Revista Latina de Comunicación Social
18 – junio de 1999
Edita: Laboratorio de Tecnologías de la Información y Nuevos Análisis de Comunicación Social
Depósito Legal: TF-135-98 / ISSN: 1138-5820
Año 2º – Director: Dr. José Manuel de Pablos Coello, catedrático de Periodismo
Facultad de Ciencias de la Información: Pirámide del Campus de Guajara - Universidad de La Laguna 38200 La Laguna (Tenerife, Canarias; España)
Teléfonos: (34) 922 31 72 31 / 41 - Fax: (34) 922 31 72 54
[Abril de 1999]
Medios y mendigos (1)
Lic. Tânia Cordeiro ©
Profesora de Teoría de la Comunicación
Universidad Estatal de Bahía, Brasil
cordeiro@lognet.com.br
La imagen mediática de la indigencia encubre y niega los significados de crítica social que porta la figura del mendigo. Por ello,
se analiza la "economía de la culpa social" que rige la representación de los mendigos, tomando ejemplos muy recientes de la
"telebasura" española y brasileña y, al hilo de las crisis socio-económicas que afectan a las sociedades latinoamericanas. Estos
programas han alterado la visión de la indigencia. Haciéndola cotidiana e individualizándola han desdibujado sus contornos. Y
ya no permiten reconocer el valor de la mirada –denuncia– que el mendigo proyecta sobre el resto del cuerpo social.
Finalmente, se plantea el contenido simbólico que los indigentes podrían representar, de no existir un silencio académico,
político y mediático sobre este tema.
La seducción mendicante de la culpa
Los mendigos sentados en los bancos de las plazas y en las escaleras de las iglesias paralizan la ciudad. Están de paso y la
ciudad permanece. Ellos reflejan la ciudad inerte, esto es, sin movimiento. Carecen de la prisa de los que gozan del estatus de
ciudadanos y desconocen el frenesí de nuestros medios de comunicación y transporte. Los mendigos "reales" y mediáticos
rotan con una monotonía más o menos uniforme. Tienden a la parálisis prolongada: Son (parecen ser) siempre los mismos. Su
único motor de aceleración es su cuerpo y sus distintivos, las desgracias - culpas que sobre ellos arrojamos física y
simbólicamente.
Propongo en este artículo considerar al mendigo como un ser independiente, dotado de una manera de ser desajustada al
tiempo y al espacio actuales. La indigencia hace posible la existencia de estos artistas, cuyas obras se despliegan y reproducen
a diario con libertad, tornándolos discretos, secretos, extraños e insistentemente comunes.
Podríamos adoptar la óptica de la disidencia forzada. El mendigo actúa como un disidente en todos los aspectos. En él hay, por
tanto, algo de negación total, menos a la vida. Ante él enfrentamos el ejemplo patente de hasta qué punto resulta posible ser
diferente, sin otra opción. No es éste, desde luego, un mensaje que se adecue a los medios de comunicación convencionales.
Y, sin embargo, me refiero a una población indigente que crece sin cesar. La revista Istoé del 17 de marzo último divulga que las
recientes medidas del gobierno, considerando el acuerdo con el FMI, prevé una recesión que "podría aumentar en un millón el
número de parados del país". Podemos establecer una relación entre la volatidad económica y la proliferación de mendigos,
incapaces de permanecer vinculados al orden productivo y al simbólico. Basta cerrar los ojos y recordar otros cuadros de la
mendicidad que nos eran familiares.
El mendigo era una figura conocida de las familias, de las calles. Su historia era accesible a quienes le socorrían, por tanto su
dolor era respetado y hacía posible una frecuencia regular de contacto. Entre las familias no era extraño que hubiese un
suplemento económico preparado para cuando pasase el ciego o el discapacitado por la puerta. Ahí, en esos lienzos de la
memoria, quizás sea posible retomar las caras de los mendigos, sus quejas, sus discursos, sus llagas y los espacios en los que
practicaban su arte.
En la actualidad el fenómeno de la indigencia carece de contornos, se hace inconmensurable. Ellos aumentan de número y
pierden aquellos rasgos comunes que les hacían reconocibles y les permitían acceder a los espíritus generosos. Nuestra actual
producción en masa de mendigos promueve disputas entre ellos, ya que aumenta la competencia interna. Así, se ven forzados a
refinar de modo constante y creciente códigos de supervivencia que les liguen de nuevo a sus ocasionales y precarias "fuentes
de ingresos".
