mdC
|
pequeño (250x250 max)
mediano (500x500 max)
grande
Extra Large
grande ( > 500x500)
Alta resolución
|
|
Vol. 4 Nº 1 págs. 1-12. 2006 www.pasosonline.org © PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. ISSN 1695-7121 De tesoro ilustrado a recurso turístico: el cambiante significado del patrimonio cultural 1 Esther Fernández de Paz † Universidad de Sevilla (España) Resumen: Desde el momento en que Europa sacralizó un determinado conjunto de objetos y los convir-tió en referentes patrimoniales activados y protegidos por los representantes de la cultura oficial, hasta el presente, mucho se han ensanchado los estrechos límites patrimoniales; se ha superado la concepción objetual, historicista y esteticista para abarcar todo el conjunto de bienes de valor cultural. El patrimonio deja así de ser contemplado exclusivamente como un tesoro histórico-artístico para pasar a convertirse en algo mucho más valioso: en elementos -materiales e inmateriales- fundamentales para comprender nuestra identidad. No obstante, la creciente demanda turística de supuestas autenticidades está hoy pro-vocando que este patrimonio se oferte, en no pocas ocasiones, como la expresión de un pasado idealiza-do. Palabras clave: Cultura; Patrimonio; Identidad; Museología; Legislación. Abstract: From the moment when Europe considered sacred a certain set of objects and converted them into heritage referents that were activated and protected by the representatives of the official culture, the border line of the heritage concept has been really much broadened. The conception of the heritage as an "object", historicist and conditioned by the aesthetic is being surpassed. The new concept includes all the set of cultural value goods of culture value. Now heritage is not contemplated exclusively as a historical-artistic treasure and starts to symbolize something much more valuable such as material and immaterial elements that are fundamental to understand our identity. However, today the increasing tourist demand of these supposed authenticities is causing that this patrimony is being offered in many occasions as the expression of an idealized past. Keywords: Culture; Heritage; Identity; Museology; Legislation † • Esther Fernández de Paz es profesora titular de la Universidad de Sevilla. Integrante del Grupo de Investigación “Patrimonio Etnológico: Recursos Socio-Económicos y Simbolismo” (P.A.I., SEJ-418). Presidenta de la Comisión Asesora de Etnología de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. E-mail: efpaz@us.es 2 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 Introducción Un hecho impensable no hace demasia-dos años es el evidente interés que han llegado a despertar en la actualidad todos y cada uno de los aspectos relacionados con el patrimonio cultural: gestión, protección, puesta en valor, normativa legal, forma-ción, interpretación y un largo etcétera. Tal cambio de actitud nos alerta acerca de las sucesivas y variables consideraciones del propio concepto de patrimonio. En principio, el término patrimonio nos remite a la idea de unos bienes que se po-seen, ya sea por herencia o por haberlos ido acumulando en el transcurso del tiempo. Pero esta idea no ha existido siempre ni en todos los lugares, y allá donde está presente ni siquiera mantiene una misma valoración respecto a los bienes que lo integran. Algu-nos de ellos pueden considerarse inaliena-bles, mientras que otros pueden desecharse sin que por ello se sienta afectada la inte-gridad patrimonial. Estamos, por tanto, ante una construc-ción social y, como tal, históricamente mo-dificable en función de los criterios o inter-eses que determinan nuevos fines en nue-vas circunstancias. Consiguientemente, el propio concepto de patrimonio debe ser culturalmente definido, lo que conlleva ahondar en las razones por las que se des-tacan unos bienes sobre otros, en los modos y usos a que se destinan, bajo qué categorí-as y justificaciones son interpretados, y en los agentes implicados en tales decisiones. Es decir, se hace necesario un análisis con esa visión holística que practica la antropo-logía para atender a la completa contextua-lización de cualquier fenómeno cultural. Desde esta mirada antropológica vemos que, en principio, el concepto de patrimonio cultural implica la asociación de dos con-ceptos -cultura y patrimonio-, extraordina-riamente polivalentes y de cambiantes sig-nificados. De márgenes muy estrechos en origen, sólo la paulatina ampliación de sus contenidos ha posibilitado el estado actual de consideración y tratamiento de los bie-nes culturales integrantes del patrimonio. En el panorama histórico, estos cambios se han desarrollado con una gran rapidez. Como es sabido, los comienzos de las re-flexiones teóricas sobre el propio concepto de cultura no son anteriores al siglo XVIII. Cultura entendida como característica esencial de la existencia social de los hom-bres, a diferencia de los demás seres vivos, por la posibilidad de transmitir a sucesivas generaciones pautas mentales y conductua-les, en virtud de su capacidad de aprender y comunicarse. Estas reflexiones derivan en la creencia en el poder del hombre para crear y transformar su propia cultura, para ir perfeccionándola indefinidamente, lo que conduce a los ilustrados a la convicción en un progreso universal, lineal e ilimitado. El vocablo cultura desbanca así su primigenia acepción, hasta entonces limitada al cultivo de la tierra, para pasar a significar el culti-vo de la mente, la acumulación de conoci-mientos. Pero no todos los saberes que la cultura va creando son apreciados de igual manera. En una sociedad fuertemente jerarquizada siempre serán los sectores dominantes quienes dirijan y controlen, a través de sus instituciones, los criterios selectivos que decidirán qué debe ser valorado, transmiti-do y perpetuado de entre el cúmulo de ele-mentos componentes de la cultura. Por ello, tal concepto de la cultura sirve para presti-giar y separar las élites sociales en el seno de Occidente, a la vez que, con los mismos argumentos, se inicia la clasificación de todos los pueblos del mundo. Así, los primeros antropólogos decimo-nónicos, inmersos en las corrientes positi-vistas y evolucionistas del momento, pre-tenden reconstruir la historia de la huma-nidad en sus distintos estadios evolutivos, desde los “salvajes” hasta los “civilizados”, atendiendo a su mayor o menor grado de desarrollo en una única posible escala evo-lutiva, cuyo cénit casualmente se encuentra en la civilizada Europa. Las críticas a esa gradación valorativa no llegarán hasta comienzos del siglo XX, con la corriente de pensamiento conocida como Particularismo Histórico, que pro-pugna el reconocimiento de la singularidad de cada cultura y, en consecuencia, el res-peto a la diversidad cultural. Sólo entonces la palabra cultura refiere al conjunto dife-renciado de costumbres, creencias e institu-ciones sociales que caracterizan a cada grupo humano. Desde ese momento, la an-tropología, aunque con planteamientos Esther Fernández de Paz 3 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 diversos, ha venido explicando que todas las sociedades, y a su vez todos sus sectores sociales, desarrollan su propia cultura y, como parte de ella, su específico patrimonio cultural. No obstante, la concepción ilustrada de la cultura sigue arraigada, y no sólo en las élites que idearon su contenido sino incluso en las clases excluidas, a las que se les ha transmitido con gran eficacia la minusvalo-ración de su analfabetismo cultural del que sólo pueden escapar a través de la ense-ñanza reglada en las instituciones oficiales. De ahí que el pueblo comience a reclamar su derecho al acceso a la “cultura”. Patrimonio como tesoro En estrecha relación con la considera-ción prevaleciente de cultura, el concepto de patrimonio comenzó a acuñarse con signifi-caciones interesadamente delimitadas. Si su etimología, ceñida exclusivamente a la dimensión privada, significaba lo que el hijo hereda del padre, cuando adquiere su acepción pública contemporánea lo hace de un modo restringido, en paralelo a la idea dieciochesca de cultura: el patrimonio como un “tesoro”, sólo integrado por las produc-ciones surgidas de los genios que atesti-guan el progreso ascendente de la civiliza-ción. Bajo tales premisas, los únicos ele-mentos dignos de ser conservados y trans-mitidos serán determinados monumentos antiguos y ciertas obras artísticas singula-res. Frente a ellos, la subcultura consistiría en los productos considerados desde esa óptica, como vulgares, inferiores y sin cali-dad; esto es, las creaciones del pueblo anó-nimo. De este modo, la filosofía ilustrada su-pondrá el punto de no retorno para la con-sideración del valor histórico del patrimo-nio heredado, a la vez que los principios revolucionarios serán los primeros en pro-clamar el derecho del pueblo a la instruc-ción pública, permitiéndole el acceso a la contemplación de las obras sublimes del arte y las antigüedades. Ello conduce a que en los primeros años de la era revoluciona-ria francesa se abran una serie de museos disciplinares, recogiendo las obras confis-cadas de las colecciones reales, nobiliarias y eclesiásticas; y por encima de todos, el Mu-seo Napoleónico, embrión del Louvre, al que se fueron añadiendo los botines de gue-rra arrancados a los países dominados como confirmación del poder imperial. Esta política de incremento de fondos museables, practicada en toda Europa, revela el convencimiento en el valor intrín-seco de los objetos patrimonializados, anu-lando por completo la relación con sus pro-tagonistas: los pueblos que los heredaron, los reproducen o los crean. Lejos de enten-derlos como los testimonios culturales de un determinado colectivo, el patrimonio acumulado acusa una transparente inten-cionalidad de prestigio, en la misma línea mantenida por el coleccionismo privado, aunque virando desde lo escuetamente in-dividual y clasista a la proclamación públi-ca de la notoriedad de toda una nación, en la demostración de su grado de civilización. Ahí radica la motivación de las grandes pinacotecas y museos de antigüedades de-cimonónicos, por encima de su teórica fina-lidad de apertura a la instrucción y deleite del conjunto de la sociedad. De igual manera, los primeros museos antropológicos fueron concebidos como sim-ples muestras de objetos exóticos, expolia-dos de sus lugares de origen, con el propósi-to de exhibir visualmente la superioridad de la cultura occidental. Junto a ellos, con-venientemente separados incluso en la de-nominación (artes y tradiciones/costumbres populares), comienzan a proliferar los mu-seos dedicados a nuestros propios primiti-vos: las clases menos evolucionadas de la civilizada sociedad occidental. Un movi-miento que refleja el interés político volca-do hacia los bienes considerados la esencia de las tradiciones de un pueblo, en los mo-mentos en que se hacía necesaria la afir-mación de las conciencias nacionales a tra-vés de la presentación de una historia co-mún. Es de sobra conocido el uso de la ima-gen mixtificada que de la “cultura popular” hicieron los folkloristas del siglo XIX, con-gelando una imagen idealizada y arcaizan-te de la vida rural. Pero ninguna de estas realizaciones cul-turales formarán parte del patrimonio en-tendido como “tesoro”. Basta recordar las denominaciones y contenidos de las prime-ras leyes que van dictándose en los distin-tos estados europeos, incluida nuestra Ley del Patrimonio Histórico-Artístico de 1933. En ella claramente continúa el menosprecio 4 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 hacia toda producción que no responda a las valoraciones de la cultura oficializada, es decir, con suficiente antigüedad y el re-querido mérito artístico. Ni siquiera un gobierno republicano es capaz, a la hora de normativizar, de plasmar la sensibilidad sociocultural que le acerque a las produc-ciones emanadas de las clases subordina-das, sean propias o ajenas. Lo más interesante, desde nuestro punto de vista, es analizar cómo a unos criterios de tal subjetividad se les aplicó en seguida todo un corpus teórico justificador de la pretendida cientificidad que guía estas de-cisiones. Se defiende así que las antigüeda-des son patrimonio con