y compartir la vara de alcalde mayor, oficio que por otro lado los señores entienden más como un representante político suyo que como gobernante insular que se conforma con los votos de los regidores ". De ahí que a lo largo de la siguiente centuria, cuando comprueban, en caso de preparación de un motín, que el gobernador muestra un comportamiento remiso o tibio ante sus planteamientos, recurran a la convocatoria de Cabildos generales abiertos, para cuyo buen desarrollo era esencial controlar la figura del personero general, que de permanecer en un plano secundario en los siglos precedentes adquiere mayor protagonismo, sobre todo en manos de los clérigos, durante el Setecientos, variando por tanto la estrategia, las fases, y hasta la intensidad y extensión de los motines, como ya se apuntó. Detengámonos, finalmente, en un sector de los conspiradores que brilla con luz propia. Como se podrá adivinar, nos estamos refiriendo a los clérigos, promotores y protagonistas de toda revuelta que se preciase y aspirase a tener éxito. Si el clero regular es sabido juega un papel activo en revueltas y motines en las sociedades del Antiguo Régimen, en las concernientes a la isla colombina podemos afirmar que estuvo involucrado aún con más fuerza, pues sus miembros adoptan un decisivo rol, particularmente en la estudiada en esta ocasión y en la de 1762. En el caso de Hermigua la comunidad dominica, asentada en principio con una débil implantación numérica en 1611, vio crecer el 18. Ibid, nota 16, p. 76. 19. Muy sugerentes son las ideas y explicaciones acerca del papel de los alcaldes mayores en señoríos de otras latitudes que proporciona Isabel MORANT DEUSA en su obra El declive del señorío. Los dominios de Gandía, 1705-1837, Valencia, 1984, pp. 71-73. 44 número de frailes, pero su influencia real superó lo que teóricamente podía esperarse de una presencia conventual relativamente reducida, pues no sólo desde los comienzos la población del Valle —ávida por obtener la segregación parroquial y una cierta autonomía política de la capital— les dispensó una calurosa acogida y propició su engrandecimiento, y los poderosos les brindaron su protección económica, sino que con los frailes franciscanos de San Sebastián oficiaron de párrocos o ayudantes en otros lugares de la isla donde el clero secular no quería atender las necesidades religiosas vecinales por su lejanía y pobreza, aumentando así su prestigio y ascendiente fuera de su monasterio. En Hermigua, por lo demás, tuvieron el monopolio en ese sentido hasta 1650 en que se crea la parroquia, pero sin que se mermara su poder. Por otra parte, un elemento a valorar es que las relaciones entre clero y clase dominante no obedecen sólo a razones estamentales e ideológicas, es decir, a mutuos intereses de clase o de control social y beneficio económico, sino que a éstas se les unen otras estrictamente familiares. Sirvan de ejemplo, sin aludir a patronazgos de convento o capellanías, los dos hijos clérigos del regidor Enrique de Morales: el presbítero Juan de Mora y el dominico fray Francisco. Una ojeada a los miembros más importantes del clero regular y secular —sobre todo, de este último— en La Gomera, objetivo que escapa a este estudio, evidenciaría la ascendencia aristocrática o burguesa de los mismos. La Iglesia como institución tomó buena nota de los deseos de la oligarquía y de la mayor parte del pueblo, prefiriendo en las oposiciones a beneficios a los hijos de La Gomera, generalmente, miembros de la clase dominante. Las vinculaciones sanguíneas sin duda contribuyeron a la fluidez de las relaciones y comunidad de intereses entre los dos sectores sociales aptos para liderar una revuelta, seguros de su capacidad de pro-selitismo e implantación. 45
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Título y subtítulo | El motín gomero de 1690 |
Autor principal | Rodríguez Yanes, José Miguel |
Publicación fuente | Tebeto : anuario del Archivo Histórico Insular de Fuerteventura (Islas Canarias) |
Numeración | Número 06 |
Sección | Historia |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Fuerteventura |
Editorial | Cabildo Insular de Fuerteventura |
Fecha | 1993 |
Páginas | p. 015-045 |
Materias | La Gomera ; Historia ; 1680 ; Motín |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 1520496 Bytes |
Texto | HISTORIA EL MOTÍN GOMERO DE 1690 JOSÉ MIGUEL RODRÍGUEZ YANES 1. LA CONFLICTIVIDAD EN LA GOMERA. PLANTEAMIENTO GENERAL El estudio de los conflictos y tensiones sociales en el archipiélago, y en particular en las islas de señorío, aún carece del suficiente número de estudios que posibiliten una visión global de estos fenómenos, hasta no hace muchos años preteridos por la historiografía regional. Por otra parte, es preciso replantearse —buceando en nuevas fuentes, releyendo las conocidas y adoptando diferentes enfoques— algunos de los ya tratados, generalmente de forma sucinta, en nuestras Historias más clásicas y en algunos artículos elaborados hace varias décadas. Se echan en falta estudios analíticos y una periodización y tipología de los conflictos señoriales y sobre todo es menester prescindir del juicio excesivamente parcial y afán moralizante presentes en los relatos de Viera y Darías y Padrón, que se mueven entre la defensa a ultranza de los señores y la exaltación de algunas familias isleñas. A este respecto resulta muy didáctico el desesperado intento de este último autor por compatibilizar su apego a la legalidad señorial y a las virtudes del conde, condenando la actitud de los vasallos, con una tenue justificación de la rebelión de 1762, algo disculpada como signo de un cambio general al que tampoco podían escapar los gomeros. Por otra parte, son prácticamente desconocidos aún algunos episodios de esa conflictividad, como el que nos ocupa ahora. Por las razones aludidas entendemos que, sin menoscabo de la necesidad de hipótesis y esbozos explicativos globales, la prudencia y el rigor aconsejan todavía primar el estudio de lo concreto y específico, profundizando monográficamente en el examen de conflictos aislados, y con ese pensamiento se ha elaborado este trabajo. Estallidos violentos aparte, otra cuestión más ardua es delimitar la conflictividad larvada, que apenas se puede entrever en la documentación, vislumbrada en memoriales, denuncias ante las autoridades extra-señoriales, litigios vecinales contra autoridades o miembros de la oligarquía, etc., adoptando así en tiempos difíciles una estrategia de zapa, 15 lenta y a muy largo plazo. A veces los vecinos elevan quejas e inician litigios por motivos aparentemente nimios o de importancia secundaria para aprovechar la brecha procesal y hacer llegar su insatisfacción hasta unos centros de poder y decisión, lejanos para la mayoría (caso de la Real Audiencia en G. Canaria), en los que esperaba obtener apoyo para atenuar los atributos señoriales; en otros casos, los pleitos se convierten en seculares y resurgen como un Guadiana, como el famoso contencioso de quintos. Por último estaría el tumulto, el motín desnudo que emerge contadas veces a lo largo del A. Régimen, si bien se registra una sensible presencia de los mismos a partir de finales del siglo XVII. Desde el punto de vista cronológico y etiológico cabría hacer una primera y elemental distinción: por un lado estarían los levantamientos de carácter indígena, que colman una primitiva etapa de dominio parcial y pactado de la isla (aproximadamente desde mediados del Cuatrocientos hasta 1488), sucediéndose varias sublevaciones entre 1477 y 1488, fundamentalmente motivadas por los abusos señoriales derivados de su incumplimiento del pacto (debido esencialmente a la captura y venta de indígenas), que desembocan en la gran rebelión del último año citado; por otro, la represión subsiguiente dará paso a una segunda y secular etapa de dominio total y efectivo de los Herrera-Peraza de esta isla, que junto con El Hierro conformará el señorío de las Canarias occidentales. En esta segunda y larga fase, que abarca hasta la extinción definitiva del señorío (1837), a la vez podemos considerar un período inicial de unos quince años, que culmina con el inicio del gobierno del señorio por don Guillen en 1505. En estos años la tensión es selectiva y los protagonistas serán la naciente oligarquía —deseosa de consolidar y, si es posible, incrementar su poder en la isla— y el tándem Bobadilla-Lugo. Recordemos que hacia finales del siglo XV se sospecha de un oscuro complot en el que estarían coligados el Obispo de Canarias, Portugal y un sector de la oligarquía insular, supuestamente liderado por el alcalde mayor Hernán Muñoz, que en castigo es ejecutado ejemplarmente por la señora tutriz'. El desquite se lo tomaría pocos años más tarde ese bando, que aprovecha la mayoría de edad del tutelado don Guillen para coaccionar a Lugo y forzarlo a que abandonase la isla y cediese los poderes a aquél en un verdadero golpe de palacio que debió suponerle a los intervinientes cuotas de poder nada despreciables, máxime con un señor que se caracterizó por su absentismo. 1. A. CIORANESCU: Una amiga de Cristóbal Colón. Doña Beatriz de Bobadilla, Sta. Cruz de Tenerife, 1989, pp. 209-210. 16 Con la instauración de don Guillen se abre otra etapa caracterizada por una ausencia —hasta donde conocemos— de motines, y se prolonga durante casi dos siglos hasta los acontecimientos de 1690, que estudiamos en este trabajo. Si bien no hubo tumultos y el poder señorial se halló en su plenitud durante el Quinientos, el peligro de desintegración motivado por una mezcla de causas en parte interrelacionadas (grave crisis económica, embargo de parte de la isla y su jurisdicción por los Fuentes, hondas disensiones familiares o reparto del patrimonio territorial y atribuciones señoriales entre varios pretendientes, proyecto frustrado de incorporación de la isla al realengo...)^ originó fuertes tensiones por el control efectivo del poder, sobre todo en el poco más de medio siglo de pugna intraseñorial que transcurre entre 1550-1617, formándose dos facciones apoyadas —como se hace patente en los testigos que apoyan a cada una de ellas en las actuaciones judiciales— por notables insulares, ávidos de alcanzar una mayor pujanza si triunfaba el sector familiar que auxiliaban. El siglo XVII, que representa una consolidación del dominio sobre el señorío por la rama principal de la familia, deja entrever los primeros síntomas claros de contestación popular en una isla castigada por las invasiones piráticas de manera frecuente —razzias en costas poco protegidas—, aunque sus dos manifestaciones más duras se concretasen en la práctica destrucción de la capital (1599 y 1618). Dejando a un lado el crónico enfrentamiento agricultores-ganaderos que es inherente a una economía antiguorregimental basada en el abrumador predominio del sector primario y que es similar a la observable en otras latitudes, despunta un antagonismo antiseñorial que tímidamente se exterioriza en denuncias y protestas que optan por la vía judicial para oponerse al servicio de velas —por lo demás, obligación no mucho más gravosa en la práctica que la vigente en el realengo—, supuestas irregularidades de los señores para beneficiarse pecuniariamente de su cargo de capitanes a guerra, oposición a monopolios señoriales (caza de pájaros canarios, caza de ciervos, uso del monte para cortes de madera, modo de cobrar el quinto)... La naturaleza antiseñorial brota como trasfondo de un desasosiego que se cobija, temeroso, bajo emblemas y formas poco arriesgadas, bajo la tutela e inspiración de una oligarquía confiada en su condición de imprescindible para el mantenimiento del orden, el ejercicio de las funciones básicas de gobierno y el mando de las milicias. De cariz distinto es la oposición a la forma de pago del donativo de 1632, que tuvo su raíz en la actitud insolidaria de un sector de la oligarquía. 