ALMOGAREN. 20. (97). Págs. 11-15. O CENTRO TEOLOGICO DE LAS PALMAS
ALDEA GLOBAL Y NACIONALIDADES:
UN RETO PARA LA FE CRISTIANA
INTERVENCION EN EL ACTO DE CLAUSURA
DEL EXCMO. Y MAGNlFlCO SR. RECTOR DE
LA UNIVERSIDAD PONTlFlClA COMILLAS
L a aldea global es la imagen, feliz y rica en contenido, de un hecho
sociológico que indica una época nueva. Es un aspecto del mundo único, con
interacción'e interdependencia crecientes entre todos los pueblos y personas,
lo cual impone una política cultural postideológica de orientación pluralista
globalizante. La aldea global es expresión de una conciencia universal que
percibe y se hace cargo de nuestras responsabilidades y nuestra solicitud por
los problemas de otros países. Como imperativo, como llamada desde los
demás, como obligación de nuestra conciencia individual y colectiva, la aldea
global es hoy una evidencia ética.
Son cada vez más los problemas, como la paz, el hambre, el medio
ambiente, la sanidad, la educación o la cultura, cuya solución requiere decisio-nes
que han de ser adoptadas a nivel supranacional con el consenso de todos
los países. Por eso estamos asistiendo hoy a la búsqueda de nuevas dimensio-nes
de convivencia en el contexto mundial, de una nueva identidad comunita-ria
que se dote de normas e instituciones adecuadas democráticas y suprana-cionales,
lo cual está modificando ya la estructura de los actuales Estados.
Esta nueva percepción del mundo implica un cambio de paradigma en cuanto
que obliga a repensar y redimensionar todo, ya que al romperse toda clase de
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fronteras, físicas, espirituales, conceptuales e incluso de sentimientos, quedan
inservibles los viejos y caducos modelos de los Estados-nación occidentales.
Con todo, la aldea global no pasa de ser hoy una realidad problemática
y heurística, una aspiración, una voluntad de unidad. Como concepto dinámi-co
es expresión de algo en parte logrado y modelo estimulante hacia el futuro
que hay que seguir inventando. La aldea global constituye un sistema de refe-rencias
complejo, en el que se superponen mundos muy diferentes.
Pero se manifiestan hoy al mismo tiempo tendencias y movimientos de
sentido aparentemente contrario que buscan afirmar la identidad cultural, lin-güística
y religiosa de cada persona y de su grupo. A la afirmación de esta
identidad que constituye el núcleo original de los nacionalismos no se puede
renunciar. Pero esta doble tendencia a la unidad y a la diversidad lleva en sí
un doble riesgo, pues o se produce un proceso de fragmentación, un mosaico
de pueblos diferentes por su lengua, cultura, tradiciones, costumbres y prácti-cas
religiosas que impide aspirar a la creación de un solo mundo, o se subraya
una unidad superficialmente aproblematizada que en realidad tiende a elimi-nar
la personalidad y el modo de ser de los grupos diferenciados.
Esta tensión entre la aspiración a una unión que se manifiesta como
amenaza a la diversidad, y viceversa, la afirmación de la propia identidad que
parece imposibilitar la apertura a unidades superiores, se plantea a diversos
niveles: global o mundial; de continentes, como es el caso de la construcción
europea; de Estados nacionales con tensión entre pueblos, culturas o lenguas
distintas y su unidad en un Estado; o también entre una minoría o varias
minorías dentro de un mismo Estado y la mayoría cultural, lingüística o reli-giosa
de ese mismo Estado.
El término nacionalismo, además de poseer la ambigüedad de lo poliva-lente,
está cargado de toda la historia trágica de nuestro siglo, pues las nacio-nes
han sido en muchos casos voraces, egoístas, brutales, agresivas y sin pie-dad.
