tHEMEROíECA P. MUNICIPAll
Sania Cruz úa Teneritg J
Números 131-132 Julio-Diciembre de 1960
UNIVERSIDAD DE LA LAGUNA
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
REVISTA
DE
HISTORIA CANARIA
Dlrectori Dr. Elias Serra Ráfols, Catedrático de Historia
Tomo XXVI La Laguna de Tenerife (Islas Canarias) Año XXXIII
La ca . . . lada de "La Mosca"
Una página de la historia de Gran Canaria*
Por Néstor ÁLAMO
Los «barcos de Bayona» fueron dos; uno, seg'ún Millares Torres,
era berg^antin procedente de Vigo, aunque en realidad arribó
a Santa Cruz de Tenerife sobre el 10 de junio desde Bayona de
Galicia, y el otro nos vino a nuestro Puerto de la Luz desde Bayona
de Francia, con pliegfos del Gobierno de España instalado
allí. Pero desde abril y mayo las Islas eran hervidero de noticias
sobre los sucesos de España, noticias más o menos exactas o inventadas.
El barco que arribó a Gran Canaria con la nueva de la
abdicación de Bayona, lector —ya lo hemos dicho—, procedía de
* El Obispo Verdugo, su tiempo: el retrato gue se atribuye a Goya es obra
inédita, origrinal de nuestro jcolaborador Néstor Álamo, Cronista Oficial de Gran
Canaria y Académico Correspondiente de la Historia. Varios de sus capítulos han
visto la luz en forma esporádica, e incluso anárquica, en diferentes publicaciones,
entre ellas en esta Revista. La obra, a juzgar por lo publicado, tiene un absoluto
interés histórico, pues recoge buena porción de los hechos internos, y en parte
RHC, t
194 [2]
Bayona de Francia, se llamaba «La Mosca» y era un velero de altura
enfilado por Mazarredo a las Américas a fin de llevar la gran nueva,
la del gobierno de nuestra Patria por los Bonaparte y los suyos.
Antes de esto, Junot, Duque de Ábranles, por castigo, se había
visto nombrado Embajador de la Francia imperial en Lisboa
desde 1804; en una de sus estancias en Madrid —seguramente la
primera— al visitar a los monarcas españoles, María Luisa le había
dicho, presentándole a Godoy, Príncipe de la Paz:
«He aquí nuestro sostén; en él está depositada nuestra con-
» fíanza y creemos que nos es tan adicto como dicen que lo sois vos
al Emperador. Sobre él fundamos todas nuestras esperanzas. Es
el único entre todos los grandes de España que posee energía y
puede sacarnos del atolladero en que nos encontramos. Repito
que tiene en todo y por todo nuestra confianza; que es digno de
ella y que el Emperador debe atorgarle la suya>.
«El Rey —continúa Junot en su Informe— confirmó lo que
acababa de decir la Reina . . . »*
El extrañamiento al Brasil de la familia real portuguesa había
hecho pensar ai triunvirato manejante de la Corona de España —y
desconocidos, que acontecieran en nuestras islas desde finales del sigilo XVI hasta
comienzos del XIX.
Certero y lleno de atracción, incluso punzante cuando se hace preciso, este
capítulo. La ca ... lada de «La Mosca», es prueba de nuestro aserto. En él se hace
historia, con gracia y aleg'ria, de lo acontecido en Gran Canaria al llegfar alli las
noticias del famoso motín de Aranjuez y de los sucesos madrileños del 2 de mayo
de 1808, con la proclamación, en aquellos instantes implícita, de José Bonaparte
por rey de España, acontecimientos que habrían de desembocar, para aquella isla,
en la pérdida de su supremacía politico-administrativa en el Archipiélag:o y la
apertura de más de siglo y cuarto de aminoramiento en el escenario interinsular.
La principal de dichas noticias —lo seguro, José I por rey de España— la dejó en
la isla hermana aquel bergantín famoso que de uno de los más socorridos dípteros
lucia el nombre: «La Mosca». Y é^sta es la historia que este capitulo recoge. Todo
su contenido responde al criterio de «historia viva» que sostiene su autor, y creemos
que constituye una hermosa página de las letras regionales. REVISTA DE HISTORIA
CANARIA se honra en la ocasión presente al ofrecer estas primicias a sus
lectores.—Nota de la Redacción.
' Despacho de Junot al Emperador. Archivos Nacional» de Francia. Fechado
en Madrid el 12 de Germinal, año XII.
[3] 195
con razones sobradas— que no era precisamente paz y seguridad
lo que los franceses traían. Por entonces era Regente de Portugal
la Princesa del Brasil doña Carlota de Borbón, hija de los reyes de
España y hermana por tanto de Fernando VII. Retoño de María
Luisa de Parma, tenemos de ella crudísimo retrato en uno de los
libros de la embajadora Madame Junot, duquesa de Abrantes, en el
que la triste doña Carlota aparece envuelta en los velos de una
nueva Emperatriz Teodora, antes de serlo. Quienes deseen completar
el vivísimo columbro de aquella dama, quedan remitidos a
esas Memorias de Madame de Abrantes, y estamos seguros de que
no habrán de quedar defraudados.
Todo cuanto dejamos escrito demuestra bien claro que si en
1793 pudimos detener la influencia de las ¡deas de la Francia vecina,
la cosa iba ahora (1808) muy en serio y en forma harto distinta;
Napoleón tenía a nuestra patria entre los dientes de una
tenaza, y jugaría su ventaja. Por lo pronto, en enero de este año,
el Corregidor de Gran Canaria, Aguirre, solicita del Señor Obispo
Verdugo parte de la cantería destinada a la nueva iglesia de los
Remedios —que la Mitra reedificaba por entonces— para sustituir
la derribada en 1793^ y que tenía, entre otras curiosidades, la de
ver salir de su seno la procesión del Lunes Santo.
Muerto el perro se acabó la rabia —diría nuestro Prelado—.
Cuando de Madrid vienen órdenes concretas para arrasar templos,
liquidar fundaciones y dejar a los pobres de hospitales y hospicios
al garete, no merece la pena preocuparse levantando templos nuevos
ni cosa que lo parezca . . .
Además —reargüiría en sus adentros el doble que a todos nos
acompaña^-, ¿no vemos lo tajante de las órdenes que se escriben
. . . ? Capellanías de sangre, imposiciones, bienes de propios,
montes, terrazgos, baldíos... Todo se hace moneda por orden
tácita del Gobierno, que obliga a ingresar sus importes en la Caja
de Amortización. Tú no eres lerdo, Manuel —continuaría arguyendo
el rebelde que todos alimentamos en la subconciencia—,
sabes muy bien, porque lo sabes, que si se fabrican de nuevo los
• Lag obras de la nueva ijflesia —que no pasó de cimientos— de los Remedios
se comenzaron en 1794; la cantería estaba abandonada en su plazoleta delantera.
196 [4]
Remedios, no será floja la contribución que por fuero te habrá de
tocar, ya que no quedaron en pocas las fundaciones de fiestas y
aniversarios que el deán Albiturría, tu antepasado, impuso en el
templo aquél, cuyo patronazgo has heredado con todas sus obligaciones.
Mas al susurro cautivante, el yo episcopal y bueno de don
Manuel, respondería:
—Vaya, vaya, condenado enemigo; calla de una vez. A la
ciudad hacen falta parroquias, y el solar de los Remedios es lugar
indicado para una, o para ayuda de tal al menos, que la del Sagrario
se ve y se desea para atender a toda la ciudad, que encima
crece como el arroz . . .
—Sí —repostaría su contrincante mental—; bueno te pondrán
los del Sagrario si les mermas los víveres por bautizos, entierros y
casorios. ítem más: la cantería que ese sargo de Aguirre te pide
es para cerrar el bocarón hecho por la mar en la muralla del castillejo
de Santa Ana, y no es cosa de echarte encima al Corregidor,
que es más fíno que una lezna y más largo que un silbido . . . Así
que en tu conciencia descargo, Prelado; si tus ovejas se convierten
en salemos y tus carneros en chopas y la mar se mete Triana
alante, allá tú . . .
Su Ilustrísima se pasó una de sus manos blancas y rollizas
—aristocráticas— por la frente, descansó luego ambas sobre el
barroco tabernáculo del abdomen y resolvió así, descargando su
conciencia:
—Bien; que tome Aguirre los cantos labrados que precise;
pero no será antes de que el Ayuntamiento en cuerpo nos diga
en qué plazo habrá de restituirlos.
Pero ni los restituyó el Ayuntamiento ni se continuaron las
obras de reedificación de la ermita, viejísima, de los Remedios. Y
todos tan alegres.
Como era lógico, el ambiente provenía de aquellas abrumadoras
noticias llegadas de España. A comienzos de este año (1808)
el Rey había hecho saber a la Ciudad cómo entre él y Godoy —sin
nombrarlo, claro— habían logrado que abortara la odiosa conjura
urdida para destronarlo. Aquí se celebró la fausta nueva en febrero,
con Te Deum y procesión claustral en Santa Ana. Pero
t5] 197
esta noticia tranquilizadora no bastó para menguar la tensión de
los espíritus. Ni siquiera el sonado estreno de las gradas que man-dó
construir el Corregidor desde el final de la Plaza Mayor, frente
a la Catedral, hasta la antigua calle de las Vendederas y que se
estrenaron aquel año, por Semana Santa.
De Tenerife llegaban aisladas nuevas oficiales que enviaba el
Comandante General, Marqués de Casa-Cagigal,^ pero junto a ellas
venían montones de contradictorias novedades que no hacían sino
espesar la duda y el pesimismo en ambos bandos contendientes,
el británico y el afrancesado, o, lo que era igual, borbónicos y bo-napartistas,
tradicionalistas y liberales; es decir, lo de siempre.
La noticia —un tanto en el aire— de que en España se había
armado la gorda nos llegó a Las Palmas el 10 de mayo de 1808 a
bordo de un navio español —distinto a los de las dos Bayonas—
' Don Fernando de la Ve^a y Cajigal, segfundo Marqués de Casa-Cagi^al,
había obtenido en 1793. como Teniente Coronel de Caballería, el mando del Re-
8:iiniento del Aljarbe, al frente del cual hizo la guerra del Rosellón. Allí dio
comienzo a su recolecta de episodios dignos de ser inmortalizados —así dijo—, a
través de su estro pedestrón, en fábulas y romances que, según aseguraba él mismo
en su prólogo, nacieron, como era natural, de las ocurrencias que presenciaba en
ios locales que las mismas fábulas indican.
Estos locales, a juzgar por las muestras, fueron aquellos en que la equina manada
relinchaba, ya que la poética inspiración de S. E. no puede ser más caballuna;
oid esto:
—Buen ánimo, dejemos la pereza
y vaya de cuento
que parece que está la fantasía
con algún despejo...
Al terminar la guerra con Francia —1795— se vio ascendido Cagigal a Mariscal
de Campo y pidió residencia en Santander, su patria. Al año siguiente
fue destinado al Ejército de Extremadura y mediante R. O. sugerida por el Ministro
de la Guerra don Manuel Álvareí, redactó una Táctica de Caballería, que se
imprimió en tres volúmenes. En Aranjuez quiso demostrar su eficacia ante los
Reyes, pero esto no cuajó, por recibir orden de trasladarse a Almagro, donde el
Rey quería instalar la Asamblea General de Caballería en que la cagigalesca
táctica habría de ensayarse.
Esta vez tampoco tuvo efecto la cuestión; estaba Cagigal habilitándose para
cl viaje, cuando recibió órdenes de pasar a Galicia, suspendiéndose la anunciada
m [6]
que rumbo a las Américas tocó en La Luz dejando algunas «Gacetas
> en que constaba la confirmación de las asombrosas nuevas.
Eran ellas las de motín de Aranjuez, acaecido en el anterior marzo,
con el derribo del poderoso valido Godoy, y la ascensión al trono
del Príncipe de Asturias como Fernando VII.
Lo que en verdad dejó a la opinión asorimbada fue la caída
del favorito, «Serenísimo Señor que fue —anota Romero Ceballos
con su porompompón de siempre— desonorado [sic] de todos sus
títulos y empleos y confiscados sus bienes>.
El motín de Aranjuez tuvo lugar el 19 de marzo de 1808. La
noticia llegó a Madrid a hora avanzada de la noche y, al saberla, las
gentes comenzaron a asaltar las residencias de las personas más
allegadas al Vajido, pero lo tremendo fue al siguiente día, cuando
se supo la verdad de la abdicación del Rey y el ascenso al trono
de su hijo Fernando.
Asamblea. A poco de estar en Coruña se le dio el mando de una expedición compuesta
por los Regimientos de <Ultonia> y «América», expedición que se hizo a la
mar con pliegos cerrados a bordo de tres navios y tres fragatas, todos de guerra.
A la altura señalada, abiertos ios pliegos, se vio que los enviaban a guarnecer las
Islas Canarias contra los ataques ingleses.
Advirtiendo don Fernando que sus anteriores trabajos no habían sido atendidos
convenientemente, coligió que no debía resultar persona grata en las alturas,
y tomó su destino isleño por forma elegante de alejarle de los medios cortesanos.
Pese a ello, y para paliar esta acidez, le sugirió el Ministro, a poco de llegar a
Islas, la conveniencia de traducir del francés el Ensayo sobre la influencia de la
Artillería de Mauvillón, cosa que hizo sin obtener éxito, llegando el desamor a sus
desvelos hasta hacer extraviar sus originales en el Ministerio. La obra poética
que de Cagigal conocemos se titula Fábulas y romances militares, por el Marqués
de Casa-Cagigal, Teniente General de los Reales Ejércitos, y Caballero Gran Cruz
de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, etc. etc.; Barcelona, en la Imprenta
de Brusi; año 1817.
A la muerte del Capitán General del Archipiélago don Antonio Gutiérrez,
en 1797, Cagigal solicitó el mando, pero no obtuvo éxito, ya que le fue concedido
a don José de Perlasca, Segundo Cabo del militar aquél; más al ascender éste a
Teniente General, asumió Cagigal, en junio de 1803, la ansiada batuta. En 1805,
al declararse la guerra a la Gran Bretaña, hizo guarnecer la plaza de Santa Cruz
de Tenerife con una columna de Milicias compuesta por mil hombres, a más del
Batallón de Infantería de Gran Canaria, que estaba allí además de la tropa de
artillería y la partida de deportados y presos políticos procedentes de La Habana.
Y asi duró la guarnición, hasta 1808.
[7] 199
El impagable papelista benemérito don Isidoro Romero Cebados,
ai dar cuenta a la posteridad del memorable hecho, lo hace,
con tinte de leve inquina, dejando constancia desde su escritorio
de la calle de la Herrería, esquina a la más tarde de Colón, de los
títulos que Godoy había acaparado, tales como «Príncipe de la
Paz, Generalísimo de las Tropas, Grande Almirante del Mar con
tratamiento de Alteza y Grande de España de primera clase, casado
con una señora de sangre real, el cual, de la provincia de Extremadura
natural, empezó su carrera por simple Guardia de Corps
y fue arrestado para formársele proceso, todo de orden del nuevo
Soberano, a causa de haberse levantado el populacho de Madrid
pidiendo su muerte por sus excesos, ambición, odio al nuevo Soberano
(siendo príncipe) y por su falta de fídelidad a los intereses
de la Nación, deslealtad y correspondencias delincuentes con los
enemigos de la presente guerra».
