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ALMOGAREN. 19 (96). Págs. 65 - 93 O CENTRO TEOLOGICO DE LAS PALMAS LOS POBRES Y LA TEOLOGIA JOSE M. CASTILLO DR. EN TEOLOGIA S i n temor a exagerar, se puede afirmar que, desde la Alta Edad Media hasta la mitad del presente siglo, la teología apenas se ha preocupado de los pobres. Por supuesto, este asunto no ha entrado en el campo de planteamien-to y problemas que han interesado a la dogmática"). Se consideraba una cues-tión propia de la teología moral, que, en el capítulo que estudiaba las virtudes teologales, analizaba hasta donde tenía que llegar la limosna, para cumplir con las exigencias de la caridad cr i~t iana'~N)i. siquiera la espiritualidad clásica (1) Para convercerse de ello, basta citar algunos de los diccionarios teológicos que se han publicado en este siglo y que lógicamente recogen la enseñanza teológica de muchos siglos. El Dict. de Théol. Cath., de VACANT, remite indirectamente a la palabra pauvreté, pero ni incluye el término pobres (t. XII, 75). El Lexikon für Theologie und Kirche igualmente contiene el término Anmut (pobreza), de la que habla desde el punto de vista bíblico y moral, pero tampoco estudia la palabra pobres (t. 1, 878-883). El Sacramentum Mundi sigue el mismo camino: dedica un estudio a la pobreza, pero ni cita la palabra pobres (t. V, 479-484); más aún, habla en un apartado de "la Iglesia de los pobres", pero es para advertir de los peligros que esa expresión lleva consigo (483). Por su Darte. Conceutos Fundamentales de Teoloaía. de H. FRIES fed.). habla de la uobreza. pe;o tampoco s'e refiere a los pobres (t. III,4?0-482). Lo mismo el Diccionario ~Z.oló~ico; de K. RAHNER y H. VORGRIMLER (edic. de 1970) (col. 563-564). El Diccionario Teol6gico Interdisciplinar, de L. PACOMIO y otros (edic. de 1982), es más tajante: no habla ni de ~ o b r e z an i de obres s. Y lo mismo hace el Diccionario de Teología Dogmático. de W. BEINERT (edic. de 1990). (2) Cf. en este sentido, por ejemplo, M. ZALBA, Theologiae Moralis Compendium, vol. 11, Madrid 1958, n. 176-192. ZALBA recoge y resume la doctrina moral tradicional, que se 66 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA dedicó a los pobres particular atención. Los tratados de espiritualidad se inte-resaban por la pobreza, pero no por los pobres. Es decir, se interesaban por los "consejos evangélicos", entre ellos el de pobreza, entendida como renuncia ascética a los bienes de este mundo(3). Lo cual significa que la espiritualidad clásica se interesó más por la práctica de la virtud que por el bien de las perso-nas peor tratadas por la vida. Y aunque en la Iglesia siempre hubo personas e instituciones dedicadas al servicio de los pobres, enfermos y encarcelados, lo cierto es que todo eso se consideraba como una aplicación más de la caridad, pero no como un tema dogmático en cuanto tal. Y menos aún como una cues-tión capital para el correcto entendimiento de la teología. Ha sido en la segunda mitad del presente siglo, más concretamente a partir de los años sesenta, cuando la teología de la liberación ha situado a los pobres en el centro mismo del quehacer teológico(". De esta manera, los pobres han recuperado, en la teología, la centralidad que tuvieron y tienen en el Evangelio. Tres son las cuestiones fundamentales que tiene que afrontar la teolo-gía a partir de los pobres: ante todo, el problema hermenéutico; en segundo lugar, el problema ético; por fin, el problema eclesiológico. Por supuesto, estas cuestiones no abarcan toda la compleja problemática que plantea a la teología el hecho y la situación de los pobres en el mundo. Como después veremos, no hay cuestión teológica, que, de una manera o de otra, no quede afectada por el tema de los pobres. Pero es claro que los límites de este artículo imponen una selección básica. Por eso me voy a limitar a los tres problemas apuntados. (...) enseñó en los seminarios diocesanos hasta los años del concilio Vaticano 11. B. HARING, en La Ley de Cristo, vol. 111 (edic. de 1973) apunta ya un progreso con respecto a la moral tradicional, en cuanto que hace numerosas aplicaciones a la problemática y la causística con respecto a los pobres (págs. 71, 225, 251, 356, 413, 426, 473, 480). En el tercer volu-men de Praxis Cristiana, de 1. CAMACHO, R. RINCON y G. HIGUERA (edic. de 1986), se presenta un estudio bíblico básico sobre la moral de la pobreza y los pobres (págs. 17-54); además, se replantea el tema de la justicia y la solidaridad desde las ense-ñanzas de la doctrina social de la Iglesia. En este sentido, es evidente que la teología moral, elaborada en los últimos veinte años, ha experimentado un cambio positivo radical con respecto a lo que era la moral de décadas anteriores. (3) Dos ejemplos elocuentes: el Diccionario de espiritualidad, de E. ANCILLI (edic. de 1984), dedica un estudio a la pobreza, pero ni habla de los pobres (t. 111, 179-183). Por el contrario el Nuevo Diccionario de Espiritualidad, de S. DE FIORES y T. GOFFI (ed.), en su tercera edición (de 1983), estudia la palabra pobre y no habla de pobreza (págs. 1.142-1.157). Pero es importante advertir que toda la bibliografía que cita en posterior a 1965. (4) La bibliografía sobre este asunto es abundantísima. Por eso, remito al lector a trabajos donde puede encontrar un buen resumen de esa bibliografía. Para un planteamiento de la evolución teológica con respecto a los pobres, puede consultarse el trabajo de V. CODINA, La irrupción de los pobres en la teología contemporánea: Misión Abierta 75 (1981) 203 SS. Síntesis bibliográfica en 1. ELLACURIA, Pobres, en C. FLORISTAN y J.J. TAMAYO, Conceptos Fundamentales de Pastoral, Madrid 1983,801-802. También en P. RICHARD e 1. ELLACURIA, Pobreza-Pobres, en C. FLORISTAN y J.J. TAMAYO (ed.), Conceptos Fundamentales del Cristianismo, Madrid 1993, 1.057. JOSE M. CASTILLO 1. EL PROBLEMA HERMENEUTICO Muchos creyentes piensan que la cuestión, que plantean los pobres a la teología, se reduce al problema ético, es decir la exigencia e incluso la urgen-cia, que se nos impone, de cambiar radicalmente el presente orden social, en el que, como después veremos, miles de millones de seres humanos se mueren literalmente de hambre y de miseria, mientras una minoría privilegiada despil-farra los bienes y fuentes de energía del planeta, en un evidente abuso de con-sumismo. Por supuesto, el problema ético es gravísimo. Y, desde ese punto de vista, no cabe duda que es el asunto más urgente que debemos solucionar o por lo menos aminorar, en la medida de nuestras posibilidades. Pero cuando se trata de analizar la relación entre los pobres y la teología, tenemos que empezar reconociendo que la cuestión más profunda, que los pobres plantean al quehacer teológico, es el problema hermenéutico. Por supuesto, el quehacer propio de los teólogos tiene que empezar por analizar y tener muy en cuenta, de la manera más completa posible, la enseñanza de la Biblia, la doctrina del magisterio eclesiástico y, en general, la vida y las lecciones que nos aporta la tradición cristiana en su ya larga his-toria. Pero el problema está en comprender desde dónde intentamos hacer ese análisis y, por tanto, desde dónde pretendemos enterarnos de lo que la Biblia, el magisterio y, en general, la tradición cristiana nos enseñan acerca de Dios, de Cristo, de la Iglesia, etc., etc. Yo tengo la impresión de que muchos teólogos no han caído ni caen en la cuenta de que todo acceso a la realidad y, por tanto, toda lectura de la realidad es, al mismo tiempo e inevi-tablemente, una interpretación de dicha realidad. Al decir esto, como es bien sabido, no estoy sino enunciando el principio más elemental de la herme-néutica's). Por otra parte, aquí es decisivo tener presente que cuando la reali-dad, a la que pretendemos acceder, es una realidad transcendente, entonces el peligro de una interpretación subjetiva es mucho mayor. Porque lo trans-cendente es lo que, por definición, se sitúa "más allá" de los límites de nues-tro campo inmanente de objetivación. De donde resulta que todo acceso a Dios y su revelación es, de manera inevitable, una lectura "mediada" y, por tanto, "filtrada" por los condicionamientos que determinan, modifican y a veces pervierten nuestro encuentro, nuestro conocimiento y nuestra lectura de esa realidad última, que nos rebasa, nos supera y de la cual no podemos tener evidencia alguna. (5) Para una introducción a la hermenéutica y su historia, cf. F. VON MUSSNER, Geschichte der Hermeneutik von Schleiermaclzer bis zum Gegenwart, en Handbuch der Dogmengeschichte, Freiburg 1970, 3-34. La perspectiva teológica está suficientemente indicada en J.L. SEGUNDO, La opción por los pobres como clave hermenéutica para entender el evangelio: Sal Terrae 6 (1986) 473-482. 68 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA Ahora bien, entre los condicionamientos que, como he dicho, determi-nan, modifican y hasta posiblemente pervierten nuestro acceso a Dios, el más decisivo es, sin duda alguna, el lugar desde dónde cada uno intenta conocer a Dios y relacionarse con El. Aquí resulta obvio advertir que, cuando hablo de "lugar", no me refiero a lugar geográfico, sino a lugar epistémico, es decir a la situación y conjunto de circunstancias que, de una manera o de otra, influyen en el conocimiento, lo filtran y, sin que el sujeto se dé cuenta de ello, interpre-tan la realidad, seleccionando y destacando datos de esa realidad y, al mismo tiempo, marginando o deformando otras dimensiones de la misma realidad, que son fundamentales e incluso decisivas. Aquí es importante recordar que de este proceso nadie se escapa. Todos y siempre, al intentar acceder al Transcendente, inevitablemente lo interpreta-mos, lo filtramos y corremos el peligro de deformarlo. Ahora bien, si esto es así, el problema está en determinar desde dónde podemos, con menos peligro de deformación, intentar acercanos a Dios y su revelación. O dicho de otra mane-ra, se trata de precisar el lugar desde el cual podemos, con más garantías de objetividad, comprender a Dios y lo que El nos ha querido transmitir. Esto supuesto, los cristianos sabemos que Jesús el Mesías es la imagen visible de Dios invisible (Col 1, 15). Es decir, Jesús es quien mejor ha conoci-do a Dios y quien mejor y más exactamente lo ha dado a conocer (cf. Jn 1,18), hasta el punto de que, según el mismo Jesús, quien lo ve a él, por eso mismo está viendo al Padre (Jn 14, 9). Aquí es importante destacar que no se trata, ni sólo ni principalmente, de un asunto de doctrinas o teorías sobre Dios, sino de algo mucho más amplio y más cercano a todos los mortales: es la expresividad de la persona y la vida entera de Jesús, lo que en él se veía (como le dice a Felipe), lo que se metía por los ojos, lo que "palparon" las manos y "contem-plaron" quienes lo vieron (1 Jn 1, l), o sea no sólo sus palabras, sino además sus costumbres, su estilo de vivir, sus preferencias, lo más sensible y lo más inmediato, todo eso es lo que reveló a Dios y su proyecto. Es decir, todo eso (además de sus enseñanzas) es lo que nos ha dado a conocer quién es Dios, cómo es Dios y lo que Dios quiere y espera de nosotros. Ahora bien, idesde dónde realizó Jesús esta tarea y cumplió esta misión? Sabemos que Jesús nació en un establo, donde viven las bestias, y murió colgado en una cruz, donde morían, en aquel tiempo, los criminales más peligrosos y los subversivos del orden establecido. Es evidente que un indivi-duo, que empieza y acaba así, es un hombre descolocado, marginado del siste-ma, no integrado en el conjunto de valores, instituciones y principios que con-figuran el "normal" funcionamiento de una sociedad. Es decir, Jesús se situó - en la marginalidad del sistema. Y desde ahí comprendió correctamente a Dios y reveló correctamente a Dios. Aquí y en esto reside el sentido profundo de la JOSE M. CASTILLO 69 solidaridad de Jesús con los pobres y con los pecadores, con los leprosos y los samaritanos, con los miserables y vagabundos de los caminos. Como reside igualmente el significado último del conflicto y el enfrentamiento de Jesús con los sacerdotes, senadores y letrados, con los fariseos y observantes, y también con los ricos de su tiempo. Todo esto ha sido estudiado hasta la saciedad, ha sido analizado hasta el último detalle, de manera que yo no voy a repetir lo que otros han investigado con más competencia y han explicado con más auto-ridad @). Eso sí, lo que me interesa dejar aquí bien claro es que los pobres son no sólo el lugar social, sino sobre todo el lugar epistémico desde el que, con más garantías de objetividad, podemos entender a Dios, los proyectos de Dios, la voluntad de Dios. Aquí resulta decisivo recordar la afirmación de Jesús: "Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla" (Mt 11, 25). La expresión "gente-sencilla" traduce el término griego népios, que lite-ralmente (né-épos) significa "el que no tiene habla", lo que en latín diríamos in-fans (Zerwick, Analysis Philologica N.T.G., 18) o sea el niño. Esta palabra, contrapuesta a los "sabios" y "entendidos", se refiere claramente a los que no tienen nada que decir en la sociedad, los que no pintan ni representan nada; en otras palabras, la gente sin importancia. Ahora bien, esta gente, en la socie-dad de todos los tiempos, es la gente pobre, que carece de la cultura de los sabios y entendidos, los que constituyen los estratos influyentes en el tejido social. Pues bien, según Jesús, desde la situación de esta gente es desde dónde se comprende a Dios y las cosas de Dios. Por eso, sin duda, cuando San Pablo explica en quiénes se manifiesta la "sabiduría de Dios", afirma provocativa-mente que ésos no son ni los "intelectuales7', ni los "poderosos", ni la "gente de buena familia" (1 Cor 1, 26). Y añade el mismo Pablo: "todo lo contrario: lo necio del mundo se lo escogió Dios para humillar a los sabios; y lo débil del mundo se lo escogió Dios para humillar a lo fuerte; y lo plebeyo del mundo, lo despreciado, se lo escogió Dios" (1 Cor, 1,27-28). Sean cuales sean los matices exegéticos que haya que hacer para comprender el significado de este texto (6) Se puede encontrar una información bibliográfica abundante en E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Madrid 1981, 128-162; J. MOLTMANN, Der Weg Jesu Christi, Muchen 1989, 117-124; J.I. GONZALEZ FAUS, La Humanidad Nueva, vol. 1, Madrid 1974,87-144; X. PIKAZA, El Evangelio. Vida y Pascua de Jesús, Salamanca 1990, 63-117; J. SOBRINO, Jesucristo Liberador, San Salvador 1994, 87-133. Sobre todo este asunto, resulta sugerente el título de la obra de J.P. MEIER, A Marginal Jew, New York 1991,2 vol. Como también es estimulante el sugerente estudio de A. HOLL, Jesus in sch-lechter Gesellschaft, Stuttgart 1971, o sea: Jesús y las malas compañías, un análisis del medio social y cultural en el que se situó Jesús. 70 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA impresionante c7), es claro que en él se trata, no sólo de la sabiduría de Dios hacia los hombres, sino además y conjuntamente del saber y entender de los hombres en cuanto se refiere al misterio desconcertante de Dios y al designio salvador de Dios"). Ahora bien, Pablo afirma categóricamente que ese saber y entender sobre Dios se encuentra precisamente en lo marginal de este mundo, o dicho de otra manera, en la marginalidad del sistema establecido. Es, por tanto, desde lo marginal del orden presente desde donde podemos, con más garantías de objetividad, conocer a Dios. Y eso significa que desde la margina-lidad de los pobres es desde donde podemos entender a Jesús y su Evangelio. Dos cuestiones fundamentales se plantean aquí inevitablemente. En primer lugar, ¿por qué precisamente desde la marginalidad de los pobres, es decir desde la marginalidad del sistema, es desde donde podemos conocer a Dios? Y en segundo lugar, ¿qué significa eso en concreto? Para responder a la primera cuestión, hay que empezar recordando un principio básico en epistemología: la relación entre conocimiento e interé~'~)'. El lugar que uno ocupa en la sociedad y en el sistema genera inevitablemente intereses, las más de las veces ocultos para el que los tiene. Ahora bien, unos intereses determinados producen un conocimiento determinado. En ese senti-do, los intereses, que se derivan de la acción y de la experiencia que vive el sujeto, filtran su acceso a la realidad y condicionan radicalmente la compren-sión, la valoración y la interpretación que el mismo sujeto hace al conocer, valorar y enjuiciar. Esto significa, en última instancia, que el lugar social, que cada cual ocupa en el sistema establecido, determina decisivamente el lugar epistémico, a partir del cual interpreta y valora la realidad. He aquí la primera razón en virtud de la cual se comprende por qué el hombre Jesús de Nazaret, desde la solidaridad con los pobres, es decir desde la marginalidad del sistema, (7) Es verdad que Pablo se refiere, en este texto, a su doctrina fundamental, según la cual el llamamiento a la fe se debe a la bondad misericordiosa de Dios y no a las obras del hom-bre (cfr. R. KUGELMAN, Primera Carta a los corintios, en Comentario biblico "San Jerónimo", t. IV, 2, 17). Pero es evidente que esta tesis teológica no margina ni quita fuer-za a la afirmación, igualmente teológica, según la cual el saber y comprender el misterio y designio de Dios se encuentra en "lo necio", "lo débil", "lo plebeyo", no precisamente en los poderosos, instalados y ricos de este mundo. (8) A eso se refiere expresamente Pablo en los VV. 21-24, concretamente cuando afirma que la sabiduría de Dios no fue reconocida por el mundo, que tuvo esa sabiduría por locura. Por tanto, Pablo no habla sólo del saber de Dios, sino igualmente del entender de los hombres. (9) Es clásico y bien conocido el estudio de J. HABERMAS, Conocimiento e Interés, Madrid , 1989. Como es sabido, Hagermas lleva su análisis hasta el extremo de afirmar que la teo-ría de la ciencia sólo es ya posible como teoría (crítica) de la sociedad. Pero debo advertir que cuando Habermas habla de "interés", no se refiere a intereses materiales, sino a lo que él llama "intereses rectores del concomiento", en cuanto que "la sintaxis referencia1 del lenguaje en que se formula el saber teórico permanece reconectada a la lógica del correspondiente contexto precientífico de experiencia y acción" (o.c., pág. 323). Se trata, en definitiva, de los intereses que "protegen, frente al discurso, la unidad del sistema de acción y de experiencia" (o.c. pág. 324). JOSE M. CASTILLO 71 comprendió al Padre del cielo como nadie lo ha comprendido y fue, de esa manera, la revelación de Dios e incluso la imagen visible y palpable (cf. 1 Jn 1, 1) de Dios invisible. Pero hay una segunda razón que va más al fondo de las cosas. En el asunto, que venimos analizando, no se trata de conocer cualquier cosa, sino que se trata precisamente de conocer a Dios y todo lo referido a El. Por tanto, la cuestión central está en que se trata de un conocimiento religioso. Ahora bien, la sociología religiosa nos viene enseñando, desde Max Weber, que la religión ha sido y sigue siendo una sacralización de la realidad: sacralización del sistema, sacralización del poder, sacralización del derecho, sacralización de las instituciones, sacralización de los valores y de las situaciones establecidas, sacralización de las personas y de las cosas'''). De esta manera, la religión otor-ga un estatuto de absolutez a lo que en sí es contingente y no pasa de ser pro-ducto humano, incluso consecuencia de la pecaminosidad humana. Y así resul-ta que el poder viene de Dios y hay que someterse a él por voluntad de Dios; como el derecho es expresión del orden querido por Dios, incluido el derecho de propiedad, y, por tanto, la riqueza, que con frecuencia es presentada como una bendición de Dios; de la misma manera que las dignidades y ascensos se premian con cruces y títulos que remiten a una ultimidad donde, en definitiva, se sitúa Dios. Lo bueno y lo malo, el orden establecido, en última instancia, el sistema es, para el horno religiosus, expresión de Dios, manifestación de Dios, reflejo del orden absoluto y último. Ahora bien, a partir de este planteamiento, con frecuencia inconscien-temente asumido, es como el teólogo elabora su comprensión de Dios y sus explicaciones sobre todo lo que se refiere a Dios. De donde resulta inevitable-mente un Dios filtrado por el sistema y, en última instancia, acomodado al sis-tema. Lo cual quiere decir que no conocemos e interpretamos al sistema desde Dios, sino exactamente al revés: conocemos e interpretamos a Dios desde el sistema. Ahora se comprende por qué sólo desde la marginalidad del sistema se puede captar, asimilar y vivir lo que representa Dios y todo lo relacionado con El. En otras palabras, sólo desde los pobres o, más exactamente, desde la situación epistémica que comportan los pobres podemos tener los ojos lim-pios, que ven la verdadera imagen de Dios. La segunda cuestión, que antes he planteado, es obvia: ¿qué significa todo esto en concreto? Para responder a esta pregunta, hay que aclarar, ante todo, otra cuestión: cuando aquí hablamos de "pobres", ¿de quiéa estamos hablando? Jon Sobrino ha dicho acertadamente, refiriéndose a los evangelios, (10) M. WEBER: Economia y Sociedad, México 1969, vol. 1,452-453; 475-477, etc. 72 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA que, descriptivamente, los pobres están caracterizados en una doble línea según los sinópticos. Por una parte, pobres son los que gimen bajo algún tipo de necesidad básica en la línea de Isaías 61,1 SS. Así, pobres son los hambrien-tos y sedientos, los desnudos, los forasteros, los enfermos, los encarcelados, los que lloran, los que estén agobiados por un peso real (Lc 6,20-21; Mt 25,35 SS). En este sentido, pobres son los que viven encorvados (anawin) bajo el peso de alguna carga -que Jesús interpretará muchas veces como opresión- aquellos para quienes vivir y sobrevivir es una durísima carga. En lenguaje actual, podría decirse que son los pobres económicos, en el sentido de que el oikos (el hogar, la casa, el símbolo de lo fundamental y primario de la vida) está en grave peligro, y con ello están negados del mínimo de vida'"). Por otra parte, pobres son los despreciados por la sociedad vigente, los tenidos por pecadores, los publicanos, las prostitutas (Mc 2, 16; Mt 11, 19; 21, 32; Lc 15,1 SS), los sencillos, los pequeños, los más pequeños (Mt 11,25; Mc 9, 36; Mt 10, 42; 18, 10. 