ALMOGAREN. 20. (97) Págs. 19-29. Q CENTRO TEOLOGICO DE LAS PALMAS
LA TENSION UNIVERSAL-PARTICULAR, UN RETO
PARA LA FE CRISTIANA
BRUNO FORTE
PROFESOR DE TEOLOGIA EN LA PONTlFlClA
FACULTAD TEOLOGICA DE ITALIA MERIDIONAL
1. LA PRETENSION DE SENTIDO ENTRE NOSTALGIA Y
RENUNCIA
L a sed de sentido que parece perfilarse en las neblinas de este inquie-to
tiempo post-moderno, marcado por el naufragio de los grandes sistemas
ideológicos, podría esconder la ambigüedad de pedir a la religión respuestas
no menos totalizantes que las ofrecidas por la ideología moderna en todas sus
formas. La oferta de sentido universal -propia del hecho religioso- podría
fácilmente confundida con una ulterior astucia de la razón para imponer al
mundo y a la vida la propia totalidad; no otra cosa que una forma nostálgica
de las certezas ideológicas. He aquí por qué se impone un discernimiento; y la
dialéctica entre pretensión totalizante y singularidad del ser se revela fecunda
para señalar la eventual diferencia.
Las consideraciones que siguen afrontan precisamente este problema
en la óptica del "caso", ejemplar para el "ethos de Occidente" y no sólo de él,
que es el cristianismo. Se trata de responder a los interrogantes radicales, que
están en la base de la pretensión universal cristiana: ¿Por qué Jesucristo no es
simplemente interesante a los ojos de la fe, sino sumamente importante para
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ella? ¿Por qué una pretensión absoluta parece inseparable de esta fe, ligada
como ella está a la convicción de que el Crucificado- Resucitado es de manera
definitiva la norma y la medida de la historia? La frase de Jn 14,6
-"Yo soy el camino, la verdad y la vida", seguida inmediatamente de la otra
"Nadie llega al Padre sino a través de mín- jno es acaso la expresión de una
pretensión absoluta? ¿No es acaso verdad que según esta palabra evangélica
no le es dado al hombre otro lugar donde sea posible cruzar el umbral hacia el
abismo, otra puerta donde el silencio de Dios se vuelva accesible?
En la respuesta a estos interrogantes se desarrolla la historia cristiana,
se funda la misión universalista impulsada hasta los confines de la tierra. La
pregunta se contextualiza todavía más en el presente tiempo post-moderno:
¿cómo es posible, frente a las aventuras de la razón emancipada, de su apoteó-sis
y de su crisis, continuar pensando que el camino, la verdad y la vida están
en el Crucificado del Viernes Santo? ¿cómo es posible creer allí donde la
caída de todos los valores parece contaminar cada cosa? ¿Cómo entender la
certeza irrenunciable del cristianismo de ofrecer un horizonte último para
valuar todo lo que es penúltimo, en alternativa a la renuncia nihilista y al
"debilismo" decadente? ¿Y como afirmar la consistencia singular y la especifi-cidad
del cristianismo frente a las grandes religiones y en general frente a la
"condition humaine"? ¿Cómo pensar, en definitiva, que un cristiano convenci-do
que el camino, la verdad, la vida están en el "Verbum crucis", pueda verda-deramente
dialogar con el otro? ¿qué espacio hay para la alteridad del otro,
para su dignidad, para sus razones, en semejante pretensión de verdad? Es la
pregunta sobre la singularidad de Jesucristo. La respuesta que se intenta aquí
de individuar pasa a través de la revisión histórica de los modelos interpretati-vos
de las pretensiones universalistas de la "religio christiana", para proponer
un radical repensamiento, acto de desarrollar los elementos de una "sequela
Christi" y que, sin renegar la fe en lo absoluto del evangelio, puedan conjugar-la
con el respeto y la diferencia del otro y con los complejos caminos de la
libertad en las distintas situaciones históricas, que están siempre "localmente"
determinadas, si bien en la interdependencia de la "aldea global" que es el
mundo unificado por los "mass media".
