© PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. ISSN 1695-7121
Vol. 15 N.o 3. Págs. 741-750. 2017
www .pasosonline.org
Opiniones y Ensayos
Guías, imágenes y suvenires: reflexiones sobre los
artefactos mediadores de la práctica turística
Mercedes Gonzalez Bracco*
UBA‑CONICET
(Argentina)
* Doctora en Ciencias Sociales (UBA); E‑mail:
mercedesbracco@yahoo.com.ar
Resumen: Este trabajo examina los instrumentos y tecnologías que median la práctica turística, mostrando
cómo fomentan o desalientan usos, acciones y percepciones sobre los lugares turísticos. A partir de la teoría de
Latour propongo considerar estas herramientas como “actantes no‑humanos”,
entendiendo que contribuyen
a producir la práctica turística en la misma medida que los humanos. De esta manera, se analiza la supuesta
objetividad de estos elementos, para luego observar cómo esa supuesta objetividad afecta la confrontación de
la imagen turística con la realidad del lugar. El trabajo finaliza con una reflexión acerca de la cristalización
y mercantilización de la imagen turística como suvenir.
Palabras Clave: Práctica turística; Actantes no‑humanos;
Imagen turística; Suvenir; Experiencia turística.
Guides, images and souvenirs: reflections on the mediating artifacts of tourism practice
Abstract: This paper examines the tools and technologies that mediate the tourist practice, showing how it
encourages or discourages uses, actions and perceptions on touristic places. As from Latour’s theory I propose to
consider these tools as “non‑human
actors”, meaning that they contribute to produce the tourism practice in the
same way as humans. Thus, I analyze the supposed objectivity of these elements, to see then how that affects
the confrontation between the tourism image and the reality of the place, to finally reflect on crystallization and
commercialization of tourist image as a souvenir.
Keywords: Tourist practice; Non‑human
actors; Tourist image; Souvenir; Tourist experience.
1. Introducción
¿Cuáles son las condiciones que habilitan o dificultan la experiencia turística? A partir de experiencias
cercanas, pude comprobar que mientras que un amigo angloparlante pudo autovalerse sin mayores
inconvenientes durante una larga temporada en Buenos Aires, mi hermana – que habla fluidamente
inglés y francés – rememoraba con amargura sus primeras semanas en Egipto por fuera de los clásicos
circuitos turísticos: “Lo que más recuerdo de esos primeros días en El Cairo es tener mucha hambre. No
sabía qué pedir, ni cómo pedir comida”. Abro este trabajo con ambos ejemplos en tanto extremos en los
gradientes de bienestar o malestar que puede provocar la estancia (voluntaria y breve, de acuerdo a la
definición tradicional de turismo) en un lugar desconocido. Diversas situaciones como buscar el nombre
de una calle o la necesidad de expresarse en un idioma extraño suelen ser fuente de malentendidos y
anécdotas chistosas.
Las posibilidades de tener una experiencia turística placentera dependen de diversos factores, tales
como el mayor o menor conocimiento del destino elegido, el acceso a la información disponible y la
cercanía sociocultural e idiomática. No obstante, el viajero entrenado buscará salvar las dificultades
enfrentadas al encarar un viaje a través de artefactos construidos socialmente para tal fin. Me refiero a
Mercedes Gonzalez Bracco
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los mapas, guías de viaje, páginas web y demás instrumentos que operan como mediadores en nuestras
prácticas turísticas y en cuyos “saberes” confiamos cabalmente.
Con la intención de hurgar en su naturaleza, propongo considerar a los mapas, guías de viaje, postales
y demás elementos mediadores como “actantes no‑humanos”.
Latour (1992) propone esta denominación
para superar la dicotomía objeto‑sujeto,
entendiendo que estos artefactos interactúan de manera simétrica
con los humanos en términos de condicionar, habilitar, prohibir o fomentar ciertos comportamientos,
usos y prácticas1. Según el autor esto permite, por un lado, superar la dicotomía humanos/no humanos,
mostrando que las personas y las cosas se modifican mutuamente. Por el otro, abrir las “cajas negras”
constituidas por los hechos u objetos reificados o institucionalizados, reconociendo el tipo de conocimiento
construido históricamente para determinado fin2.
