CULTURA, IDENTIDAD Y NACIÓN EN LAS OBRAS
DE FERNANDO ORTIZ Y ANTONIO S. PEDREIRA*
CONSUELO NARANJO ORO VIO
(CSIC, Madrid)
Trabajo realizado dentro del proyecto de investigación BHA2003-02687 (Ministerio
de Ciencia y Tecnología). Agradezco a Michael Zeuske y Josef Opatmy las sugerencias que
me hicieron tras la lectura de la primera versión de este texto.
Tras el fin del gobierno colonial español en Cuba y Puerto Rico, aunque
el destino de las islas fue muy diferente, permanecieron ciertos factores
económicos, sociales y culturales, tanto internos como extemos, que
permiten establecer paralelismos referentes al modo en que se elaboraron
distintos conceptos de nación, y su articulación en tomo a diferentes elementos
como la cultura y la «raza». La necesidad de fijar y definir sus
identidades -Cuba bajo un gobiemo militar interventor de Estados Unidos,
y Puerto Rico ahora colonia de Norteamérica- reanudó la polémica sobre
el papel desempeñado por España en ambos países, en los que se hacía urgente
«formar la patria».
En este proceso el papel de los intelectuales, historiadores, literatos y
antropólogos fue fundamental ya que en sus manos estuvo la recreación de
la memoria histórica a través de la elaboración de las historias nacionales
en las que se fijaban, además de los referentes de identidad de cada pueblo,
los hechos y figuras sobre los que descansaba la historia nacional. En
dichos discursos están presentes las contradicciones del tiempo en que fueron
elaborados, las relaciones y lucha de clase, las tensiones raciales, las
luchas por el poder, así como el peso y el lugar diferentes que las tradiciones
ocupan en los discursos en función de la intencionalidad de cada autor.
Para su constmcción los intelectuales reflexionaron no sólo sobre el pasado
colonial sino sobre el presente y el futuro, es decir sobre la conveniencia
o no de mantener las tradiciones heredadas, o acoger nuevas formas
y pautas de cultura que alejasen los vicios arraigados en la sociedad,
aferrándose, en algunos casos, a la cultura hispana como el principal bastión
de la identidad cultural frente al «otro», Estados Unidos. Este acercamiento
y reconocimiento del legado español, así como su rechazo, produjeron
unas corrientes de pensamiento que trascendieron distintas esferas de
la vida social, cultural y política. La hispanofilia e hispanofobia presentes
en la literatura, la arquitectura, la política, etc., no pueden entenderse sin
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tener en cuenta el contexto general de ambos países en que surgieron; todos
los aspectos, desde los culturales y religiosos, a los económicos y políticos
tuvieron un peso específico en la aceptación y valoración del pasado
y de la cultura española.
En este proceso de construcción nacional y búsqueda de la identidad la
mayoría de los intelectuales recurrieron de forma continua a la «raza»
como un elemento explicativo de fenómenos sociales, culturales y políticos,
actuando, a menudo, como eje de las relaciones políticas, sociales y
culturales, y como factor esencial en el diseño y constitución de la sociedad
y de la nación, de tal manera que la gran mayoría de los autores, al menos
durante las dos primeras décadas del siglo XX, equipararon nación y
cultura a «raza», reduciendo la nación a la existencia de una «raza». Para
ellos la homogeneidad racial era la condición primordial para la existencia
de una nación, el sinónimo de ésta, de ahí los intentos por demostrar la
existencia de una «raza» común, que en la mayoría de los casos partían de
concepciones exclusivistas y algunos trataron de probar que era únicamente
hispana. Desde posiciones diferentes todos ellos trataban de definir
la cubanidad y la puertorriqueñidad a partir de la homogeneidad racial,
considerando, en algunas ocasiones, el mestizaje como un elemento desintegrador
de la nacionalidad y de la nación, y, en otras, minusvalorando u
omitiendo las aportaciones culturales procedentes de otras etnias.
El otro factor que pesó en la creación del imaginario en Cuba y en
Puerto Rico fue la oposición a Estados Unidos; una oposición que si bien
contenía elementos económicos y políticos, se articuló, en gran medida, a
partir de la defensa y afirmación de sus culturas. Ello no quiere decir que
rechazaran toda la cultura material norteamericana, de la que asimilaron
determinados elementos a lo largo de los siglos XIX y XX, sino que nos
remite a las estrategias de resistencia a la absorción cultural. Esta postura
produjo algunas de las contradicciones que hallamos en los discursos de
estos años en los que la tradición hispana y lo esencialmente puertorriqueño
o cubano se conjugan con pragmatismo con los conceptos de modernidad
y democracia procedentes de Estados Unidos.
