Revista Latina de Comunicación Social
La Laguna (Tenerife) - marzo de 1998 - número 3
D.L.: TF - 135 - 98 / ISSN: 1138 - 5820
Ante el tercer milenio: la ciudad como signo y símbolo de la
comunicación
Dr. Adrián Alemán de Armas ©
Universidad de La Laguna
aaleman@ull.es
Por los datos que pude recabar en la pequeña pantalla del hotel, estaba en un país del norte, en la
habitación 345. La información que se leía desde una de las paredes ortogonales a la puerta reflejaba mi
DNI completo. Un pulsor me invitaba a tener mayor información. Salió el ADN, el Rh, los datos de mis
cuentas corrientes con sus saldos, y en casillas fijas, como informaciones antiguas, las últimas
pulsaciones por minuto, la presión arterial y las recomendaciones del médico después de mi operación de
próstata; consejos sobre medicación, dieta y otras cuestiones prácticas. En otro lugar se señalaba: "fue
fumador", marcando la fecha en que lo dejé. Otro indicador preguntaba si deseaba más información, lo
accioné y reprodujo un extracto de mi curriculum. La verdad es que me molestó reconocerme en todo
aquel maremágnum de actividades diversas, estudios realizados, colegios y centros donde los realicé;
publicaciones; países visitados, conferencias impartidas y el objeto de mi visita a este país del norte de
Europa. Consulté entonces mi saldo, tenía un par de centenares de euros disponibles, el hotel pagado
hasta el 14 de abril. Consulté en los datos generales a qué fecha estábamos y comprobé que era el 6 del
III del 2006. Hacía algo más de un año que era emérito, es decir, jubilado, y recordé la fiesta de
despedida y el regalo que me hicieron mis compañeros de trabajo; aquel escáner activo, que por cierto
aún no he puesto en marcha, la liquidación hecha por la empresa y la nueva documentación enviada por
las autoridades centrales.
Sin embargo, no terminaba de entender por qué aquellos datos estaban en una pequeña pantalla en la
pared ortogonal a la puerta de entrada, de la habitación de un hotel en el norte de Europa y menos qué
es lo que hacía allí, aquella mañana, a pesar de saber que al día siguiente estaba invitado a una
convención sobre medios de comunicación del futuro, porque siempre habrá una convención, un
congreso o un curso de verano donde tengamos que sacar la bola de cristal para adivinar el futuro.
Volví a la cama, tuve el instinto del buscar un cigarrillo, tomé un caramelo de la mesilla y pulsé el mando
a distancia del televisor. La pared frontal se encendió y un locutor hablaba desde encima mismo de la
mesa de mi escritorio. No lo entendía. Era una imagen perfecta, en sonido modulado, nítida y con un
levísimo fondo musical. Había reproducciones de otros lugares que trataba de narrarme, allí sólo
distinguía seres humanos que andaban aprisa, coches y camiones en un trasiego infernal produciendo
una enorme polvareda. Por los atuendos interpreté que se trataba de algún país árabe. Cambié la imagen
y ahora nos ofrecía una gran sala llena de gente correcta que escuchaban un informe, lo hablaban en un
idioma para mí desconocido. La elegancia y los gestos de los personajes me indujeron a pensar que eran
de algún país del norte de Europa, suecos o daneses o quizá noruegos. Era igual, no les comprendía y
por muchas imágenes que me pusieran de sucesos o paisajes que relataban otros sucesos, no me servía
de nada. La verdad es que no era de mi interés. Un tercer zaping me acercó a una sala de concierto.
Meta dirigía una magnífica orquesta que interpretaba a Chaikovsky. La magnitud de la pantalla, la
esplendidez de la imagen y la perfección del sonido me invitaron a quedarme un largo rato escuchando
aquel concierto, en directo, desde un auditorio italiano. Al fin lograba entender algo; al fin podía
acercarme a algo real en aquella realidad virtual que estaba viviendo.
Pasé al baño. Los grifos funcionaban al colocar las manos en su parte inferior, y así el dispositivo del gel,
el secador del cabello; la ducha perfectamente graduada para evitar accidentes, el hidromasaje, el sector
de sauna e incluso la cama de relax.
Al salir del baño me encontré bajo la puerta el periódico de la mañana. Traté de comprender. Fotos de
actos terroristas, de políticos en actitud de respuesta, de un accidente ferroviario, de una diva modulando
su voz. Pero de los titulares no pude sacar una sola información. No comprendía el lenguaje, mi
decodificador no podía llegar a tanto. Aquel era un idioma endiablado y para colmo fui alumno de francés.
La prensa tampoco me daba un gramo lógico de información. Sequé mi cuerpo, busqué ropas adecuadas
y me vestí en un santiamén. Retiré la billetera de la chaqueta del día anterior, comprobé el DNI y no
estaba en su lugar. Pensé que se habría quedado en el mostrador de recepción. Retiré la tarjeta llave y
comprobé que no era tal, había encontrado el DNI. La pantalla cambió de formato y apareció un
sinnúmero de datos. Pude deducir que la temperatura en la calle era de 10º, que no llovía pero me
recomendaban que sacara el abrigo y el paraguas. Los iconos, como una señalética universal, no
fallaban. Había obtenido mi primera y gratificante información. Pulsé el botón de apagado del dial de la
radio, que por el tono podría estar emitiendo noticias que no me llegaban.
