SOBRE LOS POEMAS ESCOGIDOS DE AGUSTÍN
AGOSTA. PALABRAS A TIEMPO
YOLANDA BRITO ALVAREZ
Matanzas. Cuba
Hace algunos años, disfrutando de ese vicio de registrar papeles viejos,
me encontré con la figura de Agustín Acosta y Bello.
¿Quién era este hombre, reconocido en tantas publicaciones periódicas,
ensayos o estudios literarios, que se mencionaba en ocasiones con el respetado
título de «Poeta Nacional»? ¿Cuál era ese poemario, La Zafra, publicado
en el año 1926, de «Abierto enfrentamiento al imperialismo yanqui» en
donde se llamaba por su nombre al colonizador rapaz? ¿Había existido, entonces,
en nuestro país, otro «Poeta Nacional»?
Con éstas y otras preguntas, busqué viejos amigos, encontré familiares,
tropecé con fanáticos de su poesía, hallé incautos prejuiciados y mal intencionados
también, y luego de analizar fríamente casi un siglo de existencia
del poeta, más de diez libros publicados y documentos esparcidos en revistas
y periódicos de la más diversa índole, me di cuenta de la importancia que tenía
el rescate y la valoración de su obra para la historia de la literatura cubana.
Después supe que la Editorial Letras Cubanas preparaba una antología
con motivo de la celebración de su centenario, en el año 1986, efeméride que
desdichadamente no se conmemoró, y me mantuve a la espectativa: pensé en
una edición que estuviera en correspondencia no con la importancia de Agustín
Acosta como hombre, sino con la IMPORTANCIA —con mayúscula—
que tiene Agustín Acosta como poeta en el proceso evolutivo de la poesía
cubana y que pusiera de relieve los verdaderos rasgos estilísticos y conceptuales
de su obra.
Una edición que permitiera una visión esclarecedora de aspectos tan importantes
como el por qué había sido nombrado «Poeta Nacional», en qué
zona de su poesía se localizaban los rasgos contentivos para el otorgamiento
de este título, en qué aspectos había sido superado y qué la hacía insuficiente.
En fin, en una edición como la que se había hecho a sus contemporáneos,
reveladora de que se habían superado etapas de dogmatismos y oscuridades,
y que se podía dialogar con franqueza a la luz de los planteamientos y directivas
del Ministerio de Cultura en lo referido a nuestro patrimonio artístico
y literario.
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Tres años después ha llegado a nuestras manos, no una «Antología», sino
los Poemas Escogidos de Agustín Acosta. Una pequeñísima muestra de sus
poemario;s, en una edicióti «Giraldilla», desaliñada y desteñida, en la que se
atropellan los textos y se recortan y transcriben sin la más mínima compasión,
añadiendo a estos fallos editoriales, que se ignoren algunos de innegable
valor estético. Sólo 200 páginas para dedicarlas a un poeta casi desconocido
por las actuales generaciones, mencionado como primera figura en la historia
de la poesía hispanoamericana, en una de las épocas más difíciles de
nuestra Patria, la «década crítica», como ha sido llamada. De estas páginas,
casi un cuarto han sido dedicadas al prólogo del seleccionador Alberto Ro-casolano,
el cual hace un análisis bastante parcializado y superficial, tanto de
su figura como de su obra.
Cuando finalizamos la lectura del prólogo, nos pasa lo que a un viejo periodista
amigo mío: se exprimió la cabeza y dijo: «Ahora sí se que yo no conocía
a Acosta», y de frente a su máquina, escribió esta magnífica parodia:
«Poeta cuya producción en su conjuno no rebasó los límites de la mediocridad.
A reclamo de otros publicó versos de protesta que tenía escondidos por
cobardía. Se aprovechó de ciertas circunstancias fortuitas en las cuales se vio
envuelto para lucrar en la vida pública. Fue un santurrón que creyó en Dios
y en los espíritus. Pero se da el caso incomprensible que en la modesta oficina
de correos del pueblecito de Jagüey Grande, se conocieron sellos de medio
mundo en cartas dirigidas a Agustín Acosta en la década del veinte, donde
también recibió en su peña la visita de figuras importantes de la literatura,
no sólo de Cuba. Como también es inaudito que haya resultado poeta Nacional.