2. G. DÍAZ PADILLA; J.M. RODRÍGUEZ YANES: El señorío en las Canarias occidentales. La Gomera y El Hierro hasta 1700, Sta. C. de Tenerife, 1990, pp. 47-73. 17 El último período comenzaría, como se apuntaba antes, con el motín de 1690 y culmina con los tumultos de las primeras décadas del siglo XIX, extendiéndose por tanto hasta la mentada definitiva disolución del régimen señorial en 1837. Son rasgos peculiares el estallido de motines, algunos de cierta virulencia, el explícito desafío a la autoridad del señor o de sus representantes o administradores, e incluso —con más rotundidad conforme avanza el Siglo de las Luces y al amparo de los nuevos vientos uniformistas y reformadores de la dinastía borbónica— una más clara puesta en cuestión de los principales privilegios señoriales y la solicitud de integración en el ámbito realengo —recuérdese que las rentas jurisdiccionales conformaban el componente básico de los ingresos señoriales—, incluso mezclándose en el tránsito hacia el Nuevo Régimen algunas algaradas locales con peticiones en que se confunde un supuesto privilegio señorial con una cuestión social (negativa a pagar los tributos al cuarto)'. Marcan sendos puntos de inflexión los motines de 1690 y, sobre todo, el de 1762, aún insuficientemente estudiado desde una perspectiva global y más profunda, teniendo presente la compleja realidad de la isla en el último cuarto del Setecientos. Quedan en medio los sofocados tumultos de 1699, del que sólo ha quedado la mención de Viera, y de 1743-1744, en el que confluyen —a tenor de las breves síntesis con que contamos—" una presión para controlar más la política insular y un conato de independencia jurisdiccional. Precisamente 1690 constituirá, a nuestro juicio, una divisoria, en cuanto a frecuencia, intensidad y tipo de conflicto, pues aunque el motivo aparentemente es institucional se enmarca dentro de un prototipo de motín caro a la oligarquía que opera en lugares reducidos, en los que esta élite intenta explotar un descontento generalizado o un elemento de insatisfacción concreto para involucrar a la mayoria de la población en un movimiento que sólo pretende un incremento de sus cotas de poder o una redistribución del mismo, pero manteniendo de paso un pulso con el señor jurisdiccional. Tengamos en cuenta que desde los comienzos de la colonización un reducido número de familias, emparentadas entre sí, poseían el monopolio de las regidurías y contaban con una considerable propiedad alodial, pero también coexistían pequeños y medianos propietarios, bien 3. G. DÍAZ PADILLA: La Gomera, isla de señorío, en "El Día", 29 de diciembre de 1981. 4. D. V. DARÍAS Y PADRÓN: El motín de ¡762, en "La voz de Junonia", 16-VIII-1992; D. V. DARÍAS Y PADRÓN: Los condes de La Gomera, Sta. Cruz de Tenerife, 1936, pp. 129-130; G. HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: La aportación de la isla de La Gomera alpoblamiento de la Luisiana, 1777-1778,.en "IV Coloquio de Historia canario-americana" (1980), t. II, pp. 233-234. 18 fuera por datas menores, compra-ventas o compartiendo la tierra a través de enfiteusis, fórmula ésta extendida durante el Seiscientos y que indudablemente proporcionó confianza a muchos vecinos, estimulando además a fines del A. Régimen el objetivo de liberarse de esas cargas perpetuas. Fenecida la etapa de reseñorialización de los últimos Austrias se abría un marco más flexible, y aún propicio con el tiempo, para los aires de independencia que hacía más de un siglo tentaba a buena parte de la población de la isla. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se aunarán reivindicaciones latentes durante centurias en la mayoría de la población (desaparición de rentas vasalláticas y monopolios, sobre todo) con las aspiraciones de dominio de la oligarquía tradicional y de una incipiente burguesía agraria, además del hambre de tierra de todos', especialmente de los más menesterosos, lo que explicaría los incendios, pleitos por rozas clandestinas y deslindes ilegales, conflictos por el agua, etc., que llenan el último medio siglo del régimen señorial y aparece como marco fundamental para explicar la gravedad del motín de 1762', con unos prolegómenos y epílogos que —a pesar de la aparente insistencia en aspectos jurisdiccionales y de reversión del señorío al patrimonio real, que en buena medida aparecen ligados a los otros en cuanto teóricamente el señor es propietario de tierras montuosas y aguas— pueden asimilarse así a la fenomenología conflictiva del realengo. En gran parte la notoriedad y gravedad del motín se debió a que en los anteriores un pequeño sector de la oligarquía insular y la autoridad militar se habían mantenido fieles al señor o habían adoptado una actitud incierta o tibia, pero no de decidido apoyo, a la rebelión, mientras los alcaldes mayores habían constituido un firme bastión señorial (como el capitán Bueno en 1743); pero en 1762 toda la isla, incluidas estas autoridades, prestan su auxilio por acción u omisión al levantamiento, apoderándose de las instalaciones militares. Los sucesivos conflictos abiertos muestran una mayor resistencia para su represión, pues si en 1690 bastó la presencia del conde y la aplicación del procedimiento judicial para que cesase la rebelión, habrá que acudir posteriormente, sobre todo en 1762, a la máxima presión de instancias civiles, militares y religiosas del archipiélago, e incluso externas a éste. Parece que los condes combinaron la actuación judicial, que imponía las penas correspondientes, con el perdón, conocedores de la fortaleza de sus opo- 5. G. HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: Los montes de La Gomera y su conílictividad, en "Aguayro", n." 84 (1977). 6. D. V. DARÍAS Y PADRÓN: Los condes..., op. cit., pp. 142-146; id.: El motín..., art. cit., en "La voz de Junonia", 16-VIII, 23-VIII, l-IX-1922. 19 nentes, del progresivo deterioro de su imagen y de que los nuevos tiempos borbónicos no les eran tan favorables ni admitían un recrudecimiento señorial. Señalemos como características constantes en los motines la determinante alianza clero-aristocracia local y la dirección de Hermigua, crisol del malestar insular, en la preparación de aquéllos. Por descontado, los amotinados no pretenden subvertir el orden social; a la ausencia de conciencia de clase es preciso agregar la estrategia de la clase dominante, que se sirve de la impopularidad de algunas prerrogativas señoriales para desviar el malestar social hacia el propietario jurisdiccional. De hecho, hasta fines del A. Régimen, y sin llegar a alcanzar la importancia de los estallidos mencionados, no se producirán manifestaciones conflictivas propiamente populares, sin intervención de la oligarquía, que a lo largo de estos siglos iniciará, dirigirá y hasta finalizará los levantamientos, solicitando el perdón en nombre de los amotinados al señor en la hora del fracaso, sin que se le escape de las manos la agitación; pero sólo se tornará decididamente incorporacionista cuando —sopesando pros y contras— entienda que el régimen señorial le supone más desventajas que beneficios. Finalmente, no debe pasar desapercibida la cuestión fiscal, que en unos casos ocupa el lugar central en las reivindicaciones de los descontentos, y en otras se sitúa en el punto de arranque del conflicto para pasar rápidamente a un segundo plano. Deslindar hasta qué punto la carga impositiva actúa como elemento esencial y motivador, o es utilizada como simple detonante y excusa o consigna hábilmente manejada que esconde otros intereses más favorables para los promotores y beneficiarios de los levantamientos —que no necesariamente coinciden con los cabecillas—, será tarea de futuro ante la casi ausencia de investigaciones sobre la estructura social gomera. Otros motines de esta centuria —como el de 1718 en El Hierro—, pero sobre todo en las islas centrales del archipiélago, en los que la tensión adquiere un vigor, amplitud y frecuencia alarmantes para las autoridades, nos advierten de que algo ha cambiado en el panorama general isleño y se impone una explicación sujeta a ese nuevo cuadro histórico; pero sería erróneo manejar una metodología y perspectiva excesivamente generales, incluso en este siglo —mucho menos en los anteriores—, para esclarecer la conflictividad en un marco específico como el señorial, que precisa de una atención preferente a las singularidades de esa comunidad (desde las atribuciones condales hasta la realidad demográfica, oro-gráfica, el peso de la historia en los comportamientos...). Todo ello, sin descuidar el análisis de las imbricaciones institucionales y la presencia de la legislación e ideas ilustradas (inicio de la democratización concejil 20 y malograda creación de la Económica gomera), que contribuirán a un futuro y necesario análisis del panorama total de los estertores del sistema señorial canario. 2. EL MOTÍN D E 1690: FUENTES Y SÍNTESIS PRELIMINAR Frente a las múltiples citas y relatos con que han sido atendidos otros conflictos, el producido en La Gomera en 1690 apenas si ha sido mencionado en nuestra historiografía. El primero en aludir acerca del mismo, con un pequeño error en la data, es Viera y Clavijo, quien apenas en dos líneas nombra de pasada la existencia de una sublevación aludiendo a la generosidad indulgente de don Juan Bautista de Herrera para con sus infieles vasallos, en la linea de una apasionada defensa del régimen señorial y de los panegíricos que el historiador ilustrado generalmente dispensa a la Casa condal en su obra'. Más explícito, e igualmente paladín de la causa señorial, es Darías y Padrón, que en. su trabajo acerca de los Herrera describe en unas pocas líneas el motín, a pesar de que en su fondo inédito de manuscritos y apuntes mecanografiados —en ocasiones con errores de transcripción— demuestra que conocía prácticamente toda la documentación disponible sobre el suceso ^ Curiosamente, se silencia el motín en la "sucinta cronología" que la reedición "actualizada" de la historia de Millares Torres dedica a los conflictos sociales canarios''. La documentación utilizada por nosotros "• arranca del 27 de octubre de 1690, cuando el conde don Juan Bautista de Herrera, tras haberse enterado del intento de asesinato preparado en la noche del 15 de ese mes en el valle de Hermigua contra el alcalde mayor de la isla —el alférez Sebastián Pérez Montañés— por parte de un grupo de hombres enmascarados, decide iniciar causa de proceso para averiguar la identidad de los amotinados y de sus cómplices en La Gomera y Tenerife, 7. J. DE VIERA Y CLAVIJO: Noticias de ¡a Historia General de las Islas Canarias, edic. de A. Cioranescu, 1967, t. II, p. 72. 