Hoy resulta inadmisible el planteamiento romántico de los nacionalismos
por suponer una construcción artificial, apta para la manipulación de los diri-gentes
de todos los grupos de cualquier signo político. Pero el problema de los
nacionalismos, o de las nacionalidades, hay que situarlo, además de en sus raí-ces
históricas, en su significación cultural y política. Sólo así podremos contar
con elementos suficientes para una reflexión que abra el camino a soluciones
no provi<ionales ni parciales, sino duraderas, situadas en una amplia perspecti-va,
basadas en el consenso de los pueblos y nunca en la imposición.
Los nuevos problemas están cambiando efectivamente viejas perspecti-vas
y percibimos en los procesos históricos nuevas alternativas. Es un hecho
que van desapareciendo y se van despolitizando las fronteras por la pérdida de
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la importancia del Estado-nación, que va experimentando cómo se debilita su
soberanía absoluta. Todo ello contribuye a disminuir el impacto y la inciden-cia
de los grupos étnicos pues se va progresando hacia una multiplicidad de
pertenencias que modifica la psicología, los sentimientos e incluso las acciones
del nuevo hombre, que tiene que aprender a vivir al mismo tiempo la fidelidad
a muchas lealtades sociales y culturales diferentes. Por otra parte, se está
fomentando y desarrollando la cooperación transfronteriza, por el libre esta-blecimiento
de lazos culturales, sociales y económicos naturales entre pobla-ciones
unidas por los lazos de la lengua, cultura y tradiciones. Se van poniendo
en práctica así una conciencia y una pedagogía interculturales fundadas en el
respeto a la dignidad de cada persona, en los valores espirituales y en el dere-cho
a la libre expresión de los grupos minoritarios.
Nos encontramos, por tanto, en una situación de transición entre un sis-tema
de Estados-naciones soberanos y la búsqueda de nuevas soluciones más
coherentes con una concepción del mundo más solidario, preocupado por el
bien de todos y por el respeto de la igualdad de todos los hombres. Igualdad
que requiere el reconocimiento de la igual dignidad de las diferentes culturas
históricamente basadas en elementos etno-lingüísticos.
El hombre, en su integración en su mundo étnico y cultural, ha de ser
sujeto activo, no pasivo, de su historia, en la sociedad y en la política. Y lo
mismo ha de decirse de los grupos minoritarios. Está claro que ya no podemos
seguir pensando en un Estado unitario, sino que hay que pasar a un Estado
compuesto de unidades más justas que impliquen todo lo que en realidad sig-nifica
lo más profundo de una cultura federalista o autonomista. Es decir, a
Estados que realmente sean constituidos por sociedades multiculturales en
cuya cultura política, no necesariamente basada en una misma lengua compar-tida
por todos los ciudadanos ni en los mismos orígenes étnicos y culturales,
estén enraizados los principios constitucionales. La propia tradición nacional
ha de apropiarse de tal manera que ha de ser relativizada por el punto de vista
de las otras culturas nacionales. La cultura política ha de ser como el común
denominador para un patriotismo constitucional que agudice simultáneamen-te
la convicción de la multiplicidad e integridad de las formas diferentes de
vida que coexisten en una sociedad rnulticultural. No se puede ignorar o elimi-nar
la historia y la cultura de una parte del Estado en beneficio de una unidad
parcial y falsa pero con la pretensión de ser la única.
Es preciso superar el Estado-nación en la búsqueda de un cambio de
convivencia, en el respeto al derecho a la identidad nacional y en la solidari-dad
entre los pueblos, su interdependencia y sus aspiraciones a la paz. Una
política en favor del pluralismo, de la instauración de una sociedad pluralista,
no puede concebirse únicamente como un mal menor, sino como un verdade-
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ro valor y como una realidad que hay que desarrollar, ya que se trata de la
defensa de la persona y de los grupos minoritarios.
