© PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. ISSN 1695-7121
Vol. 15 N.o 1. Págs. 9-20. 2017
www .pasosonline.org
Resumen: La ineficiencia del mercado en la gestión del paisaje derivada de la presencia de externalidades,
la magnitud de los costes de transacción y negociación en el seno de colectivos de afectados amplios y difusos
y la consideración del ambiente como bien público que fomenta actitudes parasitarias y/o escépticas conlleva,
por un lado, la habilitación de la defensa de los intereses difusos a través del instituto de la legitimación
procesal y reclama, por otro, la intervención estatal en la identificación del nivel óptimo de actividad
conservacionista, aconsejando, en aras de la específica protección del patrimonio inmobiliario etnológico y la
armonía ambiental de sus enclaves, proceder al reforzamiento de las medidas legales y a la extensión y mejor
delimitación del ámbito tutelado.
Palabras Clave: Paisaje; Etnología; Externalidades; Bien público; Intereses difusos; Legitimación procesal.
Externalities, diffuse interests, landscape, ethnology
Abstract: Market inefficiency in the management of the landscape due to the presence of externalities, the
magnitude of transaction costs and negotiation within groups of affected broad and vague and consideration
of the environment as a public good that fosters parasitic attitudes and / or skeptical entails, on the one
hand, enabling the defense of diffuse interests through legal standing institute and claims, secondly, state
intervention in the identification of the optimum level of conservation activities, counseling, for the sake of
specific ethnological heritage property protection and environmental harmony of their enclaves, proceed to
the strengthening of legal measures and expansion and better definition of the protected area.
Keywords: Landscape; Ethnology; Externalities; Public good; Diffuse interests; Legal standing.
Externalidades, intereses difusos, paisaje, etnología1
Juan Herrera Vegara*
Universidad de Granada (España)
Juan Herrera Vegara
* Profesor del Departamento de Economía Aplicada de la Universidad de Granada. Doctor en Derecho; E‑mail:
jherreve@ugr.es
1. Introducción
Lo etnológico existe: como concepto y como realidad. El examen de sus rasgos definitorios permitirá
constatarlo y apreciar la especificad de este patrimonio y de los valores que como tal encierra. De la
presencia de los mismos deduciremos la necesidad de reforzar y extender su protección. Comprobaremos
que ésta pasa por salvaguardar su pureza, lo que implica el rechazo de las fusiones al uso. Todo ello nos
llevará a proponer soluciones drásticas, cuya adopción exigiría cambios normativos que superasen la
cortedad de miras y escasa ambición de la regulación actual. A buen seguro, muchos tildarán nuestras
propuestas de maximalistas. Si tales acusaciones proviniesen –valga la digresión‑
de quienes, a falta de
realizar examen de conciencia por su complicidad con la burbuja inmobiliaria y su ilusoria prosperidad,
no vieron entonces inconveniente en despilfarrar los ingresos públicos en aparatosos dispendios, pero
sí, una vez planteada su necesidad, en instaurar cualquier tipo de ayuda, configurada como derecho
y última red de seguridad –renta mínima, renta básica…‑,
susceptible de aliviar la situación de las
familias cuyas circunstancias no les permiten aguardar a que el mero crecimiento del PIB, por mucho
que se acelere, elimine la pobreza mediante la absorción del elevado paro existente, nos limitaríamos
a responder que nuestras prioridades no son las suyas. Añadiríamos, acaso, a nuestra réplica, dada la
absoluta confianza que sus destinatarios parecen depositar en el incremento de la producción contabilizada
como solución única multiuso, que la pobreza no puede resolverse aumentando indefinidamente el pastel
e ignorando los límites al crecimiento –como ordinariamente se entiende‑
en un mundo con recursos
https://doi.org/10.25145/j.pasos.2017.15.001
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finitos y la insufrible degradación ambiental y paisajística provocada por la insensata aplicación de un
modelo que sospechamos se pretende resucitar, por lo que, en algún momento, habrá que abordar su
redistribución a gran escala, compatibilizándola aun con el decrecimiento –no confundir con crisis‑,
si
no queremos rebasar la capacidad autoregenerativa del planeta o limitarnos a subsistir en un mundo
que, a base de sacrificar todo al PIB y dada la magnitud de las renuncias asumidas para conseguirlo,
deje de merecer vivirse.
Destacaríamos, no obstante, en términos generales, que, a la postre, casi todo se reduce a una
cuestión de prioridades presupuestarias condicionadas por una determinada jerarquía de valores, o de
apreciaciones relativas a la urgencia en la satisfacción de objetivos diversos, jerarquía que, además,
puede reproducirse, y replantearse, dando lugar a la consiguiente reasignación de recursos, en el
interior del extenso ámbito del patrimonio cultural. Conviene, pues, dejar clara nuestra postura: El
etnológico no es para nosotros un patrimonio menor, como erradamente suele concebirse, sino que
merece, cuando menos, la misma consideración que las restantes parcelas culturales, con las que,
por otra parte, no debe ser confrontado sobre la base de la mayor o menor concurrencia de valores
artísticos o estéticos, pues, con independencia de que sus manifestaciones puedan albergar asimismo
estos ingredientes, reúne, según se ha dicho, como categoría, sus propios y específicos valores que le
imprimen, justamente, la marca etnológica y lo hacen irreductible a esas otras esferas patrimoniales.
Aunque los examinemos luego en detalle, añadamos ahora que el disfrute de lo etnológico provoca,
singularidad que comparte con otro patrimonio, el natural, al que se vincula estrechamente, emociones
peculiares que, si no privativas de ambos, sí tienden en su presencia a adquirir asiduidad y ganar
intensidad. Es el sentimiento de empatía que inspira cuanto está vivo y nos impulsa, v. gr., a abrazar
un paisaje rural. Esta y otras consideraciones nos inducen a situar la faceta cultural examinada en
una posición de privilegio, pues, aparte de sus propios y exclusivos valores que la eximen de competir
con las demás en el terreno de la estética, acostumbra a incorporar valores estéticos que acumulan
razones adicionales para su conservación, surgiendo, además, buena parte de su particular encanto
de la conciencia misma de pertenecer lo observado a la categoría de lo etnológico y armonizar con los
elementos del entorno que comparten dicha taxonomía, o sea, de responder el conjunto a un sistema
de referencias marcado por esa cualidad.
Preocupado por su dimensión etnológica, tras la oportuna argumentación y toma de postura y sin
perjuicio de la eventual consideración de las figuras patrimoniales de conjunto, este trabajo acabará
centrándose en las piezas del paisaje: edificios y construcciones, muestras de la arquitectura popular.
Situará, pues, mayormente sus propuestas a nivel micro, en la convicción de que no puede defenderse
el todo sin defender las partes que lo integran y que, por más que España ratifique los principales
convenios internacionales con enfoque macro sobre la materia, destacadamente el Convenio Europeo del
Paisaje del Consejo de Europa de 2000 (CEP), esas piezas seguirán destruyéndose mientras la normativa
interna no imponga al aplicador del Derecho criterios precisos e inequívocos que las protejan. Siendo
esta labor más propia de la legislación patrimonial que de la de ordenación territorial, urbanística o
de paisaje, nos centraremos en aquélla.
