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ALMOGAREN. 20. (97). Págs. 55-79. D CENTRO TEOLOGICO DE LAS PALMAS FE CRISTIANA Y NACIONALISMO ANDREST ORREQSU EIRUGA PROFESOR DE FlLOSOFlA DE LA RELlGlON UNIVERSIDAD DE SANTIAGO DE COMPOSTELA 1. PLANTEAMIENTO 66 . ¿,Será el nacionalismo un (dudoso) logro de la cultura cristiana? ¿Estará fomentado por aquella manera de pensar que concede un alto grado de autonomía a las cosas terrenas y, por tanto, a la sociedad y a la política? ¿Llegará entonces lo nacional a ser tan dueño de sí mismo que sea capaz de uncir la religión y las Iglesias al propio carro? Y a su vez: ¿Se cultiva en las Iglesias cristianas una conciencia social de orientación tradicional, que se sien-ta sobre todo segura y a gusto en una cultura nacional homogénea y quizás en una cultura nacionalista? ¿No es acaso el nacionalismo uno de aquellos egoís-mos de grupo que niegan el universalismo del cristianismo y que, por tanto, se hallan en contradicción fundamental con el Evangelio? El nacionalismo ¿no es causa y fuente de innumerables atrocidades humanas? ¿O la discriminación y la opresión tendrán otras raíces, y el nacionalismo será precisamente el intento de emanciparse de ellas y de luchar por conseguir la propia libertad e identidad?" ('1. (1) J.A. COLEMAN y M. TOMKA, El reto del nacionalismo a las Iglesias: Concilium n." 262 (1995) 935. 56 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Estas preguntas abren, como en torrente, el monográfico que la revista internacional Concilium dedicaba recientemente a nuestro tema. Los mismos editorialistas cerraban la cascada de interrogantes con una apreciación caute-losa, tirando a escéptica: "Es discutible que existan respuestas uniformes, atemporales, independientes de la situación, que contesten a estos interrogan-tes". Y cualquiera que haya dedicado algún tiempo a la lectura y a la medita-ción de estos asuntos sabe por experiencia propia que eso es una manera suave de expresar la verdad: tocar hoy el tema de los nacionalismos constituye un asunto extremadamente delicado; hacerlo desde el punto de vista religioso, equivale a meter la mano en un avispero, donde la confusión resulta galopante y los ataques pueden llegar de cualquier lado. Esto no debe extrañar, si, por un lado, la terrible conflictividad real nos asombra y aun nos horroriza cada día con fenómenos achacados -con razón y sin ella- al nacionalismo y si, por otro, un sociólogo de prestigio nos asegura que "el nacionalismo tal vez sea el concepto más resbaladizo con que topa un análisis sereno de la realidad social hoy" (2j. Introducir ahí un factor de tan honda implicación humana como el religioso, siempre cargado de fuertes reso-nancias afectivas, tiene que resultar muy difícil y necesariamente conflictivo. La verdad es que el teólogo no lo tiene fácil, y se comprende que hace ya algu-nos años uno de ellos se quejase en la revista antes citada de que "la gran difi-cultad con que choca la reflexión teológica sobre la etnicidad [para el caso cabe decir: sobre el nacionalismo] estriba en que los sociólogos no se han puesto de acuerdo sobre su significado y función social en las diversas partes del mundo" ('j. Pero, claro está, no sería pertinente aprovecharse de la cita para desha-cerse de la propia responsabilidad teológica, echándola sobre los hombros del sociólogo. Con todo, es importante aprovechar lo que tiene de verdad, para delimitar ámbitos y situar lo específico de la posible aportación. Porque resul-ta obvio que el nacionalismo constituye ante todo un problema social y políti-co, y que es en ese terreno donde deben jugarse las bazas decisivas. La racio-nalidad a buscar es prioritariamente política, en el amplio y hondo sentido de esta palabra. La consideración religiosa resulta, por fuerza, estructuralmente posterior en este problema y tiene que elaborarse sobre ella, respetando su autonomía. El papel específico de la teología -como a su modo el de la filo-sofía- sólo puede ser el de encuadrar esa autonomía en el ámbito abarcante de lo humano. Y es entonces cuando podrá aplicar sus recursos peculiares, con el fin de evaluar sus valores o contravalores y con la intención de conjurar sus (2) S. GINER, Nación y nacionalismo, en Los nacionalismos, ed. por el Centro Pignateli, Zaragoza 1994,35. (3) G. BAUM, Sintesis de la doctrina: Concilium n." 121 (1977) 120. ANDRES TORRES QUEIRUGA 57 peligros o aprovechar sus potencialidades en orden a una sociedad verdadera e integralmente humanas. Para una historia como la nuestra, fuertemente trabajada por el proceso de secularización, tales consideraciones debieran resultar obvias. Permitidme tan sólo afiadir: obvias, al menos en principio. Por dos razones principales: porque lo claro en principio no siempre resulta fácil de realizar en la práctica, y porque, bien mirado, a escala histórica esa claridad es una adquisición muy reciente, que todavía no ha logrado dilucidar todas sus consecuencias. En efecto, la autonomía de lo político representa, por fortuna, una con-quista irreversible de la conciencia occidental; pero, al mismo tiempo, sigue expuesta a recios y contrapuestos tirones, que en demasiadas ocasiones tien-den, por un lado, a anularla o, cuando menos, a desvirtuarla; y, por otro, pro-penden a absolutizarla, sometiéndole todos los demás valores. La tentación de las iglesias ha sido justamente la primera: resistirse al proceso de seculariza-ción, agarrándose a los últimos restos del tradicional estilo teocrático. La de los políticos, en cambio, ha sido la segunda: recluir a la iglesia en la sacristía y anular el desafío de los valores religiosos, encerrándolos en el ámbito de lo privado. En ambos casos, cada campo ha encontrado siempre abundantes complicidades en el otro: los políticos, aprovechando con gusto las veleidades teocráticas, cuando el aire de las mismas hincha las velas del propio partido; y los religiosos, aceptando sin resistencia la privatización de la fe, cuando asegu-ra privilegios institucionales o simple comodidad de adaptación burguesa. De ahí que una consideración teológica responsable tiene que moverse, con lúcida cautela, evitando dos graves escollos: el abstencionismo y la suplan-tación. La suplantación -cuyo índice mayor es la teocracia- consiste en la sustitución directa de la racionalidad política por la racionalidad teológica. Sucede cuando conceptos bíblico-teológicos, como "reino", "potestad", "pue-blo elegido" ... se traducen, sin mediación alguna, por sus homónimos políti-cos. O también, cuando se produce "una transferencia de sacralidad" (4), es decir, cuando el trasfondo emotivo y cosmovisional de la actitud religiosa es investido inmediatamente en un concreto sistema o institución socio-política, con inevitable tendencia a absolutizarlos. Pero este peligro en modo alguno puede llevar a la abstención: están en juego valores demasiado profundos como para permitir que el Evangelio quede marginado; y el cristiano no puede negarse a aportar su ayuda específica en una cuestión en la que tantas veces se juega a fondo el destino del hombre. (4) Es el peligro señalado con fuerza (y acaso con excesiva generalización) por A. ELORZA, La religión política. "El nacionalismo Sabiniano" y otros ensayos sobre nacionalismo e integrismo, San Sebastián 1995, 8-11, que remite a los análisis de M. OZOUF, La fete révoloutionaire, 1789-1799, París 1988. 58 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Por fortuna, esta reflexión no parte de cero, puesto que, en última ins-tancia, constituye una aplicación concreta de la problemática más amplia estu-diada por la teología política y, a su modo, por la teología de la liberación; y es bien sabido que ambas han vivido en los últimos tiempos un avance notable, tanto en la finura de sus análisis como en la cuidadosa evaluación de las conse-cuencias. Teniendo todo eso en cuenta, la exposición pide ser estructurada desde dos polos fundamentales: 1) aprender lo que la racionalidad política puede enseñarnos acerca de la nación y el nacionalismo y 2) elaborar la aportación que cabe hacer desde la racionalidad teológica. Dado que, además, la conside-ración pretende estar situada, deberá atender no sólo al problema del nacio-nalismo en general, sino también -y prioritariamente- a su versión españo-la, por ser la que inmediatamente nos afecta. Con eso queda aclarada de algún modo, pero también desvelada en su complejidad, la marcha del tratamiento, que deberá atender a los diversos frentes. 2. EL CONCEPTO DE NACIONALISMO Será, pues, necesario empezar por una consideración política que aclare el significado del fenómeno nacionalista en general. Al hacerlo, ya se com-prende que tanto mi falta de competencia en este campo como el carácter sumario de estas consideraciones impiden cualquier pretensión de entrar en el detalle de tan intrincado y espinoso problema. Se trata únicamente de buscar la inteligibilidad indispensable para dotar de una articulación básica al discurso que nos ocupa. Lo cual tal vez no deje de tener sus ventajas, sobre todo en el sentido de que una mirada externa y sin preocupaciones especializadas puede sentirse más libre para lo elemental: para esas "verdades del barquero" que de ordinario resultan tan útiles en las situaciones confusas "). Como idea general, el nacionalismo constituye un modo de organizar el espacio político, en orden a conseguir la viabilidad y prosperidad de la convi-vencia pública. Es por tanto una solución histórica a un problema permanente: (5) De ahí que el trabajo no pretende ofrecer una bibliografía especializada: aparte de las obras generales y de las citadas de manera más concreta en las notas, tengo muy en cuen-ta: J.L. BARREIRO RIVAS, Galicia en Europa: o novo camiño: Encrucillada 15180 (1992) 461-488, a pesar del título, muy útil para comprender el trasbndo político y los mecanismos de la evolución histórica; y X. ROGRIGUEZ MADRINAN, Nacionalismo no mundo actual: Encrucillada 17185 (1993) 451-477, lúcido y muy bien documentado, ilu-mina bien la situación actual, sobre todo en Europa. ANDRES TORRES QUEIRUGA 59 por eso tiene fechas concretas y obedece a situaciones determinadas. Antes habían existido otras soluciones; digamos, sin mayores exigencias de precisión histórico-política: el clan, la tribu, las anfictionías, las ciudades-estado, los imperios antiguos, la polis griega, el imperio romano, los "reinos" bárbaros, el imperio "cristiano", el feudalismo. Y seguramente en el futuro acabarán apa-reciendo otras distintas. Por supuesto, ninguna de las soluciones ya ensayadas ha sido perfecta y ninguna ha obedecido a un puro capricho. Por la misma naturaleza y compleji-dad de los factores, las fuerzas y los intereses que entran en juego, cada solu-ción representa un equilibrio inestable, sometido a la erosión del tiempo y necesitado de correcciones continuas; puede incluso llegar el momento en que las tensiones se hacen tan fuertes y las insuficiencias tan notorias, que resulta necesario cambiar el modelo mismo (que es, justo, lo que ha sucedido en los tránsitos antes aludidos). La nación surgió precisamente cuando la inestable solución que ofrecía el régimen feudal estaba agotando las posibilidades que lo habían originado. Su consolidación ha sido lenta y laboriosa, del siglo XVI al XVIII(6)p, ero acabó abarcando a toda Europa y, desde ella, se extendió a casi todo el resto del mundo actual. Eso mismo ha hecho que la variedad de sus formas sea enorme, hasta el punto de que muchas veces resulta discutible que puedan subsumirse bajo un mismo concepto''). En consecuencia, se han multiplicado también sus problemas, de suerte que en más de una ocasión, como a raíz de las dos guerras mundiales, se ha hablado ya de que había llegado el fin de la nación. En cualquier caso, es evidente que hoy la solución nacional se encuen-tra en una fuerte crisis, pues en un mundo en enorme expansión, traspasado por fuerzas transnacionales cada vez más poderosas y determinantes, la nación -en expresión famosa de D. Be11(8)- resulta a la vez demasiado (6) Según se tome en sentido más amplio o más estricto, cabe incluso dar como exclusiva una u otra fecha: cf. discusión y referencias en X. RODRIGUEZ MADRINAN, L.c., 457-466. (7) "Como un camaleón, el nacionalismo adopta el color de su contexto" /A.D. SMITH, National Identity, Londres 1991, 79; cit. por X. RODRIGUEZ MADRINAN, L.c., 462, nota 2). (8) Cf. J.A. COLEMAN, Una nación de ciudadanos: Concilium n." 262 (1995) 1.007. Lo ha expresado muy bien 1. Sotelo: "Porque en un punto hay acuerdo; nadie negará que no se haya quedado obsoleto el puntal básico de la política moderna, el Estado nacional. Por un lado, es demasiado pequeño ante las exigencias que imponen el desarrollo tecnológico y la internacionalización de la economía; incapaz incluso de cumplir la tarea originaria que justificó el que surgiera: la defensa de la sociedad de los peligros y amenazas que proven-gan del exterior. De ahí la necesidad de construir estructuras políticas continentales, obje-tivo a que responden los esfuerzos por una Europa unida. Por otro, demasiado grande para satisfacer eficazmente las demandas de la población, que reclama una mayor partici-pación y, por tanto, cercanía en la solución de los problemas que directamente le concier-nen, lo que a su vez conlleva la estructuración política de las regiones (federalización). 60 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO pequeña y demasiado grande. Demasiado pequeña para las relaciones econó-micas, políticas y de información cognitiva. Demasiado grande para preservar determinadas identidades culturales o muy definidas identificaciones tradicio-nales, afectivas o simbólicas. De ahí que no deban extrañar las tensiones a la hora de su enjuicia-miento actual. Pero, al mismo tiempo, la perspectiva histórica debiera consti-tuir ya una buena vacuna tanto contra la simplificación como contra la absolu-tización. Empecemos por la segunda. La absolutización oculta el carácter dinámico y procesual del fenómeno nación, convirtiendo en solución eterna e inamovible lo que, en realidad, es tan sólo una solución concreta, para un espacio definido, en un tiempo deter-minado. En principio, así como la nación apareció en un momento dado como la solución mejor para la convivencia política, nada impide que pueda llegar otro en que la conciencia colectiva o una parte de ella opte por una solución nueva, que crea más adecuada a sus circunstancias. Negarse a reconocer esto y oponerse a todo cuestionamiento que tienda a relativizar, cambiar o mejorar determinados aspectos de la solución nacional, indica una clara falta de con-ciencia histórica y bloquea todo avance en la racionalidad política. Tengo la impresión de que el "-ismo" de la palabra nacionalismo tien-de a evocar el fantasma de esa absolulitización y que por eso despierta hoy recelos muy generalizados. Cuando se han escuchado principios como "right or wrong, my country", proclamas como "Deutschland Deutschland über alles" o incluso consignas como "todo por la patria"; y cuando, encima, se ha constatado que tales concepciones, lejos de ser inocentes, podían acarrear terribles catástrofes históricas, no pueden descartarse sin más esos recelos. En ese sentido, no hablo aquí de nacionalismo. Pero, al mismo tiempo, la reflexión serena debe reconocer que esos mismos recelos pueden resultar muy injustos, cuando se aplican sin más a la solución nacional como tal y en sí misma. Por ello, en aras de una auténtica racionalidad política, cuando se aborda esta cuestión, tal vez no fuese hoy mal camino abandonar la palabra "nacionalismo" y hablar de "conciencia nacio-nal". De ese modo la consideración puede hacerse más objetiva, evitando tanto el extremo de la descalificación a priori como el de la cerrazón dogmáti-ca a toda posible crítica. (...) Por consiguiente, se precisa de estructuras políticas más amplias y, sobre todo, distintas de las que creó el Estado nacional, a la vez que de un reforzamiento de los poderes loca-les y regionales" (El nacionalismo alemán: Una introducción histórica, en Los nacionalis-mos, cit., 373). ANDRES TORRES QUEIRUGA Al lado de absolutización acecha siempre la simplificación, que tiende a ocultar el carácter complejo y dialéctico de la solución nacional. Justo porque entran tantos factores en juego, no cabe una visión simplista. Lo muestra ya la increíble variedad de sus formas empíricas, "tales como naciones-estado, esta-dos- naciones, naciones multiestatales, estados multinacionales, estados-nación multinacionales, naciones semiestatales, naciones meso y microestatales, naciones culturales subestatales", para usar la descripción de un buen analis-ta''). Y, desde luego, no puede ignorarlo la reflexión que busque un mínimo de claridad. En este sentido, sin entrar en otras complejidades, conviene alertar con-tra un espejismo fundamental: el que demasiadas veces está en la base de la clásica división dicotómica del nacionalismo en romántico y liberal (o alemán y francés). Para el primero la nación consistiría en una especie de "esencia", previa a los individuos y apoyada en una base natural constituida por elemen-tos como el suelo, la raza, la lengua, la religión.. . , tomados distributivamente o formando diversos conjuntos. Mientras que para el segundo la nación sería una libre decisión de los individuos, que deciden constituirla como tal, dándo-se, sin verse forzados por condicionamientos previos, esa configuración y no otra. Lo grave no es que se haga tal clasificación, que sin duda encierra su verdad, sino en que de ordinario se hace separando las concepciones en dos bloques autónomos y excluyentes, las más de las veces con la clara intención de afiliarse a uno de ellos para desde él descalificar con mayor facilidad al otro. Pero, a poco que se piense, lo inadecuado de ese simplismo salta a la vista. En efecto, no puede tratarse en modo alguno de dos fundamentaciones separadas y autónomas, sino de dos factores en relación mutua e indisoluble. Ni la supuesta "esencia" aparece en la historia como un aerolito perfecto y acabado en sí mismo, sino que existe siempre desde una determinada agrupa-ción humana que toma conciencia de ella y que, de un modo u otro, opta por mantenerla. Ni la decisión de constituirse en nación se hace jamás en el aire, sino que presupone siempre condiciones naturales, circunstancias culturales y motivos económicos o sociales que impulsen hacia ella. De modo que, sin excepción, están necesariamente presentes las dos cosas: una colectividad se reúne porque quiere, dándose esta o aquella forma de gobierno; pero, al (9) B. OLTRA, La pasión politica, o sea, el nacionalismo: Sobre nacionalismo, en general, y nacionalismo español, en particular, en Los nacionalismos, cit., 209. Este trabajo analiza muy bien la complejidad de los factores y sus diferentes estructuraciones. 