Los últimos canarios
Por Elias SERRA
El hecho de que en ios sijjflos siguientes a la conquista de
estas islas dejase de existir la raza o nación indísfena de ellas, los
canarios, que por su misma bravura había adquirido mucho prestigio
en su tiempo, dio lu^far a intelig^encias simples —más o menos
arrastradas por la conocida Leyenda Negra— para hablar del exterminio
de esta nación aborigfen. En realidad el exterminio intencional
de una colectividad se ha producido muchas veces,
aunque creo que ello ha sido raramente por medio del cuchillo o
ia cámara de gas. Más común habrá sido que los grupos étnicos
o pueblos hayan sido disueltos mediante la esclavitud y la dispersión
o deportación sistemáticas, y de ello hemos visto ensayos más
o menos afortunados en estos días (ios judíos y los gitanos alemanes,
algunas naciones bálticas, etc.). Pero más a menudo los
pueblos han sido aniquilados por extinción genética, porque se han
encontrado en una situación tal, moral y material, que las defunciones
han excedido fuertemente a ios nacimientos y, además,
aislada socialmente la colectividad, sin posibilidad de fundirse o
incorporarse a las vecinas, se ha extinguido al cabo de un cierto
tiempo. Ejemplos típicos son los pueblos fueguinos del extremo
sur americano, que lejos de ser perseguidos, han sido objeto de
medidas protectoras más o menos desacertadas de parte de las
autoridades chilenas ocupantes de su territorio. Y algo semejante
debió ser la extinción de los indígenas antillanos, cuando sus
6 12]
campos fueron ocupados por los conquistadores y sus esclavos; la
fusión de aquellos tndis;enas con estos esclavos apenas llegó a ser
nunca en cantidad estimable.
Algunos grupos canarios acaso terminaron así, sin fusión con
sus vecinos, pero en todo caso parece seguro que, si asi ocurrió
alguna vez, fue lo excepcional. Alguna parte de la población fue
expulsada lejos, a Castilla, ya como siervos, ya como libres. Otra
mayor fue trasegada de una a otra isla y, en su nueva tierra, fue
fundiéndose con la mayoría; en fin, no faltaron grupos que permaneciendo
en su patria fueron incorporándose al nuevo ambiente
mediante una fusión antes moral que genética; y de estos grupos
algunos mantuvieron conciencia propia de su entidad hasta muy
tarde. En efecto, perdido el género de vida y el tipo social,
perdido el traje y el habla propios, todavía cierto grupo siguió
considerándose isleño nativo, natural se decía, por su sangre.
De todos modos, este proceso de absorción, de fusión, diverso
claramente de aquellos de extinción racial a que me referí antes,
es un hecho histórico interesantísimo en muchos aspectos y muy
mal conocido en sus circunstancias concretas. Por eso ha podido
ser pintado por los historiadores dramáticos, ya como una terrible
agonía de un pueblo que se extingue en medio de las negras traiciones
con que su enemigo explota su candorosa buena fe, ya, al
contrdrio, como un abrazo de paz y de igualdad entre dos razas
hermanadas sobre.un suelo común. La realidad es matizada y varia,
como siempre: las traiciones son ciertas, pero es cierta también la
realidad del indígena viviendo dentro de la sociedad castellana
como un elemento más, tratando de igual a igual con sus conveci*
nos de toda procedencia. Y si el abrazo legendario no existió
nunca o fue meramente simbólico, es cierta la casi constante actitud
de la Corte, esto es, de los reyes de Castilla, en apoyo de sus
nuevos sdbditos y en tenaz persecución de los abusos o deslealtades.
Una idea auténtica de lo que ocurrió sólo podemos tenerla
mediante el acopio minucioso, paciente, de estos casos particulares.
Si tantos fuesen, que pudiésemos obtener resultados estadísticos,
ello seria lo ideal; más modestamente tendremos que
contentarnos con casos diversos, pero sacaremos de ellos las consecuencias
generales posibles.
[3]
Ante todo convendrá seg^uir por islas y, en lo posible, por
tiempos. Como la mayoría de los casos a que aludiré son ya conocidos
de los lectores atentos a la historia canaria, bastará una
referencia de ellos; de los casos poco notados o basados en documentación
nueva, trataré de dar todo el detalle que haya alcanzado
y señalar bien la procedencia de los datos, sana costumbre que,
cuando parecía ya de res;la, hay tendencia a abandonar, o a reducirla
al mínimo.
No sabemos cuál fue la base o finalidad económica de la empresa
de Lacelotto Mallocello, que en fin de cuentas sólo conocemos
por las cartas náuticas desde Ang:elino Dulcert (1339); pero
es mucho de temer que en ella tuvo más parte la captura de ST*»*'
do humano que la salvación de almas pagfanas. Luego nos dicen
los cronistas del Canarien —y lo sabemos en parte por otras
vías— que los saqueos con aquella finalidad principal fueron numerosos
y la población de la Isla estaba reducida a sus últimas
cifras. Este mismo estado de cosas explicaría la facilidad del
acuerdo inicial entre Béthencourt y Guadafrá, admirado de oir por
primera vez palabras de solidaridad, a las que responde aceptando
al extranjero como protector y amigo, aunque no como señor.