8. D. V. DARÍAS Y PADRÓN: Los Condes..., op. cit., pp. 106-107; Archivo de Ossuna, Fondo Darías, s.c. (extracto mecanografiado de la mayor parte de la información obrante en el Cabildo gomero sobre el tema); Biblioteca de la Universidad de La Laguna, Fondo Darías, Anotaciones históricas sobre la isla de La Gomera, fols. 18 vto.-21 vto. (resumen del motín y relato de algunos pormenores). 9. J. R. SANTANA GODOY: Crisis económicas y confíictos sociales en Canarias (1660-1740), en A. MILLARES TORRES: Historia General de las Islas Canarias, reedic. de 1977, t. IV, pp. 209-210. 10. Archivo del Cabildo Insular de La Gomera, Fondo Luis Fernández, s.c; Biblioteca Municipal de Santa Cruz de Tenerife, Fondo de Adeje, 2 (A). 21 procediendo a la toma de declaraciones a protagonistas, sospechosos y personas citadas en las deposiciones de testigos, con la presencia inicial del propio alférez y del ayudante Lucas Fernández Martel, escribano público y del Cabildo, y notario del Santo Oficio y público del Obispado. El conde se halló presente en las diligencias e interrogatorios de los primeros días, tomando parte activa y adoptando decisiones acerca del desarrollo del proceso. La información se limita íntegramente a las citadas actuaciones judiciales, que se dilatan durante tres años, no sólo por la demora habitual en la sentencia por parte de la Real Audiencia de Canarias, a donde se remiten los autos, sino —como se observará más adelante— por las nuevas pruebas, procedentes de declaraciones tardías y arrepentidas en algún caso, con diferentes datos que implican a personajes que hasta ese momento habían salido con buen pie de las testificaciones, y como resultado se realizan diligencias incluso después de una primera sentencia de febrero de 1693. El móvil de los revoltosos y causa única aparente de la acción era lograr la renuncia a su oficio por Pérez Montañés, quien con anterioridad había recibido advertencias en esa dirección, haciéndole llegar un amenazador papel sin firma, hasta obtener coactivamente los amotinados mediante una acción de fuerza su propósito la dimisión del alcalde ante escribano. Pero el movimiento no se detiene en esa iniciativa, pues la actividad del depuesto gobernador y de los colaboradores señoriales en la capital de la isla amenazaban con hacer abortar a posteríorí sus objetivos. 3. LOS ANTECEDENTES. EL DESCONTENTO DE LA OLIGARQUÍA GOMERA A través de alguna deposición, como la del propio Pérez Montañés, conocemos sucintamente la génesis del desasosiego. Poco tiempo antes de los acontecimientos el alférez había sido suspendido cautelarmente en su cargo en tanto acudía a Tenerife llamado por el señor, quien interinamente designaba al regidor Gonzalo Hernández Bento como gobernador provisional. El motivo de la desconfianza condal partía de una querella presentada por algunos vecinos contra el gobernador. Según Tomás de Palenzuela, estanquero, la suspensión provisional de la vara fue motivada por el débito de cierta cantidad a un vecino, que posteriormente saldó Montañés por mandato condal pero manifestando que podía haberse valido del privilegio y exención de juez conservador del tabaco —como habían hecho otros— para salir del trance sin pagar. Mas la realidad era otra, como se comprobará en los apartados siguien- 22 tes, pues latía en el fondo una honda discrepancia en la que se funden diversos motivos y sentimientos, utilizándose esa cuestión como detonante para una denuncia tras la cual se intuye una animosidad frente a la gestión general del alcalde, cuyas posibles deficiencias sin duda fueron exageradas por la oligarquía. Es razonable pensar que de haber existido graves irregularidades en la administración de justicia o en el gobierno político de Montañés, don Juan Bautista hubiera actuado en consecuencia y la reposición del alférez habría sido imposible. Pero en su ausencia algunos ya se habían hecho a la idea de que la destitución de Montañés era algo definitivo, y en todo caso existía un clima contrario en la clase dominante a la continuidad de aquél. Si ya los espíritus se hallaban inquietos, la crispación aumentó cuando se supo que tras la conversación mantenida con el alférez, el conde lo restituía en su puesto. 4. PRIMER ACTO: LA DESOBEDIENCIA Los hechos acontecen con celeridad en aquel hervidero de rumores y conciliábulos que era Hermigua en ese otoño de 1690; no en vano la señaló Viera como "antigua oficina de alborotos y proyectos de desobediencia" ", fértil zona agrícola con notable propiedad alodial y presencia de excelentes haciendas particulares, lo que explica en buena medida la endeble implantación sociopolítica señorial. No había pisado aún tierra gomera el alférez, recién confirmado en el cargo, cuando el bando que le rechazaba comenzaba a actuar en aquel lugar, que contaba con unos mil habitantes, los cuales unidos a los de Agulo, suponían la mayor concentración humana y económica de la isla, residencia de buena parte de la clase dominante. El punto central de las intrigas en esta ocasión es la casa del capitán don Domingo Trujillo, donde residía a la sazón el visitador de la isla, don Francisco Manrique, cura de Vallehermoso '^ Allí se comenta el 10 de octubre, en una tertulia de importantes miembros de la vida política, militar y religiosa, que en un barco que se avistaba y dirigía a la costa de Hermigua probablemente retornaba don Sebastián, de nuevo con la vara de alcalde. Para cerciorarse, uno de los presentes —el capitán Lucas de Herrera— envió en su caballo a Juan de Armas Paxarito, quien confirmó la sospecha. Otro 11. J. DE VIERA Y CLAVIJO: Noticias..., op. cit., t. II, p. 84. 12. D. Domingo Trujillo, familiar del S.O., era una de las personas más ricas y prominentes del Valle, en cuya parroquia había fundado la hermandad de San Sebastián, formada por esclavos, entre ellos los catorce de su casa. Poseía barco propio para el tráfico comercial (BUL, FD, Genealogías gomeras, f." 72). 23 concurrente, el capitán don Francisco Manrique de Lara, que estaba al tanto de los manejos de los descontentos y no quería ser participe de sus proyectos y contubernios, se trasladó a su casa para dar la bienvenida al alcalde, que precisamente se alojaba en ella en una sala de la parte alta. Al dia siguiente, 11 de octubre, el repuesto alcalde mayor decidió comunicar oficialmente su regreso al citado Gonzalo Hernández Bento enviándole una breve carta personal que acompañaba al despacho condal de nombramiento y orden de cese en sus funciones. El capitán don Francisco Manrique, enterado de las intenciones del alcalde y previendo algún incidente dado su conocimiento de la situación, aconseja al emisario, Félix de las Casas (criado de Montañés), que entregue los escritos al regidor ante testigos. Esta precaución no era gratuita; en efecto, Gonzalo Hernández no se dio por enterado del escrito señorial. No sólo el rechazo a acatar un escrito cuyo contenido conocía por anticipado el regidor constituía de por sí una muestra de patente desobediencia y descortesía, sino que la acción fue pública, pues se desarrolló en la mentada casa donde asistía el visitador eclesiástico don Francisco Manrique, quien se hallaba acompañado por los presbíteros licdos. don Carlos López de Morales (comisario del Santo Oficio), Andrés Fernández Méndez y Francisco Xuárez, por el escribano público Francisco de Armas —que actuaba de secretario en la visita eclesiástica y era cuñado del gobernador interino—, y por el padre dominico fray Antonino. La actuación del regidor no dejaba lugar a dudas: después de serle entregada la misiva, Hernández Bento la entregó al comisario, quién sacó de dentro 2 papeles, y a continuación se obligó al portador a permanecer fuera de la sala hasta que un rato después, tras deliberar en secreto los arriba nombrados, el fraile le devolvió el escrito, sin que mediara una contestación determinada por parte del regidor, quien de esa forma pretendía eludir la recepción formal del mandato señorial. La conducta del alférez en aquel contexto fue la de hacer valer su autoridad con la firme determinación de recuperar el control de la isla y empezar con pie firme esta segunda etapa de su mandato, tratando de imponerse a la levantisca e inquieta oligarquía residente en Hermi-gua, que contaba con el apoyo del clero regular y las voluntades de muchos vecinos. El sabía que contaba con un importante elemento, que a la larga se impondría: el apoyo condal, atento a evitar que partidos familiares locales tomasen la dirección política de la isla; bastante tenía ya con las maniobras, entre la tolerancia señorial y la realidad del poder económico de la clase dominante de Valverde, en El Hierro. Pero muy posiblemente don Sebastián no percibía la gravedad del momento, 24 ni el amplio soporte social de que la minoría conspiradora disfrutaba, pues ni supo conducirse por los caminos de la diplomacia ni adoptó medidas de fuerza precautorias, cayendo en las redes de una experimentada oligarquía, dueña del orden social y conocedora como nadie de los mecanismos para movilizar a la población insular. Naturalmente, se imponía hacer constar ante notario la negativa de Hernández Bento para una posible comunicación al conde y poder justificar cualquier medida contra el rebelde regidor. Con ese objetivo Montañés llama al escribano Lucas Fernández Martel a las nueve de esa mañana, y en compañía del cap. Francisco Manrique de Lara, del alférez Tomás de Palenzuela y de don Pablo Montañés, su hijo, se encamina a la morada del visitador. Cuando la comitiva llega al patio, el gobernador solicita por mediación de su hijo hablar con el regidor, quien accedió portando una media hastia o bordón en señal de autoridad y desafío. Gonzalo Hernández negó, incluso tras el careo con el portador de la carta, haber recibido la orden señorial de cesar en sus funciones, aunque dando ciertas muestras de nerviosismo. En el breve intercambio de palabras entre Montañés y G. Hernández quedó de manifiesto no sólo que éste se resistía a hacer dejación de su cargo, sino que amenazó a Montañés con prenderlo si administraba justicia. Con este incidente verbal se consuma y patentiza el primer aviso serio a don Sebastián, que es consciente de que la firme y provocadora desobediencia de Bento se hallaba respaldada por otros integrantes de la oligarquía. En cualquier caso, constituía materia grave el desacato a una orden señorial, y la propia actitud de Montañés, que no ordena la iimie-diata detención del insubordinado vasallo, es una muestra de su débil posición, de su impotencia y escasa capacidad previsora, pues dado el rechazo que suscitaba su persona hubiera sido más inteligente posesionarse de su cargo en la Villa para hacerse allí fuerte y haber dispuesto para la ocasión de alguna fuerza disuasoria que, llegado el caso, procediera a un arresto ante la casi anunciada indocilidad del gobernador interino. Concluido el encuentro sin acuerdo, todo hacía prever una serie de órdenes de un lado y contradicciones de la otra parte, con el desconcierto que estas actuaciones —de tal mal recuerdo en lá isla en el tránsito del Quinientos al Seiscientos— suelen producir, y el inevitable deterioro de la imagen señorial, sin descartar que el malestar se materializase colectivamente de manera más expresiva. Para empezar, de modo casi inmediato el regidor Hernández Bento ordenó encarcelar a Félix para vengarse así por su testimonio comprometedor, pero bien avisado y aconsejado por su amo se refugió en la iglesia, aunque no se libró del inicio de un proceso. 