Los mendigos de hoy deben hacerse cada vez más seductores en la calle y en las pantallas de televisión. Mientras, en ambos
espacios se ven rodeados por una sola ideología que les califica de "fracasados". El único material simbólico del que disponen
en sus estrategias de seducción es la culpa. Precisamos, por tanto, pensar cómo se construye esa imagen de culpa. En otras
palabras, resulta imprescindible quejarse con ventaja desde los medios para, curiosamente, hacer reales los agravios y las
responsabilidades que denuncian y explican la miseria que nos rodea.
Miseria y telebasura
Nuevos formatos mediáticos, como los reality-shows o el info-tainment, intentan gestionar la legitimidad de algunas
quejas/culpas sociales. Este tipo de programas se han generalizado en la parrillas de las televisiones de casi todo el mundo. La
telebasura, género ínfimo de lo que algunos denominan la "televisión popular" (Fiske, 1993), hace accesible algunas caras de la
cotidianidad marginal. Pudimos ver esas caras de la miseria en programas españoles como ''La sonrisa del pelícano'' o ''¿Quién
sabe dónde?'', exponentes de una fórmula que cuenta con múltiples "clones" en el extranjero. En Brasil destacan ''Ratinho''
(Ratoncito) y ''Leao Livre'' (León libre), nombres no sólo de los presentadores sino también de sus programas.
Estos grandes "comunicadores" controlan algunos de los procesos más importantes de legitimación de las miserias brasileñas.
Han convertido en regular y cotidiana la indigencia social presentándola y recreándola en sus programas diarios. Las heridas
colectivas ya no se exorcizan según el calendario de la religión cristiana, en el cual la desgracia humana adquiría visibilidad al
hilo de la conmemoración del nacimiento y muerte de Cristo. Los programas mencionados también ignoran los ritmos de las
instituciones seculares que proponen días mundiales de la mujer, de la infancia o de la promulgación de los derechos
universales del hombre.
Aunque cercana en algunos aspectos, la telebasura especializada en miserias cotidianas también se aleja de las páginas
policiales, que continúan asociando de modo mecánico el universo de la pobreza con el de la marginalidad. Y tampoco se
identifican con los documentales tradicionales, que se presentan con cierta periodicidad y que coronan un momento de
desorden del sistema, como ha ocurrido en los casos límites de matanzas, los escándalos de medicinas falsificadas, etc.
''Ratinho'' y ''Leao'' generan relatos de la miseria diarios y seculares, que transpiran un cierto tono anti-institucional y populista.
Así, construyen en directo el retrato de la miseria cotidiana para contemplación del público asistente que, como en todo
programa, pretende representar a la audiencia como horda de seguidores incondicionales y vociferantes. ''Ratinho'', el primero
en tener éxito, inició su carrera en la cadena nacional de la TV Record (2), conmemora en su programa cada ocasión en la que
sobrepasa en audiencia a la imbatible Red Globo de Televisión. En el segundo semestre del año pasado (1998), el segundo
mayor grupo de televisión brasileña, el Sistema Brasileño de Televisión, contrató a Ratinho, pagando a la Record una multa
superior a cuarenta millones de reales, además de un contrato por valor de un millón de reales mensuales: el salario más alto de
la TV brasileña. ''Leao Livre'' sustituyó a ''Ratinho'' en la Record, con un salario de 180 mil reales al mes (3).
Estos programas sitúan en primer plano a las personas con discapacidades y deformidades físicas. Conforman una clase de
mendigos mediáticos que conmueven al telespectador emplazándolo ante el testimonio de la imperfección. Son pruebas tan
contundentes de la deformación, que exigen soluciones consensuales. Se trata de historias vergonzantes, narradas en primera
persona por los propios interesados, a veces en medio de llantos. Ofrecen pasajes de vidas comunes, plagadas de sacrificios y
castigos, seguidos por un sumatorio extraordinario de tentativas de solución fallidas ante la inoperancia de los órganos públicos,
cuya insuficiencia no se le escapa a ningún brasileño.