Por lo demás es bien sabido que este acuerdo duró poco, que la
traición de Bertin impuso de nuevo la guerra y que sólo ésta acabó
totalmente con la resistencia indígena; al comienzo de ella pensó
Gadifer —que se creía ya abandonado a su suerte en la Isla— en
exterminar a todos los naturales, hombres de guerra. Por fortuna
el restablecimiento de una comunicación con el mundo hizo más
ventajosa la captura primero y luego la aceptación de la rendición
y el bautismo anejo, de los vencidos: debió haber, pues, muchos
muertos, algunos esclavos y, en fín, no pocos sometidos, a los que,
al parecer, se dio tierra en su isla.
Fueron éstos buenos auxiliares de la conquista, llevada adelante
en seguida, de la vecina Fuerteventura. Las circunstancias
parecen análogas a las de Lanzarote: dura lucha con captura de
muchos indígenas y muerte de otros y sumisión final, gentilmente
recibida. Las disputas de los conquistadores ponen en evidencia
8 [4]
la aspereza con que unos y otros se arrebataban los cautivos,
evidentemente para venderlos a «perpetua servidumbre».
No obstante para Lanzarote sabemos, especialmente por los
genealogistas, que la descendencia de Guadafrá entroncó, con
titulo público o sin él, con los principales conquistadores, hasta el
punto de que sólo a través de ella se ha mantenido el apellido
Béthencourt en Canarias. De hecho los nativos de estas islas en
seguida fueron confundidos con los colonos, y unos y otros llamados
«de las islas».
* * •
La isla del Hierro se hallaba, según testimonio del mismo
Canarien, en extremo estado de despoblación por acción de los
piratas, más allá todavía de lo visto en Lanzarote. No se quedó
corto Béthencourt en este caso, pues, engañado el jefe indígena
por un intérprete, se entregó con todos sus hombres, hasta 111,
que fueron acto seguido repartidos como botín. £1 ingenuo narrador
trata de excusar semejante traición, a la verdad no empleada
en las islas orientales, en razones de necesidad, y en que nos
dice que si no fuese por los menages normandos ahora establecidos
esta isla hubiese quedado desierta y sens creaiure da monde.
Términos todavía exagerados, pues aunque mujeres y niños corriesen
luego la suerte de sus parientes, muchos quedarían en la isla
misma al servicio de sus raptores; y, en fin, en la tradición histórica
local se habla de una insurrección —de «segunda guerra*,
según el concepto jurídico ingeniosamente inventado por los conquistadores
de Indias, para designar el levantamiento casi normal
en cualquier país tras una primera sumisión, cuando se perciben,
en toda su vastedad, las terribles, mortales consecuencias de la
rendición. Sin duda tuvo bien poca importancia esta rebeldía, que
intentarían algunos jóvenes de los que unos años antes no fueron
deportados por su niñez; y la isla del Hierro debió ser, de entre
las Canarias, acaso la que menor proporción de sangre indígena
conservó.
* * *
[5] 9
Del proceso de atracción, luegfo sumisión pacífica, por último
violenta, de los naturales de La Gomere, se ha escrito mucho más.
Esta isla, la única que sin verdadera conquista militar se incorporó
al mundo cristiano, presenta una historia dramática, o mejor, trágica,
en tal medida, que se podría pensar en un verdadero exterminio
de sus habitantes; pero, lejos de ello, tanto el estudio de la
población actual, como un cuidadoso examen de los hechos, inclina
a pensar lo contrario. £1 tema, como digo, ha sido tratado, y voy
a excusar detalles: fracasado Béthencourt en sus tentativas, la
presencia cristiana en La Gomera es doble desde la primera mitad
del siglo XV; los portugueses del famoso Infante Henrique de un
lado, los castellanos de los CasaQs-Peraza por el otro. Es un doble
cortejo, en el que los gomeros salen ganando, por lo común;
algún episodio de captura traicionera que se nos cuenta del lado
portugués es en seguida cortado por el Infante con devolución a
su isla de los cautivos, cargados de obsequios. Además son utilizados
como compañeros de aventura en las razzias lusitanas en
La Palma, nuevo motivo de prestigio ante sí mismos. Simultáneamente,
acaso antes, en 1434, otro jefe gomero, Chimboyo, probablemente
a través de los castellanos, recibe un salvoconducto de
la Sede Apostólica para poder trasladarse con sus familiares a las
islas ya cristianas. Así, sin lucha militar, los gomeros, unos y otros,
se hallan incorporados a la iglesia cristiana, a la cual pagan diezmos
y reciben todos los sacramentos, según palabras de obispo
Frías. Claro que los testigos contemporáneos no callaron que no
los tenían por tales cristianos, pues no sólo ignoraban la mayor
parte de los dogmas y oraciones sino que, lo que es más grave,
vestían a estilo gentil.
Cuando en 1454 el Infante fue obligado a desembargar todas
sus pretensiones a las Islas a favor de Castilla, los señores de las
ya cristianes, los Peraza-Herrera, resultaron beneficiados con el
dominio indiscutido de La Gomera, pero es muy probable que la
cantidad de gentes inmigradas fuese insignificante: una pequeña
guarnición <de las islas», esto es, majoreros de las islas orientales
en la torre de San Sebastián, y nada más. En la masa de la población
persistirían la lengua, el vestido e infinitas costumbres e instituciones
nativas. Si un gobierno transigente y alejado en su
10 [6]
centro de la isla misma hubiese persistido en ella, tendríamos el
ejemplo de una isla cristiana y canaria hasta fechas tardías, quién
sabe si actuales, hasta que la multiplicidad de contactos acabara
por gastar lo indíg;ena frente a lo español.