Por todo lo cual resulta imposible escribir la historia de la poesía cubana
ignorándole, por mucho que lo hayan intentado algunos, y se hace necesario
estudiarlo. Este libro recoge parte de su obra, según nuestro criterio,
y los juicios que mereció Acosta de algunos de sus críticos, especialmente en
la porción en que menos simpatías mostraron por el poeta.»
Como se verá, bien se hubieran podido ahorrar unas cuantas páginas, porque,
en resumen, éste es el sabor que nos queda después de concluida la lectura
de «Agustín Acosta: nuestro Proteo»: por el tono empleado, por su punto
de vi&ta, por su marcada intención irónica y peyorativa, porque toda la apoyatura
crítica empleada se sustenta sólo en los aspectos negativos, soslayando
todo hecho, comentario o crítica que sirva de base positiva para conformar
una imagen, lo más fiel y coherente posible, no de «nuestro Proteo»
—porque «Proteos» tristemente hemos tenido y tenemos muchos y Rocaso-lano
tiene que conocerlos mejor que yo, y entonces debió haber dicho: «Agustín
Acosta: uno de nuestros Proteos— sino de un verdadero poeta cubano,
que ya desde el año 1901 dice de él la Enciclopedia Hispanoamericana: «escribía
versos en el periódico El Jején que llamaban la atención por raros e
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inspirados ^; el poeta que cantó a las cañas y a la molienda, a la sangre y al
sudor del guajiro, a su impenetrable tristeza y a su extraña alegría; el poeta
que por primera vez insertó en estrofas los términos desgarradores de imperialismo,
gigante acorazado, yanqui de los ojos azules; el que en fecha tan temprana
como 1912 envolvía la bandera cubana en un velo de incontenible nostalgia
al decir: «Gallarda, hermosa, triunfal/tras de múltiples afrentas/de la
Patria representas/el romántico ideal ese bardo —como le llamaban— que en
el año 1926 hacía que los ojos del mundo de habla hispana se volvieran hacia
Cuba por la tremenda explosión que causaban los versos de La Zafra, «el primer
gran poema político de la última etapa de la Revolución» ^, al decir de
Mella.
De Acosta no haber abandonado Cuba —¡A los 86 años!— para reunirse
con su casi única familia, quizá Rocasolano no se hubiera atrevido a llamarle
«Proteo», aun conociendo, como conocemos todos, las inestabilidades por las
que atravesó durante la repúbhca mediatizada, y no sólo él, sino gran parte
de la intelectualidad de su época.
Entonces sucede que ahora —después del año 1972 para acá— vamos a
llamarle «Proteo», puedo mencionar, para no ser extensa, algunas opiniones
de relevantes personalidades de la cultura cubana que le tienen muy distinta
consideración.
1. Cintio Vitier, al dedicarle más de un capítulo en su inigualable estudio:
Lo cubano en la poesía, afirma en 1970:
«El acierto de Acosta es doble de oportunidad y fragancia. Ese libro (se refiere a La
Zafra) había que escribirlo del año 20 al 30. Todo él vibra de una emoción nacional que
ya se había acumulado lo bastante como para merecer el testimonio poético... Quizás el
mayor acierto intuitivo de Acosta es el haber sentido ese turbador aroma que impregnan
los campos durante la molienda, la polarización sensual del drama de la isla...» ^.
2. Salvador Bueno, al homenajearlo en su cumpleaños, dice:
«Llega a los ochenta años con una producción valiosa, que responde a un momento
esencial de la lírica cubana... Puede llamársele sin disputa el decano de nuestros poetas...
» *.
1. Enciclopedia Hispanoamericana del año 1940, tomo I, p. 12.
2. MELLA, Julio A.: Documentos, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1975, p. 493.
3. VITIER, Cintio; Lo cubano en la poesía, Inst. Cub. del Libro, La Habana, 1970, p. 350.
4. BUENO, Salvador: «En los 80 años de Agustín Acosta», periódico El Mundo, 12 de noviembre
de 1966.