25 5. LA CONSPIRACIÓN Los reacios a aceptar la autoridad legitima basan su estrategia actuando en un doble frente: por un lado, el recurso a la fuente de poder, enviando una comisión (el comisario don Carlos López, los clérigos Andrés Méndez y Francisco Xuárez, y Cristóbal de Acevedo y Joseph de Padilla) a Garachico, residencia del señor, según lo habían acordado en la reunión mantenida por un grupo de notables en la casa donde asistía el visitador, embarcando con sigilo el mismo día once en una barquilla de pescar tras vencer la resistencia del barquero con la promesa de sacarlo del grupo si se le pedían cuentas por un viaje abiertamente clandestino, pues era preciso partir del puerto capitalino con licencia del almojarife y registro ante la aduana. En la conversación estaban presentes —y por ende, eran partícipes de la acción— Gonzalo Hernández, el alférez Tomás de Palenzuela, Francisco de Aguilar y el alguacil Andrés de Morales. El comisario de la Inquisición argüiría más adelante que se dirigía a la población tinerfeña para gestionar asuntos del Santo Oficio. Fuentes cercanas al administrador del conde sostenían que el instigador de este viaje había sido el escribano Francisco de Armas Núñez, quien afirmaba no quería ejercer su oficio bajo el mandato de Montañés y había excusado su embarque alegando achaques. Por otro lado, cuando la vía legal fracasa se utilizarán presiones y procedimientos amenazadores creando un clima de violencia. No se le escapaba a Montañés que el designio de aquel secreto e ilícito desplazamiento a Tenerife era alcanzar del conde su remoción. Ahora bien, la negativa de don Juan Bautista de Herrera a los conspiradores los exasperó aún más. El diálogo entre el conde y los comisionados fue tenso: don Juan Bautista había empeñado su palabra con don Sebastián y sólo se comprometía a cesar nuevamente al alcalde si se producían otras quejas justificadas, mientras los enviados solicitaban una destitución inmediata, pues en caso contrario proclamaban su intención y derecho a actuar, remitiéndolos ante esa actitud el conde a la R. Audiencia. El grupo abandona la entrevista decidido a terminar con el asunto por la vía más rápida, independientemente de lo que pensara el señor. Lo extraño es que, observando el cariz de los acontecimientos, don Juan Bautista no previniera adecuadamente a su alcalde y adoptara medidas de especial vigilancia para con lo que se presumía era cabeza de un movimiento de descontento, se forzase la residencia de Montañés en la Villa y estuviese dispuesta la milicia a intervenir bajo un fiel mando. 26 Llegados a Hermigua los representantes de los conjurados, las reuniones se suceden mientras algún que otro personaje intenta la mediación para evitar el derramamiento de sangre. El visitador eclesiástico le confirmó al alcalde el mismo día del regreso de aquéllos —posiblemente el trece—, que la única forma de aplacar los alborotados espíritus era su dimisión, pero Montañés —que por prudencia o estrategia no parecía estar muy aferrado a su cargo— solicitó comprensión y un plazo de tiempo prudente para tomar una decisión. Pero las esperanzas de un entendimiento se desvanecían más tarde cuando Montañés recibió este resignado mensaje del licdo. Manrique: "Muy señor mío: yo e cumplido con la obligación y ofísio, y al mismo pago que deseo la quietud y sosiego, se a despintado y frusttado my ynttenfión. Quedo con el conosimiento de agradesido, a quien dé Dios muchos años y me mande en que le sirva. De su servidor, que su mano bessa. Don Francisco." Las visitas, movimientos, parlamentos y negociaciones continuaban con celeridad en ese día. A la una de la tarde nuevamente le remite una nota el visitador con un mulato suyo, instándole a dirigirse a un domicilio en el que se hallaba para una materia de importancia, a cuyo efecto le enviaba una yegua para facilitar el trayecto. Los deseos de alcanzar un acuerdo mueven al alcalde a dar ese paso, encontrando en la casa a Gonzalo Hernández Bento. Manrique le comunica que por fin había logrado que fuera posible la amistad con todos los allí presentes, y uno a uno van entrando los sujetos y se hacen las paces: con don Carlos López, el cual significativamente deja claro "que sentti-miento no ttenía, más que yr por su pattria"; el licdo. Francisco Xuá-rez, Francisco de Armas, Cristóbal de Acevedo. Pero algo debió ocurrir —seguramente la falta concreta y formal de garantía de abandono del cargo y un probable triunfo de tesis más radicales en un cónclave posterior— para que los descontentos se decidieran a una acción directa y contundente que condujera al abandono expeditivo del cargo. Lo cierto es que el sábado 14 se celebra una junta decisiva en la morada en que residía el visitador —según el testimonio de Pedro Morales Vera, hermano del presbítero Francisco Xuárez—, con la asistencia de la plana mayor de la conspiración: el propio visitador, los presbíteros Carlos López y Andrés Fernández Méndez, el alférez Cristóbal de Acevedo, Josep de Padilla, don Pedro Trujillo, don Martín Manrique, don Diego Calero, Francisco Pineda Melián (hermano del alcalde de Hermigua), Bartolomé de Cubas y el regidor Gonzalo Hernández Bento con su inseparable bordón de alcalde. Hay que advertir, si bien a lo largo del texto iremos proporcionando detalles de esta índole, que como era habitual en comunidades reducidas en el A. Régi- 27 men, la oligarquía se halla enlazada sirviéndose de una estrecha endo-gamia. Además de los datos facilitados en párrafos precedentes, resaltamos que el visitador y su homónimo, el capitán don Francisco Manrique, eran primos, y que don Martín Manrique —hermano del citado capitán— era yerno del capitán don Domingo Trujillo, propietario del domicilio conspiratorio tantas veces mentado ". La camarilla resuelve —probablemente ya se disponían de contactos previos o habían mediado conversaciones sobre el particular en otras ocasiones— involucrar al mayor número posible de lugares de la isla, y concentrar en Hermigua un nutrido grupo de hombres armados que disuadiesen de modo inapelable al alcalde mayor acerca de su continuidad en el mando. De ahí el acuerdo de escribir al capitán don Lucas Trujillo, en Chipude, para que al día siguiente viniese con su compañía al Valle. La redacción corrió a cargo del clérigo Andrés Fernández Méndez y se ofreció como correo un hermano del destinatario, don Pedro Trujillo (éste y don Lucas eran hijos de don Domingo Trujillo, el propietario del domicilio de las reuniones, y eran concuños por enlace con dos hermanas de la poderosa familia Manrique de Lara). En la misiva se comunicaba a dicho capitán, con el encargo de que entregase ese mensaje al alcalde pedáneo Pascual de Niebla Montesinos, que se determinaban a hacer justicia por su mano ante la oposición condal a su solicitud. Se pretendía la colaboración de la milicia de la zona, la negativa a reconocer a Montañés como alcalde, la desobediencia a sus órdenes, y el toque de alarma con el pretexto de hacer velas. Para obtener la alianza chipudana se aducía que contaban con el alineamiento del sargento mayor de la isla, dejando claro para su tranquilidad quiénes asumían el protagonismo y riesgo de la insurrección: "en lo que toca a mostrar la cara nosotros bastamos, y en nombre de toda la ysla, como hijos de ella", palabras que con una doble lectura adquieren un significado más profundo: los vecinos de Hermigua son la representación de la isla en cuanto se erigen en los paladines de las esencias gomeras y defienden con ardor los intereses insulares (en el último apartado se ahondará en este punto), pero ello implicaría el reforzamiento del Valle como centro político dirigente. El mensaje lo firmaban el propio redactor y los otros clérigos (don Carlos López y Francisco Xuárez). Al parecer, los más exacerbados de la junta eran los eclesiásticos citados, Acevedo, Padilla y Gonzalo Hernández Bento, y se perseguía como meta reunir a toda la gente de la isla y proclamar la consigna: 13. Los Manrique de Lara podían presumir de llevar sangre señorial, pues su antepasado Martin Manrique de Lara había casado con una nieta de don Guillen Peíaza, señor de La Gomera durante buena parte del Quinientos. 28 "Viva el conde de La Gomera y muera el mal gobierno". Ese lema tan abierto y suscribible por la multitud, vitoreando la autoridad señorial precisamente quienes negaban la sumisión a un mandato suyo, valia como banderín de enganche para todos los indecisos y temerosos de embarcarse en una maniobra subversiva frontal contra el señor, cuando la memoria colectiva guardaba ingratos recuerdos de represión de la Casa condal. La finalidad de la demostración de fuerza era el desistimiento inmediato de Montañés, pues planteaban astuta y exageradamente la disyuntiva de su abandono o la eventualidad de una catástrofe para la isla derivada de su administración. En la Villa contaban con partidarios, aunque las fuentes se centren en los más directos implicados —por su clara intervención en la dirección o por ser reconocidos en la noche del motín—, pero al menos sabemos con certeza que algunos frailes franciscanos (la comunidad conventual más antigua de la isla) eran simpatizantes de aquéllos y hasta, aunque sea de modo marginal, intervienen para ayudar a sus correligionarios. Esa noche del sábado un claro ultimátum era deslizado en una nota por debajo de la puerta de la vivienda donde moraba el alcalde: "Señor alférez Monttañés: ympórtale a su bieen (sic) estar el no usar en La Gomera la vara de alcalde mayor, y assy éste le puede servir de avigo, porque de no se attenga a lo que le subsediere". Era el preludio de una larga y amarga jornada para el gobernador. 