No fue éste el caso. Un joven impetuoso y codicioso vino a
disfrutar personalmente, por cesión de sus padres, del gobienro
directo de la isla, y sus relaciones con los indis;enas se fueron
ajeriando, tanto que, después de un levantamiento más o menos
general, el joven Fernán Peraza fue asesinado (1488). Mientras la
viuda, Beatriz de Bobadilla, defendía heroicamente el derecho de
sus hijos, una represión sangrienta, brutal, fue llevada a cabo por
el gobernador de Gran Canaria, Pedro de Vera, de acuerdo con
ella. Tenía inmediatos precedentes en los cautiverios infligidos
por Fernán Peraza el Mozo durante su domjnio; corrió la sangre,
pero es probable, por rasiones económicas, que fuese mayor la
sevicia en cautiverios. La tradición histórica, que luego Wolfel ha
demostrado cierta con cojsiosa documentación, presentaba a loa
obispos de Canaria resistiendo estos abusos y crueldades; aunque
subsiste alguna obscuridad sobre la personalidad del prelado o
prelados —tradicionalmente, Juan de Frías, pero fallecido éste en
1485, tiene que ser, en parte, su sucesor, y, todavía luego, sus
derechohabientcs—, vemos cómo la Corte, esto es, los Reyes, a
instancia de estos dignos pastores, no cesa en sus sentencias y en
sus ejecutorias para devolver la libertad a los gomeros cautivos.
Aun suponiendo que el resultado no fue completo, muchos fueron
recuperados. Pero, ¿volvieron a su isla? Creo que muy pocos.
£1 primer ensayo de trasiego de canarios fue el de La Gomera;
primero, cuando Fernán Peraza incurrió en desgracia de la Corte,
fue condenado (entre otras sanciones) a participar con un contingente
gomero en la conquista de Gran Canaria; indultado él, sus
compañeros quedan retenidos indefinidamente y aún fueron víctimas
de los castigos, acusados de complicidad en la muerte de su
amo. En segundo lugar, sabemos también que los gomeros recuperados
por las gestiones episcopales son retenidos en Gran Canaria,
contra la orden dada, y ahora reiterada, de los Reyes. En
fin, una colonia gomera integró, desde este primer momento, la
población de Gran Canaria. Otra, bien nutrida, había en Teñe-
V] ' 11
rife, en la que figuraban servidores del obispo, probables escapados
de la deportación. Eran muy mal vistos por los vecinos y,
en cierto momento, 1504, el Cabildo insular acuerda su expulsión
como reos de pequeñas faltas, raterías de miel, de ganado, etc.
Apelaron, y parece que no se consumó el atropello. En Bn, para
hacernos una idea de la nación gomera después de 1488, pensemos
que, si muchos fueron los muertos, cautivos y expulsos, la
isla siguió poblada; los autores antiguos dicen que en esta ocasión
es cuando La Gomera fue repoblada de cristianos. Pero, ¿de
dónde? Pedro de Vera pudo dejar algunos, con vastos repartimientos,
pero la mayor parte de la gente de que disponia la necesitaba
para Gran Canaria, ahora en el momento crítico de su
primer establecimiento. Nunca debió de haber un aporte masivo
de castellanos, y la raza indígena, diezmada, retoñó intensamente,
como el buen árbol tronchado. Esta isla, insisto, debe ser la que
guardó mayor proporción de sangre indígena, si bien, destruidos
sus cuadros sociales, perdió también el bloque de sus instituciones,
aunque en menor grado que sus vecinas.
* • *
Y nos toca hablar de la suerte que cupo a los canarios propiamente
dichos, a los indígenas de Gran Canaria. A propósito
de la incorporación parigual de estos bravos guerreros a Castilla
se ha novelado ya mucho. De todos modos, el recuerdo que
quedó en las crónicas, de las deslealtades de Pedro de Vera, hizo
siempre patente que no podía simplificarse el hecho histórico
hasta reducirlo a una abrazo en Calatayud o en el Llano de la Paz.
Los tratos, amistosos u hostiles, de los canarios con los castellanos,
a través de los señores de Lanzarote, de los franciscanos de
Fuerteventura y de los obispos de Rubicón, venían de antiguo; ya
en el siglo XIV existia un comercio de trueque entre mercaderes
europeos y los indígenas, en ios principales surgideros. Cuando
en 1477 los derechos de conquista son traspasados a la Corona
comienza una dura guerra, con propósitos resolutivos, y los caudillos
tradicionales de la isla, ios guanartemes, bravos pero no ajenos
a las artes de la diplomacia, pronto adoptan una actitud de
12 [8]
transígfente negociación, que implica el reconocimiento de ha soberanía
de Sus Altezas los Reyes de Castilla. En cambio, el caudillo
popular, irresponsable, Doramas el Valiente, sucumbe a pecho
descubierto.
Es confuso lo que hasta hoy sabemos de este proceso de
lucha y sumisión llevados paralelamente. A última hora Antonio
Rumeu^ ha hecho afirmaciones que suponen nueva documentación,
que acaso ayude a poner en claro los hechos; y ya Wolfel
había renovado el tema, al presentar el testimonio de la entrevista
deCalatayudde30.de mayo de 1481 y otros documentos de la
postconquista. Ciñéndome al tema de la suerte de la población
indígena, se ve que hay una sumisión ante Pedro de Vera, bastante
pronto; pero éste no considera prudente guardar junto a si
esta masa de guerreros sometidos de mala gana y, valiéndose de
una sacrilega mentira, los embarca, al parecer para invadir Tenerife,
en realidad con destino a Andalucía, no sabemos si con deseo,
ante todo, de alejarlos de su isla, o si con propósito de lucro.
