Notas bibliográficas
ANTONIO RUMEU DE ARMAS: España en el África
Atlántica.—Madrid, Instituto éo Estudios Africanos.
C. S. I. C—2 vols. 4°.—I: Texto. XVI + 610 págs. + 36
láms. fuera de texto y lista de erratas y de ediciones
del Instituto, sin numerar, 1956; II: Documentos,
XXIV + 310 páys., 1957.—Precio: 225 Ptas.
Nos hallamos ante una obra mayor, resultado de largos años de estudio y acopio
de materiales, que versa sobre un tema que podríamos llamar totalmente nuevo
para el común de los españoles, aún reRriéndonos, solamente,'a los de cultura superior.
Todavia este año 1958, en contestación a un tema de oposiciones sobre
política africana de los Reyes Católicos, ninjfuno de los opositores aludió siquiera
a este campo de acción.
La historia de los propósitos de España —en sentido estricto, esto es, excluyendo
a Portugfal— para incrustar su personalidad y su cultura en tierras del África
de poniente, del África Atlántica, como la llama Rumeu, no es tema nuevo en
la pluma de este autor. En los largfos años en que ha ido estudiando el asunto
éste se ha traslucido en trabajos periodísticos y circunstanciales, uno singfular-mente:
una serie de conferencias en un curso organizado por esta misma entidad,
I. D. E. A., luego publicado en una serie de volúmenes; el cursillo de Rumeu contení*
ya, en 1951, todo lo esencial de su doctrina sobre el tema, su interpretación
de los hechos y la mención de los documentos, en gran parte aportación personal
suya. Estas conferencias fueron comentadas aquí mismo, tomo XVIII', 1952, página
289, y en otros sitios, y discutidas sus interpretaciones. Discusión previa que
ha sido de gran ventaja, ya que así, cuando Rumeu ha pasado a redactar su texto
definitivo y a aducir sus pruebas, ha podido tener en cuenta aquellas objeciones o
reparos, casi siempre para insistir y reforzar su doctrina frente a sus contradictores.
Además del detallado estudio de las fuentes y de los episodios, grandes o pequeños,
que de ellas se deducen, trata Rumeu, como siempre en sus trabajos, de
situarse en la historia general, política y económica, y hacer ver cómo ésta condiciona
el campo parcial de su estudio. Asi nota cómo la expansión indiana, la política
europea, la misma reacción frente al turco, obligaron a dejar en segundo
177
término esta prometedora empresa africana; de otro lado, la reacción religiosa de
los chorfas (una especie de nasserismo del siglo XVI, que cundió por el África de
entonces) hizo cada vez más dificil toda política de penetración y frustró primero
el intento castellano, pero no menos el más tenaz portugués.
En los veinte capítulos en que se reparte el texto, cada uno con sus notas al
fin —procedimiento poco cómodo para el lector y sólo explicable cuando la obra
se imprime a medida de su redacción—, se estudia desde la geografía histórica de
esta zona dei África hasta su práctico abandono por el Estado español, ya que no
por los pescadores canarios subditos suyos, pasando por los primeros contactos
con estas costas, la fundación de la Torre de Mar Pequeña por los señores de
Lanzarote y Fuerteventura, su reconstrucción por la Corona, el éxito de sus tratos
o rescates, el más ambicioso plan político de vasallaje del reino de la Bu-Tata, el
propósito de convertirlo en una real ocupación o presencia militar, encomendado
a Alonso de Lugo, el fracaso de la batalla de las Torres y el posterior abandono
del plan, en vías de ejecución, ante los intereses portugueses y, en fin, la agonía
de la Torre de Santa Cruz de Mar Pequeña. Todavía las cabalgadas, el comercio
y la pesca en esta costa después de la renuncia política a la misma, cierran el libro.
No es posible hacer un comentario minucioso de tan vasta obra; ya a propósito
del resumen que de ella se daba en las conferencias de 1951, además de la reseña
mencionada, el que esto escribe dio una conferencia en el Instituto de Estudios
Canarios (29 de octubre de 1956; resumen en «Estudios Canarios», anuario del
Instituto, II, 1957, págs. 10-12), en la que trató de hacer llegar a su público las
noticias de hechos nuevos, muchos verdaderamente emocionantes, que Rumcu ha
incorporado, en esta ocasión, a la historia de España. Asi, pues, nos limitaremos
ahora a examinar algunos puntos controvertidos y la solución que les da Rumeu.
Bien informada, sin duda, aunque generalmente de segunda mano, es la síntesis
geográfico-histórica que abre el libro. Sólo como lapsus inadvertido podemos
registrar la fecha del siglo XIV para la introducción del camello en África; los
manes de Septimio Severo habrán padecido al leerlo. Tampoco aceptamos buenamente
la calificación de ciudades fantásticas que aplica a los nombres de lugar
inidentificablcs que aparecen en los portulanos; creemos que todos ellos responden
en su origen a algún espacio concreto, aunque no ciudad sin duda. En nuestros
derroteros de costas hay una infinidad de topónimos desconocidos por los habitantes
del país, pero no por los pescadores o marinos que frecuentan los lugares.
