ALMOGAREN. 26. (20). Pág. 11-33. ®CENTRO TEOLOGICO DE LAS PALMAS
ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y
PERMANENTE DEBATE
JUAN-SISINIO PEREZ GARZON
CENTRO DE ESTUDIOS HISTORICOS, CSIC.
España ha sido un concepto en debate desde su propia constitución
como nación política y como Estado unitario. Un debate que, por otra parte,
no sólo tuvo lugar en nuestra sociedad. También ocurrió en bastantes países
europeos, sobre todo desde las décadas finales del siglo XIX, cuando tuvo
lugar, por un lado, el extraordinario despegue de las potencias capitalistas
anglosajonas y, por otro lado, experimentaron un renovado auge los
nacionalismos de carácter cultural y étnico. Por eso, en los países periféricos al
núcleo del desarrollo capitalista -desde Rusia a España, pasando. por Italia,
Polonia, Turquía, Egipto ... -, se vivió como dolencia el atraso y se buceó, con
las muletas de las nuevas ciencias sociales, en la psicología de los pueblos o en
la organización social de los mismos para encontrar las causas de ese
perceptible y angustioso retraso con respecto a aquellos países que
enarbolaban la antorcha de los avances técnicos. Hubo respuestas para todo, y
en España, en esa generación llamada del 98, se catalizaron todos los posibles
análisis y todas las posibles respuestas o soluciones. Pero no es el caso de
adentrarnos una vez más en la abundante producción intelectual que desde el
98 ha generado la cuestión, el ser o el enigma de lo que los historiadores
calificaron como la realidad histórica de España, un debate y una producción
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intelectual que no ha cesado. Creo más clarificador -para eso puede servir la
historia- remontarnos a los parámetros desde los que se fragua tanto el
concepto de España, como sus problemas de organización nacional y el
consiguiente debate.
l. LA ORGANIZACION DE ESPAÑA COMO NACION: LAS
PREMISAS SOCIOLOGICAS DE LA "REVOLUCION
ESPAÑOLA"
La tesis de partida es rotunda, que España como nación y como Estado
nacional unitario tiene su partida de nacimiento en el proceso constituyente de
las Cortes de Cádiz. Hasta ese momento se trataba de una Monarquía
plurivasallática fragmentada en poderes, jurisdicciones, aduanas y culturas.
Aunque semejante tesis pueda resultar desmesurada para quien tenga esa idea
de nación fraguada en tiempos inmemoriales, como una esencia que se fue
desenvolviendo en el transcurrir de los siglos, sin embargo es justo subrayar
que la España que hoy tenemos y vivimos se configura como tal en sus
contenidos políticos, económicos y culturales justo en la fabulosa tarea de esas
Cortes que se convocaron como generales y extraordinarias.
En efecto, desde la perspectiva de la actual historiografía, con posiciones
conceptuales tan indecisas como mixtificadas, conviene recordar la asombrosa
unanimidad de autores, historiadores y políticos coetáneos, al enjuiciar de
modo incontrovertible la realidad revolucionaria abierta con las Cortes de
Cádiz. Todos, fuesen tradicionalistas absolutistas, o liberales más o menos
exaltados, calificaron como revolución española y también -en el caso de los
liberales- como regeneración nacional lo que, en definitiva, era
simultáneamente tanto la destrucción de los poderes sociales, económicos y
políticos de un anquilosado feudalismo, como la construcción de esa nación
que diese soporte soberano a las fuerzas burguesas que asaltaban el Estado.
Ambas conceptualizaciones -revolución y regeneración nacional- nos remiten
a cuestiones que conviene precisar para perfilar los contenidos de lo que
llamamos nacionalismo español. Porque la revolución inaugurada en las Cortes
de Cádiz tenía por sujeto la propia nación, y porque la nación que se construye
como espacio social, político y económico durante la revolución se sustantiva
como España. Tres aspectos, por tanto, dialécticamente trabados, revolución,
nación y España. Revolución para abolir el dominio de los resortes feudales de
organización social; nación, para abrir nuevos espacios de poder; y España
como realidad política de una patria que ideológicamente se instituye en madre
de todos los ciudadanos.
De este modo, la realidad política que conocemos como España nacía en
las Cortes de Cádiz en un proceso común al resto de Europa, el de los procesos
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revolucionarios de las burguesías nacionales en lucha contra los antiguos
regímenes y con el estandarte del liberalismo político, económico y cultural
como nuevos paradigmas de la sociedad. En todos los casos se recurrió a la
historia de un pasado popular y nacional para justificar la revolución de ese
presente que se define como patriótico y que precisamente está subvirtiendo
-esto es, revolucionando- ese mismo pasado. Fueron las décadas en que se
configuró la historia como saber nacional y como disciplina estatal, porque
todos los Estados-nación la incluyeron en el nuevo sistema educativo. Así
también ocurrió en el caso de España que, desde su propia constitución comó
nación soberana, se proyectó de forma mítica hacia el pasado, cuando la
realidad era, por el contrario, la ruptura con ese pasado y la construcción de un
Estado totalmente nuevo, en respuesta a los retos de la modernización
económica y sociopolítica que planteaba el impulso del primer capitalismo.
Ahora bien, aunque no desglosemos los intereses que catalizaron en las
décadas del siglo XIX la construcción del Estado-nación de España, es
conveniente abordar algunas cuestiones que fundamenten la reflexión general
a cerca de la evolución del debate sobre el concepto de España y sobre su
organización como nación. Ante todo, plantear como tesis complementaria a la
ya expuesta, que, desde las Cortes de Cádiz hasta la experiencia de la I
República, en 1873, se trata de lo que podemos calificar como fase
revolucionaria de construcción nacional. Revolucionaria, porque existía un
programa antifeudal rotundo y nítidamente plasmado en la legislación de
Cádiz, que se catalizó en la idea de nación soberana. Bajo tal concepto se
cobijaron amplios intereses sociales y lazos afectivos suficientes como para
construir un nuevo régimen social, con criterios de homogeneidad liberal y con
mecanismos de representación en las nuevas instituciones municipales,
provincial y central. Se puede calificar de exitosa esta etapa, porque, a pesar de
las resistencias violentas durante el trienio constitucional y del estallido de una
guerra civil en 1833, triunfó la movilización nacional de los partidarios de un
Estado español liberal y representativo. Sin embargo, desde la coyuntura de
1837, con las consiguientes modificaciones institucionales, comienza el
monopolio del concepto de nación por las "clases propietarias" y se perfilaron
dos fórmulas antagónicas: el centralismo concebido por los liberales
doctrinarios y en gran medida también por los liberales progresistas, y enfrente
una alternativa republicana cuyos contenidos federales no fueron unánimes
pero significaron otro modo de organizar el poder siempre y en cualquier caso
dentro de esa misma nación o Estado -entonces intercambiables- que era
España. Ni siquiera en la eclosión federal del cantonalismo del verano de 1873
se pretendía la segregación, sino la victoria nacional contra las fuerzas llamadas
unitarias.
A veces conviene recordar lo obvio, y en la organización de las
identidades colectivas hay excesivos escritos saturados de análisis simbólicos y
culturales, cuando, por más que las ideas también creen o articulen realidades,
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lo cierto -o más bien el punto de partida que reivindico- es la perspectiva
metodológica que analiza las realidades sociales como construcciones
históricas y plurales de actores colectivos e individuales en cuyos repertorios de
movilización anidan con fuerza las relaciones económicas y los conflictos de
grupo. En este sentido, lo que se puede calificar como la revolución nacional
española inauguró una nueva organización de los mecanismos de poder, y
como tal revolución no fue ni un fenómeno estrictamente político -como
pretenden quienes simplemente la califican de liberal-, ni tampoco un proceso
unidireccional, con una sola voz nacional, sino una serie de procesos con lógica
diferenciada en desarrollos cronológicos dispares. Por eso es importante
reiterar que las formas de interdependencia, que relacionan a unos individuos
con otros y a los grupos sociales entre sí, se caracterizan por la desigualdad, la
dominación y el poder, porque, si se olvida tal planteamiento, se puede orillar
al nacionalismo español en las relaciones exclusivas de significado, como si sólo
fuese una cuestión de símbolos, representaciones, historiografía, estética ... por
más que, en unas décadas tan dramáticas como las de la dictadura de Franco,
tal simbología sirviera incluso para matar en su nombre.