En algunos de estos intelectuales su posición contraria a Estados Unidos
no conllevó una defensa de la tradición hispana ni, a veces, incluso de
la identidad nacional entendida en el sentido que otros autores le daban al
rescatar del pasado los rasgos definitorios de la cubanidad o puertorriqueñidad,
intentándolos mantener en «su esencia más pura», sin transformación
alguna. Por ello, el imaginario creado, basándose en la uniformidad
racial y la superioridad del hombre blanco, no es exclusivo del grupo de
hispanistas; en él participaron otros intelectuales que pese a sobrevalorar
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la llamada «raza hispana» no por ello dejaron de criticar la actuación de la
antigua metrópoli y en parte también la herencia colonial.
A través de la cultura hispana como símbolo de la identidad nacional,
los autonomistas, representantes de la ciencia y cultura criollas en el siglo
XIX o, si prefieren, de la ciudad letrada, los mismos autonomistas que en
el siglo XX eran la élite culta y política, trazaron un puente entre la etapa
colonial y la república sin apenas ruptura ni discontinuidad. Como resultado
de ello, las historias nacionales en cada uno de los dos países fueron
historias sólidas, integradas y sobre todo marcadas por un afán continuista.
Asimismo, este proyecto, en el que se exalta la unión de la gran familia hispana
y se maneja la «raza latina» o «raza hispana» como el elemento que
aunaba y hacía posible el reencuentro de los dos mundos, contiene la defensa
del pequeño agricultor, del colono blanco como bastión y núcleo de
las nacionalidades cubana y puertorriqueña. La defensa de este sistema de
producción, de la tierra y del hombre blanco que hizo Ramiro Guerra en
Un cuarto de siglo de evolución cubana, de 1924, y Q.n Azúcar y población
en las Antillas, de 1927, o José Antonio Ramos en la novela Tembladera,
en 1918, y Caniquí, de 1936, o el puertorriqueño Enrique Laguerre en La
llamarada, en 1935, también la encontramos en los juicios médicos de
años anteriores, entre ellos el del cubano Juan Culteras, quien en 1913 exponía
que el hombre sano y equilibrado era el campesinado blanco cubano,
asentado en los campos de Camagüey, unos campos de caña y café que no
fueron invadidos por los negros, y donde se observa «el tipo más hermoso
de la «raza» blanca en Cuba; altos, bien formados, de ojos claros, fina tez
blanca, tostada por el sol, y de pelo negro».
Desde la literatura y en la obra de algunos historiadores, la tierra y el
campesino fueron tomados como señas de identidad, de ahí que la defensa
del campesino, del jíbaro y del guajiro se haga de forma dramática en obras
como las de Enrique Laguerre, La llamarada; Solar Montoya, de 1941; La
resaca, de 1949, entre otras, en las de Miguel Meléndez Muñoz, o en las
novelas del cubano Luis Felipe Rodríguez, como en La conjura de la ciénaga,
de 1934. En ellas se combinan las denuncias por la expropiación de
las tierras en manos de compañías norteamericanas, la desaparición del pequeño
agricultor y la expansión del latifundio azucarero, con las representaciones
de lo autóctono, que se convierte en sinónimo de la puertorrique-ñidad
y cubanidad.
Al hilo de lo anterior, es necesario, al menos mencionar, el papel que
jugó en la cultura popular el siboneísmo desde mediados del siglo XIX
hasta los primeros años del XX en Cuba, así como también en Puerto Rico.
A través de esta corriente literaria se rescataba al indio antillano del pa-
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sado, se le integraba en el panteón mitológico en el que basaban los orígenes
identitarios, y se le incorporaba al imaginario elaborado por la élite
blanca en un período muy concreto de la historia del país. La cubanidad,
cuyo prototipo lo encamaba el campesino, era heredera, o estaba compuesta,
por los rasgos étnicos hispanos e indios, sin mezcla alguna con la
población negra o mulata. En Cuba sus máximos exponentes fueron José
Fomaris con sus Cantos del Siboney, de 1855, y Juan Cristóbal Ñapóles
Fajardo, conocido bajo el pseudónimo de «Cucalambé», cuyas décimas
fueron hasta principios del siglo XX unos de los versos más populares de
Cuba. A lo señalado hay que apuntar que las características que el sibo-neísmo
asignó al campesino blanco no son las mismas que posteriormente
encaman los campesinos y colonos blancos defendidos en las obras de autores
como Ramiro Guerra, aunque ambos prototipos fueron, en distintos
momentos, los portadores de la identidad nacional.