No hay motivo para oponerse a la fecha de 1478 para la fundación de la primera
torre de Santa Cruz por Diego García de Herrera (pag. 116); para estas fechas
sin documento hay que dejar siempre un pequeño margen de fluctuación. Otra
cosa es lo de la ubicación exacta de la torre. Rumeu ha oscilado muchas veces, en
el curso de sus estudios, en este punto. Ahora se inclina, sin cerrarse a 1* discusión,
por la desembocadura del Ued Chebica. Por nuestra parte tampoco podemos
poner la mano en el fuego: primera pensamos, con Cenival, en Puerto Cansado;
luego, al saber que éste está en lugar casi inaccesible desde el interior, admitimos
otras localizaciones, como la boca del Draa; últimamente, a la vista de unas fotografías
de estos lugares, volvemos al punto de partida. El Ued Chebica fólo
RHC, 12
178
ofrece nn islote mrenoso en su fox; Puerto Cansado, aunque no es río, como describe
Valentina Fernandes, es una lar^a y sinuosa penetración de las ajfuas tierra
adentro que, en foto aérea, dan la misma sensación y, además, en su entrada, esto
es, la auténtica Mar Pequeña, un islote rocoso, coronado por las ruinas de un castillo,
es la ubicación exacta de la torre de Santa Cruz, como exig^en los documentos.
La obra de este castillo, de sillares escuadrados y aparejados, no es de mano
de moros; en fin, se nos ocurre que Mar Pequeña era una excelente pesquería,
ttgán se nos dice, y, si fuese la foz de un rio, ¿podría serlo? La lástima es que
esta costa ha salido ya de la soberanía española y un estudio científico de ella, si
antes era muy difícil, desde ahora es imposible.
Rechazamos de plano el empeño de crear un mar mediterráneo entre las Canarias
y África, y bautizarlo con el nombre de Mar Pequeña. Estos mares interiores,
con sus nombres, son invención de los ^eóg^rafos del Renacimiento, no se
eonsigrnan en ninjpin portulano; no entender que Mar Pequeña ha sido antes un
nombre común, sólo lue^o un nombre de lu^ar, y que sigfnifica una charca o pantano
costero en comunicación por una gola o foz con la alta mar, es una falta de
instinto del idioma. Es lo mismo que Mar Chica, Mar Menor, Aigües Vlortes, etc.
No creemos en la existencia de otras torres españolas. Hemos leído con atención
el interesante capitulo sobre el tratado de Sintra y vemos qae en todos los
textos literales que copia Rumeu (no hemos examinado tan bien el tomo II) jamás
la parte castellana invoca los derechos de doña Inés Peraza; las menciones de ellos
son de parte portuguesa, mal informada respecto a la situación legal de la torre
de Santa Cruz de Mar Pequeña. No hubo mala fe por parte de los negociadores
castellanos, pero tampoco más de una torre.
Una cuestión discutida era la de la fecha del desastre de Saca o batalla de
Las Torres. En este punto creo que Rumeu ha llegado a demostrar bien su hipótesis
de 1500. Ya admitimos que era la fecha más lógica y concordante con la
marcha general de aquellos acontecimientos. Rumeu resalta, por un lado, la desaparición
súbita, a partir del verano de 1500, de las personas que sabemos que murieron
en Saca; por otro lado, resuelve nuestra dificultad del gobierno de doña
Beatriz cuando ocurrió el hecho, admitiendo otro periodo del mismo —además
del de 1502, registrado en las actas del Cabildo—, aprovechando para ello un hueco
en estas actas. Como al protestar tan duramente los testigos de la residencia
contra el gobierno de la Bobadilla parecen aludir a una sola ocasión y lo mismo
los descargos del Adelantado, no podíamos imaginar esta duplicidad. Habrá que
•dmitiria. Seguimos dudando, aunque no vamos a entrar en ello, de otras batallas
con los moros por parte de Alonso de Lugo que esta de Saca. Si las hubiese, o
por las pérdidas sufridas o por la victoria conseguida no hubiesen dejado de figurar
en los alegatos del Adelantado.
En fin, sobre la carta de don Manuel el Afortunado en recomendación de
Sancho de Vargas, es cierto que la redacción del texto es confusa y que incluye
erratas probables {de Muat eaasat, línea 9, por «d'estas causas»); por tanto, puede
entenderse como cada uno quiera, mas el sentido general debe ayudar a resolver
u tM ofcttridades. Si resulta raro que el rey Manuel recomiende la familia de su
179
k^ente portuguéi, también lo e i que, si este agfente fuese baquiano en la Bu-Tata,
necesitase acompañante.
La obra, aunque de texto algfo apretado, cuerpo 10, está bien presentada.
Aparte fotosfrafias, por lo general más de adorno que de ayuda, simplemente
porque no las hay —las de las toces de la costa de África que ha usado Rumeu
fueron declaradamente malas, sin duda peores que las vistas por nosotros—, aparecen
documentos, como la carta de don Manuel, y numerosísimos mapas y esquemas
cartogfráficos antiguos y modernos, y éstos si que ayudan a la comprensión
del texto. Confesamos que hemos visto ligeramente el tomo de documentos, pero
notamos con satisfacción que cada uno va precedido de un brevísimo titulo o resume^
y de su lujrar y fecha y segfuido de nota sobre su procedencia y, a veces,
mención de las publicaciones anteriores. Lleva una addenda con más documentos
omitidos a su tiempo. Es esto inevitable, pues un vasto tema, como éste, nunca
podrá darse por totalmente agiotado, pero podemos decir que la obra de Rumeu
ha renovado completamente la visión que del mismo teníamos antes: constituyó
la política africano-atlántica todo un plan de acción de los Reyes Católicos, iniciado
de hecho por ellos con las comisiones al g:obernador Fajardo en 1495 y
cerrado por Fernando el Católico en 1509 por el tratado de Sintra. Este breve
ciclo excusa hasta cierto punto el completo olvido en que cayó para los historiadores
g^enerales de España. No estamos segfuros de que no fuese una suerte para
ella que este proyecto, de apariencia prometedora, fuese abandonado en seguida.
Pero sólo Dios lo sabe.
Elias SERRA
SEBASTIÁN JIMÉNEZ SÁNCHEZ: LO canario, ¡o guanche
y lo prehUpánico.—Madrid, Public, de la Real Sociedad
Geogfráfica, Serie B, núm. 387, 1957.—12 págs. 4°.