Así hay que anticipar como primera característica que la articulación del
Estado por la revolución española, desde sus propios orígenes, cobijó
alternativas nacionales diferenciadas sin que lo español tuviese significados
unívocos. Es más, la misma revolución se fraguó ciudad por ciudad, región por
región, en ese persistente recurso a las Juntas que de modo soberano
delegaban en una Junta Central, de tal forma que paradójicamente en esas
décadas el calificativo de centralista era sinónimo de lo que andando el tiempo
sería federal. Es cierto que tal proceso estuvo liderado, si no monopolizado, por
un sector del liberalismo, por los moderados o doctrinarios, de tal forma que
aquella idea revolucionaria de nación planteada en las Cortes de Cádiz no llegó
a ser realidad más que contra el absolutismo feudal y como coartada para
organizar el ascenso de los grupos burgueses emergentes. Pero
simultáneamente surgía otra idea de lo español, identificándose desde la
reacción clerical y absolutista con la persistencia de las formas de vida del
antiguo régimen feudal. En ambos casos, la historia fue arsenal de argumentos
para que pujantes grupos burgueses inaugurasen la revolución nacional de las
Cortes de Cádiz, o para que frailes y absolutistas organizaran la reacción
nacional contra el Bonaparte desamortizador y desvinculador. En ambos casos,
el pueblo figuraba no sólo como coartada ideológica de ese nuevo concepto de
patria, sino sobre todo como soporte de los respectivos conflictos. También es
cierto que ese complejo sociológico incluido en el concepto de pueblo echó a
andar por su cuenta y por caminos diferenciados, aspecto que no se puede
olvidar en ningún caso.
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Durante las décadas de la transición a la sociedad burguesa, coexisten y
se fraguan, por tanto, dos conceptos de nación española, fenómeno similar, por
otra parte, al resto de Europa: la nación como cuerpo político de ciudadanos
que configuran una colectividad en la que comparten y se reconocen
mutuamente derechos; y la nación como cuerpo histórico con base esencialista.
En el primer caso se plantea desde una perspectiva contractual soberana, en el
segundo, como una abstracción sustancialista. Y todo ello tiene la espoleta
definitiva en la guerra contra los Bonaparte: es la nación el referente
justificativo, tanto para los partidarios del absolutismo, con la visión
providencialista de una nación agrupada en torno a un rey y una religión, como
para los liberales que precisamente destruían tales fundamentos con la
revolución constitucional. Pero es más, en el campo liberal, la reflexión política
sobre la nación da lugar a una temprana diversificación entre el ala radical y el
planteamiento doctrinario, entre Cádiz y Bayona, porque si en la primera
ciudad encontramos vencedor al concepto revolucionario de contrato político,
en Bayona se anudan los argumentos de la reacción thermidoriana que luego
recogerían casi en su totalidad los liberales doctrinarios. Así, entre progresistas
y moderados se solapan tales planteamientos, aunque con el paso del siglo
adquieren predominio los contenidos esencialistas para hacer natural e
inmutable la nueva realidad política del Estado liberal. Por eso, la religión
católica y la monarquía se transforman en sustancias intocables del propio
Estado definido como español porque forman parte de la naturaleza nacional
y, por tanto, de la organización de la soberanía y del poder. Pasan así a un
segundo plano los contenidos más específicos de la nación-contrato social de
ciudadanos libres e iguales.
En este sentido, el Estado, por ser precisamente el configurador de las
relaciones nacionales, exige que en su análisis no se identifique con cualquier
forma de poder o de dominio, sino con las necesidades y oportunidades de los
grupos y clases sociales. Por eso, si la revolución española respondía a
exigencias de identificación comunitaria, ya contra el francés Bonaparte, ya
contra aquello que distorsionase el ser histórico español (el feudalismo para los
unos, el liberalismo para los contrarios), y daba cobertura a aquellos intereses
que se anudaban sobre el nuevo espacio social del mercado nacional, el Estado
se relacionó con las necesidades de organizar el poder social como realidad
pública contractual. Eran, por tanto, dos procesos que podían coincidir, como
ocurrió en los casos más arquetípicos de la Europa de las revoluciones
burguesas, pero que no fueron idénticos ni en su ritmo ni tenían por qué
convergir en las pertinentes exigencias organizativas. De hecho, el intento de
conjuntar y constituir simultáneamente el Estado-nación en España no supuso
la realización integral de ambos, porque hubo fuertes resistencias culturales,
sociales e incluso nacionales a transferir las identidades y las estructuras de
poder a una instancia central pública.
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Por eso hay que insistir en las quiebras nacionales que labran el camino
en el largo proceso de construcción del Estado español desde las posibilidades
planteadas en las Cortes de Cádiz. En efecto, más que las diferencias o
ensamblajes entre la nación-contrato y la nación-espíritu, más que las
precisiones conceptuales entre patriotas de un signo u otro, la realidad
sociológica nos remite a otras dos ideas de nación. La España de contenidos
democráticos, por un lado, que, por más que tuviera restricciones conceptuales
burguesas, había inaugurado en Cádiz tantas expectativas populares,
democráticas e incluso federales, y, por otro lado, esa nación de los propietarios
que desde 1837 impuso su hegemonía en la definitiva estructuración de un
Estado central y centralista, compatible, por lo demás con la segmentación del
poder en baronías locales y provinciales. De hecho, la tan conocida dificultad
en elaborar un Código civil no encierra sino una lucha por el poder cuyos
integrantes sociales no acaban de armonizarse en propuestas unitarias por
resentirse sobre todo la propiedad (IJ.
En este sentido, no se puede olvidar que el Estado liberal es
precisamente el partero del mercado nacional y el soporte del ascenso social de
los emergentes grupos burgueses. También ha sido decisivo el Estado en la
configuración de las relaciones educativas y culturales, porque ahormaba
comportamientos no sólo con el orden, la represión, las quintas o los
impuestos, sino además con las instituciones educativas y con el soporte
ideológico de la iglesia, integrada después de desamortizada. Por otra parte, no
se puede obviar el papel desempeñado por la monarquía en el engarce de la
forma de Estado con la justificación soberana de la nación, cuando en España
justo se convierte en un ingrediente decisivo de la burguesía ennoblecida del
liberalismo doctrinario para escamotear los contenidos democráticos de aquel
originario Estado-nación planteado en las Cortes de Cádiz.
Pero también, para comprender los distintos procesos abiertos con la
revolución española, en ningún caso con fines predeterminados, aunque
tampoco ciegos, sería necesario contextualizar tal caso dentro del panorama
europeo, porque sería difícil encontrar dos procesos de nacionalización
idénticos. Tampoco en los Estados europeos hubo revoluciones en las que
todas las naciones quedasen configuradas como entidades perfectas, acabadas,
incuestionables, porque en todas ellas "los nuevos ricos de todos los países se
incorporaron tanto a los regímenes nacionales como a las redes de poder
segmenta! y local-regional del antiguo régimen" (2), en palabras de M. Mann,
útiles, por lo demás, para descargar del caso español la peculiaridad de la
(1) Lleno de sugerencias, el texto de Aquilino IGLESIA FERREIROS, El código civil
(español) y el (llamado) derecho (foral) gallego, en C. PETIT, coord., Derecho privado y
revolución burguesa. Marcial Pons. Madrid 1990, pp. 271-359.
(2) M. MANN, Las fuentes del poder social, II. El desarrollo de las clases y los Estados
nacionales, 1760-1914. Alianza. Madrid 1997, p. 334.
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anomalía como esencia, y, por el contrario, analizar las diferencias como , .
expresión inevitable de cada sociedad. En efecto, tal autor, cualificado y
exhaustivo experto en historia comparada, llega a concluir para los Estados
que analiza que "la nación no fue una comunidad total. El localismo
sobrevivió, como lo hicieron las barreras regionales, religiosas, linguísticas y de
clase dentro de las fronteras nacionales" <3
). Para comprender semejantes
pervivencias hay que remontarse, por lo demás, a las estructuras de poder y a
las relaciones sociales previas a las Cortes de Cádiz, a esa monarquía
plurivasallática sobre la que se constituye la nación española.