Camino del ascensor recordé lo del DNI. Pensé en el funcionario que el año anterior me había dicho que
sería básico para mi futuro, porque en él iba toda mi personalidad. Hice esfuerzos por recordar cómo el
funcionario del ministerio me había informado que el DNI iba a ser mi llave, mi clave cajero, cuando en el
escáner del mostrador me puso la palma de la mano derecha y accionó un dispositivo donde había
introducido el DNI. ¿Quiere que toda su información pase por su huella dactilar?, me dijo muy serio. De
acuerdo, le respondí. Así irá usted más seguro, señor, nunca se sabe. Y recordé que en el hotel me
pidieron el DNI, que había recogido el día anterior de la secretaría de la administración de eméritos, y lo
pasaron por su escáner y que fue el mozo de habitaciones quien abrió la puerta y encendió la luz
introduciéndolo en una ranura, y yo, interpreté que había sido la tarjeta clave que en la década anterior se
utilizaba en los hoteles.
Y efectivamente, nunca se sabe. Pasé al comedor a desayunar. Tomé el jarro del zumo de naranja, un
plato para servirme fiambres, un bollito de pan caliente, una porción de mantequilla, un croissán y un café
con leche. Todo quedó registrado en el ordenador central del hotel, con el solo tacto de mi huella
marcada en cada uno de los instrumentos culinarios que había tocado. Comprendí que todo estaría
controlado a partir de entonces, aunque realmente siempre había estado controlado, a pesar de que
fuera de forma más compleja.
No precisé hablar con nadie, una camarera rubia y hermosa me sonreía mientras yo estaba con aquel
trajín y me sentaba en la mesa de enfrente de la puerta. Un silencio cortés se respiraba en aquel
comedor lleno de gente que negociaban sus actividades mercantiles. No me enteraba de nada, pero
estaba vivo y controlado pero desinformado y no lo podía asimilar.
Al salir a la calle, el aire fresco me reanimó los sentidos. Había un no sé qué que me resultaba familiar y
con lo que me podía entender perfectamente. Sin duda, era la ciudad. Poca diferencia con otras del
mundo, con la mía, con La Habana, con Roma o Milán, con el propio París. Las diferencias eran,
obviamente, substanciales pero cada una de ellas tenía el hálito de algo que es singular a los seres
humanos urbanos: las calzadas, las aceras, el tráfico, los cables, los grandes edificios, las casonas
históricas, la señalética. Pasé por un lugar que olía a café, por otro donde se percibían aromas
farmacéuticos, otro donde el olor a horneado denotaba una croisantería. Más allá, el mercado, cerca la
plaza con las flores, los quioscos con periódicos, la casa de discos. Las campanas de la iglesia cercana
daban las diez horas de la mañana. Olía a motor, sonaba a ciudad, se leía la universal señalética del
tráfico, los parpadeos de los semáforos, las señales horizontales o verticales. Los letreros en banderola,
la ambulancias y sus lejanas bocinas. Había gente común, tocada con sombrero, abrigos de piel, coches
majestuosos, calles tremendamente limpias. Mobiliario urbano singular.
Leía lentamente los edificios altos. Aparecían moles de aluminio y cristal, edificios barrocos, con sus
fachadas de piedra movidas sobre su línea de acera, frontones truncados, columnas en distintos planos,
junto a una edificación art decó a tres plantas, con los singulares diseños de sus farolas a la entrada y los
remates de su torre en azulejos brillantes. Cubiertas de cobre. Humos de calefacción por los
semisótanos. Pasé de ser un cosmopolita doméstico a convertirme en un cosmopolita urbano. Javier
Echeverría lo hubiera visto así, si llega a publicar su libro una década más tarde. La ciudad comunicaba
su viveza, su despertar de primavera aún medio congelada, la dinámica de los ciudadanos que según sus
edades hacían esto o lo otro. El tráfico ordenado era perfectamente controlado por pantallas de televisión
que mandaban señales desde la central.
Pedí un café y me sirvieron un café. Pagué con la última moneda de cinco euros y pensé en buscar un
cajero para controlar mejor mi economía y así comprobar el milagro de aquella, sin embargo Telépolis.
Confieso que empecé a sentirme cómodo en aquel lugar, a pesar de no saber qué había pasado en el
mundo desde hacía dos días, y tampoco saber cómo era esta ciudad hace un par de décadas. Camino
de la entidad bancaria compré un periódico en español. Las fotos eran prácticamente las mismas que en
el que había pasado por debajo de las puertas de mi habitación del hotel: un acto terrorista en Rabat, el
presidente del Banco Europeo dirigiéndose a los medios, un accidente de tren en Rumanía con
trescientos muertos y la cantante Romina Kevin que había tenido un gran éxito con la nueva versión de
Restinava en Milán. La lengua materna me había colmado el deseo de información, pero la ciudad me
estaba dando los impulsos de la información, minuto a minuto, de mi vida instantánea, de la que me
interesa y me motiva. Me estaba comunicando momento a momento sus impulsos, su hálito, su
cordialidad, su pulso, su cultura, su sabiduría histórica, sus miserias y sus grandezas, sus gozos y sus
sufrimientos y sabía conducirme a través de la señalización universal, a través de mi propio instinto y de
sus órdenes, invitándome a ir por un lado y no por otro, a quedarme en el centro dinámico, donde la vida
se desarrolla, donde se practican los negocios, se disfrutan los espectáculos, se deciden los cambios
sociales, se impulsa la dramática de la convivencia y se palpa la poética del espacio; aún Bachelard nos
servía para entender esta ciudad y otras ciudades, desde el enamoramiento del espacio doméstico y la
cordialidad de su conjunto armonioso y sin embargo diverso.
Era como recorrer las ciudades invisibles de Italo Calvino que había leído hacia ya dos décadas, o
disfrutar del espacio conocido de La Habana que tan bien palpé y conocí, o rememorar mi espacio vital
de La Laguna, que tanto estudié y tanto amé, o recorrer París al que no he vuelto desde hace 25 años,
pero del que tengo todos los recuerdos vivos y en permanente ebullición; no en vano el París diseñado
por Haufman había adquirido la riqueza de un nuevo concepto de ciudad abierta y acogedora, generosa
en referencias topográficas y precisa en relevantes hitos. No importaba estar aquí o allá o más lejos.