6. EL MOTÍN. LA FORZADA RENUNCIA DEL ALCALDE MAYOR En efecto, los acontecimientos centrales giran en torno al domingo, día 15, en que el cumpHmiento del precepto católico de oír misa sirve de excusa a los cabecillas del motín para reunirse y fraguar planes en los aledaños del claustro conventual dominico. Esa mañana Sebastián Pérez Montañés iba a mantener sus sentidos en disposición de captar cuanto de sospechoso advirtiese en corrillos, rumores, ademanes, silencios... Y tampoco era menester hacer gala de dotes de buen observador para reparar en que algo en su contra se estaba gestando. El aviso de esa noche era ratificado antes de entrar en la iglesia del monasterio cuando Juan de Fuentes, el mozo, un probable arrepentido, le previene de que Joseph de Padilla había intentado convencerlo para que se uniera a la acción preparada; además, los contactos los estaba ultimando el organizador en el convento, delatando de paso que entre los apalabrados se hallaban Carlos de Plasencia y Juan de Olivera. Fuentes le confesaba que no se comprometió pero que no tenía motivo para un acto semejante ni compartía esos procedimientos. 29 No le hacían falta al alférez Montañés estos delatores, pues él mismo constató la agitada actividad de Padilla con sus propios ojos cuando, después de hacer oración en el convento y estando en tertulia con fray Juan Álvarez en la puerta traviesa que daba al claustro, reparó en el parlamento de aquél con 5 ó 6 jóvenes; a continuación, sus idas y venidas por el corredor, maquinando en un aparte con Luis Negrín y tornando a la rueda inicial con Antonio de Mora, Pedro de Pineda (entenado de Bartolomé Álvarez) y un hijo de Juan Plasencia Jara. En vista de la situación, el alcalde mayor intenta obtener más datos y atajar la conjura. Para ello acude al leal capitán don Francisco Manrique, personaje que por mantener amistosas relaciones con las partes poseía algunas claves y con su buen hacer podía suavizar la tensión. Montañés le confía los últimos datos amenazadores y le ruega que hable con Padilla y con su suegro Blas Coello para sonsacarles alguna información al tiempo que los disuadía de su propósito, o con fray Diego del Cristo, por si éste podía contribuir a apaciguar los ánimos. El capitán opta por entenderse con el fraile, quien le confirma los conciliábulos de Padilla con varios individuos, pero por la tarde envía recado revelando esta vez detalles más concretos y preocupantes: "se juntarían aquella noche de siento y sinquenta ombres arríva, y que creía que a aquella ora estarían ttocando alarma en ttoda la ysla". Montañés no previo semejante convocatoria y prácticamente se limitó a dejarse llevar por los acontecimientos, encomendándose a los consejos de don Francisco Manrique y a la protección de algún fraile. Poco tenían que presionar sus enemigos para hacerle claudicar. En realidad, fray Diego se convirtió en un intermediario de los implicados —si en verdad no era cómplice en algún grado de la trama—, pues exponía que tras platicar con los líderes de la conspiración había obtenido la promesa de abandonar su criminal objetivo a cambio de la renuncia a la vara de alcalde mayor en seis días. Fray Diego había sido avisado, desde el mismo día de la llegada desde Tenerife del grupo que pretendió mudar la voluntad señorial, acerca del alarmante cariz de la intriga, pues el visitador eclesiástico le había transmitido que dichos clérigos "estavan muy senttidos y alborottados" ante la negativa condal a su demanda. Montañés se manifestó propicio a un arreglo con tal de que la calma reinara y el conde no se disgustara, pero señalaba el obstáculo de la ausencia de escribano para formalizar su dimisión, asegurando avenirse a ello en cuanto esta circunstancia quedase subsanada. Esta nimia excusa del acobardado alférez, fácilmente remediable, enardeció más que amilanó a los cada vez más ufanos conspiradores. Era la señal de la derrota, aunque anteriores gestos del gobernador —al parecer experto 30 en artimañas— aún provocasen escepticismo. Probablemente especularon con que se trataba de una estratagema para ganar tiempo en tanto se avisaba al conde, pero la desconfianza y urgencia en sus instancias para culminar sus planes convertirían a la postre el triunfo del motín en una pirrica victoria ante la lógica y airada reacción del señor. El papel del clero —omnipresente hasta ahora en reuniones, negociaciones, escritos, etc.— queda aún más patente en la ceremonia de renuncia efectuada ante el escribano Fernández Martel en la casa de fray Francisco de Mora, cuñado de don Francisco Manrique, quien en previsión de alguna violencia había trasladado allí al alcalde. La documentación no permite llenar con noticias ciertas el vacío temporal que media entre la retirada solitaria a su aposento de Montañés y su desistimiento como gobernador. Pero todos los testimonios, como en otros párrafos ampliaremos, coinciden en la anormal concentración de gente en diferentes parajes de Hermigua en esa noche, percibiéndose voces y gritos y disponiéndose un crecido número de hombres armados junto a la casa donde se refugiaba el alcalde mayor. No es difícil imaginar que don Francisco Manrique nuevamente obraría como mediador, comprendiendo don Sebastián que ya no cabía el compromiso sino la sumisión a la imposición popular. La ceremonia es sencilla y aparece rodeada de las formalidades y circunstancias propias de un contrato notarial a deshora. Alrededor de las once de la noche llegaron Fray Diego y el escribano, a quien prácticamente había sacado de la cama el primero con el ruego de que si no le acompañaba "se perdía la tierra", mientras en el Valle se escuchaban silbidos de una a otra parte (seguramente para comunicarse la inminencia del despojo); después de una conversación del fraile con don Sebastián éste accedió a dejar la vara, actuando como testigos el capitán don Francisco Manrique y fray Diego, que alegaría más adelante que a él lo habían invitado para que acudiese al acto, intentando así eximirse de su responsabilidad. Tras su renuncia. Montañés es escoltado por Manrique hasta su casa. A pesar de que algunas deposiciones —como, curiosamente, la del propio alcalde mayor, que quizá pretendiera salir con más dignidad quitando hierro a la sublevación— traten de presentar la cuestión como una negociación algo forzada, otras testificaciones nos presentan más verídicamente las dimensiones del motín. Una de las informaciones más completas las suministrará Matías Melián, alcalde entonces de Hermigua, quien narraba cómo esa noche le visitaron los frailes Pedro Rodríguez y Miguel Antonio de Sotomayor para avisarle de que el príor, fray Asensio Díaz, le necesitaba para una diligencia. Una vez en el convento, junto a la puerta de gracias que miraba al claustro, encontró al prior, al licdo. Carlos López y a otros frailes. El comisario dijo entonces: "Ya 31 tenemos aquí nuestro alcalde; salgan ustedes y bayan a la dilexensia con nuestro alcalde", y volviendo el rostro hacia el interior de la iglesia salieron de ella el capitán Pedro de Manzano del Castillo con una espada desnuda y Pedro López de Aguilar con un garrote y un puñal a la cintura. Melián los acompañó —según su testimonio— sin conocer el rumbo, caminando valle abajo hasta llegar a la casa donde estaba Montañés. Allí había más de 50 hombres, la mayoría rebozados y "mudados de traje" (según un testigo iban vestidos de "caras de demonios"), a pesar de lo cual —era noche de luna llena— reconoció a Juan García de la Rosa y al franciscano fray Francisco Padilla (hermano de Joseph de Padilla y cuñados ambos de Bartolomé de Cubas), quien lo amenazó de muerte si escribía acerca del hecho, poniéndole ante sí más de 40 lanzas de hierro. Manzano y López se hicieron camino entre los hombres y entraron. El atemorizado alcalde pedáneo traspuso lo más aprisa que pudo barranco arriba, pero aún se topó por el camino con otros 40 vecinos y con el líder Josep Padilla, que iba tapado y lo amenazó si emprendía alguna acción o denunciaba los hechos. Entre los acompañantes distinguió a Gregorio de la Barrera, Nicolás Padilla Osorio, Diego Melián, Andrés de Plasencia Jara, Ignacio de la Cruz y Juan (esclavo del alférez Juan Melián Lovera), alférez Juan de Arias Negrín, alférez Juan Fernández Prieto, Domingo de Herrera Prieto, mientras otros cinco le parecieron ser de Agulo. Además, son citados en otras declaraciones: Blas Coello de la Cruz, Juan García de la Rosa, Diego Díaz Funchal, Antonio de Mora, Salvador de Morales. Según el alcalde mayor, todo estaba organizado por unas seis personas, que se habían distribuido perfectamente la labor propagandística y operativa: Josep de Padilla prevenía a los vecinos de la mitad del valle hacia arriba: Cristóbal de Acevedo, de la mitad para abajo: Francisco Xuárez, Gonzalo Hernández y Francisco de Armas, hacían lo propio en Agulo. Los declarantes en la causa prácticamente coinciden en considerar como cabecillas al comisario de la Inquisición (licdo. Carlos López de Morales), a los también clérigos presbíteros Francisco Xuárez y Andrés Méndez, y a los seglares Cristóbal de Acevedo, Francisco de Armas, Gonzalo Hernández Bento y, particularmente a Joseph de Padilla, a quien varias personas acusaban de haberlos "solicitado" para participar. Pero reducir la responsabilidad del motín sólo a los enunciados sería un error, pues más bien hay que catalogarlos en su mayoría —como es el caso de Josep de Padilla y los clérigos— como ejecutores y correas de transmisión utilizados por la oligarquía insular. En efecto, consta en los autos cómo además de algunos altos cargos ya citados, intervinieron en la renuncia el alférez mayor de la isla y regidor Enrique de Morales (también era patrono del convento dominico), Simón 32 de Aguilar (hijo del regidor Francisco de Aguilar), y el regidor y alguacil mayor capitán Lucas de Herrera Bohórquez, quien como se recordará se halló presente en una de las primeras reuniones. Es difícil precisar, por otro lado, cuántas personas se congregaron en el valle esa noche para lograr la renuncia. Si bien los conspiradores laicos más decididos o con dotes de mando se hallaban al frente de alguna cuadrilla en posiciones estratégicas, otra parte de la dirección, especialmente los religiosos, instalaron su punto de observación en un lugar distante y discreto, junto al convento, el otro gran centro de reunión después de la casa del visitador. Según el escribano Fernández Martel, al regreso de su misión notarial se tropezó en el Barranco de Arriba con algunos hombres, y —lo que más nos interesa— al llegar a La Calle se encontró sentados al prior fray Asensio Díaz, a fray Pedro Rodríguez, fray Miguel Antonio, al capitán Lucas de Herrera, al licdo. d. Carlos de Morales, Pedro de Padilla y Marcos de Castilla, quienes le preguntaron —como si no estuviesen al tanto— qué ruido o motín había en la zona. Atestiguaba el notario que fray Diego del Cristo habló con algunos de los apostados en el barranco, que estaban divididos en tres grupos. El testigo Bartolomé Mattys, vecino de La Oro-tava y residente en la isla, depuso que unos decían que los amotinados ascendían a 50, otros que a 80, e incluso había quienes elevaban la cifra a más de 200, lo que hacía sospechar que la procedencia no se limitaba al