14; 25, 40. 45), los que ejercen profesiones despreciadas (Mt 21, 31; Lc 18, 11). En este sentido, pobres son los marginados, "a quienes su ignorancia religiosa y su comportamiento moral les cerraban, según la con-vicción de la época, la puerta de acceso a la salvación" (J. Jeremías). Podría decirse que son los pobres sociológicos, en el sentido de que el ser socium (símbolo de relaciones interhumanas fundamentales) les está negado, y con ello, el mínimo de dignidad (12). Pero esta descripción evangélica de los pobres resulta todavía demasia-do insuficiente. Hay que concretar más y aplicar estas ideas a la actualidad. En este sentido, es iluminador el análisis, que hizo de los pobres, Ignacio Ellacuría poco antes de su trágica muerte. Pobres son, ante todo, los material-mente pobres, es decir, los económica y sociológicamente pobres, las grandes mayorías del Tercer Mundo. Esta materialidad real de la pobreza no puede ser sustituida con ninguna espiritualidad; es condición necesaria de la pobreza evangélica, aunque no es condición suficiente. Pobres son, en segundo lugar, los empobrecidos, los oprimidos. Es decir, no se es "naturalmente" pobre, como se es "naturalmente" rubio o moreno, alto o bajo. La pobreza no es un fenómeno natural, sino un hecho social. O sea, hay pobres porque hay ricos; hay gente que no tiene lo indispen-sable porque hay otros que tienen más de lo que necesitan. Y lo que digo a nivel de individuos hay que entenderlo igualmente a nivel de grupos sociales y de pueblos enteros. Por tanto, pobres son los que han sido despojados de lo que les pertenece. Los bienes de este mundo, que han sido creados para satis- (11) J. SOBRINO: Jesucristo Liberador, 104, que remiten a J. JEREMIAS: Teologia del Nuevo Testanzento, 1, Salamanca 1986,134-138. (12) J. SOBRINO, o.c., 104. JOSE M. CASTILLO 73 facer a todos los hijos de esta tierra, han sido acaparados por unos pocos (pue-blos, estados, grupos sociales, individuos.. .) y entonces inevitablemente los demás no tienen ni lo indispensable. En tercer lugar, pobres son los que han llevado a cabo una toma de conciencia sobre el hecho mismo de la pobreza material, unz toma de concien-cia individual y colectiva. Es ésta una primera expresión del espíritu con que se ha de vivir la pobreza, no en cuanto que espiritualidad es aquí un sustituti-vo de materialidad, sino un coronamiento de la misma. En cuarto lugar, pobres son los que convierten esta toma de conciencia en organización popular y en praxis. Esto no implica la adhesión a una deter-minada organización o partido, pero sí el hecho bruto de que los pobres han de organizarse, en cuanto pobres, para hacer desaparecer ese pecado colectivo y originante que es la dialéctica "riqueza - pobreza". En quinto lugar, pobres son los que viven su materialidad, su toma de conciencia y su praxis con espíritu, con gratitud, con esperanza, con misericor-dia, con fortaleza en la persecución, con amor y con el mayor amor de la vida por la liberación. En una genial síntesis sistemática de las bienaventuranzas según Mateo y según Lucas, concluye 1. Ellacuría: por eso, aunque pudiera parecer una desviación del texto literal, la traducción real de los pobres de espíritu es de "pobres con espíritu7', esto es, que asumen su pobreza real en toda su inmensa potencialidad humana y cristiana desde la perspectiva del Reino de Dios. No basta el hecho material de la pobreza, como no basta con la sustitución de la pobreza material por una intencionalidad espiritual. Hay que encarnar e historizar el espíritu de pobreza y hay que espiritualizar y con-cientizar la carne real de la pobreza(I3). Pues bien, es claro que los pobres, así entendidos, constituyen la inmen-sa y aterradora marginalidad del sistema, del "orden establecido" por los poderes e intereses de este mundo. Y constituyen la marginalidad del sistema, no sólo en el plano de la política, la economía y las instituciones en general, sino, sobre todo, a un nivel más profundo: el nivel del pretendido consenso universal (Apel, Habermas), el consenso de la conciencia ilustrada, "justifica-do por argumentación, fácticamente irrefutable y no superable", que genera-ría una evidencia "desde la cual se puede postular con sentido una determina-da norma de acción"('4)E. n este sentido, y visto a este nivel de profundidad, el (13) 1. ELLACURIA: Pobres (citado en nota 4), 786-802. Sobre los "pobres con espíritu", véase también: R. AGUIRRE y F.J. VITORIA: Justicia, en 1. ELLACURIA y J. SOBRINO (ed.): Mysterium Liberationis, vo. 11, Madrid 1990, 554-556. (14) JUAN A. ESTRADA: Tradiciones religiosas y ética discursiva, en D. BLANCO, FER-NANDEZ, J.A. PEREZ TAPIAS y L. SAEZ RUEDA (ed.): Discuros y realidad. En debate con K.-O. Apel, Madrid 1994, 187. 74 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA pobre, el oprimido (en lo cultural tanto como en lo económico) es el que, según la acertada formulación de Juan A. Estrada, "no puede articular su disenso ni fundamentarlo argumentativamente respecto al consenso ilustrado de los sujetos hegemónicos. La marginación le incapacita para apelar racional-argumentativamente y participar en un consenso ilustrado" He aquí, por tanto, la marginalidad del sistema en su dimensión más honda. Porque es mar-ginación, no sólo social y económica, sino además, y sobre todo, marginación epistémica respecto al consenso común, que configura el sistema en que vivi-mos, pensamos y actuamos. La consecuencia, que se sigue de todo lo dicho, es que pensar a Dios y comprender a Dios desde la marginalidad de los pobres es tomar como punto de partida de la investigación y reflexión teológica la solidaridad con la vida, la situación, las esperanzas y el destino de los marginados del sistema. Por tanto, no primordialmente ver y analizar lo que la Biblia nos dice sobre los oprimidos, sino algo previo a todo eso: ver y analizar cómo desde el sufrimien- . to y la humillación de los oprimidos podemos entender la Biblia, que nos habla de Dios como Padre, como fuente de vida, de amor, de justicia, de liber-tad. ¿Qué sentido tiene todo eso desde la situación y el destino de los oprimi-dos y marginados? He aquí la gran cuestión hermenéutica que marca el punto de partida de toda reflexión sobre Dios, si es que esa reflexión pretende auténticamente elaborarse con las mayores garantías de ~bjetividad"~E).n este sentido y a partir de este planteamiento, se comprende lo que acertada-mente ha dicho J. Sobrino: el mundo de los pobres es una realidad que da que pensar; es una realidad que capacita a pensar; y es una realidad que enseña a pensar ("1. Por lo tanto, al decir estas cosas, no pretendo insinuar que el problema hermenéutico, que los pobres plantean a la teología, se reduzca a intentar resolver el problema del mal y, en general, el problema del sufrimiento en el mundo. Hacer eso sería una escapatoria, una evasión hacia una problemática abstracta y puramente especulativa, cosa que ha sido y sigue siendo una cons-tante tentación para la teología. El problema hermenéutico, que plantean los pobres, radica en saber y fijar, en la medida de lo posible, desde qué presu-puestos, desde qué valores, desde qué situaciones y desde qué esperanzas pen-samos a Dios y el mensaje de Dios para nosotros. Por supuesto, eso exigirá, a veces, buenas dosis de especulación. Pero nunca será una especulación separa-da de la vida y sin incidencia en la vida. 15) JUAN A. ESTRADA, o.c., 203. 16) Para toda esta problemática, ayudará la lectura del trabajo de G. DA SILVA GORGUL-HO: Hermenéutica bíblica, en Mysterium Liberationis, vol. 1.169-200. (17) J. SOBRINO: Jesucristo Liberador, 44-48. JOSE M. CASTILLO 75 Por último, y para evitar suspicacias inútiles, quiero hacer una adver-tencia importante. Todo lo que hasta aquí he dicho no significa que los teólo-gos tengan que vivir entre los pobres y menos aún que no puedan contar con los medios necesarios para elaborar su teología. La teología requiere unos ins-trumentos de trabajo, un tiempo, unas instalaciones que no están al alcance de los pobres. Cuando digo que hay que elaborar la teología desde los pobres, me refiero a que los teólogos tienen que elaborar su pensamiento desde los inte-reses de los pobres, con la mirada puesta en los valores que representan los pobres y, sobre todo, en plena solidaridad con el destino y la suerte de los pobres. Por tanto, se trata de leer cada página de la Biblia, del Magisterio, de la Tradición cristiana, teniendo siempre ante los ojos la situación del Tercer Mundo, los comportamientos y los intereses de los países ricos con respecto a los países pobres, la situación jurídica, social y política de los inmigrantes, los marginados sociales, las gentes extrañas que componen lo que se ha dado en llamar el Cuarto Mundo. Es un hecho que la teología se ha elaborado, con demasiada frecuencia, sin especial referencia a cuanto acabo de indicar, inclu-so muchas veces de espaldas a todo eso. Como es un hecho también que si los pobres hubieran estado más presentes en el quehacer teológico, hoy tendría-mos una teología muy distinta, quizá radicalmente distinta, de la que tenemos. 2. EL PROBLEMA ETICO Empecemos por ver cómo están las cosas. Yo no soy economista ni estoy capacitado para hacer un estudio de las causas que explican la situación en que viven los pobres en el mundo Además, no es eso o que pretende anali-zar este trabajo. De todas maneras, en lo que se refiere al hecho global de los pobres, hay datos, tan clamorosamente evidentes y abrumadores, que cual-quier persona, aunque no sea un experto en economía y finanzas, se da cuenta enseguida de que algo muy grave, asombrosamente grave y alarmante, está ocurriendo en el mundo precisamente en este final del siglo veinte. Y lo peor no es lo que está ocurriendo, sino lo que previsiblemente va a ocurrir, en los próximos años, si las cosas no cambian radicalmente y de forma inmediata. Sinceramente pienso que no exagero ni uso el latiguillo de la demago-gia barata. Para convencerse de ello, hasta tener ante los ojos algunos datos, muy simples, que desgraciadamente son elocuentes por sí mismos. Hace tan solo unos meses, yo escribía lo siguiente: ahora mismo, el veinte por ciento de la población mundial consume el ochenta por ciento de la riqueza de la tierra; mientras que, por el contrario, el ochenta por de los habitantes del planeta se tiene que conformar con el veinte por ciento de los recursos y de la riqueza de este mundo. Bueno, pues esas cifras, basadas en estudios de hace cinco años, 76 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA ya no sirven. El pasado día 16 de julio se hizo público el último Informe sobre Desarrollo Humano elaborado por la ONU. Y según ese informe, resulta que el veinte por ciento más rico ya no consume el ochenta por ciento de las ren-tas, sino el ochenta y cinco por ciento(18)O. sea, se ha estrechado el cerco de la opresión: en 1996, el 80 por ciento de la humanidad se tiene que conformar ya sólo con el 15 por ciento de los beneficios económicos que produce el planeta. Es decir, la dinámica, que ha desencadenado el sistema económico imperante (el capitalismo neoliberal), actúa de tal manera que la riqueza del mundo se va concentrando, cada día más y más, en menos personas. La brecha entre ricos y pobres aumenta, por días, de manera increíble. Y así resulta, por ejem-plo, que, según el citado informe de la ONU, los bienes que poseen las 358 personas más ricas del mundo equivalen al 45 por ciento de toda la población pobre del planeta'"), lo que significa que esas 358 familias afortunadas suman más riqueza que los 2.500 millones de personas más pobres del mundo(20). Inevitablemente, las consecuencias, que se siguen de esta situación, son aterradoras: 40.000 personas mueren de inanición cada día; 1.000 millones sufren de hambre crónica. Y repito que estas cifras van en aumento. Lo que lleva a casos y situaciones inimaginables. Por ejemplo, hace unos días, una religiosa misionera en el Zaire me contaba que, en ese país africano, un licen-ciado gana un dólar al mes; y con ese dólar, lo único que se puede comprar son seis panes. Y sabemos que peor que Zaire se encuentran países como Niger, Sierra Leona, Somalia y Malí, por citar algunos ejemplos nada más. En fin, para qué seguir. Con lo dicho basta para hacerse una idea que sirva como punto de partida a la reflexión ética. Por supuesto, es evidente que los datos, que he aportado, nos enfrentan a problemas de ética económica y de ética política que yo no voy a plantear y menos aún resolver. Porque eso exige una competencia, en ciencias económicas y políticas, que yo no tengo. En ese sentido, soy consciente de los límites que recortan el alcance de este trabajo. En todo caso, pienso que hay algo que aquí se debe decir: no hay que ser ni economista ni politólogo para darse cuenta de que un sistema económi- (18) Cf. VICENTE VERDÚ: El crimen capital, en EL PAIS, 15 de agosto de 1996. (19) Relación de EL PAIS, 17 de julio de 1996. (20) VICETE VERDU, 1.c. Y no se piense que este desequilibrio se da sólo entre países ricos y países pobres. También en loi países'ricos ocurren cosas que no sospechamos. Según datos de 1989 (los últimos de que dispongo), en Estados Unidos, el uno por ciento de las familias posee el 37 por ciento de la riqueza neta de todo el país. Además, el nueve por ciento de las familias es dueño del 31 por ciento de esa riqueza. Es decir, el diez por cien-to de las familias de USA acapara el 68 por ciento de la riqueza total. Lo cual obviamente significa que el noventa por ciento de las familias de USA no dispone nada más que del 32 por ciento de la riqueza global del país. Y se sabe que este desequilibrio se ha acrecen-tado en los últimos cinco años. Los datos aportados se basan en un estudio del Banco Federal de Reserva, del año 1989. Cf. Center for Commuity Change, Wash. D.C., 1989. Véase también: PAUL KRUGMAN: The American Prospect, Washington 1989. JOSE M. CASTILLO 77 co-político, que produce los resultados que acabo de apuntar, es un sistema que técnicamente lleva a la autodestrucción del propio sistema; y éticamente es un sistema sencillamente satánico. Seguramente este juicio parecerá a muchos pretencioso, exagerando y hasta ingenuo. La historia hablará. Pero lo que acabo de decir es un juicio demasiado genérico y, por tanto, enteramente insuficiente. Por eso voy a concretar más en dos cuestiones que me parecen fundamentales en la relación "ética-pobres". La primera de esas cuestiones se refiere a la justicia; la segunda, a los que tradicionalmente se ha llamado el pecado de omisión. Ante todo, el asunto de la justicia. Durante siglos se ha dicho, en los ambientes teológicos y eclesiásticos, que a los pobres los tenemos que atender "por caridad". Y sabemos que la aplicación práctica y concreta de esa caridad era, y sigue siendo para mucha gente, la limosna. En el fondo, losmoralistas antiguos partían de la inviolabilidad que para ellos tenía (y sospecho que, para mucha gente, sigue teniendo) el derecho de propiedad. Por eso, a los pobres había que ayudarles, en la medida de lo posible. Y esa medida la daba "lo superfluo". Con más razón, si la generosidad llevaba a alguien a dar de "lo necesario", en ese caso (con mayor motivo), se hacía "por caridad". De ahí que la ayuda al pobre era algo "gratuito", es decir a lo que pobre no tenía derecho, salvo en casos de extrema necesidad, cosa que, según se pensaba antiguamente, ocurría raras veces. Ahora bien, en este momento, todo este planteamiento resulta insoste-nible. Primero, por el hecho evidente que antes ha apuntado: ahora mismo, por lo menos mil millones de personas se mueren literalmente de hambre. Y más de otros dos mil millones carecen de los bienes indispensables para llevar una vida que tenga las necesidades básicas cubiertas. El caso de "extrema necesidad" es hoy tan abrumador, tan aplastante, por su profundidad y por su extensión, que eso obliga a replantear urgentemente el pretendido derecho de propiedad, tal como se ha concebido durante siglos y tal como se lo sigue ima-ginando mucha gente. En este sentido, hay que repetir, una vez más, que Dios creó los bienes de este mundo para satisfacer las necesidades básicas de todos los seres humanos(2')P. or lo tanto, todos tienen derecho a poseer lo que nece-sitan para vivir dignamente. En consecuencia, los que poseen más de lo nece-sario para vivir dignamente tienen obligación de dar a los pobres. Y esa obliga-ción no es primordialmente por caridad, sino por justicia. Lo cual quiere decir que quien no cumple con este deber, al tratarse de un deber de justicia, está obligado a restituir lo que injustamente posee. De donde resulta que, cuando hablamos del problema ético en relación a los pobres (teniendo en cuenta la (21) Así lo ha afirmado, repetidas veces, la doctrina social de la Iglesia. Y hoy es enseñanza común en los tratados sobre la justicia. Cf. el estudio de 1. CAMACHO en Praxis Cristiana, vol. 111, citado en nota 2. 78 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA situación descrita de las mayorías oprimidas del Tercer Mundo), la cuestión no está en dar o ayudar a esas gentes, sino en devolver a sus verdaderos due-ños lo que en justicia les pertenece(22)Y. hay que tener coherencia, libertad y audacia para decir estas cosas, tal como suenan, a quien sea necesario. Ante todo, a los gobernantes y legisladores de los países más ricos; a los que elabo-ran las leyes y acuerdos que regulan el derecho y el comercio internacional; por supuesto, a las famosas 358 familias más poderosas de la tierra; a las gran-des instituciones financieras, por ejemplo a la Comunidad Económica Europea, al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional.. . y en general a todos los que deciden sobre los mercados, los préstamos, el precio del dine-ro, la deuda externa, etc., etc. A las personas que toman las decisiones, en todo ese complejo mundo de la política y la economía, hay que tener la since-ridad y la valentía de decirles que están usando y reteniendo lo que no les per-tenece. Sobre todo cuando sabemos que la casi totalidad de los gobiernos no aportan ni el 0'7 por ciento del PIB, solicitado hace más de veinte años por Naciones Unidas. Y, por supuesto, no hay que olvidar a los millones de ciuda-danos, que despilfarran en un consumismo insostenible y que, precisamente por eso, son el soporte más eficaz del sistema establecido. Insisto en que hay que llamar a las cosas por su nombre. Se trata, como he dicho, de que hay una minoría que retiene lo que no le pertenece. Desde la más remota antigüedad, al que ha hecho eso se le ha llamado ladrón. Y nada impide que hoy se pro-nuncie esa palabra, incluso ante las gentes consideradas como las más "respe-tables", aunque eso resulte escandaloso para mucha gente o incluso insensato y descabellado. Sin duda alguna, para poner las cosas en su sitio, ayudaría poderosa-mente distinguir, con toda claridad, que una cosa es lo "legal" y otra cosa es lo "justo". No es lo mismo legalidad que justicia. Hay personas e instituciones que, estando dentro de la más estricta legalidad, pueden cometer y cometen injusticias asombrosas. Por supuesto, yo sé que esta afirmación no tiene senti-do desde el punto de vista del derecho establecido. Pero debo recordar que yo aquí no hablo como jurista, sino como teólogo, es decir como creyente que reflexiona sobre su fe desde la tradición judeo-cristiana. Ahora bien, a mi manera de ver, aquí precisamente está el nudo de la cuestión. (22) Hay que insistir en que la situación, en que viven millones de personas, es de extrema necesidad. Ahora bien, quien se encuentra en esa situación, como se ha enseñado desde la moral más clásica hasta nuestros días, "tiene derechona "apropiarse" lo "presuntamente" ajeno. Por lo demás, casos de extrema necesidad siempre se han dado, por supuesto. Pero lo nuevo de la situación actual está en que jamás se había producido una distancia tan abismal entre los más ricos y los más pobres. Y además, los medios de comunicación nos proporcionan hoy un conocimiento de la situación, a nivel mundial, que no existía ni siquiera hace cincueta años. Lo cual obliga a plantear el problema ético de los pobres de una manera radicalmente distinta a como se ha planteado tradicionalmente, sobre todo en lo que respecta a las consecuencias (nacionales e internacionales) que desencadena la situación global que estamos viviendo y que se acentúa por años. JOSE M. CASTILLO 79 Para decirlo en pocas palabras, la cuestión decisiva está en comprender que una cosa es el concepto de justicia derivado del derecho romano; y otra cosa muy distinta es el concepto de justicia propio de la tradición bíblica. Antes de explicar esta distinción, es conveniente recordar que, como es bien sabido, la base y el fundamento de nuestro derecho actual se asienta sobre la estructura y el esquema del derecho romano. Todos los abogados saben que la primera asignatura de su carrera es justamente el derecho romano. Porque es la base y la clave para entender toda nuestra estructura jurídica. Por eso, la justicia es básicamente, en nuestro derecho y en nuestra legislación, lo que era en la legislación de la Roma antigua. Pues bien, sabemos que el concepto de justicia se basaba, para los romanos, en la inviolabilidad y hasta en la exalta-ción del derecho de propiedad. De ahí que hacer justicia era dar a cada uno lo suyo (unicuique suum). Por tanto, al que tenía mucho, se le daba mucho; al que tenía menos, se le daba menos; y al que no tenía nada, nada había que darle. Y así se hacía justicia, de acuerdo con la estructura fundamental del derecho antiguo. Es verdad que, en el llamado "estado del bienestar" de nues-tro tiempo, este rigor antiguo se ha suavizado y, de alguna manera, corregido, mediante leyes y prestaciones sociales, que han hecho menos inhumana la convivencia de los ciudadanos. Pero también es cierto que básicamente el con-cepto de justicia sigue siendo el mismo que tenían los romanos, sobre todo cuando ese concepto se aplica, en la práctica, a las relaciones internacionales concretamente en asuntos económicos. Y es importante no olvidar que esta concepción de la justicia ha sido, y sigue siendo, el soporte ideológico que ha legitimado legalmente los comportamientos del llamado capitalismo salvaje, que no es ni más ni menos que el neoliberalismo económico llevado hasta sus últimas consecuencias. O sea, el sistema que ha provocado y sigue ahondando la brecha entre ricos y pobres. Por eso he dicho, y repito que una cosa es lo "legal" y otra cosa es lo "justo". Si es que, como creyentes, tenemos en cuenta y tomamos en serio el concepto de justicia propio de la tradición bíblica. En efecto, como afirma Joachin Jeremias, "la justicia del rey, según las concepciones de los pueblos del oriente y también según las concepciones de Israel, desde los tiempos más antiguos, no consiste primordialmente en emitir un veredicto imparcial, sino en la protección que el rey hace que se preste a los desvalidos, a los débiles y a los pobres, a las viudas y a los huérfanos"(23). Es decir, mientras que la justicia, para la tradición occidental, consiste en dar a cada uno lo suyo, para la tradición bíblica, consiste en defender eficazmente al que por sí mismo no puede defenderse. Dicho de otra manera, lo que la tradi- (23) J. JEREMIAS: Teología del Nuevo Testamento, 1,122, con bibliografía en nota 9. Cf. tam-bién R. AGUIRRE y F.J. VITORIA: Justicia, en Mysterium Liberationis, 11,539-577, con bibliografía en pág. 539, nota 1. Importante el estudio de JOSE L. SICRE: "Con los pobres en la tierra". La justicia social en los profetas de Israel, Madrid 1985. 