2. El paisaje, una construcción sociocultural
Las imágenes sobre cualquier destino que fueron solidificándose hasta transformarse en íconos
no surgen de la nada. Y aunque actualmente son pensadas casi unívocamente en formato fotográfico,
encuentran un antecedente inmediato en mapas, grabados y pinturas, los cuales fueron construyendo
un tipo particular de mirada. Cabe destacar que en estos antecedentes confluyen dos tipos de represen‑taciones
que hoy nos aparecen escindidas: la técnica/científica y la artística: “Todavía en los inicios del
siglo XV, en pleno periodo de viajes y descubrimientos geográficos, era difícil encontrar muchas personas
que supiesen interpretar un mapa o que pudiesen imaginar espacios que no eran conocidos en forma
directa. En los relatos de los humanistas viajeros, lo real se mezclaba con lo maravilloso; la ciencia, con
la interpretación de los fenómenos a través de intervenciones divinas” (Aliata y Silvestri, 2001: 38).
Alpers (1987: 195) muestra cómo dichas representaciones convergieron en la cartografía desarrollada
en Holanda en el siglo XVII pues, tanto para la guerra como para el conocimiento, “el mapa permitía
ver cosas de otro modo invisibles”. Seguidamente, surgieron las primeras imágenes topográficas o
panorámicas holandesas que ofrecían una transposición del mapa al lienzo, cuyos fines descriptivos
implicaban también un cambio de escala que habilitó al paisaje como nuevo género pictórico.
Sumado a los cuadernos de dibujo y diarios de viaje, el paisaje como tema también implicó la
emergencia de una nueva subjetividad, marcada por el ascenso del capitalismo y las posibilidades de
reproductibilidad técnica y mercantilización a él asociadas. Hacia el siglo XIX, la distribución y resonancia
de las imágenes generadas se amplió además a través de los periódicos y las revistas ilustradas, a los
que se sumó la fotografía. Según Aliata y Silvestri (2001: 116‑117)
“el papel público cumplido por los
pintores topógrafos que, sin decidirlo, produjeron una revolución en la pintura, es heredado, en la segunda
mitad del siglo XIX, por la fotografía. Del interés por los paisajes lejanos, de la necesidad del viajero
científico o del turista temprano de comunicar sus experiencias, surgirá la tarjeta postal, que enseña
(…) cómo seleccionar y mirar lugares típicos de un mundo que ya será cada vez menos ancho y ajeno”.
Ahora bien, en tanto construcción cultural, el paisaje constituye un campo visual que excluye al
observador. Con la aparición de nuevos dispositivos esa construcción irá cambiando, pasando de lo óptico
a lo háptico. En contraposición al conocimiento óptico o visual, el conocimiento háptico remite a lo táctil,
a lo sensorial. En tal sentido, resulta interesante el análisis de Bruno (2002: 187), quien ubica a las
guías de viaje, junto con las películas y los mapas, como elementos concebidos hápticamente, pues ellos
aconsejan y proveen “potenciales itinerarios que tanto anticipan como continúan los movimientos de
los habitantes y viajeros a través del espacio – los caminos de la experiencia emotiva y su historia”. La
autora sostiene que el traslado del viaje como experiencia narrada al viaje como experiencia visual (y
sensorial) crea un nuevo tipo de conocimiento geográfico a través de una ficción del espacio, consolidando
así lo pintoresco como una nueva estética apoyada en el fragmento y la discontinuidad.
Este corrimiento tiene además otro correlato, en tanto la miniaturización también se corresponde
con la época de la reproductibilidad técnica que menciona Benjamin, donde la autenticidad da paso a
nuevos valores que buscan restaurarla a partir de su transformación en souvenir: “Turismo y consumo se
basan, en cualquier caso, en la promesa de restitución de lo auténtico, en especial de los tiempos pasados
y de los lugares distantes” (Estévez González, 2008: 40). De la mercantilización del paisaje existente
a su construcción como parque temático, de la rara y original artesanía a la reproducción masiva y
kitsch “made in china”, las nuevas formas que toman tanto la oferta como demanda turística desarman
la vieja concepción contemplativa del paisaje y transforman al turista en un cazador de experiencias.