2. LAS HERENCIAS DE UNA MONARQUIA
PLURIVASALLATICA
Hay acuerdo entre los historiadores en definir la monarquía hispánica
de la Edad Moderna como polisinodial, en clara referencia a la conservación
de las diferencias institucionales entre los reinos que se sumaban como
patrimonio de una familia dinástica, o incluso se la ha calificado como
"pluriestatal". Es más correcto, creo, el término de monarquía plurivasallática
<
4
). Hace referencia no sólo a la pluralidad de reinos y de vinculaciones
institucionales que se anudan en torno a una misma corona, sino también y de
modo muy especial a las relaciones de carácter feudal del sistema señorial en
toda la geografía peninsular, porque vasallos eran todos del rey hasta que las
Cortes de Cádiz proclaman constitucionalmene que "la nafión española no es
ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona". Y esto significaba no
sólo la precisión de las nuevas tareas del rey, sino la fabulosa subversión del
régimen señorial.
Por eso, por más que la palabra España aparezca en textos medievales y
durante los siglos XVI y XVII, siempre fue con gran variedad de sentidos, y
sería un anacronismo querer hacerla coincidir con el actual significado. No es
el momento de adentrarnos en polémicas nominalistas, pero cabe recordar las
paradojas que en un clásico como J.A. Maravall se detectan cuando, al reeditar
un trabajo de 1954 en el año 1981, escribe que no se puede hablar de nación
plenamente antes de fines del siglo XVIII, porque "con feudalismo o régimen
señorial no hubo naciones" (s¡, aunque en las páginas siguientes mantenga sus
(3
4
) Ibídem, p. 950.
( ) Tesis expuesta por N. SALES, Les segles de la decadencia (segles XVI-XVIII), Edicions 62.
Barcelona 1989, pp. 22-23.
(5) J.A. MARAVALL, El concepto de España en la Edad Media. Centro de Estudios
Constitucionales. Madrid 1981' (la ed. de 1954). Nótese, por otra parte, la identificación
que realiza entre régimen señorial y feudalismo como sinónimos socioeconómicos, cuando
con demasiada frecuencia se aboga por diferenciarlos para negar la existencia del
feudalismo hasta las vísperas de las Cortes de Cádiz.
18 ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y PERMANENTE DEBATE
posiciones primitivas de que "se trate de Castilla o se trate de Aragón y
Cataluña, lo que constantemente está en juego es España", porque considera
que entre los cristianos medievales de la península existe una "conexión entre
España y la empresa histórica que en ella se desenvuelve y que postula como
su propia meta" C6
l. Y así, aunque para designar la comunidad política anterior
al siglo XIX Maravall propone el concepto de protonacionalismo, una manera
más suavizada de proyectar e insistir en la unidad y sustancia básicas que atan
a todos los reinos medievales, no por eso, deja de exponer el pluralismo de
poderes como un proceso de federación de los mismos.
A este respecto, más que debatir posibles protonacionalismos -que no
harían sino desplazar hasta la Edad Media la actual polémica entre naciones-,
es preferible subrayar esa realidad plurivasallática que es el condicionante
básico de la organización de las sociedades que durante los siglos XVI, XVII y
también XVIII integran la Monarquía de los Habsburgo primero y de los
Borbones después. Eran reinos patrimoniales, acumulados en herencias o
guerras, cada uno gobernado de modo distinto, a partir de las relaciones que se
establecen con los respectivos señores -laicos o eclesiásticos-, que van a ser los
auténticos detentadores del poder político, judicial, social y, por tanto,
económico, de cada territorio. Un ejemplo sintomático de tal organización
plurivasallática -entre reinos y entre señoríos- es la extraordinaria dispersión
jurídica cuya proliferación de pragmáticas, provisiones, reales cédulas y otros
documentos, no siempre acordes entre sí en cuanto a su contenido, llevaba a la
confusión. Por eso pedían las Cortes de Valladolid en 1544 -en referencia sólo
a la corona castellana- que "todas las leyes destos reinos se compilen, pongan
en orden e impriman", de modo que en 1567 aparece la Nueva Recopilación
que con sucesivos incrementos estuvo vigente hasta la Novísima de 1805. Era
para Castilla, porque en 1588 se editaron las Constitucions e altres drets de
Catalunya y en 1596 el Cedulario de Encinas para organizar el enorme listado
de disposiciones sobre el gobierno de las Indias.
Aunque ahora no detallemos el concepto patrimonial que de la
monarquía se tiene hasta entrado el siglo XIX, es oportuno recordar, por
ejemplo, con qué criterios se llevó a cabo la agregación del reino de Portugal,
que obviamente conservó su gobierno y fronteras aduaneras, como Aragón y
Navarra, y sobre el que no se puede decir que se cumpliera el testamento de
Felipe II, tan citado por algunos historiadores como prueba fehaciente de la
querencia de unidad nacional (7). El hecho cierto es que con los Habsburgos, "la
pluralidad de coronas no era una pura entelequia, sino una realidad jurídica
(6) Ibídem, p. 47 del primer entrecomillado, y p. 249 del último.
(7) La literalidad era rotunda al respecto: "Declaro expresamente que es mi voluntad que los
dichos reynos ayan siempre de andar unidos con los de Castilla sin que jamás se puedan
dividir los unos de los otros", en Testamento de Felipe JI, en la colección Testamentos de los
reyes de la casa de Austria. Ed. M. Fernández Alvarez, p. 23.
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viva. Y, en principio, el ligamen que unía estas diferentes coronas era
puramente personal, per accidens" <sJ. Semejante concepto patrimonial se
mantiene a lo largo del siglo de las luces, porque las medidas o intentos de
centralización de las prerrogativas y jurisdicciones de corona no dejan de ser la
esencia y el efecto de los intereses de propiedad de la familia real -tanto en su
política interior como exterior- en una metafísica del poder despótico y
absolutista que se orilla por los historiadores partidarios de una "evolución
necesaria" de la historia peninsular hacia el "Estado unificado español".
Pareciera que dominara el uso de lo racional-que ni se define ni se demuestra,
sino en todo caso en función de los intereses del monarca-, de tal modo que
cuando se estudia el siglo XVIII se nos aparece, como por arte de magia, el
fetiche del "progreso", ya en la administración, ya en la agricultura, ya en la
política colonial..., y sin embargo, no hubo ni mucha racionalidad, tal y como
hoy se concibe, ni precisamente éxitos en aspectos tan decisivos como la
incorporación de señoríos, el sometimiento de la iglesia con el Concordato, la
organización de una fiscalidad que se pudiera calificar de "moderna" o
racional, ni la articulación de un ejército con caracteres mínimamente
"protonacionales".
Por lo demás, en el mismo inicio de la dinastía Borbón se reafirmó y
fortaleció esa visión patrimonial de la herencia, porque baste sólo recordar que
por tal efecto se produjo precisamente una ruptura institucional de indudables
consecuencias. Esto es, cuando el rey Felipe V -como conquistador- derogó los
derechos organizativos de los reinos de la corona catalana-aragonesa, y
estableció esa "Nueva Planta" que se hizo por razón del "dominio absoluto"
del monarca y por "la del justo derecho de conquista". Eran éstas las máximas
expresiones de esa supuesta racionalidad despótica que inauguraba la dinastía
que se expresaba en los decretos de "N~eva Planta" con el deseo, escrito en
primera persona- "de reducir todos mis Reynos de España a la uniformidad de
unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente
todos por las leyes de Castilla tan loables y plausibles en todo el Universo", y
sobre todo estableciendo que "mis fidelísimos vasallos los castellanos"
desempeñasen oficios y empleos en Aragón, Valencia y Cataluña <9l. Así, no
(8) N. SALES, op. cit., p. 21. La obra de N. SALES, considero que, a pesar del tiempo
transcurrido, está poco leída en las universidades no-catalanas, porque plantea análisis que
deberían entrar con urgencia para este período, cuando explica que ni la ausencia del rey
ni el espaciamiento de las convocatorias de Cortes, ni la supeditación de hecho a una
monarquía castellana, ni la extrema debilidad demográfica de Cataluña impiden que
mantenga sus "constituciones", concepto que ni es el actual político de la palabra pero
tampoco el de simple yuxtaposición de fueros y privilegios privados, sino la expresión de
las lleis generals del regne. Así, por ejemplo, cuando el monarca, en uso de la regalía
exclusiva de conceder o rechazar las solicitudes de naturalización, que en el caso de
Cataluña la comparte con las Cortes, nunca se conceden para hacer españoles, sino para
hacer catalanes o castellanos .Ver sobre todo pp. 98-103 en obra citada.,
(9) Citados y analizados los decretos en el estudio preliminar de F. TOMAS Y VALIENTE a
L. SANTAYANA BUSTILLO, Gobierno político de los pueblos de España, y el
Corregidor, alcalde y juez en ellos. Instituto de Estudios de Administración Local. Madrid
1979, pp. XVIII-XIX.