62 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO hacerlo, ha de contar por fuerza con un número de circunstancias que le vie-nen dadas: nadie escoge nacer en la Europa feudal o en la Francia revolucio-naria, en una época de prosperidad o en un tiempo de penuria, en un ambien-te cultural y religioso o en otro. Ese es, por lo demás, el lote de toda opción verdadera y auténticamente humana, que en su estructura más íntima consiste siempre en una dialéctica de destino y de libertad, o, si se quiere, de naturaleza y de ele~ción"~E)s. nuestra gloria y nuestra carga: partimos de algo que nos es dado o impuesto, pero podemos y debemos gestionarlo de un modo o de otro, tanto si nos decidimos a tomarlo como está como cuando intentamos transformarlo. Dejar esto bien claro, resulta decisivo. Porque entonces la consideración se libera de rigideces estáticas, haciéndose capaz de adaptarse a la rica y movible flexibilidad de lo real. Sobre todo, permite percibir con nitidez dos cosas fundamentales. La primera, que la combinación de los dos polos puede realizarse en proporciones muy variadas, que inducen acentos diversos y permiten opciones diferentes. Cabe acentuar el polo del destino, es decir, el de aquellos factores que, como el territorio, la lengua y en general la herencia histórica, tienden a compactar la convivencia en torno a ejes muy sólidos y fijos. O puede insistir-se en el polo de la libertad, cuando el peso de lo establecido o la aparición de nuevas posibilidades históricas suscitan el ansia de formas distintas o generan la necesidad de estructuraciones diferentes. En segundo lugar, aparece que no se trata de un proceso estático, sino de un movimiento histórico. Movimiento que a estas alturas cabe ya afirmar que no es neutro, puesto que, aunque con avances y retrocesos, muestra una tendencia perceptible hacia la acentuación del polo de la libertad. Factores que, como la raza, el poder hereditario o la religión, tuvieron en el pasado una gran fuerza, hasta el punto de ser en muchos casos condiciones determinantes o excluyentes tanto de la pertenencia a una nación como del estilo de relacio-narse con las demás, han perdido hoy gran parte de su peso, hasta el punto de que pueden incluso ser percibidos como estorbos. En el fondo y expresado desde otra perspectiva, se trata del perenne reajuste entre particularidad y universalidad, es decir, de ese proceso en el que las particularidades humanas se abren cada vez hacia espacios de mayor convivencia hacia dentro y de más amplia comunicación hacia fuera'"). Sin embargo, esto no significa que se trate de un proceso de pura susti-tución lineal, donde lo ideal sería que el segundo polo eliminase totalmente al (10) A esto apunta la aguda afirmación de B. ANDERSON, Imagined Communities, London 1983, 19: "La magia del nacionalismo está en convertir el azar en destino" (It is the magic of nationalism to change chance into destiny). (11) Este aspecto ha sido muy bien resaltado por X.L. BAREIRO, A. c., princip. 479-487. ANDRES TORRES QUEIRUGA 63 primero. Eso llevaría a un simplismo inhumano, del que acabarían saliendo de manera inevitable nuevas esclavitudes y nuevos particularismos. Se trata de una dialéctica mucho más sutil, que constituye, de hecho, la tarea siempre nueva y siempre pendiente de la convivencia humana, y, en concreto, del pro-blema nacional. Por un lado, comprendemos que, en definitiva, ningún factor fuera del de ser simplemente humano puede ponerse como condición absoluta para pertenecer o no a una nación. Pero por otro, eso no puede hacerse a costa de negar sin más la realidad de los factores particulares ni la importancia que les corresponde en la articulación concreta de la misma. En realidad, se trata de la necesidad estricta de preservar la justa dia-léctica de los dos polos. El polo de la libertad alerta sobre el hecho de que cualquier factor absolutizado lleva a formas de nacionalismo excluyente: racis-mo, colonialismo idiomático, fundamentalismo religioso.. . Pero, a su vez, el polo del destino recuerda que la ignorancia de los diversos factores que condi-cionan la convivencia o fundan las identidades concretas, lleva a una concep-ción abstracta e idealista, que oprime a las minorías más débiles y acaba entre-gando el funcionamiento social a la razón tecnocrática o al dominio laminador de los poderes económicos. Ya se ve que de este modo entramos de lleno en el problema del justo encuadre de las relaciones entre religión y conciencia nacional: hoy la religión no puede ser tomada en modo alguno como el factor determinante de la reali-dad nacional, pero tampoco sería lícito privarla de su relevancia específica o someterla a un funcionamiento político que impida su justa realización. En terminología de Niklas Luhmann se diría que el proceso de secularización la ha situado en su realidad de "sistema parcial" entre otros dentro del conjunto social, pero que justamente entre ellos y con ellos debe poder cumplir su "fun- ~ión" ( '~¿C) .ó mo concebir entonces la función de la religión? 3. EL PAPEL DE LA RELIGION La presentación resulta sin duda demasiado esquemática. Pero no sería inútil si ayudase ahora a encuadrar con cierta precisión nuestra tarea Ante todo, es claro que lo dicho pone en especial relieve la complejidad del problema y la necesidad de comprenderlo sobre nuevas bases. Desde luego, pasa a primer plano la importancia de la observación con que se abrían estas reflexiones: la religión no puede abrigar ya la pretensión de proporcio- (12) Cf. Funktion der Religion, Frankfurt a. M. 1977; cf, A. TORRES QUEIRUGA, La cons-titución moderna de la razón religiosa, Estella 1992,67-71. 64 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO nar soluciones directas. En este terreno lo suyo consiste propiamente en estu-diar, acoger y apoyar las soluciones que aparezcan como las mejores desde una estricta racionalidad política. Sólo que ahora, lejos ya de cualquier visión nos-tálgica de la situación de cristiandad, esa circunstancia no aparece como algo negativo. Al contrario, para una consideración educada en las justas preten-siones de la secularización se trata de una oportunidad positiva: considerar también como propio o, mejor, como coincidente con las propias intenciones todo avance en este terreno. Porque en la visión cristiana, apoyada en la idea de creación por amor, cualquier solución que en cualquier campo mejore la vida humana ha de ser considerada como estrictamente coincidente con el proyecto divino y, por tanto, con la genuina intencionalidad religio~a"~). De lo cual se deduce ya una primera consecuencia de especial impor-tancia. En la medida en que un consenso muy generalizado muestra hoy a la democracia como el modo mejor que, al menos por el momento, hemos encontrado para gestionar los problemas que plantea la organización nacional, el factor religioso debe situarse decididamente a su lado. En íntima conexión con esto, algo semejante cabe afirmar del reconocimiento de los derechos humanos como principio rector de toda convivencia: ellos cruzan, en efecto, las fronteras de todos los grupos y, sin descuidar lo particular, lo obligan a abrirse a lo universal. También aquí el factor religioso ha de sentir un impulso connatural a colaborar con todo intento de dotarlos de contenido concreto, ampliarlos hacia lo colectivo y conseguir que no queden sólo en declaraciones de principio. Al proceder así, la teología ha de reconocer con humildad el magisterio de la auténtica racionalidad política. La historia occidental, sobre todo a partir de la Ilustración, ha mostrado que sólo gracias a esa racionalidad han sido posibles la mayoría de los avances reales y que cuando las iglesias dejaron de atenderla, han incurrido en graves errores, como lo muestra el terrible anacro-nismo del Syllabus (1867). Pero, al mismo tiempo, la conciencia religiosa sabe que puede y que debe hacer su contribución positiva, que en muchos aspecto difícilmente resulta substituible por otras instancias. Es algo que, como ya queda insinuado, hoy están demostrando, con angulaciones diversas, tanto las diversas teologías políticas como la teología de la liberación. El fundamento es claro: la racionalidad no opera en el aire de la pura abstracción, sino en la concretísima carne de los problemas humanos, traspa-sados por intereses, dilacerados por egoísmos, distorsionados por relaciones de poder. Para poner dos ejemplos significativos: la "co;;,unidad ideal de (13) Me ocupo de este problema en mi último libro Recupera-la creación. Por unha relixión humanizadora, SEPT, Vigo 1996 (aparecerá pronto la trad. castellana en la Ed. Sal Terrae). ANDRES TORRES QUEIRUGA 65 comunicación" propugnada por los teóricos de la acción comunicativa o la "posición original" que Rawls presupone para su reparto equitativo son, por definición, únicamente ficciones teóricas. Sería necio negarles utilidad en su nivel; pero sería ingenuo desconocer que precisan de otros factores, si quieren ser verdaderamente operativas. La religión no es el único, evidentemente; ni siquiera tiene por qué considerarse el más importante. Lo que no cabe negar es lo peculiar de su aportación ni la necesidad que de ejercerla tiene el creyen-te responsable. Remitiéndonos ya a lo específico cristiano, y acaso con peligro de incu-rrir en cierto artificio, cabe señalar tres temas teológicos cuya ayuda puede resultar de especial eficacia: la dialéctica pecado-salvación, como camino rea-lista entre la ingenuidad y el desánimo; la afirmación de la Trascendencia Divina, como vacuna contra todo absolutismo; y la categoría de servicio como contrapeso a la terrible propensión al egoísmo. La simple enumeración indica que serían precisos amplios desarrollos; aquí deberemos contentarnos con indicaciones mínimas, confiando en que su misma fuerza de sugerencia haga el resto. La tradición bíblica, a través de una larga experiencia histórica, ha aprendido a renunciar a cualquier ingenuidad en todo lo que afecta los intere-ses humanos. La doctrina del pecado al comienzo del Génesis y las mismas tentaciones de Jesús en el pórtico de los Evangelios, lo advierten con energía. Pero también desde el principio ha sabido ver que lo negativo aparece envuel-to en lo positivo: el pecado, en la redención; la tentación, en la posibilidad de superarla. La aplicación es obvia: nada desmoviliza más en la lucha política que la alternativa del todo o nada. Pues bien, frente a eso el realismo bíblico enseña que el paraíso es imposible, ciertamente, y que se impone renunciar a él; pero, al mismo tiempo, llama a la realización de lo concreto posible: no acabaremos con toda la sed del mundo, pero un simple vaso de agua es precio-so; por eso vale la pena y contribuye a lo definitivo (cf. Mc 9,40; Mt 10,42). En cuanto al totalitarismo, los mismos representantes de la Escuela de Frankfurt han insistido en la enorme eficacia histórica de la prohibición de representar a Dios en imágenes, como aseguramiento de la unicidad de su trascendencia frente a la tentación de absolutizar cualquier instancia munda-na. La shoá nazi y el gulag estaliniano son escarmientos mayores de un peligro que acecha en cada esquina, siempre que cualquier factor finito -¡sin excluir la religión establecida!- se pone como absoluto al frente de cualquier con-ciencia nacional. En tercer lugar, el servicio o diakonía como actitud radical frente al imperio del egoísmo, que amenaza siempre con colonizar lo humano. Es algo en lo que W. Pannenberg acaba de insistir como característico del ethos cris- 66 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO tiano (14), pero que resulta especialmente válido en el terreno político, donde las relaciones de poder y la fuerza del dinero pasan a un inevitable primer plano. No caben, por lo mismo, idealismos ingenuos; pero una religión que sitúa su centro neurálgico en el amor, que lo alimenta con la conciencia de una fraternidad realista y que se esfuerza expresamente por traducirlo en presta-ción gratuita, puede hacer de contrapeso en un mundo donde, por ejemplo, el intercambio desigual se ha convertido en un auténtico cáncer entre las nacio-nes, manteniendo a las más pobres en la cautividad babilónica de una deuda externa que les cierra todo futuro. Bien entendido, que proclamar todo esto como su aportación específi-ca, significa dos cosas decisivas: 1) que la religión sólo puede apoyar un nacio-nalismo, sea del tipo que sea, en la medida en que permanezca abierto a estas dimensiones y 2) que también ella, en cuanto se institucionaliza, está siemrpe expuesta a idénticas distorsiones. Y, por desgracia, la práctica real de nuestros mismos días está mostrando con qué fuerza puede suceder: conscientes de su mensaje de fraternidad universal, las iglesias pueden ejercer de conciencia crí-tica y aun hacer de mediadoras en los conflictos; pero, tironeadas por las exi-gencias de sus comunidades o seducidas por sus propios intereses instituciona-les, pueden también -directamente o instrumentalizadas- atizar los conflictos con la materia inflamable de su emotividad ancestral o de sus sím-bolos tradicionales. Tiene, por ejemplo, algo de trágico observar cómo en una misma publicación teológica pueden juntarse trabajos que con inusitada dure-za acusan a las religiones de ser causas o agravantes en los conflictos de Cen-troeuropa, con otros que, con absoluta sinceridad, reconocen en ellas la única defensa de los derechos e identidad de sus pueblos('5). En estos terrenos la historia ha acabado con cualquier tipo de soberbia presunción de inocencia. Todos tenemos de que arrepentirnos y, por lo mismo, más que el ataque entre posturas o instancias diversas, lo que precisa-mos es el diálogo crítico y la corrección mutua. En este sentido, la reflexión teológica tiene que reconocer que muchas veces es necesario invocar a la reli-gión contra la religión (cosa que dentro de ella han hecho siempre todas las tradiciones proféticas); y que la racionalidad política, igual que no debe cerrarse por principio a la crítica religiosa, tiene todo el derecho a retropoyec-tarla también sobre las iglesias, a veces con una lucidez, energía y libertad que sólo ella puede lograr gracias a su extraterritorialidad religiosa. (14) Grundlagen der Ethik. Philosophisch-theologische Perspektiven, Gottingen 1996, princ. 