En muchos casos, "los deformados" exhiben pruebas de que a pesar de todo trabajan, en el caso de que hubiesen conseguido
saltar las barreras de la exclusión. Dichos casos se proponen a la audiencia como "verdaderos" ejemplos de vida. Pero ésta
parece ser una estrategia de selección reservada sólo a los merecedores de "gracia". Así, el trabajo funciona como un elemento
de dignificación y se considera, por tanto, como capital simbólico (Bourdieu, 1997a). Invocar un empleo perdido pasa a tener un
peso simbólico trascendental. Se es parte del mundo/realidad a través del trabajo, insertándose en los mecanismos de
producción. Quien carece de esas historias laborales de integración se refugia en la disculpa de la completa discapacidad física,
cuanto más grave más efectiva.
Las estrategias hasta aquí desveladas acostumbran a catalogar individuos o grupos humanos que sólo de forma muy indirecta
se conectarían, a modo de metonimias, con problemas de ámbito social. Las lógicas de los "invitados" indigentes y de los
"comunicadores" de mayor éxito parecen confluir. Los primeros piden (y, a veces, alcanzan) ciertas soluciones a sus problemas
personales y, los segundos, realizan programas de bajísimo coste y altísimo beneficio, con una materia social inagotable si se
presenta en cápsulas individualizadas. Merece la pena que mencione una aparente excepción a esta regla. El programa
''Ratinho'' funcionó como uno de los detonadores de las campañas de apoyo a los afectados por la sequía que afecta al
Nordeste brasileño.
Conviene recordar que la entrada en escena del presentador en el drama de la sequía no fue aislada. Los medios en bloque
agendaron el tema, ofreciendo datos e imágenes desconcertantes en un año de elecciones. 1.200 municipios afectados que
suman cerca de 10 de millones de personas en las zonas rurales. Caída de las cosechas de 57%, principalmente de alimentos
básicos, con pérdidas de 2,3 millones de toneladas de grano. Comida suficiente para alimentar a un millón de familias durante
casi tres años (4). Así, ante una actualización de una vieja llaga brasileña -se trata de la cuadragésima sequía en cinco siglos de
colonización-, el Nordeste fue tratado en el programa de Ratinho como un cuerpo social deformado.
A mediados de junio de 1998, la prensa da voz a las "instituciones reparadoras" y anuncia que el Gobierno financiaría la
construcción de 400 mil presas para "combatir la sequía y crear empleos". La irrealidad de estos anuncios gubernamentales
queda clara porque 310 pozos de agua ya existentes estaban inactivos, por falta de dinero para ponerlos en funcionamiento (5).
La propaganda falsa se complementa con el desvío de fondos públicos, como el caso de Piauí, uno de los estados más pobres
del Nordeste. Con el 81% de los municipios asolados por la sequía, el gobernador desvió ayudas para combatir "a seca" a la
construcción e aeropuertos (1,38 millones), a las alcaldías y para el metro de la capital del estado (1 millón para cada partida)
(6).
Por un momento parecía que se superaba el modelo de presentación de casos individuales. Y que se apelaba al colectivo
social, dando espacio para que muchas ciudades de otras regiones del país reconociesen al nordestino como víctima de una
plaga "natural". Hacia los lugares afectados se enviaron innumerables camiones con ayuda básica. Y, a medida que la población
recibía los donativos, el mismo programa construía los efectos-soluciones, a partir de las imágenes tomadas según los cánones
televisivos: las sonrisas volvían a los rostros desesperados del abandono. Los medios habían celebrado auténticos rituales de
alimentación colectiva. Pero no redujeron las sed. Poblaciones hambrientas por todo el Nordeste esperaban las iniciativas
gubernamentales, cuyos presupuestos se desviaron en bastantes ocasiones. Por ejemplo, en Piauí, uno de los estados más
pobres del Nordeste y con 81% de los municipios afectados por la sequía, el gobernador desvió recursos de infraestructuras
para combatir la sequía en la reforma de aeropuertos (1,38 millones de reales), para los alcaldes y 90 mil reales para el metro
de la capital del Estado (7). Todo ello, de difícil repercusión sobre las condiciones de vida de la población en general y de los
indigentes más en particular.