¿Serán estos mismos los que en Calatayud consiguen de Sus Altezas
promesa de libertad de movimientos y comercio entre sU
tierra y Castilla? ¿Es posible que regresasen? Terminada la sumisión
de la isla, en gran parte por éstos y otros pactos, vemos a
la flor de la milicia canaria, con sus familiares, viviendo miserablemente
extra puertas de Sevilla, dedicados a viles menesteres y
sometidos a todo género de abusos. En 1483 una segunda gestión
ante los reyes, ahora llevada a cabo por Fernando Guanarteme,
al parecer el más ilustre, pero al fin sólo uno de aquellos caudillos
negociadores, halló menos gracia ante Sus Altezas: sólo el Guanarteme
y sus inmediatos parientes, en número de 40, son admitidos
a regresar a su isla. El mismo don Fernando de Gáldar,
como a veces se le llama, se queja ante la Corte, en 1485, de la
situación de sus compatriota.s, y se le promete remedio a los abusos,
pero nada tocante a su repatriación. De todos modos, antes
o después de esta fecha, algunos regresan más o menos clandestinamente,
lo que en 1491 provoca la alarmada protesta del Cabildo
de la isla ante los Reyes; denuncia que en lugar de los 40
1 cDiario de Las Palmas», 10 de julio de 1959.
[9] 13
parientes autorizados han ido entrando otros, que llegan a superar,
dicen, la población cristiana de la Isla, que no podíamos imaginar
tan reducida. En efecto, se dice que los canarios repatriados pueden
ser unos 150 y que su número hace insegura la dominación el
dominio castellano de la misma. Y ahora bien, mientras hemos
visto —y veremos todavía— a la Corte tan constante en la defensa
de los más elementales derechos de la población indígena, hallamos
en el caso de Gran Canaria una actitud distinta: desde la sumisión
de don Fernando Guanarteme se limita, desde Castilla, el
número de canarios que pueden vivir en su isla, y ahora, ante la
reclamación del Cabildo, se insiste en la prohibición: «mandamos
que luego que con esta nuestra carta fuércdes requerido [el oficial
real] veades lo susodicho e lo que por nos fue prometido al dicho
Guadalterme e si algunos canarios, de más e allende de los dicho
quarenta que mandamos que viviesen en la dicha isla, se han ido
a vivir a ella, los fagáis salir de la dicha isla e que se vegan a
qualesquier partes destos nuestros reinos o de fuera dellos que
quisieren>.' Todavía en diciembre del mismo año, en el Real de
la Vega de Granada, insisten los Reyes en la rigurosa prohibición
de regresar los canarios a su isla: «mandamos e defendemos a los
dichos canarios e a sus mujeres e fijos que non sean osados ellos
de ir a la dicha isla sin nuestra'licencia e mandado e carta especial
para ello, so pena de muerte..,»*
¿Cómo explicar esta actitud en comparación con otras anteriores
y posteriores? Sin duda los regidores de Gran Canaria
habían sabido inspirar en la Corte un temor que, a la verdad, nada
justificaba. Ni en esta isla ni en las otras hubo nunca en realidad
insurrecciones peligrosas. Pero en seguida, eh 1492, se presentan
nuevas circunstancias: Alonso Fernández ha conseguido capitulaciones
para conquistar primero La Palma, más tarde Tenerife, y
él o sus agentes se presentan ante los infelices desterrados para
.^ Ordtn Real BI pesquisidor Maldonado, de Córdoba, 27 de septiembre de
1491, apud WoLFKL, Donjuán de Frías, publicación de El Museo Canario, 1953,
pá;. xvni, o 32 en la separata de la reproducción del mismo trabajo en la revista
«El Museo Canario».
' Loe. eit.pkg. XX o 35, respectivamente.
14 [10]
proponerles incorporarse a sus huestes y reanudar así su vida
militar. Es seguro que don Alonso fue recibido como un enviado
del cielo; y lo mismo hizo en Gran Canaria en el limitado
grupo allí residente. Dejémosles asociados al nuevo capitán y
veamos en suma qué quedaba en Gran Canaria de la población
indígena.
Desde luego siempre supongo que mujeres, más o menos esclavizadas,
sus niños, los inválidos y los siervos personales se escaparían
de la dura ley de expulsión; pero todos éstos desprovistos
de sus naturales cabezas, no ya políticas sino familiares, no constituyen
una sociedad, son sólo unos náufragos supérstites. Más importancia
hay que dar al guanarteme don Fernando y a sus 40
parientes, que acaso podamos entender no personas sino familias,
aunque la cosa no es segura, y el concepto de. familia entre los
nativos seria muy diverso del de Castilla. También tienen una
significación las damas entregadas en la rendición de 1483 (u 84),
que se casan con hidalgos castellanos y constituyen familias de
prestigio en lo futuro. Pero, sinceramente, después de contados
estos grupos, yo había creído que la población de Gran Canaria
había sido eliminada, y que, por tanto, la sangre indígena había
sido reducida al mínimo en esta isla principal. Piénsese que sólo
para ella tenemos estos repetidos documentos reales decretando
y sancionando la expulsión de sus habitantes con tales o cuales
excepciones. Adelantemos que en Tenerife se propone por el
Cabildo y se pide a los Reyes, repetidas veces, una medida como
ésta, pero jamás es concedida.