Actualmente el viaje es una experiencia de masas, pero también se inscribe en la biografía personal
de un modo particular. Gracias a diversos mediadores no‑humanos
como la guía de viaje, cámara de fotos
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y el souvenir, el turista construye (y es construido por) la experiencia turística. En esta interacción, el
paisaje ya no es simplemente el paisaje, sino más bien yo‑en‑el‑paisaje
o, mejor aún, otros‑viéndome‑en‑el‑paisaje.
Podemos decir que el círculo de la experiencia turística no se cierra sino hasta ser compartido,
y esto se acelera en nuestros tiempos de interconectividad instantánea3.
A partir de esta breve genealogía es posible rastrear de qué manera el género paisaje contribuyó a la
consolidación de la imagen turística de las ciudades tal como hoy la concebimos. Para ello, el desarrollo
y la serialización de dispositivos discursivos y tecnológicos fueron indispensables. La sistematización
de un relato fotográfico y descriptivo permitió abarcar aquello que es presentado como “digno de ver”,
construyendo (al menos) una imagen para cada lugar turístico. Debido a su rutinización, cuando viajamos
tomamos estas imágenes como elementos de una realidad objetiva. Solo a partir de una situación o
elemento que contradiga dicha estandarización es que nos damos cuenta de la operación de objetividad
construida por la imagen fotográfica como artefacto, es decir, como actante no‑humano.
3. Objetividad/subjetividad: ¿una falsa dicotomía?
Hoy en día la oferta turística se encuentra extendida a casi todo el globo y sus herramientas se han
estandarizado. Antes de ir a visitar un lugar, construimos una imagen y creamos ciertas expectativas en
base a diversos proveedores de información. Más allá de que podamos tener representaciones previas del
lugar que visitaremos en base a rastros de cultura general – como el cine o la literatura –, al momento
de viajar buscaremos información más específica: ¿Qué hacer? ¿Dónde dormir? ¿Cuánto dinero llevar?
Para contestar estas preguntas, las fuentes de información humanas pueden ser consideradas más
fiables (como las experiencias de conocidos que han viajado a dicho lugar) pero, al mismo tiempo, son
difícilmente traducibles o cuantificables: “la comida es deliciosa”, “el alojamiento es caro”. Subjetividades
como “delicioso” o “caro” parecen desaparecer en las fuentes de información no humanas como las guías
de viaje, que nos proporcionan datos aparentemente más objetivos: “la especialidad gastronómica es el
pescado”, “la noche en un hotel 3 estrellas cuesta USD100 en promedio”.
Resulta interesante, sin embargo, desarmar esa supuesta objetividad para pensar en la construcción
de los instrumentos que hoy acompañan nuestros viajes. Si, como indica Latour, los artefactos conllevan
no solamente un trabajo, sino también una moralidad que les hemos delegado, parece difícil escapar
a las prescripciones que nos llevan incluso a considerarlos antropomórficamente (“el mapa dice que a
dos cuadras hay un restaurante”, “la guía dice que por esta calle no hay nada”). Ahora bien, al observar
artefactos como los mapas turísticos, carteles indicativos o guías de viaje, aparece claramente el sentido
construido de la experiencia turística que promueven, en tanto habilitan o deshabilitan prácticas o
recorridos, lo que puede observase en varios sentidos.
En primer lugar, dichos artefactos contribuyen a crear una “pedagogía del turista” proporcionando
herramientas orientadoras: por dónde hay que pasear, qué se debe ver, cómo interpretar lo mirado, etc.
Además, suelen aparecer de manera coordinada con otros actantes humanos en crear una “representación
tipo”, una experiencia serializada a la que el visitante promedio se somete sin cuestionamiento: “Los
operadores turísticos locales tradujeron las descripciones y representaciones encontradas en guías
de viajes en realidades físicas, proporcionando a los turistas itinerarios fijos, los cuales reducían las
ciudades que veían a una melànge de monumentos, sitios históricos y centros culturales. La experiencia
turística en el transporte masivo y los recorridos guiados redujeron la ciudad a un panorama de ciudad
de paso vista desde afuera, de una manera fascinante” (Judd, 2003: 54)4.