Mas le faltó asentar al bueno de don Isidoro el hallazgo de
tan deslumbrador personaje en su angustioso escondrijo de un
rollo de alfombras —o esteras— en los desvanes de su palacio y
su envío, el 23 de marzo, poco menos que en cuerda de criminales,
al castillo de Villaviciosa.^
• He aquí lo que, respetando en lo poiible su ortografía, añadió sobre el tema
Romero Ceballos al tratar en el volumen II de su Diario del derrumbe estrepitoso
del Príncipe de la Paz:
«Por noticias posteriores de nra. España de fin de marzo se supo qe. el principal
motivo de la caída de la exaltación de sus empleos del ministro don Manuel
Godoy fue el averse descubierto el intento malicioso de aber condusir a nros.
Reyes dn. Carlos 4° y da. María Luisa de Borvón con el Príncipe y demás Rl. Familia
al Reyno de México en la América para dar lugar a su elevación que le pro-porcionava
de ser principe de los Algfarves y Bragfanza en Portugal, cuio tratado
tenía clandestinamente echo en virtud de las absolutas facultades qe. le avía concedido
el Rey en el govierno con el Pérfido Napoleón emperador de los franceses
el qual aviendo sorprendido al candido corazón del Rey con alagüeñas esperanzas
del bien de nra. nación y de proporcionar a toda la europa y Mares de ambos
mundos una paz sólida y duradera fue introduciendo con estos fingidos y aleves
pretestos en Portugal y en todas las Principales plasas fuertes de España innumerables
tropas asi de Infantería como de caballería con soberbios trenes de Artillería,
de suerte que quando se vino a conoser la depravasión a que se dirigían estos
movimientos como por la conducta de las tropas mejores ntras. de caballería e
200 [á]
El conocimiento que de la íntima verdad de todo aquello había
en la Isla se trasluce en la prosa de ese delicioso anotador de
nuestra pequeña historia que fue el perínclito don Isidoro Romero
Ceballos, pero su tacto, su prudencia, le obligan a velar las propias
interpretaciones; por ello se limita a dejarnos una versión honesta
y púdica de la impar trapisonda que a todos movía y desazonaba.
Las nuevas de los sucesos del 2 de mayo llegaron a las Canarias
el 4 de junio, por medio de una barca procedente de Algeciras
y en los propios instantes en que se celebraba un Te Deum de
gracias por el feliz reinado de Fernando VII.
Don Carlos O'Donneil, Teniente del Capitán General, Marqués
de Casa-Cagigal, ya en abierta pugna con su superior, decidió tomar
la sartén por el mango y, con la connivencia de los patricios
infantería que pidyó pra. llevarlas como ausiliarea a los confines de la Suecia
alejándolas de ntro. territorio y ntra. españa se halló como subyugada y presa al
advitrio del más infame desleal y desag'radecido monarca por quien esta misma
gfenerosa nación avía sacrificado su reposo en una guerra dilatada, sus tesoros, su
comercio, su exérsito, su armada y su reputación en tantos desastres de sus navios
reales y particulares de tráfico y navegfación. Entonces fue cuando descubriendo
los perversos fines de sus intris:as y de su ambición llevó engañado a nro. vegni-nísimo
y amado Rey Dn. Fernando 7° como a un inocente cordero con toda la Real
familia y a los Reyes padres a la Ciudad de Bayona adonde apenas llegaron
quitándose la máscara descubrió toda la ponzoña de su detestable y abominable
corazón privándole del reyno y de la livertad por medio de una cesión violenta que
le hizo aser a favor del Rey padre quien le cedió a Napoleón los Reynos de España
y de las Yndias y éste los addicó con su hermano José Bonaparte, Rey de Ñapóles,
lo que apenas se supo ?n nra. España se inquietó toda la nación reprovando todo
lo sucedido de que resultó primero en Madrid la mortandad y levantamiento del
día dos de Mayo contra el General Murat, Gran Duque de Bert [sic], cuñado de
Bonaparte, y las tropas de su mando: el de Sevilla, Balencia, Arajfón, Cataluña en
donde el pueblo en masa depositó su representación del Soverano dn. Fernando 7°
en una junta echa en cada capital para sostenerle, declarar guerra a la Francia y
obrar obstilmente contra las tropas Francesas que estavan en la pennísula, lo que
tuvo tan felices sucesos que qdo. llegó el mes de dizíembre del corriente año ya
quasi todas las tropas enemigas estuvieron reducidas a muertos, heridos y prisioneros
y las principales Plazas racuperadas, y lo mismo todo el Reyno de Pottugal,
y tomamos cinco navios de línea de su marina que estavan en Cádiz y se hizo la
Paz con la nación Británica, quien nos socorrió con dineros, navios y gente con la
mayor generosidad y conosido empeño a ntro. favor».
m 201
tinerfeños organizó, sin contar con Cagigal, una manifestación con
banderas y retrato de Fernando, declarándose incondicional de los
Borbones y enemigo de Bonaparte y su linaje.
Así las cosas, tirantes y enconadas, fue cuando se tuvieron
aquellas noticias, vagas e impresionantes, traídas por el ya referido
bergantín de Bayona de Galicia. Tan delicado y lleno de trágicos
pavores se presentaba el paisaje, que Cagigal decide enviar un
mensajero a la Corte a fin de lograr del Ministro de la Guerra
orientación precisa en semejante laberinto.
Para ello se ofreció espontáneo O'Donnell, que presumía de
su exacto conocimiento del inglés, pero el Comandante General
declinó la atención —¡gran torpeza, de tremendos resultados para
él y para Gran Canaria!— nombrando en su lugar al Capitán de
Artillería don Feliciano del Río, quien se hizo a la vela hacia la
Península el 20 de junio de 1803.
* * «
De estas cosas y de otras como éstas hablaban en la tardecita
aquella del 22 de junio de 1808' el Doctoral don Graciliano Afon-so
y su íntimo amigo don José de Quintana y Llarena.^ Tenían
ambos señores carácter poco propicio al vernáculo panchoniicae-lismo
y rio se dejaban embaucar por palabras lindas desde que
éstas aparecían discrepantes de los hechos. Claro que este concepto
cívico les había ganado el que sus vecinos dijesen que si
' Según Álvareí Rixo, esta conversación, con los sucesos posteriores, tuvo lugar
el sábado, 24 de junio de 1808; Millares Torres (Hist. Oral., tomo VII) nos da
)a del sábado, 25 de junio, entre 2 y 3 de la tarde; en cambio don Graciliano Afonso,
a quien seguimos, testigo y hasta actor en algunos de los hechos, en su nota a las
Memorias de don José de Quintana, señala el 22 del propio mes y año; según
nuestras noticias, el sábado de referencias fue 23 de dicho mes y año, ya que el
sábado siguiente —infraoctava de Corpus— fue 30 del mes referido.
' Cf. las Memorias de don José de Quintana y Llarena (Ms. inéd.) y la carta
inserta como apéndice dirigida anónimamente por el Doctoral Afonso a cierto
periódico gallego que se había ocupado de los asuntos aquí ocurridos en 1808,
falseando la entraña de los mismos, tal vez por desconocerlos (Arch. Acialcázar).
Esta generación de Quintana-Llarenas se caracteriza por un espíritu inquisitivo
y legalista de la cosa pública. En 1820, el poeta grancanario Bento y Travieso
202 [10]
eran carbonarios, fracmasones, Rosa-Cruz o cualquier otra cosa de
aquellas tan de moda en el momento; pero a ellos esto les importaba
poco.
Aquella tarde, una vez conclusos coro y vísperas en Santa
Ana, echaron a andar ambos personajes —don Graciliano y don
José—, como de costumbre, hacia la Puerta de la Muralla o Portal
de Triana, en los alrededores del muelle de San Telmo. Allí descansaban
ordinariamente un rato en los canapés de cantería azul, a
la sombra de los álamos y tarajales que desde la ermita del Santo
marinero intentaban contener el salitre de las maresías. La noticia
sensacional del momento era que había arribado de España un
barco misterioso;' por tanto, ellos necesitaban saber, como quiera
que fuese, las novedades que a bordo vinieran.
AI llegar a la portada quedaron al tanto, por gentes que venían
de La Luz, de que el barco había anclado a cosa de las tres
de la tarde, más allá del istmo, frente casi al Mesón de la Virgen;
y se trataba de un bergantín con bandera de guerra.
—¿Y es español? —preguntó don Graciliano a un roncóle que
se espulgaba a sol caído.
—Sí, ño don Brasiliano; pero tenga en cuenta su mersé que
trae algunas difiriencias ...
—¿Cómo? —inquiere el brinquito de don José de Quintana—
¿Qué diferencias ni q\ié jinojos son esos, rebenque?
—Pos mire, no sé ¡sirle a su mersé; pero compá Chano Juera
me ijo que ellos quisieron compra unas arrobas de pescao al ojo.
fatiriza en forma estupenda la manía de don Esteban de Quintana, hermano de
don Joié, quien se habia propuesto denunciar todas las infracciones de ley cometidas
por las autoridades «lleg'ando ya el caso de no haber curial que dejase de
estar ocupado en estos menesteres'. La sátira la entrañaba un poemita, impublicable,
que púdicamente metamorfoseado viene a empezar, poco más o menos, asi:
—Remito a usía porción
de retorcidos pelejos,
de bardajos, moñot viejos
de mala reputación . ..
' Desde 1804 el comercio de las Islas era, como sabemos, nulo, y el arribo de
una vela constituía la más apasionante y enardecedora novedad.
til] 203
de un barquillo que toparon paray fuera y lo jalaron pa boldo y
quisieron págale con monea hereje . ..
—¿Qué dices, Caraballo?
—Lo que sus mersés escuchan. Y a poquito yue pa La Luz el
señó Gobelnaó Beldugo en yegua, arreo-reo. Y si no que lo diga
Frasquito el de la Bacharela, la de los Remedios, que ya se/ue pal
risco 00 mi comae Siona.
Se miraron atentos los señores; don José rompió el silencio:
—Señor Doctoral, ¿qué opina su reverencia?
—Mi reverencia opina, señor don José, que este bergantín
viene a completar los ramos que el de América y el navio de Bayona
de Galicia nos trajeran.
—Me parece, me parece, que tiene usted razón, señor Doctoral.
Las noticias gallegas del barco de Santa Cruz terminan en
la mitad segunda del pasado abril y han corrido por la tierra como
pólvora; y eso que la autoridad santacrucera amenazó con degollar
a quienes de la cosa hablaran. Así que lo que hay que hacer es
irnos enseguidita al Puerto, don Graciliano; si Pepito Verdugo
está allá desde las tres y son ahora las cinco y media, es de suponer
que no estará contando los frailes por si falta alguno.
—Pues andando; a buscar los caballos y a La Luz.
A poco, al galope de sus jacos —que los usaban clérigos y
seglares por parejo—, enfilaron los señores la Puerta de Triana.
Por Los Arenales, casi al llegar a Santa Catalina, toparon con el
sobrino del Señor Obispo, don José Fernando Verdugo y da Pelo,*^
Gobernador accidental de las Armas de la Isla, que regresaba de
' Era hijo del Mayorazgo de Verdugo-Albiturría, don José Hipólito —hermano
mayor de Su Iluitrisima, el gran Obiipo canario— y de su esposa, doña
Micaela da Pelo. Su car{^o en propiedad era el de Coronel del Regimiento de
Guía, ejerciendo las funciones de Gobernador Militar de Gran Canaria en forma
«interina» por muerte —acaecida desde octubre de 1805— del propietario, don
Juan del Castillo-Olivares. A este don José Verdugo se le imputó el haber enviado
a Cagigal, en noviembre de 1805, viveros por valor de 208.925 reales, los
cuales destinó el Comandante General a abastecer la escuadra francesa del Almirante
Rochefort, que andaba a caza de los navios ingleses que infestaban nuestra*
aguas, en detrimento de las necesidades de la Isla. Verdugo, por esto y su definido
matiz afrancesado, no era bien visto en ciertos medios tradicionalistas de
Gran Canaria.
204 [12]
allá, de junto al Mesón de la Virgen, como caviloso y apesarado.
Detuvieron e! paso a sus monturas y saludaron:
—Vaya con Dios el señor Gobernador. ¿Qué hay de bueno
por La Luz?
—Vayan sus mercedes con él —dijo don José despabilándose—.
Y en cuanto a cosa nueva, nada hay; sólo el rumbo que a
estas horas llevan sus mercedes, caballeros.
—Lo de caballeros lo somos, aunque no andemos siempre
sobre cuatro patas —soltó el fosforito de Quintana—; en cuanto
a lo de adonde, eso quisiéramos preguntarle, puesto que vamos
hacia el lugar del que su merced viene.
—¿Cómo?
—Sí —intervino el Doctoral—, vamos a ver qué es lo que
trae ese bergantín que ancló allá por el Castillo.
—¡Ah, sí! Nada de interés. Se trata de un simple pailebot
que va a la América.
—¿Sin noticias? —remachó Quintana.
—Sí, sin noticias; al menos de importancia. En esta ocasión
la gente novelera se quedará con las ganas. Conque si sus mercedes
no mandan otra cosa . ..
Cada cual, tras despedirse, tomó camino, mientras Quintana,
siempre incontenible, refunfuñaba:
—Este Verduguito cree que nos mamamos el dedo, don Gra-ciliano.
¡Fuerte tolete!
—Vaya, no sea cascarrabias, don José; si se lo cree, peor
para él. Lo que hemos de hacer es que vomiten los de a bordo.
Y eso, primero me dejo de llamar Graciliano Afonso que no conseguirlo.
Asi hablando llegaron hasta el Castillo y Mesón. ^
' El Castillo de La Luz se fabricó en 1492 por el Gobernador de la Isla
Alohso Fajardo, reedifícándose en 1601 —tras el asalto del holandés en 1599—
por el también Gobernador Alonso de Valderrama. En ese interregno sufrió distintas
adaptaciones y reformas, en especial en su artillería. Para subsanar las
deficientes condiciones de la defensa del citado Castillo de La Luz se dispuso, en
1629, por el Gobernador y Capitán General Juan de Ribera Zambrana, alzar la
torre-fuerte de Santa Catalina —destruida en nuestra época— que terminó el
también Capitán General don Luis Fernández de Córdoba y Arce.
[13] 205
A la puerta de este último estaba don José de Matos, oficial
de Milicias destacado en la fortaleza. Tras los saludos precisos
dijo el castellano:
—Soy de opinión, señores, que la pelota está en el tejado; lo
único que puedo asegurar es que aquí hay gatuperio de los grandes.