2. LA PARABOLA DE LAS INTERPRETACIONES
El modo en que se ha buscado dar respuesta a la pregunta sobre la sin-gularidad
de Cristo en el tiempo dibuja una "parábola de las interpretaciones"
que abraza el apogeo, la gloria y el fracaso de los grandes modelos interpreta-tivos
de lo absoluto cristiano. Tres horizontes se imponen: el del "simbolismo
del Adviento", ligado a la "cristología cósmica", propia del mundo de los
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Padres; el de la "dialéctica del Exodo" conexo a la "cristología antropológi-can,
que surge en la edad moderna; y el de la "dialógica del Encuentro", pro-pia
de la "cristología histórica", contemporánea para nosotros.
a) Los primeros escritores cristianos hasta el gran desarrollo de la
patrística se mueven en el interior de una concepción que, también en la com-plejidad
y diversidad de las propuestas, está fundada sobre el principio unifi-cante
de la suficiencia crística, bíblica y eclesial. La idea central es que en Cris-to
es ofrecido el Logos, sólo en el cual cada verdad puede ser buscada y
descubierta. Si Cristo es la verdad del mundo y de la historia, el exclusivismo
de la fe cristiana esta más que motivado: y se expresa, sobre todo en la edad
de los inicios del cristianismo y después en su ósmosis con la cultura del
mundo antiguo en virtud de la "paz costantiniana", en la convicción de la
carta a Diogneto: "Todo lo que es bello es de nosotros los cristianos".
La pretensión está fundada, ante todo, en la idea de la suficiencia crísti-ca,
por la cual en Cristo se ha dado todo lo que de bueno, de verdadero, de
bello sea posible tener. La idea encontrará su expresión más alta en la teología
agustiniana del "Christus totus". Y como esta totalidad está contenida en las
Escrituras, la suficiencia crística viene identificada con la suficiencia bíblica:
por esto los cristianos interrogarán apasionadamente las Escrituras, que, con-teniendo
el Cristo, contienen el todo de la verdad. En esta óptica se puede
comprender el nacimiento de la alegoría y del simbolismo de los Padres, que
son precisamente instrumentos orientados a escrutar en las Escrituras más allá
de la letra, para penetrar en las profundidades inagotables del misterio. Y
como las Escrituras están contenidas en la realidad del cuerpo total de Cristo,
que es la Iglesia, es ella que se ofrece al entendimiento espiritual de los Padres
como el lugar en que se encuentra la verdad de Cristo y de las Escrituras. La
Iglesia es, por tanto, la palabra de la salvación plenamente proclamada, cele-brada
y vivida: el principio de la suficiencia eclesial afirma que toda la verdad
reside en ella (extra Ecclesiam nulla salus).
Suficiencia crística, suficiencia bíblica y suficiencia eclesial expresan por
tanto la única profunda convicción de que el universo entero es un universo
de signos, cifras de la única verdad, ofrecida en Cristo. He aquí por qué la cris-tología
cósmica de los Padres, que abraza la totalidad de lo que existe, encon-trando
en el orden universal el "Logos" cristiano, puede ser también llamada
simbólica del adviento: en ella todo es símbolo, todo es retorno a la profundi-dad
que el acontecimiento de Dios ha venido a irradiar en el mundo a partir
de sus altísimos silencios. Se podría afirmar que la simbólica del adviento es la
respuesta que el cristianismo antiguo ha dado a la pregunta sobre el sentido
de la singularidad de Jesucristo frente a la "paideia" griega y a la sabiduría
pagana: Cristo es la plenitud del sentido; todo el resto es símbolo de este
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adviento, mundo de signos que tiene que ser atravesado en una inclusión pro-gresiva
hacia la profundidad del misterio, tanto que el camino se cumpla en el
sentido de un descenso hacia nosotros, cuanto que suceda en el sentido de una
elevación hacia más allá del todo. Universa pertingens, universa pertransiens!
En trasposiciones siempre nuevas la simbólica del adviento retornará en la
conciencia creyente: ella se identificará con el alma cristiana, siempre viva,
para la cual la experiencia de Cristo es también la experiencia de la profundi-dad
y verdad de todo lo que existe.
b) La crisis, que emerge al presentarse el nuevo horizonte de totalidad,
típico de la subjetividad moderna, lleva inevitablemente a buscar nuevas res-puestas.
Es la dialéctica del Exodo que la cristología antropológica de la edad
moderna propone como respuesta a la pregunta sobre la singularidad de Cris-to.