En algunos casos extremos, como puede observarse en los parques temáticos o los cascos históricos
de muchas ciudades, la labor conjunta de humanos y no‑humanos
transforman estos espacios en
“máquinas turísticas”, llegando incluso a la creación del neologismo “disneylandización” para dar cuenta
de estos procesos de control social y artificialidad5. Al respecto, Judd (2003: 53) indica que “dentro de
los enclaves turísticos, se intenta – y generalmente se alcanza – un régimen no democrático, directivo y
autoritario”, aunque también aclara que el control nunca es total. Los usos antiprogramáticos (Latour,
1992) siempre se encuentran latentes. No obstante, la posibilidad de acceder a estos usos también
depende de estas tecnologías (por ejemplo, y para seguir utilizando vocabulario latouriano, las guías de
viaje tipo “Guía Azul” o “Lonely Planet” así como sitios de internet como www.tripadvisor.com o www.
mochileros.org preinscriben un tipo de turista que se maneja por su cuenta en el destino turístico, pero
siempre amparado por las propuestas y advertencias indicadas en ellos).
En tal sentido, a pesar de que estos artefactos parecieran otorgar una mayor libertad al turista,
también pueden amedrentar dicha autonomía. Así encontramos tanto usos autónomos fomentados:
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sitios resaltados en el mapa turístico, señalética que marca puntos panorámicos para sacar fotografías
(Imagen 1), publicidades de restaurantes y paseos sugeridos, como otros que más o menos sutilmente
los desalientan: un cartel de “prohibido pasear/vagar” en la entrada de un negocio de una calle céntrica
(Imagen 2), el horario de apertura de un museo, un GPS que advierte la proximidad de una “zona
peligrosa” o calles que, por hallarse fuera del radio turístico, no figuran en el mapa. Todos estos elementos
muestran distintos condicionamientos que prueban que la libertad pretendida de nuestro tiempo libre
de vacaciones se encuentra altamente restringida.
Imagen 1: Raymond Depardon, “Kodak Picture Spot”, Los Angeles, 1982
Imagen 2: Mercedes González Bracco, “Interdit de flaner”, Montreal, 2011
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Para comprender esta contradicción, retomo el análisis de Almirón (2011) quien indica que la
práctica turística busca solapar dos experiencias: por un lado el fomento de aspectos desrutinizadores
y novedosos que permitan vivir dicha experiencia como algo ajeno a la vida cotidiana y, al mismo
tiempo, el desarrollo de prácticas que nos mantengan dentro de marcos conocidos de acción. Aquí
entonces el rol traductor de los actantes no‑humanos
se revela fundamental, sobre todo a medida que
el destino turístico es culturalmente más ajeno a nuestra realidad cotidiana. De esta manera, no nos
sentiremos tan inseguros sin un mapa al viajar a una ciudad cercana (lo que, en términos de Judd, nos
libera del régimen autoritario impuesto para el turismo). Por el contrario, al viajar a un país lejano
seguramente el mapa no será suficiente y acudiremos a otros artefactos complementarios como guías
de viaje, GPS y páginas de internet que nos permitan elaborar y comprender las diferencias para poder
configurarlas como parte de la experiencia desrutinizadora y evitar que se vuelvan un problema. Esto,
en contrapartida, nos somete a la “máquina turística”, estandarizando la práctica del viaje a aquello
previsto por los operadores turísticos. Sin embargo, es un precio que la mayoría de los turistas parece
dispuesto a pagar por evitar alguna desagradable sorpresa. Al mismo tiempo, esto colabora a que la
vivencia del destino no haga sino reforzar las imágenes previas que llevaron a su elección, por lo que
resulta interesante detenerse a indagar acerca de la construcción de estas imágenes en tanto configuran
la práctica turística desde el inicio.