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3. Loló de la Tómente, en 1968 publica una esclarecedora entrevista:
«Agustín Acosta ha dejado que los años pasen por él sin desafiarlos, confiado, tan
sólo, en el peligro poético que es la vida... hombre lleno de nobleza... Es La Zafra, el
canto antimperialista que conmovió los corazones... Fue Agustín Acosta el hombre que
dejó en un libro la firme verdad de una época...» '.
4. El 8 de mayo de 1970, se le rinde homenaje en un acto en la Escalina
de la Universidad de La Habana, y él mismo, con la humildad que caracteriza
al hombre que se ha convertido en luciérnaga por la impenetrable espiritualidad
de su poesía, le escribe a Eliseo Diego, que se le había disculpado
por la no asistencia al recital:
«Nada ha perdido usted al no asistir al acto de la Universidad en el que tuve el honor
de leer algunos de mis versos inéditos... Me halaga mucho saber que "Luna del campo"
ha sido de su agrado. Usted fue al fondo de la intención, que para todos pasa inadvertida...
»'.
¿Es necesario insistir en la ternura transmitida en sus palabras, en la paternal
confianza, en la delicada sencillez con que reconoce el valor de sus versos?
Pero aún más, podemos copiar algunas de esas inolvidables estrofas,
pues quizá por un descuido involuntario no aparecen en la selección y continúan
siendo virtualmente inéditas: «Tú siempre has sido mía, luna del campo,
siempre/jugaste a que eras sol de mi jornada oscura,/lo mismo cuando a
pie soñaba con los bosques/ que cuando sobre un potro volaba en la llanura./
Tú siempre has sido mía. Los bailes campesinos/que decoraba el nácar de tu
presencia única,/ampliaba el monótono rasgar de las guitarras,/y tú me sonreías
sobre los campos, luna./Yo voy hacia las vastas haciendas de mi espíri-tu,/
donde reinar no puede la densa sombra oscura,/porque a la noche opongo
tu clara luz de entonces,/luna '.
Basten estos ejemplos para que corroboremos cómo en plena etapa revolucionaria
se agasajó a Acosta, y en qué medida él correspondió a ese reconocimiento.
Rocasolano se agencia de largos párrafos de recurrencia histórica, después
de los cuales entra en una serie de preguntas cuyas respuestas él mismo
enfatiza, en la búsqueda de un lector aliado, al cual no da margen para que
5. DE LA TORRIENTE, Loló: «Agustín Acosta. Coloquio del poeta y la poesía», en: Revista
Bohemia», año 60, núm. 24, 24 de marzo de 1968.
6. Carta de Agustín Acosta a Eliseo Diego del 19 de mayo de 1970.
7. Tanto éste como otros poemas que aparecen en el trabajo y que no pertenecen a libros
editados, han sido copiados de las revistas, periódicos o plaquets en que se editaron por única
vez. «Luna del campo» apareció en El creador y su obra con motivo del recital a que se hace alusión.
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saque sus propias conclusiones: «¿Puede un creador de bienes espirituales,
esté donde esté, permanecer ajeno o mantenerse incólume ante los signos de
su tiempo? No. De alguna manera esos vientos dejaron huellas... Pero Acos-ta
no rebasa la medida apetecida por las fuentes que abriera el modernismo
y se mantiene impertérrito ante las señales de la vanguardia...»
Y yo le pregunto: ¿Cuál es esa medida? ¿Cuál es la altura o profundidad
de ese récord? ¿Qué significa impertérrito? Porque no podía haber osadía ni
impavidez mayor que la de Acosta cuando escribía en 1908, rompiendo los
cánones lingüísticos y las barreras conceptuales, en abierta línea hacia la vanguardia:
«Oh rumores abismáticos de los rieles luminosos/que resisten, inmutables,
la presión de los colosos,/de esas moles terroríficas que en las noches
cruzan campos/exhalando, cual suspiros, rojas chispas, eubios lampos/que ar-coirizan
la verdura de las lóbregas montañas/con el fuego que devora sus herméticas
montañas.../».