fundamento en su objetividad temporal y que el arte es elegi-do en base a reconocidos cánones estéticos, ocultando en ambos casos el proceso valora-tivo de selección. Junto a ello, cabe destacar la relación existente entre la vigente concepción pa-trimonial y la finalidad que su custodia debía cumplir. Así, la conservación de los objetos patrimoniales para su traspaso ín-tegro a las futuras generaciones constituía el objetivo último, reflejado en las preocu-paciones administrativas en forma de celo-sos guardianes. De idéntica manera, se hacía inevitable la defensa de que la misión primordial de un museo era la de conservar las colecciones encomendadas -de donde deriva la denominación de “conservador” de museos, anacrónicamente mantenida-, a más de servir para los estudios de una élite privilegiada y como sutil arma propagan-dística de sus propios valores. Patrimonio como cultura Para llegar a entender el patrimonio como el testimonio de la cultura de un pue-blo, parece innegable el papel determinante jugado por la antropología, precisamente por la extensión del concepto de cultura como la expresión colectiva de las experien-cias y concepciones propias de cada grupo humano, en permanente proceso de elabo-ración. Sólo así ha podido ir ampliándose la consideración de los bienes dignos de ser protegidos, hasta culminar en una visión integral y dinámica del patrimonio cultu-ral. Una ampliación que hace virar, al propio tiempo, la noción de conservación como finalidad en sí misma, a la de tutela como medio de valorización del patrimonio para sus propios protagonistas. Y es que lo inte-resante de este proceso, además de su cre-ciente abarcabilidad, es la decisiva vincula-ción entre objetos y sujetos sociales, el valor que se da a los pueblos actuales como here-deros y transmisores de los bienes cultura-les, a la vez que creadores de nuevos patri-monios. Uno de los primeros grandes logros para este avance conceptual fue la acuñación del término “bien cultural”, que aparece por primera vez en la Convención de la UNES-CO de 1954, a pesar de que la pormenoriza-ción de bienes culturales aludidos en este texto mantiene los rígidos criterios al uso, centrados en lo histórico-artístico. No obs-tante, diez años después, la italiana Comi-sión Franceschini se adentró en un profun-do análisis de esta expresión, hoy felizmen-te recogida y asimilada en el lenguaje pa-trimonial. Su principal valor radica en la supera-ción del reduccionismo que encierra la idea de objeto, vigente hasta el momento, pro-poniendo un término amplio y capaz de acoger otros referentes patrimoniales, sin diferenciación entre lo material y lo inma-terial. Al fin se va poniendo en cuestión el propio sentido del mero objeto físico, al comprender que son los valores que se le atribuyen a los objetos de referencia los que definen su significación cultural y los que justifican las razones argumentables para su preservación. Por lo tanto, todo bien cultural será definible, precisamente, a partir del significado inmaterial que le atribuyamos: testimonio de un aconteci-miento histórico, de un modo de vida, de las creencias de un colectivo, de la tecnología y saberes utilizados para aprovechar los re-cursos disponibles, etc. En definitiva, se entiende que todas y cada una de las pro-ducciones materiales de cualquiera de los ámbitos de la vida en sociedad son el reflejo del mundo mental de quien las crea y utili-za, de donde proviene su valor inmaterial y, consiguientemente, su posibilidad de ser consideradas como bienes culturales. La influencia de estas consideraciones en nuestro ámbito cultural no se hace espe-rar. Y es que una de las características de la globalización de las relaciones contempo-ráneas es la autoridad de algunas estructu- Esther Fernández de Paz 5 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 ras político-jurídicas complejas que, en los asuntos patrimoniales, no puede desligarse de una organización como la UNESCO, para quien uno de sus objetivos básicos fue desde el principio contribuir al reconoci-miento y mantenimiento de la diversidad cultural. En tal sentido se decantó la Declaración de 1966 sobre los Principios de Cooperación Cultural Internacional, y su defensa de la dignidad y el derecho de todo pueblo a des-arrollar su cultura. Atendiendo a los infor-mes encargados al antropólogo Lévi- Strauss, se pone de relieve el carácter vivo y dinámico de las culturas y la necesidad de garantizar la libre evolución de cada una de ellas. Dicho de otra manera, se manifiesta la necesidad de salvar la propia diversidad cultural antes que centrarse en interven-ciones patrimoniales conservacionistas. Pero para alcanzar tal objetivo resulta imprescindible el reconocimiento jurídico del patrimonio etnológico, tarea nada fácil dado el peso de las categorías valorativas de la ideología dominante. Por ello vamos a ir encontrando ligerísimas concesiones, como en la Recomendación de París de 1968, donde al fin aparece el término “etno-lógico”, aunque con un claro sesgo histori-cista porque viene limitado a los bienes culturales vestigios de civilizaciones des-aparecidas. En ese gradual avance hay que destacar, sin duda, la renombrada Convención de 1972 sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural. En ella se defiende expresamente un patrimonio con-formado tanto por los testimonios del pasa-do que contribuyen a definir la memoria colectiva de los pueblos, como por las ex-presiones del presente que nos hablan de su vitalidad cultural. En consecuencia, se re-coge el interés etnológico en equidad con las restantes categorías de bienes culturales, dando cabida a los lugares, bienes y activi-dades que forman parte del bagaje más modesto y cotidiano de los pueblos. La vieja imagen monumentalista que limitaba sus referentes a las obras materiales más pres-tigiosas del pasado, amplía así su valora-ción a los elementos, materiales o inmate-riales, que reflejan el modo de vida de un determinado colectivo, sin olvidar los pro-pios bienes ambientales en los que inevita-blemente se deja sentir la intervención modificadora del hombre. Definitivamente, no sólo estamos ante un cambio radical en la percepción de la cultura como globalidad sino que, además, la problemática acerca de la valorización y preservación del patrimonio cultural pasa-ba a ser una cuestión mundial, no restrin-gida a los países occidentales. Una filosofía que pretende expandir el respeto hacia el patrimonio de todos los pueblos del mundo y evitar cualquier acción de expolio preme-ditado, sea por negligencia, guerras, inter-cambios, o por su drástica destrucción ante criterios de modernización o de reinterpre-tación de sus significados ideológicos. No obstante, a todas estas circunstan-cias continuamos asistiendo, porque es fácil comprender que ni el arbitrio de algunos dirigentes ni la solidez de algunas de las nociones fuertemente interiorizadas pueden modificarse por su sola disposición legal. Pero es más, la propia UNESCO realizó un valiente ejercicio de autocrítica en 1992, cuando se conmemoraba el vigésimo ani-versario de la Convención. En él se puso de manifiesto que, a pesar de los expresos deseos de respetar la diversidad cultural y a pesar de los avances conceptuales en los contenidos de los bienes culturales, la rea-lidad era que, a través de la Lista del Pa-trimonio Mundial, se había privilegiado una visión monumentalista y en concordan-cia con los valores y los cánones estéticos occidentales. La lectura estadística de la Lista elaborada hasta el momento detecta-ba importantes desequilibrios, tanto en cuanto a la distribución geográfica como a la categoría de los bienes inscritos: sobre-rrepresentación de bienes culturales euro-peos y norteamericanos, fuerte predominio de edificios religiosos y mayoritariamente de la cristiandad, y clara preponderancia de ciudades históricas y de civilizaciones des-aparecidas en detrimento de las culturas vivas. La realidad, por tanto, evidenciaba que la Lista no era de la Humanidad sino de unos pocos países. Ese mismo análisis sacó a la luz tam-bién la desproporción entre bienes cultura-les y naturales inscritos, y la necesidad de desencajonar estas dos categorías. Poco a poco se había ido comprendiendo que la interacción entre el hombre y su entorno hacía estéril la dicotomía naturaleza-cultura: los pueblos adaptan el espacio en 6 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 el que viven y dejan la huella de su cultura. Con esta visión mucho más antropológica, el Comité del Patrimonio Mundial adoptó entonces la categoría de “paisajes cultura-les”, para intentar conseguir que la Lista deje de ser un mero catálogo de monumen-tos y refleje realmente la pluralidad de culturas generadas por la humanidad. A todo ello no fue ajeno el hito que había supuesto, sólo tres años antes, las Reco-mendaciones sobre la Salvaguarda de la Cultura Tradicional y Popular, como parte fundamental del patrimonio universal, a la vez que abrió el camino para que en 1998 se estableciera la creación de una Lista especí-fica para las Obras Maestras del Patrimo-nio Oral e Inmaterial de la Humanidad. En suma, en el transcurso de apenas medio siglo se ha recorrido todo un camino que nos ha llevado desde el exclusivismo de determinadas obras singulares del arte o la historia, a la consideración de la cultura como un bien a proteger en sí mismo. Patrimonio como identidad La culminación de todo este proceso re-mite directamente a la identidad cultural. Resulta innegable que la defensa del pa-trimonio propio de cada comunidad puede actuar, hoy más que nunca, como reafirma-ción de las identidades frente al empuje del uniformismo cultural: la puesta en valor de las costumbres, la gastronomía, la arquitec-tura, los rituales, las técnicas, las artes, las expresiones y demás elementos componen-tes de cada cultura, se convierten en refe-rencias identitarias ineludibles. En lógica consonancia, el actual concep-to de patrimonio demanda la adopción del vocablo “cultural”, un término comprensivo de los más diversos grupos de interés de bienes patrimoniales, por ser todos ellos construcciones culturales que interconexio-nan sus significados, demostrando la inuti-lidad de atender alguno de los aspectos en exclusiva si en verdad se pretende una con-textualización global que sirva para com-prender la identidad de los pueblos; y no sólo como referencias históricas conforma-doras del presente cultural, sino precisa-mente por su significación de marcadores identitarios para los colectivos que lo crea-ron y lo utilizan. En el caso de España, todos sabemos que la Ley de Patrimonio Histórico Español de 1985 recogió implícitamente los dictá-menes internacionales y, evidentemente, incluyó al fin el reconocimiento jurídico del patrimonio etnológico. Sin embargo, esta ley (actualmente en fase de revisión) optó por el adjetivo “Histórico” para designar el conjunto de los bienes susceptibles de pro-teger, acrecentar y transmitir. Bien es cier-to que la elección de lo histórico como con-cepto unificador no implicará ya una des-cripción formal y limitadora de los bienes integrantes del patrimonio, sino la concep-ción de su valor de “historicidad” como tes-timonios de la cultura, tal como lo desarro-lló la teoría italiana de los bienes cultura-les. Pero en esta elección también resulta evidente la incidencia del factor temporal en la consideración de las categorías patri-moniales, dada la larga tradición conserva-cionista volcada sobre el patrimonio, que no se aviene con el sentido dinámico y cam-biante inherente a la cultura. Además de ello, el término histórico, a la vez que compendia el valor común del con-junto patrimonial, tendrá que aparecer después como una más de las categorías de bienes a proteger, lo que sin duda provoca confusiones entre ambas acepciones que no son equiparables ni en significado ni en la amplitud de sus contenidos. En este camino, es tremendamente sig-nificativo analizar la opción elegida por cada una de las comunidades autónomas para la denominación genérica de sus pro-pias leyes de patrimonio. No por casualidad fueron las leyes vasca (1990), catalana (1993) y gallega (1995) las primeras que se pronunciaron por el adjetivo “Cultural”. Ninguna de las tres comunidades