Y no obstante nuevos datos inclinan a ser muy circunspecto
en sacar nuestra conclusión. Más de una vez he pensado que la
real ineficacia de los gobiernos medievales es un consuelo que
nos permite la satisfacción de dudar de que sus brutales medidas
de gobierno alcanzasen ejecución. De éstas sería la expulsión de
los canarios de Gran Canaria. Veamos este texto: en Las Palmas
de Gran Canaria, en 5 de diciembre de 1505, respondiendo a la
llamada general del Santo Oficio para declarar las transgresiones
en materia de fe que cada uno conoce, se presentaba ante el Tribunal
Cristóbal Contreras, estante en la isla, y manifestaba que
podia haber tres años y medio, esto es, en 1502, qu«
[11] 15
este testigo vido en un campo que se dise Tesen, una legua dé Telde . . . en
una cueva adonde se solían los canarios enterrar, vido muchas cabejas de los
dichos canarios y huesos y que vido en la dicha cueva un onbre que le páreselo
que hera canario muerto y que había, que non devía aver mucho tiempo,
que hera allí echado y que tenia debaxo una estera y otra encima y que
le paresció como que tenía un tamargo y que llamó este testisfo a un compañero
suyo para que lo viese, que llamavan Mateo Quintero, que está en Castilla,
vecino de Lepe, y que tomó mala sospecha este testij^o por aver xx
años que era tomada la isla y todos los dichos canarios son cristianos; y
le pareció mal en ver aquél en la dicha cueva de los dichos canarios.,.
dixo esto a un Martín Bañes, portogués, que agora es refinador de Agos-tin
de Clavegoí que le dixo que no se maravillase, quél avía visto acerca de
otro tanto en otín cueva y que creía que los canarios que no heran buenos
cristianos.*
Lo interesante de la declaración radica para mí no tanto en la
verdad de si los cadáveres en putrefacción no parecían de los viejos
tiempos, sino recientes, y que la isla había sido dominada e
incorporada al mundo cristiano hacia ya veinte años, sino en que los
declarantes se refíeren a los canarios de la isla como a algfo conocido
y admitido de todos, y les acusan de mantener sus ritos funerarios
propios. Por lo tanto, además de los grupos que he considerado
antes, la isla contenía otros, pastores indígenas, bien
enraizados. Ello puede explicarse de varios modos: lo más probable
es que las expulsiones no afectasen a estos humildes montañeses,
que precisamente apacentaban el ganado de los conquistadores
y se considerarían siervos de éstos. Otra explicación seria
que después de 1491 y enrolados la mayoría de los guerreros canarios
en la hueste de Alonso de Lugo, al fin habría cesado el
miedo de los colonos o el recelo de la Corte, y las disposiciones
prohibitorias habrían caído simplemente en olvido. Pero aun admitido
esto como probable, me cuesta creer que los pastores acusados
de malos cristianos, por persistir en sus ancestrales ritos
funerarios, puedan ser repatriados que aprovecharon la tolerancia
para volver a su tierra; nada más eficaz que un destierro de bas-
* Colecci¿n de documentos del Santo Oficio de Canaria que, procedentes del
Marqués da Bote, adquirió, hace poco, el Estado para El Museo Canario «l« L«t
Palmas,, vol. I, fol. txi v*.
16 [12]
tantes años, diez por lo menos, para hacerles olvidar éstas y otras
prácticas anejas a su vida de antes. Creo ahora que al mareen
de las expulsiones un número no reducido de canarios, desde
luego de los más huidizos, persistió en la Isla, haciéndose pasar
como servidores de los colonos.
* * *
Veamos en fifi las islas del Adelantado; aunque, para La Palma
especialmente, conviene advertir en seguida que la decadencia
de su población nativa había comenzado mucho antes de la ocupación
por Alonso de Lugo en 1492-93.
Es en efecto curioso el reparto de funciones que para las
islas de La Gomera y La Palma habían hecho los portugueses del
Infante y que acaso remontaba ya a precedentes del siglo XIV.
Mientras en La Gomera se buscaban mantenimientos y refrescos y,
para conseguirlos, tratos amistosos con sus pobladores. La Palma
era el coto de caza por excelencia; sin el menor intento de penetración,
se limitaban todos a desembarcar de sorpresa y capturar
tantas gentes como fuese posible. Ya Maciot ensayó el negocio,
por cierto que con la colaboración de un obispo, que acaso pueda
identificarse con fray Francisco de Moya, que alcanzó la mitra de
Rubicón en 1436 para ser depuesto por la Sede Apostólica en
1441, acusado de mala conducta. Por estos tiempos se desarrollan
los asaltos portugueses, y siguen los castellanos y lanzaroteños
en competencia. No obstante la cosa no era sin riesgo; la isla es
abrupta, sus habitantes de ambos sexos aguerridos (aunque luego
se les diese fama contraria), provistos de perros aptos para avisar
las sorpresas y, en fin, la muerte del joven Guillen Peraza no sería
la única con que pagarían su codicia los invasores. También los
herreños cristianizados pretendían su parte en el botín, y de éstos
se dice que, al fin, probablemente a través de cautivos conversos,
entraron en tratos comerciales con los palmeros.