4. La imagen turística: manual de uso
La experiencia suele indicar que, al visitar un lugar muy emblemático, sólo podemos desilusio‑narnos,
pues nuestra presencia en ese lugar nos obliga a cambiar de escala. Ese cambio implica no
sólo notar que el punto turístico ‑ese
que llevamos impreso en la retina a fuerza de reproducciones
gráficas‑
es en realidad demasiado grande o demasiado chico, sino también que hay mucha gente,
que está descuidado, sucio o huele mal, que no se puede caminar, que hace demasiado calor o frío…
Y además, claro, que el punto turístico está en un entorno, el “fuera de marco” que no muestra
la fotografía de nuestra guía turística ni las postales que compramos para nuestros amigos. La
percepción propuesta por la imagen turística es pintoresca, es decir, necesariamente fragmentaria,
engañosa y escenográfica. Como indica Augé (2003: 65): “Hoy la imagen confiere su color particular
a la tensión entre espera y recuerdo, tensión que constituye, desde la partida, la ambivalencia
del viaje (…) El viaje se parecerá pronto a una verificación: para no decepcionar, lo real deberá
parecerse a su imagen”.
En diversas páginas web es posible encontrar ejemplos de estos desajustes respecto de la entorno o
la escala6. Para resaltar solo algunos: la majestuosidad de la Puerta de Bradenburgo se ve claramente
empequeñecida y hasta fuera de tiempo al observar las edificaciones de sus alrededores (Imagen 3 y
4); y la imagen bucólica del desierto– que nos transporta a otro tiempo ‑
resulta un encuadre forzado
al verificar la cercanía de las pirámides de Giza con la populosa ciudad de El Cairo, remitiéndonos a
su actualidad (Imagen 5 y 6).
Imagen 3 y 4: Puerta de Bradenburgo – Berlín.
Fuente: http://bit.ly/2lkHCjY
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Imagen 5 y 6: Pirámides de Giza – El Cairo.
Fuente: http://bit.ly/1eLwjYl
Otro artista visual que ha dedicado buena parte de su obra a deconstruir la imagen romantizada
del turismo es el fotógrafo inglés Martin Parr7. Particularmente en sus libros “Small World”, “Boring
postcards” y “Life is a beach”, este artista satiriza la forma en que los turistas interactúan con la imagen
turística y los usos que hacen de los mediadores y espacios turísticos. Al despojarlos del glamour de
la folletería de la agencia de viajes, Parr se concentra en el lado B de los viajes, donde imperan los
lugares comunes, los guías automatizados y el tedio de los visitantes (Imagen 7 y 8). En esta misma
línea, desde la Argentina el tumblr “Boludos en las Salinas”8 se mofa de las formas rutinizadas que
adoptan las imágenes intervenidas por los turistas, que se limitan a saltos y juegos de perspectivas
(Imágenes 9 y 10). El resultado de estas sencillas operaciones, que nos arrancan una sonrisa, también
nos hace pensar en los usos condicionados de la imagen turística y en el condicionamiento de la
propia experiencia turística. ¿Quién dirige nuestro viaje, nosotros o nuestros mediadores? ¿Estamos
obligados a disfrutar todo el tiempo? ¿En qué medida las fotos que ya vimos se transforman en las
fotos que tomamos?
Imagen 7: Martin Parr: Roma. El Panteón.
De ‘Small World’.
Fuente: Magnum Photos
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Imagen 8: Martin Parr: Pisa. La torre inclinada de Pisa. De ‘Small World’.
Fuente: Magnum Photos
Imagen 9: Fuente: Boludos en las Salinas
Imagen 10.
Fuente: Boludos en las Salinas
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Aún atacada, la imagen turística construida y mediada por los instrumentos mencionados debe
permanecer aséptica y ahistórica, presentándose como un cuadro más o menos ficcionalizado de acuerdo
a su grado de intervención para la satisfacción de los visitantes. La autenticidad se revela entonces como
un valor enunciativamente reclamado por los turistas, pero que sucumbe frente a la fuerza simbólica de
la geografía imaginaria y emotiva de las postales, películas y demás dispositivos que ayudaron a construir
dicha imagen. Así, si el lugar real no responde a lo que nuestra imagen mental construyó previamente,
nuestra inversión (de tiempo, de dinero, de expectativas) no quedará satisfecha. Aunque la reclamemos,
íntimamente preferimos que la autenticidad del lugar no atente contra nuestra “imagen imaginada”
del mismo. Sin embargo, esto es casi imposible. ¿Cómo superar esa contradicción? La posibilidad de
(re)producir, comprar y poseer la imagen turística parece ser la respuesta.