En el caso puertorriqueño la defensa del jíbaro como representante de
la puertorriqueñidad, descendiente de los españoles y de los indígenas, se
mantuvo hasta entrada la década de los treinta, cobrando importancia en algunas
de las obras que más influencia han tenido hasta hoy día en la concepción
de la identidad borinquen, como es el caso de Antonio Pedreira. El
jíbaro fue utilizado como el símbolo del mestizaje (blanco con indio), y
como seña de la identidad puertorriqueña; dicho símbolo ha pervivido
hasta la actualidad a través de las obras de Manuel Alonso, Salvador Brau,
Enrique Laguerre, Luis LLorens Torres o Antonio Pedreira, entre otros. A
propósito de la imagen del jíbaro es interesante hacer un breve inciso para
demostrar en qué medida esta imagen pervivió, como aparece en la descripción
que Luis Araquistain hacía del campesino después de su visita a
Puerto Rico, en 1928, en su libro La agonía antillana. En esta obra el jíbaro
se sigue representando como el descendiente del español cmzado con
el indígena, pero nunca con negro; ello le había impreso determinadas características
loables a su carácter, como la mansedumbre, la laboriosidad y
la capacidad de lucha por mantener la propiedad de la tierra, el bien que le
identificaba y le hacía parte de la nación. En el jíbaro centraba Araquistain
las esperanzas de independencia, afirmando de forma categórica que el negro
no tenía ese sentimiento en el mismo grado que el jíbaro.
Por todo lo descrito, de forma rápida y concisa, a veces es difícil establecer
fronteras entre las utopías, los sueños y los imaginarios nacionales
ideados por diferentes gmpos, ya que algunos de sus creadores participaron
de alguna manera en más de uno. Aunque nuestro trabajo no se centra
en la valoración de la herencia española en ambos países, al menos hay que
apuntar que ésta fue muy diferente en Cuba y Puerto Rico en función de
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los autores que se trabajen, y, sobre todo, según los períodos que abordemos.
Más allá del reconocimiento de las raíces culturales españolas, por
ejemplo en Puerto Rico, el hispanismo les sirvió a algunos intelectuales
para marcar su oposición a Estados Unidos, llegando a ser uno de los principales
ejes del discurso político a partir de la década de 1920 (1920-1940).
En Cuba el Diario de la Marina se encuentra dentro del grupo que podemos
denominar como hispanistas, proclamadores de la superioridad moral
de la colonización española, cuyo alegato se hizo más intenso a partir
de 1898 con la intervención norteamericana y desde el que, en múltiples
ocasiones, se llamaba a la concordia y convivencia entre españoles y cubanos
«miembros todos de una gran familia, la gran familia latina». Dentro
de este grupo están figuras como Mariano Aramburo y Machado y
Francisco Carrera Jústiz. Por otra parte, aunque sea de forma muy rápida,
es necesario mencionar también a los otros intelectuales que dudaron de la
capacidad del pueblo cubano para gobernarse justificando con ello la intervención
de Estados Unidos. Este grupo, al igual que existió en Puerto
Rico, sostenía que la mezcla racial y la colonización española habían impreso
un retraso insalvable en la cultura cubana cuya única solución era la
anexión al país del Norte. Joaquín Aramburu, Francisco Figueras o José
Ignacio Rodríguez eran cabezas visibles de esta ideología. Una ideología
que fue combatida por hombres como Enrique Collazo, Antonio Rioja, Julio
César Gandarilla, Enrique José Varona o Rafael María Merchán, cuyas
historias nacionales tempranas tienen una finalidad muy concreta al tratar
de crear una conciencia nacional a partir del pasado glorioso que iniciaron
las guerras de independencia en 1868.