20 ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y PERMANENTE DEBATE
habrá que esperar a la generación del 98 ni a las reflexiones orteguianas sobre
España para comprender el arranque de una castellanización impuesta por
despotismo y por conquista, cualidades que no se sabe bien por qué han pasado
historiográficamente a integrarse como eslabones en el "progreso de la
centralización del poder público", cuando precisamente no era tal racionalidad
la imperante sino la expresión de intereses de la dinastía y de estamentos
privilegiados lo que está en marcha <10l.
Cambió, por tanto, el rumbo, se fortaleció el absolutismo dinástico, se
suprimieron poderes de antiguos reinos y las Cortes -salvo las de Navarra y las
Juntas vascas- se disolvieron. Fueron únicas para toda la monarquía y sólo se
reunieron para jurar al nuevo rey. Pero, por más que se concentrasen funciones
en el viejo Consejo de Castilla al asumir el extinguido consejo de Arag.ón, o por
más que pueda parecer que se implantó la unificación jurídica, ésta sólo fue en
aspectos de castellanización del derecho municipal, en cierta centralización
administrativa para los órganos residentes en la Corte o por medio de
funcionarios de ámbito provincial, con esa dubitativa figura del intendente que
inaugurada en 1711 no logra ratificarse hasta 17 49. Y esto en lo referido
siempre a los poderes relacionados con los ingresos para una hacienda o para
el mantenimiento de un ejército que en ningún caso ni es pública o estatal la
primera, ni el segundo tiene carácter nacional. La hacienda es
consecuentemente real, esto es, sometida a los gastos de la dinastía, tanto como
el ejército cuyas filas, por más que se intenta acudir a la población de la
monarquía, no dejan de cubrirse por mercenarios.
Y es que, bajo semejantes propuestas de acaparamiento de recursos por
parte de la corona, los poderes feudales de los señores se conservan
prácticamente intactos. En los municipios siguen vinculados los oficios
concejiles a oligarquías nobiliarias. No se subrayará nunca lo suficiente, para
entender la naturaleza de las transformaciones acaecidas con la "revolución
española" de las Cortes de Cádiz, que hasta entonces, son los señores, por más
que la corona intente y pleitee sobre su supremacía jurisdiccional, los que
administran justicia, los que condenan a sus vasallos a pena de muerte o al
servicio de remo en galeras. Son los señores los que deciden la fiscalidad en sus
territorios y tamizan las decisiones regias, porque, salvo en poblaciones de
realengo -las ciudades, sobre todo- el señor, ya laico, ya eclesiástico, puede, a
través de sus agentes más que el rey y más que las costumbres e instituciones
municipales. Pero la situación es idéntica en los señoríos de realengo, no hay
que olvidarlo, porque el rey es ahí donde está realmente aplicando la
(10) Es oportuno recordar a este respecto sólo dos libros, la síntesis sugerente de G.
BARUDIO, La época del absolutismo y la Ilustración (1648-1779). Ed. Siglo XXI. Madrid
1983; y la enriquecedora perspectiva de N. ELlAS, La sociedad cortesana. FCE.
México 1993. ·
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reorganización de su patrimonio. Por eso, más que los intentos de doblegar a
las jurisdicciones señoriales, hay que subrayar las repercusiones del ensamblaje
de señoríos y de vasallos desde las grandes casas nobiliarias aragonesas,
castellanas y catalanas durante los siglos XVII y XVIII, de tal forma que esa
realidad plurivasallática de carácter feudal constituirá uno de los factores
mediatizantes de la articulación nacional, tanto en su dimensión unitaria como
en las posibilidades de alternativa federal. Esto es, que la larga lucha del siglo
XIX por organizar el derecho de propiedad burgués no puede explicarse sin
comprender la realidad feudal de la que emerge; y que se conservan las
diferentes tradiciones y costumbres, en el sentido social y político de estos
términos, por más que el "patriotismo ilustrado" trate de superponer
estructuras e instituciones comunes. En efecto, la propia disparidad de
relaciones jurisdiccionales y territoriales de los señoríos explica el carácter
local de una revolución española que cada minoría burguesa tiene que fraguar
ciudad por ciudad, pueblo por pueblo de hecho, cuando se tenga que organizar
como milicia a la vez nacional y local para vencer al absolutismo.
Así pues, ni el intento de organizar la riqueza de la monarquía
-propuesta que ya se podría calificar de protonacional- con el catastro del
marqués de la Ensenada, ni las Sociedades Económicas de Amigos del País, ni
las guerras exteriores fueron catalizadores para la cristalización de un
sentimiento nacional, por más que haya algunos ilustrados en los que se
puedan encontrar textos en esa dirección. Creo que es constatable la tesis que
se mantiene en estas páginas, que la monarquía ilustrada cobija una realidad
feudal plurivasallática en la que es más decisivo el poder de los señores y de sus
agentes que el de la corona y sus intendentes. Es el condicionante para
comprender los siguientes factores de configuración nacional: el Estado y la
propiedad.
3. LA PROPIEDAD, CLAVE DEL EDIFICIO NACIONAL Y
ESTATAL
La tesis es igualmente rotunda al respecto: se construye una nación de
propietarios de carácter burgués, por más que se esquive el debate sobre la
caracterización sociológica de los mismos. La nación es el concepto decisorio
que da soporte soberano y razones sociales al programa antifeudal que de
modo tan firme y explícito se expresa en la enorme tarea de las Cortes
gaditanas, sin esas ambiguedades con las que hoy los historiadores
mixtificamos la claridad del proceso. Por eso, es oportuno subrayar de nuevo
que el nacionalismo español se configura ante todo desde el eje vertebrador del
proceso de organización de unas nuevas relaciones de propiedad.
22 ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y PERMANENTE DEBATE
En efecto, la propiedad como libertad es la primera declaración de
derecho que consta en la Constitución gaditana, cuyo artículo 4 establece: "La
Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad
civil, la propiedad, y los demás derechos legítimos de todos los Individuos que
la componen". Ese era el derecho constitucionalmente declarado al que la
norma viene expresamente a servir, es un derecho constituyente de su
ordenamiento objetivo, en el que antes que la nación es sujeto el individuo, en
su libertad y en su propiedad (ltl. Y si la propiedad libera a unos y supedita a
otros, el derecho de propiedad -cuyo título lo establece el Estado a través de
la ley- cambia de naturaleza y deja de constituir libertad subjetiva para devenir
derecho objetivo, planteamiento de un poder social cuya máxima expresión
política se muestra cuando se identifica la condición de elector y elegible -esto
es, de ciudadano activo- con la de propietario, porque el Estado es dominio
social de los propietarios. Era rotunda a este respecto la temprana afirmación
de Arguelles, haciendo eco de Locke: "La propiedad es lo que más arraiga al
hombre a su patria, y ora consista en bienes raíces o en bienes de otra
naturaleza, es innegable que los vínculos que le unen al estado son mucho más
fuertes" <12l.
El nacionalismo español está imbricado, por tanto, con el extraordinario
proceso de lucha por la propiedad de la tierra y de organización del mercado.
Es el eje por el que pasan las doctrinas de los moderados para estructurar la
representación nacional sobre el sufragio censitario, pero también para
flexibilizar posiciones centralistas y de clase como, por ejemplo, en el caso del
régimen foral vasco, o para mantener supervivencias feudales tan clamorosaas
como los foros gallegos. Relacionar, en este sentido, al nacionalismo español
con la pervivencia de identidades locales y regionales, no es sólo asunto de
herencias feudales, conservadas en la agricultura y revitalizadas por los
románticos, sino también una diferenciada organización de intereses de élites
locales, por más que se ensamblen bajo un poder central de aparente rigidez
centralista. Es cierto que el nacionalismo español, propulsado desde el Estado
constitucional liberal, tuvo la fuerza necesaria para desplegar los intereses de
los sectores burgueses que necesitaban rebasar el espacio local para hacerse
nacionales y controlar de modo eficaz los resortes estatales. Necesitaban
Estado y necesitaban mercado, y no fue casualidad que el Estado -tras los
oportunos pronunciamientos de las Juntas- crease mercado nacional con una
mercancía tan decisiva como la tierra.