110-118. (15) Tal es el caso del número 262 de la revista Concilium, citado al comienzo: véase, sobre todo, S. VCRAN, La religión y las Iglesias en la guerra de la antigua Yugoeslavia (págs. 91-102), en sentido negativo, y L. ASZODI y C. FRATER [ipseudónimos por miedo a represalias!], De profundis.. . La religión como apoyo de las minorías (115-128), en senti-do positivo. ANDRES TORRES QUEIRUGA 4. EL NACIONALISMO EN ESPAÑA La consideración global era necesaria, tanto para la reflexión no encalle en un provincianismo estrecho e insolidario, como para obtener un marco general que propicie la objetividad y la serenidad. Pero es claro que, hoy y aquí, es decir, en la España actual, no sería realista dejar de afrontar el proble-ma concreto que plantea el nacionalismo o, mejor, las distintas conciencias nacionales. Y ya se comprende que, en la división del mapa estatal, no le corresponde a la teología ni negar ni atribuir patentes de nacionalidad: eso ha de ser el fruto de la racionalidad política; la teología sólo podrá juzgar, apo-yándose en los datos de ésta, acerca del modo de ejercerla y de sus consecuen-cias humanas. En principio, es obvio que habrá de tratarse ante todo de una aplica-ción de lo dicho hasta aquí; y, afortunadamente, los tiempos del nacionalcato-licismo empiezan a quedarnos muy lejos: con los defectos que se quieran, las iglesias españolas han actualizado su teología al respecto, entrando de lleno en el juego democrático, a cuyo advenimiento han contribuido no poco. Ahora se trataría de ver cómo eso se concreta en el problema de las nacionalidades, que, justo en estos tiempos, está adquiriendo entre nosotros especial urgencia e incluso dura conflictividad. Para ello resulta a todas luces indispensable recordar la figura específica que el problema general adquiere en el caso espa-ñol. Sin entrar en las complejidades que impondría una discusión más técnica, se impone destacar dos notas fundamentales. La primera remite al origen de la situación actual, bien expresado en las siguientes palabras de J.A. Estrada: "La Europa moderna comienza en el siglo XVI con las monarquías absolutas que configuran los modernos Estados nacionales. Se trata de Estados configurados internamente en torno a una nacionalidad oficial bajo la preeminencia del pueblo hegemónico intraestatal-mente, a la que se subordinan los restantes pueblos y naciones estatales. (. ..) Esta estructuración sociopolítica implicó el predominio de la particularidad dominante, la de la metrópoli respecto de las colonias, y la de la nacionalidad hegemónica frente a los otras en el Estado. (. . .) La razón de Estado se impuso a las particularidades de las nacionalidades y la especificidad del pueblo hege-mónico se impuso a nivel estatal como matriz de la nacionalidad oficial"('6). (16) Iglesias y modernidad: la constri~cción de la nueva Europa, en Pueblos y estados en la construcción de Europa, ed. por la Conferencia de Comunidades Cristianas de Base de Europa, Bilbao 1993,110 68 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Prescindiendo ahora del problema colonial e imperial, aparece claro que ahí se afinca la raíz decisiva de las inquietudes actuales. El proceso unifi-cador se hizo en gran parte a costa de los pueblos o nacionalidades no hege-mónico~ q, ue, por un lado, vieron mermados sus derechos lingüísticos y cultu-rales bajo la imposición de la cultura castellana de la corte, y, por otro, sintieron recortadas sus aspiraciones económicas y de gobierno, supeditadas en exceso a los intereses del estado central. Era inevitable que se fuese acu-mulando una importante insatisfacción, que estaba esperando el momento propicio para salir por sus fueros. A pesar de su enormidad esquemática, es indudable esta observación arroja mucha luz sobre el dinamismo esencial de lo que está sucediendo hoy con el "estado de las autonomías". A esta nota se une la segunda: el proceso no ha sido uniforme. La merma de los derechos no fue la misma en todas partes: Galicia, por ejemplo, vio marginada su lengua y cercenada su capacidad de autogobierno antes y en mayor medida que Cataluña. Por otra parte, la capacidad de reivindicar los propios derechos muestra enormes diferencias: para seguir con ejemplos, la capacidad reivindicativa de Extremadura o Canarias está lejos de las de Valencia o el País Vasco. Juntando ambas notas, se tiene el cuadro fundamental dentro del que se juega hoy la apuesta autonómica y donde, por tanto, ha de ser juzgada la mayor o menor legitimidad de sus distintos avatares. Como no podía ser menos, los distintos reajustes, ya acontecidos o todavía en curso, no suceden sin conflictos; y la lucha de intereses deja ver su rostro duro, demasiadas veces cruel y egoísta. De ahí que no falten voces que acusen abiertamente al nacio-nalismo de ser el culpable de gran parte de las tensiones y desarreglos que padecemos. A la luz de cuanto llevamos dicho, resulta claro que hacer esa acusa-ción, hecha de manera global e indiscriminada, constituye un simplismo evi-dente. Pero tampoco cabe sin más extender un cheque en blanco a la legitimi-dad de todas las actitudes y estrategias hechas en nombre de la respectiva conciencia nacional. Se precisa hoy mucha sabiduría histórica y una gran sere-nidad política para no perder la cabeza en este nuevo "laberinto español". Y, como es natural, la conciencia religiosa no puede esquivar el problema, si de verdad quiere contribuir a actitudes y soluciones lo más equilibradas posible. Por todo esto, ya se ve que un afrontamiento teológico deberá evitar con sumo cuidado caer en el simplismo o en la consideración indiferenciada. Justo porque no están inmediatamente sometidas al juego de los intereses ANDRES TORRES QUEIRUGA 69 económicos o de poder en disputa, las iglesias tienen que intentar mantenerse por encima de las reivindicaciones meramente egoístas. Y debido a que están fundamentadas en una Trascendencia que se manifiesta en Encarnación, debieran ser maestras en un universalismo real, que no se afirma a costa de las particularidades que lo integran. Sería triste que las iglesias españolas se deja-sen arrastrar o bien al torbellino de los intereses particularistas o bien a un universalismo abstracto, que ignore la cultura y las necesidades del pueblo res-pectivo. Más triste resultaría aun que apareciesen encendiendo la emoción o atizando la polémica. Lograr en estas circunstancias una visión equilibrada resulta, por fuer-za, muy difícil; y, desde luego, no podrá aspirar a seguridades dogmáticas. Al mismo tiempo, no cabe acallar la fuerza de los principios, aun cuando estos puedan colisionar con determinados intereses. En este sentido, conviene dis-tinguir dos niveles fundamentales en la consideración: el de los principios bási-cos, que deben ser afirmados sin ambages, y el de las aplicaciones más concre-tas, que exigen mayor cautela, reservas y matizaciones. En cuanto al primer nivel, una conciencia cristiana que en el Concilio ha reconocido en la "opción por los pobres7' una exigencia esencial del Evan-gelio, deberá mostrarse celosamente vigilante de la justicia para con los más débiles o desfavorecidos. Toda vigilancia en ese punto resulta poca, pues de manera fatal la fuerza del privilegio y la conciencia elitista acaban filtrándose incluso por entre las mejores intenciones. Atendiendo sobre todo a los proble-mas del tercer mundo, Giulio Girardi precave con toda razón contra este peli- .gro, denunciando incluso, como una especie de premonición que no se borrará ya de la historia, "el carácter elitista de la idea de pueblo-sujeto afirmada por las revoluciones francesa y norteamericana y posteriormente por el conjunto de los estados europeos" "'1. Por otra parte, es evidente que la búsqueda de una justa identidad nacional no puede quedar en reclamaciones formales, las cuales acaban siempre favoreciendo el privilegio de unos pocos, desentendién-dose de las necesidades prioritarias de justicia para todos. Menos todavía, es lícito tomar esa identidad como pretexto para conseguir ventajas injustas sobre los demás, en lo que alguien ha llamado "nacionalismo arbitrario"(18). Teniendo esto en cuenta y tomándolo acaso con una cierta "mica salis", me atrevería a afirmar una especie de principio general: la situación de pobre-za o riqueza respecto del conjunto respectivo constituye el criterio más seguro (17) Opción por los pobres, opción por los Pueblos desde una perspectiva creyente y liberadora, en Pueblos y Estados en la construcción de Europa, cit., 71; en esta perspectiva, todo el - . art. (63-102) merece ser leído. (18) J. BREUJLLY, Nacionalismo y estado, Barcelona 1990, 400 (cit. por X. RODRIGUEZ MADRINAN, A. c., 469, nota 42). 70 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO para juzgar la mayor o menor justicia de las diversas reivindicaciones autonó-micas o nacionales. En general, la reivindicación nacional es justa en la medi-da en que desde una situación de pobreza -económica, cultural o política-reivindica del conjunto una participación equitativa. Soy muy consciente de que esta afirmación se mueve peligrosamente entre los extremos contrapuestos del angelismo y del cinismo. Del angelismo, porque sería demasiado inocente ignorar que el criterio vale únicamente mientras esa nacionalidad sigue siendo pobre; en cuanto deja de serlo, caduca la carta blanca que el principio le otorgaba, pues, de manera casi fatal, tam-bién ella está expuesta a la tentación de aprovecharse de las demás. Sin embargo, esta constatación no debiera llevar a un cinismo que desconfíe a priori de toda esperanza, como si no existiese posibilidad alguna de luchar contra el egoísmo. Cabe ser realista, y no desesperar de que puedan irse logrando posturas más generosas y abiertas a la colaboración sincera en favor de una convivencia verdaderamente justa y solidaria. 5. HACIA UN JUICIO MAS DIFERENCIADO Al bajar de ese nivel fundamental al segundo, el de los juicios de deta-lle, el paso debe acortarse y las afirmaciones hacerse muy matizadas. Empe-zando por la misma palabra "nacionalismo": justo porque es ambivalente, no puede negarse sin más un uso legítimo; pero, dados los abusos y la sugerencia de absolutización inherente a todo "-ismo", ya he dicho que preferiría hablar de "conciencia nacional" (aunque, como se ha visto, no siempre me he atenido con todo rigor al término). En segundo lugar, toda reflexión en este problema ha de saberse situa-da: personalmente, soy muy consciente de que hablo desde Galicia, es decir, desde una nacionalidad que, por un lado, tiene una tradición cultural muy específica y precisamente no bien tratada por la política estatal y, por otro, pertenece al grupo de las pobres, es decir, de las menos favorecidas en el reparto común. En este sentido, se comprende mi postura decididamente favorable a una justa conciencia nacional, que, asumiendo la solidaridad histó-rica con los demás pueblos de la Península, busca centrar desde ella misma las prioridades culturales, económicas y sociales del propio gobierno. Finalmente, la cautela misma de la exposición está indicando que mi afirmación tiene un carácter dialéctico: no es absoluta, sino que incluye en sí misma la alerta crítica, dispuesta a la negación de todo posible abuso. Por eso ANDRES TORRES QUEIRUGA 71 procederá en tres pasos que se implican mutuamente: afirmación, negación y reafirmación crítica (19). 5.1 LAS RAZONES DE LA AFIRMACION NACIONAL Con pocas excepciones, como las del obispo Múgica en Vitoria, del arzobispo Lago en Santiago o del cardenal Vida1 i Barraquer en Tarragona, la iglesia española oficial y la misma teología fueron más bien desconfiadas ante la afirmación nacional. Las cosas han cambiado y, al menos a nivel de princi-pio, su legitimidad al lado de otras posturas parece indiscutible en nombre del legítimo pluralismo cristiano. Aunque las reticencias son evidentes en bastan-tes casos, resulta indudable que se ha avanzado mucho, como lo muestra la creación de conferencias episcopales de carácter regional y la introducción de las lenguas vernáculas en la liturgia, así como la proliferación de asambleas, concilios y programas pastorales diferenciados.. . Pero el camino es todavía largo. No sería, por ejemplo, mal servicio a la justicia colectiva el esforzarse, desde la iglesia, por ir eliminado de raíz la tan corriente descalificación a priori de toda concepción nacionalista o su -muchas veces mal intencionada- identificación con el separatismo. Pensan-do que a menudo se negó de entrada en este punto el pan y la sal al más ele-mental diálogo, introducir aquí un mínimo de racionalidad significa caridad, y hablar con cordura constituye quizás el mejor servicio. Más difícil resulta el siguiente paso: ¿puede hoy la teología, sin caer en la sacralización de la afirmación nacional, afirmar al menos en ciertos casos la supremacía axiológica de la misma? Difícil, desde el punto de vista objetivo, puesto que el discurso se mueve aquí en esa radicalidad de lo humano donde la opción personal y no las razones puramente objetivas tienen la última pala-bra (estamos quizás ante un caso muy similar al de la opción por la democra-cia o por la orientación socialista frente a la capitalista). Difícil también desde el punto de vista subjetivo, puesto que la actitud nacionalista, debe convivir con el respeto igualmente decidido de otras posibles actitudes. Pues bien, planteada así la cuestión, creo que hay razones de peso para que la teología, en el caso concreto de las nacionalidades españolas, opte por la respuesta afirmativa, siempre que se mantenga dentro de los justos niveles críticos. (19) En este apartado retomaré, abreviando unas y actualizando ligeramente otras, las ideas y aun las expresiones de un trabajo anterior: Teología y praxis cristiana ante el problema del nacionalismo: Sal Terrae 651771-72 (1977) 583-597; este se apoyaba a su vez en otro: Reflexións teolóxicas sobre o nacionalismo: Encrucillada 1 (1977) 37-52. 72 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Dejando ya a un lado consideraciones teológicas más generales, como la importancia de la tierra en la Biblia(20o) el tema, tan afín, de la iglesia local como concreción viva de la iglesia universal, conviene ya acudir a razones más concretas. La cuestión decisiva se juega, más que nada, en el trasfondo de dis-cernimiento y opción por los valores auténticamente, liberadores. Aquí los "ojos de la fe" -si no quieren quedarse en simple metáfora vacía- deben atender ante todo a aquellas actitudes que de verdad reflejan lo humano que busca el Evangelio. Para ello conviene, por un lado, acudir a la historia y, por otro, analizar los dinamismos hondos de la situación actual. Respecto a lo primero, para evitar generalizacio~les peligrosas, subrayo una vez más el carácter situado de esta reflexión, que se apoya ante todo en mi propia experiencia gallega. Pues bien, en Galicia -y creo que, a la vista de la historia, la afirmación no es osada ni injusta- el nacionalismo, en sus diversas formas, se ha mostrado históricamente como el portador más genuino de los valores del pueblo gallego y como el mejor defensor de sus intereses reales. Si defender la lengua y la cultura, si trabajar por la dignificación del oprimido hombre rural, si crear conciencia fraternal e igualitaria de pueblo, si protestar contra la emigración de hombres, energía y materias primas, si propugnar una industrialización acomodada a los intereses mayoritarios del país gallego: si todo eso equivale a promover valores homologables evangélicamente, es pre-ciso reconocer, en elemental honestidad, que quien primordialmente lo ha hecho hasta hoy ha sido el "nacionalismo" gallego(2'). Con todo, resultan indispensables dos observaciones. la No se trata de negar, sin más, la labor de otras fuerzas o concepciones, que, además y por fortuna, en los últimos tiempos han aumentado por lo general su sensibilidad en este punto; sino únicamente de reconocer que la nacionalista ha sido pione-ra, pudiendo mostrar una clara continuidad histórica y acaso una mayor cohe-rencia global. 2" El "nacionalismo" -repitámoslo- no se toma aquí de modo estrecho y excluyente, sino en el sentido amplio de "conciencia nacional", es decir, como aquella actitud de fondo, que es previa a la inmediata operativi-dad política y que, por lo tanto, puede ser común a un abanico relativamente amplio de concepciones concretas. Respecto al segundo aspecto antes enunciado, esto es, al análisis de los mecanismos hondos, cabe decir que la situación actual viene a confirmar lo mismo o incluso a reforzarlo. Una atención a la riqueza múltiple y concreta de (20) "No hay ningún asunto que en el Hexateuco que sea tan importante (...) como la tierra prometida y luego concedida por Yahvé" (G. VON RAD, Estudios sobre el Antiguo Tes-tamento, Salamanca 1976,81). (21) Permítaseme remitir sobre todo al monográfico que hace ya años dedicó al tema la revista Encrucillada 2 (1977) y, más recientemente, X. CHAO REGO, Galicia: memoria y hori-zonte, en Pueblos y Estados en la construcción de Europa, cit., 127-146. ANDRES TORRES QUEIRUGA 73 lo humano, atenta no sólo a los valores técnicos y económicos, sino también a los culturales, vivenciales y vitales, lo reconocerá en seguida. Tanto a nivel individual como colectivo, el centramiento en la propia tradición dentro de un ámbito natural -eso quiere ser la nación en su sentido originario- crea una excepcional posibilidad de realización humana verdadeiamente integrada, auténtica e igualitaria. Comprendo que esto, a primera vista, puede resultar para muchos abs-tracto e incluso exagerado. Pero quien haya vivido de cerca los problemas de la diglo~ia'~d)e, l a alienación impuesta de la propia historia y de la propia cul-tura -aunque parezca increíble, a los niños gallegos, por ejemplo, hasta hace muy poco no se nos se nos enseñaban ni la propia geografía ni la propia histo-ria ni Ia propia cultura ni siquiera el propio idioma-, quien haya vivido todo esto con sensibilidad, sabe o adivina que en lo dicho se encierra una verdad muy seria. Y no se crea que se toma esto como fruto de una actitud provinciana y particularista, puesto que se trata de un problema universal. Así en la super-grande y supermoderna Norteamérica el teólogo J. Shea analizaba hace algu-nos años, desde su propia experiencia, idéntico problema entre los irlandeses allí emigrados. Descubre cómo la "conciencia étnica" constituye la única res-puesta al problema de la identidad, liberándolo del falso camino del "carreris-mo, donde "el problema de la identidad se desplaza sutilmente del 'qué soy' al 'qué hago' ", para acabar constatando que "la carrera no daba lo que prome-tía: integración, paz, autoestima". En cambio, la etnicidad ofrece una salida eficaz, porque posibilita la experiencia de una particularidad y de una comuni-dad concretas. Cosa que, lejos de llevar al racismo, induce el respeto a los demás, cambiando "el estilo agresivo y asustadizo que con frecuencia caracte-riza esta búsqueda" (23). En 1930 Vicente Risco analizando "El problema Político de Gali~ia"'~~), había adelantado ya estas mismas ideas, que, por lo demás, son patrimonio común de casi todos los pensadores que han abordado en concreto este pro-blema -y no sólo en Galicia, claro está. (22) Es decir -a diferencia del mero bilinguismo-, el hecho de estar instalado en un idioma socralmente despreciado y descalificado, excluido del mundo oficial y del de la cultura, con todo lo que eso puede implicar de trauma familiar, escolar, social. Fue Ch. a. FER-GUSSON el introductor del término: cf su Socwhngulstzcal Perspectzves Papers on Lan-guage and Soclety, Oxford 1996 (en págs 25-39 reproduce el trabajo original: "D~olos-s~ a" )C. f . asimismo la obra ya vieja, pero todavía significativa, de R. LL NINYOLES, Idto- y poder social, Madrid 1972 (23) Reflexiones sobre conclencla étn~cay lenguaje rellgloso. Conciltum n." 121 (1977) 100-102 (24) Originalmente en castellano, esta obra ha sido reeditada, en traducción gallega, por 1 Alonso Estravís, Vigo 1976 74 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Con todo, si queremos operar con limpia conciencia teológica, llega ya el momento de mirar también la otra cara de la moneda. No todo es oro en el nacionalismo, y sólo quien afronta abiertamente lo negativo puede afirmar de un modo humano y seguro lo positivo. 