La utilización de las concepciones antropológicas y médicas al conjunto
social nos obliga a abordar, en esta primera etapa de la vida republicana,
al menos hasta 1910, como pieza fundamental los postulados científicos,
culturales y sociales formulados por el antropólogo cubano Femando
Ortiz. Asimismo, su vasta obra y su cambio radical de método y objetivo
científicos motivó la participación de este intelectual en la construcción de
otros imaginarios nacionales y en la consolidación de la nacionalidad cubana.
Ello, además, nos permite ver el modo en que dichos imaginarios
fueron creados, el solapamiento, en ocasiones, de unos con otros en los que
sus fronteras a menudo son vagas y etéreas, y nos habla de las élites económicas
e intelectuales que auspiciaron la creación de dichos imaginarios.
La participación de Femando Ortiz, o mejor dicho la incorporación de las
ideas de Ortiz como elementos básicos a partir de los cuales definir la identidad
cubana se realizó en momentos diferentes y muy diferenciados, marcados
por el cambio y la evolución de su pensamiento que desde el positi-
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vismo fue adquiriendo otras posiciones en las que primó el concepto de
cultura y el análisis científico. La correlación entre «raza» y criminalidad
sólo se observa en Ortiz en los primeros años de su andadura intelectual;
en uno de sus primeros trabajos, de 1906, que sin duda es el más emblemático
de esta etapa, Hampa Afro-Cubana. Los negros brujos. (Apuntes
para un estudio de etnología criminal), resalta la importancia del factor étnico
en la constitución de la sociedad y en la consolidación de la nacionalidad.
En su definición del hampa cubana Ortiz asumió la existencia de
«razas» inferiores y superiores y la definición del delito como consecuencia
de un atavismo, de una degeneración y una regresión al salvaje. Para él
la inferioridad del negro y su primitivismo salvaje eran la explicación de
su conducta delictiva. Al igual que algunos de sus maestros e intelectuales
españoles, como Giner de los Ríos, Concepción Arenal y Pedro Dorado
Montero, Ortiz pronto comenzó a distanciarse del positivismo italiano y de
sus teorías en tomo al determinismo biológico, indicando la necesidad de
incluir en sus estudios sobre la formación étnica y cultural del pueblo cubano
los factores sociales como determinantes, junto a los antropológicos,
de la «mala vida» de cada país. Para él el análisis de los fenómenos sociales
era imprescindible para comprender la historia.
La evolución del pensamiento de Femando Ortiz produjo una radical
modificación en sus planteamientos, metodología de trabajo y objetos de
estudio. Sus investigaciones hicieron que en un espacio muy corto de
tiempo navegara desde posiciones lombrosianas a actitudes más abiertas en
las que el positivismo dejaba paso al análisis científico de la sociedad y de
los individuos. En esta nueva posición Ortiz arremetió, ya en 1910, contra
el panhispanismo y contra el término «raza». A pesar de ello, Ortiz manifestó
y dio pmebas reiteradas de que su posición no era tanto contra España,
contra sus tradiciones, su cultura y su pueblo, como contra determinados
sectores políticos o intelectuales que seguían considerando a Cuba como
una tierra a conquistar, o bien no valoraban ni entendían la identidad cubana.
Criticó el concepto de «comunidad histórica» manejada por el pan-hispanismo,
así como la posición de algunos intelectuales españoles que seguían
recordando las «gestas hispanas» sin tener en cuenta los problemas y
la sensibilidad de los pueblos americanos y proponía un acercamiento entre
ambos países a partir de la cultura y la civilización.
La negación desde temprano del término «raza» como categoría social,
cultural o étnica le condujo a oponerse a quienes a partir de la «raza» querían
constmir un pasado, un presente y un futuro común. Su definición de
cultura y su dedicación a la ciencia como la única capaz de hacer avanzar
a los pueblos y conducirlos al progreso y a la modernidad estuvo presente
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en el diseño de la nación y de las relaciones entre España y Cuba, en las
que la ciencia y la cultura tenía que jugar, y jugó, un papel medular.