(11) Ver B. CLAVERO, Razón de Estado, razón de individuo, razón de historia, Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1991, p. 160. Recuerda además que Ramón de Salas
escribió en 1821 que "la propiedad es la base de la sociedad política y de toda la
legislación", en Lecciones de Derecho Público Constitucional. Madrid 1982, p. 79.
(12) Diario de Sesiones de Cortes. T. IX, 1811, pp. 23-24.
JUAN-SISINIO PEREZ GARZON 23
Así, cuando el Estado nacionaliza las posesiones eclesiásticas para, en la
lógica circular del liberalismo económico, desvincular la mercancía tierra y
privatizarla, está consecuentemente engrosando y articulando como clase
nacional a cuantos compradores acudían a las subastas de la riqueza anunciada
en los correspondientes Boletines de venta de Bienes Nacionales. En efecto, la
desamortización se declaró, desde la soberanía nacional, de utilidad pública y
sus beneficiarios estaban exactamente perfilados. Sin embargo, la lucha que,
con motivo del decreto de abolición de señoríos en 1811, se desencadenó entre
los señores del viejo régimen feudal y los pueblos de la joven nación en armas,
cambió de rumbo desde 1837 (!3J. Se transformó en el conflicto de los
campesinos (firmemente asentados en la idea de haber sido expoliados) frente
a esa nación que ahora transformaba a los señores en definitivos propietarios.
Una nación y un Estado -reformulados en la Constitución de 1837- que les
otorgaban a los señores los derechos inalienables sobre la tierra y que además
los protegía con la fuerza militar, o desde 1844 con la guardia civil, y con los
guardias rurales pagadas por los mismos propietarios.
En definitiva, se construye la libertad para la propiedad y para los
propietarios. Sería útil repasar las "jornadas revolucionarias" que protagonizan
las Juntas y las milicias ciudadanas en 1820, en 1835 o en 1836, con proclamas
en las que se perfila una revolución social que reclama libertad para
desamortizar, libertad para privatizar los bienes vinculados feudalmente,
libertad para comerciar, libertad para especular y también libertad para
organizar y controlar las instituciones del Estado que organizan sobre el
exclusivo sufragio de los mismos propietarios. Era la revolución española en
todos sus contenidos socioeconómicos. Ciudad por ciudad, se trenzaba sobre el
liderazgo de ricos labradores, comerciantes, profesionales, rentistas de la
deuda pública, que ansiaban invertir en esos valiosos bienes de dominio del
clero. Desde 1837, por lo demás, se marginaron las aspiraciones de extensos
sectores sociales como la extensión del sufragio, el reparto de tierras
comunales, la revisión de los títulos de los señoríos escamoteados, la abolición
de los consumos, la igualdad en el reclutamiento de quintas, la organización
federal del poder, o el derecho al trabajo ... Eran exigencias que figuran con
claridad en las proclamas de las Juntas que se pronuncian, desde los
ayuntamientos, en el verano de 1840, aunque de nuevo las minorías de
propietarios, o de aspirantes a propietarios, encauzaron los cambios políticos y
así éstos fueron quienes se sentaron en las diputaciones provinciales y en los
(13) Es justo comenzar a invertir el análisis historiográfico sobre la abolición de los señoríos y
el carácter de los mismos, porque, salvo el valioso trabajo dy A.M. BERNAL, se siguen,
de una forma más o menos directa, las tesis de ,S. MOXO, y para ca_mbiar el rumbo
interpretativo será necesario el libro de F. HERNANDEZ MONTALBAN, La abolición
del régimen señorial, 1811-1837, Valencia, [1999, en prensa]; como también es
imprescindibles el libro de R. CONGOST, Els propietaris i els altres. Vic. Eumo 1992, y las
tesis que mantiene N. SALES, op. cit., pp. 134-135.
24 ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y PERMANENTE DEBATE
ayuntamientos, decidieron en los procesos electorales y fraguaron,
definitivamente desde 1845, con el nuevo texto constitucional, las redes
clientelares de ese caciquismo que se entreteje de forma temprana sobre el
acaparamiento de tierras, desamortizadas o señoriales.
El federalismo republicano, por tanto, se fraguó en estas décadas como
alternativa no sólo de organización estatal, sino ante todo como expresión de
aspiraciones a nítidas reformas sociales que lo hicieron peligroso no ya para la
corona sino para la consolidación de la burguesía. En efecto, el federalismo
republicano cobijó cuantas exigencias populares no encajaban en ese Estado
controlado por las clases propietarias, y desde los años de la regencia de
Espartero se articuló como respuesta alternativa social y política. Expresaba
los efectos de esa cuestión social que ya los observadores coetáneos
denunciaban como problema nacional, y así los federales emergen como fuerza
política de las primeras prácticas de ocupaciones de tierras, de la exigencia de
revisar la abolición de los señoríos, de las protestas contra las supervivencias
feudales en el campo, y también de las primeras movilizaciones huelguísticas,
ya en los núcleos de industrialización catalanes, ya en la fábrica de tabacos de
Sevilla, por ejemplo, o en las imprentas madrileñas o entre el artesanado
granadino ... y sobre todo en las asociaciones de socorros mutuos <14>. Se produjo
además desde entonces una simbiosis entre el federalismo republicano y las
primeras expresiones teóricas y prácticas del socialismo, lo que acentuó más, si
cabe, el miedo social de las clases burguesas a tal ideología.
Por eso, llegado el sexenio democrático se deslindaron con precisión las
posiciones políticas, y aquella ambiguedad interclasista que, por ejemplo, había
caracterizado a la Milicia, calificada justamente como nacional, se quebró.
Ahora se organizaba una fuerza ciudadana bautizada como "Voluntarios de la
Libertad" en la que se impuso la realidad sociológica de los "sin trabajo" que
engrosaban la mayoría de sus batallones, de tal forma que, tras la cadena
incesante de motines federales que protagonizaron por toda la geografía
española, se constataban objetivos precisos como la contribución única, el
reparto de la propiedad agraria y el acceso a los cargos municipales, entre otras
reivindicaciones. El federalismo expresaba, por consiguiente, los expectativas
sociales de esa coalición de fuerzas populares que quisieron expresarse como
Estado en 1873. El antagonismo planteado entre monarquía y república
significaba, en definitiva, programas para un Estado federal en su estructura
porque era la única fórmula para que el poder estuviese cerca de cada pueblo
(14) Para las diversas cuestiones que se sugi~ren en estos párrafos y para el ensamblaje de
cues_ti9nes sociales e ideologías políticas, hay que recordar l9s trabajos ya clásicos de M.
TUNON DE LARA, J. MALUQUER_DE MOTES, J. TRIAS, A. ELORZA, E. AJA,
C.E. LIDA, I. ZAVALA, M. ALARCON CARACUEL, M. PEREZ LEDESMA, y las
renovadas propuestas que se plantean en J.A. PIQUERAS, M. CHUST, comps.,
Republicanos y repúblicas en España. Siglo XXI, Madrid 1996; y E. SEBASTIA-J.A.
PIQUERAS, Pervivencias feudales y revolución democrática. Ed. Alfons el Magnanim,
Valencia 1987.
JUAN-SISINIO PEREZ GARZO N 25
/
soberano y no se le escamotearan los contenidos de libertad, igualdad y
fraternidad por los que habían luchado en tantas ocasiones junto a aquellos
1
propietarios que luego se asentaban en el poder central.