80 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA ción occidental defiende, ante todo, es el derecho de propiedad: lo que la tra-dición bíblica defiende, ante todo, es el bien y la seguridad de los débiles. Son dos maneras radicalmente distintas de plantear lo que es el derecho y la justi-cia. Por tanto, según la Revelación, en la que decimos que creemos los cristia-nos, hacer justicia es defender al pobre, al marginado y al oprimido; ponerse de parte de esas gentes, aun a costa de enfrentarse al prepotente y, sobre todo, al opresor. En ese sentido, baste leer el salmo 72: la misión del rey, en Israel, consistía en implantar el "derecho" (mispat) y la "justicia" (wesedaqah) (cf. 2 Sam 8, 15; 1 Re 10, 9); y eso era lo mismo que "defender a los humildes del pueblo y quebrantar al explotador" (24). De tal manera que, cuando se cumplía con esa tarea, entonces es cuando se llegaba al verdadero conocimiento de Dios. Así lo afirma un texto genial del profeta Jeremías: "Si tu padre comió y bebió y le fue bien, es porque practicó la justicia y el derecho; hizo justicia a pobres e indigentes, y eso si que es conocerme -oráculo del Señor-". (Jer 22,16) En este texto sorprendentemente vienen a coincidir el problema her-menéutico y el problema ético, que plantean los pobres a la teología: se cono-ce a Dios cuando uno se pone de parte de pobres e indigentes; y ponerse de parte de ellos, eso es practicar la justicia. No se puede decir más en menos palabras. Según los evangelios, Jesús llevó este planteamiento hasta sus últimas consecuencias: el Reino de Dios, reino de justicia y de amor, es para los pobres y oprimidos (cf. Lc 4,16-18; 6,20; Mt 5,3-lo), porque ellos son los des-tinatarios privilegiados de la justicia que Dios quiere. Es éste un tema central en los evangelios y en el que no hace falta insistir en este momento, ya que ha sido estudiado ampliamente por las cristologías más autorizadas de los últimos treinta años (2s). Para completar este planteamiento de la justicia, debo apuntar tres observaciones complementarias. En primer lugar, la justicia, que enseña la revelación judeo-cristiana, no se ampara en la pretendida y falsa neutralidad de la justicia tal como ha prevalecido en la cultura occidental. La justicia bíbli-ca no es ni pretende ser neutral. Toma partido en favor de los que más lo necesitan en la sociedad. De sobra sabemos que la "neutral" justicia de nues-tros códigos europeos (exportados a otros continentes) favorece, en la prácti- (24) Cf. R. AGUIRRE, o.c., 546. (25) Remito a los autores citados en la nota 6, en los que se encuentra la referencia de tales cristologías. JOSE M. CASTILLO 81 ca, a los mejor instalados en la sociedad, baste preguntar por la cantidad de ladrones "respetables" que legalmente salen de las cárceles porque pueden pagar una fianza. En segundo lugar, la justicia bíblica es inevitablemente una justicia con-flictiva. Porque decididamente se pone de parte de las víctimas de la historia. Y eso no resulta tolerable para quienes son los responsables de que existan esas víctimas. De ahí la conflictividad, incluso mortal, que tuvieron que sufrir los profetas, en el Antiguo Testamento, Jesús de Nazaret, según los evangelios, y tantos testigos de la tradición más auténticamente cristiana, hasta nuestros días. En tercer lugar -y esto es lo que más hace pensar-, resulta difícil de explicar cómo y por qué la teología moral cristiana, durante siglos, no ha asu-mido este concepto de justicia, como base estructurante de toda su reflexión, llevando sus conclusiones hasta las últimas consecuencias. Al llegar a este punto, se tiene necesariamente la impresión de que a los moralistas cristianos les ha condicionado y les ha determinado más el derecho romano que la reve-lación bíblica. Y lo peor del caso es que, según me parece, todavía quedan secuelas muy graves de esa larga y triste tradición. En este sentido, y a modo de ejemplo, yo me planteo dos preguntas: 1) ¿cómo se explica que, a estas alturas y estando las cosas como están, los teólogos católicos y el magisterio eclesiástico no se hayan pronunciado, de manera clara y firme, contra la lla-mada "deuda externa" que los países ricos imponen a los países pobres? (26). Si en este complejo asunto, economistas y juristas tienen que matizar determina-das cuestiones, que se matice lo que haga falta. Si hay, incluso, que empezar por denunciar a los gobernantes corruptos de no pocos países del Tercer Mundo, que se les denuncie. Pero que se haga lo posible por impedir este fabuloso negocio del gran capital siga su proceso creciente de opresión. Porque quien paga las peores consecuencias es el pueblo pobre, a costa de hambre, de miseria y de muerte. 2) La segunda pregunta -también a título de ejemplo- se refiere a comercio de armamentos bélicos. Es un hecho que eso es un negocio de proporciones increíbles. Es un hecho también que si ese negocio se cortara, se acababan igualmente las guerras que están arrasando a pueblos enteros, en este siglo que estamos acabando, el siglo más sangriento en toda la historia de la humanidad. Y para colmo de tanta confusión y de tanto desastre, resulta que (como todo el mundo sabe) las cinco grandes potencias, mayores productores de armamentos, son las que componen el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con derecho a veto. Por otra parte, es un hecho bien conocido que la mayor parte de los conflictos bélicos se han (26) Es verdad que ha habido pronunciamieiltos claros e incluso proféticos, como por ejemplo los que han hecho el centro Cristianisme i Justicia, de Barcelona. Pero, por lo que yo estoy informado, se trata, hasta ahora, de casos más bien aislados. 82 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA producido, y se siguen produciendo, en países del Tercer Mundo. O sea, son los pobres, como siempre, los pagan las peores consecuencias. Ahora bien, que yo sepa, a lo más que se ha llegado, en esta cuestión, por parte de teólo-gos católicos y de jerarquía eclesiástica, es a declaraciones genéricas sobre la paz y el desarme, que a nada ni a nadie comprometen y que, desde luego, nada consiguen. Si en otros asuntos, por ejemplo el aborto, se emplea tanta energía (ideológica y disciplinar), ¿por qué en esto, que afecta tan gravemente sobre todo a los pobres, los hombres de Iglesia no son más tajantes y más con-cretos? ¿qué miedos ocultos, qué intereses camuflados determinan el compor-tamiento eclesiástico en este asunto tan grave y de tan graves consecuencias? Sea lo que sea, lo que está claro es que todo esto incide de lleno en el proble-ma ético que los pobres plantean a la teología. Pero al estudiar este problema, no hay más remedio que tratar otra cues-tión que, de alguna manera, resulta más preocupante. Me refiero, como ya indiqué antes, a lo que vulgarmente se suele llamar el "pecado de omisión". El evangelio de Mateo, en un texto bien conocido, plantea el problema con toda crudeza. Me refiero a Mt 25, 31-46(27C). omo es fácil comprender, aquí no pre-tendo, ni dispongo de espacio, para hacer un análisis completo del texto. Por eso, voy a ir directamente a lo que me parece que es el punto capital. Quiero decir: según Mt 25,31-46, lo que, a la hora de la verdad, va a decidir la desgra-cia de los que se pierden, es precisamente el pecado de omisión. Y por cierto, el pecado de omisión con respecto a los pobres, a los marginados, a los que sufren en general. En efecto, según el texto citado, en el llamado juicio final, o sea en el juicio decisivo de Dios sobre la historia, Jesús el Mesías no va decir: "Apartaos de mí, malditos.. ., porque habéis robado, matado, hecho daño.. .". Nada de eso. Lo que va a decir el Mesías es algo mucho más simple, más coti-diano, más común y corriente entre la gente de buena reputación, incluso entre personas de comunión diaria. Exactamente lo que va a decir el Mesías es esto: "Apartaos de ml; malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y n o me disteis de comer, tuve sed y no me disteis, de beber, fui extranjero y no me acogisteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cár-cel y no me visitasteis". (Mt 25,41-43). Por supuesto, estas palabras no quieren decir que quienes roban, matan o hacen daño, se van a escapar del juicio de Dios sobre la historia de los hom-bres. Lo que ocurre es que robar, matar, hacer daño ... son cosas tan obvias, tan elocuentes por sí mismas, para todo el que no sea un degenerado radical o (27) El estudio exegético y teológico más completo, que conozco sobre este texto, es el de XABIER PIKAZA: Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños (Mt 25, 31-46), Salamanca 1984, que además aporta una bibliografía casi completa en págs. 445-453. JOSE M. CASTILLO 83 un perturbado, que Jesús no tenía que insistir en eso. Por otra parte, de sobra sabemos que abunda la gente de "buena conciencia", gente respetable, que afirma, con toda verdad, no haber robado ni matado en su vida. Pero es que el problema ético, que plantean los pobres, no acaba donde acaban los robos, los asesinatos y las injusticias. De alguna manera, se puede decir que el problema más preocupante empieza precisamente ahí. Por lo menos, eso es lo que da a entender Mt 25,41-43. Efectivamente, la razón formal de la condena, tal como la presenta Jesús, no es el mal que se hizo, sino el bien que se dejó de hacer a quien más necesitaba ese bien y esa ayuda, que en resumidas cuentas es el pobre. Exactamente, es la misma enseñanza que se desprende de la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Según la parábola en realidad el rico no le hizo ningún daño al pobre: ni lo ofendió, ni siquiera lo echó de su puerta. Simplemente lo dejó tal como estaba. Y eso, ni más menos, fue su perdición. Por otra parte, la parábola no se fija en las posibles virtudes del pobre, ni en los posibles defectos del rico. Ni del uno dice que era paciente, humilde, resig-nado, etc.; ni del otro afirma que era egoísta, ambicioso, orgulloso, etc. Todo se reduce a que el rico se desentendió del pobre, sin más. Es el pecado de omi-sión estrictamente tal. Y eso fue lo determinante para la suerte o la desgracia del uno y del otro. La misma enseñanza se repite, indirectamente, en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37). Es evidente que la parábola presenta como figura ejemplar al samaritano, mientras que enjuicia negativamente al sacerdote y al levita. Por supuesto, peor que el sacerdote y el levita quedan, en la parábola, los bandidos que robaron y molieron a palos al desconocido caminante. Pero eso es, en si mismo, un comportamiento tan claramente negativo, que no hace falta censurarlo. El problema fuerte está, según el criterio evangélico, en los que no hicieron nada, los que pasaron de largo, dejando al desgraciado en la cuneta del camino. Otra vez el pecado de omisión. Y además, en este caso, legitimado y justificado, según aparece, por un motivo religioso. Intencionadamente, Jesús presenta, como ejemplares (odiosos) del pecado de omisión, precisamente a un "sacerdote" y a un "levita", es decir a los funcio-narios oficiales del culto sagrado. Este dato no es ocasional ni secundario en la parábola. Porque es la clave que explica la razón por la cual justamente los funcionarios del templo omitieron ayudar al que lo necesitaba. En efecto, aquellos clérigos observantes se sabían muy bien las leyes de la religión judía que les mandaban evitar cualquier clase de contaminación ritual por contacto, o incluso por mera proximidad, con un cadáver (cf. Nm 5, 2; 19, 2-13; Lv 5, 3; 21, 1-3) (28). Sencillamente, la religión se antepuso a la solidaridad, justificó la (28) Cf. J.A. FITZMYER: El evangelio según Lucas, vol. 111. Madrid 1987,285. 84 LOS POBKES Y LA TEOLOGIA insolidaridad y tranquilizó las conciencias de quienes cometieron el pecado de omisión. Rozamos ya, de esta manera, el problema eclesiológico, que después analizaremos. Además, este último dato nos pone en la pista que aclara y explica por qué Jesús insistió en el asunto del pecado de omisión. El Evangelio nació y se vivió originalmente en una sociedad profundamente religiosa. Una socie-dad, por tanto, en la que abundaba la gente que, amparándose en sus obser-vancias sagradas y en su piedad, se consideraba gente respetable, personas de buena conciencia y cercanas a Dios. Y ahí, precisamente en eso, estaba el mayor peligro. Porque la experiencia nos enseña que, quienes se encuentran en semejante situación, pueden fácilmente olvidar, y de hecho olvidan muchas veces, que el criterio determinante de la coherencia integral de una persona no es la conciencia que ella tiene de su mayor o menor cercanía a Dios, sino la mayor o menor cercanía que de hecho tiene con respecto a todos los que sufren en la vida: los pobres, los oprimidos, los marginados, etc. Por lo menos, esto es lo que claramente enseña el referido texto de Mt 25,31-46. En ese texto no se hace referencia ni a las creencias, ni a las prácti-cas religiosas, ni aun siquiera a la religión en sí. Lo determinante es el com-portamiento del hombre con el hombre. De tal manera que, radicalizando el texto y llevándolo hasta sus últimas consecuencias, se puede decir (sin sacar las cosas de quicio) que ahí, en última instancia, desaparece Dios, desapare-ce Cristo, y sólo queda el hombre: lo que cada cual hizo o dejó de hacer por sus semejantes. Pero que nadie se sorprenda o se escandalice. Jesús no predicó un humanismo ateo. Eso está patente en todo el Evangelio. Y además está claro en el texto que venimos comentando. Porque la enseñanza de Jesús es que, quien se acerca al pobre, en último término y sin saberlo, a quien se acerca es al propio Jesús y, por tanto, a Dios. Sin duda alguna, la gran originalidad de este texto está en la unión que establece entre cristología y antropología. Como ha escrito muy bien X. Pikaza, "nuestro texto no es sencillamente antropológico y (expresión de un nuevo modo de ver las relaciones interhu-manas). Tampoco es solamente cristológico (concepción nueva de Cristo). Surge, más bien, allí donde se cruzan esos elementos: a) donde la cristología se universaliza, en ámbito de gracia, al identificar al Hijo del hombre con los pequeños de la tierra; b) donde la antropología se profundiza, descubriendo el sentido transcendente del amor a los necesitados" '29). De esta manera, cristolo-gía y antropología quedan indisociablemente vinculadas la una a la otra. No podemos entender a Cristo ni relacionarnos con él, si nos desentendemos del (29) X. PIKAZA, o.c., 68. JOSE M. CASTILLO 85 pobre. No podemos entender al pobre ni relacionarnos con él, sin que, en últi-ma instancia y aunque ni nos demos cuenta de ello, estemos realmente esta-bleciendo la relación más decisiva con Cristo. Seguramente en esto reside la significación más importante de Mt 25,31-46 para la teología. En todo caso, debo hacer todavía una advertencia: en este texto hay que descubrir dos planos; uno es el plano gnoseológico y otro el plano ontoló-gico. Desde el punto de vista del conocimiento o sea del criterio, para saber si estamos o no estamos cerca de Dios, lo determinante es la cercanía o no cer-canía al pobre. Desde el punto de vista de la ontología, el hecho es que, quien está cerca del pobre, aunque no lo sepa, está cerca de Dios; y quien se desen-tiende del pobre, por más que piense otra cosa, en realidad se desentiende de Dios. Finalmente, para concluir la cuestión que estoy tratando, me parece conveniente hacer una advertencia: tal como funciona el conjunto de nuestra sociedad, lo que seguramente hace más daño a los pobres es precisamente el pecado de omisión. Porque es el pecado en que diariamente incurrimos la mayor parte de los ciudadanos. Lo más frecuente es que la gente no se sienta responsable de las desgracias y sufrimientos que padece el Tercer Mundo. Son demasiados los que piensan que eso es inevitable. En todo caso, están persua-didos de que a ellos no les corresponde resolver ese asunto. Mas aún, abundan las personas que tienen el firme convencimiento de que son los pobres los res-ponsables de su pobreza: porque son holgazanes, viciosos, aprovechados y cosas peores. Por supuesto, la degradación humana y social, que sufren deter-minados sectores de la población (sobre todo en el llamado Cuarto Mundo de los países más desarrollados), influye de manera importante para provocar y mantener la existencia de esos grupos marginales. Pero, ante todo, hay que preguntarse si no es el sistema mismo el que genera el fenómeno social de la marginación. Y, en cualquier caso, siempre hay que tener presente que la pobreza es un efecto del sistema económico-social. Hay pobres porque el sis-tema está organizado de tal manera que la producción de riqueza, y la distri-bución de la riqueza, cada día se concentra más y más en menos países; y, den-tro de esos países, en menos personas. Es verdad que cada ciudadano, por sí solo, no puede cambiar el sistema. Esto lo sabe la gente. Y eso explica por qué a tantas personas ni se les pasa por la cabeza lo del pecado de omisión. Ahora bien, precisamente porque la conciencia colectiva está configurada por el sis-tema, para que la gran masa de la población piense de esa manera, exacta-mente por eso es urgente y apremiante intentar, por todos los medios a nues-tro alcance, incidir en la opinión pública, para fomentar el convencimiento de que las cosas pueden y deben cambiar. En este siglo, hemos asistido al naci-miento y desarrollo de potentes movimientos de opinión, que se han converti-do en verdaderos procesos culturales, que han dado el vuelco a sistemas, 86 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA leyes, tradiciones y pautas de comportamiento que parecían inamovibles. Piénsese, por ejemplo, en lo que ha sido y está siendo el movimiento feminis-ta. Más aún, lo que ha representado el impulso mundial hacia el logro de las libertades, en el ámbito de lo político, de los derechos humanos, del reconoci-miento de las distintas culturas. Algo parecido se podría decir del movimiento ecologista y, en menor escala, del movimiento pacifista. Sin duda alguna, se puede intensificar y extender la conciencia colectiva de que el sistema econó-mico puede y debe cambiar de manera muy radical. Comprendo que esto supone un camino lento y largo, en el que la meta queda demasiado lejos. Y el hambre, la miseria, las enfermedades y la muerte no admiten espera. ¿Qué hacer, entonces, si es que queremos tomar en serio lo que exige el Evangelio cuando nos habla del pecado de omisión? Evidentemente, Dios no pide lo imposible. Ni siquiera, lo heróico a diario, mientras no conste otra cosa de manera incuestionable. Pero hay cosas que están al alcance de todos los hom-bre y mujeres de buena voluntad. Me limito a citar tres, a título de ejemplo: primero, revisar a fondo el nivel de vida y el consiguiente consumismo en cada casa o en cada familia; segundo, colaborar, hasta donde se pueda, con alguna o algunas de las numerosas ONGs y grupos de voluntariado que tan activa-mente fomentan la solidaridad; tercero, expresar, con libertad y audacia, la disconformidad radical con el sistema, mediante la protesta ciudadana, la desobediencia civil y la denuncia de aquellos actos, instituciones o personas que, de una manera u otra, violan los derechos humanos. Es claro que si todos los hombres y mujeres de buena voluntad tomaran en serio los cuestionamientos, que plantean los pecados de omisión con res-pecto a los pobres, en poco tiempo cambiaría, no sólo la situación de los pobres, sino al mismo tiempo el planteamiento de la teología con respecto a ellos. Ya he dicho antes -y debo repetirlo aún a costa de resultar macha-cón- que lo más negativo para la situación global de los pobres y lo más determinante de su desgracia es precisamente el pecado de omisión. Porque (puestos a soñar despiertos) está claro, hasta la evidencia, que si la opinión pública general de los países desarrollados se plantara ante sus gobernantes y hasta les negara el voto, si no cambian sus políticas económicas con respecto a los países pobres y a los grupos marginales de la sociedad, esos gobernantes, por la cuenta que les trae, tomarían medidas distintas y sorprendentes en cuanto se refiere a la distribución de la riqueza con todas sus consecuencias. Se dirá que todo esto no pasa de ser un voluntarismo ingenuo que no lleva a ninguna parte. Porque la economía tiene sus leyes, que no van a cambiar a base de conatos de buena voluntad. Sin duda, eso tiene mucho de verdad. Pero a mí nadie me puede negar que los movimientos de opinión pública, que conforman la conciencia colectiva de la población, pueden introducir variantes decisivas e imprevisibles en las pretendidas leyes inmutables de la economía y JOSE M. CASTILLO 87 de la política. Recuerdo que, hace años, el premio Nobel de economía J.K. Galbraith visitó la India. Y al término de su visita declaró que, como econo-mista, podía afirmar que la causa más determinante de la pobreza, en que viven millones de personas en ese país, es exactamente la resignación religiosa que condiciona de manera decisiva los comportamientos de la población. He aquí una variante de las leyes económicas, que seguramente resultará inimagi-nable para algunas personas. En el mismo sentido, pero en dirección opuesta, se puede recordar la preocupación y hasta el alboroto que se produjo nada menos que en la administración del gobierno de USA cuando empezó a tomar fuerza, en América latina, el amplio movimiento de la teología de la liberación y las comunidades de base. Está claro que el sistema se afianza o se tambalea según funcione la conciencia colectiva de la población. Como está claro igual-mente que lo que más incide en esa conciencia colectiva es la presencia o la ausencia del pecado de omisión. Sin duda alguna, en este asunto, la teología, para bien o para mal, toca fondo. 