Este folleto es reedición, con alg'unos retoques, de una serie de artículos de
su autor, con el mismo título, aparecidos en «Palangre», diario de Las Palmas, los
días 10, 11 y 13 de julio del pasado 1957. Insiste en el problema de buscar una
denominación propia, un nombre español, para la población y cultura de los habitantes
aboríg'enes de estas Islas Canarias, anteriores a su asimilación por los conquistadores
castellanos. Con razón rechaza la denominación guanchet que para
el conjunto de aquella población se viene usando muy ifeneralmente desde el siglo
pasado, ai parecer invención, en este sentido lato, del Dr. Chil y Naranjo; y no
porque desconociese el uso que los contemporáneos de la conquista hicieron de los
términos canario y guanche, el primero genérico para todos los pobladores de estas
islas, el segundo especial para los de Tenerife y, por tanto, utilixable como adjetivo
unido a aquel nombre común: los canarios guanches. Chil, como Verneau y el
circulo parisino en que los dos actuaron (¿no procedería ello de Berthelot?), hallaron
cómodo escoger un nombre especial para los aborígenes de las Islas, y como
180
el de canarios, usado por los clásicos, ofrecía pricisamente el inconveniente de ser
vivo para desij^nar la población actual, se acogfieron a este nombre de guanches,
extendiendo su sentido, como pudieron haber adoptado el de majos, con que fueron
desig'nados los aborigénes de Lanzarote y Fuerteventura. Los demás nombres
gfentilicios de cada isla quedaban excluidos, por ser vivos para los actuales gomeros,
herreños y palmeros, aparte tratarse de islas menores. En verdad, la reforma
de Chil se limitó a sustituir el tradicional canarios por el no menos viejo ^uancAe»,
pero sacado éste de su sentido limitado. Peor fue el abuso de Verneau, del que
parece que Jiménez no se da clara cuenta. El antropólogo francés escogió arbitrariamente
el nombre gaanche para designar con él uno de los varios tipos raciales
que estableció en la pfblacióñ, no de Tenerife, sino de las Islas Canarias. Por ello
se dice que halló un cierto porcentaje de guanches en tal o cual isla; y Jiménez
deduce de ello que ya antes de la conquista tuvo que haber trasienfos de población,
cuando gente tan seria como los antropólogos hallan una cierta proporción de
guanches en la Gran Canaria aborigen. Y aun completa la idea, pág. 4, con la
supuesta presencia de grancanarios en la población nativa de Tenerife. Esto
carece de todo otro fundamento que el abusivo nombre de guanches dado por
Verneau, y otros antropólogos a su ejemplo, a un tipo racial de los varios que determinó,
aquel que posee típicos rasgos del conocido hombre fósil de Cro-Magnon.
De todas maneras, ningún antropólgo cuidadoso llamará a este tipo con el propio
nombre de la raza glacial; el cómodo derivado cromagnoide permitirá fácilmente
salvar el obstáculo. El uso del nombre guanche para este tipo racial interinsular
es más pernicioso todavía que la generalización de Chil.
Volviendo a las páginas de Jiménez, que contienen las pruebas del uso limitado
antiguo, y de las vacilaciones modernas, tienen como más personal e interesante
el inventario de los topónimos modernos de las Islas que contienen las voces
guanche o canario, pues resulta que aunque ambas han rebasado la isla respectiva,
sólo son frecuentes y antiguos en Tenerife los primeros y en Gran Canaria los
últimos.
Propone Jiménez Sánchez, siguiendo a Santa-Olalla, el nombre prehispánicos
para los aborígenes de las Islas, a lo que hada oponemos, pues incluso lo hemos
usado a veces. Pero no vemos esa necesidad de un nombre propio especial para
aquellas gentes. Casi siempre palabras como aborigen o nativo bastan en escritos
claramente referidos a Canarias. Y para los de.tema más vasto, que no soportan
tanta concisión, tampoco sería suficiente prehispánico, si uo le precede la voz
canario. Con lo que nada ganamos. Contentémonos con la realidad de que no
existe un nombre especial para nuestro objeto, como tampoco lo tiene la mayoría
de países o naciones para sus habitantes primitivos.
Elias SERRA
181
LUIS DIEGO CUSCOY, The Book of Tenerife (Gaide)
by with the collaboration of PEDER C . LARSEN.
Translated into eng'lish by ERIC L. FOX. Santa Cruz de
Tenerife, Ediciones IZAÑA [Lit. A. Romero] 1957.—
292 pkss. 8".
Es la traducción ing-lesa del Libro de Tenerife de que dimos elojfiosa noticia
en nuestro cuaderno anterior, pág's. 139-141. En la solapa de su sobrecubierta se
anunciaban ya traslados en varios idiomas del norte de Europa dé esta obra de
propaganda de nuestra isla, y que no era un vago propósito de loa editores lo
muestra la puntualidad con que aparece el primero de ellos y sin duda destinado
a mayor difusión, el inglés, terminado de imprimir, según reza el colofón, en 20 de
enero de 1958, poco más de medio año tras el original, que se fechaba en 4 de julio
anterior. La justificación del tiraje que trae en su pág. 6 consigna el mismo
número de ejemplares que los de la edición española: 4.000.