Desde que ancló el bergantín saltó su capitán y entrando en el
Castillo envió a buscar al Gobernador. Este, desde que recibió
el recado, se vino al Puerto como un rehilete, y en la sala de la
fortaleza estuvieron de plática dos horas larguitas. Conque díganme
sus mercedes; de barro y de La Atalaya . . . jTiesto seguro!
—¿Qué piensa usted, señor don José?
—Que esto huele a chamusco, compañero.
—Y que lo diga, aunque no creo que sea la cosa tan importante
como parece.
—¡Hummm!
—¿Han saltado a tierra los tripularlos, amigo Matos? —inquirió
Quintana dirigiéndose al oficial.
—No; de a bordo no ha bajado más que el capitán, que es
hombre bien puesto y mozo, con uniforme de miliciano nacional.
Y en cuanto a las gentes del falucho que lo trajo a tierra, se hizo
a la mar tan pronto lo dejó en la costa, en espera de su regreso,
sin hablar con bicho viviente. Ahora que es cosa de fijarse en el
pabellón que arbola; aunque de España, miren que trae el escudo
partido y sin corona . . .
Hubo ese silencio que nadie sabe dónde nace, porque lo provocan
de consuno fuerzas externas e internas, secretas y ultrasensibles.
Sólo reaccionó, tras los mirares estáticos, don José de
Quintana, diciendo:
—Pues como ya es la nochecita, me da que los marineros no
se contienen sin llegarse al mesón de parrandona. Si vienen, es
menester que refresquen el gayiyo a costa nuestra, y aunque dicen
que borracho y cochino no pierden tino, no es menos cierto que
dádivas quebrantan peñas, y . . • jbuenol, vamonos a la Casa de la
Virgen, que aquí el señor Doctoral nos va a cantar la Joaquinita
con la guitarra.
Allá fueron, a ir formando ambiente, que era lo que Quintana
buscaba. Don Graciliano, que vihuela en mano y entonando
206 , [14]
boleras y sejfuidiilas no se hacía atrás ante un vaso n! dos de vino
bueno, cogió por el aire la idea de su avispadísimo compañero y
le siguió el juego. Entraron en el mesón y a poco se había formado
la gran rúmbatela, pagada por don José, que sabía gastar la
plata cuando el bien de la patria lo exigía, aunque fuera templando
roncóles y barqueros en la marina de La Luz.
A poco, un esquife con varios tripulantes del misterioso navio
llegó a la vieja casa del mesón: el reclamo había surtido su efecto.
—Buena noche tenga la compaña —dijo en duro castellano
uno de los marineros, denunciando el origen de su tierra vasca.
Detuvo la farra el ritmo y alguien repostó:
—Buenas nos las dé Dios a todos y arrej'áganse pa cá, que
donde caben diez caben catorce.
Al rato, la confraternidad establecida entre las gentes de la
tierra y aquellos tripulantes de «La Mosca» sobre tan sólidas y ca-pitosas
bases era perfecta. A los pocos vasos se vino a saber que
eran todos fernandinos puros y antigabachos rabiosos. Napoleón,
Godoy, Carlos y María Luisa salieron de la parola como hojas de
perejil, y para inri mayor se dieron vivas al Rey Fernando.
Saltó don José de Quintana:
—¡Vivan los marinos de «La Mosca!»
—Que vivan, que vivan, pero no nuestro capitán; se Uama
Mariano de Izarviribil y es un traidor.^ Por si no lo sabéis, hemos
' Entre las notas que dejó a su muerte el Excmo. Sr. Marqués de Acialcázar
con destino a su edición del Cuadro Histórico de Álvarez Rixo, está la sigfuiente,
que copiamos:
«Mariano de Izarviribil, que tan deslucido papel hace en nuestra historia, fue
un brillante oficial de la Armada Nacional. Nació en San Vicente de Abando
(Vizcaya) y, después de haber sejjfuido con notable aprovechamiento sus estudios,
tuvo más tarde ocasiones para acreditarlos en las diferentes comisiones que se le
encomendaron, perteneciendo a las dotaciones de los buques que prestaban servicios
en las colonias americanas.
»En el año de 1789, con la goleta "Isabel", hizo importantes reconocimientos
en el Canal Viejo de Bahama. En 1803 se encontraba en Chile en una misión
científica a bordo de la frag'ata "Extremeña", y siendo atacado este buque por otro
ingMt, encontrándose desprevenido para luchar, por estar desarmado, Izarviribil le
dio fueg'o, salvando en una lancha la escasa tripulación del barco, juntamente con
los dibujos y documentación. Este hecho le dio notoriedad.
r:
[15] 207
de decir que acá viene como delegado de la Junta de Gobierno
de Bayona de Francia; lo envía el Almirante Mazarredo a las Amé-ricas
a ganarle por la mano a los nacionales sometiendo aquellas
colonias al yugo del Tirano . , . Esto es lo que el muy traidor
ha venido a hacer a las Cananas. Esto y terminar de aparejar
a «La Mosca» en este su primer vuelo, hecho con tanta premura,
que no acabaron en el astillero su obra muerta, y acá intenta él
darle fin . . .
Don Graciliano y don José sentían fríos de asombro. Abierta
la espita a las conñdencias, los marinos dieron suelta a la sin hueso
y vomitaron cuánto en España estaba sucediendo a su partida,
arrancando en sus noticias desde el motín de Aranjuez provocado
por la salida de una dama misteriosa —¿Pepita Tudó?— de la
casa ocupada por Godoy, dama que Truxol, oficial del piquete
de la guardia del Favorito, no dejó reconocer. Ante el tumulto
acudió en socorro de éste el hermano del Príncipe de la Paz, don
• Cuando tuvo lugar el alzamiento nacional de 1808, el General Mazarredo,
ministro de Marina de la junta de Gobierno establecida en Bayona, le dio la ingrata
comisión de someter a su obediencia a las colonias americanas, confiándole para
ello el mando del bergantín "La Mosca", buque de reciente construcción, aún sin
terminar y con una tripulación reclutada de última hora. Para reparar avería y
resfrescar sus víveres hizo escala en Las Palmas, y su visita, que debió serle desagradable,
le proporcionó en cambio obsequios y tal vez promesas que no se cumplieron,
pero que sirvieron para promover en las Islas los disturbios todos de aquel
tiempo y en la Gran Canaria la pérdida de la hegemonía que venia disfrutando
entre todas ellas y el desasosiego consiguiente en la lucha por la rehabilitación
durante los muchos años subsiguientes. La expedición se malogró, pero el término
que tuvo su capitán se mantiene dudoso. En las biografías que de este marino
hemos leído se dice que en la navegación de regreso de una expedición a América
había naufragado en el viaje; mas existe otra versión que circuló en el país aquellos
mismos días de las ocurrencias, de que la expedición de "La Mosca" tuvo el
fin adecuado en San Juan de Puerto Rico, siendo la tripulación sometida a un
consejo de guerra y su jefe pasado por las armas».
Pero no era esto todo; el Marqués, con la prudencia que le caracterizaba,
omitió en su nota lo que de viva voz decía: que el citado Izarviribil se había dedicado
con "La Mosca" y su tripulantes a negocios de pura piratería —ni más ni
menos que uno de esos personajes que tan gratos fueran a don Pío Baroja— y que
el final de "La Mosca" y sus gentes no era otro que el reservado a quienes a tales
asuntos se dedicaban: la horca o el vil garrote.
208 [16]
Diego Godoy, Duque de Almodóvar del Campo, que no pudo obtener
que sus soldados le siguieran. Como todo estaba preparado
por las personas que en su lugar se dijo —entre las que figuraba
en primer término el Embajador de Francia, Carón de Beaumar-chais—,
el asalto a la morada del Valido fue cosa de instantes.
Los revoltosos estaban en combinación con los criados de Palacio
y las gentes a sueldo del Infante don Antonio,^ del Conde del
Montijo, Escoiquiz, etc.^
Por si ello no bastara, contaron los vascos los sucesos gloriosos
del 2 de mayo y la entrada oficial de los franceses en Madrid, con
la fanfarria del Gran Duque de Berg a la cabeza. La abdicación
de Bayona el día 6 del propio mes y las escenas habidas entre el
Emperador, Carlos IV y su hijo, convertido en Fernando VII, en
el palacio que el viejo Rey ocupaba en la ciudad del Bearne; la
sumisión aparente de Fernando a su padre y la doble abdicación
vergonzosa —más vergonzosa aún la de Fernando, ya que éste y
los suyos, en falta de dignidad, dejaron tamañitos a Carlos IV y
Godoy— de Fernando en su padre y de éste en Napoleón —que
jamás dio a Fernando el titulo de Majestad— con la secuela de la
lucha sin tregua ni cuartel que encendía a España de una a otra
punta en venganza de la perfidia gala, que había obligado al Consejo
de Castilla, en unión de la Junta Suprema de Gobierno y del
Ayuntamiento de Madrid, a suplicar bajunamente al Emperador
«que vistiese el manto real de España». Y «por primera vez desde
la paz de Basilea, merced al golpe de estado de Bayona, como
Napoleón le llama, los ingleses, a quienes ha querido expulsar,
fraternizan con los españoles».''
' Véase A. SAVINE, La Abdicación de Bayona, y HANS MADOL, Godoy.
• Sobre Escoiquiz remitimos al lector a la pág'. 35 de la obra de VILLALBA
HERVAS, Ruix de Padrón y su tiempo. En ella se habla de cierta Venus de marfil
oculta bajo concha de plata y de otra nombrada Robustiana, que a más de apellidarse
Infante, los daba muy rollizos como fruto de cierta unión por la siniestra y
superior extremidad.
' Sobre la abdicación de Bayona consúltese A. BALLESTEROS Y BERETTA, Historia
de España, tomo X, pá^s. 14 y sigtes.
[17] 209
Como vemos, las noticias dejadas por el bergantín de América
y el barco de Bayona de Galicia fueron an^}liadas en forma
tremenda e impensada por «La Mosca» revoltosilla, y aunque los
vascos no conocían la entera enjundia de lo que entre bastidores
habfa pasado, conviene, lector, que asidos de la mano nos demos
un somero paseo a través de la gran Historia:
Al salir el nuevo Rey Fernando Vil «a saludar a Napoleón
en la frontera» el 10 de abril de 1808 (lo hizo con extraordinario
temor, basado, entre muchas otras circunstancias pavorosas,
en haberle comunicado escuetamente el general francés Savary
—que lo hizo en crudo, por considerar a Fernando y los suyos
poco merecedores de que les dorase la pildora— que los Borbo-nes
habían dejado de reinar en España), se constituyó una Junta
de Gobierno presidida por el Infante don Antonio —hermano de
Carlos IV—, virtuoso de la zampona, instrumento que tañía con singular
destreza, y que según la Historia era el más simple de todos
los miembros de su familia. Don Antonio tenía por adjuntos a
don Gonzalo O'Farrill, como encargado de los negocios de Guerra;
don Sebastián Piñuela, de Gracia y Justicia; don José Azanza,
de Hacienda, y don Francisco Gil de Lemus, de Marina. Los chungones
llamaron a este Consejo el Quintillo, y se formaron a su
costa grandes jácar»s. El maguado del Infante don Antonio obtuvo
más tarde un nombramiento de Doctor honoris causa por la Universidad
de Alcalá; a causa de esta fatal —para la Universidad-circunstancia,
andando el tiempo, Fernando VII, al nombrarlo, decía
con su sorna habitual: «Mi tío el Doctor...»
Otra prueba de la monumental ingravidez de Su Alteza está
en la histórica manifestación que hizo al ser nombrado Almirante
de Castilla años más tarde:
—«A mi por agua y a mi sobrino por tierra... ¡que nosentrenl»
La gesta del 2 de mayo no habfa hecho más que precipitar
los planes de Napoleón, favoreciéndolos; así es que al siguiente
día, Murat, al hacer que nuestro inefable Infante saliese rumbo a
Bayona con el resto de la Real Familia, tras impetrar ésta su perdón
—el del Gran Duque de Berg—, como representante del César,
disuelve implícitamente el jocoso Quintillo, dando con ello motivo
a la célebre despedida del Infante, que para regocijo de quienes
RHC, 2
210 [18]
nos lean estampamos una vez más. Estaba fechada en la noche
del 3 de mayo y ^ecía así:
«AI Sr. Gil:—A la Junta, para su gfobierno, le pongo en su
noticia como me he marchado a Bayona de orden del Rey, y digo
a dicha Junta que ella sigue en los mismos términos, como si yo
estuviese en ella.—Dios nos la dé buena.—A Dios señores, hasta
el Valle de Josafat.—Antonio Pascual».
¡Y vaya si se la otorgó de flores su Majestad Divina al bueno
de don Antonio! De cumplir los siderales designios se encargó el
propio Napoleón, largando al bendito Infante y a todos los suyos
la soberbia patada que la gran Historia ha recogido.
Gomo índice del estado moral de los cuerpos del Estado, digamos
que hasta ia propia Inquisición acudió a felicitar al Emperador
por sus triunfos españoles. Mas éste, experto conocedor de
la condición humana, borró de un plumazo semejantes espectros
de tribunales, por considerarlos «cobardes e indignos de ser los
magistrados de una nación brava y generosa».
Aquí, en Gran Canaria, se hizo público al día siguiente, domingo,
que en la noche del sábado anterior, y en vista de l a . ..
deyección de «La Mosca» siniestra, el Gobernador Verdugo había
despachado a Santa Cruz un oficial^ con pliegos secretos para el
Comandante General Cagigal. Al mismo tiempo se advirtió que
Verdugo había movilizado los carpinteros de ribera de la ciudad a
objeto de que terminasen de guarnecer «La Mosca», corriendo sus
jornales por cuenta de la Real Hacienda.
Las noticias soliviantaron a la opinión. Tan pronto llegó don
José Verdugo a la ciudad procedente de La Luz, puso en autos de
lo ocurrido a su Hustre pariente, el episcopal don Manuel, al Regente
Hermosilla y a su compadre el Corregidor Aguirre. Cambiadas
las pertinentes impresiones, fueron de parecer que nada podía
hacerse contra la omnipotencia napoleónica; lo más prudente seria
nadar a favor de la marejada producida. Por ello no causó demasiada
extrañeza que al romper la mañana del citado domingo fuese
a bordo del bergantín traicionero el Contador de Propios, don
' Fue el Teniente de Milicias don Joié Russell, de quien hablaremot. Para
mayor lijilo^ le le hizo lalir por el puerto de Lat Nieves, en A;aete,
[19] 211
Francisco de Campos, hombre de confianza del Regente Hermosilla,
quien llevaba la misión de recoger los despachos que desde Bayona
venían a bordo destinados a la Real Audiencia^ Como remate
se supo en seguida que en la noche del mismo domingo dqn José
Verdugo ofrecería en su casa un soberbio banquete al aventurero
Izarviribil, banquete al que estaban invitadas las altas autoridades
locales y gentes de calidad primera.
En la mañana de propio domingo famoso, los tripulantes de
«La Mosca» vinieron a oir misa a la ciudad, a San Francisco.