Valle. Otro deponente, Mateo Rodríguez, vecino herreño residente en La Gomera, manifestaba que la cantidad de participantes superó los 150 hombres, cantidad similar a la ofrecida por el cap. d. Feo. Manrique de Lara, que asimismo corroboraba la distribución en tres grupos: en Las Cañas, en la cancela de Alejo Rodríguez, y en La Calle. Se observará la coincidencia entre los cálculos de los promotores y el número real de participantes, entre 150 y 200, pero éste es sólo un aspecto más a destacar de la cuidada organización del motín, a pesar de los contados días que transcurrieron entre el regreso de Montañés y la concentración armada. Todo funcionó correctamente: la preparación de un "clima" adecuado, las reuniones de los dirigentes, la elaboración de las consignas idóneas, los escritos de aviso a otros lugares, el reclutamiento intensivo en Hermigua y Agulo —hombre a hombre—, el operativo dispuesto la noche del quince entre el lugar de observación —el convento— y las comunicaciones entre los previstos tres grupos ubicados tácticamente para, además de presionar al alcalde, hacer frente o disuadir cualquier oposición. Los individuos llamados a declarar como participantes en el tumulto, por haber sido reconocidos y citados por otros testigos, intentan eludir su coautoria, negando haber estado fuera de su casa esa 33 noche, o simplemente cargan las tintas en Josep de Padilla, especialmente, que era quien reclutaba el mayor número posible de vecinos. Es de destacar la pasividad de las autoridades locales del Valle: ya hemos comprobado cómo el alcalde Matías Melián hizo la ronda esa noche con Pedro Manzano y Pedro López, pero eludió encontrarse con los grupos u oponerse a ellos por temor o complicidad. En realidad, sólo los mandos de la milicia, implicados en el tumulto, podían haber frenado o arrostrado la marcha de los acontecimientos. Por lo que se deduce de los autos, no participó —al menos como tal fuerza organizada— la compañía de Chipude. El cap. Lucas Trujillo sí recibió la misiva y la comunicó al alcalde y a otros vecinos, que se limitaron a decirle que era libre de asistir a la concentración. Según sus declaraciones, el día del tumulto se hallaba en Vallehermoso, donde se enteró de la renuncia de Montañés, aunque su actitud real cabe tildarla de ambigua: hizo tocar a rebate falso y reunió a su compañía para venir a la Villa, pero al final se mostró indeciso, y cuando el conde puso pie en la isla corrió a mostrarle el escrito que le habían dirigido. Tampoco parece claro si todos los concurrentes iban armados. En alguna declaración se dice —buscando la exculpación o atenuante— que sólo se pedia la asistencia para atemorizar al alcalde, por lo que no era preciso portar armas, pero algunas mujeres que testificaron aseguraban que algún familiar suyo iba con un alfanje o cuchillo. En cuanto a una hipotética concreción del movimiento en otros puntos de la isla, especialmente en San Sebastián, las fuentes no mencionan nada. Ni siquiera se hace alusión a un rebato en la capital con la colaboración del sargento mayor, el capitán d. Alonso Dávila Orejón, en manos de cuya familia había permanecido ese cargo desde unos sesenta años atrás. El veterano militar, que figura ejerciendo tal cargo en 1693 —prueba de que no fue procesado ni castigado—, debió calibrar bien las consecuencias del motín y al igual que otros miembros de la oligarquía que eran regidores e inevitablemente sabían que algo se estaba preparando, mantuvo una cauta posición de espera, sin comprometerse activamente, pero tampoco interviniendo para sofocar lo que constituía una insubordinación a una orden señorial, o siquiera solicitando instrucciones al conde o al capitán general. El otro núcleo importante, Vallehermoso, significativamente el lugar de la isla con una mayor presencia enfitéutica de los condes e incluso de los Llarena-Carrasco, señores asimismo en parte de La Gomera, debió permanecer fiel —como otras tantas veces— a los mandatos señoriales; de ahí que los organizadores no se esforzasen en atraerse a una población tradicionalmente remisa al levantamiento. 34 7. LOS EPÍGONOS DEL MOTÍN EN LA VILLA Buscando seguridad, Montañés decidió trasladarse a S. Sebastián con su familia, si bien en un momento que desconocemos había enviado a su hijo Pablo a Tenerife a dar cuenta de la resistencia, pero la noticia que halla a su llegada a la capital no era para tranquilizarse. Una vecina, Isabel Quintero, le cuenta que la noche en que había regresado de Garachico su hijo dos individuos emboscados con monteras de rebozo y armados con espadas se habían introducido furtivamente en la casa del alcalde buscando a Pablo. La mujer los identifícó como a un hijo del regidor Gonzalo Hernández Bento —llamado Francisco— y a un primo de éste, Sebastián Domínguez. Pero no todo habían de ser disgustos, para d. Sebastián pues pronto comienza la pesquisa señorial. El segundo día de su estancia en la Villa llegó desde Garachico Pedro Guillen y Salazar, secretario del conde, portando orden de que se hiciera nuevamente con la vara de alcalde mayor, mandato que cumplió. Pero no por ello deja de actuar el bando opositor, aunque consciente de su mayor dificultad de organizar un tumulto similar en la capital, menos aún con la presencia del representante condal. De ahí la diferente táctica utilizada, basada en la intimidación mediante acciones aisladas, más efectistas que de alcance. Ese mismo día amanecieron cortados los bastidores que tenía el escribano Fernández Martel, ajeno a la trama, en la ventana de su casa. No hay que perder de vista el valioso papel de los cartularios, cuya importancia sobrepasa la de unos meros notarios y custodios de información documental, que por otra parte podía resultar comprometedora para inductores y protagonistas del motín. La osadía e intenciones últimas de los conjurados es más perceptible otro domingo, el 22: al alba aparecieron en la calle cinco pasquines, que arrancaron Pedro Guillen y el escribano, que con alguna variante reproducían el siguiente texto: "Montañés muera. Guillen embarqúese. Murga la lengua cortada, Palen-zuela largue la tierra". No podía ser más expresiva la voluntad de los autores, que extendían su animadversión a todos los que de alguna manera apoyasen a Montañés, aunque sólo fuera obedeciendo órdenes del señor. La hostilidad hacia Guillen era tan obvia —venía a hacer la cesión formal de la vara a Montañés y a averiguar lo relacionado con el motín— como peligrosa, pues se trataba de un comisionado del conde. Difícilmente se podía esgrimir ya la concordancia entre el objetivo de los revoltosos y los intereses señoriales, de modo que la continuidad en la postura desobediente podía acarrear graves consecuencias. En cuanto a los otros personajes cuestionados, el ayudante Salvador Martín Murga era criado y administrador condal, y Tomás de Palen- 35 zuela era el estanquero (no olvidemos que la queja que motivó el cese provisional de Montañés estuvo relacionada con el tabaco). Poco más cabe decir del denotativo lenguaje de los panfletos, exigiendo el abandono de la isla por parte de dos de los recusados, el silencio de otro y el asesinato del malhadado gobernador. Los papelones se fijaron también en Hermigua y otros lugares. Algunas pistas había acerca de la identidad de los que los habían fijado, a través de un curioso incidente acaecido a d. Bartolomé Mattys cuando se encaminaba montado en una yegua en la madrugada del domingo hacia Hermigua acompañado por Silvestre, esclavo de Cristóbal de Acevedo, y por Francisco, esclavo de Bartolomé de Cubas: tres emboscados armados con lanzas que se hallaban en una callejuela firon-tera a la iglesia parroquial habían llamado a Silvestre, mientras Mattys continuaba con el otro esclavo, comunicándole un recado amenazador para Mattys, a quien se conminaba a que parase a la altura del baluarte ubicado en las afueras de la Villa, más arriba de la ermita de S. Sebastián, y les entregase su yegua si no quería morir. Allí ftie obligado a descabalgar del animal, que aparecería al día siguiente en un pesebre propiedad del citado Cubas en Jibalfaro (Hermigua), y ftie montado por uno de ellos. Francisco declaró que el personaje a quien había entregado la yegua era el franciscano fray Francisco de Padilla —hermano de Josep de Padilla—, el cual le cedió la lanza que llevaba tras montar el animal. Además, según varios testigos, era de dominio público la autoría de los cedulones atribuida a Joseph de Padilla, a su hermano fray Francisco, y a Francisco Patricio, hermano de d. Bartolomé de Cubas. El alcalde veía cómo ni en la capital, enclave tradicionalmente fiel al poder señorial, el representante de éste podía andar con tranquilidad. Y no dejaba de causar desasosiego la toma de partido del clero regular franciscano de esa villa. De hecho, en los siguientes motines, San Sebastián compartirá con Hermigua la capitalidad del movimiento antiseñorial, y en 1762 los hechos más trascendentales giran en tomo a la Villa, entre otras razones porque se cobra conciencia de la importancia de tomar el núcleo sede de los órganos de gobierno insular y señorial, con el mejor puerto de la isla, entrada y salida de mercancías y pasajeros (con la famosa y temida aduana), y donde se hallaban las fortificaciones y armas de mayor envergadura. 36 8. PROCESO Y CASTIGO La información que transmitió a d. Juan Bautista el secretario condal, que se encuentra con un recibimiento tan hostil, debió influir de modo determinante en la decisión que adoptó aquél. Como se señalaba al principio, el procedimiento judicial se activa rápidamente, dado el extremo interés de actuar con la premura, eficacia y ejemplaridad que el conde —presente en su isla apenas una semana después de los últimos sucesos— decidió imprimir al asunto, sabedor de que en última instancia, independientemente de la mayor o menor capacidad de Montañés como gobernante, se ponía en entredicho su autoridad y una de las más preciadas prerrogativas señoriales, como la del gobierno político y jurisdiccional de su territorio. Era esencial actuar con celeridad, incluyendo en las diUgencias a cualquier partícipe, sin reparar en jerarquías o afectos, si bien actuando con la prudencia y mesura convenientes. La ira condal se evidencia en la carta que remitió al Tribunal de la Inquisición, en que calificaba los hechos como "escandalosa sedición y motín (...), turbación popular y rebelión contra la justicia". El asunto estaba tan claro que invirtió poco tiempo d. Juan Bautista, que había iniciado la toma de declaraciones comenzando por d. Sebastián Montañés el 27 de octubre, en tomar las primeras decisiones: el 13 de noviembre declara culpables de sedición y tumulto al comisario d. Carlos López y a los presbíteros Andrés Méndez y Francisco Xuárez, dando cuenta a las jurisdicciones respectivas del S. Oficio y eclesiástica ordinaria; el mismo día dictaba auto de prisión contra el regidor Gonzalo Hernández y contra Josep de Padilla, que son encarcelados en la