La cultura de la modernidad está caracterizada por la emergencia de la
conciencia de la subjetividad, de la que es índice Descartes y que encontrará
su sistematización más completa en Hegel, en el cual la absolutización de la
razón es llevada a su cumbre. En diálogo con esta cultura, donde la totalidad
es cultivada a partir del ideal, o sea, del sujeto, también la absolutez del cris-tianismo
será concebida de modo distinto. La nueva visión es formulada den-tro
de una "cristología antropológica": el sujeto viene leído como pregunta
abierta, o "autotrascendencia" (K. Rahner), mientras el Cristo es visto como
la sola respuesta radical a esta apertura trascendental. Cristo es el absoluto
portador de salvación (der absolute Heilsbringer), la sola verdadera oferta de
plenitud y de sentido frente a la autotrascendencia infinita de la subjetividad.
Cristo no es pues tanto la abstracta verdad del mundo, como la verdad del
hombre, el significado de la existencia humana y de la aventura del sujeto; Él
no es tanto la verdad "de lo alto", que trastorne la lógica de este mundo, como
el supremo cumplimiento de las expectativas de la razón humana.
Para Schleiermacher -el padre del "protestantismo liberal", fruto pre-cisamente
del encuentro entre fe cristiana y racionalidad moderna- la reli-gión
es una "provincia del espíritu", una dimensión de la subjetividad abierta
al sentimiento de la infinita dependencia que encuentra sólo en Cristo su
forma ejemplar. En las cristologías románticas Jesús llega a ser el modelo del
alma bella, que ha sabido vivir hasta el fondo la absoluta dependencia de Dios
y la incondicionada entrega a los otros: "El ideal de la humanidad agradable a
Dios ... no es concebible por nuestra parte sino mediante la idea de un hombre
que no haya estado solamente dispuesto a dar cumplimiento a todos los debe-res
humanos y, a la vez, a difundir en torno suyo el bien en el modo más inten-so
posible mediante la doctrina y el ejemplo, sino también dispuesto, a pesar
de cada tentación y seducción, a someterse a los mayores dolores, comprendi-da
la muerte más ignominiosa, por el bien del mundo y también por el de sus
enemigos" (Y. Kant, La religión en los límites de la simple razón).
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También aquí, sin embargo, se entrevé una pretensión de totalidad:
Cristo no es ya el todo del cosmos, sino que es ciertamente el todo del hom-bre,
en el que el sujeto encuentra el pleno cumplimiento de sí. No es difícil
comprender cómo también esta aproximación se revelará débil, porque con-fundirá
la absolutez cristiana con el totalitarismo de los mundos ideológicos,
resultado de la modernidad. La reducción liberal o revolucionaria del cristia-nismo
muestra toda su fragilidad frente a la incompletez y a la dramaticidad
del acontecer moderno y a la parábola de la apoteósis y del derrumbamiento
de las ideologías.
c) El tercer modelo interpretativo de la pretensión cristiana de absolu-tez
está conectado con la crisis de la modernidad, con la "dialéctica del Ilumi-nismo".
Viene propuesto, además, por las cristologías históricas de nuestro
tiempo. En ellas Cristo aparece, frente a la inquieta búsqueda del hombre.
como el lugar en que se cumple el encuentro del Exodo y del Adviento, del
humano andar y del divino venir. Si en la simbología patrística del adviento
está el predominio objetivo de la iniciativa de Dios que reluce en Cristo ver-dad,
si en la dialéctica exodal de las cristologías "modernas" es la condición
humana que encuentra su cumplimiento en Él, en las cristologías históricas de
nuestro tiempo, Cristo es la alianza en persona, aquel en quien el esplendor de
la Belleza eterna se ofrece a la fatiga del éxodo humano en un encuentro
siempre nuevamente realizado en la libertad. Cristo es el sentido de la histo-ria:
no la totalidad del cosmos, no la totalidad del hombre, sino el horizonte de
sentido. Es posible por lo tanto caracterizar esta concepción como dialógica
del encuentro.