Fieles al módulo de su tierra, hablaban poco, pero un Mestre Bernardo,
maltes de nación y patrón de barco por oficio, se acercó a
uno de ellos preguntándole entre otras cosas:
—¿Cómo es que viene sin corona el escudo de la bandera de
su bergantín?
Costestó el marinero de <La Mosca» con aire de zumba:
—Olvido o así. En catorce días salidos astilleros y abilitados
somos. Prisa que llaman, pues.
Cuando los carpinteros de la tierra regresaron de «La Mosca»
ampliaron, interpretaron y cubiletearon a placer éstas y otras noticias,
y desde aquel momento la Ciudad y la Isla desembocaron en
un sordo paroxismo: Había que apresnr a «La Mosca» y a sus sospechosos
tripularlos.
Alma de aquella revolución ciudadana fue el infatigable saltaperico
de don José de Quintana. Bien empapado de todo cuanto se
decía, marchó a dar con el Gobernador Verdugo, al que hizo ver,
tajante, la gravísima responsabilidad de los momentos aquellos y
la implícita traición que a la verdadera causa nacional entrañaría
la más ligera tibieza por parte de la Isla, o aquella ayuda que se
veía prestada al mensajero y embajador del gobierno napoleónico.
A don José Verdugo le sacaban de quicio las complicaciones;
sostenía, por tradición familiar, un sentido epicúreo de la existencia.
' Se^ún Millares Torres (op. cit.) traía una proclama impresa y firmada por
•1 Miniairo Azanza, en la que se anunciaba la elevación al Trono de España de
José Bonaparte. «Esta proclama —diria más tarde el Gobernador Verdugo, para
justificarse— la he recoj^ido como documento curioso y sin ninguna explicación
del capitán vizcaíno».
212 [20]
que en él se acentuaba en todo lo que permitían los tiempos. Asi
que no fue de extrañar su respuesta:
—Su merced me habla en lengua que no conozco, mi señor
don José de Quintana. Nada sé de motines, Bayonas ni Bonapartes.
Conque si era eso todo lo que de mí interesaba, agur y que
Dios le acompañe.
La menuda humanidad de don José se extremeció de rabia.
El indino éste era también de la trinca de afrancesados o indiferentes.
¡Así pagaba su desvelo patriótico este Gobernador comodón
y cuántos como él pensaban!
Tragó hieles y salivas; tomó sombrero y bastón y salió dando
un portazo.
Como rueda de fuegos y triquitraques, sin tomar resuello,
cogió don José de Quintana calle del Peso de la Harina^ abajo
hacia la casa del Corregidor don Antonio Aguirre. Aquí la cosa
tuvo mayor amplitud, y don José hizo ver al Corregidor los irreparables
daños que a la causa de la Nación se podrían irrogar de
irse aquel barco mar abajo muy tranquilo, sin que se le detuviese
en Las Palmas hasta saber, al menos, cuál era la decisión del Comandante
General. Y sobre todo, la deshonra que a Gran Canaria
acarrearía consentir cosa semejante.
Remachó el pragmatista de don José con mucho tino:
—Sepa usía, señor Corregidor, que estando las Islas abandonadas
a su suerte, pues tanto la marina de España como la de
Francia no existen más que en los papeles, nuestra política —es
decir, la política de Canarias—, ha de ser muy distinta a la que
puede y deberá seguirse en la Península.
Aguirre, que era una sarda, aunque comprendía la razón de
Quintana, respondió evasivo:
—No se me oculta la gran verdad de cuanto me dice su merced,
y créame que muy mucho me holgaría de hallar un agujero
decente por el que salir de todo este laberinto, pero . . .
* Así se llamó U calle del Castillo desde el Ayuntamiento hasta San Martín
el Nuevo; también la llamaron <de Puertas» por vivir en ella el Canónigo de la
Puertai en su final, hasta la subida de San Roque, se denominó en otra época
«de Granados»,
t2l] 213
—Pues que no quede por eso; agujero lo hay, y tan franco
que puede muy bien pasar por él el señor Corregidor junto con
todos los lerdos que se empeñan en descornarse en el marisco;
escuche: Ese comodón del Gobernador de las Armas que por
nuestros muchos pecados Dios nos ha impuesto, dará a mediodía
—como usted sabe— un banquete de ceremonia al traidor
de Izarviribil. Mucho se runrunea de lo que allí pasará y habrá
de prometerse. Yo sólo sé que su merced está invitado y que
como tal Corregidor no faltará, pase lo que pase. Pues bien: a la
salida del convite acompañará su merced al capitán de «La Mosca»
hasta la entrada del Principal^ y procurará ir hablando con él
muy tranquilito, y hasta, si se quiere, un poco sobre lo alegre.
Al llegar allí salgo yo con tres de mis compañeros de armas, cogemos
al fulano ése y decimos: «¡Señor Corregidor Aguirre, tenga
preso a este hombre por traidor a la causa de España!» Al oir
esto, va usted y sin más ni más lo mete de cabeza en la cárcel
hasta que la cosa se aclare. O quizás sería mejor que, si vienen
con chiringuitas, lo lleváramos a Jinámar, a la finca del Conde,
donde haya cuidado que nadie vaya a buscarlo.
El Corregidor, que era más fino que una aguja, empezó a desasirse
de la cosa, que veía comprometida, y dijo:
—Poco motivo y prueba veo en lo que me expone, amigo mío.
No debemos olvidar, bien que nos pese, que ese traidor, como
usted lo llama, viene nada menos que representando al amo de
la Europa . . .
—Pues si al Corregidor le parece poca cosa la denuncia que
le hacen sobre su honor tres honrados caballeros canarios, hablaré
con el Síndico del Cabildo, don Juan Gregorio Jáquez de Mesa;
él preparará una razonada exposición de todo lo acá sabido y sucedido
y de lo cual ha sido principal actor el capitán de «La Mosca».
Don Juan es hombre de ideas propias mientras no tiene al lado
las de su mujer, doña Estébana, pero, en este caso, la dama, como
buena patriota, está con nosotros; así que es cosa hecha. Haremos
' Se llamaba asi al puesto principal montado por las Milicias e instalado en
los bajos del edificio del Cabildo o Ayuntamiento, en su e&quina del naciente, con
fachadas a la Plaza Mayor de Santa Ana y al Peso de la Harina.
214 [221
que el Síndico insista en lo del arresto; además, y para prevenir
cualquier sorpresa, voy a hablar con Báez, el patrón; es canario y
hombre de valor y patriotismo acreditados; le diré que me prepare
unos cuantos de sus más decididos roncotes y carpinteros de ribera
para que vayan a bordo y quiten el timón de «La Mosca>, si es
preciso; esto sólo en caso que don José Verdugo no se decida
a hacerlo.
Aguirre, sibilino, camaleóntico, pronto siempre a la vira del
viento en turno, respondió:
—Don José, usted es grande: ésta es mi mano . . .
La verdad es que la trama urdida por Quintana y sus amigos
era una auténtica Sinigaglia. Y su organizador —¡el pobre!— quedó
muy orondo y satisfecho al comprobar que al fin eran tenidos
en cuenta sus desvelos y patrióticas amarguras . . .
So^re la marcha armó la jiñera en que el capirote de Izarvi-ribil
habría de caer. En unión de sus colaboradores —anónimamente
citados— don José Falcón y don Pablo Romero y Magda-leno,
tenientes de las Milicias Provinciales ambos, y del paisano
don Manuel Pestaña, lo preparó todo. Pero poco antes de iniciarse
el sonadísimo banquete en la mansión de los Verdugo, en la
calle del Peso de la Harina, envió Aguirre a buscar a don José de
Quintana y Llarena con urgencia. Y fueron éstas las textuales pa-la\}
ras que de sus labios oyó el patriota asombrado y maquinante
que era don José:
—Mucho lo siento, señor don José de Quintana, pero en consonancia
con nuestria conversación de esta mañana, al sondear los
vados he advertido que todos están ocupados. El proyecto convenido
es por tanto impracticable, y con sólo intentarlo nos perderíamos,
y yo por mi parte no quiero arruinarme tontamente.
Así es que no cuente su merced conmigo.
Quintana se quedó pegado a la pared. Aquel hombre se
rajaba de la más vergonzosa de las maneras. Aguirre no era ni
más ni menos que lo que él siempre se había tragado: un cínico e
indigno vividor, un arribista cobarde y un absoluto enemigo de
Gran Canaria y de España.
Aunque bien mirada, la cosa no era de extrañar en demasía.
Algún rumor de la inhibición de Aguirre había llegado a oídos de
m] 215
Quintana y de sus compañeros, rumores que tenían motivo en
los conciliábulos entre Verdugo, el Regente Hermosilla, el Corregidor
y el Alférez Mayor, don Fernando del Castillo, Conde
de la Vega Grande. Este último fue, para muchos, y por su excesiva
prudencia, el secreto impulsor de Verdugo, en su actitud
suicida, pues era él quién lo decidía en las grandes y finales soluciones.
Estos personajes, soles mayores del retablo isleño aquel, estimaron
que la única forma de evitar líos, quebraderos de cabeza y
responsabilidades, era transigir con la nueva matización^ bonapar-tista;
pero con ello, y como era lógico, erraron en la forma más
triste, perjudicial y dolorosa. Así que don José se volvió con el
rabo entre piernas a dar cuenta de que también esta carta, final y
decisiva, les había fallado. Él y sus compañeros de conjura, ante
la espesa actitud, cerrada y egoísta, de los mandantes, convinieron
en que era aquél asunto perdido, de no contar, al menos, con el
apoyo, ya casi desleído, del Corregidor.
Resumió Quintana:
—Señores y amigos, esto hay; si no quieren arrancar la mecha,
que reviente la mina.
Y la mina reventó.
En el instante señalado celebróse el convite en honor de
Izarviribil con el fasto opulento, entre uncial y montespánico, que
por entonces caracterizaba a la Casa de Verdugo. Asistió el pleno
de la Audiencia y presidió la gran mesa don Manuel, el ya
alifafiento Prelado, entre encajes, arañas y cristalerías. Hubo encendidos
brindis por el triunfo de la causa de José Bonaparte y un
Oidor' gritó alzando su copa de malvasía ante los comensales
puestos en pie:
—[Viva Su Majestad José 11
' Éita e* la versión del Doctoral Afonso; pudiera ser la más exacta, por haber
vivido loi hechos y ser don Graciiiano —ya se ha dicho— alter ego de don José
d« Quintana'. Alvarez Rizo, niño entonces, señala a Izarviribil como iniciador del
brindis. Como puede advertirse, la proclamación en Las Palmas de José Bonaparte
fue noticia adelantada, ya que hasta el 7 de julio de aquel año no se proclamó
oficialmente en nuestra pa'iria a José I.
216 t241
A partir de allí el entusiasmo no conoció frenos. |La mina
había reventado!^
Como hemos insinuado y por referencias orales llegadas hasta
nosotros, se sabe que uno de los principales motores, aunque secretos,
del reconocimiento de José Bonaparte fue don Fernando
Domingo del Castillo, Conde de Vega Grande, a quien, según
pafece, la Historia no ha señalado como tal desde el momento.
Pero esto, si se tiene en cuenta la plétora de gentes de pensamiento
y cuna que en aquellos instantes se unieron en España a
las banderas vencedoras, resulta muy explicable. De mirar la cuestión
desde el punto cultural y de adelanto de la Nación, puede
comprobarse que en la España de aquellos momentos la espuma
intelectual y moderna era afrancesada y antiinquisitorial. Pero si
bien en la Península —dicen algunos— el afrancesamiento sirvió
para agilizar lo anquilosado y casi medieval del ambiente, aquí no
tuvo otro móvil .que convertirse en el fácil comodín de un egoismo
absoluto, aceptador de Ío que se estimó hecho consumado, sin
más visión ni esperanza que la de estar al sol que lucia.
Pero sigamos con los sucesos de aquel domingo famoso. A las
últimas horas de la tarde, tras el agasajo ofrecido a Izarviribil, se
alzaron manteles, y en este histórico momento se procedió a la
jura de autoridades al nuevo Régimen, y para evitar sorpresas un
nutrido acompañamiento dio escolta hasta La Luz a Izarviribil,
entre las torvas miradas de los patriotas puros que por esquinas y
ventanas, rebosando de rabia y vergüenza, se subían por las paredes.
Aparte de todo lo demás, el Regente Hermosilla convocó
' Respecto a esU proclamación debemos insistir diciendo que el 7 de junio
de 1808 lleijró José Bonaparte a Bayona de Francia, procedente de Ñapóles. El 7
de julio fue proclamado Rey de España y el 9 del propio mes salió hacia Madrid
con un cortejo de setenta coches. Entre sus acompañantes estaban Azanza, Caba-rrús,
Urquijo, etc., y entre los nobles aparecían los Duques de San Carlos, Fernán
Núñez, Infantado, Sotomayor y el futuro Capitán de las Canarias Duque del
Parque-Castrillo. El Rey José llegó al Palacio de Oriente el día 20 de julio, a cosa
de las siete de la tarde.
[25] 217
saleta aquella noche misma; se trataba de concretar, ordenándolas,
las sensaciones de la jornada memorable; y, de paso, trazar las
obligadas líneas de la futura conducta política a segfuir.
Cosa de las diez de la noche serian cuando lleg^aron a la ciudad
desde el Puerto de La Luz los tripulantes de «La Mosca»,
enviados por Izarviribil para recoger los víveres y pertrechos que
aquí, graciosamente, se le ofrecieron. A los disidentes extrañó lo
intempestivo de la hora, y mucho más la prisa que demostraron los
marinos en recogerlo todo; mas las sospechas no pasaron de allí.
Pero, otra cosa pensaba el audacísimo vasco que era el aventurero
don Mariano; sentía Izarviribil que la tierra ardía bajo sus
pies, y advirtió que su salvación estaba en la huida fulminante,
inesperada.
Así que al siguiente día, cuando la brigada de carpinteros y
calafates llegó a la lengua del agua para continuar sus trabajos, se
halló conque «La Mosca» revulsiva había volado, dejándonos de
su paso su ca ... lada; es decir, un semillero de discordias y
pendencias de tal magnitud, que sólo tras un siglo estirado, amargo
y sin fin llegaron a paliarse sus tristísimas conscicuencias.
El pavor de nuestros culpables hombres de gobierno comenzó
a acusarse aquella mañana al regresar de Tenerife el Teniente de
Milicias don José Russell, enviado a Santa Cruz por Verdugo en
la noche del sábado para dar cuenta al Capitán General, Marqués
de Casa-Cagigal, de lo que Izarviribil traía en el buche. Según
orden del Jefe Militar, se debía tomar declaración por separado a
todos los tripulantes de la siniestra «Mosca», con secuestro obligado
y preventivo del navio hasta llegar a una decisión en vista de
lo que se actuara y resultase.
Al denuedo del benemérito Teniente Russell, que se vio muy
comprometido a causa del bloqueo inglés a su ida a Tenerife, dedicó
el numen de don Juan Salí, su deudo cercano, esta décima,
conforme el gusto literario de la éfíoca ordenaba:
Russell, un segundo Hilario,
con más fortuna y braveza,
despreció veintiuna pieza
del formidable corsario.