Nos falta comentar otro elemento que influye en la construcción de la "queja digna": la visibilidad de su carencia. En este
sentido, y ya que hablamos de una televisión efectista, cuanto más ostensiva sea la carencia, más legítima resulta la queja del
portador. Siendo así, el mendigo carece de capital simbólico que le proporcione una etiqueta favorable en la economía de la
culpa social. Considerado por muchos como un perezoso que se comporta de forma monótona y desconectada de las
"tendencias actuales", no consigue ocupar una situación definida ni favorable. No dispone del encanto necesario al marketing
comunicativo. Un último ejemplo podría ilustrar este punto.
El asesinato de un indio que fue quemado vivo por un grupo de jóvenes de clase media en Brasilia ocupó la agenda de casi
todos los medios del país, durante varios meses de 1997. Los responsables del crimen se "disculparon" afirmando que creían
que se trataba de un mendigo. Sin duda, la incineración de un indio de una reserva federal ataviado con las plumas de su tribu
habría dificultado esta exculpación implícita de los criminales. Como acostumbra a suceder, la enorme atención mediática
generó confusión y no ofreció polémicas de peso. No se oyó la voz de los mendigos y una vez más sus formas de subsistencia,
en este caso de muerte, permanecieron ocultas, negadas.
Casos perdidos
¿Cómo, entonces, puedo afirmar que el mendigo interrumpe, paraliza, el ritmo frenético bajo el cual los medios nos retratan? A
pesar de que la imagen de la indigencia está trivializada o oscurecida, su innegable materialidad impide la construcción de un
juego social limpio. Inmunes a los principios de la pulcritud, ellos continúan ahí, viendo la ciudad parada: Contando los pequeños
negocios que cierran para nunca volver a abrirse. Observando la multiplicación de manos extendidas y la frecuente inutilidad de
esos gestos mendicantes.
Los desheredados de la culpa social y de sus limosnas registran el caos de esa especie de entropía urbana, repleta de
paseantes apresurados. Son la causa de los gestos de desvelo con que las mujeres se aferran a sus bolsos, protegiéndolos, en
una especie de abrazo que evoca, muchas veces, la imagen de la madre que protege su bebé. De igual forma debiera
interpretarse el comportamiento masculino de los ejecutivos que con sus portafolios avanzan con pasos temerosos, revelando el
miedo y el peligro que sienten ante la miseria. Todos, excepto el mendigo, desean hacerse invisibles, si eso fuese posible. En
esos momentos, el poder que encarna el bolso y el maletín se vuelve complejo y embarazoso para sus portadores.
La metrópolis que no ve a sus mendigos debería interesarse por saber cómo ven la ciudad esos seres. Ellos son los ojos de las
calles y deben tener una visión muy especial de su "morada". Lo que estoy sugiriendo es que el indigente atrapa el movimiento
rectilíneo y uniforme que esbozan los transeúntes. Puede también percibir las regularidades de las rutinas diarias, hechas de
horarios que tienden a fijar los patrones para ocupar con legitimidad la vía pública. Son estas regularidades las que garantizan el
anonimato y, al mismo tiempo, la normalidad del tejido urbano. Una normalidad que, como demuestra cada anuncio de crisis
económica y de estallidos sociales en Brasil, se revela falsa, falsificada.
El mendigo ofrece la mirada del huésped que habita los lugares por dónde el ciudadano transita. Esta diferencia puede
comportar un discurso todavía no escuchado sobre las formas de residencia y de vida en la ciudad. Formas que distan de ser
"privilegio" de unos pocos desventurados. Considero, pues, que la inscripción de las voces de los mendigos en los medios
puede generar relatos originales, visiones especiales. Lo podemos percibir en el habla de Maura, mendiga de la ciudad de
Salvador desde hace veinte años, a propósito de las operaciones de orden público para controlar la mendicidad y que jamás han
sido recogidas en un solo espacio mediático:
"Ellos [los policías] nos robaron y se lo llevaron todo. Echaron a la gente para allá, en el colegio de Simoes Hijo.
Llovía mucho. Malamente me quedé con una manta, ¿sabe? Porque yo había agarrado mi manta. Pero se
llevaron todas nuestras cosas y, después, mandaron soltar a todos. Se fueron los hombres, las mujeres, todos"
(Santos, 1998: 70).