5.2 Los PELIGROS DEL NACIONALISMO Lo histórico no es jamás unívoco. Un fenómeno tan complejo y lleno de contradicciones como el nacionalismo ha de presentarse por fuerza cargado de ambigüedades y tentaciones. Paul Tillich, por ejemplo, aleccionado por el horror de la experiencia nazi -sin negar el valor positivo, que subscribía-, llamó siempre la atención sobre su enorme fuerza "demonía~a"(~L~a )te. ología no puede aceptarlo ingenuamente. Tiene que reconocer el peso real de las dificultades y poner con rigor condiciones a su afirmación. Por eso, de entrada, el teólogo ha de reconocer que nadie tiene derecho a calificar sin más de deshonestas las actitudes y las razones opuestas. Sería ingenuo desconocer que son muy fuertes y que poseen una seria incidencia en la conciencia colectiva. Ortega y Unamuno, atacando en el Parlamento los estatutos de autonomía, fueron en este sentido todo un símbolo, aunque no estemos de acuerdo con todo lo que dicen. Y respecto de los mismos partidos de izquierda en la 2" República -bastante comprensiva en este punto- Cas-telao, con la sabiduría de la experiencia y con la trágica autoridad del destie-rro, puso bien en claro lo poco que valen las palabras a la hora de los apoyos y las decisiones efectivas (26J. Dejemos ya de lado el peligro de absolutización, que convierte al nacio-nalismo en "orgullo nacionalista", cerrado, fanático y resentido. Prescindamos también del peligro de clasismo, que, sobre todo a nivel internacional, puede llevar al aprovechamiento de la afirmación nacionalista para consolidar privi-legios de clase o para encubrir la opresión de unos pueblos sobre otros("J. Conviene centrarse ahora en otro más concreto e inminente: el del par-ticularismo egoísta, que consiste en substituir el "centralismo vertical" por un nuevo "centralismo horizontal". Las nacionalidades privilegiadas, en efecto, pueden caer en la trampa de aprovechar la nueva situación para asegurar o (25) Cf. La pugna sobre el tiempo y el espacio, en Teologia de la cultura y otros ensayos, Bue-nos Aires, s. a,, 35-43, y Entre la tierra natal y el extranjero, Ibídem, 264-268; cf también Die religiose Lage der Gegenwart, en GW X , Stuttgart 1968, 46-53 y Der totale Staat und der Anspruch der Kirchen, Ibídem, 121-145. Un trabajo útil en este contexto, que analiza su postura en este punto, junto a la de BUBER y GANDHI, es el de C. BAUM, ¿Qué clase de nacionalismo? Distinciones éticas: Concilium n." 262 (1995) 1.057-1.068. (26) Sempre en Galiza, Buenos Aires 1944. (27) Recuérdese, sobre todo, el trabajo ya citado de G. GIRARDI, Opción por los pobres, opción por los Pueblos desde una perspectiva creyente y liberadora. ANDRES TORRES QUEIRUGA 75 aumentar sus privilegios, desentendiéndose de las demás o, lo que es peor, sometiéndolas a la injusticia de un nuevo reparto desigual, ahora adornado con un manto democrático. Aquí radica, en mi parecer, el máximo peligro. El privilegio ciega, la política se mueve ante todo por relaciones de poder: a la hora de las de las decisiones no suelen ser la justicia distributiva o las necesidades reales de los pueblos las que determinan la distribución de los presupuestos o la aproba-ción de los estatutos. La relaciones de fuerza y el juego de la presión, por el lado de la demanda, y la táctica del apaciguamiento, por el lado del poder, tienden a convertirse en norma. Abandonada a sí misma, la dinámica llevaría a aumentar los privilegios de las nacionalidades ya privilegiadas a costa de los derechos de las demás. He ahí la gran apuesta. Sería terrible que la noble y legítima preocupa-ción nacionalista degenerase en una nueva guerra de intereses a otro nivel. Porque entonces el odio y el resentimiento -ciertas propagandas antinacio-nalistas lo saben muy bien- se verían potenciados hasta lo indecible por esa fascinadora resonancia, por esa casi fatal inhibición de la autocrítica que puede inducir la identificación pasional con el propio grupo étnico. El nacio-nalismo sería entonces el introductor o el potenciador de una nueva opresión y, en consecuencia, se constituiría en una gravísima amenaza para la conviven-cia. Sólo superando esta tentación, encontrará su sentido profundo: promover una afirmación nacional que sea al mismo tiempo afirmación fraternal de los demás, no competitiva, sino abierta y colaboradora. (Permítaseme señalar que estos párrafos, que parecen un retrato de la triste situación que estamos viviendo hoy, los había escrito letra por letra en 1977: el peligro es, sin duda, real; y la advertencia, indispensable). Sin embargo, no sería justo que el reconocimiento de las dificultades se tradujese en descalificación global o en negación indiferenciada. Debe tratarse más bien de asumir la negación para purificar la afirmación, o, si se quiere, para pasar de una afirmación ingenua y, por así decirlo, desarmada, a una afir-mación crítica. Porque es evidente que los peligros serios que acechan al prin-cipio nacional constituyen una prueba de fuego para todas las instancias since-ramente democráticas. Únicamente una afirmación que los tenga en cuenta y ponga los medios para esquivarlos, tiene derecho a la afirmación sincera de los valores nacionales. Entonces podrá demostrarse que el nacionalismo no tiene por qué caer en la trampa del particularismo. Este no es algo que le pertenezca por esencia, 76 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO sino una deformación que nace de la raíz del común egoísmo humano. No debe usarse por tanto para descalificar sin más a la conciencia nacional, sino, en todo caso, para criticarla y corregirla. Porque, si es cierto que el particula-rismo egoísta tiende a adherise como una lapa al nacionalismo hegemónico, también lo es que no resulta del todo insuperable. Desde una actitud crítica, el fomento de lo propio puede ser la mejor escuela para el respeto de lo ajeno. Incluso para un nacionalismo hegemónico, que no renuncie a la crítica y cultive la memoria histórica de sus luchas y sufrimientos pasados, la afirma-ción de la propia individualidad pueda resaltar el sentido verdadero de la soli-daridad, que no es nunca uniformación sino reconocimiento en la diferencia; y la búsqueda del propio bienestar o de la propia justicia puede sensibilizar para colaborar fraternalmente al bienestar de los demás y para no atentar jamás contra la justicia. En cualquier caso, la solución no vendrá por un universalis-mo abstracto, que en nombre de un internacionalismo teórico tiende no sólo a ignorar la cultura y las necesidades de los grupos reales, sino que los expone con mayor fuerza al imperialismo cultural y a la explotación de las multinacio-nales. Y desde luego desde el punto de vista de las naciones pobres o en algún sentido oprimidas, la conciencia nacional constituye un potencial precioso para despertar energías dormidas, unir esfuerzos y fomentar la soIidaridad. Sería enormemente injusto descalificarla o paralizarla en nombre de los posi-bles abusos de las poderosas (y acaso muy de acuerdo con los intereses de las mismas). Aparte de que deben tomarse también en consideración otros valo-res no tan inmediatamente visibles, pero muy importantes, como son los de una cultura y tradición propias, de un idioma peculiar y de una rica y humani-zadora comunión de pueblo. No son exclusivos de una conciencia nacionalista, pero es evidente que ella fomenta mejor su respeto y permite un cultivo más adecuado. Naturalmente quedarían todavía muchos puntos por analizar y muchas dificultades por resolver. Pero el haber tocado estos aspectos fundamentales basta, esperamos, para mostrar que el nacionalismo se encuentra, o puede encontrarse, a pesar de sus serios peligros y evidentes dificultades, en aquella confluencia con Ios,valures evangélicos que detectábamos al principio. La teo-logía no puede señalarlo como opción única, ni inmiscuirse en los caminos concretos -que pueden ser muy diversos- de su realización política. Pero sí puede reconocer que, como actitud de fondo, constituye un proyecto que pro-picia una realización auténticamente humana. Por 1o.tanto autoriza a que la comunidad eclesial, y aun exige, para que allí donde se encuentre con él, lo acepte como tal, lo respete y aun contribuya -dentro, claro está, del necesa-rio pluralismo y a través de las necesarias mediaciones- a su justa realización. ANDRES TORRES QUEIRUGA 77 6. LA (POSIBLE) CONTRIBUCION DE LA COMUNIDAD ECLCS.IAL El contenido concreto de esa contribución pertenece al discernimiento de cada situación particular. Pero hay aspectos lo bastanteprofundos y radica-les como para que resulten comunes y en cierto modo determinables a priori. Es claro que ante todo aquí han de encontrar su aplicación los principios generales señalados al principio. Así la teología debe estar muy alerta frente a la tentación del nacionalismo a absolutizarse: cualquier posible infección de un grupo nacional por la hybris de la propia superioridad -sea de raza, de historia, de capacidad de progreso o de superioridad técnica- debe encontrar siempre frente a sí el mandamiento supremo de "un solo Señor" y, por consi-guiente, de una sola comunidad fundamental. Pero interesa sobre todo el gran peligro: el del particularismo egoísta. La misma iglesia naciente ofrece aquí el mejor ejemplo. San Pablo, que con tanta espontaneidad y vigor afirmó la autonomía de las iglesias locales, vivió también con creciente intensidad la exigencia de apertura e integración en la iglesia universal. La koinonía o "comunión" entre todas fue la actitud que hizo posible la mediación. Una comunión, ante todo, en lo "universal huma-no", según aquel principio magnífico: "Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3, 28; cf. Col 3, 11). Pero comunión que se traduce también en fraternidad real y con-creta, mediante la puesta en común de los bienes materiales: de ahí su perso-nalísimo interés por la colecta que las iglesias de Acaya, Macedonia y Galacia hicieron para los "pobres" de la iglesia de Jerusalén (cf. Rm 15, 25-28; 2 Co 8,1-9,15). Hacia el interior de cada comunidad, esta coniunión pide mantener siempre viva la exigencia de una igualdad verdaderamente fraternal, tanto res-pecto de la posible utilización clasista del nacionalismo, como respecto de los miembros de otras nacionalidades que vivan en su seno; sobre todo de aque-llos que, como los inmigrantes están allí por necesidad, arrancados a su tierra y expuestos a todas las heridas de la discriminación. Problema de siempre, pero que hoy se ha vuelto masivo y sangrante, y que, por lo mismo, está cla-mando por soluciones hondas de ancha generosidad. En cuanto a las demás nacionalidades, este mismo principio de comu-nión exige una actitud igualmente fraternal y escrupulosamente respetuosa con la justicia distributiva. Los cristianos precisan ser continuamente alertados respecto a una identificación acrítica con los intereses de la propia nacionali-dad. De lo contrario se incurriría fatalmente en graves contradicciones. Sería, por ejemplo, un espectáculo triste y casi macabro ver cómo, bajo la presión de los intereses de la propia comunidad, "desde la fe7' se apoyasen en una nacio-nalidad española posturas que "desde la fe" fuesen denunciadas como injustas 78 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO en otra. En la España de hoy esta exigencia resulta de una urgencia quemante. La actual sensación de que los bienes de todos están siendo objeto de almone-da secretista, regida por las presiones insolidarias de los más fuertes, puede envenenar gravemente la conciencia colectiva. Desde la fe todos los hombres debieran encontrarse -en la medida en que esto es humanamente posible- codo a codo contra la injusticia, incluso a favor de los intereses de los demás, incluso contra los propios intereses. El nacionalismo que afirma la teología es el que tiende a inscribirse en esta diná-mica -que es, por lo demás, la de la verdadera humanidad-. Un nacionalis-mo, por tanto, afirmador decidido de la propia realidad concreta y consagrado a potenciar al máximo los propios valores, pero dispuesto siempre a negarse a la tentación de la egolatría, del egoísmo y de dominio: dispuesto a "perder su vida" narcisista u opresora, "para ganarla", en la auténtica fraternidad de los otros pueblos, igualmente afirmados en sus derechos y en su lucha por un auténtico desarrollo. Y no sería escaso servicio el que la teología prestara a las nacionalida-des y a la comunidad global, si contribuyera a mostrar que esto es realmente posible y que por aquí pasan serios caminos de liberación. Aunque aquí los dinamismos propios de la racionalidad -¡y de la irracionalidad!- política imponen un realismo muy austero, hay lugar a la esperanza. No sólo, como veíamos, está el ejemplo de la iglesia primitiva. También hoy, casos como la iglesia del Quebec, dan lugar a la esperanza(28). En efecto, esta tuvo ciertamente que hacer sus tanteos y cometió, sin duda, sus errores(29)p;e ro todo indica que en conjunto supo asumir la actual situación secularizada: respetando el legítimo pluralismo, se colocó decidida-mente al lado de las reivindicaciones nacionalistas mientras estas apoyaban claramente los derechos justos de una minoría; pero no dudó tampoco en mostrarse "cada vez más crítica con la indiferencia del Estado y de la sociedad de Quebec ante el dolor de los ciudadanos más débiles", publicando "cartas pastorales sobre la situación lamentable que padecían obreros, desempleados, jóvenes, poblaciones aborígenes, habitantes de regiones empobrecidas, mino-rías, inmigrantes y refugiados" (30). (28) Remito sobre todo a D. SELJAK, Religión, nacionalismo y secesión en Canadá: Conci-lium n." 262 (1965) 1.031-1.041, que indica además los documentos y la bibliografía funda-mental. (29) Cf., por ej., la visión, no tan claramente positiva, que años antes había ofrecido en la misma revista R. BRETON, Reflexiones sobre la existencia francesa en Canadá: Conci-lium n." 121 (1977) 49-54. Téngase en cuenta que aunque la nueva visión pueda resultar discutible, basta este tipo de reflexión para denotar la existencia de una posibilidad real. (30) A. c., 1039. ANDRES TORRES QUEIRUGA 79 Aun en el supuesto de que esta descripción fuese demasiado idealista, no por ello dejaría de señalar un esfuerzo real y una posibilidad objetiva. Eso es lo que importa. La secularización ha descubierto ambigüedades y cerrado caminos. Pero ha abierto también nuevas posibilidades. Lo decisivo es aprove-charlas, situándose con lucidez en el propio momento histórico, para contibuir así a la común e inacabable tarea de ir construyendo una sociedad más libre, justa e igualitaria y, por qué no decirlo, más verdaderamente fraternal. Andrés Torres Queiruga
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Calificación | |
Colección | Revista Almogaren ISTIC |
Título y subtítulo | Fe cristiana y nacionalismo |
Autoría principal | Torres Queiruga, Andrés |
Entidad | Centro Teológico de Las Palmas |
Publicación fuente | Almogaren. Revista del Centro Teológico de Las Palmas |