Tanto los cubanos Ortiz y Ramiro Guerra como el puertorriqueño Antonio
Pedreira, desde distintas concepciones e interpretaciones, acudieron
al pasado con el fin de recrear la memoria histórica mediante un proceso
que fuera aglutinador y, en algunos casos, armónico. En esta tarea Ortiz,
con gran formación en sociología y antropología, revisó de forma minuciosa
los pasados de España y Cuba con el fin de rescatar los fundamentos
en los que descansaba la nacionalidad que lentamente se había ido fraguando
durante siglos. Apela a la historia, busca en las leyendas, tradiciones,
usos, tipos y costumbres, todos los elementos que desde esta perspectiva
y tratamiento igualitario le permitan construir una memoria histórica,
en la cual tenían cabida los distintos elementos que habían interactuado en
la formación nacional. En muchos casos esa búsqueda del pasado la hace
desde el presente, como cuando resalta la importancia de fijar en el papel
las supervivencias africanas actuales, y exhumar las que fueron, antes que
el transcurso del tiempo las acabe de pulverizar y extravíe su recuerdo.
Compartió inquietudes similares con otros destacados intelectuales
preocupados por la corrupción, la pérdida de valores morales, la decadencia
cultural, la degeneración moral, la expropiación de las tierras y, en definitiva,
por la pérdida de soberanía. Emilio Roig de Leuchsenring, Juan
Marinello, Félix Lizaso, Jorge Mañach, Francisco Ichaso fueron algunos
de estos intelectuales, quienes participaron en empresas culturales y literarias
como fueron las publicaciones Cuba Contemporánea (1913-1917), la
Revista de Avance (1927-1930), y la revista Social (1923-1933 y 1935-
1938). Desde la antropología y la historia Ortiz persigue demostrar la unidad
del pueblo cubano a partir de la heterogeneidad de todas las culturas y
etnias, mediante el proceso de transculturación, como medio indispensable
para conseguir el fin último que este grupo se propuso, esto es, la integración
nacional y el robustecimiento de la soberanía nacional. Para lograr su
objetivo Ortiz apela continuamente no sólo a la necesidad de conocer su
historia y de aceptar su pasado como parte integrante de la cultura y la sociedad
actual cubana, sino también a la necesidad de enseñar y educar a los
ciudadanos.
En su libro Entre cubanos, que recoge artículos aparecidos entre 1906
y 1911, señala la educación como la vía que posibilitaría la formación de
una sociedad con un cierto grado de cultura, que fuera capaz de crear una
nación sólida y fuerte, que pudiera estrechar la mano con Estados Unidos
en igualdad de condiciones. Al igual que algunos de sus maestros españoles
e intelectuales hispanos contemporáneos, Ortiz señalaba que la educa-
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ción y la ciencia eran los instrumentos básicos con los que el pueblo cubano
tendría que luchar para fortalecer y consolidar su «nacionalidad agonizante
». Asimismo, Ortiz llamaba la atención sobre otros factores que
contribuirían a mantener y consagrar la nacionalidad y soberanía como
eran la nacionalización de las materias primas, la división de las tierras, la
diversificación agrícola, la enseñanza y divulgación de las técnicas agrícolas
entre los campesinos, así como la nacionalización de los inmigrantes,
ya que era la vía que posibilitaba su participación en la vida nacional.
A diferencia de otros intelectuales latinoamericanos de su época, Ortiz
supo conceptuar la cultura no en función de la «raza», como era habitual
en la época, sino a partir del estudio de los pasados y del análisis y valoración
de cada uno de los componentes que se encontraban en la cultura- hispano,
africano y asiático, fundamentalmente- definiendo la cubanidad
como una categoría de cultura; una cultura en la que la fusión de todos los
aportes étnicos de la isla desembocaba en la integración de todas las fuerzas
sociales que formaban parte de Cuba y de su nacionalidad.
Para entender su obra y sus fines tenemos que tener en cuenta que fue
un intelectual nacionalista, regeneracionista, y con un fuerte compromiso
político. Como regeneracionista prestó especial atención a la educación y
a la cultura como elementos claves de avance de los pueblos, como nacionalista
y hombre comprometido mantuvo siempre una honda preocupación
por que la sociedad cubana alcanzase la integración étnica y cultural, la
cual consideraba punto de partida para edificar la nueva sociedad. Ello es
el motivo de que su obra esté cargada de patriotismo y civismo. Todos estos
elementos, educación, regeneración, integración de blancos y negros,
cultura... son los que le permiten a Ortiz reafirmar la identidad nacional
como un conjunto integrado y cambiante, en pleno cocimiento como era el
ajiaco, un guiso típico cubano con el que comparaba la formación continua,
mixta y cambiante de la nacionalidad cubana.