El paso decisivo se dio también a través de una cautiva en
Gran Canaria, Francisca Palmesa, que propone al Cabildo de esta
isla atraerse a los reyes de la zona de donde procedía. Wolfel nos
[13] 17
reveló hace ya muchos años^ el papel de esta animosa mujer en la
sumisión de estos reyes palmeros y, luego de la ocupación, en la
defensa de los derechos de sus coterráneos, por lo menos, por
algún tiempo. Cuando Alonso de Lugo, con su hueste castellano-canaria,
arribó a Aridane, halló toda aquella parte de la isla a su
lado y dispuso luego de su colaboración con guías, intérpretes y
emisarios que le dieron el rápido dominio del resto del país; apenas
un distrito, de doce, resistió a la rendición, y de él dio cuenta
la traición, según nos refiere Abréu Galindo. De todos modos
la conquista había resultado un mal negocio: salvo Tanausú y sus
guerreros de Aceró, que caían, naturalmente, en servidumbre —de
la que sólo la huelga del hambre libró al caudillo—, todos los demás,
amigos o capitulados, eran intocables, y además Francisca
Palmesa los defendía de abusos. Afortunadamente la «segunda
guerra» despejó la situación; una oportuna insurrección permitió
una intervención dura, y buenas masas de palmeros, 1.200 según el
Cura de los Palacios, financiaron con sus cuerpos, amén de 20.000
cabezas de ganado, las empresas de Alonso de Lugo.
¿En qué proporción subsistió la población autóctona? Carecemos
de detalles, pero en tiempos siguientes se estimaba que
poco o nada había quedado: Girolamo Benzoni en su Historia del
Mondo Nuovo^ dice que sólo pudo hallar un canario e^ La Palma,
de 80 años, descendiente de los antiguos jefes y pensionado por
el rey de España, que consumía totalmente su pensión en vino,
costumbre nada ancestral; claro que se trata de una interpretación
errónea, pues la mayoría de la población se habría simplemente
.incorporado o fundido en la nueva sociedad y habría perdido toda
conciencia diferencial; precisamente más tardío es el testimonio
de Gaspar Fructuoso en sus Saudades da térra (1590), que cita a las
mujeres indígenas de La Palma como inhábiles para tejer. Incluso
fuera de su isla poco se nos habla de palmeros autóctonos, ni tenemos
noticias de expulsiones. Más bien creo que la afluencia
de repobladores, en gran parte portugueses, fue tanta, que anegó
rápidamente al grupo indígena, que sería débil desde un principio
* La Curia Romana... en «Anthropoi», 1930. ^
* Impraia ea Vraacia, en 1572; pero U fecha del viaje del autor «• de 1S41<
RHp, 2
18 114]
—la isla carecía de cultivos y por tanto sus recursos eran muy limitados—,
y más después de la «segunda guerra».
* « *
La conquista de Tenerife fue dura y sangrienta, como es sabido.
También la habían preparado tratos de paces en varias ocasiones.
Los güimareses eran tenidos por cristianos desde fecha
imprecisa, por la presencia de la ImAgen de Candelaria en su
distrito; los representaba, por lo menos después de la ocupación,
Andrés de Giiímar, un guanche que desde niño había sido educado
en la religión. Lope de Salazar, un colono de Gran Canaria,
mantenía paces con el bando de Anaga; hay noticias de misioneros,
como un fray Masedo, que tuvieron que salir de la isla al romperse
unas treguas. Pero es cierto que el núcleo del poder y
resistencia guanches, constituido por los dominios de Taoro y sus
vecinos aliados, se mantenía inquebrantable. Calculó mal la fuerza
de este núcleo Alonso de Lugo, se adentró en él sin garantizarse
una posible retirada y un desastre difícil de comprender
sobrevino a los cristianos (mayo de 1494). Se salvó, empero,
la persona del conquistador y con ella la capitulación concertada
con los Reyes; también la mayor parte del contingente canario y,
en fin, creo que también parte del castellano, pues parecen exagerados
los cálculos de pérdidas que dan los cronistas y testigos.
Pero había que remontarlo todo, reunir de nuevo recursos y reservas.
No puedo entrar en las diversas maneras cómo han sido
explicados estos hechos: baste decir que en la primavera de 1496
toda la resistencia había acabado, los guanches se habían rendido,
y Lugo, con sus caudillos, los menceyes, ya fuesen de paces, ya
vencidos, se trasladó a Almazán, a presentarlos a ios Reyes.
La suerte que cupo a los menceyes guanches ha sido objeto
de estudio por Rumeu, partiendo de la idea de que, salvo uno, no
volvieron a ver su peña nativa; pero nuevos hallazgos documentales
le hdn obligado a modiBcar más de una vez estas primeras
estimaciones. En principio los guanches son de dos clases ante
los castellanos: guanches de paces, que deben permanecer libres,
y son los de los cuatro bandos de Anaga, Güimar y los dos del
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Sur. Todos los restantes, los cinco del Norte, son de guerra, y
sus gentes deben entrar en servidumbre. Pero no ocurrió ni tanto
ni tan poco; conocemes atropellos de todo orden: entre ellos
es famoso el de los guanches de Güímar, capturados para resarcirse
de aquella primera derrota. No sólo lo cuenta un cronista
autorizado, sino que un viajero alemán, Münzer, halló en Valencia,
en octubre de aquel año 94 en que había ocurrido el desastre, una
gran feria de nativos de Tenerife que, según él, habían sido condenados
a servidumbre por haberse levantado contra el Rey Católico.