218 [26]
Hábil y diestro emisario
de pliegos de consecuencia,
depuso con su presencia
el favor del marinero
saltat\do en tierra el primero
a vista de Su Excelencia. *
Mas ya era tarde; el daño no tenía remedio y se hacía preciso
sacar fuerzas de flaqueza para capear el temporal que la grancaná-rica
ineptitud había desencadenado sobre la propia tierra. Fue
entonces cuando, rápida y certera, se adelantó Tenerife y dio el
golpe primero, que, como todos sabemos y el refrán lo asienta,
vale por dos.
£1 Marqués de Nava,^ desde su tertulia lagunera y en combinación
estrecha con el lugarteniente y enemigo de Cagigal don
Carlos O'Donnell, que había metido a su Jefe Superior bajo la
mesa a fuerza de despreciativa audacia, echó a volar la especie de
' La gesta de Russell fue tan valerosa y trompeteada, que don Rafael Bento y
Travieso, el conocidísimo, saladísimo y archibohemio poeta g'uiense, le ofrendó
estos catorce versos que aquí reproducimos:
Un frágil leño entre las ondas cruje
que va a ser presa del furor Britano.
Brama el cañón, y con incierta mano
el débil marinero le da empaje.
Otra vez, otra y otra, el cañón muge;
peligra el timonel; el golfo insano
queda cubierto con el humo vano
y veces otras con estruendo ruge.
—Nos coge el enemigo ... ¡Cía, cía ... I
—/No, no .. .1 Ya vuelve el entusiasmo activo
a desterrar el miedo y cobardía,
Russell no cede al cañonazo vivo,
y cien veces la vida perdería
antes de hacerse del bretón cautivo.
* Se trataba de don Alonso de Nava y Grim¿n, VI Marqués de Villanueva
del Prado.
[271 219
que el arribo a Gran Canaria del barco siniestro —es decir, a una
ciudad en que no residía la suprema autoridad militar—, era obra
estricta de nuestros locales e insulares mandantes, que, según ellos,
debían estar en secretas y anteriores connivencias con los Jefes
peninsulares de la facción napoleónica. Y de no ser así, y en el
mejor de los casos, nuestros patricios habían hecho el juego —eso
afirmaron O'Donnell y los suyos— a los elementos civiles de la
metrópoli acá vivientes y operantes —Regente, Oidores Corregidor,
etc.—, los cuales deseaban obtener el favor del Rey futuro a
fin de someter las Islas todas al dominio del francés.
Si bien se mira, resulta lógico que en Agüere se pensara de
esta forma, ya que a más de responder a un criterio inveterado, en
este caso no andaban lejos de la verdad. Así que uniendo el sucedido
de «La Mosca» a otros detalles menudos, los espíritus sensatos
de Gran Canaria se hundieron en el anonadamiento y en la más
pavorosa amargura: el asunto se presentaba infinitamente más desesperado
de lo que nadie hubiese podido imaginar.
En toda esta gravísima cuestión, decididamente fatal para Gran
Canaria, la enemistad de Cagigal y O'Donnell resultó factor decisivo
en esta etapa primera de la escisión, es decir, del «establecerse
por su cuenta» y tomar por autodecisión despampanante las
riendas de todo el Archipiélago para ser manejadas por el grupo
occidental. Desgraciadamente para nosotros, repetimos, fue así; y
lo que pareció problema de poco monto se convirtió en seguida
en uno de estos asuntos que no se arreglan ni bien ni mal, que
perviven socarrados hasta su definitivo arraigo. Rezan las crónicas
que Cagigal era o había sido protegido de Godoy, o al menos contaba
con la externa amistad de éste. Se afirmaba también que la
esposa de O'Donnell, que no era trigo limpio, pues se metía en
todo, había sido camarista de la Reina María Luisa, y en cuanto
a la Marquesa-Comandanta Generala, doña Bárbara Kindelán y
> O'Regan, y su hija, aunque la trataban con toda cortesía, no desperdiciaban
ocasión de señalar distancias, con el natural reconcomio
por parte de la señora O'Donnell, que se tragaba el degüello y se
repudría en sus carnes. El resto lo hizo el teatro.
El año anterior —1807— se había representado en la ciudad
de Las Palmas la tragedia Zoraida, representación en la que por
220 Í28J
vez primera actuaron señoras en nuestros escenarios.^ Hizo la
protagfonista —Zoraida— doña Joaquina de Matos, y a su talento
escénico dedicó don Miguel Pereyra Pacheco un soneto cuyo verso
inicial es éste: •
Ni ¡a misma Zoraida que inflamada . . . ^
La esposa de O'Donnelí, doña Josefa Joris, tenía ínfulas intelectuales
y además era de las de «¡Apunten . . . fuegoI> Por tanto
hizo cuestión de honor no dejarse achicar por la Comandanta
Generala. Para log'rarlo, decidió poner en escena —por ella y
su grupo— nada menos que Ótelo, en no sabemos qué versión.
En la obra, y como era de esperar, doña Pepa se reservó el
papel de Desdémona. De allí a poco, las crónicas secretas re-registraron
regocijadas el emprolamiento de la amante esposa del
Moro de Venecia.
La representación inicial se destinó al elemento de la primera
carnada. El éxito logrado les impulsó a ofrecer otra actuación, a
fín de que la segunda clase pudiera gozar de los talentos de la
dama.^ Al saber la noticia, las Cagigalas dejaron caer en su tertulia,
con toda la mala intención de e^te mundo:
—«Pues ya podía la Tenienta dar una tercera para que la admirasen
las aguadoras . . .»
La pulla escoció tanto a doña Pepa, que obligó a su esposo a
«personarse» en el asunto. Don Carlos echó manos de pluma y
papel y puso una epístola a las de Cagigal que las dejó patitiesas.
Según la misiva, dichas señoras estaban al mismo nivel que las
«damas del Barranquillo», es decir, que las hetairas de media fisca.
' Antes de esta obra, y hacia 1801, se había puesto en escena la Merope, del
Marqués italiano Escipión Maffei, traducida por don José de Viera y Clavija, pero
en aquella oportunidad los papeles femeninos, sej;ún tradición ancestral, estuvieron
a carjfo de muchachas muy jóvenes.
' Inserto por Alvarez Rixo en su Cuadro hittórico.
' Para redactar este periodo nos ha servido de mucho el articulo del benemérito
e ilustre historiador don Dacio V. Darias y Padrón Jil General Cagigal, publicado
en la prensa tinarfeña en octubre de 1948.
[29] 221
Don Fernando de Cagigal, diplomático y Marqués, quiso paliar el
encono engrasando los puntos de fricción, pero no premió el éxito
aquellas jrestiones, y de! asunto dejó testimonio claro Alvarez Rixo
en su valioso Cuadro histórico.
Don Carlos O'Donnell, sin tener en cuenta lo suasorio del procedimiento
segfuldo por su Jefe y olvidando el trató más o menos
íntimo que hasta entonces había unido ,a sus familias, empezó a
desprestigiar a los Cagigales, haciendo correr la voz de los contubernios
del Marqués con la Casa de Barry y otras, y de sus cambalaches
fraudulentos en combinación con el Comandante del Resguardo
don Antonio Silva, sujeto de poquísimo aguaje que vino
hecho un santito por repostero del Obispo Plaza, y el cual —Silva,
claro—, al encontrar aquí buen chupo en la Real Hacienda, exprimió
a placer la sangre a quienes se le pusieron por delante. Los
tabacos y tejidos arribados de la América del Norte —de intensísimo
consumo aquí a causa del caos de la industria europea por
las guerras napoleónicas— eran los productos que hacían caldo
gordo en las arcas del consorcio cagigalesco, y en el cual, a no ser
que nos engañemos mucho —dígase en su honor— no tenía arte
ni parte el Teniente O'Donnell.
Cagigal —don Luis de la Cruz, su protegido, lo retrató en un
lienzo que luego se vendió en El Rastro madrileño— con su rostro
blanco y redondo y sus pelos rubios, bajo los que el azul de los
ojos parecía una burla cabrilleante, era malicioso y picaresco, y
escéptico en el trato íntimo. Pero —dice León y La Guardia, su
biógrafo— «trataba a sus subordinados y al público en general con
arbitrariedad, orgullo y despotismo».
Pero «se dejaba querer>, si la cosa valía la pena. De la concesión
de servicios y provisión de cargos militares había hecho algo
absolutamente personal, gentilmente organizado, y estableció de
paso un módulo social alegre, a fin de pasarlo tanto él como los
suyos de la mejor y más provechosa de las maneras. Sus jolgorios
y francachelas en el Puerto de la Cruz, con los jefes de la Casa
Barry, se hicieron tan célebres como los de Rafael el Hueco en
San Diego del Monte, por tierras de La Laguna.
Como ilustración y en servicio de quienes algún día intentaren
historiar las formas gubernamentales de la colonia, he ahí los
222 ' [30]
versos que corrieron entonces de mano en mano y que explican,
mejor que diez resmas de pape), los métodos seguidos por
Cagigal:
Alquimistas mentecatos,
¿de qué sirven vuestras ciencias,
vuestros gastos y experiencias,
vuestros vanos aparatos?
No os canséis más, insensatos,
por el oro artificial, |
que ya el señor Cagigal,
sin estudios ni cuidados,
en sus uñas ha encontrado
la piedra filosofal.
O esta otra:
Fue Dionisio con él niño de teta,
Verres, un aprendiz, aunque afamado;
Cartucho se quedó muy atrasado
y el pobre Caco un infeliz trompeta.
La garatuza gana la palmeta.
Lazarillo de Tormes fue un menguado
y Guzmán de Alfarache, avergonzado,
a su vista tocara la retreta.
O acaso estas otras dos, muy saladas:
El Cuerpo de avisperones
de la isla, en general,
es fecundo manantial
productivo de doblones.
Los ascensos y excepciones
corren sin limitación . . . ^
Incompleta «n !• obra de Álvarez Riso, de donde U tomamot,
[31] 223
De iodos toma y a ninguno imita;
del oro es insaciable su apetito,
maestro en el robar, diestro y profundo,
a todo el que lo tiene se lo quita
y es en una palabra este maldito
ladrón original y sin segundo.
Entre los sucesos característicos de la cagigalesca etapa de
g-obierno rttá cierto embargo que por su orden llevó a cabo aquel
su colaborador citado, don Antonio de Silva, Comandante del
Resguardo.^
El 24 de marzo de 1808 surgieron en el Puerto de la Cruz,
en el reino de La Orotava, cinco naves extranjeras, huyendo de una
fragata inglesa de guerra que las daba caza. £1 navio inglés se
metió en la costa, registrándola con toda desfachatez e incluso metiéndose
dentro del mismísimo Puerto de Santa Cruz, sin que la
isleña artillería hiciera con sus disparos más que cosquillear «las
pérfidas ondas».
Terminada la función y pasado el peligro —es decir, idos por
las buenas los ingleses—, Cagigal fue a bordo de las naves con externa
intención de hacer su presa en nombre del Rey, amparado en
el napoleónico decreto de Dantzig que le autorizaba a ello. Pero
conocedores de la íntima y verdadera intención de S. E., los consignatarios
aflojaron previamente la bolsa —unos ocho mil pesos—
• Seyún Álvarez Rixo, Silva cobraba el 12 "/o q"« •o""'» loi contrabandos exigía
Cugigal; al parecer, lo enterraron vivo en Santa Cruz durante la epidemia de
fiebre amarilla del año 1811. Aludiendo a sus desveryoniados robos, compuso el
venenosísimo poeta satírico fray Miguel Cabral —portujpiés de nación— la perversa
octava siguiente:
Comandante del Resguardo,
tenor de horca g cuchillo
g tcaena» en el tobillo,
traes por venera un fardo.
Esta huerta g esta casa
propias son del Real Erario,
pues con veintisiete pesos
no hag birlocho ni caballo.
224 [32]
Iog;rando buena composición. Y S. E. —dice Rixo— «se volvió
más tranquilo a Santa Cruz con su provisto bolsillo».
Para Cagigal, como buen hijo de Virrey de México que era,
no sigfnifícábamos otra cosa que simple provecho, conforme a los
usos establecidos y sancionados. Así que no debemos extrañarnos
por lo que entonces se tenía como usual proceder. La denominación
de «colon¡a> la halló tan natural —equiparándonos, para gfloria
nuestra, a la América hispana^, que vemos cómo la usa en la proclama
dirigida a las Islas en enero de 1805. En ella el flamante
Mariscal de Campo, al transmitir otra del Príncipe de la Paz, decía,
respecto a la guerra con la Gran Bretaña, que el pabellón —hipo-
.tético, lector, hipotético— que en torno al Teide tremolara, debería
ostentar esta divisa: La Victoria o la Muerte, mote que, como veremos,
olvidó en menoscabo de su honra, ante la audacia aventurera
de O'Donnell, el arribista.
Pero volvamos a «La Mosca» y sus circunstancias. Don Carlos
O'Donnell, tan pronto llegaron a Tenerife las noticias del arribo a
Gran Canaria de Izarviribil —noticias que, como hemos asentado,
llevó Russell—, decidió, sin tapujos ni contenciones, oponerse a
todo cuanto emanara de la autoridad de Cagigal, a quien veía diáfanamente
inclinado a la espera de oportunidad de viraje en favor
de Bonaparte. El, ante la disyuntiva —y con él los farautes laguneros—,
estaba decidido hasta a hacer entrega de las Islas a Inglaterra;
todo antes que sucumbir al despotismo del «Tirano de la
Europa». Luego de cambiar impresiones con el Marqués de V¡-
llanueva, con don Juan Creagh y don Juan Próspero de Torres
Chirino —a quienes se unieron más tarde el revoltoso agustino
fray José González Soto, y el ambicioso icodense don Agustín
Romero—, O'Donnell decide celebrar una reunión, en su casa, en
la noche del 28 de junio. A ella acudió lo más valioso de la sociedad
lagunera, que ya sabía lo que iba a tratarse: destitución del
Jefe, Marqués de Casa-Cagigal, e instalación en su puesto de una
Junta de Gobierno a semejanza de las que se rumoreaba estar
funcionando en España.
Según Millares Torres, abierta la sesión, O'Donnell se manifestó
así.
—Señores, a nadie pido consejo; no quiero compromisos.
[33] 225
Les he invitado con el fín de que cij^an la lectura de un ofício que
ahora mismo voy a remitir al Comandante General.
En el ofício se exij^ía a Cajigal una respuesta categórica: o
estaba con Fernando VII o con José I el usurpador.
Suponemos que sería a la siguiente fecha 29 de junio cuando
el Marqués-Comandante, aniquilado y sin moral al ver que su enemigo
era dueño de la opinión tinerfeña, redactó su informe segundo
a la Corte y que según Millares Torres decía así:
«Siendo como soy Comandante General de la Provincia, procederé
del modo que sea más conveniente al servicio y gloria del
Rey y al bien de los isleños, oyendo a las autoridades legítimamente
constituidas, para cuyo fin he mandado reunir Cabildos Generales,
no considerando al Teniente de Rey [don Carlos O'Don-nell]
con autoridad suficiente para enviarme este oficio».