3 EL PROBLEMA ECLESIOLOGICO Todo lo dicho hasta aquí, en este trabajo (y en gran parte lo que diré hasta el final), es teoría, especulación, reflexión humana más o menos torpe. Incluso las consideraciones hechas sobre la historia y el mensaje de Jesús, no pasan igualmente de ser teoría. Ahora bien, con teorías, especulaciones y reflexiones humanas solamente, por muy acertadas y muy apremiantes que sean, no se arregla ni se resuelve el problema o, mejor dicho, los mil proble-mas de los pobres. Tenía toda la razón del mundo, al menos en esto, el tal dis-cutido Marx: lo determinante no es interpretar la realidad, sino cambiarla. Por supuesto, como ya he dicho muchas veces (y repito aquí de nuevo), en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría. Pero insisto, si nos quedamos en la sola teoría; y, por tanto, la idea no se hace vida, no se hace historia, la situación de la gente no cambia. Pues bien, aquí justamente es donde se plantea el problema eclesiológi-co de los pobres o, más exactamente, el problema que los pobres plantean a la eclesiología. Por una razón que se comprende enseguida: la Iglesia es, en la historia, o sea, en la vida, la comunidad de hombres y mujeres que hacen pre-sente, visible, tangible, a Jesús el Mesías; y con Jesús, el Evangelio que él pre-dicó. Por tanto, donde esto ocurre, allí está la Iglesia. Y donde esto falla, no está ni puede estar la Iglesia de Cristo, por más que se den otras cosas, acepta-das por la gente (teólogos incluidos) como esenciales en el ser y en el funcio-namiento de la Iglesia. Enseguida veremos hasta qué punto esto es determi-nante para la suerte ola desgracia de los pobres. LOS POBRES Y LA TEOLOGIA Dos cuestiones hay que explicar aquí. Primero, por qué es verdad lo que acabo de decir sobre el ser de la Iglesia. Segundo (y sobre todo), qué con-secuencias se derivan de eso. En cuanto a la primera cuestión, por una parte, sabemos que, según la eclesiología de San Pablo, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por otra parte, sabemos también que, según los evangelios, las comunidades cristianas primi-tivas tenían el convencimiento de que ellas provenían de Jesús y querían vivir lo que vivió Jesús y enseñar lo que enseñó Jesús. Por tanto, el hecho de la Iglesia como cuerpo de Cristo; y el hecho también de la Iglesia como prolon-gación y actualización, en la historia, de lo que fue la vida y el mensaje de Jesús, son hechos determinantes de la autenticidad de la Iglesia. Hasta aquí la cosa es clara. Lo importante ahora es comprender que cuando afirmamos que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo(30)e,n realidad lo que estamos afirmando es, no tan sólo que los fieles viven unidos a Cri~to'~n''i; t an sólo que los fieles viven unidos entre sí(32)s;i no, además de todo eso y junta-mente con todo eso, que la Iglesia hace presente al Mesías, es decir, lo hace visible y tangible en la historia. Porque en eso consiste la función del cuerpo: hacer presente, visible y tangible a la persona(33)D. e tal manera que, en el fondo y con otras palabras, la intuición de Pablo, sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo, coincide exactamente con la idea de las comunidades primitivas (en las que se gestaron los evangelios), que, de una manera u otra, estaban persua-didas de que ellas procedían de Jesús, conectaban con la vida y la historia de Jesús y, por tanto, prolongaban, en el espacio y en el tiempo, la presencia y el mensaje de Jesús ('4). Dicho de otra manera, todo esto significa lo que ya he apuntado antes: hay auténtica Iglesia de Cristo allí donde la comunidad cristiana hace presente (30) Información bibliográfica amplia, sobre este conocido tema, en H.G. SCHUTZ, S. WIB-BING, H.Ch. HAHN: Cuerpo, miembro, en L. COENEN, E. BEYREUTHER, H. BIE-TENHARD: Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, vol. 1, Salamamca 1984,382. (31) Es la idea que desarrolló principalmente la teología clásica, que solía hablar del "Cuerpo Místico" de Cristo. Pero es útil recordar que lo de "místico" es elaboración teológica pos-terior. No aparece en San Pablo. Cf. J. RATZINGER: Leib Christi, en Lexikon für Theologie und Kirche, VI, 907-912, con bibliografía amplia en col. 912. (32) Es la idea que se ha defendido basándose en la exégesis de los textos más antiguos de Pablo, de acuerdo con el sentido que tenía, en la lireratura antigua, la metáfora del "cuer-po". Para esta interpretación, véase G. HASENHUTTL: Charisma, Ordnungsprinzip der ~ i r c h eF,r eiburg, 1969,93-101. (33) En este sentido. lo diio de manera clarividente 1. ELLACURIA: "Digámoslo sucintamen- \ , te: la corporeidad histórica de la Iglesia implica que en ella "tome cuerpon la realidad y la acción de Jesucristo para que ella realice una "incorporación" de Jesucristo en la realidad de la historia". 1. ELLACURIA: La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de libera-ción, en Mysterium Liberationis, vol. 11, 129-130. También, X. ZUBIRI: El hombre y su cuerpo: Salesianum 3 (1974) 479-486. (34) Sobre esta cuestión, cf. R. AGUIRRE: Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987; G. LOHFINK: La Iglesia que Jesús queria, Bilbao 1986. JOSE M. CASTILLO 89 a Jesús y lo que dijo Jesús. Y no hay Iglesia de Cristo allí donde eso falla, por la razón que sea. Ahora bien, ¿qué consecuencias se derivan de eso? Aquí está la cues-tión capital para la eclesiología de todos los tiempos. Y también -lo digo desde ahora- para la relación entre los pobres y la teología, que es, no olvi-demos, el asunto que nos ocupa en este trabajo. En efecto, romper la relación de la Iglesia con Cristo es romper el ser mismo de la Iglesia. Porque la Iglesia es esencialmente Iglesia de Cristo. Ahora bien, esta relación no es sólo relación de origen'"), sino además, y de manera decisiva, relación de presencia. Es decir, el ser o no ser de la Iglesia se decide allí donde la Iglesia hace o no hace presente, visible y tangible al Mesías o sea al Jesús histórico que fue, es y será la imagen visible de Dios invi-sible. De manera que la apostolicidad de la Iglesia, en la que tanto insiste la teología, como nota distintiva de la autenticidad de la verdadera Iglesia, tiene su razón última de ser en que la Iglesia de todos los tiempos coincida con la iglesia que nació en los apóstoles y con los apóstoles("). Pero de sobra sabe-mos que la Iglesia de los apóstoles no es, ni más ni menos, que la Iglesia que provenía de Jesús y prolongaba la memoria y la presencia de Jesús. En consecuencia, si la Iglesia quiere ser la verdadera Iglesia de Cristo, ella tiene que organizarse y funcionar de tal manera que la gente, al ver a la Iglesia, vea a Jesús; y al tocar a la Iglesia, toque a Jesús. Ahora bien, en la pri-mera parte de este trabajo, hemos visto hasta qué punto la relación de Jesús con los pobres es la clave para comprender al mismo Jesús y su mensaje; y, en última instancia, para comprender a Dios. Por lo tanto, se puede y se debe decir, con toda razón, que la relación de la Iglesia con los pobres es igualmen-te la clave de la autenticidad de la Iglesia. Dicho de otra manera, el problema eclesiológico fundamental está en la fidelidad a los pobres, es decir en la soli-daridad incondicional con ellos (37). (35) En qué sentido se puede afirmar que la Iglesia proviene de Jesús, es una cuestión bien analizada por G. LOHFINK en el libro citado en la nota 34. (36) Como afirma Y. CONGAR: "el principio de la apostolicidad existía, desde el origen, en la concepción que se tenía de la Iglesia como comunidad comenzada en los apóstoles, pero llamada a una extensión y a una duración indefinida, de manera que la Iglesia no sea otra cosa que la dilatación, por así decir, del primer núcleo apostólico". Y. CONGAR: La Iglesia es apostólica, en Mysterium Salutis, IV11, 550-551. Por eso, Congar insiste en que no basta la apostolicidad de ministerio, sino que juntamente se requiere la apostolicidad de doctrina. O.C., 555-556. Y, sobre todo, del mismo autor: Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973, 51-91. Y destaco que la apostolicidad de doctrina, tal como la ha entendido la tradición, no es sólo fidelidad a una teoría, sino a una doctrina asociada a la vida y coherente con la vida y, en general, la forma de vivir que presenta el Evangelio. Véanse, en este sentido, los textos de la tradición que aduce Congar, por ejemplo IRE-NEO: Adv. Haer, IV, 26, 5. HARVEY, 11. 238. Y textos abundantes de la tradición medieval, en Ministerios y comunión eclesial, pág. 73 SS. LOS POBRES Y LA TEOLOGlA Pero lo más importante no es esto. Si queremos ser coherentes, hasta el final, tenemos que afirmar que lo más decisivo, en la historia, no es el proble-ma teológico de la autenticidad o no autenticidad de la Iglesia, sino el proble-ma vital del destino (la vida o la muerte) de los pobres, los crucificados de la historia. Y aquí es donde está, a mi manera de ver, el fondo de la cuestión. Para decirlo en pocas palabras: es verdad que, tal como están las cosas, el des-tino global de los pobres no depende, ni sólo ni principalmente, de la postura que adopte la Iglesia. Esto es evidente. Pero también es un hecho que la suer-te o la miseria de muchos millones de pobres depende, en gran medida y segu-ramente más de lo que sospechamos, de la organización y funcionamiento que, de hecho y en concreto, es la Iglesia. Lo que acabo de afirmar está dicho intencionadamente: no defiendo que la suerte o la miseria de millones de pobres dependa de la doctrina de la Iglesia sobre ese asunto; lo que defiendo es que la suerte o la miseria de millones de pobres depende, en gran medida, de la organización y funcionamiento que adopte la Iglesia, en la sociedad en que nos ha tocado vivir. La experiencia de este siglo nos ha enseñado, hasta la saciedad, que sólo con la doctrina social de la Iglesia no se ha mejorado el des-tino trágico de los pobres. Es más, me atrevo a decir que el gran engaño y la gran alucinación, que muchos han sufrido en la Iglesia, ha estado en pensar que con encíclicas y documentos sociales iba a mejorar la situación de los pobres. Me hace la impresión de que en eso hay algo que es típico de cierta mentalidad eclesiástica: hay un problema; se publica un documento doctrinal; y se piensa que el problema está resuelto. Repito: sólo con doctrinas sociales no se cambia el destino de los pobres. Y la razón, me parece a mí, es bastante clara: la Iglesia dice cosas excelentes sobre la solidaridad con los pobres; pero, al mismo tiempo, está organizada y funciona de tal manera que mantiene y fomenta profundas vinculaciones con el poder y con el capital. Y esto lo saben muy bien los poderes políticos y económicos de este mundo. De tal manera que la relación de la Iglesia con el poder, como la relación de la Iglesia con el dinero, son asignaturas pendientes en la organización y funcionamiento de la Iglesia. Sin especial esfuerzo, se podrían multiplicar los ejemplos (del pasado y (37) En definitiva, esto nos viene a decir que es necesario sacar hasta las últimas consecuencias del concepto teológico de apostolicidad. Los teólogos católicos han insistido más en la apostolicidad de ministerio y menos en la apostolicidad de doctrina. Pero, sobre todo, la teología no ha sacado las debidas consecuencias de lo que implica esta apostolicidad de doctrina. Tal apostolicidad no se limita, como ya he indicado en la nota anterior, a la fide-lidad en repetir una teoría. Porque el Evangelio no es una simple teoría. Es esencialmente una vida, que comporta una enseñanza. Pero esa enseñanza no se puede desligar de la forma de vivir. Por tanto, no pretendo insinuar que, de hecho, falla la apostolicidad de la Iglesia. Lo que afirmo es que la teología tiene que sacar todas las consecuencias que exige la fidelidad, de la Iglesia de todos los tiempos, a la Iglesia de los apóstoles. A esto tam-bién nos remite el problema teológico que plantean los pobres. Por lo demás, no olvide-mos que, si la apostolicidad exige fidelidad a la doctrina de Cristo, en esa doctrina es cen-tral la enseñanza y la praxis que privilegia a los pobres, como hemos visto en este trabajo. JOSE M. CASTILLO 91 del presente) sobre lo que acabo de decir. Pero debo advertir una cosa: no creo que se trate de una cuestión de mala voluntad. El problema está en el "eclesiocentrismo" que preside y condiciona la organización y funcionamiento de la Iglesia. Quiero decir: en teoría (teológicamente), el centro de la vida de la Iglesia es (tiene que ser) el mismo que para Jesús: el proyecto del Reino de Dios. Pero eso es en teoría. Porque, de hecho y en la práctica, de sobra sabe-mos que el centro de la vida de la Iglesia es, en demasiados casos, su propia organización y su propio funcionamiento, es decir, su poder, su seguridad, su prestigio, sus intereses, su control sobre lo que puede controlar, su instalación en la sociedad, en las relaciones internacionales, en el dominio sobre los fieles, sobre las instituciones y sobre los funcionarios eclesiásticos. Insisto en que, por lo general, no es cuestión de buena o mala voluntad por parte de los diri-gentes eclesiales. El problema está en que se identifica acríticamente el bien y el progreso de la institución eclesiástica con el bien y el progreso del Reino de Dios. Ahora bien, desde el momento en que las cosas se ven de esa manera, inevitablemente la Iglesia se centra sobre sí misma. Y el resultado es, para decirlo en pocas palabras, que las relaciones prácticas y concretas de la Iglesia con el poder y con el dinero constituyen un asunto que plantea problemas muy profundos, tanto en teoría como en la praxis diaria de la vida. Para nadie es un secreto que, estando así las cosas, la coherencia (y por tanto la eficacia) evangélica de la Iglesia, ante los poderes políticos y económi-cos, queda limitada seguramente más que lo que podemos imaginar. Porque sus decisiones, su libertad profética, su lenguaje y, en general, su situación en el conjunto de la sociedad, son cosas que de hecho están más orientadas y determinadas por el "eclesiocentrismo" que por los intereses y el bien de los pobres. Al decir todo esto, yo no pongo en cuestión ni la eclesiología, común-mente admitida a partir del Vaticano 11, ni el más mínimo de los dogmas que se refieren a la Iglesia. Lo que digo es que, tal como funciona esta institución que llamamos Iglesia, su efectividad real para defender a los pobres de este mundo está enormemente limitada, a veces anulada, y hasta abundan las oca-siones en que, de hecho, favorece a los opresores, con escándalo y daño irre-parable para los últimos de este mundo. Así ha sido durante siglos. Y así sigue siendo, por desgracia para los pobres, en demasiados casos. CONCLUSION La existencia de millones de pobres en el mundo plantea, ante todo, un problema fundamental a la teología. Se trata del problema hermenéutico. Sin duda, el problema más radical para el quehacer teológico. Como todo saber 92 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA humano, el saber teológico está siempre determinado y condicionado por el lugar epistémico desde el cual se elabora ese saber. Ahora bien, por los datos que nos aporta la revelación bíblica, el lugar epistémico privilegiado para el acceso a Dios, es la solidaridad con los pobres. Porque desde la marginalidad del sistema es desde donde se pueden tener los ojos más limpios para com-prender lo que significa Dios, lo que significa Jesús y lo que representa y exige el Evangelio. Todo esto quiere decir que el punto de partida del quehacer teo-lógico es la solidaridad con el pobre. Por tanto, tal solidaridad configura y determina el modo de hacer teología o, más exactamente, el método teológi-co. Este supuesto, hay que decir, ante todo, que los pobres plantean la cues-tión clave a la teología fundamental. Por otra parte, también se puede y se debe decir que la teología de la liberación no es simplemente una nueva asig-natura en teología, sino un nuevo modo de hacer toda posible teología. Más aún, tal teología no ha sido una moda pasajera, que ya cumplió su cometido y está llamada a desaparecer, sino que es la forma y el modo de hacer teología, que garantiza, en la medida de nuestras posibilidades, una mayor objetividad teológica. En este sentido, la teología de la liberación es una conquista irrever-sible de la teología para el futuro. El segundo problema que plantean los pobres a la teología es obvia-mente el problema ético. Sobre este asunto, hay que decir, antes que nada, que es el problema más grave y más urgente que la teología debe abordar. Porque así lo exige la alarmante situación de creciente desigualdad (que se acentúa cada año) entre ricos y pobres. Ahora bien, la teología no afrontará responsablemente este problema, si no replantea, hasta el fondo y con todas sus implicaciones, el concepto de justicia que habitualmente se maneja en la cultura y en la sociedad de occidente. Y, además, si no extrae todas las conse-cuencias que se derivan del llamado pecado de omisión. Este pecado es, sin duda, el más extendido en relación a los pobres. Por otra parte, es el pecado del que menos conciencia suele tener el común de los mortales. Y, sobre todo, es el pecado que más determina la desgraciada suerte de los pobres, puesto que deja las manos libres a los causantes directos de la degradante situación global en que vivimos. Parece bastante claro que si la opinión pública, en gran des sectores de la población, fuera sensible en este sentido, los gobernantes y los grandes responsables de las instituciones financieras se verían obligados a replantear sus políticas y sus medidas económicas, en orden a conseguir una más justa distribución de la riqueza. Finalmente, el hecho y la situación de los pobres suscita cuestiones de gran calado para la comprensión y la vida de la Iglesia. En primer lugar, el problema de la autenticidad: si la Iglesia es la comunidad de Jesús, que pro-longa y hace presente, en la historia, el Evangelio, eso significa que la Iglesia se juega su ser o no ser en la cercanía y fidelidad a los pobres. Al decir esto, no JOSE M. CASTILLO 93 se trata de poner en cuestión la apostolicidad de la Iglesia, como nota distinti-va de su autenticidad. Se trata, más bien, de sacar hasta las últimas consecuen-cias de esa apostolicidad. La Iglesia que nació en los apóstoles es la Iglesia que Jesús quiso, es decir la Iglesia cercana y fiel a los pobres. Por otra parte, aun-que es evidente que la solución global al problema de los pobres no depende de la Iglesia, también es cierto que la suerte de millones de pobres cambiaría sensiblemente, si la Iglesia adoptara, no sólo ni principalmente, una doctrina social avanzada, sino, sobre todo, una organización y un funcionamiento ente-ramente transparentes y evangélicos con respecto al poder y con respecto al dinero. Porque, entonces, la libertad profética de la Iglesia, su actitud y su decisiones ante los poderes públicos y, en definitiva, su innegable influencia (para bien o para mal) ante las instituciones y con respecto a la opinión públi-ca, todo esto tendría una incidencia social quizá más decisiva de los que imagi-namos. Más aún (y para terminar), a veces tengo la impresión de que los numerosos documentos doctrinales de la jerarquía eclesiástica sobre la cues-tión social producen, sin pretender ni sospecharlo nadie, un efecto contrapro-ducente. Porque dan a los hombres de Iglesia la impresión de que están haciendo por los pobres lo que tienen que hacer, lo que está a su alcance, cuando en realidad eso viene a ocultar el verdadero problema, o sea, lo que de verdad tendría que hacer la Iglesia, que es replantear su "eclesiocentrismo", con la organización y funcionamiento, que, en la práctica, neutralizan o amor-tiguan la eficacia evangélica de la Iglesia en favor de los pobres. José M. Castillo
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Colección | Revista Almogaren ISTIC |
Título y subtítulo | Los pobres y la teología |
Autoría principal | Castillo, José M. |
Entidad | Centro Teológico de Las Palmas |
Publicación fuente | Almogaren. Revista del Centro Teológico de Las Palmas |