En la comparación general que hemos hecho con aquella edición nos ha parecido
una reproducción cuidada, que no se aparta en nada de su modelo, y la traducción,
debida al culto cónsul británica en Tenerife, Mr. Eric Lionel Fox, según
se anuncia en la portada y también en un breve prefacio especial de esta edición,
inmejorable y fiel como podía esperarse de persona que domina ambos idiomas y
conoce personalmente el tema, esto es, la isla que se describe en el libro. En lo
material era dificil mejorar nada; sólo hemos notado que la numeración de lai páginas
alcanza todo el libro, en lugar de dejar un cuaderno final sin numerar, y que
una elegante caja de cartulina con un llamativo cromo se añade al volumen, invitando
a aprovechar la ocasión para obsequiar con tan bello regalo a los amigos
ausentes, para lo cual la caja lleva su sobrecarta para la dirección y hasta la tarifa
a abonar en correos según destino y medio de envío. No puede pedirse más.
E. S.
Gula de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, Goya-
Ediciones [1958].—148 págs. -(- XVI de color para guía
de profesiones, 12 láminas monocromas y 2 a color. Un
mapa y un plano plegados. Cubierta de cartón entelado.—
8° menor.
No debe hacerse comparación de esta guia práctica y sencilla, sin pretensión,
y del precioso Libro de Tenerife de Cuscoy y Larsen. Esta trata de dar las noticias
indispensables al forastero y a muchos residentes y su nota original es el po-liglotismo.
Desde su cubierta recia se anuncia que puede leerse en español, en
francés, en inglés, en alemán, en italiano y en portugués. Cada texto tiene que
•er, pues, breve, unas 20 páginas en castellano, unas 15 en cada uno de los demát
182
idiomas, en que parece ligeramente extractado: situación y formación geológ^ica del
Archipiélago, la illa de Tenerife y sus productos agrícolas e industriales, su clima,
la capital Santa Cruz, sus monumentos artísticos y otros lugares de interés en ella,
en fin, las rutas turísticas de la Isla, ¡todo en los seis idiomasl
Todavía sigue, ahora sólo en castellano, salvo los títulos, una serie de repertorios
de gran utilidad práctica que ocupan las 50 páginas postreras: callejero con
lista 'de nombres cambiados (tan indispensable en nuestro país), lista de pueblos
con sus distancias y otra con sus habitantes, centros oficiales, museos con sus horarios,
deportes, alturas de diversos lugares, listas de producciones (¡sin cifrasl),
libro* recientes sobre Tenerife, comunicaciones, iglesias, «monumentos», autobuses
y taxis, salas de espectáculos, bancos, agencias, consulados, hoteles, lineas
marítimas y la guía de profesiones, etc. Todo ello con este misma desorden y
mezclado con anuncios. El colofón nos dice, además de la fecha exacta, que se imprimió
bajo la supervisión de Stefano Viviani y Beppo Barbarigo: suponemos que
se referirá a la corrección material, con lo que la obra es anónima. Pero insistimos
que puede dar útiles auxilios. El plano, bueno, y el mapa, pasable. El tiraje copioso
de 7.500 ejemplares supone una buena difusión de este instrumento útil.
E. S.
O. G. S. CRJVWFORO, The Eye Goddess, London,
Phoenix House Ltd., 1957, 168 págs. -\- 48 láminas.
24,5 X 18,5.
La última prueba de su solvencia científica, de su honestidad oomo investigador
y también como el último eco de su paso por las Islas Canarias, los dio O. G.
S. Crawford en la obra que nos disponemos a comentar. 77ie Eye Goddess apareció
casi al mismo tiempo que moría su autor, con lo que este interesante trabajo
viene a rubricar dignamente el capitulo final de una vida por entero dedicada a la
investigación prehistórica y arqueológica. La belleza y cuidado de la edición le
dan al libro valor de homenaje.
Fundatlor y editor de «Antiquity», la revista tan llena de sana critica y de
aprovechables lecciones para los que se inician en las tareas de la investigación,
O. G. S. Crawford cumple en The Eye Goddess con darnos una visión panorámica
del arduo problema que plantean los grabados rupestres en África y en Europa.
Véase el contenido de la obra: Cap. I, Hanting, Ploughing, and Praying; II, The
fertilify cult ín Syria; III, Westwards to the Aegean, Greece, and Italy; IV, On to
Iberia; V, Iberia to Brittany, VI, Gavr Inis; VII, More bretón symbols; also baetyls
and qaerns; VIH, Ireland; IX, From Ireland to Britain; X, A/rica; XI, The Canary
Islands; XII, Southern Ethiopia; XIII, Modern survivals. Completan este índice de
temas 48 láminas fuera de texto y 46 figuras intercaladas. Canarias está representada
gráficamente en las láminas 33 (inscripción del Barranco de Balos), 34 (piedras
grabadas de Garafía), 34 y 35 (vasos decorados de Garafta), 36 y 37 a) y b)
183
(piedras labradas de Belmaco) y 38 (fijfura antropomorfa de Gran Canaria). La fi-
^ r a 44 recoge unos diseños de Balos y la 45 los circuios concéntricos de la roca
de Zonzamas, Lanzarote.
Crawford comienza por considerar «cultura arcaica mediterránea), esencialmente
neolítica, intacta —aunque no libre de algunos contactos externos—, la
forma cultural básica en las variantes culturales canarias. De un modo aparente
parece que esa cultura ha debido de quedar estancada durante los dos o tres milenios
de su existencia —lo que no parece probable—, pero no se advierten loa
signos de los cambios sufridos. Crawford fia en que excavaciones científicamente
ordenadas puedan revelar esos cambios, pero olvida la hasta ahora no hallada estratigrafía
y la existencia de complejos de superficie, mezclados. ELstima que la
cronología podría fundarse sobre la base de que en el segundo milenio ya las Islas
habían sido pobladas.
Estudia los grabados de El Hierro, La Palma, Gran Canaria y Lanzarote.