El rescate del pasado cumple dos funciones diferentes en las obras de
Ortiz y Pedreira, por una parte les sirve para fundamentar sus proyectos sociales
y culturales y, por otra, los legitima. Pero a diferencia de otros autores,
Ortiz no asienta la nacionalidad en una comunidad histórica sino en la
evolución de todas las comunidades que en algún momento habitaron el
suelo cubano; utiliza la historia y la recreación del pasado para legitimar la
nacionalidad presente y su proyecto cultural. El tratamiento igualitario de
todos los componentes de la historia de Cuba le ayudaban a generar la visión
armónica y homogénea de la sociedad cubana por la que tanto abogó.
Sin embargo, con su rescate también ayudó a que se edificasen otros imaginarios
en los que el elemento africano fue destacado del conjunto, y, con
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posterioridad, se le ha querido dar una proyección que no se correspondió
en todas las esferas con la realidad.
En el caso puertorriqueño la Generación del Treinta reflejó en la literatura,
la historia y la política sus anhelos y temores. La debilitación de la
identidad nacional, el peligro de la desintegración de Puerto Rico como nación,
la lucha por la soberanía nacional, la defensa del campesino desplazado
de sus tierras, fueron factores que convergieron en medio de una
aguda crisis económica y que mostraron la necesidad de crear y consolidar
un proyecto cultural articulado en tomo a la identidad puertorriqueña. Dicho
proyecto tendría 3 fases: definición y refuerzo de la identidad cultural;
robustecimiento de la identidad nacional; y fortalecimiento de la conciencia
nacional, de la nación.
Los intelectuales puertorriqueños de esta generación reconstruyen un
pasado limitado al siglo XIX, ya que es el período en el que enmarcan el
afianzamiento de la cultura nacional en manos de una élite culta, en su mayoría
hacendados, y con posiciones autonomistas. Dicha reconstrucción le
sirve a Antonio Pedreira para establecer el proceso de formación y diferenciación
de la cultura nacional de la cultura española, y para marcar las
consecuencias de 1898 sobre la identidad y la conciencia nacional. A pesar
de que la invasión norteamericana es considerada como un momento de
ruptura en la continuidad de esa identidad, Pedreira reivindica el mantenimiento
de la misma dentro del proceso evolutivo de la formación del pueblo
puertorriqueño; un proceso continuo que, como la evolución, siguió,
aunque a diferentes ritmos. Para Pedreira, como para otros intelectuales de
esta generación, el fortalecimiento de la identidad tenía que hacerse a través
de un proyecto cultural; éste fue el imperativo de este grupo, que a diferencia
de otros anteriores jugó un papel decisivo en el debate en tomo a
la nación, combinándose el proyecto político-nacional, con el proyecto
cultural, aunando la nación con la cultura como rasgo de identidad.
Al igual que en el caso de Femando Ortiz, Antonio Pedreira conocía
perfectamente el ambiente cultural español, donde realizó el doctorado, al
igual que otros puertorriqueños como Margot Arce en el Centro de Estudios
Históricos de Madrid, y con cuyos integrantes, además, mantuvo una
intensa relación, que destaca en otra de sus obras. Aristas, escrita en 1930.
Al igual que Ortiz, estuvo en contacto con los pensadores, historiadores y
artistas españoles más destacados de su siglo, reconociendo y valorando la
tarea de renovación científica y apertura que se había iniciado con la Institución
Libre de Enseñanza, en 1874, cuya obra consiguió consolidarse
con la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas de
Madrid, de 1907. En esta Junta estuvieron integrados varios de los histo-
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dadores que visitaron ambas islas en un activo intercambio académico. Federico
de Onís, Tomás Navarro Tomás, Dámaso Alonso, Juan Ramón Jiménez,
Ramón Menéndez Pidal... fueron algunos de los intelectuales procedentes
del Centro de Estudios Históricos que trabajaron y colaboraron
con la Universidad de Puerto Rico. Algunos de ellos también lo hicieron
con la Universidad cubana y, en concreto, con la Institución Hispano Cubana
de Cultura creada por Ortiz en 1926. A todos ellos Pedreira los califica
como hombres integrantes de la España Nueva. Este reconocimiento
de la historia y de la cultura española, de sus aspectos positivos y renovadores
está presente en toda la obra del intelectual puertorriqueño, escrita
con una intencionalidad nacionalista y política muy concreta. Ello condicionó
su análisis del sistema colonial hispano, pese a que reconocía que
uno de los males de la cultura puertorriqueña era el estado de coloniaje
continuo en el que siempre estuvo.