Numeración | Número 20 |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Instituto Superior de Teología de las Islas Canaria |
Fecha | jun-97 |
Páginas | pp. 055-079 |
Materias | Religión ; Iglesia ; Filosofía |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 1031498 Bytes |
Texto | ALMOGAREN. 20. (97). Págs. 55-79. D CENTRO TEOLOGICO DE LAS PALMAS FE CRISTIANA Y NACIONALISMO ANDREST ORREQSU EIRUGA PROFESOR DE FlLOSOFlA DE LA RELlGlON UNIVERSIDAD DE SANTIAGO DE COMPOSTELA 1. PLANTEAMIENTO 66 . ¿,Será el nacionalismo un (dudoso) logro de la cultura cristiana? ¿Estará fomentado por aquella manera de pensar que concede un alto grado de autonomía a las cosas terrenas y, por tanto, a la sociedad y a la política? ¿Llegará entonces lo nacional a ser tan dueño de sí mismo que sea capaz de uncir la religión y las Iglesias al propio carro? Y a su vez: ¿Se cultiva en las Iglesias cristianas una conciencia social de orientación tradicional, que se sien-ta sobre todo segura y a gusto en una cultura nacional homogénea y quizás en una cultura nacionalista? ¿No es acaso el nacionalismo uno de aquellos egoís-mos de grupo que niegan el universalismo del cristianismo y que, por tanto, se hallan en contradicción fundamental con el Evangelio? El nacionalismo ¿no es causa y fuente de innumerables atrocidades humanas? ¿O la discriminación y la opresión tendrán otras raíces, y el nacionalismo será precisamente el intento de emanciparse de ellas y de luchar por conseguir la propia libertad e identidad?" ('1. (1) J.A. COLEMAN y M. TOMKA, El reto del nacionalismo a las Iglesias: Concilium n." 262 (1995) 935. 56 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Estas preguntas abren, como en torrente, el monográfico que la revista internacional Concilium dedicaba recientemente a nuestro tema. Los mismos editorialistas cerraban la cascada de interrogantes con una apreciación caute-losa, tirando a escéptica: "Es discutible que existan respuestas uniformes, atemporales, independientes de la situación, que contesten a estos interrogan-tes". Y cualquiera que haya dedicado algún tiempo a la lectura y a la medita-ción de estos asuntos sabe por experiencia propia que eso es una manera suave de expresar la verdad: tocar hoy el tema de los nacionalismos constituye un asunto extremadamente delicado; hacerlo desde el punto de vista religioso, equivale a meter la mano en un avispero, donde la confusión resulta galopante y los ataques pueden llegar de cualquier lado. Esto no debe extrañar, si, por un lado, la terrible conflictividad real nos asombra y aun nos horroriza cada día con fenómenos achacados -con razón y sin ella- al nacionalismo y si, por otro, un sociólogo de prestigio nos asegura que "el nacionalismo tal vez sea el concepto más resbaladizo con que topa un análisis sereno de la realidad social hoy" (2j. Introducir ahí un factor de tan honda implicación humana como el religioso, siempre cargado de fuertes reso-nancias afectivas, tiene que resultar muy difícil y necesariamente conflictivo. La verdad es que el teólogo no lo tiene fácil, y se comprende que hace ya algu-nos años uno de ellos se quejase en la revista antes citada de que "la gran difi-cultad con que choca la reflexión teológica sobre la etnicidad [para el caso cabe decir: sobre el nacionalismo] estriba en que los sociólogos no se han puesto de acuerdo sobre su significado y función social en las diversas partes del mundo" ('j. Pero, claro está, no sería pertinente aprovecharse de la cita para desha-cerse de la propia responsabilidad teológica, echándola sobre los hombros del sociólogo. Con todo, es importante aprovechar lo que tiene de verdad, para delimitar ámbitos y situar lo específico de la posible aportación. Porque resul-ta obvio que el nacionalismo constituye ante todo un problema social y políti-co, y que es en ese terreno donde deben jugarse las bazas decisivas. La racio-nalidad a buscar es prioritariamente política, en el amplio y hondo sentido de esta palabra. La consideración religiosa resulta, por fuerza, estructuralmente posterior en este problema y tiene que elaborarse sobre ella, respetando su autonomía. El papel específico de la teología -como a su modo el de la filo-sofía- sólo puede ser el de encuadrar esa autonomía en el ámbito abarcante de lo humano. Y es entonces cuando podrá aplicar sus recursos peculiares, con el fin de evaluar sus valores o contravalores y con la intención de conjurar sus (2) S. GINER, Nación y nacionalismo, en Los nacionalismos, ed. por el Centro Pignateli, Zaragoza 1994,35. (3) G. BAUM, Sintesis de la doctrina: Concilium n." 121 (1977) 120. ANDRES TORRES QUEIRUGA 57 peligros o aprovechar sus potencialidades en orden a una sociedad verdadera e integralmente humanas. Para una historia como la nuestra, fuertemente trabajada por el proceso de secularización, tales consideraciones debieran resultar obvias. Permitidme tan sólo afiadir: obvias, al menos en principio. Por dos razones principales: porque lo claro en principio no siempre resulta fácil de realizar en la práctica, y porque, bien mirado, a escala histórica esa claridad es una adquisición muy reciente, que todavía no ha logrado dilucidar todas sus consecuencias. En efecto, la autonomía de lo político representa, por fortuna, una con-quista irreversible de la conciencia occidental; pero, al mismo tiempo, sigue expuesta a recios y contrapuestos tirones, que en demasiadas ocasiones tien-den, por un lado, a anularla o, cuando menos, a desvirtuarla; y, por otro, pro-penden a absolutizarla, sometiéndole todos los demás valores. La tentación de las iglesias ha sido justamente la primera: resistirse al proceso de seculariza-ción, agarrándose a los últimos restos del tradicional estilo teocrático. La de los políticos, en cambio, ha sido la segunda: recluir a la iglesia en la sacristía y anular el desafío de los valores religiosos, encerrándolos en el ámbito de lo privado. En ambos casos, cada campo ha encontrado siempre abundantes complicidades en el otro: los políticos, aprovechando con gusto las veleidades teocráticas, cuando el aire de las mismas hincha las velas del propio partido; y los religiosos, aceptando sin resistencia la privatización de la fe, cuando asegu-ra privilegios institucionales o simple comodidad de adaptación burguesa. De ahí que una consideración teológica responsable tiene que moverse, con lúcida cautela, evitando dos graves escollos: el abstencionismo y la suplan-tación. La suplantación -cuyo índice mayor es la teocracia- consiste en la sustitución directa de la racionalidad política por la racionalidad teológica. Sucede cuando conceptos bíblico-teológicos, como "reino", "potestad", "pue-blo elegido" ... se traducen, sin mediación alguna, por sus homónimos políti-cos. O también, cuando se produce "una transferencia de sacralidad" (4), es decir, cuando el trasfondo emotivo y cosmovisional de la actitud religiosa es investido inmediatamente en un concreto sistema o institución socio-política, con inevitable tendencia a absolutizarlos. Pero este peligro en modo alguno puede llevar a la abstención: están en juego valores demasiado profundos como para permitir que el Evangelio quede marginado; y el cristiano no puede negarse a aportar su ayuda específica en una cuestión en la que tantas veces se juega a fondo el destino del hombre. (4) Es el peligro señalado con fuerza (y acaso con excesiva generalización) por A. ELORZA, La religión política. "El nacionalismo Sabiniano" y otros ensayos sobre nacionalismo e integrismo, San Sebastián 1995, 8-11, que remite a los análisis de M. OZOUF, La fete révoloutionaire, 1789-1799, París 1988. 58 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Por fortuna, esta reflexión no parte de cero, puesto que, en última ins-tancia, constituye una aplicación concreta de la problemática más amplia estu-diada por la teología política y, a su modo, por la teología de la liberación; y es bien sabido que ambas han vivido en los últimos tiempos un avance notable, tanto en la finura de sus análisis como en la cuidadosa evaluación de las conse-cuencias. Teniendo todo eso en cuenta, la exposición pide ser estructurada desde dos polos fundamentales: 1) aprender lo que la racionalidad política puede enseñarnos acerca de la nación y el nacionalismo y 2) elaborar la aportación que cabe hacer desde la racionalidad teológica. Dado que, además, la conside-ración pretende estar situada, deberá atender no sólo al problema del nacio-nalismo en general, sino también -y prioritariamente- a su versión españo-la, por ser la que inmediatamente nos afecta. Con eso queda aclarada de algún modo, pero también desvelada en su complejidad, la marcha del tratamiento, que deberá atender a los diversos frentes. 2. EL CONCEPTO DE NACIONALISMO Será, pues, necesario empezar por una consideración política que aclare el significado del fenómeno nacionalista en general. Al hacerlo, ya se com-prende que tanto mi falta de competencia en este campo como el carácter sumario de estas consideraciones impiden cualquier pretensión de entrar en el detalle de tan intrincado y espinoso problema. Se trata únicamente de buscar la inteligibilidad indispensable para dotar de una articulación básica al discurso que nos ocupa. Lo cual tal vez no deje de tener sus ventajas, sobre todo en el sentido de que una mirada externa y sin preocupaciones especializadas puede sentirse más libre para lo elemental: para esas "verdades del barquero" que de ordinario resultan tan útiles en las situaciones confusas "). Como idea general, el nacionalismo constituye un modo de organizar el espacio político, en orden a conseguir la viabilidad y prosperidad de la convi-vencia pública. Es por tanto una solución histórica a un problema permanente: (5) De ahí que el trabajo no pretende ofrecer una bibliografía especializada: aparte de las obras generales y de las citadas de manera más concreta en las notas, tengo muy en cuen-ta: J.L. BARREIRO RIVAS, Galicia en Europa: o novo camiño: Encrucillada 15180 (1992) 461-488, a pesar del título, muy útil para comprender el trasbndo político y los mecanismos de la evolución histórica; y X. ROGRIGUEZ MADRINAN, Nacionalismo no mundo actual: Encrucillada 17185 (1993) 451-477, lúcido y muy bien documentado, ilu-mina bien la situación actual, sobre todo en Europa. ANDRES TORRES QUEIRUGA 59 por eso tiene fechas concretas y obedece a situaciones determinadas. Antes habían existido otras soluciones; digamos, sin mayores exigencias de precisión histórico-política: el clan, la tribu, las anfictionías, las ciudades-estado, los imperios antiguos, la polis griega, el imperio romano, los "reinos" bárbaros, el imperio "cristiano", el feudalismo. Y seguramente en el futuro acabarán apa-reciendo otras distintas. Por supuesto, ninguna de las soluciones ya ensayadas ha sido perfecta y ninguna ha obedecido a un puro capricho. Por la misma naturaleza y compleji-dad de los factores, las fuerzas y los intereses que entran en juego, cada solu-ción representa un equilibrio inestable, sometido a la erosión del tiempo y necesitado de correcciones continuas; puede incluso llegar el momento en que las tensiones se hacen tan fuertes y las insuficiencias tan notorias, que resulta necesario cambiar el modelo mismo (que es, justo, lo que ha sucedido en los tránsitos antes aludidos). La nación surgió precisamente cuando la inestable solución que ofrecía el régimen feudal estaba agotando las posibilidades que lo habían originado. Su consolidación ha sido lenta y laboriosa, del siglo XVI al XVIII(6)p, ero acabó abarcando a toda Europa y, desde ella, se extendió a casi todo el resto del mundo actual. Eso mismo ha hecho que la variedad de sus formas sea enorme, hasta el punto de que muchas veces resulta discutible que puedan subsumirse bajo un mismo concepto''). En consecuencia, se han multiplicado también sus problemas, de suerte que en más de una ocasión, como a raíz de las dos guerras mundiales, se ha hablado ya de que había llegado el fin de la nación. En cualquier caso, es evidente que hoy la solución nacional se encuen-tra en una fuerte crisis, pues en un mundo en enorme expansión, traspasado por fuerzas transnacionales cada vez más poderosas y determinantes, la nación -en expresión famosa de D. Be11(8)- resulta a la vez demasiado (6) Según se tome en sentido más amplio o más estricto, cabe incluso dar como exclusiva una u otra fecha: cf. discusión y referencias en X. RODRIGUEZ MADRINAN, L.c., 457-466. (7) "Como un camaleón, el nacionalismo adopta el color de su contexto" /A.D. SMITH, National Identity, Londres 1991, 79; cit. por X. RODRIGUEZ MADRINAN, L.c., 462, nota 2). (8) Cf. J.A. COLEMAN, Una nación de ciudadanos: Concilium n." 262 (1995) 1.007. Lo ha expresado muy bien 1. Sotelo: "Porque en un punto hay acuerdo; nadie negará que no se haya quedado obsoleto el puntal básico de la política moderna, el Estado nacional. Por un lado, es demasiado pequeño ante las exigencias que imponen el desarrollo tecnológico y la internacionalización de la economía; incapaz incluso de cumplir la tarea originaria que justificó el que surgiera: la defensa de la sociedad de los peligros y amenazas que proven-gan del exterior. De ahí la necesidad de construir estructuras políticas continentales, obje-tivo a que responden los esfuerzos por una Europa unida. Por otro, demasiado grande para satisfacer eficazmente las demandas de la población, que reclama una mayor partici-pación y, por tanto, cercanía en la solución de los problemas que directamente le concier-nen, lo que a su vez conlleva la estructuración política de las regiones (federalización). 60 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO pequeña y demasiado grande. Demasiado pequeña para las relaciones econó-micas, políticas y de información cognitiva. Demasiado grande para preservar determinadas identidades culturales o muy definidas identificaciones tradicio-nales, afectivas o simbólicas. De ahí que no deban extrañar las tensiones a la hora de su enjuicia-miento actual. Pero, al mismo tiempo, la perspectiva histórica debiera consti-tuir ya una buena vacuna tanto contra la simplificación como contra la absolu-tización. Empecemos por la segunda. La absolutización oculta el carácter dinámico y procesual del fenómeno nación, convirtiendo en solución eterna e inamovible lo que, en realidad, es tan sólo una solución concreta, para un espacio definido, en un tiempo deter-minado. En principio, así como la nación apareció en un momento dado como la solución mejor para la convivencia política, nada impide que pueda llegar otro en que la conciencia colectiva o una parte de ella opte por una solución nueva, que crea más adecuada a sus circunstancias. Negarse a reconocer esto y oponerse a todo cuestionamiento que tienda a relativizar, cambiar o mejorar determinados aspectos de la solución nacional, indica una clara falta de con-ciencia histórica y bloquea todo avance en la racionalidad política. Tengo la impresión de que el "-ismo" de la palabra nacionalismo tien-de a evocar el fantasma de esa absolulitización y que por eso despierta hoy recelos muy generalizados. Cuando se han escuchado principios como "right or wrong, my country", proclamas como "Deutschland Deutschland über alles" o incluso consignas como "todo por la patria"; y cuando, encima, se ha constatado que tales concepciones, lejos de ser inocentes, podían acarrear terribles catástrofes históricas, no pueden descartarse sin más esos recelos. En ese sentido, no hablo aquí de nacionalismo. Pero, al mismo tiempo, la reflexión serena debe reconocer que esos mismos recelos pueden resultar muy injustos, cuando se aplican sin más a la solución nacional como tal y en sí misma. Por ello, en aras de una auténtica racionalidad política, cuando se aborda esta cuestión, tal vez no fuese hoy mal camino abandonar la palabra "nacionalismo" y hablar de "conciencia nacio-nal". De ese modo la consideración puede hacerse más objetiva, evitando tanto el extremo de la descalificación a priori como el de la cerrazón dogmáti-ca a toda posible crítica. (...) Por consiguiente, se precisa de estructuras políticas más amplias y, sobre todo, distintas de las que creó el Estado nacional, a la vez que de un reforzamiento de los poderes loca-les y regionales" (El nacionalismo alemán: Una introducción histórica, en Los nacionalis-mos, cit., 373). ANDRES TORRES QUEIRUGA Al lado de absolutización acecha siempre la simplificación, que tiende a ocultar el carácter complejo y dialéctico de la solución nacional. Justo porque entran tantos factores en juego, no cabe una visión simplista. Lo muestra ya la increíble variedad de sus formas empíricas, "tales como naciones-estado, esta-dos- naciones, naciones multiestatales, estados multinacionales, estados-nación multinacionales, naciones semiestatales, naciones meso y microestatales, naciones culturales subestatales", para usar la descripción de un buen analis-ta''). Y, desde luego, no puede ignorarlo la reflexión que busque un mínimo de claridad. En este sentido, sin entrar en otras complejidades, conviene alertar con-tra un espejismo fundamental: el que demasiadas veces está en la base de la clásica división dicotómica del nacionalismo en romántico y liberal (o alemán y francés). Para el primero la nación consistiría en una especie de "esencia", previa a los individuos y apoyada en una base natural constituida por elemen-tos como el suelo, la raza, la lengua, la religión.. . , tomados distributivamente o formando diversos conjuntos. Mientras que para el segundo la nación sería una libre decisión de los individuos, que deciden constituirla como tal, dándo-se, sin verse forzados por condicionamientos previos, esa configuración y no otra. Lo grave no es que se haga tal clasificación, que sin duda encierra su verdad, sino en que de ordinario se hace separando las concepciones en dos bloques autónomos y excluyentes, las más de las veces con la clara intención de afiliarse a uno de ellos para desde él descalificar con mayor facilidad al otro. Pero, a poco que se piense, lo inadecuado de ese simplismo salta a la vista. En efecto, no puede tratarse en modo alguno de dos fundamentaciones separadas y autónomas, sino de dos factores en relación mutua e indisoluble. Ni la supuesta "esencia" aparece en la historia como un aerolito perfecto y acabado en sí mismo, sino que existe siempre desde una determinada agrupa-ción humana que toma conciencia de ella y que, de un modo u otro, opta por mantenerla. Ni la decisión de constituirse en nación se hace jamás en el aire, sino que presupone siempre condiciones naturales, circunstancias culturales y motivos económicos o sociales que impulsen hacia ella. De modo que, sin excepción, están necesariamente presentes las dos cosas: una colectividad se reúne porque quiere, dándose esta o aquella forma de gobierno; pero, al (9) B. OLTRA, La pasión politica, o sea, el nacionalismo: Sobre nacionalismo, en general, y nacionalismo español, en particular, en Los nacionalismos, cit., 209. Este trabajo analiza muy bien la complejidad de los factores y sus diferentes estructuraciones. 