4. LAS ETAPAS Y LOS FACTORES DEL DEBATE NACIONAL
Por supuesto, la construcción del Estado-nación en España a lo largo del
siglo XIX que ya hemos visto que albergó distintas alternativas, no fue un
proceso ideológicamente homogéneo. Se heredaron fidelidades y tradiciones
arraigadas en los largos siglos del antiguo régimen, se anudaron otros vínculos
en torno a la patria común, pero con perspectivas incluso enfrentadas entre el
liberalismo doctrinario y el federalismo. Y así, hasta llegar a ese momento de
lo que se conoce como "crisis del 98" que pone al rojo vivo los problemas,
expectativas y cuestiones heredadas de siglos anteriores. Por eso, puede
resultar oportuno que hagamos un somero repaso a los puntos y momentos en
que se plantea España como debate. Puede resultar clarificador para
comprender por qué los contenidos y perfiles de la identidad española han
ocupado tantos libros y tantos miles de páginas. Así, además de sistematizar
este debate cronológicamente, esbozaré los focos de creación de argumentos.
Porque los argumentos en este debate se fraguaron obviamente desde el
interior, en un debate ideológico entre las distintas opciones políticas estatales;
pero también desde el exterior, sobre todo cuando la intelectualidad europea,
desde la Ilustración y sobre todo con el romanticismo, forjó esa imagen
estereotipada de lo español que, a su vez, tuvo el efecto de retroalimentar
nuestras propias querencias. Por lo demás, hay que insistir en que lo planteado
y discutido hasta bien entrado el siglo XVIII no versa sobre España como
nación, sino sobre la monarquía católica, sobre la dinastía, sus conquistas y sus
formas de dominio. Tales debates, sin embargo, se incrustrarán como propios
de la nación a partir del siglo XIX, cuando los liberales se instauren sobre la
continuidad dinástica de una monarquía católica a la que transforman
significativamente en columna vertebral del Estado que ya la burguesía
construye como español.
• El debate sobre la monarquía católica, sus conquistas y el gobierno de
sus dominios (Js>.
En los siglos de poder intercontinental de la monarquía católica
hispánica, se constata una polémica, que no es propiamente nacional porque se
centra en exclusiva en la monarquía, o más bien en la dinastía de los
(15) El repaso esquemático que se realiza desde el siglo XVI al XVIII sólo se plantea a título
de hipótesis de trabajo para entender los contenidos y los soportes sobre los que se
organizó la historiografía nacional española en el siglo XIX. Por supuesto, no tiene
pretensiones de exhaustividad ni de tesis definitiva.
26 ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y PERMANENTE DEBATE
Habsburgos. Se discute la política expansiva de la monarquía calificada
oficialmente como católica, sobre todo por la conquista de América, y por sus
guerras contra otras dinastías o príncipes europeos. Por más que ya se
comience a aplicar el adjetivo geográfico de español a sus tropas, o a la propia
corona, y aparezcan comentarios sobre el carácter de un pueblo cuyas ínfulas
de poder provoca el rechazo en otros pueblos o nationes, se trata de escritos
propagandísticos de unas u otras dinastías. Es el surgimiento de la leyenda
negra, o de la leyenda rosa, ambas como guerra ideológica y de propaganda
entre las casas dinásticas europeas. Era el contexto de las guerras continentales
entre príncipes católicos y protestantes, entre reformistas modernizadores
protoburgueses, fuertes en los Países Bajos y en Inglaterra, frente a los poderes
del absolutismo católico representado por los Austrias. Pero no se debaten
problemas nacionalistas, sino que se aplican adjetivos geográficos para
señalizar los ámbitos de poder y los súbditos donde actúan las respectivas
dinastías. Es significativo a este respecto la elaboración de la leyenda rosa
promovida por los Austrias y cuyos contenidos parece desorbitado calificarlos
como los primeros "apuntes narcisistas del esencialismo español y la exaltación
retadora de la lengua y cultura hispánica" (l
6J. Porque, de hecho, el poema La
Austriada de Juan Rufo, bien revelador en su título, o las composiciones de
Alonso de Ercilla, Cristóbal de Virués, Fernando de Herrera, Argensola o del
mismo Lope de Vega, eran exaltaciones ya directas del rey Felipe II, ya de sus
batallas o ganancias de reinos ... Tareas propagandísticas de una persona y de
una familia dinástica, en las que incluso lo superó su sucesor Felipe III.
Aunque ahora no se desglosen las características de tales escritos, de
exaltación o de denigración, hay que subrayar el hecho de que posteriormente
se resucitarán bastantes de sus argumentos, de uno u otro signo, cuando en ese
revolucionario siglo XIX se plantee la polémica sobre el progreso de las
ciencias en España, por ejemplo, o sobre el atraso económico con respecto al
norte protestante. También se recuperaron en el siglo XIX parte de las críticas
que, por otra parte, desde el interior de la propia monarquía, surgen cuando la
crisis del siglo XVII da pie a una pléyade de arbitristas, quienes tampoco
plantearon un debate específicamente nacional, sino que fustigaron el expolio
tributario con que empobrecían los reyes a sus súbditos para gastos bélicos
ajenos a tales vasallos.
• El debate sobre el carácter de los pueblos y el progreso de la razón
humana.
En el siglo de la Ilustración cambia el contenido y el significado del
debate. Ya no se trata de la rivalidad por la hegemonía entre dinastías -siempre
(16) Es lo que afirma R. GARCÍA CÁRCEL, La leyenda negra. Historia y opinión. Alianza.
Madrid 1992, p. 104, un libro que, por otra parte, es imprescindible para conocer la
detallada evolución tanto de la leyenda negra, como de la rosa y amarilla, acuñadas sobre
el caso español.
JUAN-SISINIO PEREZ GARZON 27
patrimonio de unas familias-, sino del progreso de la razón y de la ciencia, un
progreso que es universal y al que cada pueblo contribuye con sus inventos y
pensamientos, no con las hazañas bélicas de sus monarcas. Además, surge un
nuevo orgullo, el de los pueblos civilizados y avanzados frente a los pueblos
sometidos al despotismo político y al fanatismo religioso. Los primeros son los
encargados de atribuirse cuantos caracteres y virtudes consideran arquetipos
de ese ser universal racional que domina la naturaleza y crea la ciencia. A la
vez adjudican a los pueblos regidos por monarcas católicos el carácter de la
indolencia, la pasión y la superstición. Es el combate entre la modernización
racionalista y la reacción clerical absolutista. Por eso, cuando los ilustrados
ataquen a la monarquía católica hispánica, no es extraño que las más
encendidas reacciones defensivas provengan de los jesuitas, aunque hayan sido
expulsados en 1766 por el monarca de España de sus territorios.
Se aportan argumentos que también se rescatarían en siglos posteriores
desde propuestas ya claramente nacionalistas. Sobre todo los referidos al
carácter de los pueblos. Hay que recordar, en tal caso, a Montesquieu, cuando
en sus Cartas persas califica a los españoles como "enemigos invencibles del
trabajo", o como devotos y celosos, pero no tanto como un rasgo nacional sino
como el tono psicológico de todo país meridional, determinado por el clima.
Por lo demás, del extenso repertorio de argumentos que se plantean en el
debate sobre el progreso de los pueblos, convienen recordarse las críticas al
irracionalismo representado por la religión, que arreciaron por el proceso de la
inquisición a Olavide, o la polémica europea sobre las aportaciones de los
españoles al progreso universal, o el debate interno entre reaccionarios
xenófobos e imitadores irracionales de lo foráneo ... Todas estas cuestiones
dieron pie a importantes intervenciones de los Feijoo, Forner, Cadalso,
Mayans, Sarmiento, Masdeu o Campany, con obras y argumentos de
consideración, frente al despliegue de un pensamiento reaccionario cuyos
propagandistas, los Ceballos, Torres Villarroel, fray Diego de Cádiz o fray
Vélez mimetizaron, por su parte, a los antiilustrados y contrarrevolucionarios
de otros países, sobre todo franceses.
• La aparición de la historia como saber nacional: creación de una
genealogía españolista y el debate sobre los fundamentos del Estado unitario.
En el siglo XIX europeo -lo hemos visto- se perfilaron los Estadosnación
y los mercados nacionales, instituciones que, a su vez, necesitaban el
soporte de nuevos comportamientos ciudadanos, sobre todo de un
comportamiento nacional que anudase vínculos de fidelidad a una madre
patria, por encima de las clases sociales, para implicar a todos en tareas
definidas como nacionales, con lo que esto exigía de homogeneidad cultural.