Villa, embargando sus bienes, para lo cual comisiona al capitán Lucas de Herrera Bohórquez. Respecto a los demás procesados, se reservaba el continuar con las diligencias. Como era preceptivo, se envió testimonio de lo actuado a la R. Audiencia de Canarias, pues las facultades señoriales en materia de justicia, en otro tiempo prácticamente ilimitadas, se hallaban ya muy mermadas por el marco de actuación de esa institución. Pero las disposiciones del conde no se limitan a las pesquisas y acciones judiciales, consciente de la presencia de un problema político que afrontar. Hasta cierto punto se puede decir que los amotinados lograron su objetivo, pues el conde destituyó —desconocemos si convencido ya de su ineptitud— a Montañés y designó como nuevo alcalde mayor, al menos desde noviembre, a d. Francisco Manrique de Lara, facultándolo además para seguir el proceso. El protagonismo judicial corresponderá ahora a la Real Audiencia, que a la vista de las actuaciones practicadas, mediante su provisión de 37 23 de mayo de 1691 ordenó la prisión de los dos encarcelados por el conde, además de Cristóbal de Acevedo, Francisco de Armas y Pedro Trujillo, que debían ser remitidos a la cárcel de Las Palmas, sin que ello supusiese el final de las diligencias, que debían proseguir por si resultaban inculpadas otras personas. Se diputó para ese fin al licenciado d. Gaspar Guillama, alcalde mayor y juez de residencia, que abrió causa el 8 de septiembre de 1691. El alguacil de la residencia, Cristóbal Trujillo, procede a la prisión y embargo del escribano Francisco de Armas, y en Arure detiene a Pedro Trujillo; sin embargo, a Gonzalo Hernández y a Padilla no los pudo prender porque se habían dado a la fuga —desde marzo de ese año se les declara en rebeldía—, especulándose con que se escondían en Tenerife. Las averiguaciones y toma de declaraciones se efectúan a veces en lugares distintos de la capital, como Hermigua y Agulo. De las pesquisas resultó la prisión, por auto de 20 de septiembre, de Francisco Patricio, Bartolomé de Cubas, d. Martín Manrique, Carlos de Plasencia, Juan de Plasencia (alcalde de Agulo), Matías Melián, Luis Negrín, Juan de Olivera, Sebastián Domínguez (hermano de Gonzalo Hernández Bento), Antonio de Mora, el cap. Lucas Trujillo, Francisco Hernández Bento (hijo de Gonzalo) y Francisco (esclavo de Bartolomé de Cubas), que ingresan en la cárcel de la Villa y sufren embargo de bienes. Asimismo fue encarcelado Francisco, esclavo de Bartolomé de Cubas. Los reos negaban su participación en los actos que les eran atribuidos. Por ejemplo, Bartolomé de Cubas refutaba la autoria de los cedulones contra Guillen presentando como coartada su ocupación en labores de encerrar vino de d. Alonso Carrasco, señor en parte de la isla, de cuyos bienes era administrador; además, manifestaba haber rehusado la invitación de integrar la comisión que se entrevistó con el conde, pues sólo se ocupaba de asuntos de su familia. También rechazan su responsabihdad Carlos de Plasencia y Francisco Patricio. Por su parte, d. Martín Manrique justificaba su presencia en la casa del visitador alegando que había ido para gestionar una petición ante Gonzalo Hernández; también insistía en que rechazó formar parte de la expedición que viajó a Tenerife, aunque admitió haber contribuido a su financiación. Algunas excusas y defensas eran tan poco convincentes como la de Matías Melián, que aunque salió de ronda justificó su pasividad aduciendo que se había enterado de lo ocurrido por dos religiosos. Tirando del ovillo de las declaraciones, el juez dictó nuevas prisiones el 7 de febrero de 1692 contra el cap. Lucas de Herrera —alguacil mayor y comisionado en las actuaciones procesales iniciales— Enrique de Morales (alférez mayor), Pedro López de Aguilar, Pedro Manzano del Castillo —entonces alcalde de Hermigua—, Blas Coello de la Cruz, 38 Pablo Santos y Sebastián de Gámez. Los dos primeros sufren prisión domiciliaria. Después de dos años, la Real Audiencia sentenció el 17 de febrero de 1693 con las penas siguientes: como reos ausentes y fugitivos, a Padilla y Hernández Bento se les condena a pena de muerte en la horca y a 200 ducs. de multa a cada uno; a Francisco Patricio, a 200 azotes y 8 años de galeras al remo, sin sueldo, más una multa de 100 ducs.; a Francisco de Armas, a 8 de destierro de La Gomera y multa de 100 ducs.; a Pedro Trujillo, a servir al rey durante 6 años en un presidio africano, más 50 ducs.; a Cristóbal de Acevedo, a 6 años de destierro de la isla y 50 ducs.; a Matías Melián, con privación perpetua del oficio de justicia, 6 años de destierro de la isla, y 100 ducs. Además, se hacia constar que tras cumplir el destierro necesitaban Ucencia de la Audiencia para regresar a La Gomera. Por contra, eran absueltos en principio: Pedro López de Aguilar, Enrique de Morales, Lucas de Herrera, Ignacio de la Cruz, Sebastián Domínguez y Francisco Hernández Bento. Son apercibidos: Don Martín Manrique, Luis Negrín, Juan Lovera, Antonio de Mora, Carlos de Plasencia. Además, se ordenaba al alcalde mayor de La Gomera que prendiese a Blas Coello, Antonio de la Concepción, Diego Díaz Funchal, Salvador de Morales, Juan García de la Rosa, y recibiese sus declaraciones, para lo cual se le remitía el testimonio de Francisco, esclavo de Bartolomé de Cubas, que confesó mediante tormento. Todo no acabó ahí. Las testificaciones continúan en mayo de ese año, sobre todo en Hermigua. Después de un nuevo y definitivo testimonio de Matías Melián (el 25 de mayo), amenazado el día del motín pero dispuesto a confesar la verdad ante la inminencia de la muerte debido a un achaque, la R. Audiencia ordena el 10 de septiembre de 1693 al alcalde mayor de La Gomera que prenda con todo sigilo a Pedro Manzano, Pedro López, Ignacio de la Cruz (hijo de Blas Coello de la Cruz), Gregorio de la Barrera, Nicolás de Padilla Osorio, Diego Melián, Andrés de Plasencia Jara (hijo de Juan de Plasencia), Juan (esclavo de Juan Melián Lovera), Juan Fernández Prieto y Domingo de Herrera Prieto. Una vez depositados en la cárcel de la Villa les tomaría declaración y embargaría sus bienes, sustanciaría la causa y remitiría testimonio de los autos a la R. Audiencia, donde se proseguirían las diligencias. A la sazón Juan Fernández era alférez, y Domingo de Herrera alcalde de Agulo y regidor de la isla. Las fuentes se entretienen en una descripción del procedimiento seguido por los comisionados para las detenciones: las prisiones se efectúan conforme a un minucioso plan, comenzando por Agulo, donde se sorprende a Juan Fernández y al 39 alcalde. Viniendo como habían llegado, a pie —por falta de caballos— y con linternas, pues era de noche, las sombras colaboran con el secreto que se habían impuesto, tocando en las casas de los sujetos pasada la media noche. El 21 de octubre comienzan las nuevas actuaciones con interrogatorios bajo la autoridad del alcalde mayor. Pero los reos niegan su participación, proclamando su amistad con Montañés, inventando coartadas o pintorescas versiones que les hacían quedar como hombres de ley y pacíficos y leales vasallos. Como era normal en los casos de denuncia o delación, la defensa acusa a Melián y a otros deponentes que involucraban a los principales inculpados como personas desprestigiadas, de dudosa veracidad, vengativas y supuestamente enemigos de los acusados, en un intento de invalidar sus declaraciones. Está fuera de duda que Melián, que había caído en una extrema pobreza y vivía de la mendicidad, se sintió dolido por lo que valoró como excesiva pena contra él, mientras otros responsables que habían salido bien parados se habían olvidado de ayudarlo y no correspondían a su silencio. El ahora humillado ex-alcalde descendía de una notable familia —los Morales, emparentados con los Herrera— que había ocupado, y lo seguía haciendo, cargos de poder (su padre el alférez Benito Domínguez Melián y su abuelo Juan de Mora Melián habían sido alcaldes de Hermigua, y su primo era el también procesado alférez mayor y regidor Enrique de Morales Melián). La Audiencia minoró levemente la sentencia al ahora colaborador reduciendo la sanción pecuniaria a 50 ducs. y dejando el destierro al arbitrio del alto tribunal. Ignoramos los últimos pormenores de la actuación judicial. Sólo se nos dice que en noviembre de ese año se libera bajo fianza a los presos en la cárcel de la Villa atendiendo a razones humanitarias, pues la catastrófica situación cerealística, que además era extensible al resto del archipiélago, provocó que prácticamente toda la isla se alimentase con raíz de helécho (sólo contados vecinos, como los beneficiados y el sargento mayor, escapaban a la tónica general), y se hacía necesario que los reos buscasen dicho vegetal para alimentarse a sí y a sus familias'". Se recordará que Viera señala el perdón señorial para los inculpados. Aunque nuestras fuentes no permitan confirmarlo, es probable que así ocurriera, teniendo en cuenta que no se había producido otro motín en la isla desde el siglo XV y la necesidad de granjearse la cooperación de la oligarquía. 14. Acerca de la crónica alimentación con heléchos, vid. G. DÍAZ PADILLA, J.M. RODRÍGUEZ YANES: El señorío..., op. cit., pp. 213-214. 40 Se habrá advertido que la índole de las fuentes impide conocer la suerte corrida por los clérigos procesados, así como una eventual extensión de la responsabilidad a otros, como hubiera sido lógico, pero es más que probable —si advertimos lo ocurrido en otros tumultos— una actitud diplomática e indulgente y hasta el retorno de los religiosos transcurrido un plazo discreto. 9. LAS MOTIVACIONES En lo que respecta al fundamento real del motín alguna consideración se adelantó ya en la exposición preliminar y en algún apartado posterior, lo que nos exime en parte de una profundización que sería reiterativa. Por ello se harán algunas reflexiones en los párrafos que siguen en torno a aspectos apenas enunciados o, en su caso, ampliaremos o matizaremos otros. En primer lugar, llamamos la atención sobre el escrito dirigido por el comité conspirador a Chipude, en el que se respira una enorme impaciencia ante lo que parece una debilidad señorial tolerante de la continuidad de una administración supuestamente contraria a los intereses de la isla. Sin desdeñar la motivación de profunda injusticia que puede esgrimirse para el tiranicidio, tenemos que hacer otro análisis a la luz de otros pasajes documentales y actuaciones. En segundo lugar, es preciso poner de relieve la ambición personal de Gonzalo Hernández Bento, que en 1687 durante varios meses había desempeñado la gobernación insular '\ siendo sustituido desde esa fecha precisamente por don Sebastián, un personaje foráneo que rompía así con una secular tradición —apenas rota durante el Quinientos en algún periodo— de desempeño del cargo por la clase dominante gomera. Esta no vio con buenos ojos la intromisión en los asuntos internos de un representante señorial ajeno a su endogamia e intereses de grupo, y cuyo nombramiento por don Juan Bautista Herrera puede obedecer a un intento de atajar manejos de los clanes insulares o de castigar el papel colaboracionista de una parte de la aristocracia gomera con don Francisco Bautista en el largo pleito mantenido durante buena parte del siglo XVII por el control de parte del señorío '*•. La estructura social se hallaba consolidada y había una oligarquía que desde fmales del siglo XVI se mantenía casi sin variaciones al frente de la isla, sin apenas otra intromisión externa que los jueces de residencia. En cualquier caso. 15. Ibid., p. 477. 