5. Entre la objetivación de la experiencia y la subjetivación de la mercancía: la “souveniri‑zación”
de la experiencia turística
En el caso de la imagen turística, la mirada hacia la parte por el todo se produce tanto desde la
promoción del destino como desde la percepción de los visitantes, donde los países son reducidos a
ciudades, las cuales son a su vez reducidas a un punto icónico que se transforma en “prueba” del viaje,
ya sea en fotografías, postales o suvenires. De acuerdo con Stewart, el suvenir autentifica la experiencia
del espectador, funcionando metonímicamente entre el objeto y la experiencia, a través de una operación
de subjetivación de la mercancía, transformando lo público en privado. El ejemplo más claro es el de
la postal: “como una vista producida masivamente de un sitio construido culturalmente, la postal es
comprada. Sin embargo, la compra, que tiene lugar en un contexto ‘auténtico’ del sitio en sí mismo,
aparece como una suerte de experiencia privada a medida que el yo recubre el objeto, al inscribir la
grafía de lo personal por debajo de la captación más uniforme de lo social” (Stewart, 2013: 205).
Esta personalización matiza la condición esencializadora del souvenir, que borra las diferencias. Es
el turista quien elige cierta imagen u objeto sobre un repertorio posible. No obstante, el repertorio es
limitado y no deja de presentar a la ciudad encorsetada, en donde el ícono debe funcionar como sinécdoque
del lugar visitado y donde el souvenir debe responder a la imagen que espera el turista. Así, Barthes
(2001: 58) analiza el rol icónico de la Torre Eiffel indicando que “pertenece a la lengua universal del
viaje”, pues “no hay viaje a Francia que no se haga, en cierto modo, en nombre de la Torre, ni manual
escolar, cartel o filme sobre Francia que no la muestre como el signo mayor de un pueblo y de un lugar”.
Ahora bien, esta potencia semiótica de los íconos no se apoya necesariamente en su antigüedad (en
oposición a la ruina) o en su importancia histórica (en oposición a los sitios conmemorativos o edificios
patrimoniales). De acuerdo con Lowenthal (1998), si la historia escrita y el tiempo verbal permiten separar
el pasado del presente, los objetos (icónicos, según nuestro análisis) son a la vez pasado y presente, y sus
connotaciones históricas coinciden con sus funciones modernas, en las que se mezclan y a veces se confunden.
Es por eso que las propiedades de antigüedad o relevancia histórica pueden formar parte del atractivo
del ícono, pero su mayor efectividad está dada por la conformación de una relación inconfundible con la
ciudad/país que lo alberga y por la posibilidad de construir sentidos múltiples para los visitantes. Volviendo
al ejemplo de la Torre Eiffel, dice Barthes (2001: 66) que es precisamente su inutilidad lo que le permite
configurarse como un significante puro, casi atemporal, al tiempo que la construye como rito de pasaje
abierto para todos los visitantes: “de todos los lugares visitados por el extranjero o el provinciano, la Torre
es el primer monumento obligatorio; es una Puerta, marca el paso a un conocimiento: hay que ofrecer un
sacrificio a la torre mediante un rito de inclusión, del cual, precisamente, sólo el parisino puede eximirse;
la Torre es ciertamente el lugar que permite incorporarse a la raza, y cuando mira a París, es la esencia
misma de la capital lo que recoge y tiende al extranjero que le ha pagado tributo de iniciación.”