62 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO hacerlo, ha de contar por fuerza con un número de circunstancias que le vie-nen dadas: nadie escoge nacer en la Europa feudal o en la Francia revolucio-naria, en una época de prosperidad o en un tiempo de penuria, en un ambien-te cultural y religioso o en otro. Ese es, por lo demás, el lote de toda opción verdadera y auténticamente humana, que en su estructura más íntima consiste siempre en una dialéctica de destino y de libertad, o, si se quiere, de naturaleza y de ele~ción"~E)s. nuestra gloria y nuestra carga: partimos de algo que nos es dado o impuesto, pero podemos y debemos gestionarlo de un modo o de otro, tanto si nos decidimos a tomarlo como está como cuando intentamos transformarlo. Dejar esto bien claro, resulta decisivo. Porque entonces la consideración se libera de rigideces estáticas, haciéndose capaz de adaptarse a la rica y movible flexibilidad de lo real. Sobre todo, permite percibir con nitidez dos cosas fundamentales. La primera, que la combinación de los dos polos puede realizarse en proporciones muy variadas, que inducen acentos diversos y permiten opciones diferentes. Cabe acentuar el polo del destino, es decir, el de aquellos factores que, como el territorio, la lengua y en general la herencia histórica, tienden a compactar la convivencia en torno a ejes muy sólidos y fijos. O puede insistir-se en el polo de la libertad, cuando el peso de lo establecido o la aparición de nuevas posibilidades históricas suscitan el ansia de formas distintas o generan la necesidad de estructuraciones diferentes. En segundo lugar, aparece que no se trata de un proceso estático, sino de un movimiento histórico. Movimiento que a estas alturas cabe ya afirmar que no es neutro, puesto que, aunque con avances y retrocesos, muestra una tendencia perceptible hacia la acentuación del polo de la libertad. Factores que, como la raza, el poder hereditario o la religión, tuvieron en el pasado una gran fuerza, hasta el punto de ser en muchos casos condiciones determinantes o excluyentes tanto de la pertenencia a una nación como del estilo de relacio-narse con las demás, han perdido hoy gran parte de su peso, hasta el punto de que pueden incluso ser percibidos como estorbos. En el fondo y expresado desde otra perspectiva, se trata del perenne reajuste entre particularidad y universalidad, es decir, de ese proceso en el que las particularidades humanas se abren cada vez hacia espacios de mayor convivencia hacia dentro y de más amplia comunicación hacia fuera'"). Sin embargo, esto no significa que se trate de un proceso de pura susti-tución lineal, donde lo ideal sería que el segundo polo eliminase totalmente al (10) A esto apunta la aguda afirmación de B. ANDERSON, Imagined Communities, London 1983, 19: "La magia del nacionalismo está en convertir el azar en destino" (It is the magic of nationalism to change chance into destiny). (11) Este aspecto ha sido muy bien resaltado por X.L. BAREIRO, A. c., princip. 479-487. ANDRES TORRES QUEIRUGA 63 primero. Eso llevaría a un simplismo inhumano, del que acabarían saliendo de manera inevitable nuevas esclavitudes y nuevos particularismos. Se trata de una dialéctica mucho más sutil, que constituye, de hecho, la tarea siempre nueva y siempre pendiente de la convivencia humana, y, en concreto, del pro-blema nacional. Por un lado, comprendemos que, en definitiva, ningún factor fuera del de ser simplemente humano puede ponerse como condición absoluta para pertenecer o no a una nación. Pero por otro, eso no puede hacerse a costa de negar sin más la realidad de los factores particulares ni la importancia que les corresponde en la articulación concreta de la misma. En realidad, se trata de la necesidad estricta de preservar la justa dia-léctica de los dos polos. El polo de la libertad alerta sobre el hecho de que cualquier factor absolutizado lleva a formas de nacionalismo excluyente: racis-mo, colonialismo idiomático, fundamentalismo religioso.. . Pero, a su vez, el polo del destino recuerda que la ignorancia de los diversos factores que condi-cionan la convivencia o fundan las identidades concretas, lleva a una concep-ción abstracta e idealista, que oprime a las minorías más débiles y acaba entre-gando el funcionamiento social a la razón tecnocrática o al dominio laminador de los poderes económicos. Ya se ve que de este modo entramos de lleno en el problema del justo encuadre de las relaciones entre religión y conciencia nacional: hoy la religión no puede ser tomada en modo alguno como el factor determinante de la reali-dad nacional, pero tampoco sería lícito privarla de su relevancia específica o someterla a un funcionamiento político que impida su justa realización. En terminología de Niklas Luhmann se diría que el proceso de secularización la ha situado en su realidad de "sistema parcial" entre otros dentro del conjunto social, pero que justamente entre ellos y con ellos debe poder cumplir su "fun- ~ión" ( '~¿C) .ó mo concebir entonces la función de la religión? 3. EL PAPEL DE LA RELIGION La presentación resulta sin duda demasiado esquemática. Pero no sería inútil si ayudase ahora a encuadrar con cierta precisión nuestra tarea Ante todo, es claro que lo dicho pone en especial relieve la complejidad del problema y la necesidad de comprenderlo sobre nuevas bases. Desde luego, pasa a primer plano la importancia de la observación con que se abrían estas reflexiones: la religión no puede abrigar ya la pretensión de proporcio- (12) Cf. Funktion der Religion, Frankfurt a. M. 1977; cf, A. TORRES QUEIRUGA, La cons-titución moderna de la razón religiosa, Estella 1992,67-71. 64 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO nar soluciones directas. En este terreno lo suyo consiste propiamente en estu-diar, acoger y apoyar las soluciones que aparezcan como las mejores desde una estricta racionalidad política. Sólo que ahora, lejos ya de cualquier visión nos-tálgica de la situación de cristiandad, esa circunstancia no aparece como algo negativo. Al contrario, para una consideración educada en las justas preten-siones de la secularización se trata de una oportunidad positiva: considerar también como propio o, mejor, como coincidente con las propias intenciones todo avance en este terreno. Porque en la visión cristiana, apoyada en la idea de creación por amor, cualquier solución que en cualquier campo mejore la vida humana ha de ser considerada como estrictamente coincidente con el proyecto divino y, por tanto, con la genuina intencionalidad religio~a"~). De lo cual se deduce ya una primera consecuencia de especial impor-tancia. En la medida en que un consenso muy generalizado muestra hoy a la democracia como el modo mejor que, al menos por el momento, hemos encontrado para gestionar los problemas que plantea la organización nacional, el factor religioso debe situarse decididamente a su lado. En íntima conexión con esto, algo semejante cabe afirmar del reconocimiento de los derechos humanos como principio rector de toda convivencia: ellos cruzan, en efecto, las fronteras de todos los grupos y, sin descuidar lo particular, lo obligan a abrirse a lo universal. También aquí el factor religioso ha de sentir un impulso connatural a colaborar con todo intento de dotarlos de contenido concreto, ampliarlos hacia lo colectivo y conseguir que no queden sólo en declaraciones de principio. Al proceder así, la teología ha de reconocer con humildad el magisterio de la auténtica racionalidad política. La historia occidental, sobre todo a partir de la Ilustración, ha mostrado que sólo gracias a esa racionalidad han sido posibles la mayoría de los avances reales y que cuando las iglesias dejaron de atenderla, han incurrido en graves errores, como lo muestra el terrible anacro-nismo del Syllabus (1867). Pero, al mismo tiempo, la conciencia religiosa sabe que puede y que debe hacer su contribución positiva, que en muchos aspecto difícilmente resulta substituible por otras instancias. Es algo que, como ya queda insinuado, hoy están demostrando, con angulaciones diversas, tanto las diversas teologías políticas como la teología de la liberación. El fundamento es claro: la racionalidad no opera en el aire de la pura abstracción, sino en la concretísima carne de los problemas humanos, traspa-sados por intereses, dilacerados por egoísmos, distorsionados por relaciones de poder. Para poner dos ejemplos significativos: la "co;;,unidad ideal de (13) Me ocupo de este problema en mi último libro Recupera-la creación. Por unha relixión humanizadora, SEPT, Vigo 1996 (aparecerá pronto la trad. castellana en la Ed. Sal Terrae). ANDRES TORRES QUEIRUGA 65 comunicación" propugnada por los teóricos de la acción comunicativa o la "posición original" que Rawls presupone para su reparto equitativo son, por definición, únicamente ficciones teóricas. Sería necio negarles utilidad en su nivel; pero sería ingenuo desconocer que precisan de otros factores, si quieren ser verdaderamente operativas. La religión no es el único, evidentemente; ni siquiera tiene por qué considerarse el más importante. Lo que no cabe negar es lo peculiar de su aportación ni la necesidad que de ejercerla tiene el creyen-te responsable. Remitiéndonos ya a lo específico cristiano, y acaso con peligro de incu-rrir en cierto artificio, cabe señalar tres temas teológicos cuya ayuda puede resultar de especial eficacia: la dialéctica pecado-salvación, como camino rea-lista entre la ingenuidad y el desánimo; la afirmación de la Trascendencia Divina, como vacuna contra todo absolutismo; y la categoría de servicio como contrapeso a la terrible propensión al egoísmo. La simple enumeración indica que serían precisos amplios desarrollos; aquí deberemos contentarnos con indicaciones mínimas, confiando en que su misma fuerza de sugerencia haga el resto. La tradición bíblica, a través de una larga experiencia histórica, ha aprendido a renunciar a cualquier ingenuidad en todo lo que afecta los intere-ses humanos. La doctrina del pecado al comienzo del Génesis y las mismas tentaciones de Jesús en el pórtico de los Evangelios, lo advierten con energía. Pero también desde el principio ha sabido ver que lo negativo aparece envuel-to en lo positivo: el pecado, en la redención; la tentación, en la posibilidad de superarla. La aplicación es obvia: nada desmoviliza más en la lucha política que la alternativa del todo o nada. Pues bien, frente a eso el realismo bíblico enseña que el paraíso es imposible, ciertamente, y que se impone renunciar a él; pero, al mismo tiempo, llama a la realización de lo concreto posible: no acabaremos con toda la sed del mundo, pero un simple vaso de agua es precio-so; por eso vale la pena y contribuye a lo definitivo (cf. Mc 9,40; Mt 10,42). En cuanto al totalitarismo, los mismos representantes de la Escuela de Frankfurt han insistido en la enorme eficacia histórica de la prohibición de representar a Dios en imágenes, como aseguramiento de la unicidad de su trascendencia frente a la tentación de absolutizar cualquier instancia munda-na. La shoá nazi y el gulag estaliniano son escarmientos mayores de un peligro que acecha en cada esquina, siempre que cualquier factor finito -¡sin excluir la religión establecida!- se pone como absoluto al frente de cualquier con-ciencia nacional. En tercer lugar, el servicio o diakonía como actitud radical frente al imperio del egoísmo, que amenaza siempre con colonizar lo humano. Es algo en lo que W. Pannenberg acaba de insistir como característico del ethos cris- 66 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO tiano (14), pero que resulta especialmente válido en el terreno político, donde las relaciones de poder y la fuerza del dinero pasan a un inevitable primer plano. No caben, por lo mismo, idealismos ingenuos; pero una religión que sitúa su centro neurálgico en el amor, que lo alimenta con la conciencia de una fraternidad realista y que se esfuerza expresamente por traducirlo en presta-ción gratuita, puede hacer de contrapeso en un mundo donde, por ejemplo, el intercambio desigual se ha convertido en un auténtico cáncer entre las nacio-nes, manteniendo a las más pobres en la cautividad babilónica de una deuda externa que les cierra todo futuro. Bien entendido, que proclamar todo esto como su aportación específi-ca, significa dos cosas decisivas: 1) que la religión sólo puede apoyar un nacio-nalismo, sea del tipo que sea, en la medida en que permanezca abierto a estas dimensiones y 2) que también ella, en cuanto se institucionaliza, está siemrpe expuesta a idénticas distorsiones. Y, por desgracia, la práctica real de nuestros mismos días está mostrando con qué fuerza puede suceder: conscientes de su mensaje de fraternidad universal, las iglesias pueden ejercer de conciencia crí-tica y aun hacer de mediadoras en los conflictos; pero, tironeadas por las exi-gencias de sus comunidades o seducidas por sus propios intereses instituciona-les, pueden también -directamente o instrumentalizadas- atizar los conflictos con la materia inflamable de su emotividad ancestral o de sus sím-bolos tradicionales. Tiene, por ejemplo, algo de trágico observar cómo en una misma publicación teológica pueden juntarse trabajos que con inusitada dure-za acusan a las religiones de ser causas o agravantes en los conflictos de Cen-troeuropa, con otros que, con absoluta sinceridad, reconocen en ellas la única defensa de los derechos e identidad de sus pueblos('5). En estos terrenos la historia ha acabado con cualquier tipo de soberbia presunción de inocencia. Todos tenemos de que arrepentirnos y, por lo mismo, más que el ataque entre posturas o instancias diversas, lo que precisa-mos es el diálogo crítico y la corrección mutua. En este sentido, la reflexión teológica tiene que reconocer que muchas veces es necesario invocar a la reli-gión contra la religión (cosa que dentro de ella han hecho siempre todas las tradiciones proféticas); y que la racionalidad política, igual que no debe cerrarse por principio a la crítica religiosa, tiene todo el derecho a retropoyec-tarla también sobre las iglesias, a veces con una lucidez, energía y libertad que sólo ella puede lograr gracias a su extraterritorialidad religiosa. (14) Grundlagen der Ethik. Philosophisch-theologische Perspektiven, Gottingen 1996, princ. 