Numeración | Número 19 |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Instituto Superior de Teología de las Islas Canaria |
Fecha | dic-96 |
Páginas | pp. 065-093 |
Materias | Religión ; Iglesia ; Teología ; Pobreza |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 1312191 Bytes |
Texto | ALMOGAREN. 19 (96). Págs. 65 - 93 O CENTRO TEOLOGICO DE LAS PALMAS LOS POBRES Y LA TEOLOGIA JOSE M. CASTILLO DR. EN TEOLOGIA S i n temor a exagerar, se puede afirmar que, desde la Alta Edad Media hasta la mitad del presente siglo, la teología apenas se ha preocupado de los pobres. Por supuesto, este asunto no ha entrado en el campo de planteamien-to y problemas que han interesado a la dogmática"). Se consideraba una cues-tión propia de la teología moral, que, en el capítulo que estudiaba las virtudes teologales, analizaba hasta donde tenía que llegar la limosna, para cumplir con las exigencias de la caridad cr i~t iana'~N)i. siquiera la espiritualidad clásica (1) Para convercerse de ello, basta citar algunos de los diccionarios teológicos que se han publicado en este siglo y que lógicamente recogen la enseñanza teológica de muchos siglos. El Dict. de Théol. Cath., de VACANT, remite indirectamente a la palabra pauvreté, pero ni incluye el término pobres (t. XII, 75). El Lexikon für Theologie und Kirche igualmente contiene el término Anmut (pobreza), de la que habla desde el punto de vista bíblico y moral, pero tampoco estudia la palabra pobres (t. 1, 878-883). El Sacramentum Mundi sigue el mismo camino: dedica un estudio a la pobreza, pero ni cita la palabra pobres (t. V, 479-484); más aún, habla en un apartado de "la Iglesia de los pobres", pero es para advertir de los peligros que esa expresión lleva consigo (483). Por su Darte. Conceutos Fundamentales de Teoloaía. de H. FRIES fed.). habla de la uobreza. pe;o tampoco s'e refiere a los pobres (t. III,4?0-482). Lo mismo el Diccionario ~Z.oló~ico; de K. RAHNER y H. VORGRIMLER (edic. de 1970) (col. 563-564). El Diccionario Teol6gico Interdisciplinar, de L. PACOMIO y otros (edic. de 1982), es más tajante: no habla ni de ~ o b r e z an i de obres s. Y lo mismo hace el Diccionario de Teología Dogmático. de W. BEINERT (edic. de 1990). (2) Cf. en este sentido, por ejemplo, M. ZALBA, Theologiae Moralis Compendium, vol. 11, Madrid 1958, n. 176-192. ZALBA recoge y resume la doctrina moral tradicional, que se 66 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA dedicó a los pobres particular atención. Los tratados de espiritualidad se inte-resaban por la pobreza, pero no por los pobres. Es decir, se interesaban por los "consejos evangélicos", entre ellos el de pobreza, entendida como renuncia ascética a los bienes de este mundo(3). Lo cual significa que la espiritualidad clásica se interesó más por la práctica de la virtud que por el bien de las perso-nas peor tratadas por la vida. Y aunque en la Iglesia siempre hubo personas e instituciones dedicadas al servicio de los pobres, enfermos y encarcelados, lo cierto es que todo eso se consideraba como una aplicación más de la caridad, pero no como un tema dogmático en cuanto tal. Y menos aún como una cues-tión capital para el correcto entendimiento de la teología. Ha sido en la segunda mitad del presente siglo, más concretamente a partir de los años sesenta, cuando la teología de la liberación ha situado a los pobres en el centro mismo del quehacer teológico(". De esta manera, los pobres han recuperado, en la teología, la centralidad que tuvieron y tienen en el Evangelio. Tres son las cuestiones fundamentales que tiene que afrontar la teolo-gía a partir de los pobres: ante todo, el problema hermenéutico; en segundo lugar, el problema ético; por fin, el problema eclesiológico. Por supuesto, estas cuestiones no abarcan toda la compleja problemática que plantea a la teología el hecho y la situación de los pobres en el mundo. Como después veremos, no hay cuestión teológica, que, de una manera o de otra, no quede afectada por el tema de los pobres. Pero es claro que los límites de este artículo imponen una selección básica. Por eso me voy a limitar a los tres problemas apuntados. (...) enseñó en los seminarios diocesanos hasta los años del concilio Vaticano 11. B. HARING, en La Ley de Cristo, vol. 111 (edic. de 1973) apunta ya un progreso con respecto a la moral tradicional, en cuanto que hace numerosas aplicaciones a la problemática y la causística con respecto a los pobres (págs. 71, 225, 251, 356, 413, 426, 473, 480). En el tercer volu-men de Praxis Cristiana, de 1. CAMACHO, R. RINCON y G. HIGUERA (edic. de 1986), se presenta un estudio bíblico básico sobre la moral de la pobreza y los pobres (págs. 17-54); además, se replantea el tema de la justicia y la solidaridad desde las ense-ñanzas de la doctrina social de la Iglesia. En este sentido, es evidente que la teología moral, elaborada en los últimos veinte años, ha experimentado un cambio positivo radical con respecto a lo que era la moral de décadas anteriores. (3) Dos ejemplos elocuentes: el Diccionario de espiritualidad, de E. ANCILLI (edic. de 1984), dedica un estudio a la pobreza, pero ni habla de los pobres (t. 111, 179-183). Por el contrario el Nuevo Diccionario de Espiritualidad, de S. DE FIORES y T. GOFFI (ed.), en su tercera edición (de 1983), estudia la palabra pobre y no habla de pobreza (págs. 1.142-1.157). Pero es importante advertir que toda la bibliografía que cita en posterior a 1965. (4) La bibliografía sobre este asunto es abundantísima. Por eso, remito al lector a trabajos donde puede encontrar un buen resumen de esa bibliografía. Para un planteamiento de la evolución teológica con respecto a los pobres, puede consultarse el trabajo de V. CODINA, La irrupción de los pobres en la teología contemporánea: Misión Abierta 75 (1981) 203 SS. Síntesis bibliográfica en 1. ELLACURIA, Pobres, en C. FLORISTAN y J.J. TAMAYO, Conceptos Fundamentales de Pastoral, Madrid 1983,801-802. También en P. RICHARD e 1. ELLACURIA, Pobreza-Pobres, en C. FLORISTAN y J.J. TAMAYO (ed.), Conceptos Fundamentales del Cristianismo, Madrid 1993, 1.057. JOSE M. CASTILLO 1. EL PROBLEMA HERMENEUTICO Muchos creyentes piensan que la cuestión, que plantean los pobres a la teología, se reduce al problema ético, es decir la exigencia e incluso la urgen-cia, que se nos impone, de cambiar radicalmente el presente orden social, en el que, como después veremos, miles de millones de seres humanos se mueren literalmente de hambre y de miseria, mientras una minoría privilegiada despil-farra los bienes y fuentes de energía del planeta, en un evidente abuso de con-sumismo. Por supuesto, el problema ético es gravísimo. Y, desde ese punto de vista, no cabe duda que es el asunto más urgente que debemos solucionar o por lo menos aminorar, en la medida de nuestras posibilidades. Pero cuando se trata de analizar la relación entre los pobres y la teología, tenemos que empezar reconociendo que la cuestión más profunda, que los pobres plantean al quehacer teológico, es el problema hermenéutico. Por supuesto, el quehacer propio de los teólogos tiene que empezar por analizar y tener muy en cuenta, de la manera más completa posible, la enseñanza de la Biblia, la doctrina del magisterio eclesiástico y, en general, la vida y las lecciones que nos aporta la tradición cristiana en su ya larga his-toria. Pero el problema está en comprender desde dónde intentamos hacer ese análisis y, por tanto, desde dónde pretendemos enterarnos de lo que la Biblia, el magisterio y, en general, la tradición cristiana nos enseñan acerca de Dios, de Cristo, de la Iglesia, etc., etc. Yo tengo la impresión de que muchos teólogos no han caído ni caen en la cuenta de que todo acceso a la realidad y, por tanto, toda lectura de la realidad es, al mismo tiempo e inevi-tablemente, una interpretación de dicha realidad. Al decir esto, como es bien sabido, no estoy sino enunciando el principio más elemental de la herme-néutica's). Por otra parte, aquí es decisivo tener presente que cuando la reali-dad, a la que pretendemos acceder, es una realidad transcendente, entonces el peligro de una interpretación subjetiva es mucho mayor. Porque lo trans-cendente es lo que, por definición, se sitúa "más allá" de los límites de nues-tro campo inmanente de objetivación. De donde resulta que todo acceso a Dios y su revelación es, de manera inevitable, una lectura "mediada" y, por tanto, "filtrada" por los condicionamientos que determinan, modifican y a veces pervierten nuestro encuentro, nuestro conocimiento y nuestra lectura de esa realidad última, que nos rebasa, nos supera y de la cual no podemos tener evidencia alguna. (5) Para una introducción a la hermenéutica y su historia, cf. F. VON MUSSNER, Geschichte der Hermeneutik von Schleiermaclzer bis zum Gegenwart, en Handbuch der Dogmengeschichte, Freiburg 1970, 3-34. La perspectiva teológica está suficientemente indicada en J.L. SEGUNDO, La opción por los pobres como clave hermenéutica para entender el evangelio: Sal Terrae 6 (1986) 473-482. 68 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA Ahora bien, entre los condicionamientos que, como he dicho, determi-nan, modifican y hasta posiblemente pervierten nuestro acceso a Dios, el más decisivo es, sin duda alguna, el lugar desde dónde cada uno intenta conocer a Dios y relacionarse con El. Aquí resulta obvio advertir que, cuando hablo de "lugar", no me refiero a lugar geográfico, sino a lugar epistémico, es decir a la situación y conjunto de circunstancias que, de una manera o de otra, influyen en el conocimiento, lo filtran y, sin que el sujeto se dé cuenta de ello, interpre-tan la realidad, seleccionando y destacando datos de esa realidad y, al mismo tiempo, marginando o deformando otras dimensiones de la misma realidad, que son fundamentales e incluso decisivas. Aquí es importante recordar que de este proceso nadie se escapa. Todos y siempre, al intentar acceder al Transcendente, inevitablemente lo interpreta-mos, lo filtramos y corremos el peligro de deformarlo. Ahora bien, si esto es así, el problema está en determinar desde dónde podemos, con menos peligro de deformación, intentar acercanos a Dios y su revelación. O dicho de otra mane-ra, se trata de precisar el lugar desde el cual podemos, con más garantías de objetividad, comprender a Dios y lo que El nos ha querido transmitir. Esto supuesto, los cristianos sabemos que Jesús el Mesías es la imagen visible de Dios invisible (Col 1, 15). Es decir, Jesús es quien mejor ha conoci-do a Dios y quien mejor y más exactamente lo ha dado a conocer (cf. Jn 1,18), hasta el punto de que, según el mismo Jesús, quien lo ve a él, por eso mismo está viendo al Padre (Jn 14, 9). Aquí es importante destacar que no se trata, ni sólo ni principalmente, de un asunto de doctrinas o teorías sobre Dios, sino de algo mucho más amplio y más cercano a todos los mortales: es la expresividad de la persona y la vida entera de Jesús, lo que en él se veía (como le dice a Felipe), lo que se metía por los ojos, lo que "palparon" las manos y "contem-plaron" quienes lo vieron (1 Jn 1, l), o sea no sólo sus palabras, sino además sus costumbres, su estilo de vivir, sus preferencias, lo más sensible y lo más inmediato, todo eso es lo que reveló a Dios y su proyecto. Es decir, todo eso (además de sus enseñanzas) es lo que nos ha dado a conocer quién es Dios, cómo es Dios y lo que Dios quiere y espera de nosotros. Ahora bien, idesde dónde realizó Jesús esta tarea y cumplió esta misión? Sabemos que Jesús nació en un establo, donde viven las bestias, y murió colgado en una cruz, donde morían, en aquel tiempo, los criminales más peligrosos y los subversivos del orden establecido. Es evidente que un indivi-duo, que empieza y acaba así, es un hombre descolocado, marginado del siste-ma, no integrado en el conjunto de valores, instituciones y principios que con-figuran el "normal" funcionamiento de una sociedad. Es decir, Jesús se situó - en la marginalidad del sistema. Y desde ahí comprendió correctamente a Dios y reveló correctamente a Dios. Aquí y en esto reside el sentido profundo de la JOSE M. CASTILLO 69 solidaridad de Jesús con los pobres y con los pecadores, con los leprosos y los samaritanos, con los miserables y vagabundos de los caminos. Como reside igualmente el significado último del conflicto y el enfrentamiento de Jesús con los sacerdotes, senadores y letrados, con los fariseos y observantes, y también con los ricos de su tiempo. Todo esto ha sido estudiado hasta la saciedad, ha sido analizado hasta el último detalle, de manera que yo no voy a repetir lo que otros han investigado con más competencia y han explicado con más auto-ridad @). Eso sí, lo que me interesa dejar aquí bien claro es que los pobres son no sólo el lugar social, sino sobre todo el lugar epistémico desde el que, con más garantías de objetividad, podemos entender a Dios, los proyectos de Dios, la voluntad de Dios. Aquí resulta decisivo recordar la afirmación de Jesús: "Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla" (Mt 11, 25). La expresión "gente-sencilla" traduce el término griego népios, que lite-ralmente (né-épos) significa "el que no tiene habla", lo que en latín diríamos in-fans (Zerwick, Analysis Philologica N.T.G., 18) o sea el niño. Esta palabra, contrapuesta a los "sabios" y "entendidos", se refiere claramente a los que no tienen nada que decir en la sociedad, los que no pintan ni representan nada; en otras palabras, la gente sin importancia. Ahora bien, esta gente, en la socie-dad de todos los tiempos, es la gente pobre, que carece de la cultura de los sabios y entendidos, los que constituyen los estratos influyentes en el tejido social. Pues bien, según Jesús, desde la situación de esta gente es desde dónde se comprende a Dios y las cosas de Dios. Por eso, sin duda, cuando San Pablo explica en quiénes se manifiesta la "sabiduría de Dios", afirma provocativa-mente que ésos no son ni los "intelectuales7', ni los "poderosos", ni la "gente de buena familia" (1 Cor 1, 26). Y añade el mismo Pablo: "todo lo contrario: lo necio del mundo se lo escogió Dios para humillar a los sabios; y lo débil del mundo se lo escogió Dios para humillar a lo fuerte; y lo plebeyo del mundo, lo despreciado, se lo escogió Dios" (1 Cor, 1,27-28). Sean cuales sean los matices exegéticos que haya que hacer para comprender el significado de este texto (6) Se puede encontrar una información bibliográfica abundante en E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Madrid 1981, 128-162; J. MOLTMANN, Der Weg Jesu Christi, Muchen 1989, 117-124; J.I. GONZALEZ FAUS, La Humanidad Nueva, vol. 1, Madrid 1974,87-144; X. PIKAZA, El Evangelio. Vida y Pascua de Jesús, Salamanca 1990, 63-117; J. SOBRINO, Jesucristo Liberador, San Salvador 1994, 87-133. Sobre todo este asunto, resulta sugerente el título de la obra de J.P. MEIER, A Marginal Jew, New York 1991,2 vol. Como también es estimulante el sugerente estudio de A. HOLL, Jesus in sch-lechter Gesellschaft, Stuttgart 1971, o sea: Jesús y las malas compañías, un análisis del medio social y cultural en el que se situó Jesús. 70 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA impresionante c7), es claro que en él se trata, no sólo de la sabiduría de Dios hacia los hombres, sino además y conjuntamente del saber y entender de los hombres en cuanto se refiere al misterio desconcertante de Dios y al designio salvador de Dios"). Ahora bien, Pablo afirma categóricamente que ese saber y entender sobre Dios se encuentra precisamente en lo marginal de este mundo, o dicho de otra manera, en la marginalidad del sistema establecido. Es, por tanto, desde lo marginal del orden presente desde donde podemos, con más garantías de objetividad, conocer a Dios. Y eso significa que desde la margina-lidad de los pobres es desde donde podemos entender a Jesús y su Evangelio. Dos cuestiones fundamentales se plantean aquí inevitablemente. En primer lugar, ¿por qué precisamente desde la marginalidad de los pobres, es decir desde la marginalidad del sistema, es desde donde podemos conocer a Dios? Y en segundo lugar, ¿qué significa eso en concreto? Para responder a la primera cuestión, hay que empezar recordando un principio básico en epistemología: la relación entre conocimiento e interé~'~)'. El lugar que uno ocupa en la sociedad y en el sistema genera inevitablemente intereses, las más de las veces ocultos para el que los tiene. Ahora bien, unos intereses determinados producen un conocimiento determinado. En ese senti-do, los intereses, que se derivan de la acción y de la experiencia que vive el sujeto, filtran su acceso a la realidad y condicionan radicalmente la compren-sión, la valoración y la interpretación que el mismo sujeto hace al conocer, valorar y enjuiciar. Esto significa, en última instancia, que el lugar social, que cada cual ocupa en el sistema establecido, determina decisivamente el lugar epistémico, a partir del cual interpreta y valora la realidad. He aquí la primera razón en virtud de la cual se comprende por qué el hombre Jesús de Nazaret, desde la solidaridad con los pobres, es decir desde la marginalidad del sistema, (7) Es verdad que Pablo se refiere, en este texto, a su doctrina fundamental, según la cual el llamamiento a la fe se debe a la bondad misericordiosa de Dios y no a las obras del hom-bre (cfr. R. KUGELMAN, Primera Carta a los corintios, en Comentario biblico "San Jerónimo", t. IV, 2, 17). Pero es evidente que esta tesis teológica no margina ni quita fuer-za a la afirmación, igualmente teológica, según la cual el saber y comprender el misterio y designio de Dios se encuentra en "lo necio", "lo débil", "lo plebeyo", no precisamente en los poderosos, instalados y ricos de este mundo. (8) A eso se refiere expresamente Pablo en los VV. 21-24, concretamente cuando afirma que la sabiduría de Dios no fue reconocida por el mundo, que tuvo esa sabiduría por locura. Por tanto, Pablo no habla sólo del saber de Dios, sino igualmente del entender de los hombres. (9) Es clásico y bien conocido el estudio de J. HABERMAS, Conocimiento e Interés, Madrid , 1989. Como es sabido, Hagermas lleva su análisis hasta el extremo de afirmar que la teo-ría de la ciencia sólo es ya posible como teoría (crítica) de la sociedad. Pero debo advertir que cuando Habermas habla de "interés", no se refiere a intereses materiales, sino a lo que él llama "intereses rectores del concomiento", en cuanto que "la sintaxis referencia1 del lenguaje en que se formula el saber teórico permanece reconectada a la lógica del correspondiente contexto precientífico de experiencia y acción" (o.c., pág. 323). Se trata, en definitiva, de los intereses que "protegen, frente al discurso, la unidad del sistema de acción y de experiencia" (o.c. pág. 324). JOSE M. CASTILLO 71 comprendió al Padre del cielo como nadie lo ha comprendido y fue, de esa manera, la revelación de Dios e incluso la imagen visible y palpable (cf. 1 Jn 1, 1) de Dios invisible. Pero hay una segunda razón que va más al fondo de las cosas. En el asunto, que venimos analizando, no se trata de conocer cualquier cosa, sino que se trata precisamente de conocer a Dios y todo lo referido a El. Por tanto, la cuestión central está en que se trata de un conocimiento religioso. Ahora bien, la sociología religiosa nos viene enseñando, desde Max Weber, que la religión ha sido y sigue siendo una sacralización de la realidad: sacralización del sistema, sacralización del poder, sacralización del derecho, sacralización de las instituciones, sacralización de los valores y de las situaciones establecidas, sacralización de las personas y de las cosas'''). De esta manera, la religión otor-ga un estatuto de absolutez a lo que en sí es contingente y no pasa de ser pro-ducto humano, incluso consecuencia de la pecaminosidad humana. Y así resul-ta que el poder viene de Dios y hay que someterse a él por voluntad de Dios; como el derecho es expresión del orden querido por Dios, incluido el derecho de propiedad, y, por tanto, la riqueza, que con frecuencia es presentada como una bendición de Dios; de la misma manera que las dignidades y ascensos se premian con cruces y títulos que remiten a una ultimidad donde, en definitiva, se sitúa Dios. Lo bueno y lo malo, el orden establecido, en última instancia, el sistema es, para el horno religiosus, expresión de Dios, manifestación de Dios, reflejo del orden absoluto y último. Ahora bien, a partir de este planteamiento, con frecuencia inconscien-temente asumido, es como el teólogo elabora su comprensión de Dios y sus explicaciones sobre todo lo que se refiere a Dios. De donde resulta inevitable-mente un Dios filtrado por el sistema y, en última instancia, acomodado al sis-tema. Lo cual quiere decir que no conocemos e interpretamos al sistema desde Dios, sino exactamente al revés: conocemos e interpretamos a Dios desde el sistema. Ahora se comprende por qué sólo desde la marginalidad del sistema se puede captar, asimilar y vivir lo que representa Dios y todo lo relacionado con El. En otras palabras, sólo desde los pobres o, más exactamente, desde la situación epistémica que comportan los pobres podemos tener los ojos lim-pios, que ven la verdadera imagen de Dios. La segunda cuestión, que antes he planteado, es obvia: ¿qué significa todo esto en concreto? Para responder a esta pregunta, hay que aclarar, ante todo, otra cuestión: cuando aquí hablamos de "pobres", ¿de quiéa estamos hablando? Jon Sobrino ha dicho acertadamente, refiriéndose a los evangelios, (10) M. WEBER: Economia y Sociedad, México 1969, vol. 1,452-453; 475-477, etc. 72 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA que, descriptivamente, los pobres están caracterizados en una doble línea según los sinópticos. Por una parte, pobres son los que gimen bajo algún tipo de necesidad básica en la línea de Isaías 61,1 SS. Así, pobres son los hambrien-tos y sedientos, los desnudos, los forasteros, los enfermos, los encarcelados, los que lloran, los que estén agobiados por un peso real (Lc 6,20-21; Mt 25,35 SS). En este sentido, pobres son los que viven encorvados (anawin) bajo el peso de alguna carga -que Jesús interpretará muchas veces como opresión- aquellos para quienes vivir y sobrevivir es una durísima carga. En lenguaje actual, podría decirse que son los pobres económicos, en el sentido de que el oikos (el hogar, la casa, el símbolo de lo fundamental y primario de la vida) está en grave peligro, y con ello están negados del mínimo de vida'"). Por otra parte, pobres son los despreciados por la sociedad vigente, los tenidos por pecadores, los publicanos, las prostitutas (Mc 2, 16; Mt 11, 19; 21, 32; Lc 15,1 SS), los sencillos, los pequeños, los más pequeños (Mt 11,25; Mc 9, 36; Mt 10, 42; 18, 10. 