Ante el estallido rebelde que se le encimaba, Cagi'gal —según
apunta muy bien Millares— comprende que sólo en el Gobierno
de la Nación puede hallar amparo, y bajo cuerda envía a Gran
Canaria órdenes para que don José Verdugo y Dapelo, nuestro
Gobernador Militar interino, destacara nuevo mensajero a la Península.
Fue este de ahora el Capitán de Milicias don Felipe Travieso,
y para conducirle se fletó barco a Cádiz por la ruta de
Mogador.^
A Travieso se le dieron, a más de sendas copias de los documentos
llevados por el anterior mensajero, don Feliciano del Rio,
nuevos pliegos en que denunciaba Cagigal lo sucedido hasta el
día, y con mayor ahincamiento la rebelión de O'Donnell. De la
exposición del Comandante General al Gobierno es este fragmento
que Millares Torres nos presenta:
«Procuraré indagar todo lo que sea conducente al bien público,
debiendo sólo informar a V. E. de que la fermentación es
general y pública, y que está sostenida por el mencionado Teniente
de Rey, secundado, según voz general, del Marqués de Villanueva
del Prado y don Juan Próspero de Torres Chirino, habitantes de
la ciudad de La Laguna, a lo cual me inclino, porque uno y otro
' Era fu piloto don Juan Vidal y llevaba de mettn a Miguel Sánchex.
RHC, 3
226 [34]
han venido a consultar conmigo, bajo el pretexto de saber mi opinión
sobre lo que de ahí puede mandarse, que es la pregunta
idéntica del oficio de O'DonnelI. Yo no puedo resolverme a dar
crédito a las voces que corren en cuanto a entregar ésta a los
ingleses; pero si es seguro que, sea cual fuere el método y sistema
que quieran abrazar, la opinión de O'DonnelI y los suyos es resistir
al nuevo orden de cosas que se establecerá, y por esto lo conceptúo
una insurrección. Tomo todas las medidas que pide la
prudencia, para evitar sus resultas. De aquí, V. E., el estilo y método
de mi contestación a don Carlos O'DonnelI. Tengo escrito
a la Real Audiencia para que se junte en Cabildo General, porque
estoy cierto que la gente sensata de las Islas piensa de otro modo
que los que siguen el partido a cuya cabeza ha querido ponerse
O'DonnelI, que obra, en mi concepto, por odio personal contra
mí, y por su antigua manía a favor de los ingleses. V. E. verá
ahora más que nunca la necesidad de que venga a relevarme un
General español con facultades omnímodas, y que sea de aquellos
cuyo tino y prudencia pueden mejorar las tristes circunstancias en
que esto se halla . . .»
Al parecer, la convocatoria a junta había sido impuesta al
Comandante por su Teniente —decidido más que nunca a alzarse
con el santo y la limosna— de acuerdo con los notables laguneros.
A don Fernando de Cagigal se le sugirió que en calidad de Presidente
nato de la Real Audiencia de las Islas convocase —según
usos y costumbres en caso como aquél— a Cabildo General, Cabildo
que, por residir el Comandante General en Tenerife, habría
de celebrarse en dicha isla. Estábase en ello cuando en junio recibió
el Marqués de Casa-Cagigal orden de la Junta Central de
Sevilla para que formase otra análoga en Canarias, la cual dependería
directa e inmediatamente de la primera autoridad militar,
con jurisdicción sobre todo el Archipiélago.
El Comandante General, harto de tantas discordias y revueltas
y de los disgustos que a diario le daban O'DonnelI y su facción,
accedió a lo que se le ordenaba, pero derivando la residencia de
la nueva Junta a Las Palmas. Para ello se dirige en 30 de junio
al Regente don Benito Hermosilla, haciéndole saber que por ser
la Audiencia de Canarias el más alto Tribunal Civil isleño y residir
[35] 227
éste én ia ciudad de Las Palmas, «Capital de la Provincia», debía
ser en esta ciudad donde se organizase y reuniese la Junta que
Sevilla ordenaba coordinar, anunciando su personal arribo a Gran
Canaria tan pronto se lo pernnitiera el gran número de negocios
allá pendientes. La noticia, insólita y estupenda, llenó de consternación
a los mandarines de esta isla, poco acostumbrados a que
los sacasen de su paso borreguil y acomodaticio.
Desde allí, y del Señor Obispo abajo, todos anduvieron de
cabeza. Si la Junta Provincial se reunía aquí —es decir, en Las
Palmas— bajo la presidencia del Comandante Militar del Archipiélago,
nuestros gerifaltes corrían el peligro de ver expuestas a
los soles sus vergüenzas, y el secreto juramento de adhesión a
José Bonaparte iba a salir a la plaza unido al convite-agasajo del
Gobernador Verdugo al maldito Izarviribil, con la huida de «La
Mosca» estólidamente tolerada y hasta impulsada por quienes
todos sabían.
Por tanto, nuestras altas figuras de gobierno decidieron parar
el golpe —es decir, que la Junta General se formara en Tenerife—
«y mientras —habla el Doctoral Afonso— contestaban al oficio
del General del modo más dislocado y antipolítico, negándose a
la instalación de toda Junta, aunque la autoridad de ia de Sevilla lo
mandase, esparcían ocultamente entre el pueblo las noticias más
absurdas sobre asesinatos y combates de tropas entre s í . . . También
se alegó entonces que el pueblo se oponía al establecimiento
de toda Junta, inventando contra la constitución de ésta y contra
Tenerife, de donde procedía la iniciación, toda suerte de perjuicios
de ia una parte, y de ia otra las pretensiones más ridiculas de
aquella Isla, a tal punto, que allí ni en sueños pudo pensar nadie;
todo para deprimir a Gran Canaria».
Como se ha dicho, Cagigai se había dirigido al Regente Her-mosilla
en 30 de junio de 1808, y éste, recogiendo el ambiente
creado por nuestros gobernantes insulares, costestó en nombre del
Real Acuerdo negándose a la ordenada constitución de la Junta
General. Semejante error de monumento en la base coordinadora
—entre nosotros— del nuevo sistema, a causa de la miopía y torpeza
políticas de nuestros hombres de gobierno, fue algo que se
trocó en irremediable a ios pocos días, decidiendo la desgracia de
228 [36]
Gran Canaria. Por su parte, el Cabildo de esta isla agrandó el
error al infinito, al desentenderse de cuestión tan cardinal, lo que
extrañó aún más, porque su Síndico, nombrado por la Audiencia y
no por elección popular como era costumbre, no dijo cosa alg^una
en este asunto. El pueblo —según los apuntes del señor de Acial-cázar,
destinados a su nota inconclusa a la edición de la obra de
Alvarez Rixo— «no hubiera emitido su voto para desempeño de
tal cargo a quien siendo asesor de este Gobierno Militar había
sido consejero del Gobernador en el desgraciado incidente de la
recepción del barco de Bayona»; es decir, lector, de «La Mosca»
cinifesca y deyectoria.
En esto se estaba cuando el 3 de julio de 1803 arribaron a
Tenerife ciertos navios con noticias oficíalos y definitivas del alzamiento
nacional contra Francia y de la instalación de la Junta Suprema
de Sevilla. Fue entonces cuando Cagigal se vio hundido
sin remedio. Vecino de la locura, escribe a don José Verdugo
esta carta el sábado, infraoctava de Corpus:
«MUÍ reservadísima.—Querido Amigo: Todo varía; es menester
que nadie, nadie, nadie, sepa de la salida de Travieso;
queme V. S. todos los papeles correspondientes a esta comisión:
Pues ya no tenemos que dudar, sino estar por Fernando 7°».^
Esta carta es un grito de desesperada angustia. Por ella vemos
que hasta esa fecha aguardaban Cagigal, Verdugo y los suyos
la supremacía de las armas francesas, esperan/a que las comunicaciones
oficiales de la Suprema de Sevilla echaban por los suelos.
Del domingo, infraoctava de Corpus, al lunes, Verdugo había
hecho salir a Travieso rumbo a Cádiz, ignorando aún las noticias
arribadas el 3 de julio a Santa Cruz; así que, cuando llegaron a
Gran Canaria, y con ellas la carta secreta de Cajigal, era imposible
hacer regresar al mensajero Travieso.
En lo que más arriba transcribimos, salido de la pluma inteligente
del Doctoral Afonso, se advierte un como matiz de despecho
' Poseemos copia contemporánea de esta misiva. Antes del texto, y de letra
del copista, se lee esto: «Carta escrita pr. el Marqs. de Casa-Cayigal a don José
Berdu^o, Gov°. de la Isla de Canaria». Al final, y de la propia letra, aparece esta
adición del citado copista: «Fue escrita el sábado de la infraoctava del Corpus».
[37] 229
que atribuimos a que, siendo hombre de ¡deas tendentes a lo extremo,
no se contara con él para nada. Este intencionado olvido
debía quemar su amor propio, ya que comprendía que eran su
despierta intel¡sfencia y su criterio moderno los que hacían a los
prohombres del retablo político, retrógrados y hasta medievalistas,
alejarle de todo lo que a cosa pública pudiera oler.
El panorama político se vio delimitado taxativamente con ese
arribo a Santa Cruz el 3 de julio de 1808 de los barcos procedentes
de Cádiz. Por ellos se supo la neg-ativa de Andalucía y otras
regiones a reconocer la dominación francesa y la alianza de esta
porción de España con Inglaterra, factor siempre muy tenido en
cuenta por los buenos políticos isleños. Estas noticias oficiales,
junto a la carta mui reservadísima de Cagigal, al aclarar el ambiente,
obligan al Gobernador Verdugo a ordenar que las fortalezas de
la plaza salveasen de alegría; acto seguido, la Real Audiencia, con
el romo Hermosilla batiendo la marcha, hizo proclamar por Rey de
las Españas a Fernando Vil; y por una vez más vimos patente entre
nosotros el trujan aquel de que a burro muerto la cebada al rabo ...
Fue en este instante preciso —5 de julio de 1808— cuando
contesta don José Verdugo a la célebre y mui reservadísima esquela
de su Jefe militar en esta forma:
«Can". Julio 5 de 1808.
>My estimado Gral: quando reciví la de V. E. de 30 del pdo.
Con todo lo a ella anexo, no havía en este Puerto ni se esperaba
de pronto más barco capas de servir al intento q. uno propio de
Mig. Sánchez con quien al 2° día de llegada la citada ya me fue
presiso hablar como lo hice, pero con la mayor reserva y sin que
él traslugera el destino. Lo mismo practiqe. con el piloto D. Juan
Vidal q. se ofreció generosamente a ser empleado en sev° del Rey
y de la Patria sin exigir más razón sino la de q. se le ncsesitava.
Mis reservas y precausiones fueron tantas, que ni el mismo ofl. comisionado,
q. lo fue el Capn. D. Felipe Travieso, supo su misión
sino muy pocas horas antes y ni haun aquellas presisas de poder
preparar su indispensable equipage: pero a pesar de todo esto y
de no haber tratado con Migl. Sánchez ni haun de la quota del
flete, para que por ella no pudiera sospechar: este pueblo q. sin
embargo de su tranquilidad en todo lo respectivo a noticias ha
230 m
estado y está inquietíssimo a interpretado todos los movimientos y
formando ilaciones de qualesquiera que han visto: desde que por
Sánchez o por Vidal se supo que estaban destinados a Lanzarote,
al instante se dibulgó el proyecto, sino con todas sus circunstancias,
al menos con las bastantes a faltar poco para atinar en esta citua-ción
y p* no esponerme a total falta de barco, a bloqueo de enemigos
que justamente estubieron a la vista el 3 en la Frag" "el
Africano" y a otros qualesquiera contingentes de los muchos qe.
aunque no fáciles de preveerse se presentan repentinante, ba-riando
operaciones importantes, tube pr. conbeniente ganar tpo.
y hacer dar vela al barco fletado la madrugada del 3 al amanecer
el 4 como así se verificó conservándose hasta descubrir la fragata
y su rumbo en cuya dispocición y a esta vista se mantuvo Traviesso
hasta más de las 12 de ayer 4, después de cuya hora ha seguido su
destino q. no pude atajar por q. la llegada de Figueredo con el de
V. E. del 3 y todo lo demás q. ha traído que entre 4 y 5 de ayer
tarde, ora en q. ni se descubría el barco de Sánchez ni era posible
el alcansarle pr. mas dilig* q. en ello se pusiera, y aun quando
hubiera, q. no havía otro barco en disposición de salir al incierto
alcance de aquél».
Todo lo anterior eran trasfondos y secretos de la escena. La
verdad oficial consistía en que habíamos declarado la guerra al
francés, que estábamos a partir el consabido pifión con los britanos
y que era preciso solemnizar acontecimientos tales. Para festejar
lo de nuestro odio al gabacho intruso funcionó a gran tren la lira
isleña, según la costumbre demandaba. En prueba de ello he aquí
este parto del numen desabrochado de don Rafael Bento y Travieso,
el enloquecido, el bohemio y prerromántico juglar guíense:
Bárbara fiera entre el horror nacida,
de la guerra y la sangre ya es llegado
el feliz tiempo de dejar vengado
a un Rey que amamos más que a nuestra vida.
Infiel Napoleón, cruel homicida,
• las furias que tú mismo has vomitado
[39] 231
vengarán con puñal ensangrentado
la eterna ley del cielo descendida.
¡Guerra eterna a su nombre! El castellano,
con cien heridas, morirá primero
que abandonar su augusto Soberano.
Ni el Dios de las batallas, Justiciero,
puede sufrir que tan feroz tirano
domine más al universo entero.
La cosa, como años más tarde y con música diría el Maestro
Dávila, el Cachowen de la División, iba a jeder, y los zorroclocos
de Gran Canaria —en esto nos imitaron luego en Tenerife— tuvieron
como primerísima preocupación hacer desaparecer cuanto
papel y acuerdo, providencia o relación tocaran de cerca o lejos
con la confiscada <Mosca>.
Todo ciudadano de peso que no hubiese acudido al verdu-
S[UÍano convite advertía que la política ahora seguida por nuestros
hombres de gobierno era la de un definidísimo calamarismo; es
decir, entintar el ambiente para desleír perfiles.
Los pueblos de Gran Canaria habían alimentado desde el
principio de los acontecimientos el deseo ferviente —a igual que
los del resto de España— de verse representados, encarnados, en
una Junta que los defendiera de la inclusión en la órbita napoleónica;
pero el miedo, la criminal torpeza de nuestros gobernantes
pudo más, y nada se hizo. Este fue el instante psicológico aprovechado
por los despiertos políticos tinerfeños, quienes, más listos,
advirtieron que su hora, es decir, la hora de encimarse políticamente
y en todos los órdenes a Gran Canaria, estaba sonando.