110-118. (15) Tal es el caso del número 262 de la revista Concilium, citado al comienzo: véase, sobre todo, S. VCRAN, La religión y las Iglesias en la guerra de la antigua Yugoeslavia (págs. 91-102), en sentido negativo, y L. ASZODI y C. FRATER [ipseudónimos por miedo a represalias!], De profundis.. . La religión como apoyo de las minorías (115-128), en senti-do positivo. ANDRES TORRES QUEIRUGA 4. EL NACIONALISMO EN ESPAÑA La consideración global era necesaria, tanto para la reflexión no encalle en un provincianismo estrecho e insolidario, como para obtener un marco general que propicie la objetividad y la serenidad. Pero es claro que, hoy y aquí, es decir, en la España actual, no sería realista dejar de afrontar el proble-ma concreto que plantea el nacionalismo o, mejor, las distintas conciencias nacionales. Y ya se comprende que, en la división del mapa estatal, no le corresponde a la teología ni negar ni atribuir patentes de nacionalidad: eso ha de ser el fruto de la racionalidad política; la teología sólo podrá juzgar, apo-yándose en los datos de ésta, acerca del modo de ejercerla y de sus consecuen-cias humanas. En principio, es obvio que habrá de tratarse ante todo de una aplica-ción de lo dicho hasta aquí; y, afortunadamente, los tiempos del nacionalcato-licismo empiezan a quedarnos muy lejos: con los defectos que se quieran, las iglesias españolas han actualizado su teología al respecto, entrando de lleno en el juego democrático, a cuyo advenimiento han contribuido no poco. Ahora se trataría de ver cómo eso se concreta en el problema de las nacionalidades, que, justo en estos tiempos, está adquiriendo entre nosotros especial urgencia e incluso dura conflictividad. Para ello resulta a todas luces indispensable recordar la figura específica que el problema general adquiere en el caso espa-ñol. Sin entrar en las complejidades que impondría una discusión más técnica, se impone destacar dos notas fundamentales. La primera remite al origen de la situación actual, bien expresado en las siguientes palabras de J.A. Estrada: "La Europa moderna comienza en el siglo XVI con las monarquías absolutas que configuran los modernos Estados nacionales. Se trata de Estados configurados internamente en torno a una nacionalidad oficial bajo la preeminencia del pueblo hegemónico intraestatal-mente, a la que se subordinan los restantes pueblos y naciones estatales. (. ..) Esta estructuración sociopolítica implicó el predominio de la particularidad dominante, la de la metrópoli respecto de las colonias, y la de la nacionalidad hegemónica frente a los otras en el Estado. (. . .) La razón de Estado se impuso a las particularidades de las nacionalidades y la especificidad del pueblo hege-mónico se impuso a nivel estatal como matriz de la nacionalidad oficial"('6). (16) Iglesias y modernidad: la constri~cción de la nueva Europa, en Pueblos y estados en la construcción de Europa, ed. por la Conferencia de Comunidades Cristianas de Base de Europa, Bilbao 1993,110 68 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Prescindiendo ahora del problema colonial e imperial, aparece claro que ahí se afinca la raíz decisiva de las inquietudes actuales. El proceso unifi-cador se hizo en gran parte a costa de los pueblos o nacionalidades no hege-mónico~ q, ue, por un lado, vieron mermados sus derechos lingüísticos y cultu-rales bajo la imposición de la cultura castellana de la corte, y, por otro, sintieron recortadas sus aspiraciones económicas y de gobierno, supeditadas en exceso a los intereses del estado central. Era inevitable que se fuese acu-mulando una importante insatisfacción, que estaba esperando el momento propicio para salir por sus fueros. A pesar de su enormidad esquemática, es indudable esta observación arroja mucha luz sobre el dinamismo esencial de lo que está sucediendo hoy con el "estado de las autonomías". A esta nota se une la segunda: el proceso no ha sido uniforme. La merma de los derechos no fue la misma en todas partes: Galicia, por ejemplo, vio marginada su lengua y cercenada su capacidad de autogobierno antes y en mayor medida que Cataluña. Por otra parte, la capacidad de reivindicar los propios derechos muestra enormes diferencias: para seguir con ejemplos, la capacidad reivindicativa de Extremadura o Canarias está lejos de las de Valencia o el País Vasco. Juntando ambas notas, se tiene el cuadro fundamental dentro del que se juega hoy la apuesta autonómica y donde, por tanto, ha de ser juzgada la mayor o menor legitimidad de sus distintos avatares. Como no podía ser menos, los distintos reajustes, ya acontecidos o todavía en curso, no suceden sin conflictos; y la lucha de intereses deja ver su rostro duro, demasiadas veces cruel y egoísta. De ahí que no falten voces que acusen abiertamente al nacio-nalismo de ser el culpable de gran parte de las tensiones y desarreglos que padecemos. A la luz de cuanto llevamos dicho, resulta claro que hacer esa acusa-ción, hecha de manera global e indiscriminada, constituye un simplismo evi-dente. Pero tampoco cabe sin más extender un cheque en blanco a la legitimi-dad de todas las actitudes y estrategias hechas en nombre de la respectiva conciencia nacional. Se precisa hoy mucha sabiduría histórica y una gran sere-nidad política para no perder la cabeza en este nuevo "laberinto español". Y, como es natural, la conciencia religiosa no puede esquivar el problema, si de verdad quiere contribuir a actitudes y soluciones lo más equilibradas posible. Por todo esto, ya se ve que un afrontamiento teológico deberá evitar con sumo cuidado caer en el simplismo o en la consideración indiferenciada. Justo porque no están inmediatamente sometidas al juego de los intereses ANDRES TORRES QUEIRUGA 69 económicos o de poder en disputa, las iglesias tienen que intentar mantenerse por encima de las reivindicaciones meramente egoístas. Y debido a que están fundamentadas en una Trascendencia que se manifiesta en Encarnación, debieran ser maestras en un universalismo real, que no se afirma a costa de las particularidades que lo integran. Sería triste que las iglesias españolas se deja-sen arrastrar o bien al torbellino de los intereses particularistas o bien a un universalismo abstracto, que ignore la cultura y las necesidades del pueblo res-pectivo. Más triste resultaría aun que apareciesen encendiendo la emoción o atizando la polémica. Lograr en estas circunstancias una visión equilibrada resulta, por fuer-za, muy difícil; y, desde luego, no podrá aspirar a seguridades dogmáticas. Al mismo tiempo, no cabe acallar la fuerza de los principios, aun cuando estos puedan colisionar con determinados intereses. En este sentido, conviene dis-tinguir dos niveles fundamentales en la consideración: el de los principios bási-cos, que deben ser afirmados sin ambages, y el de las aplicaciones más concre-tas, que exigen mayor cautela, reservas y matizaciones. En cuanto al primer nivel, una conciencia cristiana que en el Concilio ha reconocido en la "opción por los pobres7' una exigencia esencial del Evan-gelio, deberá mostrarse celosamente vigilante de la justicia para con los más débiles o desfavorecidos. Toda vigilancia en ese punto resulta poca, pues de manera fatal la fuerza del privilegio y la conciencia elitista acaban filtrándose incluso por entre las mejores intenciones. Atendiendo sobre todo a los proble-mas del tercer mundo, Giulio Girardi precave con toda razón contra este peli- .gro, denunciando incluso, como una especie de premonición que no se borrará ya de la historia, "el carácter elitista de la idea de pueblo-sujeto afirmada por las revoluciones francesa y norteamericana y posteriormente por el conjunto de los estados europeos" "'1. Por otra parte, es evidente que la búsqueda de una justa identidad nacional no puede quedar en reclamaciones formales, las cuales acaban siempre favoreciendo el privilegio de unos pocos, desentendién-dose de las necesidades prioritarias de justicia para todos. Menos todavía, es lícito tomar esa identidad como pretexto para conseguir ventajas injustas sobre los demás, en lo que alguien ha llamado "nacionalismo arbitrario"(18). Teniendo esto en cuenta y tomándolo acaso con una cierta "mica salis", me atrevería a afirmar una especie de principio general: la situación de pobre-za o riqueza respecto del conjunto respectivo constituye el criterio más seguro (17) Opción por los pobres, opción por los Pueblos desde una perspectiva creyente y liberadora, en Pueblos y Estados en la construcción de Europa, cit., 71; en esta perspectiva, todo el - . art. (63-102) merece ser leído. (18) J. BREUJLLY, Nacionalismo y estado, Barcelona 1990, 400 (cit. por X. RODRIGUEZ MADRINAN, A. c., 469, nota 42). 70 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO para juzgar la mayor o menor justicia de las diversas reivindicaciones autonó-micas o nacionales. En general, la reivindicación nacional es justa en la medi-da en que desde una situación de pobreza -económica, cultural o política-reivindica del conjunto una participación equitativa. Soy muy consciente de que esta afirmación se mueve peligrosamente entre los extremos contrapuestos del angelismo y del cinismo. Del angelismo, porque sería demasiado inocente ignorar que el criterio vale únicamente mientras esa nacionalidad sigue siendo pobre; en cuanto deja de serlo, caduca la carta blanca que el principio le otorgaba, pues, de manera casi fatal, tam-bién ella está expuesta a la tentación de aprovecharse de las demás. Sin embargo, esta constatación no debiera llevar a un cinismo que desconfíe a priori de toda esperanza, como si no existiese posibilidad alguna de luchar contra el egoísmo. Cabe ser realista, y no desesperar de que puedan irse logrando posturas más generosas y abiertas a la colaboración sincera en favor de una convivencia verdaderamente justa y solidaria. 5. HACIA UN JUICIO MAS DIFERENCIADO Al bajar de ese nivel fundamental al segundo, el de los juicios de deta-lle, el paso debe acortarse y las afirmaciones hacerse muy matizadas. Empe-zando por la misma palabra "nacionalismo": justo porque es ambivalente, no puede negarse sin más un uso legítimo; pero, dados los abusos y la sugerencia de absolutización inherente a todo "-ismo", ya he dicho que preferiría hablar de "conciencia nacional" (aunque, como se ha visto, no siempre me he atenido con todo rigor al término). En segundo lugar, toda reflexión en este problema ha de saberse situa-da: personalmente, soy muy consciente de que hablo desde Galicia, es decir, desde una nacionalidad que, por un lado, tiene una tradición cultural muy específica y precisamente no bien tratada por la política estatal y, por otro, pertenece al grupo de las pobres, es decir, de las menos favorecidas en el reparto común. En este sentido, se comprende mi postura decididamente favorable a una justa conciencia nacional, que, asumiendo la solidaridad histó-rica con los demás pueblos de la Península, busca centrar desde ella misma las prioridades culturales, económicas y sociales del propio gobierno. Finalmente, la cautela misma de la exposición está indicando que mi afirmación tiene un carácter dialéctico: no es absoluta, sino que incluye en sí misma la alerta crítica, dispuesta a la negación de todo posible abuso. Por eso ANDRES TORRES QUEIRUGA 71 procederá en tres pasos que se implican mutuamente: afirmación, negación y reafirmación crítica (19). 5.1 LAS RAZONES DE LA AFIRMACION NACIONAL Con pocas excepciones, como las del obispo Múgica en Vitoria, del arzobispo Lago en Santiago o del cardenal Vida1 i Barraquer en Tarragona, la iglesia española oficial y la misma teología fueron más bien desconfiadas ante la afirmación nacional. Las cosas han cambiado y, al menos a nivel de princi-pio, su legitimidad al lado de otras posturas parece indiscutible en nombre del legítimo pluralismo cristiano. Aunque las reticencias son evidentes en bastan-tes casos, resulta indudable que se ha avanzado mucho, como lo muestra la creación de conferencias episcopales de carácter regional y la introducción de las lenguas vernáculas en la liturgia, así como la proliferación de asambleas, concilios y programas pastorales diferenciados.. . Pero el camino es todavía largo. No sería, por ejemplo, mal servicio a la justicia colectiva el esforzarse, desde la iglesia, por ir eliminado de raíz la tan corriente descalificación a priori de toda concepción nacionalista o su -muchas veces mal intencionada- identificación con el separatismo. Pensan-do que a menudo se negó de entrada en este punto el pan y la sal al más ele-mental diálogo, introducir aquí un mínimo de racionalidad significa caridad, y hablar con cordura constituye quizás el mejor servicio. Más difícil resulta el siguiente paso: ¿puede hoy la teología, sin caer en la sacralización de la afirmación nacional, afirmar al menos en ciertos casos la supremacía axiológica de la misma? Difícil, desde el punto de vista objetivo, puesto que el discurso se mueve aquí en esa radicalidad de lo humano donde la opción personal y no las razones puramente objetivas tienen la última pala-bra (estamos quizás ante un caso muy similar al de la opción por la democra-cia o por la orientación socialista frente a la capitalista). Difícil también desde el punto de vista subjetivo, puesto que la actitud nacionalista, debe convivir con el respeto igualmente decidido de otras posibles actitudes. Pues bien, planteada así la cuestión, creo que hay razones de peso para que la teología, en el caso concreto de las nacionalidades españolas, opte por la respuesta afirmativa, siempre que se mantenga dentro de los justos niveles críticos. (19) En este apartado retomaré, abreviando unas y actualizando ligeramente otras, las ideas y aun las expresiones de un trabajo anterior: Teología y praxis cristiana ante el problema del nacionalismo: Sal Terrae 651771-72 (1977) 583-597; este se apoyaba a su vez en otro: Reflexións teolóxicas sobre o nacionalismo: Encrucillada 1 (1977) 37-52. 72 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Dejando ya a un lado consideraciones teológicas más generales, como la importancia de la tierra en la Biblia(20o) el tema, tan afín, de la iglesia local como concreción viva de la iglesia universal, conviene ya acudir a razones más concretas. La cuestión decisiva se juega, más que nada, en el trasfondo de dis-cernimiento y opción por los valores auténticamente, liberadores. Aquí los "ojos de la fe" -si no quieren quedarse en simple metáfora vacía- deben atender ante todo a aquellas actitudes que de verdad reflejan lo humano que busca el Evangelio. Para ello conviene, por un lado, acudir a la historia y, por otro, analizar los dinamismos hondos de la situación actual. Respecto a lo primero, para evitar generalizacio~les peligrosas, subrayo una vez más el carácter situado de esta reflexión, que se apoya ante todo en mi propia experiencia gallega. Pues bien, en Galicia -y creo que, a la vista de la historia, la afirmación no es osada ni injusta- el nacionalismo, en sus diversas formas, se ha mostrado históricamente como el portador más genuino de los valores del pueblo gallego y como el mejor defensor de sus intereses reales. Si defender la lengua y la cultura, si trabajar por la dignificación del oprimido hombre rural, si crear conciencia fraternal e igualitaria de pueblo, si protestar contra la emigración de hombres, energía y materias primas, si propugnar una industrialización acomodada a los intereses mayoritarios del país gallego: si todo eso equivale a promover valores homologables evangélicamente, es pre-ciso reconocer, en elemental honestidad, que quien primordialmente lo ha hecho hasta hoy ha sido el "nacionalismo" gallego(2'). Con todo, resultan indispensables dos observaciones. la No se trata de negar, sin más, la labor de otras fuerzas o concepciones, que, además y por fortuna, en los últimos tiempos han aumentado por lo general su sensibilidad en este punto; sino únicamente de reconocer que la nacionalista ha sido pione-ra, pudiendo mostrar una clara continuidad histórica y acaso una mayor cohe-rencia global. 