Así ocurrió también en esa realidad política que conocemos como España, que
nacía en las Cortes de Cádiz como construcción sociopolítica, y que, desde su
28 ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y PERMANENTE DEBATE
propia constitución como nación soberana, se proyectó de forma mítica hacia el
pasado para transformarse en realidad intemporal y en inevitable referencia
ideológica para cualquier discurso político hasta nuestros días. El papel de los
historiadores en este proceso fue decisivo porque subvirtieron el conocimiento
del pasado para articular un nuevo saber que sobre todo y ante todo se definía
como nacional. No por casualidad, la historia también nacía y se consolidaba
como disciplina en los distintos niveles educativos, en sincronía con el
desarrollo y las exigencias nacionales de las fuerzas del liberalismo burgués.
En este sentido, conviene subrayar que, con la historia como arsenal
constante de argumentos, ya desde las propias Cortes de Cádiz se plantean dos
modos opuestos de concebir y organizar la joven nación española, el liberal y
el tradicionalista. Para justificar la necesaria recuperación de libertades,
democracia y regeneración económica y científica, .en el caso de los liberales;
para persistir en la conservación de los privilegios estamentales, de la
preeminencia de la iglesia y del absolutismo monárquico, en el planteamiento
de los tradicionalistas. Todos se presentaban como restauradores de unas
supuestas tradiciones propias de lo que habían definido previamente como
peculiar de la nación. Incluso los republicanos federales, que planteaban una
alternativa más rotunda y explícita al Estado-nación unitario, coincidían en la
visión común del pasado, que además remontaban a la cultura ibérica para
reclamar la federación de toda la península.
El modelo explicativo de historia de España, no obstante, fue realizado
sobre todo por escritores ideológicamente afines al moderantismo, y la obra
arquetípica e incuestionable al respecto fue la de Modesto Lafuente, que tuvo
la virtud de adaptarse a posiciones ideológicas diversas según se acentuasen
más unos elementos u otros. En cualquier caso se asumía que la historia era
algo más que la mera relación cronológica de reinados y dinastías, porque el
"pueblo español" era el verdadero protagonista de la historia de España. Se
formó la idea de nación común, compartida, concebida como un organismo con
un alma eterna, o por lo menos formada en un pasado muy distante en el
tiempo, que se manifestaba en la continuidad de instituciones jurídicas y
también en acciones de individuos singulares que en determinados momentos
críticos eran la expresión de un afán colectivo, reflejo del carácter nacional.
Sobre sus contenidos se elaboraron los manuales para los distintos niveles
educativos, y los posteriores debates sobre la identidad nacional tendrán el
referente de los postulados que podemos calificar como paradigma liberal,
aunque sea para rechazarlos o para absorberlos en otro tipo de identidades o
de propuestas políticas. En este sentido hay una continuidad desde M.
Lafuente hasta Artola, Jover y los demás integrantes de la actual Real
Academia de la Historia, pasando por Menéndez Pidal o por Menéndez
Pelayo, sea con una perspectiva liberal progresista o integrista reaccionaria.
JUAN-SISINIO PEREZ GARZON 29
Como no es el momento de sistematizar las características de esta
historia nacional fraguada en torno a la magna obra de Lafuente y de sus
seguidores, sólo importa resaltar que se establecieron las interpretaciones que
desde entonces nos están condicionando historiográficamente, no sólo en
enfoques de nuestro pasado supuestamente español, sino incluso en los temas
de investigación, en la organización de asignaturas para los planes de estudio y
en los modos con que profesionalmente perfilamos nuestro quehacer <17l. Se
trata de una concepción orgánica u organicista de la nación que, igual que está
aconteciendo en otros países europeos, emerge con fuerza en el romanticismo
del siglo XIX y produce el hecho de que se excluya o quede en segundo plano
el dato de la soberanía nacional como elemento básico del pacto constitucional.
Por eso, para confirmar el predominio de los ingredientes sustancialistas sobre
los contractualistas, quizás baste la cita de Andrés Borrego, cuando en 1848
escribió que "la personalidad de los pueblos, a la que los escritores modernos
apellidan nacionalidad, la constituyen la raza, la lengua y la historia, y donde
quiera que estos tres vínculos unan a los hombres, el separarlos es una obra
violenta y antiprovidencial" <
18l.
Simultáneamente, se articuló desde fuera de España una visión que
reforzó los ingredientes culturales de su definición nacional y cuantos
elementos la hacían sustancia intemporal producto de un genio popular que el
romanticismo europeo condensó sobre todo en el casticismo y pintoresquismo
de ciertas regiones y de unos pocos personajes. Es suficientemente conocida
esta reducción de lo español a lo arábigo-andaluz, sobre todo, y al majismo
madrileño, por ejemplo. Sólo recordar la obra de Carmen, como libreto y como
ópera, es prueba suficiente de la fuerza tan decisiva que tuvo la imagen forjada
por los románticos europeos.
• La cristalización esencialista del nacionalismo español: entre
demócratas y reaccionarios.
Los tópicos que se fraguaron en las décadas centrales del siglo XIX, con
el predominio de los liberales moderados, en las décadas de la Restauración
canovista y en los años del cambio de siglo recibieron su definitiva
configuración. Ante todo, desde las filas conservadoras, cuyo líder no sólo
político sino historiográfico, Cánovas del Castillo, sentenciaba en 1882 que la
"nación es cosa de Dios o de la naturaleza, no invención humana". Pero no se
quedaron atrás los intelectuales demócratas y reformistas del ámbito de la
Institución Libre de Enseñanza quienes, con nuevos aportes metodológicos y
científicos, contribuyeron a consolidar las perspectivas trazadas por la anterior
(17) Para detallar las características de la hi~toriografía del siglo XIX, ver P. CIRUJANO, T.
ELORRIAGA y J.S. PEREZ GARZON, Historiografía y nacionalismo español, 1834-
1868. CSIC. Madrid 1985.
(18) Ibídem, p. 20.
30 ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y PERMANENTE DEBATE
historiografía doctrinaria, al transformarlas en mitos y esencias. De este modo,
se alcanzó la unanimidad nacionalista sobre España como "realidad histórica",
esa consigna pseudoconceptual que a lo largo del siglo XX sería el talismán
explicativo para organizar la construcción de la ciencia histórica. Era la tarea
que acometía el Centro de Estudios Históricos y que alentaba también en la
institucionalización universitaria del saber histórico.
El debate nacional, por tanto, desde fines del siglo XIX se planteó como
cns1s y redefinición de lo español. Los intelectuales demócratas no sólo
revisaron el sistema político liberal y los planteamientos ideológicos e
historiográficos acuñados y fraguados en el reinado isabelino, sino que los
reformularon en elementos simbólicos y míticos. La historia, a este respecto,
fue la disciplina especialmente abonada para la configuración mítica de los
pueblos y de sus sistemas de gobierno, de tal modo que sobre el naturalismo
que, desde la mitad del siglo, impregnó la construcción de la genealogía
histórica, reforzado por el positivismo evolucionista, ahora se añadía el
misticismo e irracionalismo finisecular. Aparece así una concepción del devenir
histórico formado por una red de lazos primigenios, frecuentemente
misteriosos, que enlazaban el pasado y el presente de una manera semejante a
como actuaba biológica y temporalmente el principio vital. Y esto ocurría tanto
para los aspectos de la evolución política de una nación, como para su
trayectoria cultural o linguística, a los que se aplicaba el modelo de
constitución orgánica y el ciclo vital del ser vivo, generalmente del ser vivo
humano, con sus circunstancias de plenitud y degeneración, de salud y
enfermedad, de fisiología y patología, términos habituales entre los
intelectuales que diagnosticaban los males de la patria o que proponían
terapéuticas de regeneración nacional <19l. Ganivet, Unamuno, Costa, Posada,
Altamira, Hinojosa y los organizadores del Centro de Estudios Históricos
estuvieron inmersos en tales parámetros. Como también estuvieron imbuidos
del mismo planteamiento -no hay que olvidarlo- la historiografía y el debate
sobre la nación catalana y el incipiente sobre la nación vasca, porque, junto a
la historia, la lengua era el intérprete privilegiado del ideal nacional, del
proyecto colectivo, y por eso se construyeron historias de intransferible
personalidad, en sintonía con el auge de los nacionalismos en el resto de
Europa.