2. Externalidades, intereses difusos, legitimación procesal
La tendencia a concebir la propiedad como un derecho absoluto y potencialmente ilimitado conecta
con la atribución al mercado, conforme al dogma liberal, de la aptitud para asignar eficientemente los
recursos, lo que, a su vez, resulta coherente con la configuración legal de una legitimación estrictamente
individual en el plano de la tutela procesal de los derechos. La congruencia es clara, pues tanto la creencia
en la infalibilidad del mercado como la plasmación normativa de una legitimación de tan corto alcance
surgen de la presunción de que no hay más intereses dignos de consideración que los estrictamente
individuales, construidos según el esquema tradicional de los derechos subjetivos típicos ‑acogiéndose,
a lo sumo, los derechos reaccionales o intereses legítimos de carácter individual2‑,
cuyo prototipo es el
de los que subyacen a las decisiones adoptadas por quienes participan en las transacciones de mercado
disponiendo libremente de su propiedad.
Superados los postulados ideológicos del abstencionismo estatal, desde los que se rechazaba toda
injerencia del Estado en la propiedad privada, la posterior evolución de este derecho dio lugar a la
aceptación de su función social, produciéndose luego la ruptura de su unidad como consecuencia de
la fragmentación en una pluralidad de regímenes jurídicos diversos, en un intento de adaptarse a las
exigencias planteadas por el interés general en presencia de las diferentes categorías de bienes. El tránsito
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desde la frontal oposición a coartar su desenvolvimiento hasta la justificación de una multiplicidad de
restricciones en las facultades de su titular, llegando a integrarse, incluso, dichas restricciones en el
ámbito de cada particular estatuto como algo inherente a la estructura del propio derecho3, implicaba,
pues, admitir que el mercado podía cometer fallos, y el libre juego de la iniciativa privada asignar
ineficientemente los recursos en lugar de dirigirlos a sus usos más valiosos.
Como fuente de ineficiencia destacan las externalidades, consistentes en perjuicios o beneficios
derivados de las transacciones de mercado que no soportan o disfrutan, ni, por tanto, consideran,
quienes realizan éstas, sino sujetos que no toman en ellas parte activa. Al decidir aquéllos y disponer
libremente el destino de su propiedad basándose en sus intereses e ignorando los de terceros, los
recursos se orientan de forma inadecuada, con merma del bienestar social. El mercado conduce a un
resultado ineficiente que –junto a su eventual inequidad‑
justifica la intervención del Estado mediante
la atribución legal a la Administración de unas potestades cuyo ejercicio limita las facultades decisorias
de los propietarios a fin de proteger intereses que les son ajenos. Aceptada la entidad de esos intereses
y su posible divergencia de los meramente individuales que dimanan de la propiedad y se hacen valer a
través del mercado, acabará otorgándoseles tutela procesal: la norma habilita la defensa de los intereses
difusos mediante la consagración de la legitimación colectiva y la acción popular. Así lo hace la actual
Ley de la Jurisdicción Contencioso‑Administrativa
en su artículo 19.1,b) y h)4, pese a albergar también
vestigios de la angosta visión individualista de la justicia ya comentada, que parece resistirse a la
extinción y que hallamos, por ejemplo, enquistada en la tacañería con que el artículo 29.1 concibe la
legitimación para recurrir la inactividad material de la Administración, de la que sólo permite reclamar
el cumplimiento de obligaciones consistentes en realizar prestaciones concretas en favor de una o varias
personas determinadas. No contempla el precepto la defensa de los intereses difusos frente a dicha
inactividad, circunstancia que no debiera impedir su articulación al margen del cauce procedimental en
él diseñado, pues de lo contrario se imposibilitaría en tales supuestos el control judicial de la legalidad
de la actuación administrativa exigido por la Constitución (art. 106.1), única forma de garantizar el
sometimiento pleno de la Administración a la ley y al Derecho (art. 103.1).
Pese a este y otros atavismos, los intereses difusos gozan, pues, de protección legal, lo que obedece a
una lógica muy simple: Si, como sostiene con perspicacia Parada (2014: 579‑580)
al referirse a esa aptitud
que determinadas personas ostentan para ser parte en un proceso concreto, denominada legitimación
y derivada genéricamente de la particular vinculación de aquéllas con la pretensión controvertida,
su fundamento apunta, expresado “en román paladino”, al interrogante de “<<en qué le afecta>> o
<<qué le importa>> o <<qué le va en ello>>” –afortunada elocución que aventaja en transparencia a
las acostumbradas definiciones formales desentrañando la esencia de la institución‑,
carecía de sentido
seguir privando de tutela a unos intereses cuya afección al bienestar de cada sujeto había venido infra‑valorándose
con el absurdo razonamiento de que, al compartirse por una muchedumbre, resultaba de
entrada inviable identificar a un individuo o grupo que acaparase una cuota porcentualmente destacada
del perjuicio total infligido al colectivo con su lesión.
Externalidad negativa o coste externo arquetípico derivado de los procesos productivos y/o consuntivos
implícitos en las transacciones de mercado es la degradación ambiental, constituyendo una de sus
ramificaciones la transformación paisajística de las zonas rurales, manifestación palmaria de agresión
incesante al bienestar y los intereses difusos de la comunidad. La postura desarrollista se limita a negar
la entidad del daño y a computar como mejora cualquier incremento de un PIB cuya fabricación exige
la mutación de unos recursos cuya aportación al bienestar disminuye a menudo con su metamorfosis,
en el transcurso de un aberrante proceso de pérdida de valor. La depreciación se encubre adjudicando
equivocadamente al producto un exceso de valoración sobre la atribuida a los recursos en origen. La
utilidad de la producción material se estima superior al coste de oportunidad o renuncia asumida al
dedicar a aquélla esos recursos en lugar de orientarlos a su mejor uso alternativo, consistente en este
caso en dejarlos intactos. Se yerra, como siempre, al ignorar la ineptitud del mercado para valorar usos
que reportan satisfacción sin producir mercaderías, como los que se hacen del territorio sin someterlo a
nuevas modificaciones. Al no ser factible cobrar un precio por la venta del output de ese proceso productivo
incorpóreo, o, cuando menos, una retribución pecuniaria acorde con la satisfacción proporcionada al
conjunto de la sociedad por la viabilidad del disfrute paisajístico derivada de la ausencia de ulteriores
transformaciones del suelo, el mercado asigna éste al uso que maximiza su rentabilidad monetaria:
la urbanización, o, en su caso, la intervención adicional irrespetuosa con la condición etnológica de
los inmuebles. Los recursos no se dirigen allí donde se genera más valor, sino más valor de mercado.