Estaba en una ciudad cualquiera, con su dinámica de ciudad, con su gente, sus defectos, sus virtudes, su
pálpito y su vivencia. Y como cualquier ciudad me comunicaba con su olor, con su tacto, con su sonido y
con su visión. Incluso los poros de la piel y el rostro enfriado por la fresca mañana me estaba dando
noticia de donde estaba y de lo que sucedía a mi alrededor.
Sabía por el periódico que en Madrid el día anterior hubo 16º; que el gobierno hizo hincapié sobre las
nuevas normas de la TV por cable y que el paro había descendido tres puntos respecto al mes anterior.
El ministro dio información sobre el PIB, la balanza de pagos era favorable y la estabilidad política era
una constante en toda Europa. Los ocho años transcurridos desde la entrada en la moneda única nos
habían hecho más pobres pero más iguales aunque siempre se es algo más diferente del rico señor del
norte, que ya se sabe. Qué más se podía pedir. Seguramente me bastaba aquella información periférica
para continuar viviendo en la dinámica del norte de Europa. No lo sé, tampoco me preocupaba mucho.
Sin embargo, el desconocimiento del idioma me seguía pesando como una losa, me pregunté ¿qué haría
falta para entendernos todos un poco más, sin renunciar a nuestra identidad? Recordé un texto,
recuperado del siglo IX, donde ya se ponía en cuestión la falta de una lengua común, después de que se
abandonara el latín, algo que nos ayudara a todos los seres humanos a poder entendernos con un mismo
signo. Los nacionalismos habían hecho posible esa separación fronteriza, de hablas, de gestos, de
hábitos y de difíciles convivencias. Ahora era mucho más difícil entendernos con nuestros propios
conciudadanos y de la grandeza de la cultura universal pasamos a la simple cultura provincial que se
había quedado estrecha entre las cuatro paredes de montes y de mar.
Manuel Riu decía con respecto a ese texto: "Muchas veces se ha invocado como primer texto medieval
de Occidente, escrito en lengua vulgar, el de los juramentos que hicieron en Estrasburgo, el año 842, Luis
el Germánico y Carlos el Calvo, con el objeto de que sus tropas pudieran comprender el significado del
juramento que prestaban junto con sus monarcas. El texto del mismo fue redactado en alemán y en
francés, y no en latín, ya que a principios del siglo IX el latín dejó de ser una lengua hablada
habitualmente, salvo entre el clero. El texto se ha invocado como primer testimonio escrito de la lengua
francesa y alemana, revelador de que ambas lenguas eran las que se hablaban habitualmente en ambos
territorios. Cuando el cronista Richer refiere, en el siglo X, el encuentro celebrado en Worms entre Carlos
el Simple y Enrique I el Cazador, en el año 920, en presencia de sus correspondientes ejércitos, francés y
alemán, dice que la lengua enfrentó a los caballeros alemanes y franceses que ya no eran capaces de
entenderse entre sí.
Otra reflexión interesante es la que se refiere a los eclesiásticos altomedievales que si bien sabían que
entre lenguas y naciones no existía una unidad estricta, no dejaron de señalar que la diversidad de
lenguas solía ser un elemento disgregador, simbolizado en la torre de Babel, que desde fines del siglo X
sirvió para representar la división de la humanidad. Un autor del siglo XII dirá que "Babilonia mediante la
multiplicación de las lenguas, añadió a los males antiguos otros nuevos y peores".
No en vano Gonzalo de Berceo, consciente del problema de confusión y de falta de entendimiento entre
los seres humanos de su época, no dudó en decir "quiero fer una prosa en román paladino, en el cual
suele el pueblo fablar a su vecino" o aquel otro que dice "quiero fer la passion del señor Sain Laurent, en
romaz que la pueda saber toda la gent".
Sin embargo, a pesar del idioma, mi vivencia de la ciudad del norte de Europa seguía siendo rica, porque
la ciudad me enseñaba lo que yo quería que me enseñara y me sorprendía en lo que ella quería
sorprenderme. Sin duda no me mostraría todos sus secretos como se los podría mostrar a un ciudadano
nativo, el cual tiene todas sus vivencias y sus encuentros y sus recuerdos formados en aquel entorno.
Posiblemente para entender la ciudad y escuchar lo que nos comunica, hay que mirarla con descaro,
preguntarle, inquirir información y prestarse a escucharla. También en las nuestras, en las que
habitamos, hay que recordar el pasado y colocar las cosas en su sitio, memorizar los encuentros de
infancia, revivir la historia individual, dar un frenazo a la actividad cotidiana y, en algún momento, dar
rienda suelta a la memoria personal, para tratar de hacer ese recuento de sucesos y acontecimientos de
nuestra vida que, siempre, han tenido como escenario la ciudad de la infancia y de la juventud. Y esto es
necesario para marcarnos pautas, para reconocernos como seres humanos, para identificarnos como
profesionales, porque la ciudad nos ha dado la realidad de su escenario ante el cual, como actores,
hemos representado parte de la comedia humana que nos ha correspondido.
Ahora, en este recuento de actos íntimos, con la búsqueda de ese catastro, bucólico o poético, podemos
colocarnos ante aquel escenario que, aunque virtual, servirá para ver pasar las escenas cotidianas en las
que evolucionará nuestra vida, desde la ensoñación y los recuerdos infantiles que regresan, a la realidad
de los años presentes.
Caminando por estas calles recalo en una plazoleta donde un rayo de sol, el mismo Sol, siempre el
mismo Sol, incide sobre una superficie ajardinada. En este instante presiento que estoy en condiciones
de hacer el catastro mental de mi ciudad, y me puse, allí mismo, a pie firme, a reconstruir la ciudad de
mis primeros años, aquella de adoquines y aceras de losas y pretiles de basalto. La ciudad oscura en las
noches de invierno, con sólo las luces guía en las esquinas. Y como la infancia es ciertamente más
grande que la realidad, quise irme a esa infancia de recuerdos y de ensueños que suelen ser expresados
por poetas.