Para Gran Canaria —Balos— encuentra fuerte influencia africana. Señala que los
motivos de La Palma caen de lleno dentro del tema de su libro. Establece los ya
conocidos paralelos con los grabados bretones —Gavr Inis, Passage Graves, etc.—
y admite estrechas relaciones entre los palmeros y los bretones. La decoración
cerámica palmera, sobre todo la incisa, con bandas paralelas alternadas de puntos
y lineas oblicuas, revela claros contactos africanos. Relaciona la roca labrada en
círculos concéntricos de Zonzamas, Lanzarote, con ciertos temas palmeros. Los
grabados del tipo Garafía vendrían a ser la prueba de una comunidad de cultos y
la demostración de los viajes durante la Edad del Bronce europea. Canarias sería
visitada por marinos mediterráneos durante aquella Edad.
Insiste, pues, en la presencia de un culto de la fertilidad y termina afirmando
que la cultura guanche —emplea el término para Canarias en general— tuvo de
dos a tres milenios de duración, si bien sufrió alteraciones por influencias externas.
Gran Canaria, con sus sepulturas tumulares, evidencia una estrecha conexión con
el África occidental. Cree en la arribada de gentes megaliticas a Canarias.
Son apasionantes las cuestiones que Crawford nos ha dejado como legado.
Ahora bien, no sabemos hasta qué punto hay que admitir para Canarias la cerrada
cronología europea o africana en tema tan concreto como el que baraja Crawford.
Habrá que esperar a que la aparición de una'estratigrafía convincente le dé la razón
• este incansable investigador, ya desaparecido, cuando tan atendida era su lección-
Luis DIEGO CUSCOY
ANTONIO RUMEU DE ARMAS, Don Fernando de Ana-ga,
rey de Santa Cruz de Tenerife.—«El Dia», año XIX,
núm. 6.716, Santa Cruz de Tenerife, 3 de mayo de 19S8.
Nuestro querido amigo, el catedrático de la Universidad de Madrid Dr. Ru-
•neu de Armas, a quien tanto debe la moderna investigación histórica sobre Canarias,
ha publicado en el periódico «El Día» un articulo en «I que da a conocer
184
. aljfunas noticias sobre don Fernando de Ana^a. En espera de que lo complete
documentado en algfuna obra o revista científica, queremos aquí recoger.alanos
párrafos:
que dar por sentado —el paralelisrno con otros acontecimientos idénticos
asi lo exige— que en Almazán fueron bautizados los Reges de Tenerife. El monarca
de Anaga, a quien el poeta Viana bautiza por su cuenta y riesgo, con el
nombre de "Pedro de los Santos», recibió como auténtica denominación las de
*Don Fernando', lo que arrastra a suponer en para lógica —recuérdese el caso
del Guanarteme de Gúldar— que el Rey Católico fue su padrino. El menceg de
Adeje fué bautizado con el nombre de Diego. De la denominación de los demás
monarcas no hag testimonios inconcusos g fehacientes.
De Almazán los meneegss pasaron a Burgos en pos del conquistador. Después
llegó la triste hora de la dispersión g separación. ¿Cuál fue la suerte de
cada uno?
En el momento actual hag base suficiente para afirmar que los monarcas destronados
de los nbandos de guerra» no regresaron jamás a sus plácidos lares, o en
el mejor de los supuestos tardaron muchos años en incorporarse a la tierra nativa.
Recuérdese el caso de uno de los soberanos isleños que fue entregado como obsequio
a la Señoría de Venecia por conducto de su embajador Francesco Capello, g
cuyas huellas se pierden en la dorada prisión de un palacio de Padua... En ése o
similar espejo debieron mirarse los demás. En cambio, los soberanos de los «bandos
de paces» regresaron todos a sus ancestrales hogares, en respeto g consideración
a la libertad pactada g en recompensa a los meritorios servicios contraidos.
El Reg de Santa Cruz de Tenerife —que es el^olo monarca que hog nos interesa—
estuvo residiendo en sus posesiones de Anaga de regreso de la corte,
aunque por poco tiempo. Sabemos que los Reges Católicos, por razones que hag
que sospechar de «alta política», le invitaron más adelante a trasladarse a la isla
de Gran Canaria, donde fijó tu forzadp residencia. Fue un disimulado destierro
que le impuso su padrino el Reg Católico en aras de la paz interior. Pero cuando
don Fernando de Anaga quiso trasladar a la isla redonda sus numerosos rebaños
tropezó con la oposición del flamante g arbitrario gobernador don Alonso de Lugo,
siempre codicioso de bienes mostrencos. Fueron inútiles cuántas reclamaciones
formuló, respetuoso, el viejo soberano isleño, pues el capitán andaluz, cuga extraordinaria
simpatía no le cubre de otros extraordinarioi defectos, respondía a cada
demanda con nuevos atentados.
Femando de Anaga acudió entonces a su colega Fernando de Aragón impetrando
jatticia, y a la vista tenemos dos cédulas de los años 1500 g 1502 en que
se condena el desaguisado g se impone una inmediata rectificación de conducta.
En ambas cédulas aparece el demandante con la pompa de su viejo título: «Don
Fernando, reg que fue de Anaga, canario de la isla de Thenerife».
No estamos tan seguros, como parece estarlo Rumeu, de la vuelta a esta
isla de todos los jefes de los «bandos de paces», pero es posible que se deba a
nuestro desconocimiento de documentos que este autor haya hallado. Confiamos
185
en que no tarde en publicar uno de aus siempre valioios trabajog. en el que dé a
la luz el fruto de su labor en este hasta ahora casi legendario capitulo de nuestra
hiitoria.
L. R. O.
DAVID W. FERNÁNDEZ, A. J, Álvaret de Abréu.—
«Crónica de Caracas», VI (núm. 31) Caracas, octubre-diciembre
de 1956, págs. 390-400.