¿Cómo cobrar, en efecto, a cuantos disfrutan la integridad del ámbito rural? La magnitud –pese a
Internet‑
de los costes de transacción derivados de la búsqueda y gestión de la información y la iden‑
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tificación, comunicación, coordinación y negociación entre múltiples interesados, costes agravados por
la indefinición de un colectivo cuyos miembros, diseminados por el planeta, suelen no circunscribir su
interés al entorno inmediato, complicaría extraordinariamente, en cada supuesto, la organización y el
consenso a la hora de fijar la compensación global a satisfacer y su posterior distribución (traduciendo
utilidad a valor de mercado). Añádase el incentivo individual a eludir el pago, pues el paisaje es un
bien público cuyos beneficios se dispersan entre un colectivo ingente y su existencia beneficiaría,
incluso, a quienes no pagasen por su conservación (el conocido problema del gorrón), y se comprenderá
el fracaso del mercado (la iniciativa individual) en su provisión y la necesaria intervención del Estado
financiándola mediante contribuciones obligatorias (impuestos). Creemos, además, que esa renuencia
al pago proviene, no sólo de la inclinación a parasitar, sino también del escepticismo o desconfianza en
la respuesta de los demás, o, al menos, de la duda fundada sobre su disposición a contribuir, o a hacerlo
según la porción de utilidad recibida. Si yo colaboro pero el resto no lo hace, mi aportación será inútil,
y además la perderé. Adviértase que no se trata ahora de la tradicional actitud del gorrón (que espera
disfrutar un bien público gracias al dinero de los otros), sino del escéptico (que desconfía, por contra, de
que éstos paguen en cuantía suficiente para su provisión). Una y otra pueden descansar en la sospecha
–¿fruto del esfuerzo por tranquilizar la conciencia?‑
de que, finalmente, la contribución propia (o su
ausencia), al ser una entre muchas, no será determinante del resultado. Y tienen idéntica consecuencia:
Tratándose de una postura generalizada, la aportación global será insuficiente para orientar el recurso
(el entorno rural) al uso más satisfactorio (su intangibilidad). Pero el planteamiento es distinto: Al
contrario que el gorrón, si el escéptico creyera que los demás fuesen a responder, él lo haría.
En presencia, pues, de beneficios o costes de oportunidad externos, impracticable la negociación e
inalcanzable el acuerdo adecuados entre los miembros de un colectivo numeroso, difuso (indeterminable)
y proclive, además, al parasitismo o la desconfianza (lo que conduce a una cuantía global de aportaciones
voluntarias insuficiente, absolutamente disconforme con el bienestar social reportado por la intangibilidad
paisajística, debido, bien a la pretensión individual de disfrute gratuito de lo financiado con dinero
ajeno, bien al escepticismo); constatada, en suma, la ineficiencia del mercado en la provisión de bienes
ambientales, al no asignar sus transacciones los recursos a sus usos más valiosos (por carecer éstos
de mercado), el Estado debe intervenir5 identificando el nivel óptimo de actividad conservacionista,
producción que, aun resultando de un proceso peculiar que excluye la transformación física de los
recursos, debe someterse al criterio ordinario de eficiencia, que exige producir cuantas unidades otorguen
a la sociedad un beneficio superior a su coste de oportunidad y abstenerse de producir aquéllas en que
suceda lo contrario. ¿Qué regla debe al efecto seguir el Estado?
Al tratarse de un proceso cuyo producto es la conservación de la arquitectura popular y la armonía
del paisaje rural, y considerando el ensañamiento aplicado a su destrucción y lo exiguo del material
subsistente, opinamos que el tramo de actividad correcto (producción óptima), lo que actualmente debe,
al menos, preservarse (ya que también debiera reponerse mucha armonía ambiental destruida), es todo
cuanto queda de nuestro patrimonio inmobiliario etnológico, pues la satisfacción que ello ha de rendir a
las actuales y futuras generaciones, crecientemente sensibles a los bienes ambientales, excede claramente
su coste de oportunidad (la satisfacción que reportaría el territorio afectado en usos que degradasen
más esa armonía). Disentimos así, por lo que afecta a su vertiente inmueble, de la cautela que las
vigentes leyes de patrimonio revelan al identificar lo etnológico digno de protección, que circunscriben
a lo relevante (sirva de muestra el art. 46 LPHE: “…expresión relevante…”), dando a entender que no
todo lo es ni debe protegerse. En la parte final (antes de la conclusión), formularemos una propuesta
sobre cómo la Ley ‑pues
no conviene dejar esto al casuismo de las declaraciones individualizadas de una
Administración demostradamente insensible e incentivada fiscalmente a la piqueta‑
podría definir con
mayor precisión lo que, a efectos conservacionistas, se entiende por patrimonio inmobiliario etnológico.
3. Paisaje
La descripción del contexto en el que se verifica la degradación del paisaje quedaría incompleta sin
aludir a la voluntad, manifestada por una parte de los profesionales llamados a intervenir destacadamente
en su configuración, de monopolizar el proceso de toma de decisiones, deslegitimando la participación
en él de la comunidad so pretexto de su carencia de formación específica. Suele acudir en apoyo de esa
pretensión la pasividad ciudadana, derivada unas veces de la insensibilidad y falta de conciencia sobre los
valores y significados del paisaje como entidad, otras, de la frecuente sensación de impotencia de quienes,
abrumados por la magnitud de las fuerzas que operan en contra de sus aspiraciones conservacionistas
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y la consiguiente percepción de desequilibrio entre el coste de oportunidad personal que, en tiempo
y dedicación, supondría arrostrarlas y las escasas posibilidades de éxito brindadas por la ley, habida
cuenta el deficiente respaldo otorgado en el terreno sustantivo por más cauces de reacción e iniciativa
que abra en el procesal/procedimental, optan a menudo por la resignación. De poco sirve, en efecto,
universalizar la facultad para solicitar la incoación de expediente de declaración de BIC (Bien de Interés
Cultural) o habilitar la acción popular para exigir el cumplimiento de la ley6 si los criterios sentados por
ésta no amparan claramente el objeto que se desea proteger. De ahí las propuestas que efectuaremos
en el tramo final del trabajo. Toca ahora esforzarse en desautorizar el referido intento de apropiación,
por parte de los aludidos profesionales, de las experiencias vitales de la comunidad ligadas al paisaje;
reclamar la participación social en su conformación; reivindicar, en suma, su democratización, lo que
nos llevará a profundizar en su concepto e implicaciones. Y es que, no tratándose de juzgar aspectos
técnicos, ni siquiera predominantemente estéticos, pues lo etnológico (que describiremos en el siguiente
apartado), y, por ende, el paisaje concebido como elemento encuadrable en el sistema de referencias
identitarias que lo constituye, trascienden –insistimos‑
con mucho esa dimensión, sino tan sólo de
apreciar la eventual inadecuación con dicho sistema de una determinada alteración paisajística, en
absoluto cabe reclamar una formación especializada, dada la asimilación espontánea de las claves del
mismo por la generalidad de los miembros del colectivo.
Expresado en otros términos, si el valor de lo etnológico como tal es ajeno a consideraciones artísticas
o estéticas, aun cuando sus manifestaciones puedan albergar adicionalmente estas cualidades e, incluso,
provocar en el observador esa impresión por efecto de la adecuación percibida entre los distintos elementos
derivada de su común adscripción etnológica, lo esencial en él no será la armonía física producto de la
acomodación formal de combinaciones cromáticas, lineales, volumétricas, espaciales…, sino una armonía
ambiental o de concepto –llamémosla así‑,
totalmente objetiva al venir propiciada por la inmediata
evocación de unas formas de vida asociadas a etapas históricas en que predominaba lo rural, por lo
que el eventual respeto a la armonía física preexistente no compensará ni justificará la degradación
que el emplazamiento de un edificio moderno o vanguardista en un entorno definido por la presencia
de arquitectura popular produce siempre en la armonía ambiental, no teniendo aquélla capacidad para
suplir ésta, al moverse en un plano diverso, ni, por ende, evitará depauperar la experiencia del sujeto,
con la consiguiente pérdida de bienestar motivada por la destrucción del potencial evocador del conjunto.