16. Ibid., pp. 86-91. 41 Montañés se encontró con un grupo dirigente (grandes propietarios, clero regular, algún escribano, parte de los regidores...) abiertamente reacio, presto a obstaculizar el ejercicio de su cargo y a enviar continuas denuncias y quejas al conde para provocar su caída en desgracia. A los ojos de la multitud, no les debía ser muy difícil presentar al gobernador como culpable de sus males, máxime contando con el dominio de Hermigua, centro residencial de contrapoder, y la concurrencia del clero y, al final, la colaboración de las milicias, cuyos cargos —como se sabe— eran desempeñados por el mismo grupo dirigente y que previamente habían sido ganados para la causa. Presentando un asunto de control oligárquico como materia de salvación y patrioterismo isleño, en el que los líderes del motín emergían como el brazo justiciero que expulsaría al foráneo responsable de todas las desdichas, el reclutamiento de la masa —que se cree a salvo de represalias por la integración en la conjura de los miembros civiles y religiosos más conspicuos— no supuso ninguna dificultad. Además de lo expuesto en apartados precedentes, algunos testimonios abonan el juicio vertido en el párrafo anterior. Es el caso de la citada respuesta-disculpa de don Carlos López, que se justificaba en una alta motivación insularista; pero especialmente significativa es la frase que Mateo Rodríguez pone en boca de Gonzalo Hernández cuando, estando en Agulo en compañía del licdo. Francisco Xuárez, Nicolás Rodríguez Santos, Juan de Plasencia Mendoza y Sebastián de Plasencia, se desarrolla un interesante diálogo entre Xuárez y Hernández. El primero, posiblemente con ironía y afán de provocación, le representa al segundo; "Primo, vuesa merced sea muy alegre, que bolvió nuestro govemador con su bara", motivando esta respuesta del regidor: "Gover-nador de fuera ya no lo abrá en La Gomera, que el que fuere a de ser a my gusto, y de no, yo no lo e de resivir", continuando Hernández con otras expresiones en las que se proponía él como alcalde mayor, rechazando todo gobernador extraño a la isla nombrado por el conde. En la versión que los emisarios de la isla daban de la entrevista con el conde, se intentaba realzar que el señor no tenía más remedio que aceptar a don Sebastián porque tenía su palabra empeñada, de modo que si la comisión se hubiera desplazado antes no hubiera devuelto la vara. De esta manera ellos se presentaban como los ejecutores que conseguían, aunque fuera utilizando un medio ilícito, algo que el conde deseaba. Como era de prever, se impone la serenidad en el señor a la hora de elegir los chivos expiatorios de una amplia confabulación, en la que se tornaba sumamente peligroso inculpar, o al menos sancionar, a un elevado número de la clase dominante que en algún grado, por acción 42 u omisión, fue participe del levantamiento, pues era imposible que en una comunidad tan reducida como la gomera y ligada por lazos de sangre no estuviesen informados los integrantes de la oligarquía de los planes de los conspiradores o de que algo serio se estaba tramando, lo que implicaba por razones de lealtad y de defensa de la legalidad vigente dar aviso inmediato al señor y ponerse a sus órdenes para abortar cualquier acción alteradora del orden. Pero ya se ha expuesto que precisamente ellos son el vínculo y nexo principal del señor con su territorio, el instrumento de dominación llamado a constituir un firme aliado y colaborador en la gestión e intereses condales, pero ahora necesitados de un severo aviso en la persona de su miembro más obstinado y desafiante, el regidor Gonzalo Hernández Bento, pero con claras advertencias y actuaciones humillantes (prisión preventiva, embargos, inhabilitaciones, etc.) para otros. Aprenderían así una dura lección: las instituciones realengas se colocan al lado de la legalidad representada por el señor, cuyas prerrogativas jurisdiccionales de gobierno —de las que tanto ansiaba beneficiarse la clase dominante para ejercer el gobierno civil y militar de la isla con más arbitrariedad— no son discutidas por las autoridades estatales. Pero volvamos al personaje central del motín, don Sebastián Pérez Montañés, un extraño en la isla, del que no se aportan datos en las fuentes. Natural de Los Silos (Tenerife), era el segundogénito del capitán Sebastián Pérez Enríquez y de su esposa Doña Luisa Francisca Montañés, fundadores del convento de esa localidad". Lo más probable es que don Juan Bautista trabara contacto con él debido a la cercanía de ese lugar con Garachico, residencia condal, y probablemente por el papel de los segundones que no seguían la carrera religiosa —don Sebastián en principio fue empujado por su padre en esa dirección— como administradores y apoderados de grandes propietarios. A don Sebastián lo encontramos, después de su cese como gobernador, actuando como apoderado o alcalde, según los años, en su pueblo natal, ya con el grado de capitán, a fines del Seiscientos y principios de la centuria ilustrada. Pero las relaciones señoriales con los Montañés no se limitaron a don Sebastián, y éste es otro punto importante acerca de la prueba de fuerza que provocó la oligarquía gomera. En efecto, un sobrino de aquél, don Miguel Jorge Montañés, hijo del primogénito don Miguel Pérez Montañés, regidor de Tenerife, ejerció la sargentía mayor de La Gomera al menos en 1693 y 1704, y asimismo consta que en 1699 (¿tendrá relación con el tumulto de ese año?) es alcalde mayor 17. J.M. RODRÍGUEZ YANES: El convento de San Sebastián de Los Silos (1649- 1836), en "El Día" (30 y 31 de diciembre de 1981). 43 de la isla. Parece, por tanto, que don Juan Bautista siguió actuando en adelante de acuerdo con su criterio; eso sí, don Miguel Jorge tuvo la precaución de contraer matrimonio con Catalina Luis, hija de don Antonio García Betancourt, antiguo sargento mayor de La Gomera y administrador condal. Es más, ya conocemos que en 1743 tuvo una impecable actuación como leal vasallo con motivo del motín un gobernador foráneo, el herreño don Diego Bueno. ¿Qué conclusiones podemos extraer? El cargo de gobernador constituía el eje del poder político y la máxima vía para dominar la isla por parte de la clase dominante insular, tras los intentos en el Quinientos de obtener parte del señorío mediante enlace matrimonial o por adquisición pecuniaria de derechos, experiencias amargas todas para la familia señorial; de ahí, por ejemplo, la terminante prohibición de casarse con cualquier mujer de La Gomera que a principios del siglo XVII le impone don Gaspar de Ayala a su hijo don Diego '\ Por tanto, le era vital a esa clase retener y compartir la vara de alcalde mayor, oficio que por otro lado los señores entienden más como un representante político suyo que como gobernante insular que se conforma con los votos de los regidores ". De ahí que a lo largo de la siguiente centuria, cuando comprueban, en caso de preparación de un motín, que el gobernador muestra un comportamiento remiso o tibio ante sus planteamientos, recurran a la convocatoria de Cabildos generales abiertos, para cuyo buen desarrollo era esencial controlar la figura del personero general, que de permanecer en un plano secundario en los siglos precedentes adquiere mayor protagonismo, sobre todo en manos de los clérigos, durante el Setecientos, variando por tanto la estrategia, las fases, y hasta la intensidad y extensión de los motines, como ya se apuntó. Detengámonos, finalmente, en un sector de los conspiradores que brilla con luz propia. Como se podrá adivinar, nos estamos refiriendo a los clérigos, promotores y protagonistas de toda revuelta que se preciase y aspirase a tener éxito. Si el clero regular es sabido juega un papel activo en revueltas y motines en las sociedades del Antiguo Régimen, en las concernientes a la isla colombina podemos afirmar que estuvo involucrado aún con más fuerza, pues sus miembros adoptan un decisivo rol, particularmente en la estudiada en esta ocasión y en la de 1762. En el caso de Hermigua la comunidad dominica, asentada en principio con una débil implantación numérica en 1611, vio crecer el 18. Ibid, nota 16, p. 76. 19. Muy sugerentes son las ideas y explicaciones acerca del papel de los alcaldes mayores en señoríos de otras latitudes que proporciona Isabel MORANT DEUSA en su obra El declive del señorío. Los dominios de Gandía, 1705-1837, Valencia, 1984, pp. 71-73. 44 número de frailes, pero su influencia real superó lo que teóricamente podía esperarse de una presencia conventual relativamente reducida, pues no sólo desde los comienzos la población del Valle —ávida por obtener la segregación parroquial y una cierta autonomía política de la capital— les dispensó una calurosa acogida y propició su engrandecimiento, y los poderosos les brindaron su protección económica, sino que con los frailes franciscanos de San Sebastián oficiaron de párrocos o ayudantes en otros lugares de la isla donde el clero secular no quería atender las necesidades religiosas vecinales por su lejanía y pobreza, aumentando así su prestigio y ascendiente fuera de su monasterio. En Hermigua, por lo demás, tuvieron el monopolio en ese sentido hasta 1650 en que se crea la parroquia, pero sin que se mermara su poder. Por otra parte, un elemento a valorar es que las relaciones entre clero y clase dominante no obedecen sólo a razones estamentales e ideológicas, es decir, a mutuos intereses de clase o de control social y beneficio económico, sino que a éstas se les unen otras estrictamente familiares. Sirvan de ejemplo, sin aludir a patronazgos de convento o capellanías, los dos hijos clérigos del regidor Enrique de Morales: el presbítero Juan de Mora y el dominico fray Francisco. Una ojeada a los miembros más importantes del clero regular y secular —sobre todo, de este último— en La Gomera, objetivo que escapa a este estudio, evidenciaría la ascendencia aristocrática o burguesa de los mismos. La Iglesia como institución tomó buena nota de los deseos de la oligarquía y de la mayor parte del pueblo, prefiriendo en las oposiciones a beneficios a los hijos de La Gomera, generalmente, miembros de la clase dominante. Las vinculaciones sanguíneas sin duda contribuyeron a la fluidez de las relaciones y comunidad de intereses entre los dos sectores sociales aptos para liderar una revuelta, seguros de su capacidad de pro-selitismo e implantación. 45 |
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