Y luego, cuando aparece La Zafra, escrita antes de 1926, se ratifica esa
condición de avanzada, en la evidente transformación formal y convencional,
porque la poesía es la encargada de trasbordar los campos, el machete, el
hierro, la máquina, la molienda, convirtiéndose, evidentemente, en el antecesor
directo de los poemas cubanos que se han canonizado como los poemas
de la vanguardia.
Decía Acosta: «Todo rueda, todo funciona./Las voladoras ejecutan/el
mandato de los fluidos ;/el los pasadizos asustan/los sinfi es inacabables/y los
trapiches trituran/la riqueza de la gramínea/para robarle sus azúcares/... Sil-van
calderas humeantes./En los pisos aúlla/una complicación de hierros./En
ese cerebro de hierro,/que lanza su idea de azúcar/todo realiza su misión.../».
Pero, extrañamente, este poema no se incluye, tampoco, en la selección;
como no se incluyen «La sombra del caudillo», ni las impresionantes décimas
de «Postcenio», que cierran el ciclo que Acosta ha trazado en La Zafra, dentro
del cual quedan atrapados el dolor y la realidad del cubano. Cómo incluir
sólo seis poemas de este hbro en el que se dejó constancia de lo que fue la
época de las carretas haladas por los lentos bueyes y los ingenios viejos; el libro
«que supo atizar el fuego de la concienza nacional por la hondura del sentimiento
y la riqueza de la expresión; que exhibía una unidad tan apretada y
concisa en la que se reflejaba la conciencia nacional... que agarró fuerte en
el ánimo del público y se oyó recitar en veladas y mítines y conmemoraciones
de toda clase, que fue como una saeta que entraba profundo el el sentir
del pueblo...» *; el primer hbro de poesía antimperialista con que cuenta la
literatura cubana.
En «La sombra del caudillo» el norteamericano es desnudado por primera
vez de su falso ropaje: «Tenían los ojos azules/que pérfidamente guiña-
8. Véase nota 5.
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ban/... Tenían los ojos azules/se ignora el color de su almas./, y «Los centrales
de hoy» establece un paralelo con «Los centrales antiguos», en donde se
hace evidente la amargura por la creciente y manifiesta injerencia norteamericana:
«rubios americanos dirigen la molienda/... ver en nuestro suelo nacer
un pueblo extraño/tras el dolor glorioso de las luchas epónimas/». Y si se hubiera
transcrito «Retorno a la esperanza», los actuales lectores de Acosta podrían
notar que la combatividad y el patriotismo no son acusables sólo en las
décimas de «Pórtico» o «A la bandera», sino que son sentimientos latentes
que despuntan en todo el libro con la fuerza del acero contenido: «Pero no
importa. Volverá el empuje/de las nuevas generaciones;/el filo del machete
hará visibles/lejanos horizontes.../. Cierro este breve comentario sobre los
poemas antiimperialistas y de combate de La Zafra no incluidos en la selección
con estos fragmentos de «Postscenio»: «Son muy negras las auroras/del
horizonte cubano.../... Pido un gesto de animal/que excluya la sumisión./Basta
ya de sin razón/que fuerza el acatamiento,/la venganza está en el viento/y
la chispa en el tizón.../».
Más de treinta años después, en 1963, Acosta publica Caminos de hierro
que es, no exactamente una continuidad de La Zafra, pero sí un lapso de su
espiral poética, cuyos puntos en común van más allá de lo puramente temático
para coincidir principalmente, en lo que ambos tienen de paisaje cubano
y de pasión por lo patrimonial. Sin embargo, también en este poemario, de
veinte textos, se escogen sólo tres. Lástima que los lectores desconozcan «El
maquinista»: «Señor de un imperio que a diario conquista./El monstruo le rinde
su altiva pujanza/y abren lejanías sus manos expertas/con la reguladora palanca...
»/ y que se pierdan el eco y la resonancia vital de los tiempos y los
viajes que se experimenta con la lectura de «La canción de los raíles y de las
ruedas», uno de los poemas más importantes de este libro, sobre todo por el
tratamiento directo al tema central del libro: «Sobre raíles de acero y de música/
graban las ruedas ruidosas sonatas:/roncos murmullos, sonoros acen-tos,/
sones dispersos sin tiempo y sin pauta./Cantan y lloran los recios raíles.../
Busca viajero, tu nota más honda,/en ese ruido sin eco y sin pauta...»/.