olvida mencionar en sus Preámbulos la especifici-dad cultural que supone el patrimonio para sus respectivas identidades. Son, sin duda, verdaderas declaraciones de principios so-bre la trascendencia de los bienes cultura-les en la conformación histórica del territo-rio en el que se encuentran y su aportación a la identidad étnica del pueblo que hoy la habita, resaltando además lo que supone su aportación a la cultura universal. Por el contrario, las que prefirieron mantener la denominación de “Histórico”- Castilla-La Mancha (1990) y Andalucía (1991) las primeras-, encabezan sus Preámbulos con la trascripción de los artí- Esther Fernández de Paz 7 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 culos constitucionales y estatutarios que les posibilitan ocuparse de la custodia de sus propios bienes culturales. Es como si úni-camente asumieran la distribución de las obligaciones patrimoniales por ubicaciones territoriales, aceptando la responsabilidad de su preservación pero sin aludir, como las anteriores, al sentido y a la importancia de dichos bienes para la autoidentificación de sus gentes con su cultura propia y diferen-ciada. Después de ellas sigue observándose idéntica relación: las leyes de la Comunidad Valenciana (1998), Cantabria (1998), Ara-gón (1999), Asturias (2001) y Castilla y León (2002) se presentan como de Patrimo-nio “Cultural”, mientras que las de Madrid (1998), Islas Baleares (1998) y Canarias (1999) como de Patrimonio “Histórico”, si bien ésta última sí hace referencia al sopor-te que supone su patrimonio para la actual identidad canaria. Por su parte, Extrema-dura (1999) decidió no decantarse y bauti-zar su ley con ambos términos, Histórico y Cultural; indefinición que ya está manifes-tando por sí misma una clara actitud, muy recientemente superada por La Rioja (2004), cuya ley se rubrica como “Cultural, Histórico y Artístico”. Estamos, en nuestra opinión, ante uno de los aspectos más interesantes y quizá menos analizado del patrimonio: el reflejo del sentimiento de identidad (étnica, regio-nal o nacional) que se recoge en las legisla-ciones patrimoniales autonómicas, a partir del cual definen, interpretan y valoran sus respectivos patrimonios culturales. Sin olvidar el detalle que supone la mayor o menor presteza en editar una normativa propia, e incluso la todavía ausencia de ese texto legal en algunas comunidades que parecen preferir regirse por la común legis-lación estatal. Otra de las diferencias, no menos rele-vante, entre las diversas leyes patrimonia-les la encontramos en las mismas definicio-nes del patrimonio etnológico o patrimonio etnográfico, obviando incluso el hecho del uso indistinto de uno u otro término. En principio, la propia existencia de ta-les definiciones nos parece un dato a anali-zar en sí mismo por cuanto supone un des-igual tratamiento legal. En la actualidad, todas las definiciones generales de patri-monio (Histórico o Cultural) aluden al “in-terés” histórico, artístico, etnográfico, cien-tífico, etc., como única circunstancia califi-cadora de los bienes patrimoniales, abierta al juicio de su disciplina correspondiente. Sin embargo, hay que resaltar la contradic-ción existente entre esa definición genérica e igualitaria para todo tipo de bienes y la individualización que se traza a continua-ción sólo de algunas de las categorías. Una distinción que corrobora cómo aún no se ha superado la identificación prioritaria del patrimonio con lo histórico-artístico, puesto que estas categorías simplemente se en-cuadran en el régimen general establecido para los bienes muebles e inmuebles, mien-tras que otras parecen precisar una defini-ción y descripción pormenorizada dentro del propio texto legal. Analizando al contenido de las definicio-nes de patrimonio etnológico, comprobamos que es el adjetivo “tradicional” el elegido desde el principio para delimitar los bienes subsumidos en esta categoría. Un rasero, no exento de polémica, que la ley andaluza sustituyó por el de las formas “relevantes” de la cultura. Tras ella, todas las leyes pos-teriores continúan prefiriendo la acotación de lo tradicional, con la única excepción hasta el momento de la ley cántabra. En nuestra opinión, lo relevante, lo sig-nificativo o lo tradicional de cada cultura son, en una gran medida, conceptos plena-mente coincidentes y referenciales de sus aspectos identitarios. El gran problema es la errónea significación que ha llegado a adquirir el término tradicional en el len-guaje cotidiano. Una equivocación debida en muy gran medida a los primeros estu-dios sobre esta parte de la cultura no erudi-ta, realizados por los románticos, folkloris-tas y nacionalistas que consiguieron fijar, desde el siglo XIX, la falsa idea de cultura tradicional como un compartimento estan-co, aislado e inmutable, en el que las ver-daderas esencias del carácter de un pueblo luchan por mantenerse, en oposición a los cambios promovidos por la cultura urbana, industrial y moderna. Desde nuestra visión, tradición equivale a esa herencia cultural que cada quien re-cibe como individuo integrante de una de-terminada sociedad en un concreto momen-to histórico. Una herencia integrada por conocimientos no oficializados ni institucio-nalizados, adquiridos básicamente a través 8 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 de la imitación, que proporcionan las claves diferenciadoras de cada cultura. En suma, todo aquello que desde la visión “culta” de la cultura no tiene ninguna importancia y que, sin embargo, constituye el fundamento para la identidad cultural de los miembros de una sociedad. Pero esa herencia, a la vez que se conso-lida como propia al grupo de pertenencia, siempre recibirá el aporte de nuevas expe-riencias culturales, en un continuo proceso de acumulación y selección de lo considera-do mayoritariamente relevante. De esta manera será transmitida a los nuevos miembros, quienes reiniciarán el ciclo en base a la cultura recibida. De hecho, no existe ningún elemento cultural, ni siquiera las expresiones, formas o rituales conside-rados más invariables, que no se vayan modificando en su adaptación al devenir histórico; ámbito rural y clases populares incluidas. En definitiva, el patrimonio etnológico está conformado por los bienes culturales que no son fruto de la unicidad ni de la genialidad, sino justo por aquéllos que reve-lan las pautas pasadas y presentes segui-das por cada colectivo, en su continuidad y discontinuidad, para producir y reproducir su identidad. Precisamente por ello, la finalidad últi-ma de la tutela patrimonial ya no puede ser otra que la de servir como referente identi-tario para sus protagonistas: el grupo humano que lo recibe, lo usa, lo transforma y lo traspasa en consonancia con su propia dinámica cultural. De ahí la trascendencia de las legislaciones autonómicas en materia de patrimonio cultural, al configurarse el conocimiento y la cercanía como las mejores garantías para la correcta puesta en valor de un patrimonio propio. Sin embargo, no cabe duda de que este proceso presenta también su reverso nega-tivo, pues claramente amplifica el riesgo de manipulación ideológica. La evidencia, ya largamente demostrada, de que de una selección interesada de bienes culturales se deriva una interpretación sesgada, aunque disfrazada de aséptica objetividad, está alcanzando en los últimos tiempos, en de-terminados lugares, unas proporciones realmente alarmantes, lo que supone un verdadero obstáculo en el camino ya abierto para la adecuada comprensión del patrimo-nio cultural. Patrimonio como recurso Además de esto, un nuevo aspecto ha venido a complicar aún más el ámbito de nuestro patrimonio cultural. Nos referimos a su puesta en valor como recurso económi-co. Una estrategia que actualmente preside la práctica totalidad de las políticas patri-moniales, al amparo de las directrices ini-ciadas por el Consejo de Europa y con el refuerzo que suponen los programas y fon-dos estructurales de la Unión Europea en su intento por remontar los desequilibrios regionales. En no pocas ocasiones estas políticas es-tán consiguiendo subvertir por completo el sentido y finalidad de la tutela patrimonial, porque tampoco entonces los bienes cultu-rales son considerados como el conjunto de las manifestaciones y testimonios que con-tribuyen a explicar y dotar de significado los rasgos culturales de un colectivo. El interés se centra exclusivamente en la pro-tección de los elementos más atrayentes a los potenciales visitantes, en el afán por obtener la mayor rentabilidad económica posible. Es claro que en los centros urbanos es el patrimonio monumental el que concentra toda la atención: los barrios históricos y determinados edificios singulares, a los que se agregan, cada vez con más frecuencia, museos construidos en inmuebles especta-culares, ya con valor por sí mismos inde-pendientemente de su contenido y en los que no olvidan incluir ninguno de los servi-cios propios de un centro comercial (tien-das, librerías, cafeterías, etc.). La meta perseguida no parece ser otra que alcanzar una masiva afluencia de público, como efec-tivamente se logra. Al lado de esto, el patrimonio etnológico en las grandes ciudades no interesa como atracción turística. Basta comprobar cómo, día a día, se cierran talleres artesanos, se especula con viviendas singulares pero sin importancia desde el punto de vista históri-co- artístico, se demuelen patios de vecinos, plazas, comercios considerados obsoletos, y todo aquello a lo que no se le suponga nin-gún beneficio económico. Claramente la mentalidad economicista aplicada al patri-monio ha alcanzado, no ya a la sociedad en Esther Fernández de Paz 9 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 general, sino incluso a los organismos e instituciones encargados de la custodia de todo el patrimonio, incluido el etnológico, ante presiones urbanísticas o mercantilis-tas que consiguen hacer olvidar su valor cultural y la obligación de preservar su memoria. Pues bien, tal como siempre ocurre, és-tas son las pautas que sirven de modelo e intentan imitarse en cualquier punto de la geografía rural: volcarse igualmente hacia los testimonios más monumentales o más antiguos posibles, como si con ello pudiera acreditarse la notoriedad e importancia del lugar en cuestión. Sólo cuando se carece de estos potenciales, se recurre al modesto patrimonio etnológico, porque desde luego no se renuncia a atraer visitantes. Y a tal fin no queda más que la recreación de sus más puras tradiciones. Bajo tales premisas, al patrimonio etnológico se le aplican mi-méticamente los viejos criterios selectivos de antigüedad, escasez y excepcionalidad, y con unos esquemas claramente conserva-cionistas que en nada se adecuan a su sen-tido de expresión colectiva de un sistema cultural diferenciado. De entrada, muchas de las reconstruc-ciones realizadas expresamente para el turismo son meras teatralizaciones perfec-tamente orquestadas, que a veces ni siquie-ra recrean la propia imagen sino la que se entiende que el turista espera encontrar. En estos casos, nos hallamos con pueblos reconstruidos para cultivar su ruralidad, su tipismo, sus artesanos, su autenticidad en suma, convirtiendo incluso a los propios habitantes en parte del pintoresquismo que se quiere ofrecer. Y es que, realmente, sin atender a la dinámica cultural, y a veces ni tan siquiera a la propia voluntad de sus protagonistas, muchos gestores “culturales” se esfuerzan por mantener un estatismo conservacionista en las “tradiciones”, para evitar que su pérdida repercuta en el des-censo del interés turístico; de esos turistas urbanos que anhelan envolverse momentá-neamente en espacios y modos de vida en los que proyectar la imagen neorromanti-zada de un pasado de bondades imagina-das. No obstante, quizá el reflejo más consta-table de tales políticas es el afán que ac-tualmente manifiesta cada pequeña locali-dad por contar con su propio museo “etno-gráfico” o de “artes y costumbres popula-res”. Tal proliferación podría hacer creer que al fin los dirigentes de estas zonas han comenzado a valorar realmente los elemen-tos de su patrimonio etnológico y que sus habitantes han comprendido la trascenden-cia de preservar unos referentes claves para entender su identidad