Se ha dicho que los recuerdos de las antiguas moradas se reviven como ensueños, por lo que las
moradas del pasado son en nosotros imperecederas. Si bien esta afirmación está hecha desde la
reflexión filosófica de la morada como casa donde vivir, o desde la morada como útero materno, en
definitiva como elemento acogedor y protector. Pensé en ese instante que las ciudades pequeñas, donde
casi todos nos conocemos, donde huimos de los lugares del frío, de las zonas ventosas, de aquellas
aceras eternamente hundidas, de las paredes donde nacen los líquenes, o de los tejados donde crecen
verodes o, quizás, donde los pretiles están más altos, y nos refugiamos en nuestras esquinas y
zaguanes, en nuestros lugares de encuentros cotidianos, en los amplios portales o en alguna tasca de las
afueras, llegamos a dominar la estética de la ciudad, el amueblamiento urbano y los rincones más
insólitos; seguimos con la mirada a aquellos viejos profesores, a las chicas de la acera de enfrente, al
guardia municipal o al comerciante que pasa el cerrojo a su tienda. De esta forma estas ciudades son
nuestras moradas y, las casas, nuestros rincones, nuestras conchas.
Por eso, las ciudades del pasado y aún de nuestro presente, si son las mismas, tienen recuerdos
imperecederos. Y esos recuerdos están ahí porque ahí está nuestra casa de infancia, con su sótano y su
buhardilla, con sus pisos y su escalera, con su patio y sus salones, con sus tejas y sus goteras, con sus
muebles y sus pertrechos domésticos, incluso con sus fantasmas. Son el lugar de los ensueños, ya que
la casa natal más que un cuerpo de vivienda, es un cuerpo de sueño. Cada uno de sus reductos fue un
albergue de recuerdos insólitos.
Lo mismo pasa en la ciudad que nos permitió tener rincones de encuentro, lugares de imperecedera
memoria: la escuela, la iglesia, la plaza, el bar, el teatro, el paseo. Todos, hoy, lugares de ensueño de
una infancia o de una juventud, que se cimentaron y crecieron en ella, entre su cultura y su propia
poética. Y allí en aquella ciudad del norte estaban también esos escenarios que servían de referentes a
sus propios ciudadanos y a mi de recuerdos recurrentes para seguir identificándome con mi identidad.
Pero seguí pensando en lo que fue la infancia, ese lugar privilegiado donde nos pusieron entre pañales y
chucherías, entre trasiego de biberones, de rizos y baberos, entre discurrir de descubrimientos y
sobresaltos, la infancia que nos tocó vivir, entre diez años de guerras, nos dejó marcada la ciudad en la
médula. Nos convertimos en palabras o frases de su historia. Formamos parte de ella, como todos los
niños de la época. Jugamos sin miedo a los automóviles, sin riesgos ante lo incógnito. Conocimos todos
sus recovecos, sus charcos y sus aceras. Fijamos en nuestras memorias las formas de las casas, la
cantidad de puertas y ventanas de cada una, de cada calle; los colores vahídos entre el azul añil y el rojo
decolorado en rosa, o el ocre descarnado, mostrando las piedras basálticas de las paredes, tras los
desconches añejos.
Las horas de colegio nos enseñaron a caminar la ciudad, casi en sus límites. Y es ahora al cabo de los
años, cuando comprendo que por esa infancia permanente conservamos la poesía del pasado. Jamás
seremos lo suficientemente viejos como para perder esa ilusión infantil por seguir recordando los
antiguos rincones. Al pasar por ellos, volverán las voces de los amigos muertos, de los ancianos que
doblaban las esquinas camino de su casa y a los que no volveríamos a ver. Esa infancia permanente nos
la devuelve la ciudad en la que nacimos y en la que permanentemente nos hemos enriquecido. Siempre
habrá un rincón o un encuentro fortuito que nos devuelva la memoria perdida y nos lleve, de nuevo, a leer
y a ensoñar la ciudad.
Seguramente la ciudad no existe. Con los años, se nos antoja que es el cúmulo de nuestra cultura sobre
ella, lo que fue y lo que es, esa ciudad cambiante que desordenadamente, y por impulsos sociales, se va
transformando, cambiando como un ser vivo que nace, crece y se desarrolla. Sin embargo, toda ella y,
por lo tanto, su evolución en el tiempo se ha convertido en fruición colectiva, donde cada hito topográfico
nos pertenece y sus amputaciones nos desnortan y su total desaparición nos pierde en una ciudad
diferente, donde la anarquía puede convertirse en una constante y donde la nueva arquitectura puede
repudiar a la propia estética por su falta de sinceridad, de contenidos y de constantes culturales, incluso
contemporáneas.
Los límites perviven en la poética histórica. Las calles, con sus amputaciones y sus prótesis, siguen sus
trazados centenarios, donde sólo ha cambiado la piel de las aceras y calzadas y por alguna sinrazón, la
piqueta ha desgarrado el tejido urbano para ofrecernos regustos de postmodernidad.
La historia que ahora cuento es la de una ensoñación infantil, aprendida en el catón urbano, en el día a
día de sus calles, de sus casas, de sus olores, de sus ruidos y de sus lluvias. Las calles de los recuerdos,
las casas de los sueños, que formaban la ciudad que ahora cumple quinientos años y en la que siguen
existiendo suficientes retazos, como para recomponer sólidos capítulos, aunque haya que salvar
ausencias que pondremos como notas al pie.