Como no podemos imaginar que en aquella desgraciada
campaña hubiese habido cautivos de buena guerra ni creer que
Münzer atribuyó a Tenerife gentes de otra parte, este mercado
confirma la traición de que nos da cuenta el cronista Abréu Galin-do.
Otros casos caen, como en Gran Canaria, en el terreno de
lo sacrilego: la gente de Adeje, gente de paces, es invitada a entrar
en un cercado, donde debe bautizarlos el obispo, que, revestido
solemnemente, ha entrado en él;.pero en realidad no es más
que un farsante, acompañado de los esbirros necesarios para maniatar
a los incautos que van entrando. Y de otro lado sabemos
que desde los primeros tiempos muchos individuos de los bandos
del Norte viven con los castellanos y son pacíficos vecinos de la
villa de San Cristóbal o del pago de Tacoronte. En suma, se trata
de una discriminación arbitraria, personal, sin duda llena de abusos
y excesos de codicia, pero a favor de ella gran número de
guanches, unos como como libres, otros horros o recién liberados,
otros cautivos, y todavía muchos otros alzados, esto es, refugiados
en el monte, al amparo de sus hermanos, viven en su isla y van
fundiéndose en su nueva sociedad. Otro elemento importante lo
constituyen los canarios conquistadores, que creen haber llegado
ya al término de sus trabajos; reciben datas, como los campesinos
castellanos, y llegan a formar, en El Realejo, un pueblo especial,
protegido por el Adelantado. Al fín hallaban estos valientes guerreros
un ambiente digno donde perpetuar su grupo, que mantenían
con orgullo, aun con pérdidas tan dolorosas como la del
mismo don Fernando Dagáldar, el guanarteme, muerto a raiz de
la conquista de Tenerife y probablemente en la isla misma. En
un curioso documento de 1514 un grupo de estos canarios d%
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poderes para que otros reclamen ante Sus Altezas los prtvileg'ios a
que se creen con derecho', y exponen «que por tener nombre de
canarios pierden nuestras personas, que no tienen que hacer con
los naturales de las otras islas, a saber: j^uanches, pairoeses y gomeros,
llevándoles como le llevamos muchas ventajas en todo, y
hemos y somos habidos por propios castellanos». Es interesante
esta explosión de noble orgullo, ya sea más o menos justificada:
ios canarios, incorporados a los conquistadores castellanos, no se
sienten solidarios de los indígenas de las islas inferiores; es probable
que su superior organización social los caracterizase como
más despiertos y, además, el largo trato comercial a que hemos
aludido seguramente difundió entre parte de eltos una aptitud
poliglota que no sería común a gentes tenazmente aisladas como
los guanches. Pero todavía les a,n;uardadan duras pruebas: las empresas
africanas del Adelantado de Canarias fueron más sangrientas
que las insulares, y allá acabó, nos dicen, la mitad de los canarios
conquistadores; y además, su caudillo, lejos de amparar a las
viudas y a la prole, los trata como despojos adinerables.
Quedó, pues, en Tenerife una colonia canaria, otro grupo menor
gomero y los castellanos en mayoría, mezclados con otros cristianos.
¿Y los guanches? He hablado ya de los que se incorporan
al vivir cuotidiano de los colonos, ya como siervos, ya como libres;
son objeto de la misma odiosidad y desconfianza que sus presumidos
parientes canarios. Pero todos los esfuerzos de las autoridades
locales para dar forma legal, como en la otra isla, a estos
sentimientos, aquí fracasan. Hay primero una acción positiva de la
Corte para liberar a todos los guanches, acción que culmina con la
presencia del gobernador de Gran Canaria Lope Sánchez de Va-lenzuela
en 1498 en Tenerife, para declarar libres a todos los hombres
de paces y, de hecho, mediante agentes que recorren las
casas y los hatos, a todos los guanches que se hallen en la isla. Es
difícil saber qué subsistió de todo esto en definitiva; quedó, por
lo menos, un estado de pugna y confusión que facilitó la labor de
solidaridad mutua entre los vencidos, por medio de la cual consiguen
liberarse en muy pocos años: los esclavos se alzan; cuando
sus dueños han perdido la esperanza de recobrarlos, los guanches
horros los rescatan a poco precio y entonces reaparecen tos fugi-
117] 21
tivos como hombres libres. No obstante hoy sabemos que muchos
de los jefes, menceyes o parientes, son obligados a expatriarse
para vivir precisamente en Gran Canaria; lo mismo ocurre con
contingentes considerables de gentes comunes. Si Gran Canaria
contribuyó notablemente a la repoblación de Tenerife, ahora sabemos
que el caso contrario se dio igualmente, y es imposible es'
tablecer comparaciones de cuantía, por falta de datos precisos.