Ciertamente, también aquí, se está frente a un intento cargado de fasci-nación
por la conciencia cristiana, que intenta justificar la pasión por Cristo
frente el emerger de la "conciencia histórica". Sin embargo, también en este
modelo interpretativo, la pretensión de la totalidad parece cerrarse: si la resu-rrección
del Señor Jesús es la "prolexis" del fin (W. Pannenberg), la anticipa-ción
de la hora escatológica, el destino del hombre y del mundo, parecen ya
señalados para siempre. La dramaticidad de las "agonías" de la vida parece
disuelta y el juego de la libertad humana oscurecido. El "todavía no" de la
promesa se resuelve en el esplendor del "ya7' y de tal modo el campo de ten-sión
entre el primero y segundo adviento del Hijo del Hombre está cumplido
y como quemado en la incumbencia del ya manifiesto dominio de Cristo. La
dura cepa de la historia real, cargada de sus innumerables contradicciones, no
consiente sin embargo esta conciliación ideal. Mientras existan el dolor y la
muerte cada visión de absolutez del cristianismo que pretenda dar ya por
resuelto el escándalo representados por ellos, no podrá más que aparecer
como enmascaramiento ideológico y simplificación banal del drama revelado
en la pasión y muerte del Redentor del mundo.
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Los modelos interpretativos descritos aparecen mezclados con una
misma pretensión de totalidad: está aquí la razón profunda de su debilidad y
su fracaso en el general declinar de las visiones totalizantes del mundo y de la
vida. Tanto en el horizonte unitario y totalizante de los Padres, animado por
la pasión de la objetividad, como en el horizonte de la totalidad moderna,
caracterizado por el triunfo de la subjetividad, como en el horizonte de la cir-cularidad
histórica sujeto-objeto, Cristo llega a ser un componente del todo,
bien sea el más alto y el más grandioso, pero no es ya el desafío, la Palabra en
que irrumpe el Silencio del más allá del todo. Cada intento, sin embargo, que
busque explicar el Cristo como verdad absoluta en relación a un horizonte
totalizante está inexorablemente destinado al naufragio, tanto a partir de la
causa de Dios, como a partir de la del hombre.
A partir de la causa de Dios es necesario reconocer que, si Cristo es el
cumplimiento de la totalidad de lo que podemos conocer y realizar, su nove-dad
no tiene nada de escandaloso, pertenece más bien al horizonte de este
mundo, no es ya novedad divina, belleza "tam antiqua et tam nova", sino sim-plemente
respuesta a la antigua pregunta del hombre. El "novum" cristológi-co
se ha perdido; el escándalo de un Dios totalmente Otro está vacío. El ver-dadero
problema de la pregunta de sentido no está en el encontrar lo que está
dentro de la totalidad mundana, sino lo que está más allá del todo, lo que está
del otro lado y que nuestro comprender no puede comprender. Un Cristo
comprendido en el horizonte del todo no dice nada verdaderamente nuevo; el
escándalo del Adviento está perdido.
A partir de la causa del hombre, pues, se debe admitir que estas inter-pretaciones
de la singularidad de Jesucristo queman la realidad de la historia,
que no está hecha de aperturas trascendentales, de horizontes unitarios y tota-lizantes,
sino de una complejidad no resuelta de senderos interrumpidos, que
propiamente en el andar hacia el denso corazón del bosque de la realidad,
permanecen como tales ("Holzwege": M. Heidegger). Justamente se ha dicho
que el problema de la filosofía y de la teología actuales consiste en el "resti-tuer
la mort" (G. Lafont), es preciso reencontrar el coraje de lo interrumpido,
la dignidad de lo fragmentario, el valor incluso de la incompletez del sentido.
Este desafío toca profundamente la conciencia cristiana, porque pensar en
Cristo como la respuesta a la pregunta sobre el Todo, es tranquilizante, en
cuanto funda la presunción de haber conseguido la certeza sobre todas las
cosas (solución consolatoria e "integrista") o - en dirección opuesta - en cuan-to
justifica la percepción de la realidad como el todo, en el que Cristo es anu-lado
sin tener nada más nuevo que decir (solución "secularista", propia del
espíritu "liberal" laico y de las ideologías de la revolución total).
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Frente a la insuficiencia de estos modelos interpretativos de lo absoluto
del cristianismo, el espíritu cristiano está avocado a una audacia nueva: es aquí
donde el itinerario de un ateo en búsqueda y de un creyente convergen en una
nueva pobreza común. ¿Cómo pensar la novedad del "novum"? ¿Qué puede
decir Jesucristo del más allá del ser y del todo? ¿Cómo es posible pensar su
singularidad absoluta frente al hombre, a la historia, a las grandes religiones,
en obediencia a las palabras de Jn 14,6, sin caer, sin embargo, en una lectura
totalizante, en que se cierre el círculo asegurador del horizonte del pensa-miento
y de la vida?