Don David W. Fernández, palmero nacionalizado venezolano, actualmente
residente en Uruguay, viene dedicando estudios monográficos a hijos de La Palma
que tuvieron destacada actuación en América. Además de la semblanza de Mateo
Gaspar de Acosta, aparecida en «Revista Nacional de Cultura», de Caracas, en
1957 (comentada por el Dr. La Rosa Olivera en nuestro cuaderno anterior) y de la
biografía de Antonio José Alvarez de Abréu, objeto de esta reseña, tiene publicado
también un estudio acerca de El brigadier Fierro y Sotomayor en «Boletín de
la Academia Nacional de la Historia de Venezuela», n" 161, enero-marzo de 1958,
sobre el que volveremos en otra ocasión. Actualmente trabaja en torno a la personalidad
del marino palmero/ose'/ernóncfez/Homero, en buena parte vinculado
a la ciudad de Montevideo.
La historia de don Antonio José Alvarez de Abréu, primer Marqués de la Regalía,
es suficientemente conocida en Canarias, desde que Viera y Clavijo la incluyó
en la Biblioteca de autores canarios, tomo IV de sus Noticias (Madrid, 1783) y,
sobre todo, a partir de 1932, cuando don Agustín Millares Cario publicó su inestimable
Ensayo de una bio-bibliografia de escritores naturales de las Islas Canarias,
pues allí inserta una biografía anónima del siglo XVllI, que parece haber sido la
misma que utilizó Viera y Clavijo, de quien lleva algunas notas el único manuscrito
conocido, hoy en el Archivo Acialcázar, en Las Palmas de Gran Canaria.
Millares da, además, una puntualísima relación de las obras de Alvarez de Abréu,
copia de su título de marqués, etc. En líneas generales ésta es la biografía que
aparece también en el tomo III del Nobiliario de Canarias, págs. 276-279. Ahora
David W. Fernández, utilizando nuevas fuentes documentales, especialmente los
archivos notariales. General de la Nación, Municipal y Universitario de Caracas,
* más de publicaciones de poco curso en Canarias, como Canarios en América de
M. M. Marrero (Caracas, 1947), Familias coloniales de Venetuela de J. A. de San-gróniz
y Castro (Caracas, 1943), etc., trae nuevas noticias, en especial las circunscritas
a las actividades americanas de Alvarez de Abréu, que fue gobernador interino
de la provincia de Caracas y luego asesor de Campillo en La Habana y en
Veracruz, y de otros extremos hasta ahora poco conocidos. No utiliza Fernández
el libro de Millares arriba citado; pero su biografía permite hacer rectificaciooea
a las fechas dadas por. Millares y a otros detalles, así como a la* noticias de Viera,
que, como ya dijimos, parecen tener como fuente común el aludido manuscrito
anónimo del tiglo XVIII. De «sta tuerte, el primer marqués de la Regalía nació en
RHC, 13
186
Santa Crax de La Palma el 7 de febrero de 1688, y no el 10 de agosto de 1683,
como confina el Nobiliario, año que es también el que consta en Viera y en Millares,
etc. Con su extensiin de 11 pkgs. en 4°, la biografía de don Antonio José
Álvarez de Abréu que ahora nos presenta Fernández es, en mucho, la más rica y
responsable aparecida hasta la fecha. Entre las novedades que aporta está la de
que Álvarez de Abréu viajó a América en un navio mandado por el capitán Amaro
Rodríguez Felipe, que no es otro —añadimos nosotros— que el legendario <pirata>
tinerfeño conocido por Amaro Pargo, muerto en La Laguna en 1747 (Cf. María
Rosa Alonso: La Punta del Hidalgo, La Laguna, 1944, págs. 84-92); la de que fundó
y profesó la primera cátedra de Derecho que existió en Venezuela, inaugurada el
30 de agosto de 1715; etc. El primer marqués de la Regalía murió en Madrid el 28
de noviembre de 1756.
Pero la hasta ahora generalmente recibida fecha del nacimiento del nuevo
marqués, que no es la real, o bien obedece a una confusión con la del nacimiento
de su hermano don Domingo Pantaleón, ocurrido justamente el 10 de agosto de
1683 y exaltado a la silla arzobispal de Santo Domingo el mismo año de ser creado
marqués su hermano menor, o, acaso mejor, se trata de una medida de prudencia
puesta en circulación, todavía en vida del marqués, cuando, seguramente bajo
su inspiración, se redactó la citada biografía anónima. Por ello, aunque esto parezca
un detalle secundario, dentro del conjunto biográfico de tan ilustre personaje,
vamos a insistir, en esta reseña, preferentemente, sobre él, por ser ilustrativo
de una actitud y de un ambiente cuyos ecos aún no se han extinguido del todo en
ciertos circuios.
La cuna del nuevo título de Castilla no estaba a tono con la situación que éste
se había creado. Está repetidamente comprobado que en los siglos XVI, XVII y
XVIII se falsificaron muchas genealogías, incluso con invención no sólo de partidas
sacramentales, sino hasta de los curas que las certificaban y de las iglesias en que
se custodiaban. Y nuestro caso bien pudiera ser uno más, que, por cierto, no carecía
de precedentes en la misma isla de La Palma. Situemos, pues, la cuestión.
A pesar del aldabonazo que el Renacimiento representó para la estabilidad del
universo de la Edad Media —con la autoridad formidable de la Iglesia, la jerarquía
fija, la fe en la providencia y en la justicia divinas, que daban a la gente una sensación
de seguridad y de integración—, todavía en los siglos XVI, XVII y XVIII la
necesidad de pertenecer a las clases aún dominantes pesaba irresistiblemente.