Y más aún.que toda esta pintura fresca de la realidad cubana, se pierden los
lectores de conocer el testimonio de su humilde condición de obrero ferroviario
contenidas en las palabras iniciales del libro, y que tan coherentemente
llama: «Andén»: «un día el jefe de estación que en mí vive y aüenta, creyó
oportuno darle salida al tren tan demorado... La estación no quedó sola; porque
si hay trenes que salen en vía libre, también los hay que eptran después
de un largo recorrido...»
Esta situación se repite en el tratamiento dado a Jesús. Es inadmisible
que no se reproduzca ni siquiera el poema que da título al libro, en el que
con la importancia del poeta sui géneris que es —y por primera vez en la literatura
cubana, me ha aclarado Rocasolano—, hace una especie de glosa so-
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bre la vida de este ejemplar personaje bíblico, de donde se dice que «no salió
airoso». Tal vez esta afirmación deba ser menos categórica. Lo que pasa
es que se habla del poema y no se publica, por lo que los lectores no podrán
analizar por sí mismos hasta llegar a una conclusión personal, y estarán nadando
entre las aguas desbordadas del prologador y de este ignorante comentarista.
Dice incluso que «faltaba a Acosta el sentido místico real para que
cuajara de modo convincente su propósito...». En realidad no entiendo a Ro-casolano,
porque antes había dicho: «Estamos ante un hombre que profesa
la teosofía, es decir, alguien que se cree iluminado por la divinidad e íntimamente
vinculado a ella...». ¿Cuándo le creo? Si a este hombre «iluminado
por la divinidad», le «falta el sentido místico», entonces, ¿quién podrá abordar
en literatura felizmente el tema bíblico? Seguramente que nadie. Pero en
fin «Jesús» se leerá en otra parte y se comprobará, no sólo que es la nota
más alta de ese Hbro, sino que es un foco de atención en la trayectoria poética
de Acosta por cuanto es un texto íntimo en el que es necesario considerar
aspectos como el tiempo, la espirituahdad, el ansia por lo deseado, etc.
En otro orden de cosas, dice más adelante: «la popularidad de Acosta se
apoya en ese libro (asegura refiriéndose a La Zafra), el cual le abre las puertas
de la política al uso».
Independientemente de que esto de «la política al uso» es una frase demasiado
predicha —que, además, repite varias veces—, eso no es verdad:
Acosta llegó a la poesía porque era poeta desde la cuna. Lo demuestra que
en fecha tan controvertida como el año 1901 ya se le considerara un poeta
cuya producción había rebasado el círculo de lo local; que en 1912 había ganado
el premio nacional que auspiciaba la Revista El Fígaro; lo prueban las
palabras de Santos Chocano en 1908: «A Agustín Acosta, a quien auguro el
cetro de la poesía de los trópicos» '; en fín lo prueba su obra toda y el testimonio
de su propia vida. Pero, por un camino muy distinto a ése llegó a la
política, la que siempre mantuvo alejada de su obra. Se enrola en la política
porque en los duros años de la dictadura de Machado, se involucró en los movimientos
revolucionarios que en Jagüe Grande —donde radicaba— y en todo
el país, se levantaron para acabar con aquella terrible situación. Allí ganó su
prestigio como político: en la conspiración, en los campos recogiendo armas
y escondiéndolas, en el contacto que había tenido desde antes con los grupos
revolucionarios —recuérdese el «Minorista», al que perteneció— involucrando
amigos, haciendo denuncias públicas —se lo permitía su condición de abogado
—como la carta escrita al dictador pidiéndole la renuncia y, más que
todo eso, en la cárcel, tan temida por muchos.
Ese aval ganado en su lucha por la justicia social, lo promueve a la jefa-
9. Con esas palabras dedicó Santos Chocano su libro El Dorado a Agustín Acosta. Biblioteca
personal de Nina Acosta.