Bastará, pues, con la aptitud para apreciar una tal desarmonía, aptitud que no requiere especiales
conocimientos ni información sobre movimientos o escuelas, sino tan sólo la capacidad, poseída por
cualquier lego, para identificar grosso modo el contraste tradición/vanguardia, para pronunciarse con
total autoridad cuando aquélla se produzca. No podrá, así, el profesional solicitar carta blanca alegando
su formación especializada en aquellos supuestos en que sus intereses (creativos) entren en conflicto
con los de la comunidad (a conservar el soporte material de sus vivencias y su identidad colectiva).
Late aquí el concepto de paisaje como elemento identitario, como entidad que, trascendiendo el espacio
físico, apela al modo en que éste es percibido por el individuo a partir de la recepción de las claves
culturales que contiene. El sistema de referencias anclado en el territorio y asociado a la cultura de la
comunidad será captado global, potenciándose cada parte por su conexión con el resto en una visión de
conjunto, y desagregadamente, confirmándose su coherencia tras una operación de disgregación analítica.
El reconocimiento de las claves identitarias incorporadas al sustrato físico en que se asienta el colectivo
humano reforzará lazos entre sus miembros, actuando el paisaje como catalizador del sentimiento de
integración y tejiendo una red de conexiones interpersonales inspiradas por la reciprocidad (“yo me
reencuentro con <<mi>> paisaje, me reencuentro con vosotros en <<nuestro>> paisaje”). Si en tales
supuestos el observador pertenece a la comunidad cuyas señas revela el paisaje, en otros se acercará
a culturas ajenas, coexistiendo los derechos a conservar el paisaje propio y a que los demás conserven
el suyo en aras de la diversidad cultural. Frecuentemente, será incluso la percepción del visitante la
que descubra el paisaje, modificando la mirada utilitaria del residente y haciéndole tomar conciencia
de su valor (Capel, 2014: 74, 82, 83‑84).
La imagen captada del paisaje dependerá, en cualquier caso,
de las ideas previas del observador, su sensibilidad y cultura personal y la de su comunidad de origen
(Capel, 2014: 81‑84;
Sánchez: 231‑232).
La percepción nunca se produce en el vacío.
Ahora bien, si el paisaje refleja una cultura, será, hasta cierto punto, susceptible de encarnar sus
valores, algunos de los cuales merecerán también protección; otros, no. Nuestra reivindicación de
la etnología asociada al –y manifestada a través del‑
paisaje es necesariamente selectiva. Excluye
la sumisión de la mujer; el regreso a concepciones serviles de las relaciones sociales; las fiestas que
implican sufrimiento animal, que nunca respetaremos por tradicionales (o artísticas) que sean (hacerlo
llevaría al contrasentido de negar ese respeto a sus víctimas); la imposición de un credo religioso o la
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sustitución por sus principios de los imperativos derivados de la racionalidad ética. Convendría aclarar
que la defensa de la vertiente etnológica de las manifestaciones religiosas no presupone compartir el
credo que las generó (o el hecho religioso en sí); que el anhelo, incluso, de espiritualidad en abstracto
(no por fuerza particularmente vinculada al ceremonial concernido) y, eventualmente, el ansia de
inmortalidad del que, creyente o no, se sabe perecedero, potencialmente asociados al disfrute de esas
celebraciones, no condiciona la ética individual (independiente de la existencia divina). Huelga, pues, toda
maniobra de prestidigitación semántica que pretenda vincular la defensa, restringida, de la etnología
a posiciones conservadoras (o, en su caso, aplicar a las formas artísticas adjetivos propios del ámbito
sociopolítico). Que la preservación en bloque del sistema de valores resulte inadmisible no refuta, empero,
la conveniente salvaguardia de los que, teniendo cariz positivo, se ven tan amenazados como el propio
paisaje por otros de signo opuesto promovidos por el vigente sistema socioeconómico. Así, frente a las
actitudes marcadamente competitivas e individualistas y la desintegración de los lazos comunitarios,
parece deseable el reforzamiento de éstos y el fomento de la cooperación y la solidaridad mediante la
recuperación de una convivencia más estrecha a nivel local, esforzándose en paralelo por detener y
revertir la dinámica homogeneizadora de supresión de rasgos y variedades locales implícita en una
determinada forma de entender la globalización. Pero no se valora lo que no se aprecia. Proteger exige
sensibilizar al conjunto de la sociedad7, sin circunscribir la educación a etapas o colectivos concretos,
aunque atendiendo especialmente al sector docente como vehículo transmisor, a fin de contrarrestar
la influencia, o, en expresión de Latouche (2007, 2008), abordar la descolonización, del imaginario
económico dominante.
Los factores percepción y participación social/democratización ya contemplados sirven al CEP –cfr.
arts. 1.a) y 5.c)‑
para construir su noción de paisaje (Agudo, 2007: 108, 110; Mata, 2014: 181‑182
‑con
cita de Prieur y Dorousseau‑;
Sánchez, 2013: 385‑415),
una concepción sumamente amplia, integradora
y ambiciosa que aboga, asimismo, por extender su tutela a la totalidad del territorio (factor territoria‑lización),
insertándola en cualesquiera políticas públicas susceptibles de afectarle, con el consiguiente
abandono de la reduccionista visión convencional que circunscribe la defensa a “lo más relevante”
(Agudo, 2007; Mata, 2014; Capel, 2014: 84‑86).
Añádase el factor evolutivo, la idea de paisaje como
entidad dinámica resultado de un proceso histórico que las formas cambiantes de relación humana con
el medio (interacción hombre/naturaleza) mantienen en continua evolución (Agudo, 2007: 108, 110, 111,
125‑126;
Mata, 2014: 182‑185;
Capel, 2014: 76, 80‑81;
Sánchez, 2013: 386‑396),
y quedará trazado el
perfil básico de la definición del CEP. Dilucidar hasta qué punto cabe la mutación en aquellos paisajes
que reflejan claves etnológico‑identitarias
sin que su carácter se resienta resulta arduo. Al identificar
los objetivos en materia de paisaje, el CEP distingue tres áreas: protección, gestión y ordenación. Si
la primera apunta a la conservación de los aspectos más significativos por su valor patrimonial y la
tercera a la mejora, restauración y creación de paisajes, son las acciones encuadrables en la segunda
las que pretenden encauzar armónicamente las transformaciones del paisaje para evitar la pérdida de
valores (arts. 1 y 3; Agudo, 2007: 110‑111;
Mata, 2014: 184‑185;
Sánchez, 2013: 394).