Las órdenes militares, en estos tiempos, habían ya dejado de ser instituciones
religiosas (Cf. nuestra nota en esta misma revista, tomo XXIIl, núms. 118-119,
págs. 155-157), para convertirse en el tamiz de los «cuadros» superiores de gobierno,
si queremos aplicar a aquella época la terminología hoy vigente para la selección
de los mendos en el orden cerrado que representan v. gr. las democracias populares.
A la gente sólo le interesaba, antes y ahora, pertenecer, por la garantía
todal que ello representaba. Y sí para integrarse había que falsificar la documentación,
amanar genealogías, inventar situaciones, ello era secundario y valor entendido.
Las órdenes militares tenían ya tanto que ver entonces con la cruzada
contra el moro, como «I pertenecer hoy al partido de Stalin o Jruichov tiene que
187
ver con las doctrinas de Marx. Pero en uno y en otro caso los privilegios de haber
sido admitido, en las unas o en el otro, eran y son, mutatis mafanc/is, de primerísi-mo
orden. La exclusión y, peor aún, la expulsión, por indignidad o por carencia de
antecedentes o méritos adecuados, equivalía, y equivale ahora, a una cuasimuerte
civil... Y l^s circunstancias familiares de Alvarez de Abréu, entonces paso formal
obligado para el ingreso en el estamento de la nobleía, no eran muy congruentes
con su nuevo estado. Por ello acaso la puesta en circulación de una fecha arbitraria,
amén de la precaución previa de enmendar los asientos sacramentales. Y, si
no, a los hechos. Quien haya leido atentamente la partida de bautismo de Alvarex
de Abréu en el libro correspondiente del Salvador de Santa Cruz de La Palma,
verá que el don que se le da es un agregado posterior, con otra tinta y de otra
mimo, lo mismo que la palabra Afai/or junto al cargo de Sargento de su padre. El
instrumento público consigna como padre del primer marqués de la Regalía al
sargento Domingo Alvarez y a María de Abréu, su esposa. Pero la genealogía oficial
de los cuatro hijos del primer marqués, cuando se cruzaron caballeros de Santiago,
asciende al simple sargento a sargento mayor (cargo equivalente casi a un
general de nuestro tiempo), le añade de Abréu —seguramente para justificar el
parentesco que se sabía existente entre él y su mujer, pues Domingo Alvarez nunca
lo usó ni le venía por sus antepasados— y lo hace hijodalgo, amparado por la
justicia de Gibraleón (Huelva) como noble y, como tal, entroncado con lo más alto
de Galicia y Portugal... Tanto pesó esta verdad, probada en el alto tribunal nobiliario
de la más antigua de las órdenes de caballería, que a partir de entonces la
casa de la Regalía empezó a usar en sus blasones los vuelos de Abréu, con dejación
de las armas de su auténtica varonía. Epígono de esta probada ascendencia
es don José de Melgar y Alvarez de Abréu, marqués de San Andrés de Parma, que
la estampa en su reciente libro Nuestros Mayores. Estudio Genealógico, Madrid,
1»56, págs. 33-34.
La realidad, a base de documentos coetáneos y fehacientes, va por otro camino.
María de Abréu era de ascendencia dos veces natural, como veremos después.
Por eso, cuando el primer marqués de la Regalía comunicó al Cabildo de La
Palma la merced de titulo de Castilla que el rey le había hecho, los orgullosos regidores,
vinculados a una de las aristocracias más cerradas y altaneras de Ctinarias,
ni lo felicitaron ni acordaron cosa alguna: era demasiado honor para un sujeto de
tan baja extracción social. Pero en esta ocasión no pasaron, oficialmente, de ahí.
Aún había entre ellos quienes recordaban el destierro impuesto a varios capitulares
y a sus deudos por el asesinato frustrado de don Matías Rodríguez Felipe el
Damo (1665-1717). El hecho había ocurrido porque, nombrado Matías Rodríguez
«argento mayor de La Palma, el cuerpo capitular y los jefes de las milioiat se ne-
S*ran a obedecer, alegando la ínfima condición social de esta nueva autoridad
militar. Del escrito dirigido con tal motivo al capitán general de Canarias don
Miguel González de Otazo es el párrafo siguiente: «... vémonos precisados a d^cir
a V. E. que el nacimiento de este sujeto» claro en el conocimiento de todos, es oscuro
e infeliz y de b.tjos principios: aun los de mediana esfera lo miran con desigualdades
en (u pequenez; y no siendo esto lo menos, es lo más el oropel que 1« ha
188
dado el caudal que se ha adquirido con agena solicitud, por diferente persona.y en
diftinto oficio de los que usaron mecánicos sus padres y abuelos, y él mismo poco
tiempo ha. Parécenos preciso que V. E. sepa que ayer vimos a este hombre sentado
en la banca ejerciendo el oficio de zapatero...» (Juan B. Lorenzo y Rodríguez,
Palmero* diítinguidpi, Santa Cruz de La Palma, 1901, págs. 161-162). Compelidos
a obedecer por el capitán general, los nobles recurrentes tramaron el asesinato del
sargento mayor electo, que se salvó casualmente, porque, malherido, lo dieron por
muerto. Pero don Matías Rodríguez el Damo, pese a la repulsa de sus nobles paisanos,
muri¿, años después, ya maestre de campo general, y, por real cédula de don
Felipe V, de 30 de mayo de 170S, nombrado capitán general, gobernador y presidente
de Panamá, y castellano de la fortaleza del Morro de La Habana, cuando la
castellania vacare. ,Aún hoy corre por La Palma la información de nobleza, amparada
por Hoces y Sarmiento, rey de armas de don Felipe V, que antes de embarcar
para América dejó en su isla, como respuesta a la ofensa recibida, el nuevo capitán
general y castellano perpetuo...