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tura de la provincia, y más tarde, su amigo de tiempo atrás, Carlos Mendie-ta,
lo lleva a la Secretaría de la presidencia como hombre honrado, incapaz
de traicionarlo. ¿Quién no hubiera ido? Acosta era un hombre sagaz, en plena
madurez, que había luchado a brazo partido contra la miseria, por la prosperidad
de su familia, que tenía los cánones establecidos por la clase a la que
había llegado con grandes esfuerzos, y que además, mantenía la sicología propia
de los intelectuales de esa época. ¿Que no pudo renunciar a ella? Es verdad.
Pero, ¿qué otra cosa hizo Acosta sino aceptar un puesto en correspondencia
con sus capacidades intelectuales, del que vivió sólo durante 11 años?
¿A quién mató? ¿Cuándo se pronunció a favor de la injusticia o del abuso,
en contra de su suelo, de su Patria, de su bandera, de sus mártires? ¿De qué
otra cosa iba a vivir si por sus poemas —que era lo más caro que tenía— no
le pagaban nada y él mismo tenía que financiar sus publicaciones? Es verdad
que durante esos años estuvo dando barquinazos insostenidos, pasando inadvertido,
y hasta retractándose; pero también es necesario aclarar que a partir
del año 1944, no aceptó ningún otro cargo en el gobierno, porque no compartía
ni los abusos ni la dictadura, porque ofertas tuvo varias y bastante tentadoras,
por cierto. Así demostró el poco apego que tenía a los cargos y se
dedicó, de nuevo, a sus versos, casi callados en todo este tiempo, en tanto
ese silencio no respondía a otra cosa que al encierro de sus sentimientos tan
controvertidos. Es penoso que no se conozca su poema «Farewell», aparecido
en una revista pueblerina —curioso que no se olvidara de sus queridos pueblos—
en el año 1934: «Para cantarte, Cuba, ya son pocas las horas/yo no
quiero más agua que el cristal de tus fuentes/(...) Que yo quiero esta vida,
esta paz, estas cosas/tan humildes, tan pobres, tan sedientas de amor./No es
que olvide las viejas capitales fastuosas/es que hay algo más puro... es que
hay algo mejor/».
Ese era el sentir de Acosta, aunque conscientemente se mantuvo de regreso
a su terruño matancero distanciado de los nuevos embates políticos. En
una carta, el 20 de mayo de 1957, escribe: «Me han consternado los últimos
sucesos. No importa que esté situado al margen de la política, de esto que
llaman política y no lo es... esta guerra cotidiana me tiene convertido en un
ignorado y pequeño Fray Luis de León... estamos mejor en lo oculto, un
poco despreciados por los valientes...»
Es muy importante también, el tratamiento que se da en este prólogo a
la posición que ocupa Acosta dentro de «la labor renovadora de la poesía»
en las primeras décadas de nuestro siglo, en relación con Regino Boti y José
Manuel Poveda.
El mismo Rocasolano, en otros estudios, ha dicho: «Que Poveda y Boti
denominaron "modernismo" a la labor renovadora emprendida por ellos hacia
1910», y que «correspondía a Regino Boti y a José Manuel Poveda, fundamentalmente,
devolverle a nuestra poesía la dignidad perdida». Y así su-
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cesivamente, encontramos este mismo planteamiento en otros ensayos, comentarios,
y hasta en las clases de la Universidad., Y yo me he preguntado:
¿es acaso que la «renovación de la poesía» comenzó, se descubrió, explotó
como sacada de una vara mágica, con Arabescos Mentales, en 1913? ¿Es que
el «Grupo de Oriente» dirigió esta renovación? ¿O es que esta renovación
hay que verla como un movimiento nacional, o por lo menos, como un hecho
que estaba ocurriendo en varios lugares del país, y que tuvo principal importancia
en el «Grupo de Oriente», y en Matanzas, con el grupo de Acosta,
el famoso «Areópago de los Chocolates», que se había ido conformando desde
muy temprano, en los inicios del siglo, al calor de El Jején (1901), El Im-parcial
(1904), y posteriormente. El Estudiante, con las figuras de Medardo
Vitier, los hermanos Francisco y Fernando Llés, Hilarión Cabrizas, Joaquín
Campuzano, Carlos Prats y otros?