14; 25, 40. 45), los que ejercen profesiones despreciadas (Mt 21, 31; Lc 18, 11). En este sentido, pobres son los marginados, "a quienes su ignorancia religiosa y su comportamiento moral les cerraban, según la con-vicción de la época, la puerta de acceso a la salvación" (J. Jeremías). Podría decirse que son los pobres sociológicos, en el sentido de que el ser socium (símbolo de relaciones interhumanas fundamentales) les está negado, y con ello, el mínimo de dignidad (12). Pero esta descripción evangélica de los pobres resulta todavía demasia-do insuficiente. Hay que concretar más y aplicar estas ideas a la actualidad. En este sentido, es iluminador el análisis, que hizo de los pobres, Ignacio Ellacuría poco antes de su trágica muerte. Pobres son, ante todo, los material-mente pobres, es decir, los económica y sociológicamente pobres, las grandes mayorías del Tercer Mundo. Esta materialidad real de la pobreza no puede ser sustituida con ninguna espiritualidad; es condición necesaria de la pobreza evangélica, aunque no es condición suficiente. Pobres son, en segundo lugar, los empobrecidos, los oprimidos. Es decir, no se es "naturalmente" pobre, como se es "naturalmente" rubio o moreno, alto o bajo. La pobreza no es un fenómeno natural, sino un hecho social. O sea, hay pobres porque hay ricos; hay gente que no tiene lo indispen-sable porque hay otros que tienen más de lo que necesitan. Y lo que digo a nivel de individuos hay que entenderlo igualmente a nivel de grupos sociales y de pueblos enteros. Por tanto, pobres son los que han sido despojados de lo que les pertenece. Los bienes de este mundo, que han sido creados para satis- (11) J. SOBRINO: Jesucristo Liberador, 104, que remiten a J. JEREMIAS: Teologia del Nuevo Testanzento, 1, Salamanca 1986,134-138. (12) J. SOBRINO, o.c., 104. JOSE M. CASTILLO 73 facer a todos los hijos de esta tierra, han sido acaparados por unos pocos (pue-blos, estados, grupos sociales, individuos.. .) y entonces inevitablemente los demás no tienen ni lo indispensable. En tercer lugar, pobres son los que han llevado a cabo una toma de conciencia sobre el hecho mismo de la pobreza material, unz toma de concien-cia individual y colectiva. Es ésta una primera expresión del espíritu con que se ha de vivir la pobreza, no en cuanto que espiritualidad es aquí un sustituti-vo de materialidad, sino un coronamiento de la misma. En cuarto lugar, pobres son los que convierten esta toma de conciencia en organización popular y en praxis. Esto no implica la adhesión a una deter-minada organización o partido, pero sí el hecho bruto de que los pobres han de organizarse, en cuanto pobres, para hacer desaparecer ese pecado colectivo y originante que es la dialéctica "riqueza - pobreza". En quinto lugar, pobres son los que viven su materialidad, su toma de conciencia y su praxis con espíritu, con gratitud, con esperanza, con misericor-dia, con fortaleza en la persecución, con amor y con el mayor amor de la vida por la liberación. En una genial síntesis sistemática de las bienaventuranzas según Mateo y según Lucas, concluye 1. Ellacuría: por eso, aunque pudiera parecer una desviación del texto literal, la traducción real de los pobres de espíritu es de "pobres con espíritu7', esto es, que asumen su pobreza real en toda su inmensa potencialidad humana y cristiana desde la perspectiva del Reino de Dios. No basta el hecho material de la pobreza, como no basta con la sustitución de la pobreza material por una intencionalidad espiritual. Hay que encarnar e historizar el espíritu de pobreza y hay que espiritualizar y con-cientizar la carne real de la pobreza(I3). Pues bien, es claro que los pobres, así entendidos, constituyen la inmen-sa y aterradora marginalidad del sistema, del "orden establecido" por los poderes e intereses de este mundo. Y constituyen la marginalidad del sistema, no sólo en el plano de la política, la economía y las instituciones en general, sino, sobre todo, a un nivel más profundo: el nivel del pretendido consenso universal (Apel, Habermas), el consenso de la conciencia ilustrada, "justifica-do por argumentación, fácticamente irrefutable y no superable", que genera-ría una evidencia "desde la cual se puede postular con sentido una determina-da norma de acción"('4)E. n este sentido, y visto a este nivel de profundidad, el (13) 1. ELLACURIA: Pobres (citado en nota 4), 786-802. Sobre los "pobres con espíritu", véase también: R. AGUIRRE y F.J. VITORIA: Justicia, en 1. ELLACURIA y J. SOBRINO (ed.): Mysterium Liberationis, vo. 11, Madrid 1990, 554-556. (14) JUAN A. ESTRADA: Tradiciones religiosas y ética discursiva, en D. BLANCO, FER-NANDEZ, J.A. PEREZ TAPIAS y L. SAEZ RUEDA (ed.): Discuros y realidad. En debate con K.-O. Apel, Madrid 1994, 187. 74 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA pobre, el oprimido (en lo cultural tanto como en lo económico) es el que, según la acertada formulación de Juan A. Estrada, "no puede articular su disenso ni fundamentarlo argumentativamente respecto al consenso ilustrado de los sujetos hegemónicos. La marginación le incapacita para apelar racional-argumentativamente y participar en un consenso ilustrado" He aquí, por tanto, la marginalidad del sistema en su dimensión más honda. Porque es mar-ginación, no sólo social y económica, sino además, y sobre todo, marginación epistémica respecto al consenso común, que configura el sistema en que vivi-mos, pensamos y actuamos. La consecuencia, que se sigue de todo lo dicho, es que pensar a Dios y comprender a Dios desde la marginalidad de los pobres es tomar como punto de partida de la investigación y reflexión teológica la solidaridad con la vida, la situación, las esperanzas y el destino de los marginados del sistema. Por tanto, no primordialmente ver y analizar lo que la Biblia nos dice sobre los oprimidos, sino algo previo a todo eso: ver y analizar cómo desde el sufrimien- . to y la humillación de los oprimidos podemos entender la Biblia, que nos habla de Dios como Padre, como fuente de vida, de amor, de justicia, de liber-tad. ¿Qué sentido tiene todo eso desde la situación y el destino de los oprimi-dos y marginados? He aquí la gran cuestión hermenéutica que marca el punto de partida de toda reflexión sobre Dios, si es que esa reflexión pretende auténticamente elaborarse con las mayores garantías de ~bjetividad"~E).n este sentido y a partir de este planteamiento, se comprende lo que acertada-mente ha dicho J. Sobrino: el mundo de los pobres es una realidad que da que pensar; es una realidad que capacita a pensar; y es una realidad que enseña a pensar ("1. Por lo tanto, al decir estas cosas, no pretendo insinuar que el problema hermenéutico, que los pobres plantean a la teología, se reduzca a intentar resolver el problema del mal y, en general, el problema del sufrimiento en el mundo. Hacer eso sería una escapatoria, una evasión hacia una problemática abstracta y puramente especulativa, cosa que ha sido y sigue siendo una cons-tante tentación para la teología. El problema hermenéutico, que plantean los pobres, radica en saber y fijar, en la medida de lo posible, desde qué presu-puestos, desde qué valores, desde qué situaciones y desde qué esperanzas pen-samos a Dios y el mensaje de Dios para nosotros. Por supuesto, eso exigirá, a veces, buenas dosis de especulación. Pero nunca será una especulación separa-da de la vida y sin incidencia en la vida. 15) JUAN A. ESTRADA, o.c., 203. 16) Para toda esta problemática, ayudará la lectura del trabajo de G. DA SILVA GORGUL-HO: Hermenéutica bíblica, en Mysterium Liberationis, vol. 1.169-200. (17) J. SOBRINO: Jesucristo Liberador, 44-48. JOSE M. CASTILLO 75 Por último, y para evitar suspicacias inútiles, quiero hacer una adver-tencia importante. Todo lo que hasta aquí he dicho no significa que los teólo-gos tengan que vivir entre los pobres y menos aún que no puedan contar con los medios necesarios para elaborar su teología. La teología requiere unos ins-trumentos de trabajo, un tiempo, unas instalaciones que no están al alcance de los pobres. Cuando digo que hay que elaborar la teología desde los pobres, me refiero a que los teólogos tienen que elaborar su pensamiento desde los inte-reses de los pobres, con la mirada puesta en los valores que representan los pobres y, sobre todo, en plena solidaridad con el destino y la suerte de los pobres. Por tanto, se trata de leer cada página de la Biblia, del Magisterio, de la Tradición cristiana, teniendo siempre ante los ojos la situación del Tercer Mundo, los comportamientos y los intereses de los países ricos con respecto a los países pobres, la situación jurídica, social y política de los inmigrantes, los marginados sociales, las gentes extrañas que componen lo que se ha dado en llamar el Cuarto Mundo. Es un hecho que la teología se ha elaborado, con demasiada frecuencia, sin especial referencia a cuanto acabo de indicar, inclu-so muchas veces de espaldas a todo eso. Como es un hecho también que si los pobres hubieran estado más presentes en el quehacer teológico, hoy tendría-mos una teología muy distinta, quizá radicalmente distinta, de la que tenemos. 2. EL PROBLEMA ETICO Empecemos por ver cómo están las cosas. Yo no soy economista ni estoy capacitado para hacer un estudio de las causas que explican la situación en que viven los pobres en el mundo Además, no es eso o que pretende anali-zar este trabajo. De todas maneras, en lo que se refiere al hecho global de los pobres, hay datos, tan clamorosamente evidentes y abrumadores, que cual-quier persona, aunque no sea un experto en economía y finanzas, se da cuenta enseguida de que algo muy grave, asombrosamente grave y alarmante, está ocurriendo en el mundo precisamente en este final del siglo veinte. Y lo peor no es lo que está ocurriendo, sino lo que previsiblemente va a ocurrir, en los próximos años, si las cosas no cambian radicalmente y de forma inmediata. Sinceramente pienso que no exagero ni uso el latiguillo de la demago-gia barata. Para convencerse de ello, hasta tener ante los ojos algunos datos, muy simples, que desgraciadamente son elocuentes por sí mismos. Hace tan solo unos meses, yo escribía lo siguiente: ahora mismo, el veinte por ciento de la población mundial consume el ochenta por ciento de la riqueza de la tierra; mientras que, por el contrario, el ochenta por de los habitantes del planeta se tiene que conformar con el veinte por ciento de los recursos y de la riqueza de este mundo. Bueno, pues esas cifras, basadas en estudios de hace cinco años, 76 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA ya no sirven. El pasado día 16 de julio se hizo público el último Informe sobre Desarrollo Humano elaborado por la ONU. Y según ese informe, resulta que el veinte por ciento más rico ya no consume el ochenta por ciento de las ren-tas, sino el ochenta y cinco por ciento(18)O. sea, se ha estrechado el cerco de la opresión: en 1996, el 80 por ciento de la humanidad se tiene que conformar ya sólo con el 15 por ciento de los beneficios económicos que produce el planeta. Es decir, la dinámica, que ha desencadenado el sistema económico imperante (el capitalismo neoliberal), actúa de tal manera que la riqueza del mundo se va concentrando, cada día más y más, en menos personas. La brecha entre ricos y pobres aumenta, por días, de manera increíble. Y así resulta, por ejem-plo, que, según el citado informe de la ONU, los bienes que poseen las 358 personas más ricas del mundo equivalen al 45 por ciento de toda la población pobre del planeta'"), lo que significa que esas 358 familias afortunadas suman más riqueza que los 2.500 millones de personas más pobres del mundo(20). Inevitablemente, las consecuencias, que se siguen de esta situación, son aterradoras: 40.000 personas mueren de inanición cada día; 1.000 millones sufren de hambre crónica. Y repito que estas cifras van en aumento. Lo que lleva a casos y situaciones inimaginables. Por ejemplo, hace unos días, una religiosa misionera en el Zaire me contaba que, en ese país africano, un licen-ciado gana un dólar al mes; y con ese dólar, lo único que se puede comprar son seis panes. Y sabemos que peor que Zaire se encuentran países como Niger, Sierra Leona, Somalia y Malí, por citar algunos ejemplos nada más. En fin, para qué seguir. Con lo dicho basta para hacerse una idea que sirva como punto de partida a la reflexión ética. Por supuesto, es evidente que los datos, que he aportado, nos enfrentan a problemas de ética económica y de ética política que yo no voy a plantear y menos aún resolver. Porque eso exige una competencia, en ciencias económicas y políticas, que yo no tengo. En ese sentido, soy consciente de los límites que recortan el alcance de este trabajo. En todo caso, pienso que hay algo que aquí se debe decir: no hay que ser ni economista ni politólogo para darse cuenta de que un sistema económi- (18) Cf. VICENTE VERDÚ: El crimen capital, en EL PAIS, 15 de agosto de 1996. (19) Relación de EL PAIS, 17 de julio de 1996. (20) VICETE VERDU, 1.c. Y no se piense que este desequilibrio se da sólo entre países ricos y países pobres. También en loi países'ricos ocurren cosas que no sospechamos. Según datos de 1989 (los últimos de que dispongo), en Estados Unidos, el uno por ciento de las familias posee el 37 por ciento de la riqueza neta de todo el país. Además, el nueve por ciento de las familias es dueño del 31 por ciento de esa riqueza. Es decir, el diez por cien-to de las familias de USA acapara el 68 por ciento de la riqueza total. Lo cual obviamente significa que el noventa por ciento de las familias de USA no dispone nada más que del 32 por ciento de la riqueza global del país. Y se sabe que este desequilibrio se ha acrecen-tado en los últimos cinco años. Los datos aportados se basan en un estudio del Banco Federal de Reserva, del año 1989. Cf. Center for Commuity Change, Wash. D.C., 1989. Véase también: PAUL KRUGMAN: The American Prospect, Washington 1989. JOSE M. CASTILLO 77 co-político, que produce los resultados que acabo de apuntar, es un sistema que técnicamente lleva a la autodestrucción del propio sistema; y éticamente es un sistema sencillamente satánico. Seguramente este juicio parecerá a muchos pretencioso, exagerando y hasta ingenuo. La historia hablará. Pero lo que acabo de decir es un juicio demasiado genérico y, por tanto, enteramente insuficiente. Por eso voy a concretar más en dos cuestiones que me parecen fundamentales en la relación "ética-pobres". La primera de esas cuestiones se refiere a la justicia; la segunda, a los que tradicionalmente se ha llamado el pecado de omisión. Ante todo, el asunto de la justicia. Durante siglos se ha dicho, en los ambientes teológicos y eclesiásticos, que a los pobres los tenemos que atender "por caridad". Y sabemos que la aplicación práctica y concreta de esa caridad era, y sigue siendo para mucha gente, la limosna. En el fondo, losmoralistas antiguos partían de la inviolabilidad que para ellos tenía (y sospecho que, para mucha gente, sigue teniendo) el derecho de propiedad. Por eso, a los pobres había que ayudarles, en la medida de lo posible. Y esa medida la daba "lo superfluo". Con más razón, si la generosidad llevaba a alguien a dar de "lo necesario", en ese caso (con mayor motivo), se hacía "por caridad". De ahí que la ayuda al pobre era algo "gratuito", es decir a lo que pobre no tenía derecho, salvo en casos de extrema necesidad, cosa que, según se pensaba antiguamente, ocurría raras veces. Ahora bien, en este momento, todo este planteamiento resulta insoste-nible. Primero, por el hecho evidente que antes ha apuntado: ahora mismo, por lo menos mil millones de personas se mueren literalmente de hambre. Y más de otros dos mil millones carecen de los bienes indispensables para llevar una vida que tenga las necesidades básicas cubiertas. El caso de "extrema necesidad" es hoy tan abrumador, tan aplastante, por su profundidad y por su extensión, que eso obliga a replantear urgentemente el pretendido derecho de propiedad, tal como se ha concebido durante siglos y tal como se lo sigue ima-ginando mucha gente. En este sentido, hay que repetir, una vez más, que Dios creó los bienes de este mundo para satisfacer las necesidades básicas de todos los seres humanos(2')P. or lo tanto, todos tienen derecho a poseer lo que nece-sitan para vivir dignamente. En consecuencia, los que poseen más de lo nece-sario para vivir dignamente tienen obligación de dar a los pobres. Y esa obliga-ción no es primordialmente por caridad, sino por justicia. Lo cual quiere decir que quien no cumple con este deber, al tratarse de un deber de justicia, está obligado a restituir lo que injustamente posee. De donde resulta que, cuando hablamos del problema ético en relación a los pobres (teniendo en cuenta la (21) Así lo ha afirmado, repetidas veces, la doctrina social de la Iglesia. Y hoy es enseñanza común en los tratados sobre la justicia. Cf. el estudio de 1. CAMACHO en Praxis Cristiana, vol. 111, citado en nota 2. 78 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA situación descrita de las mayorías oprimidas del Tercer Mundo), la cuestión no está en dar o ayudar a esas gentes, sino en devolver a sus verdaderos due-ños lo que en justicia les pertenece(22)Y. hay que tener coherencia, libertad y audacia para decir estas cosas, tal como suenan, a quien sea necesario. Ante todo, a los gobernantes y legisladores de los países más ricos; a los que elabo-ran las leyes y acuerdos que regulan el derecho y el comercio internacional; por supuesto, a las famosas 358 familias más poderosas de la tierra; a las gran-des instituciones financieras, por ejemplo a la Comunidad Económica Europea, al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional.. . y en general a todos los que deciden sobre los mercados, los préstamos, el precio del dine-ro, la deuda externa, etc., etc. A las personas que toman las decisiones, en todo ese complejo mundo de la política y la economía, hay que tener la since-ridad y la valentía de decirles que están usando y reteniendo lo que no les per-tenece. Sobre todo cuando sabemos que la casi totalidad de los gobiernos no aportan ni el 0'7 por ciento del PIB, solicitado hace más de veinte años por Naciones Unidas. Y, por supuesto, no hay que olvidar a los millones de ciuda-danos, que despilfarran en un consumismo insostenible y que, precisamente por eso, son el soporte más eficaz del sistema establecido. Insisto en que hay que llamar a las cosas por su nombre. Se trata, como he dicho, de que hay una minoría que retiene lo que no le pertenece. Desde la más remota antigüedad, al que ha hecho eso se le ha llamado ladrón. Y nada impide que hoy se pro-nuncie esa palabra, incluso ante las gentes consideradas como las más "respe-tables", aunque eso resulte escandaloso para mucha gente o incluso insensato y descabellado. Sin duda alguna, para poner las cosas en su sitio, ayudaría poderosa-mente distinguir, con toda claridad, que una cosa es lo "legal" y otra cosa es lo "justo". No es lo mismo legalidad que justicia. Hay personas e instituciones que, estando dentro de la más estricta legalidad, pueden cometer y cometen injusticias asombrosas. Por supuesto, yo sé que esta afirmación no tiene senti-do desde el punto de vista del derecho establecido. Pero debo recordar que yo aquí no hablo como jurista, sino como teólogo, es decir como creyente que reflexiona sobre su fe desde la tradición judeo-cristiana. Ahora bien, a mi manera de ver, aquí precisamente está el nudo de la cuestión. (22) Hay que insistir en que la situación, en que viven millones de personas, es de extrema necesidad. Ahora bien, quien se encuentra en esa situación, como se ha enseñado desde la moral más clásica hasta nuestros días, "tiene derechona "apropiarse" lo "presuntamente" ajeno. Por lo demás, casos de extrema necesidad siempre se han dado, por supuesto. Pero lo nuevo de la situación actual está en que jamás se había producido una distancia tan abismal entre los más ricos y los más pobres. Y además, los medios de comunicación nos proporcionan hoy un conocimiento de la situación, a nivel mundial, que no existía ni siquiera hace cincueta años. Lo cual obliga a plantear el problema ético de los pobres de una manera radicalmente distinta a como se ha planteado tradicionalmente, sobre todo en lo que respecta a las consecuencias (nacionales e internacionales) que desencadena la situación global que estamos viviendo y que se acentúa por años. JOSE M. CASTILLO 79 Para decirlo en pocas palabras, la cuestión decisiva está en comprender que una cosa es el concepto de justicia derivado del derecho romano; y otra cosa muy distinta es el concepto de justicia propio de la tradición bíblica. Antes de explicar esta distinción, es conveniente recordar que, como es bien sabido, la base y el fundamento de nuestro derecho actual se asienta sobre la estructura y el esquema del derecho romano. Todos los abogados saben que la primera asignatura de su carrera es justamente el derecho romano. Porque es la base y la clave para entender toda nuestra estructura jurídica. Por eso, la justicia es básicamente, en nuestro derecho y en nuestra legislación, lo que era en la legislación de la Roma antigua. Pues bien, sabemos que el concepto de justicia se basaba, para los romanos, en la inviolabilidad y hasta en la exalta-ción del derecho de propiedad. De ahí que hacer justicia era dar a cada uno lo suyo (unicuique suum). Por tanto, al que tenía mucho, se le daba mucho; al que tenía menos, se le daba menos; y al que no tenía nada, nada había que darle. Y así se hacía justicia, de acuerdo con la estructura fundamental del derecho antiguo. Es verdad que, en el llamado "estado del bienestar" de nues-tro tiempo, este rigor antiguo se ha suavizado y, de alguna manera, corregido, mediante leyes y prestaciones sociales, que han hecho menos inhumana la convivencia de los ciudadanos. Pero también es cierto que básicamente el con-cepto de justicia sigue siendo el mismo que tenían los romanos, sobre todo cuando ese concepto se aplica, en la práctica, a las relaciones internacionales concretamente en asuntos económicos. Y es importante no olvidar que esta concepción de la justicia ha sido, y sigue siendo, el soporte ideológico que ha legitimado legalmente los comportamientos del llamado capitalismo salvaje, que no es ni más ni menos que el neoliberalismo económico llevado hasta sus últimas consecuencias. O sea, el sistema que ha provocado y sigue ahondando la brecha entre ricos y pobres. Por eso he dicho, y repito que una cosa es lo "legal" y otra cosa es lo "justo". Si es que, como creyentes, tenemos en cuenta y tomamos en serio el concepto de justicia propio de la tradición bíblica. En efecto, como afirma Joachin Jeremias, "la justicia del rey, según las concepciones de los pueblos del oriente y también según las concepciones de Israel, desde los tiempos más antiguos, no consiste primordialmente en emitir un veredicto imparcial, sino en la protección que el rey hace que se preste a los desvalidos, a los débiles y a los pobres, a las viudas y a los huérfanos"(23). Es decir, mientras que la justicia, para la tradición occidental, consiste en dar a cada uno lo suyo, para la tradición bíblica, consiste en defender eficazmente al que por sí mismo no puede defenderse. Dicho de otra manera, lo que la tradi- (23) J. JEREMIAS: Teología del Nuevo Testamento, 1,122, con bibliografía en nota 9. Cf. tam-bién R. AGUIRRE y F.J. VITORIA: Justicia, en Mysterium Liberationis, 11,539-577, con bibliografía en pág. 539, nota 1. Importante el estudio de JOSE L. SICRE: "Con los pobres en la tierra". La justicia social en los profetas de Israel, Madrid 1985. 