Esas noches sin recurso alguno, sin medios, incluidos los mediáticos, resultan inexistentes a los grandes ojos, a las visiones
panorámicas que no incorporan ni al mendigo ni a sus vigilantes. Pero Jacinto, que vive en la calle desde hace más de tres
años, señala la funcionalidad de sus vigilantes. Ante el cierre con verjas de muchas plazas públicas de Salvador de Bahía, con
el fin de expulsar a los mendigos que las habitan, Jacinto afirma:
"Yo veo... que me están echando fuera [los inspectores de la alcaldía de Salvador]. A veces creen que estoy
ganando mucho dinero. Ellos ganan a costa mía [sic] y me largan fuera" (Santos, 1998: 25).
Esa especie de antítesis de columna social, sin aniversarios, bodas, viajes, graduaciones, excesos ni suntuosidades, sólo
comparece mediáticamente cada vez que uno de los suyos desaparece de modo trágico. Así, el dos de marzo de 1999, los
telediarios anunciaron otra quema más de un mendigo. Esta vez el crimen ocurrió en Río de Janeiro. Dos ''meninos da rua'', de
diez y doce años, plantaron fuego a un mendigo mientras dormía. Felizmente, un hombre acudió en su ayuda y el indigente se
"recupera" en el hospital. Ahí se apaga la llama mediática.
Este tratamiento, restringido a situaciones extremas, acaba por vincular la ya tenue relación entre mendigos y medios a un
formato único (en especial, en el campo periodístico), en el que el habitante de las calles surge sin nombre, bajo el rótulo de
"mendigo quemado", casi sugiriendo una clase de muerte propia de esa categoría social.
Tal modelo de enunciación es semejante a los casos de violencia contra los pobres en general. Se anuncia números,
produciendo simbólicamente un "stock" de violencia verificada en el tejido social, dejando de lado las historias de las víctimas.
Se genera así una fachada homogénea, ajustada a la realimentación de estereotipos y a la aceptación de la tragedia como algo
inevitable y desconectada de las responsabilidades institucionales.
Soy consciente de la escasa legitimidad de las voces de los mendigos que invoco y que están ausentes en los medios:
"Esta miseria de posición, relativa al punto de vista de aquél que la experimenta cerrándose en los límites del
microcosmos, está forzada a parecer `totalmente relativa', como se suele decir, esto es, completamente irreal."
(Bourdieu, 1997b:13).
Vale la pena recordar la importancia capital que tiene para un determinado tema/problema social su reconocimiento por la
universidad, por los investigadores y los efectos multiplicadores que ese reconocimiento proporciona en términos de
agendamiento en otras instituciones, sobre todo en las agendas políticas y mediáticas. Pero ¿cómo? y ¿por qué -léase cuál es
la relación coste/beneficio- tratar una cuestión social que ni siquiera tiene la fuerza de un movimiento social? Estamos ante un
tema que puede ser interpretado tan sólo como un "stock" razonable de "casos aislados". ¿Qué poder tendrá en la jerarquía
académica la voz que se ocupe de esos casos "perdidos"?
Propuestas y provocaciones
Las ideas aquí avanzadas conllevan el riesgo de ser acusada de mendicidad intelectual. Y no por el asunto en sí mismo, sino
por la escasa disposición de la academia a reconocer el valor de los objetos de estudio que no le son habituales. Debiéramos
superar inercias y seguridades, arriesgándonos a revisitar los asuntos ya seleccionados como importantes y los mecanismos
que se emplearon para determinarlos.