« « «
La Excelencia del Señor Marqués don Alonso de Villanueva,
aunque algo ampulosa, era ilustrada. Lo hemos visto estudiando
para marino en Cartagena, sin salir adelante en el empeño, y viajar
después por España y Francia en tren de ampliación de su cultura
y en olvido —eso se dijo— de su fracaso marinero. En Tenerife
era la contrapartida, con más amplio bagaje de sabor europeo,
pero con muchísima menos gramática parda, de lo que entre
232 [40]
nosotros representaba el Conde de Vegfa Grande don Fernando
Domingo del Castillo, pero en aparente opulencia y porrompom-pón
le granaba don Alonso al nuestro. De creer a las contemporáneas
crónicas/ el Marqués Alonso de Villanueva fue «el personaje
más eminente de la provincia, por sus rentas, por su influjo,
por su saber, su verdadera lealtad y patriotismo».
En Tenerife sabían cómo sacarle los cuartos a don Alonso
con el engodo sin fallo del patriotismo. En 1806 había librado de
su bolsillo 500 pesos al agente tinerfeño en Madrid, don Carlos
Fernández de Rivera, para que activase con energía la consecución
de la Universidad, ofreciéndole otro tanto en caso de obtener
éxito en sus gestiones. Detalles como éste había muchos más,
igualmente desprendidos. El ilustre Marqués, a más de cierta aura
vanidosa, no se caracterizaba por una entereza de carácter.^ Según,
sus enemigos —que los tenía—, todo se podía conseguir de
él a base de unos cuantos mi señor Marqués bien administrados.
Conociendo los baches de este importantísimo personaje y la paja
de que el otro —Cagigal— estaba relleno, aquel destapado condotiero
de don Carlos O'DonnelI decidió que el beneficio de la
trapisonda aquella había de ser suyo. Para el logro de sus grandes
ambiciones partía O'DonnelI de la base del pecado original en
que Gran Canaria, por fuero de «La Mosca» maldita, había incurrido.
Otro factor con el que no dejaría de contar don Carlos
debió de ser la estrechez de visión que por apartamiento de los
centros políticos de la nación padecían Verdugo, Hermosilla, Vega
Grande, Aguirre, el nefasto Corregidor y demás grancanarios
farautes.*
' Véass El jardín del Marqués por Dacio V. Darías y Padrón, en la prensa
santacrucera, 1° de diciembre de 1942.
' Don Alonso era el sexto poseedor del titulo de Villanueva del Prado y había
nacido en La Laguna el 26 de octubre de 1756; murió en la propia ciudad en
r de abril de 1832.
* Alvarez Rixo, al narrar tanto los sucesos que dieron origen a la creación de
la Junta de La Laguna, como la gestión de ésta, nos dice en su obra citada, Sección
IX, parágrafos 5° y 6°'-
«Entretanto, en estas Islas se estaba dando vista de vez en cuando a diversos
cruceros ingleses, hasta que en el mes de junio de 1808 se apareció en Santa Cruz,
t41] 233
Como primera medida decidió O'Donnell, en connivencia con
el Marqués de Viilanueva y sus amibos, celebrar un Cabildo General
en La Lag^una, contra la opinión del irresoluto Cagigal, que,
olvidado ya de sus efectistas latiguillos, no sabia a qué santo encomendarse.
En las reuniones sostenidas en el palacio de Viilanueva
se organizó el flamantísimo Cabildo, luego de batir y barajar muchos
nombres y discutir otras tantas actitudes.
La efervescencia del concurso —agrandada al extremo por
las circunstancias— era asombrosa. Las reuniones se celebraban
en un pabelloncete que, muy al gusto del XVlll, tenía el jardín de
escapado del tiroteo de veintiún cañonazos que le disparó uno de éstos, cierto barquito
de Gáldar conduciendo al ayudante del batallón de Las Palmas don José
Russell, portador del aviso y pliegos traídos por el barco de Bayona de Francia a
Canaria, reducidos a que se reconociese por Rey a José Bonaparte. [Este Russell
es el mismo que cantan nuestros poetas, Bento y Salí, en el soneto y décima que
en este trabajo dejamos publicados.)
>Lo que quiera que S. E. sintió en su corazón lo disimuló y calló, quedando
todo en profundo silencio. Y no hay duda que en la perspicacia natural de
Cagig'al desconfiarla no fuere alg:ún enredo, y esperó prudente a tener más sejfura
inteligencia. Acertó, y llegada de España a pocos días la noticia del alzamiento
en masa de la nación contra loi franceses, el General Cagigal manifestó voluntad
igual a todos los demás españoles en reconocer, como reconoció, por Soberano al
S. D. Fernando VII, por lo que continuó mandando y dirigiendo la Provincia con
buen orden.
>Mas el diablo, que nunca está quieto, indujo a varios señores de Tenerife a
que hiciesen verdadero el refrán del fraile tonto que estando el mar muy en calma
e impropio para navegar con velamen decía al subdito: "Con tiempo o sin tiempo,
embarqúese, Padre", pues no siendo del caso ni habiendo para qué, dieron en formar
una Junta a la manera de las que la necesidad improvisaba cada dia en España.
Y como era preciso un pretexto, entraron a escrúpulos en si el Marqués de Casa-
Cagigal era o no afrancesado, procurando, con la puerilidad de impertinentes monjas,
saber sus ocultos pensamientos sobre el infausto barco de Bayona. Una conjetura
siguió a otra. Muchas llevaban a persuasión. Esta la agitaba el anhelo de
querer mandar o figurar, con otras simplezas, para las cuales tienen tal arte los
isleños de saber unir y hacer gestos, y nunca para cosas de verdadero provecho.
También se indujo al Cabildo a que indicase ser buena esta medida y como que
en virtud de su moción se ponía por obra; ganáronse las voluntades de varios oficiales
superiores con la esperanza de baratos ascensos, y entre ellos el Teniente
del Rey, Coronel don Carlos O'Donnell, a quien designaron para sustituir al Comandante
General dándole el grado de Brigadier e individuo de la nueva Junta;
digo de Mariscal de Campo, porque no [se] andaba con pelitos.
234 [42]
Nava. Esta dependencia/ según el señor Darías y Padrón, era
pretenciosa y de planta baja; se hallaba situada, con el jardín, en
la actual y lagunera calle de Anchíeta, pasando a los ojos del pueblo
como sacratísima hoguera donde sus libertades se fundían y
acrisolaban.
A la sesión inaugural de aquel tinerfeño Cabildo Permanente,
celebrada en la mañana del 11 de julio de 1808, en los
salones del Ayuntamiento de La Laguna, acudieron representantes
de estas cinco islas: Tenerife, Lanzarote, La Palma, Fuertcven-tura
y La Gomera.^
La rotunda negativa de Gran Canaria a formar parte del lajju-nero
cónclave hizo que en cierto «alumbrado»' tenido una de
aquellas noches en La Laguna, uno de los <transparentes> más
celebrado fuera el que representaba a seis de las Islas unidas entre
sí por una cinta, mientras que otra, sola, triste y oscura, como apartada,
languidecía en el ostracismo. La cosa resultó indiscreta y
>Org'anizado el negocio, O'Donnell, a la cabeza de alg^una tropa y por orden
de la improvisada Junta, que se tituló Gubernativa de Canarias, aunque únicamente
lo era de la Ciudad de La Lajfuna, se presentó, depuso y arrestó el día 12
de julio de 1803 al Comandante General, que fuese desconfianza que ya tenia de
la tropa, o por no armar discordias, que le harían más sospechoso, se sometió al
incompetente decreto de la Junta, la cual también nombró para Intendente a otro
de sus amigos, don Juan Próspero de Torres Chirino.
>Dados estos primrros pasos con facilidad, quedaba que someter a las demás
Islas, y tanto pudo el afán por gobernar casas ajenas y lucir los lazos encarnados
de los nobles brazos de los caballeros de Tenerife, regodeándose quién, con el título
de "Señoría", quién, con el de "Excelencia", que ya el lector ha visto los escándalos
y trapisondas acontecidas con el pueblo y autoridades de Canarias; por
lo tanto, se nos tendrá a bien no repetirlas». (Cf. la obra de ÁLVAREZ RIXO publicada
por el Grupo de Bibliófilos de El Gabinete Literario, Las Palmas, 19S5,
bajo la dirección de don Simón Benitez Padilla).
' Aquel «nido» o pabellón, de subido acento dieciochesco con todas sus consecuencias,
fue arrasado por el hijo del Marqués don Alonso, don Tomás de Nava
y Pérez de Barradas (17S8-1886), quien reunió en su aristocrática persona, acaso
para mejor darlo* al viento, los muy linajudos Marquesados de Villanueva del
Prado, Acialcázar y Torre-Hermosa.
' Véanse los componentes en MILLARES TORRES, Historia General, tomo 7°.
' Iluminación pública en señal de regocijo.
[43] 255
hasta sandia, motivando que el numen de don José de Viera y Cla-vijo
se ejercitara en esta Décima:
Viendo en una luminaria
seis islas de brava pinta
unidas con una cinta
a la suprema Nivaria
y que a otro lado Canaria
sola, oscura y triste estaba,
dijo un chusco que pasaba
movido de tal contraste:
¡Ah, perra, que te escapaste
del lazo que se te armaba ... !
Doña María Viera tampoco quedó fuera de esta avalancha de
intrapatriotismo y se pronuncia, como su hermano, contra la actitud
de Tenerife, cosa que no debió caer muy bien en Nivaria, donde,
como aquí, las pasiones humeaban hasta lo más alto del cielo.
Doña María, entre otras, produce esta décima de circunstancias:
Con lealtad extraordinaria
y con sagaz entereza
no ha bajado la cabeza
a Tenerife Canaria.
No quiere ser tributaria
ni someterse a su mande,
porque ella va caminando
bajo antiguas, reales sendas,
y no abrazará otras riendas
que las de su Rey, Fernando.
* * *
O'Donnell, para granjearse las totales simpatías tinerfeñas, co-meniíó
su labor insinuando que el Comandante Cagigal, por afrancesado,
np podría asumir la jefatura de aquella Junta Provincial de
Gobierno de que hemos hablado y que la Real Audiencia tenía
236 [44]
encargo de coordinar. Al mismo tiempo sugería al oído del Marqués
de Viilanueva —a quien ya se tenía por los elementos tiner-feños
como indiscutible Presidente de la nonnata Junta— que
debía ser a él, a don Carlos O'Donnell, a quien la Junta lagunera,
una vez en funciones y para anular a Cagigal, debería otorgar el
cargo efectivo y mandante de Brigadier y Mariscal de Campo de
los Reales Ejércitos . . .
Dispuesto así semejante absurdo, el 12 de julio de 1808 —el
Rey José, repetimos, había sido proclamado Señor de las Españas
el día 7— O'Donnell, capitaneando un piquete de tropa, arrestó al
Comandante General Cagigal, sin resistencia alguna por parte de
éste —olvidado ya de aquello del Tcide y su penacho— ni peligro
para los fautores del flagrante atropello.
Todos los odios, disimulados hasta allí, se volcaron entonces
sobre el caído Cagigal, y como siempre pasa, fueron los más beneficiados
por él durante su mando quienes con más saíía se cebaron
en su desgracia. Hasta el Puerto de la Cruz, cuyo comercio había
fomentado tanto al tolerar el contrabando de todo género —|ay,
tiempos de las francachelas en la casa de los Barryl— le acusa de
haber percibido doscientos pesos de sus fondos de aguada sin
acusar r e c i b o . . . *
Mientras esto pasaba en Santa Cruz y La Laguna, empezaba
Gran Canaria a atufarse, pero a destiempo y con todos sus triunfos
desinflados. De momento se abstuvo de contestar al envite de la
guerrera actitud de O'Donnell y los suyos; es decir, no se dio por
' La Junta Central de Sevilla, en atención a las tremendas denuncias hechas
desde Tenerife, reclamó al Marqués de Casa-Cagi^ral de comparendo. Hizo viaje en
26 de diciembre de 1898 y fue conducido por el capitán don José de la Hanty. Por
R. O. de 11 de febrero de 1811 se le absolvió de las acusaciones que te habían hecho,
y ascendió a Teniente General al tiempo que su odiadisimo rival O'Donnell.
En cartas escritas por don Antonio Eduardo desde Geneto, a 21 de ajfosto y
12 de septiembre de 1811, se dice que el Marqués Cagij^al había sido destinado a
Cartagena de España, saliendo de Cádiz a principios de julio de aquel año para
incorporarse a su destino. Don Antonio Eduardo regresó a Canarias el 26 del citado
julio, pero antes supo que la Marquesa de Casa-Cag[ig;al y su hija, que hicieron
viaje de Cádiz a Cartagena para reunirse con el Marqués, sufrieron tan tremendo
temporal entre ambos puertos, que fue preciso echar al agua la artillería del
/
[45] 237
enterada de lo que tramaban el Cabildo lagunero y sus secretos
inductores, obligando a la isla redonda a nombrar sus representantes
en el seno del nuevo Cuerpo.
El canario silencio hizo a La Lagfuna renovar su instancia, con
igual resultado negativo. Entonces, ya dispuestos a seguir el juego,
se hace un tercer requerimiento a Gran Canaria, comunicándole
que «si se consideraba agraviada por la representación que se le
había asignado —habla el Doctoral Afonso—, la Junta admitiría en
su seno todos los vocales que le acomodase a Canaria nombrar».
Al enjuiciar la cuestión, don Graciliano nos resulta impagable.
Junto a observaciones sagaces estalla en lirismos de flama henchida
o en ingenuos soliloquios. Escuchadle:
«En aquel tiempo, las Islas se hallaban sujetas al influjo de
Gran Canaria; su importancia agrícola y la educación que en ella
habían recibido sus hijos de mayor cultura, y entre ellos todos los
que formaban la Junta [de La Laguna] y que recordaban la baratura
de su capital, benigno clima y posición a la orilla del mar; el respeto
a las antiguas costumbres y primacía entre ellas; todo contribuía
para que el mayor número de entre sus individuos ansiaran
por trasladarse a Las Palmas».
Según el señor Doctoral, muchas personas de nota conocían
aquí el pensamiento tinerfeño de alzarse con el poderío político del
Archipiélago, y se comenzó a difundir entre el pueblo todo aquello
que los velos de la discreción ocultaban respecto a la interna trama,
haciendo ver, en lo interno de nuestra política, lo antipódico que
en orden al general interés de Gran Canaria y a los principios
buque y parte del voluminoso equipaje de las Cagfig-alas. La frase final de la carta
de Eduardo es toda una oda; escuchadla:
¡Ah, cuánto habríamos de hablar de silla a silla/
Según sus propios panegiristas, Cajigal pudo pasar una vejez pingüe y segura
«a costa del sudor de los canarios», frase ésta que se ha podido reproducir veces
infinitas a través de los siglos y con análogo motivo.
Los originales de estas cartas se custodian en el archivo familiar del difunto
señor don Cristóbal Bravo de Laguna y Manrique de Lara, quien muy caballerosamente,
conforme a su hidalga condición, puso siempre sus fondos a nuestra disposición
y consulta.
238 . [46]
de la más elemental concepción de g;obierno propio habían resultado
y resultaban los manejos de los godos Aguirre y Hermosilla,
con el consenso del pas-pás Verdugfo y la indecisión, por excesiva
marrullería o temores, del señor de Vega Grande.