4. Etnología
La legislación sectorial de patrimonio (estatal y autonómica) define lo etnológico/etnográfico a partir
de lo consuetudinario (la costumbre), lo tradicional (conjunto de pautas de carácter colectivo transmitidas
de generación en generación, predominantemente de forma oral), lo arraigado y lo local (lo específico
de una comunidad)8. Sobre estos elementos descansa comúnmente el concepto de cultura popular, que
conecta, por un lado, con lo espontáneo, concebido como caudal de conocimientos, pericias y reglas de
conducta adquiridos y asimilados mediante la convivencia en una comunidad o cuyo ejercicio y provecho
se han generalizado en ella, frente a esa otra formación que, desvinculada de la experiencia cotidiana
del colectivo, se recibe en el marco de la enseñanza oficial o reglada, y, por otro, con la noción de lo
inmemorial, lo ancestral y lo primitivo, término carente, en este contexto, de matices peyorativos, dada
la depuración a que sometimos su contenido para hacerlo reivindicable. Lo primitivo enlaza, a su vez,
con dos esferas que se interpenetran: la naturaleza y lo trascendente9.
Pese a implicar su transformación, la economía agraria se hallaba íntimamente ligada a la naturaleza
y condicionada por sus ciclos. La sociedad rural extrajo de ella su cultura. Y de la creencia en lo trascen‑dente.
La magia y la religión interpretaban los fenómenos que la ciencia no podía explicar. Al margen de
convicciones personales, nos interesa el componente cultural de la religión, su dimensión etnológica y
la protección que, desde esta perspectiva, merecen sus manifestaciones (cfr. supra). Además, la religión
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–o la magia‑
impregnaba de misticismo la naturaleza. La secuencia inicial de Medea, de Pasolini, lo
expresa prodigiosamente. Lo rural, esto es, cuanto proviene del campo y el pueblo, o, en general, de
las formas de vida vinculadas al sector primario –no olvidemos el mar y la riqueza de sus tradiciones‑,
constituye el núcleo de esa cultura: lo etnológico stricto sensu o en estado puro. Y la arquitectura
popular, su manifestación más emblemática en el terreno de lo inmueble. Pero no es menos cierto que,
en aquellas épocas en que predominaba lo rural, ese núcleo irradiaba su influencia al exterior y se
extendía a la ciudad, calando y fertilizando lo urbano. Toda la arquitectura levantada durante ese largo
predominio –castillos, catedrales, palacios…‑
contenía reminiscencias etnológicas. Este fenómeno se
daba igualmente en las restantes manifestaciones artísticas y humanas, y así, más allá de las danzas y
la música popular medieval y renacentista, el poder evocador de lo etnológico nutrió, en mayor o menor
medida, nuestras obras para vihuela (esas preciosas Diferencias sobre <<Guárdame las vacas>>…) y
nuestra polifonía. Y no solo por la frecuente presencia del tema religioso, sino porque el aire fresco del
campo penetraba la vida en todos sus intersticios. Que este mundo comenzara a desmoronarse con el
advenimiento de la Revolución Industrial y la consiguiente transformación de la naturaleza a una escala
más amplia no significa, empero, que a partir de ese momento debamos certificar su defunción. Dada
la graduación del proceso a través del cual la sociedad agraria vino experimentando el repliegue de
sus dominios, aún percibimos lo etnológico en fechas muy posteriores. Nuestros contemporáneos lo ven
reflejado incluso en las antiguas máquinas (que, en origen, podrían suponer su antítesis), por el hecho
de ser coetáneas a la presencia de lo rural en dosis todavía muy superiores a las actuales. El encanto
de los trenes de vapor procede en gran medida de esta circunstancia, representándonos a menudo sus
vagones cargados con productos del campo. No extraña, pues, que la legislación sectorial autonómica,
amén de la estrecha y lógica conexión entre el patrimonio natural y el etnológico10, siente un cierto
parentesco entre éste y el propio patrimonio industrial11, hasta el punto de quedar en algunos casos
formalmente subsumido el último en el penúltimo, si bien es cierto que, en otros, lo “preindustrial”
parece coadyuvar a la definición de lo etnológico12, aunque también lo “protoindustrial”13.
En España, lo agrario estuvo bien presente, cuando menos, hasta el desarrollismo de los años
sesenta del pasado siglo, por lo que la cultura rural, el núcleo de lo etnológico, continuó hasta entonces
emanando su influjo, penetrando en las ciudades y alcanzando esa realidad a la que cabría denominar
“lo etnológico por impregnación”, algo así como una segunda capa de cultura popular superpuesta al
núcleo, de cuyo contacto se alimenta. A ella pertenecería la arquitectura urbana de la primera mitad
del Siglo XX, que merece, por tanto, ser protegida, y no tachada de mero pastiche del clasicismo. Más
que artísticos, hay en juego valores ambientales (ahora, por impregnación, al evocar un período en que
lo rural mantuvo su predominio). Ahí reside esa vaga percepción de “lo antiguo”, vinculada tanto a los
edificios como al mobiliario urbano, del ciudadano de a pie que ningún experto debe ningunear. Yerran,
pues, quienes, alegando que cada época aportó su propia arquitectura, concluyen que la actual debiera
poder asimismo diseminar la suya por doquier, sin percatarse de que ésta es una etapa radicalmente
distinta a cuantas la precedieron al carecer, dada la muy marginal posición que en ella ocupa lo rural,
de la capacidad de generar tradiciones stricto sensu, cultura popular. En determinados entornos, no
cabe sino reproducir sin complejos las pautas etnológicas del pasado (construir con moldes pretéritos).
Tampoco es razonable oponerse a lo dicho argumentando que, al ser gradual, y no abrupto, el proceso
por el que una sociedad va perdiendo su condición etnológica por merma paulatina de lo rural, resulta
difícil trazar la línea divisoria, fijar el momento a partir del cual la arquitectura propia de las nuevas
etapas carecería de la impronta popular que le permitiese combinarse con arquitecturas pasadas sin
drástica ruptura de la armonía ambiental o poder evocador del conjunto. Que no pueda trazarse a priori
esa línea no significa que la categoría no exista, como no cabe deducir la inexistencia del dolor de la
mera dificultad para concretar la intensidad que deba reunir una sensación para merecer ese nombre.
Siempre hay grados. Y la imposibilidad de separar en abstracto no impide, llegado el momento, situar
con seguridad la mayoría de los supuestos a uno u otro lado de la divisoria: un cortijo es pura etnología,
un edificio vanguardista carece de esa cualidad, una mutilación produce dolor, unas cosquillas no. La
categoría de lo etnológico se perfila con nitidez por la concurrencia de las características antedichas.
Siquiera cabría cerrar el círculo añadiendo que es esa precariedad tecnológica que liga estrechamente
a la naturaleza las comunidades rurales la que limita, en mayor o menor medida, su interconexión
y contribuye al mantenimiento de rasgos específicamente locales (sea cual fuere la extensión dada
a lo local y la consiguiente entidad de la comunidad de rasgos –relacionada inversamente con dicha
extensión‑).
Ignoramos si, con el tiempo, comenzará a detectarse la presencia de lo etnológico donde
hoy no se aprecia. Aun así, no podemos apoyarnos en esa eventualidad (aunque fuese certeza) para
relativizar el concepto mismo y permitir, por ende, la inserción de construcciones modernas en entornos
PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. 15 N° 1. Enero 2017 ISSN 1695-7121
16 Externalidades, intereses difusos, paisaje, etnología
tradicionales a sabiendas del impacto que ello produce en la percepción de nuestros contemporáneos.