En cuanto a los menceyes, el criterio seguido fue acaso el de
consentir el regreso de los jefes de los bandos de paces. Rumeu,
basado en datos de Simancas, ha comprobado que el mencey de
Adeje, don Diego, no fue el único que vivió en las Islas; pleiteando
con el propio Adelantado halló a otro mencey, el de Anaga,
llamado don Fernando de Naga. Estas disputas con Lugo eran
peligrosas, porque éste, como gobernador, tenia una atribución
característica del cargo: la de poder rehusar a cualquiera la residencia
en los términos de su jurisdicción; así el de Naga es deste*
rrado a Gran Canaria, a lo que no puede oponerse. Pero cuando
se dispone a embarcarse con sus ganados, se le prohibe la saca de
éstos; ello da lugar a recurso ante la Corte de los Reyes, que fallan
a favor del exmencey, y esta resolución deberíamos ya suponer que
prevaleció, sin más dalos. Pero los hay: el caso de don Fernando
no fue único ni particular: en los mismos preciosos legajos de Bute,
mencionados arriba, es donde podemos saludar a nuestrosguanches
canarios. Jorge González, vecino de Las Palmas de Gran Canaria,
en noviembre de 1505, declara, ante el Tribunal de la Fe, que
¿I tiene hacienda e heredamientos e casas en un término que se llama Ag^ana-gin
[Arguinesruin] y que donde este testigfo está y mora la mayor p»rte del
año y que cerca del están ciertos hatos de g'uanches e gomeros. Los quales
dixo este testiguo que non facen obras de cristianos y que los dichos guanelies
que este testigfo dice, que viven en dicha manera, son Juan de Nafa y dos
hijos de dicho Juan de Naga, que se llaman el uno Juan Delgado y otro se
llama Juan Coxo, y otros guanches que están en compañía destos sobredichos,
que non sabe cómo se llaman, y estos que dicho tiene se allegan en un hato;
y en otro hato están uno que se llama Sebastián Coxo y otro que se llama
Pedro j dos mujeres; y en otro hato está don Diego de Naga y don Juan de
Anaga y su mujer; y en otro hato están, que es de gomeros, uno que se llama
Juan de Ronda y otro Rodrigo, y que están éstos en los dichos hatos y otros
muchos que se llegan con ellos . . . que no vivían como cristianos por esta
22 [18]
razón: porque cree que ning^uno dellos no sabe Avemaria ni Parternóster ni
ningruna oración, porque este testigfo se lo amostrava [:=ensenaba] y no sabían
palabra nips:una, y asimesmo dixo este testiguo que cree que no saben
quál día es fiesta ni vigilia ni la guardan y que cree asimesmo que comen
carne todos los días vedados . • ?
Dejando de lado las faltas de buena conducta y de saber cristiano
que Jorge, mal maestro, no ha sabido remediar, lo interesante
es ver este numeroso contingente guanche avecindado pacíficamente
en el sur de Gran Canaria. No vemos en él al don Fernando
de Anaga, desterrado de Tenerife —por otra parte, no sabemos
en qué fecha—, pero sí hasta dos dones, ambos de Anaga, que
tienen que ser parientes próximos; y todavía conocíamos a un tal
don Enrique de Anaga, también en pleitos con el Adelantado en
defensa de sus gentes.
Ahora bien, si en los despoblados de Gran Canaria encontramos,
de un lado, canarios desconocidos, de otro, hatos de guanches
y gomeros, algo análogo tuvo que darse y se dio en Tenerife.
Algunas datas a indígenas de la Isla corresponden a lugares aislados
donde los donatarios esperarían escapar a la odiosidad de sus
nuevos compatriotas: asi don Diego de Adeje obtiene la data del
Valle de Masca. El Valle de Güimar y por razón del culto cristiano
anterior a la conquista que en él se rendía por un grupo de
guanches constituyó un refugio y una especie de seguro para éstos.
Recientes trabajos del Dr. La Rosa demuestran que el primer
núcleo sedentarizado de estos pastores estuvo, precisamente, en el
lugar de Candelaria, aunque nomadizasen en todo el Valle. Estas
gentes defíenden su personalidad colectiva con la protección de
Candelaria, pero en su origen por lo menos en nada se diferenciarían
de los demás guanches: Pedro A^ayor, hablando con Andrés,
natural de Tenerife, a quien hemos citado ya antes, le dice:
—¿Pareceos bien que decís que comistes carne esta quaresma, estando sano
y andando por esta isla? Y que respondió el dicho Andrés: —Verdad es que
yo y otros que conmigfo andaban comimos carne esta quaresma, mas esta
quenta no havemos de dar a vos sino al señor obispo. Y que este testigo le
' Colección Bute cit., vol. I, fol. xxxv v°.
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dijo: -^No me maravilla de los otros que con vos andaban, salvo de vos, que
habéis sido criado toda vuestra vida en las islas de Fuerteventura y la Gran
Canaria, leyendo cristiano, y de vos me quexo que me robastes mis puercos
y vos los comistes en quaresma.'
Más adelante fue en el ingenio de azúcar del Valle, donde se
formó la futura villa de Güímar, donde se concentraron las más de
las familias que presumían orgullosamente de naturales, esto es, de
indígenas, y que por ello alegaban preferencia en algunas prácticas
populares del culto de la Virgen. Hasta el siglo XVIII en el barrio
o pago de Guasa se pretende que los vecinos son exclusivamente
naturales de Tenerife, frente a los pobladores del resto de la isla.
No parece que hasta ahora haya llegado esta noción. Si los vecinos
de Candelaria siguen pretendiendo preferencia en llevar las
andas en la procesión de la Virgen, no es alegando su naturaleza
guanche sino su vencidad en el lugar. Si ya en el siglo XVI ia
Inquisición, con sus extraordinarios medios de información, pretendía
que era imposible levantar lista separada de las personas
que tenían sangre canaria mezclada con la de cristianos viejos,
hoy día sí que puede afirmarse en conciencia que la población de
las Islas es una sola, cualesquiera que sean los elementos raciales
que han participado en su formación.
• Colección Bute, cit., I, fol. LXXIX (13 de marzo de 1499).