Nos enriqueceríamos con nuevos desafíos, en lugar de contentarnos con el alarde panfletario del tan manoseado "cambio de
paradigma". Se supone que dicho cambio ya ocupa los salones académicos con los temas "prèt-a-porter" domesticados... sólo
falta aplicarles el "rigor" ensayístico al uso y serán consagrados en los festivales/congresos. La mendicidad es uno más de
tantos temas fuera de los focos de la academia. Hecho que puede considerarse también como ejemplo de marginalidad o de
exclusión adicionales. Esa negación es una cara más de la condición insignificante del mendigo. Pero, precisamente gracias a
esa insignificancia, el mendigo paraliza de nuevo la ciudad, una vez que esta se revela delante de su microscopio secreto:
"Todo circula: las músicas, los eslóganes publicitarios, los turistas, los chips de informática, las filiales industriales
y, al mismo tiempo, todo parece petrificarse, permanecer en su lugar, tanto se atenúan las diferencias entre las
cosas, entre los hombres y los estados de las cosas. En el seno de los espacios padronizados, todo se tornó
intercambiable, equivalente. Los turistas, por ejemplo, hacen viajes casi inmóviles, siendo depositados en los
mismos aviones, autobuses, cuartos de hotel y viendo desfilar delante de sus ojos paisajes que ya habían
encontrado mil veces en las pantallas de televisión, o en prospectos turísticos. Así, la subjetividad se encuentra
amenazada de parálisis" (Guatarri, 1993: 196).
A través de su microscopio, el mendigo ve lo que las potentes lentes no captan, pero que compone la regla de presentación de
la ciudad y sintetiza la estrategia del poder sobre el tejido social. Merece la pena escuchar de nuevo a Maura:
"Los mismos hombres de la limpieza pública, que no tienen nada de nada, son muy malos. Si sé que están cerca
no me acerco ni loca. ¿Y a quién le echo la culpa? [de despertarla con sus mangueras] Al alcalde, ¿no?. Que
manda en ellos, en los que barren la calle. Ellos no pintan nada, porque él (alcalde) les da las órdenes, ¿no?, es
su capataz, ¿no?" (Santos, 1998: 16).
Estas reglas nunca figuran en la presentación de la ciudad, en la cual todo parece imitar los "ideales de los prospectos
turísticos" en los cuales todo se parece. Y en ese espacio de equivalencias el mendigo sólo puede existir bajo el signo de la "no-presencia",
de la inconmensurabilidad: ¿En qué aspecto podría el indigente asimilarse a la presentación de una ciudad
(sociedad) completamente positiva? Pero esto no impide que el mendigo dicte sentencia. No le impide vigilar -denunciar- los
mecanismos de protección social y la rendición de los ciudadanos a los sistemas de seguridad: se multiplican las verjas, las
cadenas, las alarmas, los guardias jurados... formando un entorno de seguridad bien poco real y más bien retórico. Ante todo
eso, el indigente ve -denuncia- cómo la calma sólo se costea con dinero, poniendo en duda el fetiche de la seguridad ciudadana
y el ideal de la protección generalizada.
El cuerpo del mendigo es también revelador porque conoce -muestra de forma brutal- la violencia cotidiana y generalizada que,
en espasmos, explota a través de cifras inquietantes en los medios de comunicación. En el último Carnaval, sólo en la ciudad de
Sao Paulo murieron 99 personas víctimas de homicidio. La Red Globo informaba en el programa Globo Reporter que existen
cementerios en la periferia de Río de Janeiro donde muchos muertos no tienen nombre, sino sólo números. En Salvador de
Bahía mueren de forma violenta cuatro personas al día, según datos del Fórum de Combate a la Violencia y del Instituto Médico
Legal. Estos datos revelan la violencia como la segunda causa de muerte en Salvador (Brasil), apenas por detrás de las
enfermedades cardio-vasculares. Es la primera causa de fallecimiento entre la población de 15 a 49 años, preferentemente
hombres pobres, sin educación ni vínculo formal en el mercado de trabajo (Rastro de la Violencia, 1998).
Este tipo de cifras muestran una tendencia a la exclusión social de las "impurezas" sociales. También indican en qué medida las
instituciones no ha cumplido sus atribuciones. Al margen de una constitución que afirma los derechos básicos de la ciudadanía,
se generalizan las reglas y las prácticas excluyentes del derecho a la vida.
El vacío verificado entre principios instituidos y prácticas cotidianas ha sido llenado por las agencias de mediación, entre las
cuales destacan las nuevas sectas religiosas de origen protestante que se multiplican en respuesta al caso y la desesperación.
También los medios han funcionado como instancias recogedoras de quejas. En este caso hay una clara idealización de los
medios como instrumento de reparación. Ésta sería la base para el agendamiento mediático de la miseria, bajo la forma de
retorno a sus consumidores habituales. En este sentido, vale la pena recordar que muchas de las demandas en los programas
de ''Ratinho'' y ''Leao Livre'' consisten en solicitudes de ayuda legal (abogados) y salud (médicos, tratamientos hospitalarios),
servicios a los que el ciudadano tiene el derecho constitucional de acceso gratuito.