cultural. Pero la realidad es que prácticamente sin varia-ción, vemos cómo estos museos locales es-tán trazados desde la más acientífica reite-ración de objetos tradicionales en desuso, pertenecientes a un mundo rural que no tiene nombre propio ni época concreta ni territorio definido ni, consiguientemente, relación alguna con la configuración actual de una determinada comunidad. Si, por el contrario, se supieran seleccio-nar adecuadamente los elementos patrimo-niales relevantes de unas formas de vida determinadas, pasadas y presentes, el re-sultado sería que cada población podría profundizar en el conocimiento de su propia cultura y aprender de las culturas ajenas, lo que imperceptiblemente conduciría al respeto por la diversidad cultural, enten-diéndola como respuestas adaptadas a la variedad de ecosistemas, especificidades históricas, tradiciones culturales, ocupacio-nes y actividades, sectores y clases sociales existentes, etc. El problema es que este lento aprendizaje casa muy mal con las aspiraciones de rentabilidad económica inmediata. Lo que tampoco parece tenerse en cuen-ta es que, además de perder el beneficio sociocultural inherente a la adecuada reva-lorización del patrimonio, esta inclinación hacia el sector turístico está llevando a no pocas poblaciones al abandono de ciertas actividades tradicionales que, siempre con-venientemente encauzadas a las realidades actuales, podrían mantener su plena vigen-cia económica y ocupacional, y sin depender de las inevitables fluctuaciones propias del fenómeno turístico. Quizá ahí radique una de las causas del auge que está tomando hoy día la vuelta a la actividad artesana, muy especialmente en el mundo rural, pero con un llamativo proceso de selección. Quiere esto decir que no se promueven las artesanías realmente imbricadas con la vida cotidiana de las co-munidades en que se insertan, sino exclusi-vamente las consideradas atractivas, esté- 10 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 ticas, vendibles al turista. Son una réplica comercializada: objetos que modifican sus formas, tamaños y calidades, que añaden el sello de “hecho a mano” como reclamo nos-tálgico de tiempos anteriores, y lo acompa-ñan del inexcusable “recuerdo de...”, esa pretendida marca de autenticidad que jus-tamente indica lo contrario, o sea, que es un objeto hecho expresamente para un com-prador que precisa de etiquetas rememora-tivas de sus pasos. Comprador al que cier-tamente suele interesarle bien poco la sig-nificación que esa actividad tiene para sus artífices. En resumen, de lo que se trataría es de adecuar realmente las políticas centradas en el binomio Patrimonio-Turismo, de ma-nera que no se conviertan en una manipu-lación de las identidades al servicio de unos intereses meramente economicistas. Pen-samos que es perfectamente compatible lograr la verdadera puesta en valor de los elementos patrimoniales y que ello revierta en el desarrollo económico y cultural de sus gentes. Pero para esto es imprescindible, en primer lugar, que el conjunto de la sociedad entienda con claridad el valor de su patri-monio. Ya la ley estatal de 1985 manifesta-ba el convencimiento de que “el Patrimonio Histórico se acrecienta y se defiende mejor cuanto más lo estiman las personas que conviven con él”. Una afirmación tan irrefu-table como irrealizable si no se entiende con claridad que para que el conjunto de la sociedad valorice el patrimonio, tiene que sentirlo como algo propio y no como esas joyas del pasado que ennoblecen a la nación -y a sus propietarios- pero que nada apor-tan a su identidad cultural. Ahí radica la artificialidad que siempre ha supuesto una activación de arriba-abajo en vez de ir des-de la base creadora hacia las instituciones encargadas de su custodia. Las actitudes al respecto son muy evi-dentes. Cuando la sociedad se identifica con su patrimonio, tal como ejemplifican mu-chas asociaciones actuales, se hacen inne-cesarias las reglamentaciones administra-tivas puesto que ella misma se convierte en su principal custodio. En caso contrario, las medidas legales encaminadas a su protec-ción y restitución pueden llegar a ser inter-pretadas, tanto por los vecinos como en no pocas ocasiones por los propios ayunta-mientos, como dañinas a sus intereses y difícilmente se conseguirá algún resultado positivo. En segundo lugar, hay que contar con los profesionales especializados, capaces de intervenir en la correcta gestión del patri-monio cultural. Y esto es especialmente notorio para el patrimonio etnológico, pre-cisamente por su modestia y su cotidiani-dad, características que parecen diluir la necesidad de un experto, a diferencia del conocimiento preciso que se solicita para el tratamiento de otras categorías de bienes culturales. Todavía hoy es difícil transmitir a los políticos que tienen encomendada la custo-dia del patrimonio cultural, la enorme com-plejidad y la innegable trascendencia que reviste su estudio, valoración y restitución, así como el hecho incuestionable de que de las decisiones tomadas al respecto depen-derá el futuro de los bienes que hoy lo con-forman: la desaparición definitiva, la con-servación anquilosada, la pervivencia real de viejos usos, o la resemantización deriva-da del desarrollo de nuevos valores simbóli-cos. Bibliografía Abad Liceras, J.M. 2003 Administraciones Locales y Patrimo-nio Histórico. Madrid: Montecorvo. Achucarro Pintos, V. y otros 1997 El Patrimonio Intangible. Mar del Plata: Centro Internacional para la Con-servación del Patrimonio de Argentina. Agudo Torrico, J. 1999 “Cultura, patrimonio etnológico e identidad”, Boletín del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico 29: 36-45. Aguilar Criado, E. (coord.) 1999 Patrimonio Etnológico. Nuevas Pers-pectivas de Estudio. Serie Cuadernos, X. Sevilla: Instituto Andaluz del Patrimo-nio Histórico. Blanc Altemir, A. 1992 El Patrimonio Común de la Humani-dad. Hacia un Régimen Jurídico Inter-nacional de su Gestión. Barcelona: Bosch. Bolaños, M.: 2003 “Ideales ilustrados, prácticas burgue-sas. La génesis intelectual del museo público”, Mus-A, 2: 88-92. Esther Fernández de Paz 11 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 Bote Gómez, V. 1988 Turismo en Espacio Rural. Rehabili-tación del Patrimonio Sociocultural y de la Economía Local. Madrid: Ministerio de Cultura, Popular. Boukhari, S. 1996 “Algo más que viejas piedras. Un patrimonio vivo”, Fuentes UNESCO, 80: 7. Bouvier, J.C. 1980 Tradition Orale et Identité Cultu-relle. Paris: Centre National de la Re-cherche Scientifique. Bravo, G.L. 1979 Cultura Popolare e Beni Culturali. Torino: Tirrenia. Carbonaro, A. y Nesti, A. 1976 La Cultura Negata. Carateri e Po-tenzialità della Cultura Popolare. Firen-ze: Guaraldi. Carretero Pérez, A. 1999 “Patrimonio etnográfico, teórico y práctico”, Anuario Etnológico de Anda-lucía 1995-97: 273-276. Cebrián Abellán, A. (coord.) 2002 Turismo Cultural y Desarrollo Soste-nible. Análisis de Áreas Patrimoniales. Murcia: Universidad. Cerclet, D. y Gachet, L.J. (eds.) 1988 Patrimoine Ethnologique et Tou-risme. A Propos des Circuits Culturels. Chambéry: ARA. Chaumier, S. 2003 Des Musées en Quête d'Identité. Ecomusée versus Technomusée. Nouvel-les Études Anthropologiques. Paris: L'Harmattan. Colardelle, M. 1992 “La dimension économique du patri-moine culturel”, en Le Patrimoine Atout du Developpement: 37-47. Lyon: Presses Universitaires. Comisión Franceschini 1966 “Relazione della Commissione d'in-gagine per la tutela e la valorizzazione del patrimonio storico, archeologico, ar-tistico e del paesaggio”, Rivista Trimes-trale di Diritto Pubblico XVI (1): 119- 244. Cuisenier, J. 1995 “Culture ordinaire et ethnicité”, Eth-nologie Française 25 (1): 16-35. Fernández de Larrinoa, K. (ed.) 2003 Sabor de Antaño. Notas sobre Identi-dad Local, Actualización Etnográfica y Desarrollo Cultural. Vitoria: Escuela Universitaria de Trabajo Social. Fernández de Paz, E. 1997 “El estudio de la cultura en los mu-seos etnográficos”, Boletín del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico, 18: 109-118. 2004 “Museos y patrimonio intangible. Una realidad material”, Mus-A, 4: 129- 137. Fernández de Paz, E. y Agudo Torrico, J. (coords.) 1999 Patrimonio Cultural y Museología. Significados y Contenidos. Santiago de Compostela: FAAEE y Asociación Gale-ga de Antropoloxía. González Alcantud, J.A. (ed.) 2003 Patrimonio y Pluralidad. Nuevas Direcciones en Antropología Patrimo-nial. Granada: Centro de Investigacio-nes Etnológicas Ángel Ganivet. Greffe, X. 2003 La Valorisation Économique du Pa-trimoine. Paris: La Documentation Française. Hernández Martí, G.M.; Santamarina, B.; Moncusí, A. y Albert, M. 2005 La Memoria Construida. Patrimonio Cultural y Modernidad. Valencia: Tirant lo Blanch. Herrero Prieto, L.C. (ed.) 2000 Turismo Cultural. El Patrimonio Histórico como Fuente de Riqueza. Va-lladolid: Fundación del Patrimonio His-tórico de Castilla y León. Hobsbawm, E. y Ranger T. (eds.) 2002 La Invención de la Tradición. Barce-lona: Crítica. [1984] Iniesta, M. 1994 Els Gabinets del Món. Antropologia, Museus i Museologies. Barcelona: Pagès. Kirshenblatt-Gimblett, B. 2004 “Le patrimoine inmatériel et la pro-duction métaculturelle du patrimoine”, Museum, 221-222: 53-67. Kurin, R. 2004 “Safeguarding intangible cultural heritage in the 2003 Unesco Convention. A critical appraisal”, Museum, 56 (1-2): 66-77. Lenclud, G. 1987 “La tradition n'est plus ce qu'elle était... Sur les notions de tradition et de société traditionnelle en ethnologie”, Terrain. Carnets du Patrimoine Ethno- 12 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 logique, 9:110-123. Lévi-Strauss, C. 1993 Raza y Cultura. Madrid: Cátedra. López Bravo, C. 2004 “El patrimonio cultural inmaterial en la legislación española. Una reflexión desde la Convención de la Unesco de 2003”, Patrimonio Cultural y Derecho, 8. Moreno Navarro, I. 1999 “El patrimonio cultural como capital simbólico. Valorización, usos y objeti-vos”, Anuario Etnológico de Andalucía, 1995-97: 325-330. Muñiz Jaén, I. 2003 “El ecomuseo del Río Caicena en Al-medinilla (Córdoba). Desarrollo rural desde el patrimonio histórico-natural y la participación ciudadana”, Boletín del Instituto Andaluz del Patrimonio Histó-rico, 42: 101-102. Nogués Pedregal, A.M. (coord.) 2003 Cultura y Turismo. Sevilla: Signatu-ra Demos. Palma Martos, L. 2003 “Economía de la cultura. Una disci-plina de la ciencia económica”, Cuader-nos de Economía de la Cultura, 1: 15-32. Plata García, F. y Rioja López, C. 2002 “La Antropología en la tutela del patrimonio”, Boletín del Instituto Anda-luz del Patrimonio Histórico, 38: 47-48. Prats, L. e Iniesta, M. (coords.) 1993 El Patrimonio Etnológico. Santa Cruz de Tenerife: FAAEE y Asociación Cana-ria de Antropología. Prats, L. 1997 Antropología y Patrimonio. Barcelo-na: Ariel. Quintero, V. y Hernández, E. (coords.) 2003 Antropología y Patrimonio. Investi-gación, Documentación e Intervención. Cuadernos Técnicos, 7. Sevilla: Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico. Santana, A. 1997 Antropología y Turismo ¿Nuevas Hordas, Viejas Culturas?. Barcelona: Ariel. Santana, A. y Prats, L. (coords.) 2005 El Encuentro del Turismo con el Pa-trimonio Cultural. Concepciones Teóri-cas y Modelos de Aplicación. Sevilla: FAAEE y Asociación Andaluza de An-tropología. Sierra, X.C. y Pereiro, X. (cords.) 2005 Patrimonio Cultural. Politizaciones y Mercantilizaciones. Sevilla: FAAEE y Asociación Andaluza de Antropología. Smith, V.L. (ed.) 1992 Anfitriones e Invitados. Antropología del Turismo. Madrid: Endymion. Verdugo Santos, J. 2003 “El patrimonio histórico como factor de desarrollo sostenible. Una reflexión sobre las políticas culturales de la Unión Europea y su aplicación en Andalucía”, Cuadernos de Economía de la Cultura, 1: 55-88. Vieregg, H.K. y Davis, A. (eds.) 2001 Museology, Social and Economic De-velopment. München: ICOM-ICOFOM. NOTA 1 Una primera versión fue redactada para los Cursos sobre el Patrimonio Histórico que anualmente organiza y publica la Universidad de Cantabria y el ayuntamiento de Reinosa (2002). Recibido: 9 de septiembre de 2005 Aceptado: 1 de diciembre de 2005 Sometido a evaluación por pares anónimos
Click tabs to swap between content that is broken into logical sections.