Con todo, los antiguos nobles palmeros tuvieron más de una vez que tragarse
semejantes pildoras amargas. Una de las primeras fue la del almirante don Francisco
Díaz Pimienta (1594-1652), hijo natural, nacido en Tazacorte, de madre desconocida
(aunque la genealogía de su expediente de Santiago nombre como tal a
una imaginaria doña Juana Pérez de Mendizábal, de inventada ascendencia vascongada)
e indirectamente reconocido sólo por su padre. Pero don Francisco Díaz
Pimienta murió caballero de Santiago, almirante de la flota de Nueva España,
maestre del Consejo de Guerra, capitán general de Menorca, virrey de Sicilia,
señor de la Villa de Puerto Real, etc.
Una hermana natural del almirante, habida por su padre en Mencía de Oca,
en la ciudad de Sevilla, llamada Jacinta (el padre del almirante menciona a las dos
mujeres en su testamento), tuvo a su vez una hija natural con Miguel de Abréu,
vecino de Los Sauces, y esta hija natural de Miguel de Abréu, llamada María de
Abréu, fue la que casó con el sargento Domingo Álvarez. Domingo Alvarez, por
su parte, descendía de una hermana del padre del almirante, y así María de Abréu
era efectivamente prima (más propiamente tía, como prima segunda que era de
José Alvarez y Díaz Pimienta, padre de Domingo Alvarez) de su marido, y ambos
antepasados de los marqueses de la Regalía, como rezan documentos de la época.
Estas noticias corrieron en árboles de costados del nuevo marqués, confeccionados
por don José Van de Walle de Cervellón (1734-1811), gran cultivador de los estudios
genealógicos, a quien ya cita con encomio don Antonio Ramos en su Detcrip-ción
gtnealógica de las Casas da Mesa y Ponte, Sevilla, 1792, pág. 86, que fue
veintidós años contemporáneo del primer Regalía. El reticente procer insular quiso
así dejar constancia escrita del origen del nuevo titulado, «claro en el conocimiento
de todos... oscuro e infeliz». Algunos de estos árboles fueron todavía alcanzados
por don Juan B. Lorenzo, que los facilitó a varios estudiosos, uno de los cuales,
don José Wangüemert y Poggio, los utilizó en obras impresas (Cf. p. e. la obra de
Waníüeniert y Poggio El almirante Díaz Pimienta y su época, Madrid, 1905, página
44, nota).
189
Un ejemplo más ei el de Gaspkr Mateo Dacosta (1645-1706), también caba-llero
de Santiajro, en cuyo expediente fi]fura como hijo de Francisco Dacosta y
de Melchora Vendaval ( = Van de Walle), apellido éste por el que formalmente
aparece vinculado a uno de los nombres más antig'uos, ilustres y arraigfadoa en la
historia y la aristocracia de La Palma. Pero lo cierto es que dicha Melchora Van
de Walle, al casarse, se llamaba Melchora de los Reyes, y su partida, que consta
al libro 1° de matrimonios del Salvador de Santa Cruz de La Palma, folio 185, vto.,
dice que era hija de padres desconocidos, lo que no excluye el parentesco de sangre
con los Van de Walle, naturalmente. La misma partida da oficio de artesanos
a los contrayentes. Acaso j^enealogistas más versados que nosotros puedan encontrar
algfún parentesco entre estos Dacosta Van de Walle y los Dacosta Van de
Walle enlazados con la línea primogfénita de la casa de Alvarez en La Palma (cf.
Nobiliario de Canarias, tomo III, págs. 260-261), que con la documentación ahora
disponible no podemos establecer.
Hemos traído aqui el asendereado problema de las genealoj^iat familiares,
porque todavía, en ambientes restringidos, hay personas para quienes lai instituciones
nobiliarias tienen sonoridades emocionales que la historia, como muestran
los ejemplos citados, y muchos más que se podrían aducir, no siempre confirma en
la ilusoria pureza que dichas personas les asij^nan. Estos hechos demuestran que
entonces, como ahora, los hombres se integraban en los estamentos de la noblesa
y de la gobernación del estado fundamentalmente por merecimientos personales,
por hechos singulares insignes, por servicios ai país y al rey —incluso servicios
pecuniarios, como fue el caso de don Matías Rodríguez el Damo—. Por ello es
basto —y, más que basto, ridículo— que los hoy descendientes de los que asi llagaron
a los primeros puestos sociales, por la virtud trascendente e imperativa que
haber pertenecido a los mismos significó, miren con desprecio o repulaa a los que
no datan o no tienen altos abuelos. El lenguaje y los símbolos de una época pasada,
de un clima espiritual que no es el nuestro, no pueden retornar. Las asociaciones
nobiliarias de hoy generalmente dan la sensación de chozas esquimales donde
se apeñuscan, temblorosos, los residuos fríos de lo que en un tiempo fue ardiente,
operante actividad social, a la que, justamente, aspiraban y llegaban los mejores.
Como es el caso, entre otros —por encima de falsificaciones y amaños, de repulsas
y conatos de homicidio, de expedientes inquisitoriales, de árboles malévolos circulados
con sorna—, del inspector general de guerra don Alonso Pacheco (cuyas circunstancias
pueden leerse en este mismo cuaderno); del almirante Díaz Pimienta;
del santiaguista Dacosta; del capitán general don Matías Rodríguez el Damo; del
«xcelentísímo señor doctor don Antonio José Alvarez de Abréu, decano del Consejo
y Cámara de Indias, primer marqués de la Regalía, hombre vivo, decidor y
laborioso, al decir de sus contemporáneos, verdadero oráculo de las secretarias de
Indias y de Estado y la primera autoridad de su tiempo en Derecho Público...
J. RÉGULO PÉREZ