Mientras, las voluntades ardían. Lo seguro de la proclamación
de Fernando Vil por Rey de España, el aval que a su reinado ofrecía
Inglaterra y lo firme del comercio de las Islas con el resto del
mundo y entre ellas mismas llenaron a Tenerife y sus mandantes
de consciente aplomo; a lo hecho, pecho; gracias a lo audaz de
su concepción política, al aprovechamiento de circunstancias, se
habían convertido en los amos del Archipiélago; y decidieron
«tomar a Canaria» militarmente, destituyendo y procesando al
Gobernador de Armas interino, don José Verdugo Da-Pelo, por
traidor y afrancesado, cosa que, aquí entre nosotros, hemos de
convenir que le estaba muy bien empleada, como dice el pueblo.
Pero esta fue la medida que precisaba Gran Canaria. Al ver
que Tenerife, la hasta ayer sojuzgada —políticamente hablando—
isla se atrevía a ordenar y gobernar a la centenaria ciudad de Las
Palmas, a la omnipotente y señorial isla redonda, la pública opinión
grancanaria se alzó unánime y violenta: ¡A tanto se podía haber
llegado!
Así que, al arribar a nuestro puerto, desde Santa Cruz, el 21
de julio de 1808, el Coronel don Juan Creagh y Plows,^ al que
enviaba la Junta lagunera para hacerse cargo de su Gobierno Militar
y llevar a cabo la deposición del Gobernador de las Armas,
Creagh, hombre de acción y energía, se hizo cargo inmediatamente
del mando como representante del novísimo y archiflamante auto-
Capitán General del Archipiélago, O'Donnell, quien, por aquello
del qué dirán, se hizo aparecer como nombrado por la no menos
flamante Junta Gubernativa de La Laguna.
Según parece, el nuevo Gobernador Militar de Gran Canaria
era un auténtico caballero y militar íntegro, modélico; mas, como
era lógico, se le tomó ojeriza de entrada, tanto por intruso como
' Don Juan Creagh y Plows era natural de Galicia y, como su íntimo y Jefe,
O'Donnell, deicendiente de irlandeses. Una de sus hijas casó en Tenerife con don
Andrés Amat de Tortosa,
[47] 239
por la ancha faja roja que revolaba desde su izquierdo brazo,
muestra de ser individuo de la Junta nefasta. Lazo, color y revuelo
que acá se tuvieron por bofetón en la mitad del rostro de la
Gran Canaria infelice . ..
Tan pronto se hizo carg'o del mando, Creagh extendió una
sutil red de espionaje que envolvía en sus jueras hasta al propio
Ayuntamiento. Al tanto de esta impalpable —pero muy efectiva—
vig-ilancia secreta, el Corregidor Aguirre, y por quedar bien, se reviró
como la clásica panchona y se convirtió en partidario de
Creagh —es decir, de la Junta de La Laguna—, mientras hacíayoci-cones
a la asombrada opinión canaria, ya que veía claro que el
viento, de allí en adelante, soplaría del nivariense cuadrante; y de
esto de sentarse al sol que más calentara sabía él un rato.
Foreste cúmulo —continuado, sin terminaciones— de desgraciadas
torpezas, los políticos responsables, con el Conde don Fernando
Domingo a la cabeza, sentían que las respectivas camisas
apenas si les llegaban a la ventrecha. Por si las moscas, decidieron
de allí en adelante no dormir en sus particulares domicilios ni
una sola noche.
Para detener en lo que buenamente se pudiera la mancha que
aquella torpísima actitud en el asunto de «La Mosca» maldita nos
encimara, se acordó, en vista de las noticias arribadas de España,
proclamar solemnemente a Fernando VII por Monarca más o menos
absoluto. Para ello, se comenzaron a circular, «a carrera abierta>,
órdenes, fervorines poéticos, avisos encendidos y la lógica literatura
de estos casos.
La ceremonia de la regia proclamación de Fernando VII fue
fijada para el 25 de julio de 1808, día de Santiago, y encargado de
hacer la solemnísima proclama, por fuero de su casa, el Conde de
Vega Grande, quien estaba en este honor por ser su linaje el representante
de la línea principal de la casa de Civerio-Lezcano-
Muxica, Alféreces Mayores de la Isla, desde el tercio primero
del XVI. El Conde —que en las Juras enarbolaba el Pendón de
la Conquista—, a fin de acentuar en lo posible tan gran solemnidad,
renovó para aquella histórica e impresionante fecha la librea de
su casa y servidumbre. De continuo y desde hacía muchísimo
tiempo la librea de la casa de Vega Grande era de azul oscuro,
240 [48]
pero ahora la trocó don Fernando Domingo en rojo escarlata, vivo
y alegre, con sombrero de tres picos, escarapela y galones de oro.
Esto, en tiempos en que, salvo el de los militares, el vestuario
normal de las gentes de clase mediana lo constituía una especie
de capote de tela burda del país que lucían todos los hombres de
diez años arriba, a más de una camisuela —camisola— y pantalón
largo o corto, no dejaba de tener su importancia suntuaria.
La Jura del nuevo Rey tuvo lugar con arreglo al viejo estilo;
se alzó el tablado ante las casas de la Audiencia y Ayuntamiento,
en la noble y bellísima plaza de Santa Ana. Los balcones y ventanas
del recinto se veían ocupados por los Tribunales,* la Real
Sociedad Económica, y Comunidades. Los Ilustrísimos Obispos
Verdugo y Encina lucían sus pompas episcopales en el balcón de
capacete de Palacio de la Mitra de Canarias. En el estrado, y bajo
dosel, aparecía el retrato del nuevo monarca, a gran tamaño, escoltado
por cuatro caballeros cadetes del Batallón de Milicias.
Descargas fusileras, salvas de artillería, repique de campanas.
Hecha la proclamación, el Conde-Alférez tiró monedas a voleo,
según rúbrica, y acto seguido se formó la brillantísima cohorte
cívica que, a caballo, había de otorgarle la obligatoria escolta de
honor a través de la Ciudad, dando las voces señaladas por antiquísima
costumbre en los sitios de rigor. Iban los corceles fastuosamente
engualdrapados con ricos lienzos con recamas de oro, a
tono con los colores del ropaje de los caballeros. Las armas de
cada uno de éstos lucían bordadas en sus telas, y los conjuntos
eran custodiados con avaricia por las Casas, que sabían lo que
ellos significaban en tales solemnidades.
En esta ocasión de la Jura del Rey Fernando se alardeó por
los principales señores de Gran Canaria de tan alto lujo, que se
llegó hasta hacer esmaltar de plata y oro los cascos de sus caballos
—algunos de los cuales llevaban herraduras de plata—, y de la
plata más auténtica eran los arneses que todos lucían.
La cabalgata, a los sones de clarines y tambores, regresó a la
plaza de Santa Ana, donde, desde otro balcón del Palacio Episcopal,
' Ig^noramos li en eita oportunidad se hizo presente la Inquisición, como «ra
rúbrica y estilo.
[49] 241
la Capilla de Música Catedralicia daba aire a sus melodías. El
Conde-Alférez entregó e! Pendón del inmortal Obispo Frías al
Corregidor Aguirre, quien lo puso en la espetera dispuesta para
ello, junto a la efigie del monarca, repitiéndose las salvas de alegría,
que, fieles a la costumbre duraron —como las luminarias—,
por tres fechas. ^
Para aventar los restos de la grancanaria paciencia, el nuevo
Gobernador Militar —Creagh—, que ya había enviado a Santa
Cruz a Verdugo como reo de alta traición, y para continuar el plan
marcado por los mandantes de La Laguna, tuvo el mal acuerdo de
hacer lo propio con el Regente de la Real Audiencia de Canarias,
Hermosilla, y su Fiscal, don Juan Ramón de Ossés. La prisión
inesperada de éstos, en la que colaboró eficazmente el Corregidor
Aguirre, tuvo lugar al albita de un día del mes de agosto. Un piquete
de la Compañía Granadera Canaria, organizada en aquellos
días por el propio Creagh, se hizo cargo de la cosa, embarcándolos
en el propio instante, a fin de evitar la justa reacción de la ciudad.
Aunque la causa legal y aparente de la detención de ambos
golillas —así y por desprecio los llamaban en La Laguna— fue
su no probada actitud de reconocimiento del Rey José, a nadie se
ocultaba que los tiros —Rixo recoge la especie— tenían su motor
en no haberse plegado aquellos funcionarios a ciertas injustas
determinaciones sobre trasladar el Real Acuerdo —es decir, el
pleno de la Real Audiencia de Canarias, con todas sus funciones
y dependencias— a Tenerife, conforme lo había ordenado tajante
la dichosa Junta lagunera, bajo inspiración y presión del cabecilla
O'Donnell.
En justa reacción contra arbitrariedad tan insoportable, el día
r de agosto de 1808,habían firmado las Señorías del Regente y
Oidores de la Real Audiencia de Canarias una provisión en que
declaraban nula a la Junta de referencia en cuanto a la extensión
de sus atribuciones gubernamentales —que ella a sí misma, graciosamente,
se había concedido—, atribuciones que sólo le reconocían,
y muy a regañadientes, para el territorio de Tenerife. Esta
' Sobre las ceremonias de Proclamaciones o Juras de nuevos monarcas, véase
el capítulo VI de nuestra citada obra y c[ue se titula Alegres Reyes Nuevos.
RHC, 4
242 [50]
actitud fue el pie que tomaron los gobernantes laguneros para decretar
la prisión del Regente y su Fiscal, ya que la resistencia y
negativa de éstos equivalía a echar por tierra sus esperanzas de
«nacionalizar» en la isla del Teide a aquel alto Tribunal.
Pese al sigilo, la salida de los prisioneros Hermosilla y Ossés
para Tenerife fue cosa de clásica tragedia. Empellones de la soldadesca,
palabrotas, gritos, lloros a payor de las familias de entrambos,
desmelenadas de temores, mientras los acompañaban hasta
la propia ribera . . . Mas, acaso por esa zona de inhibiciones que
el delito abre en el delincuente, no vemos que —aparentemente
al menos— esta medida draconiana soliviantara la alta opinión
de la Isla; es decir, la de quienes se habían dejado picar y . . .
calar por <La Mosca» famosa: antes al contrario, parece como si
se hubiese procurado soslayar todo alboroto y excitación oficiales
en torno al asunto.
Pero la Isla ardía por dentro. La nerviosa ansiedad de Gran
Canaria tuvo alivio y respiro al saberse aquí a ciencia cierta la
la instalación en Aranjuez de una Junta Suprema de la Nación;
es decir, la Junta de Sevilla había pasado a mejor vida. Esto, junto
a la certeza de que las tropas francesas habían evacuado Madrid y
la derrota de Dupont en Bailen, lograron un respiro para la azorada
opinión ds nuestra isla.
Las arbitrariedades de la endiosada Junta de La Laguna, la deposición
de Cagigal y el poderío insolente de O'Donnell, junto al
proceso abierto contra don Juan Antonio Báñez, comisionado que
había sido de Godoy para regentar la Caja de Amortización —que
se había llevado con este pretexto de las Islas hasta el último
ochavo—, no dejaban que la tranquilidad cuajase en forma segura.
Por su parte, la Junta de Agüere no cesaba 4e atoriar a los primates
de aquí, a fin de que se decidiesen de una vez a enviar la
representación de Gran Canaria al seno del congreso aquel y con
ello reconociesen su autoridad y supremacía.
Para darles liña, los nuestros acordaron nombrar los tan archi-solicitados
representantes, uno de los cuales fue nuestro tan conocido
y patriota don José de Quintana y Llarena, pero esta medida
sólo tendía a ganar tiempo: las intenciones de Gran Canaria iban
más allá del horizonte visible . . .
[51] 243
En la Ciudad del Real de Las Palmas, los roces entre una y
otra tendencia eran continuos, pese a la aparente buena voluntad
que a última hora nos empeñamos en demostrar. Y para zanjar la
desairada actitud en que por torpes —no nos cansaremos de
repetirlo— se veían colocados, nuestros primates no hallaron
mejor solución —acaso la única existente a las alturas aquellas—
que la de convocar en forma callada un Cabildo General Permanente
que ejerciera, respecto al grupo oriental, las mismas funciones
que para el de occidente —y algo más, ya que figuraban allá
Lanzarote y Fuerteventura— desplegaba la Junta de La Laguna.
Para esto, y tras laboriosas conversaciones, se comprometió la
adhesión absoluta de todos los elementos sociales y de gobierno
de Gran Canaria, del señor Obispo abajo.
«Este Cabildo —dice el señor Doctoral Afonso, que no se
mordía la lengua ni retrincaba su pluma—, al que una petulante
ilegalidad dio principio, se mantuvo luego en la parcialidad más
monstruosa de sus actos, alimentó una guerra abierta con Tenerife
y cortó toda comunicación con las demás Islas».
* * *
Las fiestas organizadas para la proclamación de Fernando Vil
se empalmaron con las muy solemnes a que dio lugar la bajada de
Teror de la Virgen del Pino, fiestas estas últimas que, como nuevo
aliciente, tuvieron el que viniera desde Gáldar —y por primera
vez— a darle compañía la vieja imagen, devotísima, de su Patrón,
Santiago de los Caballeros. Hubo otra novedad en esta ocasión, y
fue la pérdida de dos o tres hilos de perlas de las muchas madejas
que de ellas lucía la Patrona de Canarias en sus haldas. Se supo
del hecho —acaecido dentro de la Catedral de las Islas una de las
noches del novenario— al hallarse por el suelo granos de aquéllas.
Según Álvarez Rixo, el valor de las alhajas lucidas por las diferentes
imágenes que acompañaron a la Virgen en este viaje era extraordinario,
y cita el caso de San Lorenzo —patrono del pago de su
nombre—, cuyas parrillas estaban cubiertas de hilos de perlas enroscados
en su plena extensión. Todo, para que Dios sacase al
Deseado del in pace de su cautiverio, ya que el Rey Fernando
seguía preso de Napoleón en las dulces tierras de la Francia.
244 [52]
Mientras esto andaba al exterior, los jefes de la local política
no daban punto a lengfuas ni pies, organizando a la zorrita la aludida
gran solución: constituir el Cabildo General Permanente de
Gran Canaria. En cierta solemne función, celebrada en el convento
dominico de San Pedro Mártir de nuestra Ciudad y a la que asistió
en cuerpo el Cabildo ordinario de la Isla, predicó el famoso Pintado
—el agustino Fray Raymond—, quien hubo de resumir en
su sermón, y a fin de levantar los ánimos, el cúmulo de horrores y
atrocidades que los franceses cometían en España, fomentando asi
el coraje que contra la extraña dominación alimentaba nuestro
pueblo.
Y aquello fue como una confirmación del hecho secreto: la
constitución del «General Permanente» podía ya darse por hecha
y con ella nuestra liberación del novísimo e inaceptable advenedizo
dominio tinerfeño.
Pero, como dice el casticísimo refrán, «una cosa piensa el burro
y otra el que lo albarda».