Calificación | |
Título y subtítulo | De tesoro ilustrado a recurso turístico: el cambiante significado del patrimonio cultural |
Autor principal | Fernández de Paz ,Esther |
Publicación fuente | Pasos. Revista de turismo y patrimonio cultural |
Numeración | Volumen 04. Número 1 |
Sección | Artículos |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | El Sauzal, Tenerife |
Editorial | Universidad de La Laguna |
Fecha | 2006-01 |
Páginas | pp. 001-012 |
Materias | Turismo ; Patrimonio cultural ; Publicaciones periódicas |
Enlaces relacionados | Página web: http://todopatrimonio.com/revistas/101-pasos-revista-de-turismo-y-patrimonio-cultural |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 258651 Bytes |
Texto | Vol. 4 Nº 1 págs. 1-12. 2006 www.pasosonline.org © PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. ISSN 1695-7121 De tesoro ilustrado a recurso turístico: el cambiante significado del patrimonio cultural 1 Esther Fernández de Paz † Universidad de Sevilla (España) Resumen: Desde el momento en que Europa sacralizó un determinado conjunto de objetos y los convir-tió en referentes patrimoniales activados y protegidos por los representantes de la cultura oficial, hasta el presente, mucho se han ensanchado los estrechos límites patrimoniales; se ha superado la concepción objetual, historicista y esteticista para abarcar todo el conjunto de bienes de valor cultural. El patrimonio deja así de ser contemplado exclusivamente como un tesoro histórico-artístico para pasar a convertirse en algo mucho más valioso: en elementos -materiales e inmateriales- fundamentales para comprender nuestra identidad. No obstante, la creciente demanda turística de supuestas autenticidades está hoy pro-vocando que este patrimonio se oferte, en no pocas ocasiones, como la expresión de un pasado idealiza-do. Palabras clave: Cultura; Patrimonio; Identidad; Museología; Legislación. Abstract: From the moment when Europe considered sacred a certain set of objects and converted them into heritage referents that were activated and protected by the representatives of the official culture, the border line of the heritage concept has been really much broadened. The conception of the heritage as an "object", historicist and conditioned by the aesthetic is being surpassed. The new concept includes all the set of cultural value goods of culture value. Now heritage is not contemplated exclusively as a historical-artistic treasure and starts to symbolize something much more valuable such as material and immaterial elements that are fundamental to understand our identity. However, today the increasing tourist demand of these supposed authenticities is causing that this patrimony is being offered in many occasions as the expression of an idealized past. Keywords: Culture; Heritage; Identity; Museology; Legislation † • Esther Fernández de Paz es profesora titular de la Universidad de Sevilla. Integrante del Grupo de Investigación “Patrimonio Etnológico: Recursos Socio-Económicos y Simbolismo” (P.A.I., SEJ-418). Presidenta de la Comisión Asesora de Etnología de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. E-mail: efpaz@us.es 2 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 Introducción Un hecho impensable no hace demasia-dos años es el evidente interés que han llegado a despertar en la actualidad todos y cada uno de los aspectos relacionados con el patrimonio cultural: gestión, protección, puesta en valor, normativa legal, forma-ción, interpretación y un largo etcétera. Tal cambio de actitud nos alerta acerca de las sucesivas y variables consideraciones del propio concepto de patrimonio. En principio, el término patrimonio nos remite a la idea de unos bienes que se po-seen, ya sea por herencia o por haberlos ido acumulando en el transcurso del tiempo. Pero esta idea no ha existido siempre ni en todos los lugares, y allá donde está presente ni siquiera mantiene una misma valoración respecto a los bienes que lo integran. Algu-nos de ellos pueden considerarse inaliena-bles, mientras que otros pueden desecharse sin que por ello se sienta afectada la inte-gridad patrimonial. Estamos, por tanto, ante una construc-ción social y, como tal, históricamente mo-dificable en función de los criterios o inter-eses que determinan nuevos fines en nue-vas circunstancias. Consiguientemente, el propio concepto de patrimonio debe ser culturalmente definido, lo que conlleva ahondar en las razones por las que se des-tacan unos bienes sobre otros, en los modos y usos a que se destinan, bajo qué categorí-as y justificaciones son interpretados, y en los agentes implicados en tales decisiones. Es decir, se hace necesario un análisis con esa visión holística que practica la antropo-logía para atender a la completa contextua-lización de cualquier fenómeno cultural. Desde esta mirada antropológica vemos que, en principio, el concepto de patrimonio cultural implica la asociación de dos con-ceptos -cultura y patrimonio-, extraordina-riamente polivalentes y de cambiantes sig-nificados. De márgenes muy estrechos en origen, sólo la paulatina ampliación de sus contenidos ha posibilitado el estado actual de consideración y tratamiento de los bie-nes culturales integrantes del patrimonio. En el panorama histórico, estos cambios se han desarrollado con una gran rapidez. Como es sabido, los comienzos de las re-flexiones teóricas sobre el propio concepto de cultura no son anteriores al siglo XVIII. Cultura entendida como característica esencial de la existencia social de los hom-bres, a diferencia de los demás seres vivos, por la posibilidad de transmitir a sucesivas generaciones pautas mentales y conductua-les, en virtud de su capacidad de aprender y comunicarse. Estas reflexiones derivan en la creencia en el poder del hombre para crear y transformar su propia cultura, para ir perfeccionándola indefinidamente, lo que conduce a los ilustrados a la convicción en un progreso universal, lineal e ilimitado. El vocablo cultura desbanca así su primigenia acepción, hasta entonces limitada al cultivo de la tierra, para pasar a significar el culti-vo de la mente, la acumulación de conoci-mientos. Pero no todos los saberes que la cultura va creando son apreciados de igual manera. En una sociedad fuertemente jerarquizada siempre serán los sectores dominantes quienes dirijan y controlen, a través de sus instituciones, los criterios selectivos que decidirán qué debe ser valorado, transmiti-do y perpetuado de entre el cúmulo de ele-mentos componentes de la cultura. Por ello, tal concepto de la cultura sirve para presti-giar y separar las élites sociales en el seno de Occidente, a la vez que, con los mismos argumentos, se inicia la clasificación de todos los pueblos del mundo. Así, los primeros antropólogos decimo-nónicos, inmersos en las corrientes positi-vistas y evolucionistas del momento, pre-tenden reconstruir la historia de la huma-nidad en sus distintos estadios evolutivos, desde los “salvajes” hasta los “civilizados”, atendiendo a su mayor o menor grado de desarrollo en una única posible escala evo-lutiva, cuyo cénit casualmente se encuentra en la civilizada Europa. Las críticas a esa gradación valorativa no llegarán hasta comienzos del siglo XX, con la corriente de pensamiento conocida como Particularismo Histórico, que pro-pugna el reconocimiento de la singularidad de cada cultura y, en consecuencia, el res-peto a la diversidad cultural. Sólo entonces la palabra cultura refiere al conjunto dife-renciado de costumbres, creencias e institu-ciones sociales que caracterizan a cada grupo humano. Desde ese momento, la an-tropología, aunque con planteamientos Esther Fernández de Paz 3 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 diversos, ha venido explicando que todas las sociedades, y a su vez todos sus sectores sociales, desarrollan su propia cultura y, como parte de ella, su específico patrimonio cultural. No obstante, la concepción ilustrada de la cultura sigue arraigada, y no sólo en las élites que idearon su contenido sino incluso en las clases excluidas, a las que se les ha transmitido con gran eficacia la minusvalo-ración de su analfabetismo cultural del que sólo pueden escapar a través de la ense-ñanza reglada en las instituciones oficiales. De ahí que el pueblo comience a reclamar su derecho al acceso a la “cultura”. Patrimonio como tesoro En estrecha relación con la considera-ción prevaleciente de cultura, el concepto de patrimonio comenzó a acuñarse con signifi-caciones interesadamente delimitadas. Si su etimología, ceñida exclusivamente a la dimensión privada, significaba lo que el hijo hereda del padre, cuando adquiere su acepción pública contemporánea lo hace de un modo restringido, en paralelo a la idea dieciochesca de cultura: el patrimonio como un “tesoro”, sólo integrado por las produc-ciones surgidas de los genios que atesti-guan el progreso ascendente de la civiliza-ción. Bajo tales premisas, los únicos ele-mentos dignos de ser conservados y trans-mitidos serán determinados monumentos antiguos y ciertas obras artísticas singula-res. Frente a ellos, la subcultura consistiría en los productos considerados desde esa óptica, como vulgares, inferiores y sin cali-dad; esto es, las creaciones del pueblo anó-nimo. De este modo, la filosofía ilustrada su-pondrá el punto de no retorno para la con-sideración del valor histórico del patrimo-nio heredado, a la vez que los principios revolucionarios serán los primeros en pro-clamar el derecho del pueblo a la instruc-ción pública, permitiéndole el acceso a la contemplación de las obras sublimes del arte y las antigüedades. Ello conduce a que en los primeros años de la era revoluciona-ria francesa se abran una serie de museos disciplinares, recogiendo las obras confis-cadas de las colecciones reales, nobiliarias y eclesiásticas; y por encima de todos, el Mu-seo Napoleónico, embrión del Louvre, al que se fueron añadiendo los botines de gue-rra arrancados a los países dominados como confirmación del poder imperial. Esta política de incremento de fondos museables, practicada en toda Europa, revela el convencimiento en el valor intrín-seco de los objetos patrimonializados, anu-lando por completo la relación con sus pro-tagonistas: los pueblos que los heredaron, los reproducen o los crean. Lejos de enten-derlos como los testimonios culturales de un determinado colectivo, el patrimonio acumulado acusa una transparente inten-cionalidad de prestigio, en la misma línea mantenida por el coleccionismo privado, aunque virando desde lo escuetamente in-dividual y clasista a la proclamación públi-ca de la notoriedad de toda una nación, en la demostración de su grado de civilización. Ahí radica la motivación de las grandes pinacotecas y museos de antigüedades de-cimonónicos, por encima de su teórica fina-lidad de apertura a la instrucción y deleite del conjunto de la sociedad. De igual manera, los primeros museos antropológicos fueron concebidos como sim-ples muestras de objetos exóticos, expolia-dos de sus lugares de origen, con el propósi-to de exhibir visualmente la superioridad de la cultura occidental. Junto a ellos, con-venientemente separados incluso en la de-nominación (artes y tradiciones/costumbres populares), comienzan a proliferar los mu-seos dedicados a nuestros propios primiti-vos: las clases menos evolucionadas de la civilizada sociedad occidental. Un movi-miento que refleja el interés político volca-do hacia los bienes considerados la esencia de las tradiciones de un pueblo, en los mo-mentos en que se hacía necesaria la afir-mación de las conciencias nacionales a tra-vés de la presentación de una historia co-mún. Es de sobra conocido el uso de la ima-gen mixtificada que de la “cultura popular” hicieron los folkloristas del siglo XIX, con-gelando una imagen idealizada y arcaizan-te de la vida rural. Pero ninguna de estas realizaciones cul-turales formarán parte del patrimonio en-tendido como “tesoro”. Basta recordar las denominaciones y contenidos de las prime-ras leyes que van dictándose en los distin-tos estados europeos, incluida nuestra Ley del Patrimonio Histórico-Artístico de 1933. En ella claramente continúa el menosprecio 4 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 hacia toda producción que no responda a las valoraciones de la cultura oficializada, es decir, con suficiente antigüedad y el re-querido mérito artístico. Ni siquiera un gobierno republicano es capaz, a