3. EL CAMINO DE LA "PARADOJA"
Para que la absolutez del cristianismo no se resuelva en ideología, y no
se convierta en ideología totalitaria y violenta, es necesario pensar la singulari-dad
de Cristo a partir de su fundamental paradoja: Cristo es la palabra, pero
también el silencio de Dios, es la "re-velatio"").
a) En latín el prefijo re- tiene el doble significado de repetición de lo
idéntico y de cambio de estado: "revelatio", como el griego (apokálypsis), sig-nifica
a la vez un densificarse y un caer del velo. En la tradición greco-latina la
revelación es simultáneamente la manifestación de la presencia y el retraerse
de la ausencia, es el desvelarse de lo que está escondido y el velarse de lo que
está revelado. Este juego dialéctico se ha perdido en la tradición germánica:
desde el momento en que el término "Offenbarung" -evocativo literalmente
del acto del abrirse- se ha fijado como equivalente de "revelatio" en la teolo-gía
alemana, que domina, por otro lado, el pensamiento crítico de la fe en la
modernidad -el problema de la revelación ha llegado a ser el problema de la
manifestación llena, de la apertura total, hasta la interpretación hegeliana, en
que lo absoluto de la religión revelada se constituye en la palabra y la revela-ción
llega a ser la fenomenología necesaria del Espíritu. En la originaria tradi-ción
cristiana la "revelatio" es en cambio el juego del Dios revelado y escondi-do,
"revelatus in absconditate, absconditus in revelatione". A la "revelatio"
corresponde la obediencia de la fe, que es la escucha profunda (oboedientia de
ob-audio = hypakoé), la escucha de lo que está debajo y más allá (ob-, hypo-)
respecto a la palabra inmediatamente oída. Se acoge verdaderamente la pala-bra,
sólo cuando se la escucha superándola, se la obedece, esto es, escuchando
(1) Cf. la teología trinitaria del acto de revelación propuesta en mi libro Teologia de la histo-ria.
Ensayo sobre revelación, protologia y escatología, Ediciones Sígueme, Salamanca
1995.
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lo que está del otro lado y detrás y más en profundo respeto a ella. Escuchar
la palabra de Cristo significa escuchar lo que está más allá de la palabra, y por
consiguiente el silencio del origen, del que ella proviene: el Cristo palabra del
Padre remite a la profundidad de lo escondido. Por consiguiente acoge la
palabra sólo quien escucha el silencio; se abre a la revelación sólo quien acep-ta
el escándalo del revelarse de lo escondido y del esconderse del revelado.
b) Partiendo de esta idea clave de la "revelatio Dei sub contraria spe-cien
(idea que está en el centro de la teología de Lutero, pero también por
ejemplo de la de H.U. von Balthasar), la dialéctica de la revelación, en el
manifestarse y en el retraerse del misterio, se presenta sobre todo en el escán-dalo
de un "concretissimum", en que la inefable profundidad de Dios viene a
manifestarse sin ser resuelta en él; si la revelación es carga de la tensión dia-léctica
entre palabra y silencio, la escucha obediente de la fe estará siempre
inevitablemente unida al escándalo, a la posibilidad de la interrupción entre la
palabra y el silencio del que ella proviene y al cual reenvía. Por esto el cristia-nismo
es, y será siempre, en su anuncio puro, "piedra de tropiezo", y su ver-dad
no cesará de ser "veritas indaganda", pan siempre nutriente para la inver-tigación
del teólogo. Un cristianismo que perdiese esta carga destructora de su
escandalosidad, de su ser irreducible a una comprensión de la totalidad, resol-vería
la revelación en ideología mundana y estaría por lo tanto inexorable-mente
alienado por sí mismo (es el "solvere Christum", del que los Padres
acusaban a las herejías). Donde no está la fuerza del escándalo, no está tam-poco
la fuerza de la novedad de la revelación, y decae también la fuerza de la
fe. "Cristo es el hombre humilde y sin embargo el salvador de la humanidad,
el signo del escándalo y el objeto de la fe. La invitación de Cristo está sobre la
encrucijada que divide la muerte de la vida..."; respecto a él "se parten dos
caminos, el uno lleva al escándalo y el otro a la fe, pero jamás se llega a la fe
sin pasar a través de la posibilidad del escándalo" (S. Kierkegaard, Ejercicio
del cristianismo).