No somos nunca verdaderos comunicadores, somos siempre un poco poetas y nuestra emoción, tal vez,
sólo traduzca la poesía perdida. Pero si se es poeta pueden recomponerse los versos que, aún faltándole
palabras, serán lo suficientemente coherentes como para dejarse entender. Si leemos a los viajeros que
a la ciudad han llegado, si interpretamos los poemas de los bates singulares, tendremos que estar de
acuerdo con esta premisa, porque es en los poemas, tal vez más que en los recuerdos, en los que
llegamos al fondo de la ensoñación del espacio de la casa, que ahora interpreto como ciudad.
El que no haya mirado los aleros y se haya detenido ante los tubos de aguas pluviales de los que se
derraman culantrillos y musgos; el que no comprenda la vitalidad de unas hierbas endémicas y sepa que
gracias a que la ciudad está situada aquí, y no en otro sitio, han podido nacer y renacer y hacerse
endémicas, y por eso vale la pena tener frío en los inviernos, no ha llegado a calar en el alma de la
ciudad.
La ciudad hay que sentirla y soñarla y vivirla y amarla. Nos da nuestra identidad, su historia nos
configura, su morfología nos obliga, su dialéctica urbana nos manda. Su clima nos permite ser diferentes
a otros que disfrutan climas más cálidos o más templados, pero nos aviva y nos despierta y nos da otra
forma de ser y de existir, otros hábitos y otras costumbres, sin dejar, nunca, de ser contemporáneos. Nos
da gran parte de nuestra personalidad, porque se ha adueñado de nosotros, de nuestros cuerpos y de
nuestras mentes y nos moldea a su capricho. Y lo aceptamos porque "los centros de ensueño bien
determinados son medios de comunicación entre los hombres de ensueño, con la misma seguridad que
los conceptos bien definidos son medios de comunicación entre los hombres de pensamiento" 0.
Y sin duda, ahora, estoy ensoñando la ciudad y quiero apresarla como creo que la viví, la sentí y la palpé.
Rocé con las manos las paredes caleadas, interpreté las texturas de sus maderas, contemplé los
desniveles de sus aleros, pisé las hierbas nacidas entre los adoquines y los empedrados, me iluminé con
sus luces guía. Conocí a gente de otras generaciones que ya no están entre nosotros, aprendí de ellos lo
que se aprende en los pueblos pequeños.
Y ahora, al ensoñarla, parece que he vuelto a nacer en esta ciudad tranquila. Mi ciudad es tranquila,
aunque sea ruidosa, sus calles son serenas, a pesar de la agresividad de algunos ambientes y sus casas
son conchas donde me refugio o nidos donde me cobijo, a pesar de los fríos inviernos. Así la siento, así
la sueño, así la vivo, así la ensueño. Porque los recuerdos y las vivencias de las antiguas ciudades se
reviven como ensueños, las ciudades del pasado serán en nosotros imperecederas.
Ahora, la ciudad está harta de darme información, me comunica a cada instante su vitalidad y su
ancianidad. Me conmueve y la respeto enormemente. Por eso siempre quise sentirla desde arriba, rozar
la piel con los líquenes centenarios y los verodes altos enraizados en polvos que trae el viento norte,
mezclado con olor de aceviño, de laurel y viñático. Estar un rato contemplando las líneas sinuosas de la
teja centenaria, ahora corta, más allá estrechando la canal y arriba, sobre la cumbrera, rematando el
punto de armadura.
Las ciudades siguen siendo más sinceras, más tuyas, desde lo alto. Allí no se atreven a hurgar manos
irresponsables que todo lo transforman y lo mutilan. Las ciudades antiguas tienen, allá arriba, el último
ejemplo de su autenticidad. Seguramente, durante años, ha pisado el experto que camina seguro y
rotundo, retoca aquí, sustituye en otro lado, remata con mortero un caballete y limpia los cascajos y las
hierbas, ya resecas, bajo las cobijas.
La trama de cumbreras y canales, de limas y faldones, de patios y azoteas vetustas, centenarias, se
arremolinan en el entorno de aquel pequeño recinto que ahora se me antoja capaz de contar las una y mil
historias de los últimos cinco centenarios.
Si aquellas tejas están allí, auténticamente añejas, como así será ciertamente, y pudiéramos llevarlas al
oído como caracolas, nos dejarían escuchar los cantos gregorianos del convento, las risas de las monjas
desde el ajimez, más allá de lo más alto de la línea del cielo del siglo XVII, donde subían a ver el mundo
exterior, después de una madrugada de rezos y plegarias de un día de ora et labora silencioso, bajo las
siete llaves centenarias de la madre priora y la portera, como cuando subíamos al monte los jueves del
recreo.
Si aquellas tejas están allí, ya centenarias, y lo están porque así es, volveríamos a escuchar desde el
tornavoz de su concavidad las voces inconfundibles, en la línea del cielo del siglo XVIII, de los
contertulios de Nava, ilustrados maestros en una Francia camino del progreso, aprendices de
conspiradores en una España absolutista y mísera.
Y como están allí, auténticamente ciertas, utilizándolas como trompetillas pegadas al oído, sentiremos las
voces de los plenos del Cabildo y las lamentaciones de los encarcelados y el llanto de aquel caballero
que va a ser ajusticiado por haber raptado a una novicia del convento de enfrente.
Pináculos, linternas, chimeneas y cruces. Muros altos donde pueden anidar las cigüeñas, incluso los
canarios y mirlos, en las concavidades de gárgolas y aleros. Los vacíos dejados por los patios, claustros
con columnas rojizas, amorfas, desgastadas y, sin embargo, erguidas, soportando las grandes
escuadrías de tea en las que descansan los pares y las tablas.
Allí la vegetación, abrigada por el soco claustral, amenaza los cimientos y arrebata revestidos y tablas y
repta por tejados, confundiendo su verde con las cerrajas lechosas de los bordes. Desde lo alto, una
palmera sacude sus hojas entre el piar de crías, y una araucaria acuchilla la bruma que enmohece las
losas y los muros. El magnolio deja caer sus rosas que se tiñen marrón y la madreselva, ocre y blanca,
palidece su perfume ante el hiriente aroma del jazmín.