De estos años es justo reiterar el valor de la fabulosa tarea científica
acometida por el Centro de Estudios Históricos, cercenada luego por el exilio
republicano, y recordar al respecto las obras que fueron decisivas para el
debate nacional, salidas de la pluma de P. Bosch Gimpera o de Menéndez Pidal
(19) Para tales cuestiones, ver F. VILLACORTA, "Pensamiento social y crisis del sistema
canovista, 1890-1898", en J.P. FUSI y A. NINO, eds, Vísperas del 98. Orígenes y
antecedentes de la crisis del98. Biblioteca Nueva. Madrid 1997, pp. 237-256.
JUAN-SISINIO PEREZ GARZON 31
como responsable del gran proyecto de Historia de España editada por EspasaCalpe.
En ambos casos se confirmaba definitivamente que había una empresa
historiográfica común, asumida por la comunidad universitaria -por encima de
diferencias ideológicas y opciones sociales-, que consistía en el estudio de ese
"ser" colectivo que son los "españoles", y la perspectiva era compartida porque
tal colectivo se analizaba como la vida de uno de los actores de la historia
universal (20l.
Por otra parte, hay que enunciar, al menos, cómo, a propósito de la
polémica sobre la ciencia en España resucitada por los institucionistas,
Menéndez Pelayo reagrupó cuantas argumentaciones luego dieron soporte al
nacionalcatolicismo de la dictadura de Franco. Llegados a este punto, se podría
hablar de un nuevo paradigma, el del integrismo nacionalista católico que
habría quedado en una vía colateral de no ser porque una dictadura lo
institucionalizó e implantó de forma dogmática durante largas décadas. Es
cierto que tal discurso nacionalcatólico no sólo heredaba el integrismo del siglo
XIX, sino que incorporó las aportaciones irracionalistas y místicas de bastantes
autores del 98, como Ganivet, Maeztu, Unamuno ... Fue un paradigma basado
en dogmas simplificadores, arcaicos y agresivos que, sin embargo, desde los
años 60 se comenzó a superar en nuestras universidades, por nuevas
promociones de historiadores como Vicens, Artola, Reglá y Jover, y por
influyentes obras escritas desde el exilio, como las de Tuñón de Lara, o por
hispanistas, como P. Vilar o R. Carr. Eran autores que inauguraban otros
debates y perspectivas plurales sobre esa España que hacían igualmente objeto
de sus investigaciones e inquietudes intelectuales.
5. A MODO DE EPILOGO UTOPICO
Y, llegados a este punto, podemos concluir sobre tan prolongado debate
sobre el concepto y sobre la nación española, con reflexiones que quizá se
puedan calificar de utópicas. Lo justifico: si hojeamos el último debate entre
historiadores -sólo entre historiadores, porque nos pretendemos y suponemos
ser los más capacitados para decidir sobre lo que necesita saber la sociedad de
su pasado-, me refiero al debate mantenido en Vitoria y editado por la revista
AYER (21 l, se llega a una conclusión (22l, que el saber sobre España, que su
(20)
(21)
(22)
Me refiero a las obras de P. BOSCH GIMPERA, El problema de las Españas. Ed.
Algazara. Málaga 1996 (Texto de la lección inaugural del curso 1937-38 de la Universidad
de Valencia); y a la introducción que en 1947 se hace para la mencionada Historia de
España por R. MENENDEZ PIDAL, Los españoles en la historia. Espasa-Calpe. Madrid
1991.
J.M•. ORTIZ DE ORRUÑO, ed., Historia y sistema educativo, en Ayer 30. Marcial Pons.
Madrid 1998.
Sin olvidar un gran "detalle": que el gremio profesional de la historia no es de catedráticos
de Universidad, sino que hay unos 500 profesores de Universidad, pero más de 30.000
32 ESPAÑA COMO CONCEPTO, NACION Y PERMANENTE DEBATE
historia y, por tanto, las reflexiones sobre su presente están encajonadas en
parámetros nacionales y nacionalistas, de uno u otro signo, de ámbito estatal o
de espacios autonómicos, de explicaciones unitarias o de argumentaciones
regionalistas o como mucho federalistas ... o supranacionales europeas. Que no
se cuestiona desde nuestro gremio la horma ni el fin con que nació el saber
histórico en el siglo de las revoluciones nacionales europeas; que seguimos
anclados en un pacto étnico fundacional, por mucho que enarbolemos la
Constitución, que seguimos repitiendo la misma dramatización biográfica de la
colectividad sea nacional o autonómica, o ahora ya europea, como en el siglo
XIX, sin pensar en nuevas realidades sociales, sobre todo en eso que se llama
repetitivamente la "mundialización y globalización" del planeta en lo
económico, en lo político y en lo cultural.
El hecho es que en el citado encuentro de especialistas -por cierto, sin el
concurso de profesores de enseñanza secundaria- surgido como alternativa a
las pretensiones gubernamentales de encauzar, modificar y españolizar los
contenidos de los programas de historia en los niveles primario y secundario de
la enseñanza, los historiadores participantes, con independencia de su opción
ideológica e inserción historiográfica, coincidieron en que había que desactivar
el debate "sacándolo del terreno de los políticos", con el propósito de
recuperar el consenso y para eso proponen el reconocimiento de la pluralidad,
de la "diversidad interior del pueblo español", en palabras de Rafael Altamira
reproducidas por Tusell. No sólo porque es consustancial con el "patriotismo
constitucional" (expresión acuñada por Habermas y utilizadas por Pedro Ruiz
para referirse a una serie de valores cívicos y democráticos sobre los que
asentar la convivencia presente y un proyecto común de futuro), sino también
porque el reconocimiento de la diversidad resulta imprescindible para
entender correctamente la Historia de España" <23¡. Todos propusieron
-Beramendi, Tusell, Ruiz, Forcadell, Culla, Riquer y Morales- "arbitrar un
compromiso historiográfico acorde con el compromiso constitucional que
garantiza el Estado de las Autonomías para evitar este conflicto" <24¡. Todos,
desde los mismos carriles de una Historia de España -siempre escrita la
historia con mayúscula-, pensando, como Forcadell, que si la hacen los
académicos se rechazará por igual las interpretaciones esencialistas y el
adoctrinamiento político. Otros, para superar esencialismos
castellanocéntricos proponen reescribir la historia de España desde una
"cultura de la pluralidad no jerarquizada" (Culla y Borja de Riquer).
( ... ) profesores de Secundaria y Bachillerato licenciados en Historia, junto a 300.000 maestros
que también enseñan historia elemental. .. Textos de Ana ya, Santillana, Vives, Bruño,
firmados por Catedráticos de Universidad, ¿pero quién los explica ... ?
Ibídem, p. 17.
Ibídem, p. 19.
JUAN-SISINIO PEREZ GARZON 33
Por eso, quizás la propuesta que planteo como epílogo resulte utópica.
Esto es, ¿por qué no archivar definitivamente las fronteras y los territorios,
dejar atrás los contenidos de una historia nacional, sea nacional española,
autonómica andaluza o nacionalista vasca o supranacional europea? ¿Por qué
no plantearnos la urgente construcción de otra historia, la que -recordando la
definición de Gramsci- piense y estudie las personas, a los hombres y mujeres,
reconstruya la historia del sufrimiento de la especie humana, la historia de
cómo en las distintas sociedades se ha luchado por despojarse y liberarse del
sufrimiento en todas sus dimensiones, del sufrimiento de la explotación y del
dominio, o del sufrimiento de la discriminación, del sufrimiento de las
carencias o de la ignorancias -¡cuántas voces sin capacidad de hablar!-, del
sufrimiento de las impotencias ante las injusticias y ante las desigualdades ... ,
para que, por el contrario y de forma alternativa, se enseñe cómo se han
conquistado, en cada momento y en cada sociedad, derechos y posibilidades de
libertad para ser personas en despliegue de sus potencialidades materiales y
espirituales, de mejora y bienestar, porque, en definitiva, la historia nunca ha
sido neutra. La historia, si nació como saber social nacional, puede
transformarse en saber social humano y humanista, sin enseñar fronteras y
mostrando solidaridades cada vez más urgente en este enorme planeta de la
desigualdad. Sirvan como colofón, a este respecto, las palabras del relator de
El lápiz del carpintero, cuando afirma que "las fronteras de verdad son aquellas
que mantienen a los pobres apartados del pastel" (2S).
Juan-Sisinio Pérez Garzón
(25) M. RIVAS, El lápiz del carpintero. Alfaguara, p. 14.