80 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA ción occidental defiende, ante todo, es el derecho de propiedad: lo que la tra-dición bíblica defiende, ante todo, es el bien y la seguridad de los débiles. Son dos maneras radicalmente distintas de plantear lo que es el derecho y la justi-cia. Por tanto, según la Revelación, en la que decimos que creemos los cristia-nos, hacer justicia es defender al pobre, al marginado y al oprimido; ponerse de parte de esas gentes, aun a costa de enfrentarse al prepotente y, sobre todo, al opresor. En ese sentido, baste leer el salmo 72: la misión del rey, en Israel, consistía en implantar el "derecho" (mispat) y la "justicia" (wesedaqah) (cf. 2 Sam 8, 15; 1 Re 10, 9); y eso era lo mismo que "defender a los humildes del pueblo y quebrantar al explotador" (24). De tal manera que, cuando se cumplía con esa tarea, entonces es cuando se llegaba al verdadero conocimiento de Dios. Así lo afirma un texto genial del profeta Jeremías: "Si tu padre comió y bebió y le fue bien, es porque practicó la justicia y el derecho; hizo justicia a pobres e indigentes, y eso si que es conocerme -oráculo del Señor-". (Jer 22,16) En este texto sorprendentemente vienen a coincidir el problema her-menéutico y el problema ético, que plantean los pobres a la teología: se cono-ce a Dios cuando uno se pone de parte de pobres e indigentes; y ponerse de parte de ellos, eso es practicar la justicia. No se puede decir más en menos palabras. Según los evangelios, Jesús llevó este planteamiento hasta sus últimas consecuencias: el Reino de Dios, reino de justicia y de amor, es para los pobres y oprimidos (cf. Lc 4,16-18; 6,20; Mt 5,3-lo), porque ellos son los des-tinatarios privilegiados de la justicia que Dios quiere. Es éste un tema central en los evangelios y en el que no hace falta insistir en este momento, ya que ha sido estudiado ampliamente por las cristologías más autorizadas de los últimos treinta años (2s). Para completar este planteamiento de la justicia, debo apuntar tres observaciones complementarias. En primer lugar, la justicia, que enseña la revelación judeo-cristiana, no se ampara en la pretendida y falsa neutralidad de la justicia tal como ha prevalecido en la cultura occidental. La justicia bíbli-ca no es ni pretende ser neutral. Toma partido en favor de los que más lo necesitan en la sociedad. De sobra sabemos que la "neutral" justicia de nues-tros códigos europeos (exportados a otros continentes) favorece, en la prácti- (24) Cf. R. AGUIRRE, o.c., 546. (25) Remito a los autores citados en la nota 6, en los que se encuentra la referencia de tales cristologías. JOSE M. CASTILLO 81 ca, a los mejor instalados en la sociedad, baste preguntar por la cantidad de ladrones "respetables" que legalmente salen de las cárceles porque pueden pagar una fianza. En segundo lugar, la justicia bíblica es inevitablemente una justicia con-flictiva. Porque decididamente se pone de parte de las víctimas de la historia. Y eso no resulta tolerable para quienes son los responsables de que existan esas víctimas. De ahí la conflictividad, incluso mortal, que tuvieron que sufrir los profetas, en el Antiguo Testamento, Jesús de Nazaret, según los evangelios, y tantos testigos de la tradición más auténticamente cristiana, hasta nuestros días. En tercer lugar -y esto es lo que más hace pensar-, resulta difícil de explicar cómo y por qué la teología moral cristiana, durante siglos, no ha asu-mido este concepto de justicia, como base estructurante de toda su reflexión, llevando sus conclusiones hasta las últimas consecuencias. Al llegar a este punto, se tiene necesariamente la impresión de que a los moralistas cristianos les ha condicionado y les ha determinado más el derecho romano que la reve-lación bíblica. Y lo peor del caso es que, según me parece, todavía quedan secuelas muy graves de esa larga y triste tradición. En este sentido, y a modo de ejemplo, yo me planteo dos preguntas: 1) ¿cómo se explica que, a estas alturas y estando las cosas como están, los teólogos católicos y el magisterio eclesiástico no se hayan pronunciado, de manera clara y firme, contra la lla-mada "deuda externa" que los países ricos imponen a los países pobres? (26). Si en este complejo asunto, economistas y juristas tienen que matizar determina-das cuestiones, que se matice lo que haga falta. Si hay, incluso, que empezar por denunciar a los gobernantes corruptos de no pocos países del Tercer Mundo, que se les denuncie. Pero que se haga lo posible por impedir este fabuloso negocio del gran capital siga su proceso creciente de opresión. Porque quien paga las peores consecuencias es el pueblo pobre, a costa de hambre, de miseria y de muerte. 2) La segunda pregunta -también a título de ejemplo- se refiere a comercio de armamentos bélicos. Es un hecho que eso es un negocio de proporciones increíbles. Es un hecho también que si ese negocio se cortara, se acababan igualmente las guerras que están arrasando a pueblos enteros, en este siglo que estamos acabando, el siglo más sangriento en toda la historia de la humanidad. Y para colmo de tanta confusión y de tanto desastre, resulta que (como todo el mundo sabe) las cinco grandes potencias, mayores productores de armamentos, son las que componen el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con derecho a veto. Por otra parte, es un hecho bien conocido que la mayor parte de los conflictos bélicos se han (26) Es verdad que ha habido pronunciamieiltos claros e incluso proféticos, como por ejemplo los que han hecho el centro Cristianisme i Justicia, de Barcelona. Pero, por lo que yo estoy informado, se trata, hasta ahora, de casos más bien aislados. 82 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA producido, y se siguen produciendo, en países del Tercer Mundo. O sea, son los pobres, como siempre, los pagan las peores consecuencias. Ahora bien, que yo sepa, a lo más que se ha llegado, en esta cuestión, por parte de teólo-gos católicos y de jerarquía eclesiástica, es a declaraciones genéricas sobre la paz y el desarme, que a nada ni a nadie comprometen y que, desde luego, nada consiguen. Si en otros asuntos, por ejemplo el aborto, se emplea tanta energía (ideológica y disciplinar), ¿por qué en esto, que afecta tan gravemente sobre todo a los pobres, los hombres de Iglesia no son más tajantes y más con-cretos? ¿qué miedos ocultos, qué intereses camuflados determinan el compor-tamiento eclesiástico en este asunto tan grave y de tan graves consecuencias? Sea lo que sea, lo que está claro es que todo esto incide de lleno en el proble-ma ético que los pobres plantean a la teología. Pero al estudiar este problema, no hay más remedio que tratar otra cues-tión que, de alguna manera, resulta más preocupante. Me refiero, como ya indiqué antes, a lo que vulgarmente se suele llamar el "pecado de omisión". El evangelio de Mateo, en un texto bien conocido, plantea el problema con toda crudeza. Me refiero a Mt 25, 31-46(27C). omo es fácil comprender, aquí no pre-tendo, ni dispongo de espacio, para hacer un análisis completo del texto. Por eso, voy a ir directamente a lo que me parece que es el punto capital. Quiero decir: según Mt 25,31-46, lo que, a la hora de la verdad, va a decidir la desgra-cia de los que se pierden, es precisamente el pecado de omisión. Y por cierto, el pecado de omisión con respecto a los pobres, a los marginados, a los que sufren en general. En efecto, según el texto citado, en el llamado juicio final, o sea en el juicio decisivo de Dios sobre la historia, Jesús el Mesías no va decir: "Apartaos de mí, malditos.. ., porque habéis robado, matado, hecho daño.. .". Nada de eso. Lo que va a decir el Mesías es algo mucho más simple, más coti-diano, más común y corriente entre la gente de buena reputación, incluso entre personas de comunión diaria. Exactamente lo que va a decir el Mesías es esto: "Apartaos de ml; malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y n o me disteis de comer, tuve sed y no me disteis, de beber, fui extranjero y no me acogisteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cár-cel y no me visitasteis". (Mt 25,41-43). Por supuesto, estas palabras no quieren decir que quienes roban, matan o hacen daño, se van a escapar del juicio de Dios sobre la historia de los hom-bres. Lo que ocurre es que robar, matar, hacer daño ... son cosas tan obvias, tan elocuentes por sí mismas, para todo el que no sea un degenerado radical o (27) El estudio exegético y teológico más completo, que conozco sobre este texto, es el de XABIER PIKAZA: Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños (Mt 25, 31-46), Salamanca 1984, que además aporta una bibliografía casi completa en págs. 445-453. JOSE M. CASTILLO 83 un perturbado, que Jesús no tenía que insistir en eso. Por otra parte, de sobra sabemos que abunda la gente de "buena conciencia", gente respetable, que afirma, con toda verdad, no haber robado ni matado en su vida. Pero es que el problema ético, que plantean los pobres, no acaba donde acaban los robos, los asesinatos y las injusticias. De alguna manera, se puede decir que el problema más preocupante empieza precisamente ahí. Por lo menos, eso es lo que da a entender Mt 25,41-43. Efectivamente, la razón formal de la condena, tal como la presenta Jesús, no es el mal que se hizo, sino el bien que se dejó de hacer a quien más necesitaba ese bien y esa ayuda, que en resumidas cuentas es el pobre. Exactamente, es la misma enseñanza que se desprende de la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Según la parábola en realidad el rico no le hizo ningún daño al pobre: ni lo ofendió, ni siquiera lo echó de su puerta. Simplemente lo dejó tal como estaba. Y eso, ni más menos, fue su perdición. Por otra parte, la parábola no se fija en las posibles virtudes del pobre, ni en los posibles defectos del rico. Ni del uno dice que era paciente, humilde, resig-nado, etc.; ni del otro afirma que era egoísta, ambicioso, orgulloso, etc. Todo se reduce a que el rico se desentendió del pobre, sin más. Es el pecado de omi-sión estrictamente tal. Y eso fue lo determinante para la suerte o la desgracia del uno y del otro. La misma enseñanza se repite, indirectamente, en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37). Es evidente que la parábola presenta como figura ejemplar al samaritano, mientras que enjuicia negativamente al sacerdote y al levita. Por supuesto, peor que el sacerdote y el levita quedan, en la parábola, los bandidos que robaron y molieron a palos al desconocido caminante. Pero eso es, en si mismo, un comportamiento tan claramente negativo, que no hace falta censurarlo. El problema fuerte está, según el criterio evangélico, en los que no hicieron nada, los que pasaron de largo, dejando al desgraciado en la cuneta del camino. Otra vez el pecado de omisión. Y además, en este caso, legitimado y justificado, según aparece, por un motivo religioso. Intencionadamente, Jesús presenta, como ejemplares (odiosos) del pecado de omisión, precisamente a un "sacerdote" y a un "levita", es decir a los funcio-narios oficiales del culto sagrado. Este dato no es ocasional ni secundario en la parábola. Porque es la clave que explica la razón por la cual justamente los funcionarios del templo omitieron ayudar al que lo necesitaba. En efecto, aquellos clérigos observantes se sabían muy bien las leyes de la religión judía que les mandaban evitar cualquier clase de contaminación ritual por contacto, o incluso por mera proximidad, con un cadáver (cf. Nm 5, 2; 19, 2-13; Lv 5, 3; 21, 1-3) (28). Sencillamente, la religión se antepuso a la solidaridad, justificó la (28) Cf. J.A. FITZMYER: El evangelio según Lucas, vol. 111. Madrid 1987,285. 84 LOS POBKES Y LA TEOLOGIA insolidaridad y tranquilizó las conciencias de quienes cometieron el pecado de omisión. Rozamos ya, de esta manera, el problema eclesiológico, que después analizaremos. Además, este último dato nos pone en la pista que aclara y explica por qué Jesús insistió en el asunto del pecado de omisión. El Evangelio nació y se vivió originalmente en una sociedad profundamente religiosa. Una socie-dad, por tanto, en la que abundaba la gente que, amparándose en sus obser-vancias sagradas y en su piedad, se consideraba gente respetable, personas de buena conciencia y cercanas a Dios. Y ahí, precisamente en eso, estaba el mayor peligro. Porque la experiencia nos enseña que, quienes se encuentran en semejante situación, pueden fácilmente olvidar, y de hecho olvidan muchas veces, que el criterio determinante de la coherencia integral de una persona no es la conciencia que ella tiene de su mayor o menor cercanía a Dios, sino la mayor o menor cercanía que de hecho tiene con respecto a todos los que sufren en la vida: los pobres, los oprimidos, los marginados, etc. Por lo menos, esto es lo que claramente enseña el referido texto de Mt 25,31-46. En ese texto no se hace referencia ni a las creencias, ni a las prácti-cas religiosas, ni aun siquiera a la religión en sí. Lo determinante es el com-portamiento del hombre con el hombre. De tal manera que, radicalizando el texto y llevándolo hasta sus últimas consecuencias, se puede decir (sin sacar las cosas de quicio) que ahí, en última instancia, desaparece Dios, desapare-ce Cristo, y sólo queda el hombre: lo que cada cual hizo o dejó de hacer por sus semejantes. Pero que nadie se sorprenda o se escandalice. Jesús no predicó un humanismo ateo. Eso está patente en todo el Evangelio. Y además está claro en el texto que venimos comentando. Porque la enseñanza de Jesús es que, quien se acerca al pobre, en último término y sin saberlo, a quien se acerca es al propio Jesús y, por tanto, a Dios. Sin duda alguna, la gran originalidad de este texto está en la unión que establece entre cristología y antropología. Como ha escrito muy bien X. Pikaza, "nuestro texto no es sencillamente antropológico y (expresión de un nuevo modo de ver las relaciones interhu-manas). Tampoco es solamente cristológico (concepción nueva de Cristo). Surge, más bien, allí donde se cruzan esos elementos: a) donde la cristología se universaliza, en ámbito de gracia, al identificar al Hijo del hombre con los pequeños de la tierra; b) donde la antropología se profundiza, descubriendo el sentido transcendente del amor a los necesitados" '29). De esta manera, cristolo-gía y antropología quedan indisociablemente vinculadas la una a la otra. No podemos entender a Cristo ni relacionarnos con él, si nos desentendemos del (29) X. PIKAZA, o.c., 68. JOSE M. CASTILLO 85 pobre. No podemos entender al pobre ni relacionarnos con él, sin que, en últi-ma instancia y aunque ni nos demos cuenta de ello, estemos realmente esta-bleciendo la relación más decisiva con Cristo. Seguramente en esto reside la significación más importante de Mt 25,31-46 para la teología. En todo caso, debo hacer todavía una advertencia: en este texto hay que descubrir dos planos; uno es el plano gnoseológico y otro el plano ontoló-gico. Desde el punto de vista del conocimiento o sea del criterio, para saber si estamos o no estamos cerca de Dios, lo determinante es la cercanía o no cer-canía al pobre. Desde el punto de vista de la ontología, el hecho es que, quien está cerca del pobre, aunque no lo sepa, está cerca de Dios; y quien se desen-tiende del pobre, por más que piense otra cosa, en realidad se desentiende de Dios. Finalmente, para concluir la cuestión que estoy tratando, me parece conveniente hacer una advertencia: tal como funciona el conjunto de nuestra sociedad, lo que seguramente hace más daño a los pobres es precisamente el pecado de omisión. Porque es el pecado en que diariamente incurrimos la mayor parte de los ciudadanos. Lo más frecuente es que la gente no se sienta responsable de las desgracias y sufrimientos que padece el Tercer Mundo. Son demasiados los que piensan que eso es inevitable. En todo caso, están persua-didos de que a ellos no les corresponde resolver ese asunto. Mas aún, abundan las personas que tienen el firme convencimiento de que son los pobres los res-ponsables de su pobreza: porque son holgazanes, viciosos, aprovechados y cosas peores. Por supuesto, la degradación humana y social, que sufren deter-minados sectores de la población (sobre todo en el llamado Cuarto Mundo de los países más desarrollados), influye de manera importante para provocar y mantener la existencia de esos grupos marginales. Pero, ante todo, hay que preguntarse si no es el sistema mismo el que genera el fenómeno social de la marginación. Y, en cualquier caso, siempre hay que tener presente que la pobreza es un efecto del sistema económico-social. Hay pobres porque el sis-tema está organizado de tal manera que la producción de riqueza, y la distri-bución de la riqueza, cada día se concentra más y más en menos países; y, den-tro de esos países, en menos personas. Es verdad que cada ciudadano, por sí solo, no puede cambiar el sistema. Esto lo sabe la gente. Y eso explica por qué a tantas personas ni se les pasa por la cabeza lo del pecado de omisión. Ahora bien, precisamente porque la conciencia colectiva está configurada por el sis-tema, para que la gran masa de la población piense de esa manera, exacta-mente por eso es urgente y apremiante intentar, por todos los medios a nues-tro alcance, incidir en la opinión pública, para fomentar el convencimiento de que las cosas pueden y deben cambiar. En este siglo, hemos asistido al naci-miento y desarrollo de potentes movimientos de opinión, que se han converti-do en verdaderos procesos culturales, que han dado el vuelco a sistemas, 86 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA leyes, tradiciones y pautas de comportamiento que parecían inamovibles. Piénsese, por ejemplo, en lo que ha sido y está siendo el movimiento feminis-ta. Más aún, lo que ha representado el impulso mundial hacia el logro de las libertades, en el ámbito de lo político, de los derechos humanos, del reconoci-miento de las distintas culturas. Algo parecido se podría decir del movimiento ecologista y, en menor escala, del movimiento pacifista. Sin duda alguna, se puede intensificar y extender la conciencia colectiva de que el sistema econó-mico puede y debe cambiar de manera muy radical. Comprendo que esto supone un camino lento y largo, en el que la meta queda demasiado lejos. Y el hambre, la miseria, las enfermedades y la muerte no admiten espera. ¿Qué hacer, entonces, si es que queremos tomar en serio lo que exige el Evangelio cuando nos habla del pecado de omisión? Evidentemente, Dios no pide lo imposible. Ni siquiera, lo heróico a diario, mientras no conste otra cosa de manera incuestionable. Pero hay cosas que están al alcance de todos los hom-bre y mujeres de buena voluntad. Me limito a citar tres, a título de ejemplo: primero, revisar a fondo el nivel de vida y el consiguiente consumismo en cada casa o en cada familia; segundo, colaborar, hasta donde se pueda, con alguna o algunas de las numerosas ONGs y grupos de voluntariado que tan activa-mente fomentan la solidaridad; tercero, expresar, con libertad y audacia, la disconformidad radical con el sistema, mediante la protesta ciudadana, la desobediencia civil y la denuncia de aquellos actos, instituciones o personas que, de una manera u otra, violan los derechos humanos. Es claro que si todos los hombres y mujeres de buena voluntad tomaran en serio los cuestionamientos, que plantean los pecados de omisión con res-pecto a los pobres, en poco tiempo cambiaría, no sólo la situación de los pobres, sino al mismo tiempo el planteamiento de la teología con respecto a ellos. Ya he dicho antes -y debo repetirlo aún a costa de resultar macha-cón- que lo más negativo para la situación global de los pobres y lo más determinante de su desgracia es precisamente el pecado de omisión. Porque (puestos a soñar despiertos) está claro, hasta la evidencia, que si la opinión pública general de los países desarrollados se plantara ante sus gobernantes y hasta les negara el voto, si no cambian sus políticas económicas con respecto a los países pobres y a los grupos marginales de la sociedad, esos gobernantes, por la cuenta que les trae, tomarían medidas distintas y sorprendentes en cuanto se refiere a la distribución de la riqueza con todas sus consecuencias. Se dirá que todo esto no pasa de ser un voluntarismo ingenuo que no lleva a ninguna parte. Porque la economía tiene sus leyes, que no van a cambiar a base de conatos de buena voluntad. Sin duda, eso tiene mucho de verdad. Pero a mí nadie me puede negar que los movimientos de opinión pública, que conforman la conciencia colectiva de la población, pueden introducir variantes decisivas e imprevisibles en las pretendidas leyes inmutables de la economía y JOSE M. CASTILLO 87 de la política. Recuerdo que, hace años, el premio Nobel de economía J.K. Galbraith visitó la India. Y al término de su visita declaró que, como econo-mista, podía afirmar que la causa más determinante de la pobreza, en que viven millones de personas en ese país, es exactamente la resignación religiosa que condiciona de manera decisiva los comportamientos de la población. He aquí una variante de las leyes económicas, que seguramente resultará inimagi-nable para algunas personas. En el mismo sentido, pero en dirección opuesta, se puede recordar la preocupación y hasta el alboroto que se produjo nada menos que en la administración del gobierno de USA cuando empezó a tomar fuerza, en América latina, el amplio movimiento de la teología de la liberación y las comunidades de base. Está claro que el sistema se afianza o se tambalea según funcione la conciencia colectiva de la población. Como está claro igual-mente que lo que más incide en esa conciencia colectiva es la presencia o la ausencia del pecado de omisión. Sin duda alguna, en este asunto, la teología, para bien o para mal, toca fondo. 