Las casas colindantes se toman en préstamo sillares. Unas son hijas de las otras en sus morfologías. Las
piedras de aquel patio sirvieron a este claustro y las maderas enquistadas en muros de refuerzo se
tornaron molduras de puertas principales. Por eso nada tiene de extraño escuchar, entre los libros
franceses del marqués, alguna plegaria o un gemido salido de la garganta virgen de un cuerpo flagelado.
Es posible intuir la Marsellesa a través de la celosía del ajimez del convento cercano y en una celda de
oración aparecer la sombra de un ahorcado.
Y es que cuando las ciudades ya cumplen centenarios, las piezas vuelven a su lugar de origen, tumbo
tras tumbo, han hecho un largo caminar y al fin, rodando, se encuentran encajando en el rompecabezas
primigenio. Por eso quiero contemplar las ciudades desde arriba, donde pueda percibir las formas e intuir
estructuras. Oler el pan en los amaneceres, percibir el aroma del café y escuchar el canto gregoriano o la
polifonía.
Aquí en este entorno norteeuropeo, cubierto con mi abrigo y cargando con mi jubilación y con mis
reflexiones, vuelvo a emocionarme al sentir lo que mi ciudad me ha vuelto a comunicar y mi recuerdo se
revolvió para hacerme entrar a otra ciudad que, a finales del pasado siglo XX, seguía presente sufriente y
constreñida por la voluntad de los poderosos. Mis recuerdos de la ciudad de La Habana eran diferentes.
No estaba presente tanto la poética como lo que por entonces llamé la dramática del espacio habitado y
estos recuerdos se me presentaban ahora frescos, vivificantes y trataba de rebuscar en mi memoria
aquellos escritos que fueron vividos intensamente y creo que captados sin pasión, sólo con el sentimiento
a flor de piel, por estar recordando una de las realidades más sufrientes y vivas de mi historia personal.
La ciudad de La Habana es, sin duda, un periódico sonoro, es un videochip de puertas a fuera, donde el
son y el colorido suprime la dramática de puertas adentro. Y contando varias secuencias vividas y
redactadas para un libro de viajes, el espacio urbano, me dejó leer un amplio mensaje.
Allí está la otra Habana, la gran Habana que se escapa a la rehabilitación. La Habana profunda por
donde no se atreven a entrar los turistas que sólo se quedan en la piel de la plaza de Armas, del Malecón
o de las calles de Oficios, Obra Pía, plaza de la Catedral, Parque Central y poco más. Esa es La Habana
doliente que llega a hacer llagas en el alma, porque su deterioro y superpoblación supera cualquier
ánimo.
Esa Habana Vieja, lejana del Vedado, la que fue primer bastión de innumerables luchas y singulares
intrigas, la que sirvió de puerta de América, la que soportó incendios y asedios, esa Habana Vieja está a
punto de lanzar su último suspiro contenido en un gran corazón que casi espera también su último latido.
Deambular entre la miseria y la ruina y rebobinar el disco duro de la historia simultáneamente nos lleva a
erizar los sentidos de la vista, el olfato y el tacto, porque el del oído está latente siempre en un sonido
único y diverso de la gente que habla, deambula y siente, de los que comentan la situación ante las
colas, de los grandes sones de la trova que se escuchan en lugares turísticos.
Pasar por la Plaza Vieja camino del convento de las claras es asistir a la tramoya de un decorado
kafkiano. Fachadas que se soportan sobre fachadas, a través de paneles y puntales sobre las calzadas.
Ocres y amarillos refundidos en sus descascarados desconches. Piedras centenarias abominadas de
hollín y de polvos de decenios. Eclécticos sitios que se sienten oscurecidos y angustiados por una
esperpéntica presencia de revocos agrietados y pinturas vahídas, insinuantes de un período mejor.
Mezclas de prebarroco con modernismo untados de un barniz señorial que ha quedado en medio pelo,
como el tejido raído por los años y el uso.
El barrio chino, detrás del teatro nacional, en las inmediaciones del Capitolio, allí casi justo al lado del
hotel Inglaterra y de la gran estatua de Martí, del Parque Central, es casi el Bronx neoyorquino, pero lleno
de honestos cubanos que hacen y deshacen su vida a diario, que pliegan y despliegan las aceras
inmensamente sucias, inmensamente hartas de tedio y de censura. Niños blancos y mulatos, ancianos
corcovados en camisetas que un día fueran blancas. Gente con decenios de soledad y de palabras
interiorizadas. Ojos inmensamente tristes e inmensamente blancos, como sus rizados cabellos y sus
barbas menudas, también blancas, como negativos en una ciudad que ha quedado retenida, también en
negativo, dentro del gran diafragma de la historia.
El color es posible gracias a que el Caribe exige colorear el paisaje. Los atuendos de los más jóvenes, los
rojos de sus calzones y blusas, los amarillos de los pañuelos en algún tocado, los azules y verdes de las
carpinterías de las casas restauradas, rescatan para la pupila la paleta, casi perdida, cuando miras sólo
las casas y las calles.
Puedes perderte en un entramado de calles estrechas, iguales y singularmente diferentes. Si circulas por
las paralelas a Obispo, te encontrarás con la sempiterna mirada del Capitolio que se acerca y acerca y se
deja ver mejor y se oculta cuando las calles se tuercen, ligeramente, sobre su trazado en damero,
regular. En las esquinas, hacia uno y otro lado, casas y casas, ropas tendidas, coladas que chorrean
sobre las aceras, basuras enquistadas en contenedores que jamás se recogen. Materiales de derribo,
escombros y más casas apuntaladas.