Sencillamente, no tenemos derecho a hipotecar su bienestar, ni a posponer indefinidamente el de quienes
vayan naciendo, sobre la base de una futura (e incierta) aceptación (provocada quizás por la ampliación
forzada en sus tragaderas) de aquello que hoy se rechaza. Como veremos, la ley podría fijar esa linde
a efectos operativos utilizando un criterio temporal.
5. Propuestas
Para frenar la devastación que sufre esta riqueza, debido a su escaso reconocimiento por un todavía
amplio sector de población (pese a la creciente estimación otorgada por otros), contemplamos dos líneas
de actuación urgentes: por un lado, el reforzamiento de las medidas de protección aplicables; por otro,
la extensión y precisión del ámbito de tutela, lo que facilitaría su identificación, favoreciendo tanto la
seguridad jurídica como la eficacia tuitiva. De entrada, consideramos inexcusable dejar de condicionar
la salvaguarda del patrimonio etnológico inmueble a la inserción formal de los bienes mediante decla‑raciones
individualizadas en la esfera protegida, pues la Administración ha demostrado reiteradamente
su desprecio hacia esta arquitectura. Se perfilan dos alternativas: la formulación legal de una definición
abierta que vincule directamente a poderes públicos y ciudadanos, construida necesariamente sobre
conceptos jurídicos indeterminados portadores de inseguridad jurídica, o el establecimiento de un
criterio de delimitación preciso, cuyo concurso pueda verificarse sin esfuerzo en cada supuesto, y, a la
vez, suficientemente amplio como para asegurar la protección de todo elemento valioso. Garantizar
normativamente la armonía ambiental de los conjuntos quizás exija cierta imprecisión. Más factible
resulta aplicar un criterio estricto, que luego especificaremos, al inmueble individual.
El reforzamiento de las medidas legales apuntaría en varias direcciones. Sin perjuicio de eventuales
referencias a la normativa autonómica, tomaremos como base la estatal, cuya regulación suministra,
teóricamente, un mínimo régimen protector a respetar por aquélla (García Rubio, 2007: 39).
Se ha destacado el acierto de la LPHE en el diseño de un modelo de convivencia coherente entre
los ordenamientos cultural y urbanístico, al lograr la articulación, hasta entonces inexistente, entre
el ejercicio por los municipios de sus competencias urbanísticas y el de la Administración, en principio
autonómica, que ostenta las patrimoniales14. Esta compenetración se plasma en el art. 20, dedicado
a unas figuras, cuales son los Sitios y Conjuntos Históricos, que para nuestro estudio (las Zonas
Arqueológicas devienen tangenciales) revisten interés por su aptitud para la protección de la armonía
paisajística (rural y urbana), trascendiendo la del edificio singular. La concurrencia sobre un mismo
objeto (una parcela de territorio) de intervenciones procedentes de Administraciones cuya competencia
cubre distintas esferas responde a un esquema ya bien conocido: Declarado BIC un Conjunto o Sitio
Histórico, el municipio –o municipios‑
en que se encuentra queda obligado a redactar un Plan Especial
de Protección –o análogo‑
del área afectada por la declaración, Plan cuya aprobación requiere informe
favorable de la Administración patrimonial (que se entenderá emitido pasados tres meses desde la
presentación de aquél). Como los análisis del precepto abundan, abordemos lo que interesa, comenzando
por el juego de licencias previsto:
Hasta la aprobación definitiva del Plan, el otorgamiento de licencias, o la ejecución de las otorga‑das
antes de incoarse el expediente de declaración, precisa resolución favorable de la Administración
competente en materia de patrimonio. La Administración autonómica se coloca así en la posición que
de entrada correspondería al municipio. Desde su aprobación definitiva, el Ayuntamiento recupera la
competencia para el otorgamiento de las licencias, siempre que las obras autorizadas desarrollen el
planeamiento aprobado (y no afecten a Monumentos, Jardines Históricos o su entorno). No obstante,
debe dar cuenta a la Administración patrimonial de las licencias concedidas en el plazo máximo de diez
días desde su otorgamiento, y, si alguna contrariase el Plan, las obras realizadas a su amparo serían
ilegales, facultándose a dicha Administración para ordenar su “reconstrucción o demolición” (que se
deshaga lo hecho o se rehaga lo deshecho) con cargo al organismo que la otorgó (el Ayuntamiento), y ello
sin perjuicio de lo dispuesto en la legislación urbanística sobre responsabilidades por infracciones. Pues
bien, nuestra propuesta es convertir esa facultad en deber. Se trataría, no de permitir, sino de obligar a la
Administración patrimonial a ordenar el restablecimiento de la situación fáctica alterada por la ejecución
de las obras ilegales. Idéntica solución defendemos para el supuesto del art. 23, que, tras prohibir el
otorgamiento de licencias para la realización de obras que, conforme a la LPHE, requieran autorización
administrativa hasta que la misma se conceda, declara la ilegalidad de aquéllas cuya realización incumpla
esta exigencia, atribuyendo nuevamente a la Administración (al Ayuntamiento o a la del patrimonio) la
PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. 15 N° 1. Enero 2017 ISSN 1695-7121
Juan Herrera Vegara 17
facultad de ordenar la reconstrucción o la demolición –según proceda‑
“con cargo al responsable de la
infracción en los términos previstos por la legislación urbanística” (cabe suponer que el responsable sea
el propio Ayuntamiento, que habría otorgado indebidamente la licencia sin aguardar la autorización de
la Administración cultural). Opinamos que se evitarían numerosas corruptelas –más aún, generalizando
la regla en el ámbito urbanístico‑
si a priori se supiese que toda construcción realizada al amparo de una
licencia ilegal, u, obviamente, sin licencia o contra licencia, deberá demolerse (o lo demolido ilegalmente,
reconstruirse). Acabaríamos con la política de los hechos consumados que tanto daña el urbanismo y los
patrimonios natural y cultural, pues autoridades y particulares sabrían a qué atenerse si el desenlace
impuesto por la norma, caso de actuar sin la debida cobertura, fuera la destrucción de lo realizado, sin
posibilidad de entrar a dilucidar su eventual compatibilidad con la ordenación vigente. Frente a quienes
estiman que dicha solución conlleva despilfarro, al provocar la supresión de lo que materialmente pudiera
no vulnerar el ordenamiento urbanístico, consideramos que la certeza del resultado evitaría esas conductas,
al privar al potencial infractor de toda esperanza en regularizaciones forzadas a posteriori, que el aplicador
del Derecho (Juez o Administración) no podría respaldar.
Volviendo al ámbito del art. 20, constatamos, en la normativa autonómica, la existencia de esquemas
similares, eventualmente aplicables, no solo –por lo que aquí interesa‑
a conjuntos y sitios históricos,
sino también a figuras creadas ex novo por el legislador territorial, como los sitios/lugares de interés
etnológico/etnográfico15. Algunas de estas leyes, por cierto, acogen la solución propuesta, transformando
en deber de la Administración, al pronunciarse imperativamente, lo que otras articulan como facultad:
ordenar la reconstrucción o demolición de las obras que son ilegales por ampararse en licencias contrarias
al plan16.