Ante esto hemos de preguntarnos si los medios de comunicación de masas son impermeables al desencantamiento. ¿Hasta
que punto están funcionando como una especie de padre simbólico de lo social? Y si es así, ¿cuál es su principal contenido
mítico? A medida que crecen las "denuncias" aumentan y se sofistican las formas de exclusión social, como muestran las leyes
del "padre" mediático.
La población de los sin techo, como fracción social en crecimiento exponencial, es un ejemplo de "salida" posible de la crisis,
apuntada cotidianamente por los mendigos de modo práctico y concreto. También ahí el mendigo paraliza la ciudad, ya que
impide imaginarla sin tenerlo en cuenta. Ni siquiera los planes oficiales de urbanismo pueden suturar las heridas abiertas por la
miseria en el tejido urbano. Las políticas de restauración de los cascos históricos de algunas ciudades -tanto en España como
en Brasil- adquieren nuevos significados desde esta óptica. Barcelona y Salamanca, por ejemplo, han acometido grandes
proyectos de renovación de su zona monumental, "rehabilitando" zonas marginales de toda índole. En la ciudad de Salvador de
Bahía, uno de los principales destinos turísticos de Brasil, se han "recuperado" los caserones y las plazas antiguas con
fisonomía más agradable, para que generen un discurso que publicita la metrópolis bajo el prisma urbanístico y arquitectónico,
produciendo ambientes fotográficos y telegénicos.
Estas (re)construcciones simbólicas tienen la particularidad de ser concretas y al mismo tiempo falsas. Para percibirlo, sólo se
ha de reparar en que la imagen de bienestar y hasta de alegría, dado el dinamismo y colorido del espacio urbano renovado para
el consumo turístico, se produce a costa de la des-territorialización de las camadas que habitaban esas calles y esos "barrios
chinos". No cabe duda de que, en algunos casos, se consiguen efectos positivos y hasta brillantes, pero que también ocultan y,
sobre todo, permiten obviar la indigencia social de los que de verdad vivían y "hacían" la calle.
Estamos, en el fondo, examinando la tensión que existe entre consumo y la mirada del mendigo sobre la ciudad. El mendigo es
un anti-consumidor. Su mera supervivencia nos indica algo a propósito de la vida invadida por los objetos y por la lógica de su
utilidad. Y aquí surge una paradoja: el mendigo apenas se mantiene en cuanto ser, es tan sólo. Mientras, el consumidor existe
en la medida en que es asistido por los objetos que le rodean de forma incondicional ("Sin mi guía estoy perdido, no soy nada" -
dice el turista). Todo esto pudiera sonar a glorificación de la mendicidad. Sin embargo, de forma ponderada, ofrece motivos para
pensar un aspecto importante de la lógica del consumo: la fascinación por acumular objetos -recuerdos y postales turísticas- que
llenen los vacíos presentes en sujeto.
Cabría preguntar a los des-territorializados su visión de la concepción de la ciudad que subyace a las rehabilitaciones
urbanísticas. Y nosotros debiéramos indagar a qué nuevas "direcciones" han sido desplazados. Porque el problema de fondo es
que el modelo de morada de la indigencia, construido por definición de forma empírica y aleatoria, se reproduzca (a veces en
peores condiciones) en otros lugares, alejados de las cámaras de los turistas. Una opción más arriesgada sería cuestionarse
hasta qué punto los nuevos lugares de "residencia" debieran de adecuarse a las múltiples formas de insignificancia que pueda
adoptar la mendicidad.
Merece la pena traer de nuevo el habla de Jacinto:
"Es el prejuicio de siempre. No podemos hacer nada... uno puede quedarse si quiere" (Santos, 1998: 54). Se
refiere a ocupar un lugar, un lugar público, que ya les ha sido vedado por el ideal de embellecimiento de los
parques. Desde esta perspectiva, no debiera sonar descabellada la propuesta de crear espacios que permitan al
mendigo desarrollar nuevas tácticas de supervivencia, descubrir nuevas formas de no ser integrado, esto es, de
permanecer no tutelado. Habría que pensar en crear formas de relación distintas del tratamiento policial y del
asistencialista.