Antonio S. Pedreira trató de definir la cultura y la nación a partir de los
elementos dispersos e íntimos que estaban ausentes de las historias oficiales
¿Cómo somos y qué somos los puertorriqueños? eran las preguntas a
través de las cuales se trataba de sistematizar y definir los rasgos definito-rios
de la identidad como vía de afirmación nacional. La encuesta que contenía
estas y otras preguntas y que fue publicada en la revista índice (1929-
1931) -coetánea y con preocupaciones similares a otras que se publicaban
en Cuba como la revista Avance (1927-1930), con cuyos miembros compartían
preocupaciones similares, y con quienes tenían relación-, era una
muestra de las preocupaciones y del quehacer de la generación del treinta
puertorriqueña encabezada por Antonio S. Pedreira para quien la cultura
era el bastión del sentimiento nacional, y de la nacionalidad. Desde Cuba
algunos pensadores, como el propio Femando Ortiz, enviaron notas de felicitación
por la aparición de índice. Además de esta revista, pionera y reseña
del grupo, la llamada Generación del 30 contó con otros órganos de
expresión que sucedieron a dicha revista: Brújula (1934-1937), Ámbito
{1934-1931), y Ateneo Puertorriqueño (1935-1940).
Los objetivos de este grupo aparecen en índice: «Vamos a definir concretamente
nuestra situación, a orientar nuestra vida... que nos permita
conservar lo que tenemos y recuperar lo que perdimos»-
En 1934, en el libro titulado Insularismo, Pedreira delimita y define el
imaginario nacional que quiere crear:
«Voy buscando, intuitivamente, la significación oculta de los hechos
que marcan la trayectoria recorrida por nuestra vida de pueblo... Estas páginas,
pues, no aspiran a resolver problema alguno, sino más bien a plantearlo.
.. A la larga, el tema responde a un ¿cómo somos? o a un ¿qué so-
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mos? los puertorriqueños globalmente considerados. Intentamos recoger
los elementos dispersos que laten en el fondo de nuestra cultura».
La obra de este autor se nutre en los escritos de intelectuales del siglo
XIX como Salvador Brau. Como él, Pedreira concedió un papel hegemó-nico
a la historia, a la «raza hispana» como factor de civilización contra la
barbarie de los otros pueblos, tainos y africanos, y a la conquista y colonización
españolas. Como él, se supeditó al Estado colonial de la isla buscando
las vías que garantizasen su pervivencia como nación y aceptando
como componentes de la identidad cambiante puertorriqueña los elementos
legados por el colonialismo español y por Estados Unidos. Su profunda
preocupación por lo que él denominó en Insularismo como «horas de
aguda crisis para nuestra cultura» le llevó de manera urgente a reafirmar el
pasado inmediato, en el que el pueblo había logrado fraguar una identidad,
como medio de luchar contra el estado dual que atravesaba el pueblo, la
cultura y la «contextura moral» puertorriqueña. Para él, la existencia de un
alma puertorriqueña, aunque fragmentada y dispersa en el siglo XIX, era
suficiente para acometer la defensa de la identidad frente al proceso asi-milista
norteamericano.
Como en otras obras e historias de Cuba elaboradas por Ramiro Guerra
o Vidal Morales, en el discurso de Pedreira «lo autóctono» es el eje verte-brador
de la nacionalidad, lo cual trae como consecuencia que este autor nos
transmita una imagen integradora de la sociedad y de la historia puertorriqueña,
que a su vez hereda de otros autores. La música, la poesía, la prosa o
la pintura reflejaron y ayudaron a elaborar el mito de una sociedad pacífica
e idíüca, con una fuerte carga de patemalismo, agrupada en tomo a «la gran
familia», identificada en el siglo XIX con la patria, como indica Ángel Quintero
Rivera. Para Pedreira, como para Salvador Brau, el estudio de la historia
les sirve para demostrar que todos los elementos y sectores constitutivos
del pueblo se fueron armonizando en tomo a la gran familia; una gran familia
bastante uniforme, pese a reconocer la variedad de sus elementos étnicos,
los cuales son valorados de acuerdo a las teorías pseudocientíficas dominantes,
que estratificaban a los pueblos en función de su grado de evolución,
tomando como paradigma de la misma al hombre blanco.