la hora de normativizar, de plasmar la sensibilidad sociocultural que le acerque a las produc-ciones emanadas de las clases subordina-das, sean propias o ajenas. Lo más interesante, desde nuestro punto de vista, es analizar cómo a unos criterios de tal subjetividad se les aplicó en seguida todo un corpus teórico justificador de la pretendida cientificidad que guía estas de-cisiones. Se defiende así que las antigüeda-des son patrimonio con fundamento en su objetividad temporal y que el arte es elegi-do en base a reconocidos cánones estéticos, ocultando en ambos casos el proceso valora-tivo de selección. Junto a ello, cabe destacar la relación existente entre la vigente concepción pa-trimonial y la finalidad que su custodia debía cumplir. Así, la conservación de los objetos patrimoniales para su traspaso ín-tegro a las futuras generaciones constituía el objetivo último, reflejado en las preocu-paciones administrativas en forma de celo-sos guardianes. De idéntica manera, se hacía inevitable la defensa de que la misión primordial de un museo era la de conservar las colecciones encomendadas -de donde deriva la denominación de “conservador” de museos, anacrónicamente mantenida-, a más de servir para los estudios de una élite privilegiada y como sutil arma propagan-dística de sus propios valores. Patrimonio como cultura Para llegar a entender el patrimonio como el testimonio de la cultura de un pue-blo, parece innegable el papel determinante jugado por la antropología, precisamente por la extensión del concepto de cultura como la expresión colectiva de las experien-cias y concepciones propias de cada grupo humano, en permanente proceso de elabo-ración. Sólo así ha podido ir ampliándose la consideración de los bienes dignos de ser protegidos, hasta culminar en una visión integral y dinámica del patrimonio cultu-ral. Una ampliación que hace virar, al propio tiempo, la noción de conservación como finalidad en sí misma, a la de tutela como medio de valorización del patrimonio para sus propios protagonistas. Y es que lo inte-resante de este proceso, además de su cre-ciente abarcabilidad, es la decisiva vincula-ción entre objetos y sujetos sociales, el valor que se da a los pueblos actuales como here-deros y transmisores de los bienes cultura-les, a la vez que creadores de nuevos patri-monios. Uno de los primeros grandes logros para este avance conceptual fue la acuñación del término “bien cultural”, que aparece por primera vez en la Convención de la UNES-CO de 1954, a pesar de que la pormenoriza-ción de bienes culturales aludidos en este texto mantiene los rígidos criterios al uso, centrados en lo histórico-artístico. No obs-tante, diez años después, la italiana Comi-sión Franceschini se adentró en un profun-do análisis de esta expresión, hoy felizmen-te recogida y asimilada en el lenguaje pa-trimonial. Su principal valor radica en la supera-ción del reduccionismo que encierra la idea de objeto, vigente hasta el momento, pro-poniendo un término amplio y capaz de acoger otros referentes patrimoniales, sin diferenciación entre lo material y lo inma-terial. Al fin se va poniendo en cuestión el propio sentido del mero objeto físico, al comprender que son los valores que se le atribuyen a los objetos de referencia los que definen su significación cultural y los que justifican las razones argumentables para su preservación. Por lo tanto, todo bien cultural será definible, precisamente, a partir del significado inmaterial que le atribuyamos: testimonio de un aconteci-miento histórico, de un modo de vida, de las creencias de un colectivo, de la tecnología y saberes utilizados para aprovechar los re-cursos disponibles, etc. En definitiva, se entiende que todas y cada una de las pro-ducciones materiales de cualquiera de los ámbitos de la vida en sociedad son el reflejo del mundo mental de quien las crea y utili-za, de donde proviene su valor inmaterial y, consiguientemente, su posibilidad de ser consideradas como bienes culturales. La influencia de estas consideraciones en nuestro ámbito cultural no se hace espe-rar. Y es que una de las características de la globalización de las relaciones contempo-ráneas es la autoridad de algunas estructu- Esther Fernández de Paz 5 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 ras político-jurídicas complejas que, en los asuntos patrimoniales, no puede desligarse de una organización como la UNESCO, para quien uno de sus objetivos básicos fue desde el principio contribuir al reconoci-miento y mantenimiento de la diversidad cultural. En tal sentido se decantó la Declaración de 1966 sobre los Principios de Cooperación Cultural Internacional, y su defensa de la dignidad y el derecho de todo pueblo a des-arrollar su cultura. Atendiendo a los infor-mes encargados al antropólogo Lévi- Strauss, se pone de relieve el carácter vivo y dinámico de las culturas y la necesidad de garantizar la libre evolución de cada una de ellas. Dicho de otra manera, se manifiesta la necesidad de salvar la propia diversidad cultural antes que centrarse en interven-ciones patrimoniales conservacionistas. Pero para alcanzar tal objetivo resulta imprescindible el reconocimiento jurídico del patrimonio etnológico, tarea nada fácil dado el peso de las categorías valorativas de la ideología dominante. Por ello vamos a ir encontrando ligerísimas concesiones, como en la Recomendación de París de 1968, donde al fin aparece el término “etno-lógico”, aunque con un claro sesgo histori-cista porque viene limitado a los bienes culturales vestigios de civilizaciones des-aparecidas. En ese gradual avance hay que destacar, sin duda, la renombrada Convención de 1972 sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural. En ella se defiende expresamente un patrimonio con-formado tanto por los testimonios del pasa-do que contribuyen a definir la memoria colectiva de los pueblos, como por las ex-presiones del presente que nos hablan de su vitalidad cultural. En consecuencia, se re-coge el interés etnológico en equidad con las restantes categorías de bienes culturales, dando cabida a los lugares, bienes y activi-dades que forman parte del bagaje más modesto y cotidiano de los pueblos. La vieja imagen monumentalista que limitaba sus referentes a las obras materiales más pres-tigiosas del pasado, amplía así su valora-ción a los elementos, materiales o inmate-riales, que reflejan el modo de vida de un determinado colectivo, sin olvidar los pro-pios bienes ambientales en los que inevita-blemente se deja sentir la intervención modificadora del hombre. Definitivamente, no sólo estamos ante un cambio radical en la percepción de la cultura como globalidad sino que, además, la problemática acerca de la valorización y preservación del patrimonio cultural pasa-ba a ser una cuestión mundial, no restrin-gida a los países occidentales. Una filosofía que pretende expandir el respeto hacia el patrimonio de todos los pueblos del mundo y evitar cualquier acción de expolio preme-ditado, sea por negligencia, guerras, inter-cambios, o por su drástica destrucción ante criterios de modernización o de reinterpre-tación de sus significados ideológicos. No obstante, a todas estas circunstan-cias continuamos asistiendo, porque es fácil comprender que ni el arbitrio de algunos dirigentes ni la solidez de algunas de las nociones fuertemente interiorizadas pueden modificarse por su sola disposición legal. Pero es más, la propia UNESCO realizó un valiente ejercicio de autocrítica en 1992, cuando se conmemoraba el vigésimo ani-versario de la Convención. En él se puso de manifiesto que, a pesar de los expresos deseos de respetar la diversidad cultural y a pesar de los avances conceptuales en los contenidos de los bienes culturales, la rea-lidad era que, a través de la Lista del Pa-trimonio Mundial, se había privilegiado una visión monumentalista y en concordan-cia con los valores y los cánones estéticos occidentales. La lectura estadística de la Lista elaborada hasta el momento detecta-ba importantes desequilibrios, tanto en cuanto a la distribución geográfica como a la categoría de los bienes inscritos: sobre-rrepresentación de bienes culturales euro-peos y norteamericanos, fuerte predominio de edificios religiosos y mayoritariamente de la cristiandad, y clara preponderancia de ciudades históricas y de civilizaciones des-aparecidas en detrimento de las culturas vivas. La realidad, por tanto, evidenciaba que la Lista no era de la Humanidad sino de unos pocos países. Ese mismo análisis sacó a la luz tam-bién la desproporción entre bienes cultura-les y naturales inscritos, y la necesidad de desencajonar estas dos categorías. Poco a poco se había ido comprendiendo que la interacción entre el hombre y su entorno hacía estéril la dicotomía naturaleza-cultura: los pueblos adaptan el espacio en 6 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 el que viven y dejan la huella de su cultura. Con esta visión mucho más antropológica, el Comité del Patrimonio Mundial adoptó entonces la categoría de “paisajes cultura-les”, para intentar conseguir que la Lista deje de ser un mero catálogo de monumen-tos y refleje realmente la pluralidad de culturas generadas por la humanidad. A todo ello no fue ajeno el hito que había supuesto, sólo tres años antes, las Reco-mendaciones sobre la Salvaguarda de la Cultura Tradicional y Popular, como parte fundamental del patrimonio universal, a la vez que abrió el camino para que en 1998 se estableciera la creación de una Lista especí-fica para las Obras Maestras del Patrimo-nio Oral e Inmaterial de la Humanidad. En suma, en el transcurso de apenas medio siglo se ha recorrido todo un camino que nos ha llevado desde el exclusivismo de determinadas obras singulares del arte o la historia, a la consideración de la cultura como un bien a proteger en sí mismo. Patrimonio como identidad La culminación de todo este proceso re-mite directamente a la identidad cultural. Resulta innegable que la defensa del pa-trimonio propio de cada comunidad puede actuar, hoy más que nunca, como reafirma-ción de las identidades frente al empuje del uniformismo cultural: la puesta en valor de las costumbres, la gastronomía, la arquitec-tura, los rituales, las técnicas, las artes, las expresiones y demás elementos componen-tes de cada cultura, se convierten en refe-rencias identitarias ineludibles. En lógica consonancia, el actual concep-to de patrimonio demanda la adopción del vocablo “cultural”, un término comprensivo de los más diversos grupos de interés de bienes patrimoniales, por ser todos ellos construcciones culturales que interconexio-nan sus significados, demostrando la inuti-lidad de atender alguno de los aspectos en exclusiva si en verdad se pretende una con-textualización global que sirva para com-prender la identidad de los pueblos; y no sólo como referencias históricas conforma-doras del presente cultural, sino precisa-mente por su significación de marcadores identitarios para los colectivos que lo crea-ron y lo utilizan. En el caso de España, todos sabemos que la Ley de Patrimonio Histórico Español de 1985 recogió implícitamente los dictá-menes internacionales y, evidentemente, incluyó al fin el reconocimiento jurídico del patrimonio etnológico. Sin embargo, esta ley (actualmente en fase de revisión) optó por el adjetivo “Histórico” para designar el conjunto de los bienes susceptibles de pro-teger, acrecentar y transmitir. Bien es cier-to que la elección de lo histórico como con-cepto unificador no implicará ya una des-cripción formal y limitadora de los bienes integrantes del patrimonio, sino la concep-ción de su valor de “historicidad” como tes-timonios de la cultura, tal como lo desarro-lló la teoría italiana de los bienes cultura-les. Pero en esta elección también resulta evidente la incidencia del factor temporal en la consideración de las categorías patri-moniales, dada la larga tradición conserva-cionista volcada sobre el patrimonio, que no se aviene con el sentido dinámico y cam-biante inherente a la cultura. Además de ello, el término histórico, a la vez que compendia el valor común del con-junto patrimonial, tendrá que aparecer después como una más de las categorías de bienes a proteger, lo que sin duda provoca confusiones entre ambas acepciones que no son equiparables ni en significado ni en la amplitud de sus contenidos. En este camino, es tremendamente sig-nificativo analizar la opción elegida por cada una de las