En cuanto al contenido de éste y los criterios de intervención en los conjuntos, extremos regulados
en los arts. 20 y 21 LPHE y, asimismo y de manera profusa, en la legislación autonómica, amén de lo
dispuesto –mantenimiento de las características generales del ambiente, la silueta paisajística, la tipología
edificatoria tradicional…‑,
convendría prohibir expresamente las construcciones de corte moderno en
aquéllos cuya declaración responde al propósito de conservar el ambiente arquitectónico tradicional.
Además de crear nuevas figuras, algunas especialmente adecuadas para la preservación del in‑mobiliario
etnológico (sitios, lugares y zonas de interés etnográfico/etnológico; vías históricas; zonas
patrimoniales; paisajes, vías y parques culturales; espacios y conjuntos etnológicos; núcleos históricos
tradicionales; espacios etnológicos de interés local…), la legislación autonómica añade categorías de
protección susceptibles de aplicación a lo inmueble, evitando la remisión forzosa al ordenamiento
urbanístico, y consecuente sumisión al albedrío de una Administración tan probadamente insensible
y expuesta a presiones como la local, de la tutela de cuanto no se declara BIC. Si la regulación más
estricta corresponde a esta categoría, quizás el grueso de lo etnológico reclame otra cuyo régimen resulte
algo menos gravoso para su propietario (o titular de derechos reales). El derecho fundamental al honor,
la intimidad personal y familiar y la propia imagen, y la inviolabilidad del domicilio, justificarían la
exención del deber de permitir y facilitar la investigación y visita pública de unos inmuebles destinados
comúnmente a vivienda, según preven algunas leyes autonómicas. Empero, la expedición de un título
oficial acreditativo de su condición etnológica podría utilizarse como reclamo turístico, incentivando
la voluntaria aceptación de visitas rentabilizables. No sólo se vive de monumentos. Tanta o más
satisfacción puede reportar un paseo por la huerta contigua a la casa de labor, con parada en establos
y corrales habitados por gallinas felices. La sensibilización resulta aquí crucial. Si son varias las casas
rurales con sus correspondientes anejos, la diversidad dentro del género potenciará su disfrute. Lejos de
engendrar rivalidad, la vecindad entre inmuebles similares pero no idénticos aumentará su atractivo,
suministrando externalidades positivas a propietarios y visitantes y facilitando fórmulas asociativas
de explotación (v. gr., cooperativismo). Pero la conservación de esta riqueza beneficia a toda la sociedad,
que deberá contribuir. Corresponde al Estado mostrarse generoso con sus custodios, aliviando las
cargas de los propietarios mediante un nutrido arsenal de medidas de fomento: subvenciones, beneficios
fiscales, ayudas a la rehabilitación… Una reasignación de dotaciones presupuestarias hacia esta parcela
irreemplazable de nuestra cultura redundará en un incremento del bienestar social, pues la transitoria
renuncia al fruto de cualesquiera otras, por lesiva que fuera, quedaría cubierta por el flujo incesante de la
creatividad humana, pero una pérdida etnológica es insustituible e irrecuperable, dada la imposibilidad
consustancial a un mundo postindustrial para generar nueva etnología. Mas, cualquiera que sea la
categoría que mayoritariamente se reserve al inmueble etnológico, no creemos conveniente sustituir, a
efectos de intervenciones, la previa autorización de la Administración sectorial, base de nuestro sistema
protector, por la mera comunicación a la misma, como hace la LPC andaluza (art. 33), que requiere la
primera para los BIC y sólo la segunda para los bienes de catalogación general.
PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. 15 N° 1. Enero 2017 ISSN 1695-7121
18 Externalidades, intereses difusos, paisaje, etnología
Desvelemos finalmente el criterio cuya adopción permitiría simultanear la adecuada ampliación
del ámbito tutelado y su mejor delimitación. Quienes no detecten el problema, encontrarán la solución
radical, pero, si queremos conservar la arquitectura popular y también esa otra realidad etnológica “por
impregnación” colindante con el núcleo, debemos basarnos en el dato de la antigüedad, nada extraño
a la legislación del patrimonio. Mencionamos arriba la arquitectura de la primera mitad del Siglo XX.
Proponemos, pues, que lo construido hasta 1950 (toda fecha es arbitraria, pero precisamos fijar una)
sea adscrito, por ministerio de la ley y sin necesidad de ulterior calificación administrativa, a alguna
categoría protectora. Aun siendo su valor heterogéneo (un cortijo, una construcción medieval... merecen
más estima que una casa de los años 30), el de cualquiera de estos elementos basta para reivindicarlo.
Hablamos –recuérdese‑,
no de valores artísticos (siempre acumulables), sino etnológicos. Pocos edificios
anteriores a 1951 habrá en España desprovistos de esa cualidad, considerando el sabor local “por
impregnación”. El riesgo de generalizar su presunción es, pues, muy inferior al de seguir confiando
contra todo pronóstico en el juicio y voluntad de la Administración para brindar protección a cuanto la
merece. O la Ley procede a insertar en bloque esos inmuebles en una categoría que conlleve la aplicación
de un régimen protector de suficiente entidad, aunque alguno se cuele inmerecidamente, o se asume
de antemano la destrucción adicional de una riqueza ingente. La utilidad de la primera opción supera
con creces su coste de oportunidad.
6. Conclusión
Nuestro viraje hacia un enfoque micro, complemento indispensable de la perspectiva macro adoptada
por determinados instrumentos internacionales, obedece, según dijimos, a la consideración de que no
es posible defender el todo sin defender las partes, lo que reclama la consagración legal de criterios
precisos. También, a la dolorosa constatación de que no basta con ratificar esos documentos para
detener los estragos. Regresando a lo macro, pero ampliando drásticamente la perspectiva, convendría,
desde un profundo cambio de valores, fijarse metas todavía más ambiciosas. Concebida la conservación
del paisaje, la naturaleza y la etnología como un tipo de producción inmaterial incompatible con la
transformación física del territorio y predominantemente al margen del PIB (cfr. supra), podría llegar
a exigir el decrecimiento de éste (con redistribución)17, decrecimiento que consideramos un bien público
(o compendio de ellos). Aun percibidas, en efecto, sus ventajas, pocos se mostrarán dispuestos a pagar
por ellas afrontando el sacrificio de recortar sustancialmente su consumo de producción material,
no tanto, quizás, por la aspiración egoísta a parasitar los beneficios obtenidos con el sacrificio ajeno
cuanto por el escepticismo albergado sobre la disposición de los demás a contribuir a esos beneficios
reduciendo su propio consumo. Pero si cada individuo piensa que su sacrificio servirá de poco si el resto
no lo secunda, no cabrá seriamente hablar de libertad para elegir entre crecimiento y decrecimiento
ni afirmar que los actuales niveles de consumo material son fruto de decisiones soberanas reflejo de
nuestras preferencias individuales. Deberá, entonces, ser el Estado, o la comunidad internacional,
quien tome la iniciativa reguladora, máxime considerando la magnitud de los costes de transacción
implicados en una sumamente improbable negociación privada a nivel planetario, lo que no impide,
por supuesto, la labor educativa del asociacionismo18.