El escándalo tiene su origen en el hecho que Dios se revela en la ver-güenza
de la cruz. La debilidad y la locura de Dios, la "humilitas et ignominia
crucis" son escándalo, porque en ellas se presenta la alteridad pura, y la tras-cendencia
y la novedad se dicen en un fragmento, que mente humana no
había jamás osado pensar como lugar de la revelación de Dios. Donde la
"stultitia crucis" está perdida, está perdida también la identidad cristiana. "Si
queremos saber quién es Dios debemos arrodillarnos a los pies de la cruz" (J.
Moltmann). El escándalo se propone también de manera diacrónica: a aquel
originario del Dios revelado en el esconderse y en la vergüenza de la cruz, se
añade el de un Dios que alcanza al hombre a través de la mediación histórica
de su Iglesia, "simul casta et meretrix". ''¡Qué gusto amargo deja una mirada
sobre el propio pasado! ¿El camino que hemos recorrido no está quizás sem-
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brado de equivocaciones, de errores y de desconfianzas?". (H.-1. Marrou).
¿Quién no siente el peso de tanta dimensión de escándalo que las culpas de
los creyentes han dado a la historia del mundo? ¡Cuántas ignominias han sido
cometidas en nombre de lo absoluto del cristianismo, cuantos errores han sido
ejecutados en nombre de la verdad de Cristo! La dimensión del escándalo es
entonces componente no eliminable de cada concepción de la singularidad de
Jesucristo y de la absolutez del cristianismo. "No es blasfemia el escándalo
que todos de un modo u otro recibimos en Cristo; blasfemia es la opinión que
se pueda hacer cualquier cosa con él, decir o escuchar cualquier cosa de él sin
escándalo" (K. Barth).
c) Elemento fundamental de esta concepción "paradójica" de la singu-laridad
de Jesucristo es entonces la absoluta libertad a la que llama: la libertad
es la medida del escándalo, el riesgo es su fuerza misma. Esta segunda pros-pectiva
está indicada por la desconcertante pregunta de Lc 18,8: ''¿Pero el
Hijo del Hombre, cuando venga, encontrará fe sobre la tierra?". Nada está
garantizado, nada está descontado; el Dios bíblico no es sólo el Dios de los
"puentes tendidos7', de las certezas firmes sobre el misterio, sino también y
fuertemente el Dios de la "arcada partida", que queda suspendida sobre el
abismo por causa del silencioso e incomprensible retraerse de Dios: el Dios
del "exilio de la Palabra" (A. Neher). Es un Dios que no da por descontado el
resultado final, un Dios del riesgo hasta el fondo y de la imposible posibilidad.
Esto significa que ante Él la posibilidad del rechazo está siempre abierta y
exige por tanto de todos el absoluto respeto. En otras palabras la conciencia
de la labor de la fe y de la dificultad del abandono de sí en las manos del
Extranjero que invita, debe dejar siempre admisible para el cristiano la posibi-lidad
-dolorosa hasta que se quiera- del rechazo ajeno al anuncio de Jesu-cristo,
y fundar la exigencia del respeto más profundo por este rechazo, como
para cada otra posición humana. Cristo no puede ser impuesto a nadie, puede
ser sólo propuesto. Él es la llamada radical a la audacia de la libertad, porque
ley fundamental de la "re-velatio" es aquel esconderse que llama a la obedien-cia
de la fe, y requiere la libre escucha de la profundidad del silencio, origina-rio
y fontal, revelado en la palabra.
Todo esto significa que ante la singularidad de Cristo en las manos del
hombre sólo queda la decisión: está aquí la tercera prospectiva, requerida del
repensamiento de la absolutez del cristianismo en el sentido de la "paradoja".
La decisión, a la que Cristo llama, es el espacio de la libertad de cada uno ante
la buena noticia, cuando ella llegua de forma creíble a través de la memoria
evangélica de la viviente tradición cristiana. No se trata de una elección inti-mista,
puramente subjetiva, que se desenvuelve exclusivamente "entre el alma
y Dios": ella es en realidad una toma de posición consciente y libre, frente a
un dato externo al sujeto, representado a través de una mediación humana
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comunitaria. ''¿Cómo podrán creer, sin haber oído hablar? ¿y cómo podrán
oír hablar, sin uno que lo anuncie? ¿y cómo lo anunciarán, sin ser primero lla-mados?"