Pero sucede, como ha sucedido otras veces, que la mala suerte acompaña
de la mano a los grandes talentos: Acosta no puede publicar su libro hasta
1915, y lo hace —recuérdese— gracias al dinero que gana con el premio de
1912, principal causa por la que participó en el Concurso, si no, tampoco hubiera
podido publicarlo. ¿Y de no haber sido así, entonces, Acosta se hubiera
mantenido totalmente fuera de esta renovación, y con él, todo el movimiento
del occidente cubano que lo había erigido como principal figura? Suerte
que las publicaciones existentes entre 1901 y 1915 son harto elocuentes.
Pero hay otro detalle curioso: cuando se publica Ala, hay una eferveren-cia
que no se conoció a la salida de Arabescos mentales, por el carácter marcadamente
elitista de este último. Algunos de los comentarios alrededor de
Acosta fueron: «ninguno como él», «éste es el más grande poeta joven de la
nación», etc. Estas reacciones seguramente afectaron al «Grupo de Oriente
», y mucho más, cuando era uno de «occidente» el merecedor de tales elogios;
sin que podamos obviar, tan ingenuamente, la tirantez existente entre
los dos grandes polos geográficos en que se dividía el país.
Ala, en verdad, era un impulso editorial no a «la labor renovadora de
Boti y Poveda», sino a la labor renovadora que se habían impuesto la mayoría
de los poetas de esa generación, sobre todo aquellos a los cuales la historia
marcó con el signo de la permanencia por su indudable valor artístico.
Es el propio Poveda, quien en 1918 coloca a Ala, no sólo dentro de la renovación,
sino en el primer lugar de esa renovación: «En cuanto a nuestra poesía,
yo no puedo decir que sea original en absoluto, pero sí digo que es la
más importante que se ha hecho en Cuba. Tres libros —Ala, Arabescos mentales
y Versos Precursores— señalan la nueva época» ^°.¿Es acaso, casual, que
el mismo Poveda coloque a Ala en primer lugar? ¿Y si ellos mismos se reto.
Palabras de José Manuel Poveda recogidas en ROCASOLANO, Alberto: El último de
los raros. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1982, p. 86.
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conocieron entre sí, por qué hoy los críticos cubanos se refieron sólo a las
figuras orientales en este sentido? Leer Ala, como dijo Cintio Vitier, es dar
oído a ese «modo suyo de decir las cosas sin ningún resguardo, en la pura
visibilidad de la intemperie» ^\ En Ala estaba contenido el germen de un poeta
en ciernes cuyos atisbos de futuro se hicieron inminentes en la década del
veinte; mientras que las poesías de Boti y Poveda se estancaron: «era una poesía
sin futuro» ^^, había sentenciado también Cintio Vitier.
Ala, parafraseando a Rocasolano, «logra una repercusión —hija de su
don comunicativo y de la variedad de sus registros y temas— que le permite
una ancha aceptación popular» lo que no había sucedido con otros hbros hasta
entonces.
Ni los Poemas escogidos de Agustín Acosta, ni su prólogo, rebasan la medida
apetecida, para decirlo como Rocasolano, no satisfacen la curiosidad ni
los requerimientos de los interesados en el tema, aun cuando podamos detenernos
en afirmaciones tales como que «sin duda. La Zafra, fue —y hasta
cierto punto lo sigue siendo— ¿Cómo que hasta cierto punto? —el más importante
poema civil dedicado al citado problema...», problema que, verdaderamente,
es aún cardinal en nuestra economía, y lo seguirá siendo en los
próximos años, según el Programa del Partido.
Aunque se diga que «mantiene una indudable resistencia ante los embates
del tiempo» y que «goza de valores perdurables» —también repetido dos
veces—, Poemas escogidos de Agustín Acosta, deja, finalmente, un aliento
proclive a la resistencia y lastra el enriquecimiento, la visión que sobre este
autor deben tener las presentes y futuras generaciones de intelectuales, y
nuestro pueblo, que son, definitivamente, quienes nos pedirán cuentas de lo
que hicimos y permitimos en estos tiempos.
11. VITIER, Cintio: véase nota 3.
12. Ibidem.
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