Por paradójico que resulte, merece la pena reflexionar sobre la capacidad de los mendigos para ocupar espacios públicos y
transformarlos en hogares íntimos donde ejercer la vida, el amor y la muerte. ¿Desarrolla el mendigo alguna función que le
justifique ocupar la vía pública? ¿Pueden los medios de comunicación servirse de los observatorios trashumantes desde los que
el miserable lee la ciudad con miradas diferentes? ¿No tiene muchos secretos que compartir? ¿No son sus ojos las fuentes de
información que quizás mejor conozcan qué se guarda bajo los secretos y las llaves de la ciudad? ¿No representa el mendigo la
indigencia que afecta a sectores sociales crecientes en toda América Latina?
Como aval de la propuesta plural que avanzan estas preguntas, cito de nuevo a Guatarri cuando comenta un encuentro sobre el
"devenir social en la ciudad de Moscú" que tuvo lugar en 1987.
"... habían participado 150 personas de todos los niveles de la jerarquía social, para definir una nueva metodología
en materia de urbanismo. El objetivo de tales "juegos de papeles" es igualmente hacer comprender, al conjunto de
los participantes que el poder puede ser una articulación de múltiples partes aplicando alianzas y negociaciones y
no una relación de dominación entre instancias jerárquicas de las cuales nadie puede escapar" (Guatarri, 1993:
174).
Igual que los mendigos, muchos otros son los excluidos. En los medios de comunicación innumerables silencios se solapan y
yuxtaponen. Al mismo tiempo, los canales de expresión siguen prisioneros de sus fórmulas de éxito fácil, no experimentan ni
parten hacia aventuras más audaces. Sólo siguen el movimiento rectilíneo y uniforme del ciudadano de "orden". Y cuando el
mendigo se detiene (o es detenido) acuden a expoliar en tono sensacionalista la miseria social. Con toda humildad les recuerdo
que
"un orden objetivo 'cambiante' puede nacer del caos actual de nuestras ciudades y también una nueva poesía, un
nuevo arte de vivir. Esa 'lógica del caos' exige que se examinen bien las situaciones en su singularidad" (Guatarri,
1993: 175).
REFERENCIAS
Bourdieu, P. 1997a. Razones prácticas. Barcelona: Anagrama.
Bourdieu, P. 1997b. "O espaço dos pontos de vista". En Bourdieu, P. et alia (orgs.) A miséria do mundo. Petrópolis: Vozes.
Fiske, J. 1993. Power plays, power works. Londres: Verso.
Guatarri, F. Caosmose: Um novo paradigma estético. Río de Janeiro: Editora 34.
Santos, M.J. de M. 1998. Como fala a cidade de papelao. Monografía inédita, presentada en el curso de Comunicaçao de la
Universidade Estadual de Bahía, para la obtención del título de licenciado. Dirigida por Tânia Cordeiro.
Notas
1. La autora quiere expresar su agradecimiento a Liv Sovic, de la Faculdad de Comunicación de la UFBA, por las críticas y
sugerencias, y a Víctor Sampedro, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Salamanca que, además de
sus comentarios, tradujo al español este texto.
2. De propiedad del obispo Edir Macedo, fundador de la Iglesia Universal del Reino de Dios, la secta protestante con mayor
número de adeptos en las periferias más deprimidas de las grandes ciudades brasileñas.
3. Véase la revista Istoé 16-9-99. Estos datos son suficientes para afirmar que la representación de la miseria adquiere
fuerza y poder en los medios. A modo de comparación, vale recordar que el salario mínimo en Brasil es de 130 reales.
4. Revista Veja, 6 de mayo de 1998.
5. Revista Istoé, 17 de junio de 1998.
6. Revista Istoé, 24 de junio de 1998.
7. Revista Istoé, 17 de junio de 1998.
FORMA DE CITAR ESTE TRABAJO EN BIBLIOGRAFÍAS:
Cordeiro, Tânia (1999): Medios y mendigos. Revista Latina de Comunicación Social, 18. Recuperado el x de xxxx
de 200x de:
http://www.ull.es/publicaciones/latina/a1999gjn/84tania.htm