comunidades autónomas para la denominación genérica de sus pro-pias leyes de patrimonio. No por casualidad fueron las leyes vasca (1990), catalana (1993) y gallega (1995) las primeras que se pronunciaron por el adjetivo “Cultural”. Ninguna de las tres comunidades olvida mencionar en sus Preámbulos la especifici-dad cultural que supone el patrimonio para sus respectivas identidades. Son, sin duda, verdaderas declaraciones de principios so-bre la trascendencia de los bienes cultura-les en la conformación histórica del territo-rio en el que se encuentran y su aportación a la identidad étnica del pueblo que hoy la habita, resaltando además lo que supone su aportación a la cultura universal. Por el contrario, las que prefirieron mantener la denominación de “Histórico”- Castilla-La Mancha (1990) y Andalucía (1991) las primeras-, encabezan sus Preámbulos con la trascripción de los artí- Esther Fernández de Paz 7 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 culos constitucionales y estatutarios que les posibilitan ocuparse de la custodia de sus propios bienes culturales. Es como si úni-camente asumieran la distribución de las obligaciones patrimoniales por ubicaciones territoriales, aceptando la responsabilidad de su preservación pero sin aludir, como las anteriores, al sentido y a la importancia de dichos bienes para la autoidentificación de sus gentes con su cultura propia y diferen-ciada. Después de ellas sigue observándose idéntica relación: las leyes de la Comunidad Valenciana (1998), Cantabria (1998), Ara-gón (1999), Asturias (2001) y Castilla y León (2002) se presentan como de Patrimo-nio “Cultural”, mientras que las de Madrid (1998), Islas Baleares (1998) y Canarias (1999) como de Patrimonio “Histórico”, si bien ésta última sí hace referencia al sopor-te que supone su patrimonio para la actual identidad canaria. Por su parte, Extrema-dura (1999) decidió no decantarse y bauti-zar su ley con ambos términos, Histórico y Cultural; indefinición que ya está manifes-tando por sí misma una clara actitud, muy recientemente superada por La Rioja (2004), cuya ley se rubrica como “Cultural, Histórico y Artístico”. Estamos, en nuestra opinión, ante uno de los aspectos más interesantes y quizá menos analizado del patrimonio: el reflejo del sentimiento de identidad (étnica, regio-nal o nacional) que se recoge en las legisla-ciones patrimoniales autonómicas, a partir del cual definen, interpretan y valoran sus respectivos patrimonios culturales. Sin olvidar el detalle que supone la mayor o menor presteza en editar una normativa propia, e incluso la todavía ausencia de ese texto legal en algunas comunidades que parecen preferir regirse por la común legis-lación estatal. Otra de las diferencias, no menos rele-vante, entre las diversas leyes patrimonia-les la encontramos en las mismas definicio-nes del patrimonio etnológico o patrimonio etnográfico, obviando incluso el hecho del uso indistinto de uno u otro término. En principio, la propia existencia de ta-les definiciones nos parece un dato a anali-zar en sí mismo por cuanto supone un des-igual tratamiento legal. En la actualidad, todas las definiciones generales de patri-monio (Histórico o Cultural) aluden al “in-terés” histórico, artístico, etnográfico, cien-tífico, etc., como única circunstancia califi-cadora de los bienes patrimoniales, abierta al juicio de su disciplina correspondiente. Sin embargo, hay que resaltar la contradic-ción existente entre esa definición genérica e igualitaria para todo tipo de bienes y la individualización que se traza a continua-ción sólo de algunas de las categorías. Una distinción que corrobora cómo aún no se ha superado la identificación prioritaria del patrimonio con lo histórico-artístico, puesto que estas categorías simplemente se en-cuadran en el régimen general establecido para los bienes muebles e inmuebles, mien-tras que otras parecen precisar una defini-ción y descripción pormenorizada dentro del propio texto legal. Analizando al contenido de las definicio-nes de patrimonio etnológico, comprobamos que es el adjetivo “tradicional” el elegido desde el principio para delimitar los bienes subsumidos en esta categoría. Un rasero, no exento de polémica, que la ley andaluza sustituyó por el de las formas “relevantes” de la cultura. Tras ella, todas las leyes pos-teriores continúan prefiriendo la acotación de lo tradicional, con la única excepción hasta el momento de la ley cántabra. En nuestra opinión, lo relevante, lo sig-nificativo o lo tradicional de cada cultura son, en una gran medida, conceptos plena-mente coincidentes y referenciales de sus aspectos identitarios. El gran problema es la errónea significación que ha llegado a adquirir el término tradicional en el len-guaje cotidiano. Una equivocación debida en muy gran medida a los primeros estu-dios sobre esta parte de la cultura no erudi-ta, realizados por los románticos, folkloris-tas y nacionalistas que consiguieron fijar, desde el siglo XIX, la falsa idea de cultura tradicional como un compartimento estan-co, aislado e inmutable, en el que las ver-daderas esencias del carácter de un pueblo luchan por mantenerse, en oposición a los cambios promovidos por la cultura urbana, industrial y moderna. Desde nuestra visión, tradición equivale a esa herencia cultural que cada quien re-cibe como individuo integrante de una de-terminada sociedad en un concreto momen-to histórico. Una herencia integrada por conocimientos no oficializados ni institucio-nalizados, adquiridos básicamente a través 8 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 de la imitación, que proporcionan las claves diferenciadoras de cada cultura. En suma, todo aquello que desde la visión “culta” de la cultura no tiene ninguna importancia y que, sin embargo, constituye el fundamento para la identidad cultural de los miembros de una sociedad. Pero esa herencia, a la vez que se conso-lida como propia al grupo de pertenencia, siempre recibirá el aporte de nuevas expe-riencias culturales, en un continuo proceso de acumulación y selección de lo considera-do mayoritariamente relevante. De esta manera será transmitida a los nuevos miembros, quienes reiniciarán el ciclo en base a la cultura recibida. De hecho, no existe ningún elemento cultural, ni siquiera las expresiones, formas o rituales conside-rados más invariables, que no se vayan modificando en su adaptación al devenir histórico; ámbito rural y clases populares incluidas. En definitiva, el patrimonio etnológico está conformado por los bienes culturales que no son fruto de la unicidad ni de la genialidad, sino justo por aquéllos que reve-lan las pautas pasadas y presentes segui-das por cada colectivo, en su continuidad y discontinuidad, para producir y reproducir su identidad. Precisamente por ello, la finalidad últi-ma de la tutela patrimonial ya no puede ser otra que la de servir como referente identi-tario para sus protagonistas: el grupo humano que lo recibe, lo usa, lo transforma y lo traspasa en consonancia con su propia dinámica cultural. De ahí la trascendencia de las legislaciones autonómicas en materia de patrimonio cultural, al configurarse el conocimiento y la cercanía como las mejores garantías para la correcta puesta en valor de un patrimonio propio. Sin embargo, no cabe duda de que este proceso presenta también su reverso nega-tivo, pues claramente amplifica el riesgo de manipulación ideológica. La evidencia, ya largamente demostrada, de que de una selección interesada de bienes culturales se deriva una interpretación sesgada, aunque disfrazada de aséptica objetividad, está alcanzando en los últimos tiempos, en de-terminados lugares, unas proporciones realmente alarmantes, lo que supone un verdadero obstáculo en el camino ya abierto para la adecuada comprensión del patrimo-nio cultural. Patrimonio como recurso Además de esto, un nuevo aspecto ha venido a complicar aún más el ámbito de nuestro patrimonio cultural. Nos referimos a su puesta en valor como recurso económi-co. Una estrategia que actualmente preside la práctica totalidad de las políticas patri-moniales, al amparo de las directrices ini-ciadas por el Consejo de Europa y con el refuerzo que suponen los programas y fon-dos estructurales de la Unión Europea en su intento por remontar los desequilibrios regionales. En no pocas ocasiones estas políticas es-tán consiguiendo subvertir por completo el sentido y finalidad de la tutela patrimonial, porque tampoco entonces los bienes cultu-rales son considerados como el conjunto de las manifestaciones y testimonios que con-tribuyen a explicar y dotar de significado los rasgos culturales de un colectivo. El interés se centra exclusivamente en la pro-tección de los elementos más atrayentes a los potenciales visitantes, en el afán por obtener la mayor rentabilidad económica posible. Es claro que en los centros urbanos es el patrimonio monumental el que concentra toda la atención: los barrios históricos y determinados edificios singulares, a los que se agregan, cada vez con más frecuencia, museos construidos en inmuebles especta-culares, ya con valor por sí mismos inde-pendientemente de su contenido y en los que no olvidan incluir ninguno de los servi-cios propios de un centro comercial (tien-das, librerías, cafeterías, etc.). La meta perseguida no parece ser otra que alcanzar una masiva afluencia de público, como efec-tivamente se logra. Al lado de esto, el patrimonio etnológico en las grandes ciudades no interesa como atracción turística. Basta comprobar cómo, día a día, se cierran talleres artesanos, se especula con viviendas singulares pero sin importancia desde el punto de vista históri-co- artístico, se demuelen patios de vecinos, plazas, comercios considerados obsoletos, y todo aquello a lo que no se le suponga nin-gún beneficio económico. Claramente la mentalidad economicista aplicada al patri-monio ha alcanzado, no ya a la sociedad en Esther Fernández de Paz 9 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 general, sino incluso a los organismos e instituciones encargados de la custodia de todo el patrimonio, incluido el etnológico, ante presiones urbanísticas o mercantilis-tas que consiguen hacer olvidar su valor cultural y la obligación de preservar su memoria. Pues bien, tal como siempre ocurre, és-tas son las pautas que sirven de modelo e intentan imitarse en cualquier punto de la geografía rural: volcarse igualmente hacia los testimonios más monumentales o más antiguos posibles, como si con ello pudiera acreditarse la notoriedad e importancia del lugar en cuestión. Sólo cuando se carece de estos potenciales, se recurre al modesto patrimonio etnológico, porque desde luego no se renuncia a atraer visitantes. Y a tal fin no queda más que la recreación de sus más puras tradiciones. Bajo tales premisas, al patrimonio etnológico se le aplican mi-méticamente los viejos criterios selectivos de antigüedad, escasez y excepcionalidad, y con unos esquemas claramente conserva-cionistas que en nada se adecuan a su sen-tido de expresión colectiva de un sistema cultural diferenciado. De entrada, muchas de las reconstruc-ciones realizadas expresamente para el turismo son meras teatralizaciones perfec-tamente orquestadas, que a veces ni siquie-ra recrean la propia imagen sino la que se entiende que el turista espera encontrar. En estos casos, nos hallamos con pueblos reconstruidos para cultivar su ruralidad, su tipismo, sus artesanos, su autenticidad en suma, convirtiendo incluso a los propios habitantes en parte del pintoresquismo que se quiere ofrecer. Y es que, realmente, sin atender a la dinámica cultural, y a veces ni tan siquiera a la propia voluntad de sus protagonistas, muchos gestores “culturales” se esfuerzan por mantener un estatismo conservacionista en las “tradiciones”, para evitar que su pérdida repercuta en el des-censo del interés turístico; de esos turistas urbanos que anhelan envolverse momentá-neamente en espacios y modos de vida en los que proyectar la imagen neorromanti-zada de un pasado de bondades imagina-das. No obstante, quizá el reflejo más consta-table de tales políticas es el afán que ac-tualmente manifiesta cada pequeña locali-dad por contar con su propio museo “etno-gráfico” o de “artes y costumbres popula-res”. Tal proliferación podría hacer creer que al fin los dirigentes de estas zonas han comenzado a valorar realmente los elemen-tos de su patrimonio etnológico y que sus habitantes han