3 EL PROBLEMA ECLESIOLOGICO Todo lo dicho hasta aquí, en este trabajo (y en gran parte lo que diré hasta el final), es teoría, especulación, reflexión humana más o menos torpe. Incluso las consideraciones hechas sobre la historia y el mensaje de Jesús, no pasan igualmente de ser teoría. Ahora bien, con teorías, especulaciones y reflexiones humanas solamente, por muy acertadas y muy apremiantes que sean, no se arregla ni se resuelve el problema o, mejor dicho, los mil proble-mas de los pobres. Tenía toda la razón del mundo, al menos en esto, el tal dis-cutido Marx: lo determinante no es interpretar la realidad, sino cambiarla. Por supuesto, como ya he dicho muchas veces (y repito aquí de nuevo), en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría. Pero insisto, si nos quedamos en la sola teoría; y, por tanto, la idea no se hace vida, no se hace historia, la situación de la gente no cambia. Pues bien, aquí justamente es donde se plantea el problema eclesiológi-co de los pobres o, más exactamente, el problema que los pobres plantean a la eclesiología. Por una razón que se comprende enseguida: la Iglesia es, en la historia, o sea, en la vida, la comunidad de hombres y mujeres que hacen pre-sente, visible, tangible, a Jesús el Mesías; y con Jesús, el Evangelio que él pre-dicó. Por tanto, donde esto ocurre, allí está la Iglesia. Y donde esto falla, no está ni puede estar la Iglesia de Cristo, por más que se den otras cosas, acepta-das por la gente (teólogos incluidos) como esenciales en el ser y en el funcio-namiento de la Iglesia. Enseguida veremos hasta qué punto esto es determi-nante para la suerte ola desgracia de los pobres. LOS POBRES Y LA TEOLOGIA Dos cuestiones hay que explicar aquí. Primero, por qué es verdad lo que acabo de decir sobre el ser de la Iglesia. Segundo (y sobre todo), qué con-secuencias se derivan de eso. En cuanto a la primera cuestión, por una parte, sabemos que, según la eclesiología de San Pablo, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por otra parte, sabemos también que, según los evangelios, las comunidades cristianas primi-tivas tenían el convencimiento de que ellas provenían de Jesús y querían vivir lo que vivió Jesús y enseñar lo que enseñó Jesús. Por tanto, el hecho de la Iglesia como cuerpo de Cristo; y el hecho también de la Iglesia como prolon-gación y actualización, en la historia, de lo que fue la vida y el mensaje de Jesús, son hechos determinantes de la autenticidad de la Iglesia. Hasta aquí la cosa es clara. Lo importante ahora es comprender que cuando afirmamos que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo(30)e,n realidad lo que estamos afirmando es, no tan sólo que los fieles viven unidos a Cri~to'~n''i; t an sólo que los fieles viven unidos entre sí(32)s;i no, además de todo eso y junta-mente con todo eso, que la Iglesia hace presente al Mesías, es decir, lo hace visible y tangible en la historia. Porque en eso consiste la función del cuerpo: hacer presente, visible y tangible a la persona(33)D. e tal manera que, en el fondo y con otras palabras, la intuición de Pablo, sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo, coincide exactamente con la idea de las comunidades primitivas (en las que se gestaron los evangelios), que, de una manera u otra, estaban persua-didas de que ellas procedían de Jesús, conectaban con la vida y la historia de Jesús y, por tanto, prolongaban, en el espacio y en el tiempo, la presencia y el mensaje de Jesús ('4). Dicho de otra manera, todo esto significa lo que ya he apuntado antes: hay auténtica Iglesia de Cristo allí donde la comunidad cristiana hace presente (30) Información bibliográfica amplia, sobre este conocido tema, en H.G. SCHUTZ, S. WIB-BING, H.Ch. HAHN: Cuerpo, miembro, en L. COENEN, E. BEYREUTHER, H. BIE-TENHARD: Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, vol. 1, Salamamca 1984,382. (31) Es la idea que desarrolló principalmente la teología clásica, que solía hablar del "Cuerpo Místico" de Cristo. Pero es útil recordar que lo de "místico" es elaboración teológica pos-terior. No aparece en San Pablo. Cf. J. RATZINGER: Leib Christi, en Lexikon für Theologie und Kirche, VI, 907-912, con bibliografía amplia en col. 912. (32) Es la idea que se ha defendido basándose en la exégesis de los textos más antiguos de Pablo, de acuerdo con el sentido que tenía, en la lireratura antigua, la metáfora del "cuer-po". Para esta interpretación, véase G. HASENHUTTL: Charisma, Ordnungsprinzip der ~ i r c h eF,r eiburg, 1969,93-101. (33) En este sentido. lo diio de manera clarividente 1. ELLACURIA: "Digámoslo sucintamen- \ , te: la corporeidad histórica de la Iglesia implica que en ella "tome cuerpon la realidad y la acción de Jesucristo para que ella realice una "incorporación" de Jesucristo en la realidad de la historia". 1. ELLACURIA: La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de libera-ción, en Mysterium Liberationis, vol. 11, 129-130. También, X. ZUBIRI: El hombre y su cuerpo: Salesianum 3 (1974) 479-486. (34) Sobre esta cuestión, cf. R. AGUIRRE: Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987; G. LOHFINK: La Iglesia que Jesús queria, Bilbao 1986. JOSE M. CASTILLO 89 a Jesús y lo que dijo Jesús. Y no hay Iglesia de Cristo allí donde eso falla, por la razón que sea. Ahora bien, ¿qué consecuencias se derivan de eso? Aquí está la cues-tión capital para la eclesiología de todos los tiempos. Y también -lo digo desde ahora- para la relación entre los pobres y la teología, que es, no olvi-demos, el asunto que nos ocupa en este trabajo. En efecto, romper la relación de la Iglesia con Cristo es romper el ser mismo de la Iglesia. Porque la Iglesia es esencialmente Iglesia de Cristo. Ahora bien, esta relación no es sólo relación de origen'"), sino además, y de manera decisiva, relación de presencia. Es decir, el ser o no ser de la Iglesia se decide allí donde la Iglesia hace o no hace presente, visible y tangible al Mesías o sea al Jesús histórico que fue, es y será la imagen visible de Dios invi-sible. De manera que la apostolicidad de la Iglesia, en la que tanto insiste la teología, como nota distintiva de la autenticidad de la verdadera Iglesia, tiene su razón última de ser en que la Iglesia de todos los tiempos coincida con la iglesia que nació en los apóstoles y con los apóstoles("). Pero de sobra sabe-mos que la Iglesia de los apóstoles no es, ni más ni menos, que la Iglesia que provenía de Jesús y prolongaba la memoria y la presencia de Jesús. En consecuencia, si la Iglesia quiere ser la verdadera Iglesia de Cristo, ella tiene que organizarse y funcionar de tal manera que la gente, al ver a la Iglesia, vea a Jesús; y al tocar a la Iglesia, toque a Jesús. Ahora bien, en la pri-mera parte de este trabajo, hemos visto hasta qué punto la relación de Jesús con los pobres es la clave para comprender al mismo Jesús y su mensaje; y, en última instancia, para comprender a Dios. Por lo tanto, se puede y se debe decir, con toda razón, que la relación de la Iglesia con los pobres es igualmen-te la clave de la autenticidad de la Iglesia. Dicho de otra manera, el problema eclesiológico fundamental está en la fidelidad a los pobres, es decir en la soli-daridad incondicional con ellos (37). (35) En qué sentido se puede afirmar que la Iglesia proviene de Jesús, es una cuestión bien analizada por G. LOHFINK en el libro citado en la nota 34. (36) Como afirma Y. CONGAR: "el principio de la apostolicidad existía, desde el origen, en la concepción que se tenía de la Iglesia como comunidad comenzada en los apóstoles, pero llamada a una extensión y a una duración indefinida, de manera que la Iglesia no sea otra cosa que la dilatación, por así decir, del primer núcleo apostólico". Y. CONGAR: La Iglesia es apostólica, en Mysterium Salutis, IV11, 550-551. Por eso, Congar insiste en que no basta la apostolicidad de ministerio, sino que juntamente se requiere la apostolicidad de doctrina. O.C., 555-556. Y, sobre todo, del mismo autor: Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973, 51-91. Y destaco que la apostolicidad de doctrina, tal como la ha entendido la tradición, no es sólo fidelidad a una teoría, sino a una doctrina asociada a la vida y coherente con la vida y, en general, la forma de vivir que presenta el Evangelio. Véanse, en este sentido, los textos de la tradición que aduce Congar, por ejemplo IRE-NEO: Adv. Haer, IV, 26, 5. HARVEY, 11. 238. Y textos abundantes de la tradición medieval, en Ministerios y comunión eclesial, pág. 73 SS. LOS POBRES Y LA TEOLOGlA Pero lo más importante no es esto. Si queremos ser coherentes, hasta el final, tenemos que afirmar que lo más decisivo, en la historia, no es el proble-ma teológico de la autenticidad o no autenticidad de la Iglesia, sino el proble-ma vital del destino (la vida o la muerte) de los pobres, los crucificados de la historia. Y aquí es donde está, a mi manera de ver, el fondo de la cuestión. Para decirlo en pocas palabras: es verdad que, tal como están las cosas, el des-tino global de los pobres no depende, ni sólo ni principalmente, de la postura que adopte la Iglesia. Esto es evidente. Pero también es un hecho que la suer-te o la miseria de muchos millones de pobres depende, en gran medida y segu-ramente más de lo que sospechamos, de la organización y funcionamiento que, de hecho y en concreto, es la Iglesia. Lo que acabo de afirmar está dicho intencionadamente: no defiendo que la suerte o la miseria de millones de pobres dependa de la doctrina de la Iglesia sobre ese asunto; lo que defiendo es que la suerte o la miseria de millones de pobres depende, en gran medida, de la organización y funcionamiento que adopte la Iglesia, en la sociedad en que nos ha tocado vivir. La experiencia de este siglo nos ha enseñado, hasta la saciedad, que sólo con la doctrina social de la Iglesia no se ha mejorado el des-tino trágico de los pobres. Es más, me atrevo a decir que el gran engaño y la gran alucinación, que muchos han sufrido en la Iglesia, ha estado en pensar que con encíclicas y documentos sociales iba a mejorar la situación de los pobres. Me hace la impresión de que en eso hay algo que es típico de cierta mentalidad eclesiástica: hay un problema; se publica un documento doctrinal; y se piensa que el problema está resuelto. Repito: sólo con doctrinas sociales no se cambia el destino de los pobres. Y la razón, me parece a mí, es bastante clara: la Iglesia dice cosas excelentes sobre la solidaridad con los pobres; pero, al mismo tiempo, está organizada y funciona de tal manera que mantiene y fomenta profundas vinculaciones con el poder y con el capital. Y esto lo saben muy bien los poderes políticos y económicos de este mundo. De tal manera que la relación de la Iglesia con el poder, como la relación de la Iglesia con el dinero, son asignaturas pendientes en la organización y funcionamiento de la Iglesia. Sin especial esfuerzo, se podrían multiplicar los ejemplos (del pasado y (37) En definitiva, esto nos viene a decir que es necesario sacar hasta las últimas consecuencias del concepto teológico de apostolicidad. Los teólogos católicos han insistido más en la apostolicidad de ministerio y menos en la apostolicidad de doctrina. Pero, sobre todo, la teología no ha sacado las debidas consecuencias de lo que implica esta apostolicidad de doctrina. Tal apostolicidad no se limita, como ya he indicado en la nota anterior, a la fide-lidad en repetir una teoría. Porque el Evangelio no es una simple teoría. Es esencialmente una vida, que comporta una enseñanza. Pero esa enseñanza no se puede desligar de la forma de vivir. Por tanto, no pretendo insinuar que, de hecho, falla la apostolicidad de la Iglesia. Lo que afirmo es que la teología tiene que sacar todas las consecuencias que exige la fidelidad, de la Iglesia de todos los tiempos, a la Iglesia de los apóstoles. A esto tam-bién nos remite el problema teológico que plantean los pobres. Por lo demás, no olvide-mos que, si la apostolicidad exige fidelidad a la doctrina de Cristo, en esa doctrina es cen-tral la enseñanza y la praxis que privilegia a los pobres, como hemos visto en este trabajo. JOSE M. CASTILLO 91 del presente) sobre lo que acabo de decir. Pero debo advertir una cosa: no creo que se trate de una cuestión de mala voluntad. El problema está en el "eclesiocentrismo" que preside y condiciona la organización y funcionamiento de la Iglesia. Quiero decir: en teoría (teológicamente), el centro de la vida de la Iglesia es (tiene que ser) el mismo que para Jesús: el proyecto del Reino de Dios. Pero eso es en teoría. Porque, de hecho y en la práctica, de sobra sabe-mos que el centro de la vida de la Iglesia es, en demasiados casos, su propia organización y su propio funcionamiento, es decir, su poder, su seguridad, su prestigio, sus intereses, su control sobre lo que puede controlar, su instalación en la sociedad, en las relaciones internacionales, en el dominio sobre los fieles, sobre las instituciones y sobre los funcionarios eclesiásticos. Insisto en que, por lo general, no es cuestión de buena o mala voluntad por parte de los diri-gentes eclesiales. El problema está en que se identifica acríticamente el bien y el progreso de la institución eclesiástica con el bien y el progreso del Reino de Dios. Ahora bien, desde el momento en que las cosas se ven de esa manera, inevitablemente la Iglesia se centra sobre sí misma. Y el resultado es, para decirlo en pocas palabras, que las relaciones prácticas y concretas de la Iglesia con el poder y con el dinero constituyen un asunto que plantea problemas muy profundos, tanto en teoría como en la praxis diaria de la vida. Para nadie es un secreto que, estando así las cosas, la coherencia (y por tanto la eficacia) evangélica de la Iglesia, ante los poderes políticos y económi-cos, queda limitada seguramente más que lo que podemos imaginar. Porque sus decisiones, su libertad profética, su lenguaje y, en general, su situación en el conjunto de la sociedad, son cosas que de hecho están más orientadas y determinadas por el "eclesiocentrismo" que por los intereses y el bien de los pobres. Al decir todo esto, yo no pongo en cuestión ni la eclesiología, común-mente admitida a partir del Vaticano 11, ni el más mínimo de los dogmas que se refieren a la Iglesia. Lo que digo es que, tal como funciona esta institución que llamamos Iglesia, su efectividad real para defender a los pobres de este mundo está enormemente limitada, a veces anulada, y hasta abundan las oca-siones en que, de hecho, favorece a los opresores, con escándalo y daño irre-parable para los últimos de este mundo. Así ha sido durante siglos. Y así sigue siendo, por desgracia para los pobres, en demasiados casos. CONCLUSION La existencia de millones de pobres en el mundo plantea, ante todo, un problema fundamental a la teología. Se trata del problema hermenéutico. Sin duda, el problema más radical para el quehacer teológico. Como todo saber 92 LOS POBRES Y LA TEOLOGIA humano, el saber teológico está siempre determinado y condicionado por el lugar epistémico desde el cual se elabora ese saber. Ahora bien, por los datos que nos aporta la revelación bíblica, el lugar epistémico privilegiado para el acceso a Dios, es la solidaridad con los pobres. Porque desde la marginalidad del sistema es desde donde se pueden tener los ojos más limpios para com-prender lo que significa Dios, lo que significa Jesús y lo que representa y exige el Evangelio. Todo esto quiere decir que el punto de partida del quehacer teo-lógico es la solidaridad con el pobre. Por tanto, tal solidaridad configura y determina el modo de hacer teología o, más exactamente, el método teológi-co. Este supuesto, hay que decir, ante todo, que los pobres plantean la cues-tión clave a la teología fundamental. Por otra parte, también se puede y se debe decir que la teología de la liberación no es simplemente una nueva asig-natura en teología, sino un nuevo modo de hacer toda posible teología. Más aún, tal teología no ha sido una moda pasajera, que ya cumplió su cometido y está llamada a desaparecer, sino que es la forma y el modo de hacer teología, que garantiza, en la medida de nuestras posibilidades, una mayor objetividad teológica. En este sentido, la teología de la liberación es una conquista irrever-sible de la teología para el futuro. El segundo problema que plantean los pobres a la teología es obvia-mente el problema ético. Sobre este asunto, hay que decir, antes que nada, que es el problema más grave y más urgente que la teología debe abordar. Porque así lo exige la alarmante situación de creciente desigualdad (que se acentúa cada año) entre ricos y pobres. Ahora bien, la teología no afrontará responsablemente este problema, si no replantea, hasta el fondo y con todas sus implicaciones, el concepto de justicia que habitualmente se maneja en la cultura y en la sociedad de occidente. Y, además, si no extrae todas las conse-cuencias que se derivan del llamado pecado de omisión. Este pecado es, sin duda, el más extendido en relación a los pobres. Por otra parte, es el pecado del que menos conciencia suele tener el común de los mortales. Y, sobre todo, es el pecado que más determina la desgraciada suerte de los pobres, puesto que deja las manos libres a los causantes directos de la degradante situación global en que vivimos. Parece bastante claro que si la opinión pública, en gran des sectores de la población, fuera sensible en este sentido, los gobernantes y los grandes responsables de las instituciones financieras se verían obligados a replantear sus políticas y sus medidas económicas, en orden a conseguir una más justa distribución de la riqueza. Finalmente, el hecho y la situación de los pobres suscita cuestiones de gran calado para la comprensión y la vida de la Iglesia. En primer lugar, el problema de la autenticidad: si la Iglesia es la comunidad de Jesús, que pro-longa y hace presente, en la historia, el Evangelio, eso significa que la Iglesia se juega su ser o no ser en la cercanía y fidelidad a los pobres. Al decir esto, no JOSE M. CASTILLO 93 se trata de poner en cuestión la apostolicidad de la Iglesia, como nota distinti-va de su autenticidad. Se trata, más bien, de sacar hasta las últimas consecuen-cias de esa apostolicidad. La Iglesia que nació en los apóstoles es la Iglesia que Jesús quiso, es decir la Iglesia cercana y fiel a los pobres. Por otra parte, aun-que es evidente que la solución global al problema de los pobres no depende de la Iglesia, también es cierto que la suerte de millones de pobres cambiaría sensiblemente, si la Iglesia adoptara, no sólo ni principalmente, una doctrina social avanzada, sino, sobre todo, una organización y un funcionamiento ente-ramente transparentes y evangélicos con respecto al poder y con respecto al dinero. Porque, entonces, la libertad profética de la Iglesia, su actitud y su decisiones ante los poderes públicos y, en definitiva, su innegable influencia (para bien o para mal) ante las instituciones y con respecto a la opinión públi-ca, todo esto tendría una incidencia social quizá más decisiva de los que imagi-namos. Más aún (y para terminar), a veces tengo la impresión de que los numerosos documentos doctrinales de la jerarquía eclesiástica sobre la cues-tión social producen, sin pretender ni sospecharlo nadie, un efecto contrapro-ducente. Porque dan a los hombres de Iglesia la impresión de que están haciendo por los pobres lo que tienen que hacer, lo que está a su alcance, cuando en realidad eso viene a ocultar el verdadero problema, o sea, lo que de verdad tendría que hacer la Iglesia, que es replantear su "eclesiocentrismo", con la organización y funcionamiento, que, en la práctica, neutralizan o amor-tiguan la eficacia evangélica de la Iglesia en favor de los pobres. José M. Castillo |
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