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PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. 15 N° 1. Enero 2017 ISSN 1695-7121
20 Externalidades, intereses difusos, paisaje, etnología
Notas
1 Salvo consideraciones generalizables, nos centramos en España.
2 Estudiados por García de Enterría y Fernández (2013: 36‑54).
3 Quienes analizan el régimen jurídico del patrimonio cultural con cierta pretensión de exhaustividad suelen dedicar parte
de su trabajo a exponer la evolución del derecho de propiedad para encuadrar en ella el peculiar estatuto jurídico de los
bienes que integran aquél o, cuando menos, caracterizar dicho estatuto en el marco de esa evolución o de la concepción
vigente del citado derecho (cfr. Alegre, 1994a: 561‑595;
Alonso, 1992: 225‑240;
Álvarez, 1989: 25‑27,
65‑69,
622‑627;
Barrero, 1990: 319‑368,
725‑726;
Barrero, 2006: 290; Benítez, 1995: 45‑49;
García‑Escudero
y Pendas, 1986: 11‑19).
4 En nuestro campo, cfr. Ley estatal de Patrimonio Histórico Español de 1985 (LPHE), art. 8.2.
5 Cfr. formulaciones genéricas de la problemática ambiental articuladas sobre las tradicionales nociones de externalidad,
coste de transacción, parásito (free‑rider)
y bien público en Field y Field (2003: 220‑226)
y Common y Stagl (2008: 325‑330).
6 Arts. 10 y 8.2 LPHE (ciñéndonos a la legislación estatal).
7 García Valecillo (2009) aborda la educación como herramienta de gestión participativa del patrimonio.
8 Arts. 46 y 47 LPHE, y –designando, por problemas de espacio, las leyes sectoriales autonómicas con la fórmula LPC (Ley
de Patrimonio Cultural), aunque no todas la adopten literalmente, seguida del correspondiente gentilicio‑
26.6, 61.1 y 63,
2º párrafo LPC andaluza 14/2007, de 26 de Noviembre; 51 y 53.1 LPC vasca 7/1990, de 3 de Julio; 64 y 65 LPC gallega
8/1995, de 30 de Octubre; 69, 71, 72, 73, 74.1 y 75.2 LPC asturiana 1/2001, de 6 de Marzo; 49.5.c), 96, 97 y 98 (núms.
5 a 9) LPC cántabra 11/1998, de 13 de Octubre; 12.4.E), 63 y 64 (núms. 2, 4 y 5) LPC riojana 7/2004, de 18 de Octubre;
26.1.A).d) y D) (en relación con 1.3, 45 y 55) LPC valenciana 4 /1998, de 11 de Junio; 12.2.B).f), 72 y 75 LPC aragonesa
3/1999, de 10 de Marzo; 18.1.g), 73 y 74.3 (en conexión con 2, 2º párrafo y 18.3) LPC canaria 4/1999, de 15 de Marzo; 15.e),
65 y 2.2 y 18.3 (en relación con 69) LPC navarra 14/2005, de 22 de Noviembre; 6.1.g), 57, 59 y 60 (en relación con 6.3) LPC
extremeña 2/1999, de 29 de Marzo; 6.5, 65, 66 y 67 (en relación con 5, 2º párrafo) LPC balear 12/1998, de 21 de Diciembre;
3.1.f) LPC madrileña 3/2013, de 18 de junio; 8.3.f), 62.1 y 1.2, último inciso (en relación con 63.3) LPC castellanoleonesa
12/2002, de 11 de Julio, y 3.4.g), 65 y 1.3 (en relación con 65 y 66.2) LPC murciana 4/2007, de 16 de Marzo.
9 Confróntese esta descripción con Mingote (2004).
10 Arts. 7.2.e) LPC catalana 9/1993, de 30 de Septiembre; 8.4.f) LPC gallega; 11.b), 69.2.a) y d), 70 y 71.a) LPC asturiana;
Exposición de Motivos y arts. 49.5.c) y d), 97.2 y 98.2 LPC cántabra; 12.4.E) y 63.2.A) LPC riojana; 39.3.b.2) LPC valenciana;
12.2.B).f) LPC aragonesa; 15.e) LPC navarra; 6.1.g) LPC extremeña; 6.5 LPC balear, y 3.4.g) LPC murciana.
11 Arts. 66 LPC gallega; 69.2.d) LPC asturiana; 98.4 LPC cántabra; 26.1.D), 50.3 y disposición adicional 5ª LPC valenciana;
73 y 74, 2º párrafo LPC aragonesa; Exposición de Motivos y Capítulo II del Título V (arts. 65 a 70) LPC navarra; 6.1.g),
58 y Exposición de Motivos LPC extremeña; 3.1.f) LPC madrileña, y 62.2 LPC castellanoleonesa.
12 Arts. 69.2.d) LPC asturiana; 98.3 LPC cántabra; 68.1, 2º párrafo LPC navarra.
13 Cfr. el precepto asturiano.
14 Así, Alegre (1994b: 129‑130),
Fernández (2014: 178), García‑Escudero
y Pendas (1986: 162‑164,
230), García Rubio (2007:
39), Parejo (1998: 56‑57,
67, 71‑72)
y Pérez de Armiñán (1997: 38, 41‑43).
Matizadamente, Barrero (1990: 604‑607,
609‑610,
727‑729;
2006: 84‑86;
2012: 141‑142
y 146).
15 LPC murciana (arts. 44 y 46 –relaciónese con 40‑),
vasca (arts. 28 y 33), catalana (art. 33 y 34), gallega (arts. 45, 47, 48
y 52), asturiana (arts. 50, 55 y 56), cántabra (arts. 52, 56, 62, 64, 65 y 66.2), riojana (arts. 51, 53 y 54), valenciana (arts.
34 y ss.), aragonesa (arts. 41, 42, 45, 46 y 47), canaria (arts. 30, 32 y 33), extremeña (arts. 40, 42 y 43), balear (arts. 36 y
37), madrileña (art. 26), castellanomanchega 4/2013, de 16 de mayo (arts. 26 y 39‑42)
y castellanoleonesa (arts. 37, 43 y
44).
16 Arts. 46.4 LPC murciana, 47.3 LPC gallega y 44.3 LPC castellanoleonesa.
17 En palabras de Monbiot (citado en Taibo, 2009: 138), los costes marginales del crecimiento habrían sobrepasado sus
beneficios marginales. Análogamente, Hamilton (2006: 76).
18 Latouche (2008: 94‑97)
observa que una “llamada (…) a la frugalidad” quedará probablemente “en un voto piadoso”, pues
su eficacia exigiría generalizar esta conducta a nivel social, arriesgándose las “iniciativas individuales” a ser insuficientes
“para salvar el planeta”, y tilda de “opción heroica” “la ruptura con el ambiente consumista dominante”, abordable, empero,
“de manera colectiva”.
Recibido: 30/11/2015
Reenviado: 14/03/2016
Aceptado: 03/04/2016
Sometido a evaluación por pares anónimos