(Rom 10,14-15): en la comunión del pueblo de Dios resuena la pala-bra,
a la que la fe consiente, y se aprende el lenguaje a través del que esta
palabra llega a ser siempre más comprensible y comunicable a los otros. La
llamada de la fe viene de fuera, es desafío, acontecimiento en la vivencia de
cada uno y de la comunidad: ella no nacerá, si no existe otro que habla, si no
hay un adviento que visite el concretísimo éxodo humano. Ninguna evasión de
la tarea misionera está justificada por la conciencia cristiana. Ante el "kéryg-ma"
la decisión se sitúa como el acto por el cual el instante es transformado.
El cristianismo ha reinventado aquí el lenguaje: en el griego del Nuevo Testa-mento
el tiempo no es sólo chrónos, sino que se transforma en kairós cuando
el instante -el muerto fragmento cronológico- viene relleno de la decisión
de la conversión del corazón, que transforma cualitativamente a aquellos que
la toman, porque es acogida del adviento divino en la condición humana. La
teología neotestamentaria del "hoy" de Dios exalta el encuentro que cambia
la vida como el momento en que el hombre libremente se abre a la palabra y
se autodestina al adviento, decidiendo arriesgarse a sí mismo por aquella pala-bra
y por el silencio que la sobrepasa.
Entonces, el momento vacío llega a ser el tiempo de Dios en la historia
del mundo, el hoy de la gracia, hora de la salvación, vivida no fuera de la his-toria,
sino en ella y por ella, en la profunda solidaridad con los demás. La deci-sión
por Cristo pasa a través de la mediación de los demás y se realiza plena-mente
sólo en el acto del amor, en la prueba de la caridad irradiante. El Dios
que se revela en Jesucristo es el Dios Amor, que como tal se ha autocomuni-cado
y como tal puede ser encontrado sólo decidiéndose por una vida en que
sea la gratuidad el sentido profundo de los días. En el encuentro de esta llega-da
del adviento y de este abrirse a la decisión transformante se realiza el acto
de fe, que es gracia a invocar y a esperar en la fidelidad. La decisión no es sólo
fruto de la carne y de la sangre: es en el Espíritu y en la libertad donde el Mis-terio
se revela a aquel que sabe acoger. Todos los argumentos adoptados a
favor de la absolutez del cristianismo quedarán débiles, hasta que no se dé el
eilcuentro de la acción del Espíritu con un corazón inquieto, dispuesto a
luchar con Dios y a hacerlo vencer. Por esto, en primer lugar los creyentes
pedirán cada día la luz, capaz de hacer superar el escándalo: "Señor, danos
ojos miopes para todas las cosas que pasan, y ojos de plena claridad para cada
verdad tuya" (S. Kierkegaard, en el comienzo de La enfermedad mortal). Y a
los que no creen, pero buscan con corazón sincero, la Paradoja originaria
podrá desvelarse en el momento en que ellos acepten pasar de hablar de Cris-to,
a decidirse por Él.
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En la relación con las otras religiones, esta concepción "paradójica" de
la absolutez del cristianismo funda una actitud de apertura y de profundo res-peto,
atento a la alteridad de los mundos que en ellas se vehiculan, en el con-vencimiento
de que Cristo no puede ser impuesto a ninguna fe, sino sólo
puede ser propuesto y encontrado en el escándalo, en la libertad y en la auda-cia
de una decisión que escucha el silencio ofrecido en Su palabra. A esta luz,
cada mundo distinto del cristiano tiene que ser acercado por lo cristiano en su
dignidad y consistencia, que no pueden ser vanificadas por una presuntuosa
absolutez del cristianismo, interpretada ideológicamente como pensamiento
de la totalidad alcanzada. Esta actitud de profundo respeto no eximirá sin
embargo al cristiano de vivir la novedad de su fe de manera plena y totalizan-te.
La misión cristiana no está en exportar una visión tranquilizante del todo,
sino en el transmitir, por contagio y transparencia, en el escándalo y en la
libertad de la fe, la experiencia del encuentro vivo y transformante con el
Señor Jesús. Así se presentó originariamente el inicio del movimiento cristia-no;
así debe ofrecerse también hoy la llamada que la fe cristiana presenta a
cada hombre que quiera abrirse a ella en la libertad.
Bruno Forte