Luego las balconadas de hierro, los grandes ventanales sin cristal, sólo con las persianas venecianas que
teóricamente ventilan las habitaciones. Edificios barrocos que sorprenden por sus delineadas molduras.
Inmensas alineaciones de balcones en dos plantas con los grandes protectores que, en orejera, separan
a los vecinos, con sus enormes pinchos en puntas de flecha, amenazantes.
La multitud de ciudadanos espera, no sé a qué, sentados en los portales. Allí, niños y adultos juegan y se
revuelcan en el asfalto oscuro de aceites de coches que desde los años cincuenta han ocupado un
espacio, convirtiendo multitud de calles en una inmensa chatarrería, a la que se le intenta sacar el sonido
del motor, cuando consiguen algo de petróleo y lo ponen en marcha esperando mejores momentos.
A pesar de todo, en La Habana también hay cielo y, dentro de él seguramente angelitos blancos y
angelitos negros. A veces, el cielo se agrisa o se blanquea de tanta luz, o se escurre en lluvias
benefactoras que limpian y arrasan contaminaciones y parásitos. Por eso, los niños cubanos viven,
porque el cielo protector les ayuda a sobrevivir. El resto es más complejo. Las casas hacinadas,
incomprensiblemente comprimidas, derrochan habitantes aunque las estadísticas más recientes hablen
ya de crecimiento cero. No podría ser de otra manera.
Nacer en Cuba es mucho nacer, es casi el milagro mágico de una cartilla de racionamiento más, es un
poco de leche más hasta que ya sea capaz, el nacido, de hacerse un camino al arroz y a los frijoles, a las
viandas de plátano fritas con mantecas de puerco, a la carne de puerco a todas las horas que sean
posibles, al chicharrón. Seguramente, alguien puede traer una papaya o un mamey o un plátano fruta,
llevado de las islas atlánticas por los otros isleños que cocinaron juntos la gran cena de la emigración.
Sigo caminando esta ciudad que aún conserva su corte colonial, bellísima, armoniosa, culta y, sin
embargo, a pesar de su fertilidad, hoy estéril. No obstante, esta ciudad ha parido más universitarios que
todo Centroamérica. Ha exportado médicos para Angola y Nicaragua. Ha recibido, para cuidar y proteger,
niños contaminados en Chernovil. Ha sido capaz de crear la inmensa riqueza de Miami, aunque sea de
rebote. Ha inventado la palabra balsero, y a "las putas del pan" (cito a un joven poeta) las ha denominado
jineteras, seguramente porque galopan su hambre y su desnudez sobre las grupas de los blancos de
occidente que, por pares, las pasean por el Vedado o por el Malecón.
Da pena pensar que estas putas del pan regalan su amor en cualquier barrizal al tedioso turista, viejo y
gordinflón, por un par de dólares o una barra de labios o unas braguitas de seda roja que, el cretino de
turno, lleva en sus bolsillos como si fueran migajas de pan para gorriones. Escultóricas jóvenes producto
de un cruce generoso de razas reúnen en un día lo que un profesor universitario percibe en su nómina
mensual. Nueve o diez dólares que ya pueden gastarse en las nuevas tiendas que se abren en calle
Obispo, donde se enganchan al consumo de un frasco de colonia, un gel de baño o unas gafas de sol,
todas de importación. Ya han conquistado el consumo. Ahora a volver a empezar a penar.
Me paro un rato a contemplar la cima de los edificios generosos y de diseño riguroso y genuino, en esta
ciudad del norte. Veo caminar a sus peatones y detecto inmediatamente la enorme diferencia, en las
casas, en la gente, en los sones, en la higiene. Me revelo pensando que cuestiones políticas pueden
hacer ciudadanos de honor o de miseria. Y esa información la detecto leyendo las páginas de ahora y
aquellas que mi memoria me va desgranando apresuradamente.
Una telenovela dio el nombre a los nuevos restaurantes que por decenas han aparecido, ya autorizados,
por la administración, previo pago de doscientos cincuenta dólares mensuales. Los paladares o las
paladares han vuelto a hacer cierto el realismo mágico, casi perdido en los nuevos narradores. Y es que
el realismo mágico está en la misma calle, en los sucesos, en las gentes, en las casas, en las paladares,
por supuesto.
Había ido, hacía años, cerca de la catedral y me sentaron en un asiento de tres plazas, de un coche que
debió estar aparcado desde el triunfo de la revolución. A cielo descubierto, sentado con un par de
amigos, se afanaron en darnos unas langostas caribeñas a la plancha. Un trozo de hierro laminado, con
poros oxidados y untado de aceite requemado o de manteca, hizo de plancha. Un cocinero con falta de
afeitado y sudoroso hasta el corbejón partió las langostas a la mitad y las puso de espaldas sobre el
ardiente acero. Olores a quemado avisaron que ya todo estaba listo. Cerveza Bucanero, mojitos bien
cargados, cubiertos de diferentes estilos, unos trozos de papel higiénico como servilletas y, como dijera
un viejo isleño, nos pusimos trapiando por tres dólares.
He vuelto a la paladar, esta vez a desgana por los viejos recuerdos. Un recinto moderno, con vitrales
imitados, cubierta de madera con vigas. Plantas ornamentales y tres mesas con cuatro sillas cada una, la
medida exacta autorizada por el poder central. Cómodas sillas, mesas con mantel de tela y sobremantel
de plástico individual. Vajilla nueva de diseño, cubiertos de esmerado servicio, copas singulares de
diseño, una carta para elegir. Langosta, pata de cerdo al horno o a la salsa, arroz congrí, plátano vianda,
ensalada de verduras y hasta pan. Cerveza cristal, bucanero especial o negro, mojitos con mucha hierba
y mucho ron. Enorme simpatía en la familia que atiende, gracejos singulares, ocurrentes, divertidos y
profesionales. Un ambiente selecto. Cinco dólares por barba.