Como heredero de la reliquia religiosa, el souvenir es un objeto que condensa una narrativa específica
(un “allí” en un “aquí”, una trayectoria personal, un fetiche, un obsequio, un ejemplo de producción en masa,
entre otras lecturas posibles) en tanto objetualiza la experiencia, despojando al paisaje real de sus vicisitudes
coyunturales para llevarlo a un mundo interior, familiar, domesticado. En tal sentido, no debe pensarse en
el souvenir como una mercancía inútil, pues en realidad es el principal comunicador del destino. Aun en su
precariedad y a pesar de su explícita falta de autenticidad, los imanes para heladera, los globos de nieve
falsa, las remeras estampadas, los lápices, los señaladores, las tazas y los calendarios circulan de mano en
mano generando y consolidando la imagen turística de un destino, comunicándola de una manera más sutil
pero no menos efectiva que el asesoramiento de cualquier agente de viajes o página web.
Por otra parte, todo objeto transportable puede devenir en souvenir. El tiempo disfrutado ya no volverá,
pero nos queda la servilleta de un bar, el programa de una obra de teatro o el ticket de entrada al museo
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como depositarios (mediadores) de esa memoria. La industria del souvenir no ha tocado aún sus límites,
pero nosotros podemos a otorgar ese status a casi cualquier cosa a nuestro alrededor, siempre que podamos
construir un significado asociativo para ella. Es por ello que el souvenir ocupa un lugar singular entre la
objetivación de la experiencia y la subjetivación de la mercancía. No es (solamente) para ser consumido,
sino para ser atesorado; no es para darle un uso profano, sino para depositar allí nuestras vivencias
pasadas y/o expectativas futuras. Es por ello que el souvenir también actúa en términos latourianos: “…el
souvenir nos dice más del turista que del lugar del cual el souvenir es su representación. (…) No tenemos,
por tanto, turistas que se llevan consigo souvenirs; tenemos souvenirs que encapsulan subjetividades, los
sentimientos y las emociones de los turistas” (Estévez González, 2008: 45)9.
6. A modo de cierre
Este trabajo propuso un análisis acerca de la configuración de la práctica turística más allá de la
definición de atractivos10, incorporando al análisis el rol de los mediadores (que pueden ser humanos
pero también – y en su mayoría son – no‑humanos)
de dichos atractivos. La pregunta disparadora
para este propósito fue: ¿De qué manera los instrumentos vinculados al turismo permiten, prescriben
o condicionan ciertas prácticas, usos, comportamientos y percepciones? Para reflexionar sobre esa
pregunta se estableció un pequeño recorrido histórico sobre el paisaje como construcción cultural para
luego abrir tres ventanas de indagación: la supuesta objetividad de los instrumentos asociados a la
práctica turística, la construcción real e imaginaria de la imagen turística y la “souvenirización” (es
decir la mercantilización tipificada, iconizada y empequeñecida) de la experiencia turística.
Mediante dicho análisis encontramos que los actantes no humanos vinculados al turismo condicionan
fuertemente las prácticas, usos, comportamientos y percepciones de los turistas, habilitando y restrin‑giendo
su autonomía a partir de sugerencias, visitas obligadas, advertencias y prohibiciones llanas. De
esta manera, los ejemplos presentados muestran el relato incorporado a las herramientas y tecnologías
vinculadas al turismo, poniendo a la luz su rol activo en la “producción” de la experiencia turística.
Para finalizar, cabe mencionar que las operaciones descriptas no pueden pensarse por fuera de las
condiciones de reproductibilidad técnica de la obra de arte y la estetización de los bienes de consumo. En
este contexto, con la aceleración de las tecnologías y el desarrollo de la industria turística se observa una
creciente banalización tanto de la escala como de la iconicidad, transformando la experiencia del viaje en
un zapping de lugares. Allí prima la lógica del espectáculo que transforma la ciudad en una caricatura
de sí misma y, como dice Amendola (2000: 214), al turista de flâneur en buyer, dando como resultado una
nueva construcción cultural del paisaje: “el flâneur del Segundo Imperio veía sólo aquello que miraba, el
nuevo flâneur ve sólo lo que le hacen mirar”. De esta manera, al guiarnos por los puntos destacados en
un mapa, buscar un restaurante en la guía o fotografiar el edificio que tantas veces vimos en la postal, el
lugar que ocupan los mediadores turísticos en la orientación de la mirada (y las experiencias, y el consumo)
del turista se torna explícito, y su utilización se transforma en un oxímoron de libertad sometida.