2" El "nacionalismo" -repitámoslo- no se toma aquí de modo estrecho y excluyente, sino en el sentido amplio de "conciencia nacional", es decir, como aquella actitud de fondo, que es previa a la inmediata operativi-dad política y que, por lo tanto, puede ser común a un abanico relativamente amplio de concepciones concretas. Respecto al segundo aspecto antes enunciado, esto es, al análisis de los mecanismos hondos, cabe decir que la situación actual viene a confirmar lo mismo o incluso a reforzarlo. Una atención a la riqueza múltiple y concreta de (20) "No hay ningún asunto que en el Hexateuco que sea tan importante (...) como la tierra prometida y luego concedida por Yahvé" (G. VON RAD, Estudios sobre el Antiguo Tes-tamento, Salamanca 1976,81). (21) Permítaseme remitir sobre todo al monográfico que hace ya años dedicó al tema la revista Encrucillada 2 (1977) y, más recientemente, X. CHAO REGO, Galicia: memoria y hori-zonte, en Pueblos y Estados en la construcción de Europa, cit., 127-146. ANDRES TORRES QUEIRUGA 73 lo humano, atenta no sólo a los valores técnicos y económicos, sino también a los culturales, vivenciales y vitales, lo reconocerá en seguida. Tanto a nivel individual como colectivo, el centramiento en la propia tradición dentro de un ámbito natural -eso quiere ser la nación en su sentido originario- crea una excepcional posibilidad de realización humana verdadeiamente integrada, auténtica e igualitaria. Comprendo que esto, a primera vista, puede resultar para muchos abs-tracto e incluso exagerado. Pero quien haya vivido de cerca los problemas de la diglo~ia'~d)e, l a alienación impuesta de la propia historia y de la propia cul-tura -aunque parezca increíble, a los niños gallegos, por ejemplo, hasta hace muy poco no se nos se nos enseñaban ni la propia geografía ni la propia histo-ria ni Ia propia cultura ni siquiera el propio idioma-, quien haya vivido todo esto con sensibilidad, sabe o adivina que en lo dicho se encierra una verdad muy seria. Y no se crea que se toma esto como fruto de una actitud provinciana y particularista, puesto que se trata de un problema universal. Así en la super-grande y supermoderna Norteamérica el teólogo J. Shea analizaba hace algu-nos años, desde su propia experiencia, idéntico problema entre los irlandeses allí emigrados. Descubre cómo la "conciencia étnica" constituye la única res-puesta al problema de la identidad, liberándolo del falso camino del "carreris-mo, donde "el problema de la identidad se desplaza sutilmente del 'qué soy' al 'qué hago' ", para acabar constatando que "la carrera no daba lo que prome-tía: integración, paz, autoestima". En cambio, la etnicidad ofrece una salida eficaz, porque posibilita la experiencia de una particularidad y de una comuni-dad concretas. Cosa que, lejos de llevar al racismo, induce el respeto a los demás, cambiando "el estilo agresivo y asustadizo que con frecuencia caracte-riza esta búsqueda" (23). En 1930 Vicente Risco analizando "El problema Político de Gali~ia"'~~), había adelantado ya estas mismas ideas, que, por lo demás, son patrimonio común de casi todos los pensadores que han abordado en concreto este pro-blema -y no sólo en Galicia, claro está. (22) Es decir -a diferencia del mero bilinguismo-, el hecho de estar instalado en un idioma socralmente despreciado y descalificado, excluido del mundo oficial y del de la cultura, con todo lo que eso puede implicar de trauma familiar, escolar, social. Fue Ch. a. FER-GUSSON el introductor del término: cf su Socwhngulstzcal Perspectzves Papers on Lan-guage and Soclety, Oxford 1996 (en págs 25-39 reproduce el trabajo original: "D~olos-s~ a" )C. f . asimismo la obra ya vieja, pero todavía significativa, de R. LL NINYOLES, Idto- y poder social, Madrid 1972 (23) Reflexiones sobre conclencla étn~cay lenguaje rellgloso. Conciltum n." 121 (1977) 100-102 (24) Originalmente en castellano, esta obra ha sido reeditada, en traducción gallega, por 1 Alonso Estravís, Vigo 1976 74 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO Con todo, si queremos operar con limpia conciencia teológica, llega ya el momento de mirar también la otra cara de la moneda. No todo es oro en el nacionalismo, y sólo quien afronta abiertamente lo negativo puede afirmar de un modo humano y seguro lo positivo. 5.2 Los PELIGROS DEL NACIONALISMO Lo histórico no es jamás unívoco. Un fenómeno tan complejo y lleno de contradicciones como el nacionalismo ha de presentarse por fuerza cargado de ambigüedades y tentaciones. Paul Tillich, por ejemplo, aleccionado por el horror de la experiencia nazi -sin negar el valor positivo, que subscribía-, llamó siempre la atención sobre su enorme fuerza "demonía~a"(~L~a )te. ología no puede aceptarlo ingenuamente. Tiene que reconocer el peso real de las dificultades y poner con rigor condiciones a su afirmación. Por eso, de entrada, el teólogo ha de reconocer que nadie tiene derecho a calificar sin más de deshonestas las actitudes y las razones opuestas. Sería ingenuo desconocer que son muy fuertes y que poseen una seria incidencia en la conciencia colectiva. Ortega y Unamuno, atacando en el Parlamento los estatutos de autonomía, fueron en este sentido todo un símbolo, aunque no estemos de acuerdo con todo lo que dicen. Y respecto de los mismos partidos de izquierda en la 2" República -bastante comprensiva en este punto- Cas-telao, con la sabiduría de la experiencia y con la trágica autoridad del destie-rro, puso bien en claro lo poco que valen las palabras a la hora de los apoyos y las decisiones efectivas (26J. Dejemos ya de lado el peligro de absolutización, que convierte al nacio-nalismo en "orgullo nacionalista", cerrado, fanático y resentido. Prescindamos también del peligro de clasismo, que, sobre todo a nivel internacional, puede llevar al aprovechamiento de la afirmación nacionalista para consolidar privi-legios de clase o para encubrir la opresión de unos pueblos sobre otros("J. Conviene centrarse ahora en otro más concreto e inminente: el del par-ticularismo egoísta, que consiste en substituir el "centralismo vertical" por un nuevo "centralismo horizontal". Las nacionalidades privilegiadas, en efecto, pueden caer en la trampa de aprovechar la nueva situación para asegurar o (25) Cf. La pugna sobre el tiempo y el espacio, en Teologia de la cultura y otros ensayos, Bue-nos Aires, s. a,, 35-43, y Entre la tierra natal y el extranjero, Ibídem, 264-268; cf también Die religiose Lage der Gegenwart, en GW X , Stuttgart 1968, 46-53 y Der totale Staat und der Anspruch der Kirchen, Ibídem, 121-145. Un trabajo útil en este contexto, que analiza su postura en este punto, junto a la de BUBER y GANDHI, es el de C. BAUM, ¿Qué clase de nacionalismo? Distinciones éticas: Concilium n." 262 (1995) 1.057-1.068. (26) Sempre en Galiza, Buenos Aires 1944. (27) Recuérdese, sobre todo, el trabajo ya citado de G. GIRARDI, Opción por los pobres, opción por los Pueblos desde una perspectiva creyente y liberadora. ANDRES TORRES QUEIRUGA 75 aumentar sus privilegios, desentendiéndose de las demás o, lo que es peor, sometiéndolas a la injusticia de un nuevo reparto desigual, ahora adornado con un manto democrático. Aquí radica, en mi parecer, el máximo peligro. El privilegio ciega, la política se mueve ante todo por relaciones de poder: a la hora de las de las decisiones no suelen ser la justicia distributiva o las necesidades reales de los pueblos las que determinan la distribución de los presupuestos o la aproba-ción de los estatutos. La relaciones de fuerza y el juego de la presión, por el lado de la demanda, y la táctica del apaciguamiento, por el lado del poder, tienden a convertirse en norma. Abandonada a sí misma, la dinámica llevaría a aumentar los privilegios de las nacionalidades ya privilegiadas a costa de los derechos de las demás. He ahí la gran apuesta. Sería terrible que la noble y legítima preocupa-ción nacionalista degenerase en una nueva guerra de intereses a otro nivel. Porque entonces el odio y el resentimiento -ciertas propagandas antinacio-nalistas lo saben muy bien- se verían potenciados hasta lo indecible por esa fascinadora resonancia, por esa casi fatal inhibición de la autocrítica que puede inducir la identificación pasional con el propio grupo étnico. El nacio-nalismo sería entonces el introductor o el potenciador de una nueva opresión y, en consecuencia, se constituiría en una gravísima amenaza para la conviven-cia. Sólo superando esta tentación, encontrará su sentido profundo: promover una afirmación nacional que sea al mismo tiempo afirmación fraternal de los demás, no competitiva, sino abierta y colaboradora. (Permítaseme señalar que estos párrafos, que parecen un retrato de la triste situación que estamos viviendo hoy, los había escrito letra por letra en 1977: el peligro es, sin duda, real; y la advertencia, indispensable). Sin embargo, no sería justo que el reconocimiento de las dificultades se tradujese en descalificación global o en negación indiferenciada. Debe tratarse más bien de asumir la negación para purificar la afirmación, o, si se quiere, para pasar de una afirmación ingenua y, por así decirlo, desarmada, a una afir-mación crítica. Porque es evidente que los peligros serios que acechan al prin-cipio nacional constituyen una prueba de fuego para todas las instancias since-ramente democráticas. Únicamente una afirmación que los tenga en cuenta y ponga los medios para esquivarlos, tiene derecho a la afirmación sincera de los valores nacionales. Entonces podrá demostrarse que el nacionalismo no tiene por qué caer en la trampa del particularismo. Este no es algo que le pertenezca por esencia, 76 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO sino una deformación que nace de la raíz del común egoísmo humano. No debe usarse por tanto para descalificar sin más a la conciencia nacional, sino, en todo caso, para criticarla y corregirla. Porque, si es cierto que el particula-rismo egoísta tiende a adherise como una lapa al nacionalismo hegemónico, también lo es que no resulta del todo insuperable. Desde una actitud crítica, el fomento de lo propio puede ser la mejor escuela para el respeto de lo ajeno. Incluso para un nacionalismo hegemónico, que no renuncie a la crítica y cultive la memoria histórica de sus luchas y sufrimientos pasados, la afirma-ción de la propia individualidad pueda resaltar el sentido verdadero de la soli-daridad, que no es nunca uniformación sino reconocimiento en la diferencia; y la búsqueda del propio bienestar o de la propia justicia puede sensibilizar para colaborar fraternalmente al bienestar de los demás y para no atentar jamás contra la justicia. En cualquier caso, la solución no vendrá por un universalis-mo abstracto, que en nombre de un internacionalismo teórico tiende no sólo a ignorar la cultura y las necesidades de los grupos reales, sino que los expone con mayor fuerza al imperialismo cultural y a la explotación de las multinacio-nales. Y desde luego desde el punto de vista de las naciones pobres o en algún sentido oprimidas, la conciencia nacional constituye un potencial precioso para despertar energías dormidas, unir esfuerzos y fomentar la soIidaridad. Sería enormemente injusto descalificarla o paralizarla en nombre de los posi-bles abusos de las poderosas (y acaso muy de acuerdo con los intereses de las mismas). Aparte de que deben tomarse también en consideración otros valo-res no tan inmediatamente visibles, pero muy importantes, como son los de una cultura y tradición propias, de un idioma peculiar y de una rica y humani-zadora comunión de pueblo. No son exclusivos de una conciencia nacionalista, pero es evidente que ella fomenta mejor su respeto y permite un cultivo más adecuado. Naturalmente quedarían todavía muchos puntos por analizar y muchas dificultades por resolver. Pero el haber tocado estos aspectos fundamentales basta, esperamos, para mostrar que el nacionalismo se encuentra, o puede encontrarse, a pesar de sus serios peligros y evidentes dificultades, en aquella confluencia con Ios,valures evangélicos que detectábamos al principio. La teo-logía no puede señalarlo como opción única, ni inmiscuirse en los caminos concretos -que pueden ser muy diversos- de su realización política. Pero sí puede reconocer que, como actitud de fondo, constituye un proyecto que pro-picia una realización auténticamente humana. Por 1o.tanto autoriza a que la comunidad eclesial, y aun exige, para que allí donde se encuentre con él, lo acepte como tal, lo respete y aun contribuya -dentro, claro está, del necesa-rio pluralismo y a través de las necesarias mediaciones- a su justa realización. ANDRES TORRES QUEIRUGA 77 6. LA (POSIBLE) CONTRIBUCION DE LA COMUNIDAD ECLCS.IAL El contenido concreto de esa contribución pertenece al discernimiento de cada situación particular. Pero hay aspectos lo bastanteprofundos y radica-les como para que resulten comunes y en cierto modo determinables a priori. Es claro que ante todo aquí han de encontrar su aplicación los principios generales señalados al principio. Así la teología debe estar muy alerta frente a la tentación del nacionalismo a absolutizarse: cualquier posible infección de un grupo nacional por la hybris de la propia superioridad -sea de raza, de historia, de capacidad de progreso o de superioridad técnica- debe encontrar siempre frente a sí el mandamiento supremo de "un solo Señor" y, por consi-guiente, de una sola comunidad fundamental. Pero interesa sobre todo el gran peligro: el del particularismo egoísta. La misma iglesia naciente ofrece aquí el mejor ejemplo. San Pablo, que con tanta espontaneidad y vigor afirmó la autonomía de las iglesias locales, vivió también con creciente intensidad la exigencia de apertura e integración en la iglesia universal. La koinonía o "comunión" entre todas fue la actitud que hizo posible la mediación. Una comunión, ante todo, en lo "universal huma-no", según aquel principio magnífico: "Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3, 28; cf. Col 3, 11). Pero comunión que se traduce también en fraternidad real y con-creta, mediante la puesta en común de los bienes materiales: de ahí su perso-nalísimo interés por la colecta que las iglesias de Acaya, Macedonia y Galacia hicieron para los "pobres" de la iglesia de Jerusalén (cf. Rm 15, 25-28; 2 Co 8,1-9,15). Hacia el interior de cada comunidad, esta coniunión pide mantener siempre viva la exigencia de una igualdad verdaderamente fraternal, tanto res-pecto de la posible utilización clasista del nacionalismo, como respecto de los miembros de otras nacionalidades que vivan en su seno; sobre todo de aque-llos que, como los inmigrantes están allí por necesidad, arrancados a su tierra y expuestos a todas las heridas de la discriminación. Problema de siempre, pero que hoy se ha vuelto masivo y sangrante, y que, por lo mismo, está cla-mando por soluciones hondas de ancha generosidad. En cuanto a las demás nacionalidades, este mismo principio de comu-nión exige una actitud igualmente fraternal y escrupulosamente respetuosa con la justicia distributiva. Los cristianos precisan ser continuamente alertados respecto a una identificación acrítica con los intereses de la propia nacionali-dad. De lo contrario se incurriría fatalmente en graves contradicciones. Sería, por ejemplo, un espectáculo triste y casi macabro ver cómo, bajo la presión de los intereses de la propia comunidad, "desde la fe7' se apoyasen en una nacio-nalidad española posturas que "desde la fe" fuesen denunciadas como injustas 78 FE CRISTIANA Y NACIONALISMO en otra. En la España de hoy esta exigencia resulta de una urgencia quemante. La actual sensación de que los bienes de todos están siendo objeto de almone-da secretista, regida por las presiones insolidarias de los más fuertes, puede envenenar gravemente la conciencia colectiva. Desde la fe todos los hombres debieran encontrarse -en la medida en que esto es humanamente posible- codo a codo contra la injusticia, incluso a favor de los intereses de los demás, incluso contra los propios intereses. El nacionalismo que afirma la teología es el que tiende a inscribirse en esta diná-mica -que es, por lo demás, la de la verdadera humanidad-. Un nacionalis-mo, por tanto, afirmador decidido de la propia realidad concreta y consagrado a potenciar al máximo los propios valores, pero dispuesto siempre a negarse a la tentación de la egolatría, del egoísmo y de dominio: dispuesto a "perder su vida" narcisista u opresora, "para ganarla", en la auténtica fraternidad de los otros pueblos, igualmente afirmados en sus derechos y en su lucha por un auténtico desarrollo. Y no sería escaso servicio el que la teología prestara a las nacionalida-des y a la comunidad global, si contribuyera a mostrar que esto es realmente posible y que por aquí pasan serios caminos de liberación. Aunque aquí los dinamismos propios de la racionalidad -¡y de la irracionalidad!- política imponen un realismo muy austero, hay lugar a la esperanza. No sólo, como veíamos, está el ejemplo de la iglesia primitiva. También hoy, casos como la iglesia del Quebec, dan lugar a la esperanza(28). En efecto, esta tuvo ciertamente que hacer sus tanteos y cometió, sin duda, sus errores(29)p;e ro todo indica que en conjunto supo asumir la actual situación secularizada: respetando el legítimo pluralismo, se colocó decidida-mente al lado de las reivindicaciones nacionalistas mientras estas apoyaban claramente los derechos justos de una minoría; pero no dudó tampoco en mostrarse "cada vez más crítica con la indiferencia del Estado y de la sociedad de Quebec ante el dolor de los ciudadanos más débiles", publicando "cartas pastorales sobre la situación lamentable que padecían obreros, desempleados, jóvenes, poblaciones aborígenes, habitantes de regiones empobrecidas, mino-rías, inmigrantes y refugiados" (30). (28) Remito sobre todo a D. SELJAK, Religión, nacionalismo y secesión en Canadá: Conci-lium n." 262 (1965) 1.031-1.041, que indica además los documentos y la bibliografía funda-mental. (29) Cf., por ej., la visión, no tan claramente positiva, que años antes había ofrecido en la misma revista R. BRETON, Reflexiones sobre la existencia francesa en Canadá: Conci-lium n." 121 (1977) 49-54. Téngase en cuenta que aunque la nueva visión pueda resultar discutible, basta este tipo de reflexión para denotar la existencia de una posibilidad real. (30) A. c., 1039. ANDRES TORRES QUEIRUGA 79 Aun en el supuesto de que esta descripción fuese demasiado idealista, no por ello dejaría de señalar un esfuerzo real y una posibilidad objetiva. Eso es lo que importa. La secularización ha descubierto ambigüedades y cerrado caminos. Pero ha abierto también nuevas posibilidades. Lo decisivo es aprove-charlas, situándose con lucidez en el propio momento histórico, para contibuir así a la común e inacabable tarea de ir construyendo una sociedad más libre, justa e igualitaria y, por qué no decirlo, más verdaderamente fraternal. Andrés Torres Queiruga |
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