comprendido la trascenden-cia de preservar unos referentes claves para entender su identidad cultural. Pero la realidad es que prácticamente sin varia-ción, vemos cómo estos museos locales es-tán trazados desde la más acientífica reite-ración de objetos tradicionales en desuso, pertenecientes a un mundo rural que no tiene nombre propio ni época concreta ni territorio definido ni, consiguientemente, relación alguna con la configuración actual de una determinada comunidad. Si, por el contrario, se supieran seleccio-nar adecuadamente los elementos patrimo-niales relevantes de unas formas de vida determinadas, pasadas y presentes, el re-sultado sería que cada población podría profundizar en el conocimiento de su propia cultura y aprender de las culturas ajenas, lo que imperceptiblemente conduciría al respeto por la diversidad cultural, enten-diéndola como respuestas adaptadas a la variedad de ecosistemas, especificidades históricas, tradiciones culturales, ocupacio-nes y actividades, sectores y clases sociales existentes, etc. El problema es que este lento aprendizaje casa muy mal con las aspiraciones de rentabilidad económica inmediata. Lo que tampoco parece tenerse en cuen-ta es que, además de perder el beneficio sociocultural inherente a la adecuada reva-lorización del patrimonio, esta inclinación hacia el sector turístico está llevando a no pocas poblaciones al abandono de ciertas actividades tradicionales que, siempre con-venientemente encauzadas a las realidades actuales, podrían mantener su plena vigen-cia económica y ocupacional, y sin depender de las inevitables fluctuaciones propias del fenómeno turístico. Quizá ahí radique una de las causas del auge que está tomando hoy día la vuelta a la actividad artesana, muy especialmente en el mundo rural, pero con un llamativo proceso de selección. Quiere esto decir que no se promueven las artesanías realmente imbricadas con la vida cotidiana de las co-munidades en que se insertan, sino exclusi-vamente las consideradas atractivas, esté- 10 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 ticas, vendibles al turista. Son una réplica comercializada: objetos que modifican sus formas, tamaños y calidades, que añaden el sello de “hecho a mano” como reclamo nos-tálgico de tiempos anteriores, y lo acompa-ñan del inexcusable “recuerdo de...”, esa pretendida marca de autenticidad que jus-tamente indica lo contrario, o sea, que es un objeto hecho expresamente para un com-prador que precisa de etiquetas rememora-tivas de sus pasos. Comprador al que cier-tamente suele interesarle bien poco la sig-nificación que esa actividad tiene para sus artífices. En resumen, de lo que se trataría es de adecuar realmente las políticas centradas en el binomio Patrimonio-Turismo, de ma-nera que no se conviertan en una manipu-lación de las identidades al servicio de unos intereses meramente economicistas. Pen-samos que es perfectamente compatible lograr la verdadera puesta en valor de los elementos patrimoniales y que ello revierta en el desarrollo económico y cultural de sus gentes. Pero para esto es imprescindible, en primer lugar, que el conjunto de la sociedad entienda con claridad el valor de su patri-monio. Ya la ley estatal de 1985 manifesta-ba el convencimiento de que “el Patrimonio Histórico se acrecienta y se defiende mejor cuanto más lo estiman las personas que conviven con él”. Una afirmación tan irrefu-table como irrealizable si no se entiende con claridad que para que el conjunto de la sociedad valorice el patrimonio, tiene que sentirlo como algo propio y no como esas joyas del pasado que ennoblecen a la nación -y a sus propietarios- pero que nada apor-tan a su identidad cultural. Ahí radica la artificialidad que siempre ha supuesto una activación de arriba-abajo en vez de ir des-de la base creadora hacia las instituciones encargadas de su custodia. Las actitudes al respecto son muy evi-dentes. Cuando la sociedad se identifica con su patrimonio, tal como ejemplifican mu-chas asociaciones actuales, se hacen inne-cesarias las reglamentaciones administra-tivas puesto que ella misma se convierte en su principal custodio. En caso contrario, las medidas legales encaminadas a su protec-ción y restitución pueden llegar a ser inter-pretadas, tanto por los vecinos como en no pocas ocasiones por los propios ayunta-mientos, como dañinas a sus intereses y difícilmente se conseguirá algún resultado positivo. En segundo lugar, hay que contar con los profesionales especializados, capaces de intervenir en la correcta gestión del patri-monio cultural. Y esto es especialmente notorio para el patrimonio etnológico, pre-cisamente por su modestia y su cotidiani-dad, características que parecen diluir la necesidad de un experto, a diferencia del conocimiento preciso que se solicita para el tratamiento de otras categorías de bienes culturales. Todavía hoy es difícil transmitir a los políticos que tienen encomendada la custo-dia del patrimonio cultural, la enorme com-plejidad y la innegable trascendencia que reviste su estudio, valoración y restitución, así como el hecho incuestionable de que de las decisiones tomadas al respecto depen-derá el futuro de los bienes que hoy lo con-forman: la desaparición definitiva, la con-servación anquilosada, la pervivencia real de viejos usos, o la resemantización deriva-da del desarrollo de nuevos valores simbóli-cos. Bibliografía Abad Liceras, J.M. 2003 Administraciones Locales y Patrimo-nio Histórico. Madrid: Montecorvo. Achucarro Pintos, V. y otros 1997 El Patrimonio Intangible. Mar del Plata: Centro Internacional para la Con-servación del Patrimonio de Argentina. Agudo Torrico, J. 1999 “Cultura, patrimonio etnológico e identidad”, Boletín del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico 29: 36-45. Aguilar Criado, E. (coord.) 1999 Patrimonio Etnológico. Nuevas Pers-pectivas de Estudio. Serie Cuadernos, X. Sevilla: Instituto Andaluz del Patrimo-nio Histórico. Blanc Altemir, A. 1992 El Patrimonio Común de la Humani-dad. Hacia un Régimen Jurídico Inter-nacional de su Gestión. Barcelona: Bosch. Bolaños, M.: 2003 “Ideales ilustrados, prácticas burgue-sas. La génesis intelectual del museo público”, Mus-A, 2: 88-92. Esther Fernández de Paz 11 PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 Bote Gómez, V. 1988 Turismo en Espacio Rural. Rehabili-tación del Patrimonio Sociocultural y de la Economía Local. Madrid: Ministerio de Cultura, Popular. Boukhari, S. 1996 “Algo más que viejas piedras. Un patrimonio vivo”, Fuentes UNESCO, 80: 7. Bouvier, J.C. 1980 Tradition Orale et Identité Cultu-relle. Paris: Centre National de la Re-cherche Scientifique. Bravo, G.L. 1979 Cultura Popolare e Beni Culturali. Torino: Tirrenia. Carbonaro, A. y Nesti, A. 1976 La Cultura Negata. Carateri e Po-tenzialità della Cultura Popolare. Firen-ze: Guaraldi. Carretero Pérez, A. 1999 “Patrimonio etnográfico, teórico y práctico”, Anuario Etnológico de Anda-lucía 1995-97: 273-276. Cebrián Abellán, A. (coord.) 2002 Turismo Cultural y Desarrollo Soste-nible. Análisis de Áreas Patrimoniales. Murcia: Universidad. Cerclet, D. y Gachet, L.J. (eds.) 1988 Patrimoine Ethnologique et Tou-risme. A Propos des Circuits Culturels. Chambéry: ARA. Chaumier, S. 2003 Des Musées en Quête d'Identité. Ecomusée versus Technomusée. Nouvel-les Études Anthropologiques. Paris: L'Harmattan. Colardelle, M. 1992 “La dimension économique du patri-moine culturel”, en Le Patrimoine Atout du Developpement: 37-47. Lyon: Presses Universitaires. Comisión Franceschini 1966 “Relazione della Commissione d'in-gagine per la tutela e la valorizzazione del patrimonio storico, archeologico, ar-tistico e del paesaggio”, Rivista Trimes-trale di Diritto Pubblico XVI (1): 119- 244. Cuisenier, J. 1995 “Culture ordinaire et ethnicité”, Eth-nologie Française 25 (1): 16-35. Fernández de Larrinoa, K. (ed.) 2003 Sabor de Antaño. Notas sobre Identi-dad Local, Actualización Etnográfica y Desarrollo Cultural. Vitoria: Escuela Universitaria de Trabajo Social. Fernández de Paz, E. 1997 “El estudio de la cultura en los mu-seos etnográficos”, Boletín del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico, 18: 109-118. 2004 “Museos y patrimonio intangible. Una realidad material”, Mus-A, 4: 129- 137. Fernández de Paz, E. y Agudo Torrico, J. (coords.) 1999 Patrimonio Cultural y Museología. Significados y Contenidos. Santiago de Compostela: FAAEE y Asociación Gale-ga de Antropoloxía. González Alcantud, J.A. (ed.) 2003 Patrimonio y Pluralidad. Nuevas Direcciones en Antropología Patrimo-nial. Granada: Centro de Investigacio-nes Etnológicas Ángel Ganivet. Greffe, X. 2003 La Valorisation Économique du Pa-trimoine. Paris: La Documentation Française. Hernández Martí, G.M.; Santamarina, B.; Moncusí, A. y Albert, M. 2005 La Memoria Construida. Patrimonio Cultural y Modernidad. Valencia: Tirant lo Blanch. Herrero Prieto, L.C. (ed.) 2000 Turismo Cultural. El Patrimonio Histórico como Fuente de Riqueza. Va-lladolid: Fundación del Patrimonio His-tórico de Castilla y León. Hobsbawm, E. y Ranger T. (eds.) 2002 La Invención de la Tradición. Barce-lona: Crítica. [1984] Iniesta, M. 1994 Els Gabinets del Món. Antropologia, Museus i Museologies. Barcelona: Pagès. Kirshenblatt-Gimblett, B. 2004 “Le patrimoine inmatériel et la pro-duction métaculturelle du patrimoine”, Museum, 221-222: 53-67. Kurin, R. 2004 “Safeguarding intangible cultural heritage in the 2003 Unesco Convention. A critical appraisal”, Museum, 56 (1-2): 66-77. Lenclud, G. 1987 “La tradition n'est plus ce qu'elle était... Sur les notions de tradition et de société traditionnelle en ethnologie”, Terrain. Carnets du Patrimoine Ethno- 12 De tesoro ilustrado a recurso turístico ... PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 4(1). 2006 ISSN 1695-7121 logique, 9:110-123. Lévi-Strauss, C. 1993 Raza y Cultura. Madrid: Cátedra. López Bravo, C. 2004 “El patrimonio cultural inmaterial en la legislación española. Una reflexión desde la Convención de la Unesco de 2003”, Patrimonio Cultural y Derecho, 8. Moreno Navarro, I. 1999 “El patrimonio cultural como capital simbólico. Valorización, usos y objeti-vos”, Anuario Etnológico de Andalucía, 1995-97: 325-330. Muñiz Jaén, I. 2003 “El ecomuseo del Río Caicena en Al-medinilla (Córdoba). Desarrollo rural desde el patrimonio histórico-natural y la participación ciudadana”, Boletín del Instituto Andaluz del Patrimonio Histó-rico, 42: 101-102. Nogués Pedregal, A.M. (coord.) 2003 Cultura y Turismo. Sevilla: Signatu-ra Demos. Palma Martos, L. 2003 “Economía de la cultura. Una disci-plina de la ciencia económica”, Cuader-nos de Economía de la Cultura, 1: 15-32. Plata García, F. y Rioja López, C. 2002 “La Antropología en la tutela del patrimonio”, Boletín del Instituto Anda-luz del Patrimonio Histórico, 38: 47-48. Prats, L. e Iniesta, M. (coords.) 1993 El Patrimonio Etnológico. Santa Cruz de Tenerife: FAAEE y Asociación Cana-ria de Antropología. Prats, L. 1997 Antropología y Patrimonio. Barcelo-na: Ariel. Quintero, V. y Hernández, E. (coords.) 2003 Antropología y Patrimonio. Investi-gación, Documentación e Intervención. Cuadernos Técnicos, 7. Sevilla: Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico. Santana, A. 1997 Antropología y Turismo ¿Nuevas Hordas, Viejas Culturas?. Barcelona: Ariel. Santana, A. y Prats, L. (coords.) 2005 El Encuentro del Turismo con el Pa-trimonio Cultural. Concepciones Teóri-cas y Modelos de Aplicación. Sevilla: FAAEE y Asociación Andaluza de An-tropología. Sierra, X.C. y Pereiro, X. (cords.) 2005 Patrimonio Cultural. Politizaciones y Mercantilizaciones. Sevilla: FAAEE y Asociación Andaluza de Antropología. Smith, V.L. (ed.) 1992 Anfitriones e Invitados. Antropología del Turismo. Madrid: Endymion. Verdugo Santos, J. 2003 “El patrimonio histórico como factor de desarrollo sostenible. Una reflexión sobre las políticas culturales de la Unión Europea y su aplicación en Andalucía”, Cuadernos de Economía de la Cultura, 1: 55-88. Vieregg, H.K. y Davis, A. (eds.) 2001 Museology, Social and Economic De-velopment. München: ICOM-ICOFOM. NOTA 1 Una primera versión fue redactada para los Cursos sobre el Patrimonio Histórico que anualmente organiza y publica la Universidad de Cantabria y el ayuntamiento de Reinosa (2002). Recibido: 9 de septiembre de 2005 Aceptado: 1 de diciembre de 2005 Sometido a evaluación por pares anónimos |
|
|
|
1 |
|
A |
|
B |
|
C |
|
E |
|
F |
|
M |
|
N |
|
P |
|
R |
|
T |
|
V |
|
X |
|
|
|