Jazmín entró tímidamente con su piel oscura y rasgos formidables, calzando diecisiete años y un violín.
Interpretó, junto a un muchacho imberbe y con acné, música europea. Con tan poco instrumental no se
puede tocar Yolanda o el Unicornio azul, seguramente tampoco lo sienten ya. Aceptaba nuestro aplauso
con una reverencia grácil, cabeza hacia adelante, espinazo hacia atrás. Bellas melodías surgidas de unas
manos angelicales. Hablaba francés e inglés. Su fragilidad no se correspondía con las langostas y la
comida criolla que en ese "horror vacui" del cubano desbordaba en las mesas. Pasamos un plato a los
asistentes y pusieron unos dólares. Jazmín recolectó casi sueldo y medio mensual. Meses más tarde me
enteré que el estado le había quitado el violín, era del conservatorio y lo tenía en casa para estudiar. Con
las cosas del estado no se come. Pobre Jazmín su voz no le alcanza para más. Desde ahora tendrá que
hacer juegos malabares con las únicas cuerdas que le han dejado.
Aquella era otra Habana distinta a la de afuera, donde se escuchaban los gritos por los tantos que
Industriales marcaba a Villa Clara en un reñido encuentro de pelota.
Dentro estaba lo mágico; fuera, el realismo. Seguramente el hambriento escritor que pasaba en ese
instante por la casa de Alejo Carpentier, al otro lado de la calle, olía un arroz con frijoles en La Bodeguita
de Enmedio y daba un corte de manga a Hemingway, mientras contemplaba añorante, en la plaza de la
Catedral, la casa que se rehabilita para que duerma sus próximos cien años de soledad el Nobel García
Márquez.
Y La Habana sigue su camino entre gente que anda con la bolsa por si acaso, o el carro de helados
italianos, hechos en Cuba, detiene su rojo andar, frente a la casa de los libros ya cerrada que deja la otra
esquina a la Floridita donde siguen sirviendo daykiris a seis dólares, lo que no deja de ser una pasada. A
pesar de todo ya no quedan los hálitos de Bogard ni de Hemingway, aunque reluzcan las casacas rojas
de sus camareros.
A uno le parece mentira que dentro de ese cascarón turístico, exista la otra Habana, donde todo está
permitido a pesar de estar prohibido. Se venden langostas y mariscos que desde las barcazas están
controladas por el poder central, se vende la historia en bellos libros en la Plaza de Armas y en una serie
de librerías de lo viejo que se encuentra uno por cualquier lugar, y luego los libros son requisados en el
aeropuerto por la aduana con el auxilio de los rayos X. Se practica la prostitución en el Malecón o en las
posadas, aunque esté prohibida y se trate de controlar de cara al exterior. Se ejerza el contrabando o el
estraperlo, haya de todo a pesar de que no hay nada. En los diplos, con dólares, hasta turrón de Jijona
en marzo. Donde falta de todo no falta de nada si es con dólares. Y eso escalda a quien tenga un poco
de conciencia y haya practicado la convivencia.
Seguí con mis pensamientos, ya antiguos, recorriendo esta ciudad renovada, culta y ordenada. Una
ciudad donde se olía la información, se escuchaba la noticia, se palpaba el suceso de lo cotidiano.
Regresé tarde al hotel. Volví a introducir el DNI en la ranura metálica en el cajetín de la pared del
dormitorio. La pantalla se prendió y me comunicaba que la reunión se había pospuesto para dos horas
más tarde, que llamara a casa y que la cena del debate era a las nueve y media.
Recuperé el escáner que me habían regalado mis compañeros cuando la jubilación, comprobé sus
baterías, leí atentamente sus instrucciones. Puse la flecha de señalización en el idioma correcto, encendí
el televisor y dirigí el lápiz óptico a la pantalla. A través del auricular escuché en un castellano cibernético
la traducción correcta de la información que se emitía. Fue cuando confirmé que la comprensión de la
información no depende del medio que la emite sino del receptor; que la información no es posible sin
una buena descodificación. Pero también había confirmado que la productora de la información era "la
ciudad", por lo tanto el motor de la información está en ella, porque ella es el todo y la información un
extracto de su quehacer, el resumen de la vivencia diaria. Porque la información no es más que el relato
de los sucesos de la vida en unos escenarios, contados y resumidos por personajes del mismo o de otro
escenario, emitidos por otros personajes desde escenarios virtuales, creados sobre el escenario real de
la ciudad. Por lo que creo que hablar de ciudad y comunicación o de la ciudad como medio de
comunicación es hablar de la vida misma. La información resume la realidad y esta realidad está en la
subjetividad de quién la resume. Ese resumen subjetivo nunca se podrá comparar con la riqueza de la
realidad. La ciudad es real y es rica y en ella está contenida toda la información. La información es parcial
y limitada e intenta resumir subjetivamente la vida. La ciudad precisa de los medios, estos nacen de ella.
Así ha sido, así será. El pasado es un presente que se ha ido urgentemente y nos ha dado un legado
para hacer uso de la memoria; el presente es un instante que de inmediato pasa a ser pasado y, por lo
tanto, se refugia en una memoria virtual que sólo con los años revive; el futuro lo construimos con
urgencias, con las prisas del breve presente y es tan efímero que habiendo sido presente el mismo
instante en que comencé a escribir este relato, ya es irremediablemente pasado y aquel futuro que es
ahora mismo, cuando acabo, es un presente tan efímero aunque a ustedes mi relato y mi monotonía les
haya parecido toda una eternidad. Y no lo olviden, el periodismo del futuro está en este instante, somos
nosotros los creadores de ese tiempo que siendo de esperanza es sin embargo de ensoñación.
Notas:
Su correo: aaleman@ull.es