Estas ideas están presentes en la obra de Antonio Pedreira, en la que
define al puertorriqueño como un pueblo mestizo, y en la que encontramos
referencias continuas no sólo a las «razas» superiores e inferiores, y a los
cmzamientos, que denomina «confusión», sino también al atavismo salvaje
como factor retroceso en las poblaciones, sobre todo en lo que él
llama «grifo» (el cmce del negro con el mulato). A pesar de estos cruzamientos,
Pedreira mira con optimismo a la población puertorriqueña pues
161
dice que la presencia mayoritaria de blancos atempera el carácter y posibles
atavismos de elemento negro. Admitiendo el mestizaje, el determi-nismo
biológico le lleva a presentar al puertorriqueño como un pueblo de
psicología «mezclada y equívoca», en el que se entremezclan la racionalidad
y la inteligencia europea con la indecisión y el sentimiento mágico del
africano. Estas serían las fuerzas repelentes que retrasaron la formación del
pueblo. Asimismo, la nostalgia, la tristeza y el aplatanamiento impuestas
por la geografía y el clima, completaban la definición del carácter y la psicología.
En el presente, a través de la geografía, de los cambios ocurridos
en el paisaje, trata de demostrar el estado de transición histórica en el que
vivía Puerto Rico. Frente a este determinismo geográfico Tomás Blanco
responde, en 1935, en Prontuario histórico de Puerto Rico.
La misma idea uniforme y armónica de la sociedad y del pasado la encontramos
en las novelas, poemas y pinturas que nos trasladan a unos parajes
idflicos en los que el jíbaro, otro de los grandes baluartes de la nacionalidad
puertorriqueña, que algunos autores calificaban como un
hombre blanco sin mezcla alguna, vivía en armonía con la naturaleza y con
la sociedad, trabajando, como lo habían hecho sus antepasados, la tierra
que era de su propiedad. Como ya señalamos, la tierra, como en el caso de
Cuba, era otro de los elementos fundamentales de la identidad. La construcción
idflica de la identidad puertorriqueña que hace Pedreira, fundamentalmente
en Insularismo y también en La actualidad del jíbaro, de
1935, es posible por la ausencia, que él comenta, de conflictos de clase y
conflictos raciales, factores que deben ser tenidos en cuenta como elementos
integrantes y articuladores de las identidades nacionales. En dichas
obras, tan sólo alude a algunas fuerzas biológicas disgregantes y contrarias
que habían retrasado la formación definitiva de los modos del pueblo.
La inmediatez en los objetivos que los intelectuales tuvieron en ambos
países, al menos los que desarrollaron su obra en los años 20 y 30, su profundo
sentimiento nacionalista y su preocupación por el Estado y futuro de
la identidad y la soberanía de los pueblos puertorriqueño y cubano, les empujaron
a afianzar su cultura como símbolo de su nacionalidad. El pasado
les sirvió para elaborar su proyecto nacional, aunque a veces se apeló a un
pasado idealizado; asimismo, a menudo se elaboran imaginarios excluyen-tes
como base para redescubrir y afianzar sus identidades sometidas a cambios.
Los intelectuales puertorriqueños, con gran pragmatismo, eran conscientes
que sólo podían hacer frente a dichos cambios con una base cultural
sólida desde la cual los irían incorporando; algunos de ellos incluso creyeron
que la cultura les conduciría a todas las formas de independencia. Apelaron
a la historia como la fuente donde se encontraban los fundamentos de
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sus culturas con el fin, nos dice Pedreira, de dar «al porvenir un sentido netamente
puertorriqueño».
Los textos de Pedreira, sobre todo Insularismo, aportaron nuevas visiones
de concebir la nación y la identidad. Aunque la aproximación e interpretación
del pasado y de la historia es muy diferente en Pedreira y en
Ortiz, la afirmación de la nación y de su integridad a partir de la cultura,
ha motivado que las obras de ambos intelectuales, durante mucho tiempo,
se hayan proyectado y contemplado sin crítica alguna. Sus ideas, estereotipos
e imágenes fueron incorporadas no sólo a la «historia oficial» tras
su aceptación y uso por historiadores, antropólogos, sociólogos o literatos,
sino también a la mentalidad popular, esto es, a la manera de concebirse
a sí mismo el pueblo cubano y puertorriqueño, y de proyectarse al
exterior.
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