Además, cualquier principio, constitución universal, sistema de valores
o sistemas políticos universales que afecten a toda la humanidad, han de
encarnarse en la propia cultura, tradiciones, convicciones profundas y religio-nes
de los pueblos, porque de otro modo no poseerán carne propia ni podrán
hacerse efectivos. Aquí los nacionalismos, en su sustancia, deben ejercer unas
función de diversidad, de encarnación y por ahí también de universalidad.
En la entraña misma de la fe cristiana -desde la fe monoteísta que
proclama la unidad del género humano, la igualdad de todos, el carácter
sagrado e inviolable de la persona, a todas las imágenes de la Iglesia como
Pueblo de Dios, sacramento en el mundo o su misma catolicidad- está la
aspiración al logro de una humanidad unida, reconciliada, en paz. La interde-pendencia,
interacción, comunicación y cercanía, cada vez mayores entre
todos los pueblos, nos obligan a ensanchar nuestra conciencia y a hacer una
planteamiento de los asuntos más universal y solidario, a pensar globalmente,
a una mayor sensibilidad y conciencia de los problemas de los otros, a la
corresponsabilidad por los otros, a la responsabilidad, solidaridad y colabora-ción
con todo el mundo. En esta dirección la Iglesia no puede olvidar tampoco
el ecumenismo, su misión propagadora de la fe y su presencia en el mundo
cooperando con otras Iglesias y con ONGs que promuevan los derechos
humanos.
Pero, por otro lado, el cristiano no ha de ignorar el hecho de la imbrica-ción
de etnias, culturas ni los derechos de los grupos minoritarios. Pentecostés
es la consagración de la diversidad de lenguas y culturas en la unión de un
mismo Espíritu.
En un mundo plural, pero unido, precisamente por eso, se requiere de
un "ethos" para la humanidad en su conjunto. Y hoy ese horizonte ético nos
lo ofrecen los derechos humanos, situados en el plano de lo secular, como rea-lidades
autónomas. No necesitan de una legitimación cristiana ni se precisa de
la fe para descubrirlos, ni para realizarlos, ni para morir por ellos. Son dere-chos
para todo hombre, por tanto, para muchos que ni viven ni quieren vivir
bajo el Evangelio. La fe ha de reconocer su autonomía y su secularidad.
Pero a la vez necesitamos de la razón iluminada por el Evangelio y
guiada por el amor para ser responsables en la aceptación de los derechos
humanos y de su realización. La fe nos ha de hacer más sensibles y penetran-tes,
más criticos respecto a nuestro egoísmo e inclinación a insistir en nuestro
propio derecho a expensas del ajeno. Y ha de fortalecer la conciencia del pro-pio
ser y de los propios derechos para no abdicar en nombre de una paz
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impuesta y en definitiva ficticia. El cristiano está familiarizado con esto cuan-do
afirma que el hombre está creado a imagen de Dios, que todos los hombres
son iguales ante Dios, que todos poseen la misma dignidad.
En todo este proceso los cristianos no somos líderes, somos colaborado-res,
pero no silenciosos, ni ausentes, sino activos. Y la Iglesia no ha de olvidar
su tarea educativa, muy importante y muy valorada por los organismos inter-nacionales
en materia de derechos humanos.
Existen, por otra parte, experiencias directa y explícitamente religiosas,
como la fraternidad, el saberse hijos del mismo Padre, o la reconciliación, de
indudable peso político e incidencia en la construcción de la aldea global y en
el respeto a las diferencias y distintas identidades. No dejan de ser experien-cias
humanas profundas que pueden ayudar a superar peligrosos obstáculos
políticos. Experiencias necesarias además en sociedades profundamente divi-didas
por enconados agravios históricos o recientes experiencias trágicas de
dominación y de negación de los derechos humanos. Y para sociedades en las
que el pluralismo creciente convierte en peligro la mera pertenencia a un
grupo inmigrante con religión, lengua o cultura propias y diferentes.
Manuel Gallego Díaz