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Notas
1 En el artículo “Where are the missing masses?” (1992a) pone como ejemplos el cinturón de seguridad, la puerta y la llave.
2 Otra aproximación a este intento de extrañamiento de la práctica turística puede observarse desde el cine, como ejemplifica
la película documental/ficcional Balnearios, de Mariano Llinás (2001). Dividida en capítulos, el denominado “Episodio de
las playas” relata, con voz en off en castellano neutro y el distanciamiento propio de un naturalista, las particularidades
de las ciudades balnearias de la costa argentina y los comportamientos de los veraneantes, desarmando la rutinización
de esta práctica mediante agudas y divertidas observaciones. La relación de los veraneantes con el mar, por ejemplo, es
referida en términos latourianos: “Una curiosa escala rige los rituales del baño. El mar es evaluado con un criterio casi
moral: ‘bueno’, ‘dudoso’, ‘peligroso’. La bandera roja, diabólica y temible, representa la amenaza máxima.” La película
completa puede verse en https://www.youtube.com/watch?v=h5i5R0WYb2c
3 Como ejemplo cabe mencionar el caso de Matt Harding, un turista estadounidense que conquistó las redes sociales al
bailar frente a paisajes icónicos alrededor del mundo. Sus videos en youtube se volvieron famosos, lo que atrajo sponsors
que le permitieron replicar su acto en más ciudades y localidades del mundo, para el cual convocó a las personas de los
lugares que visitaba a bailar con él (Más sobre Matt Harding en http://www.wheretheheckismatt.com/). Por otra parte,
también tomó estado público el caso de Sevelyn Gat, una joven keniata que no tenía dinero para viajar, por lo que comenzó
a subir a Facebook fotos de sí misma en lugares turísticos de China realizadas con un photoshop de muy mala calidad.
Las fotos se volvieron virales y la gente comenzó a compartir fotos de Sevelyn en los lugares más disparatados con la
etiqueta #WhereIsSeveGatNow. La historia se hizo tan conocida que un empresario recaudó dinero para pagarle un viaje
a China (Más sobre Sevelyn Gat en http://bbc.in/22LdBOC).
4 Esto no significa que, por oposición, pueda pensarse en la existencia de una esencia o autenticidad propia del lugar que
pueda ser aprehendida por un turismo no masivo. Tal como indica Almirón (2011: 134), “los atractivos turísticos no son
atributos absolutos de un lugar sino que se construyen en términos relacionales en las sociedades de origen de los turistas”.
5 Enfocando la mirada en los efectos de estas transformaciones en los residentes, Arantes (2002: 86) presenta el caso
del Pelourinho que, a partir de su designación como Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1981, fue sometido a un
brutal proceso de recualificación que incluyó una limpieza de “las 450 familias residentes, consideradas ‘peligrosas’ y
simbólicamente ‘contaminantes’ del paisaje urbano renovado”, al tiempo que se instalaban bares y tiendas de recuerdos
atendidas por residentes de las favelas aledañas vestidos como nativos.
6 Algunas de ellas son: https://www.instagram.com/unfreshnyc/; http://bit.ly/2mFpS51; http://bit.ly/2mtSHVd.
7 http://www.martinparr.com/ y http://bit.ly/2cse5RN
8 http://boludosenlassalinas.tumblr.com/
9 Vale como ejemplo la historia creada por Adam Nathaniel Furman, “Objectification: A Parable of Possession”, donde se
lleva al extremo la relación que establecemos como los lugares que visitamos y nuestra obsesión por lograr poseer la
esencia de estos lugares a través de un objeto. Disponible en https://vimeo.com/57124314
10 La definición de atractivos turísticos de un lugar se produce a través de la selección y puesta en valor de algunas de sus
características, aquellas que permitan resaltar la singularidad o particularidad de ese lugar, en tanto la diferenciación
de lugares es una dimensión clave de la práctica turística (Almirón et al., 2006).
Recibido: 15/02/2016
Reenviado: 14/11/2016
Aceptado: 14/01/2017
Sometido a evaluación por pares anónimos