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Vol. 2 Nº 1 págs. 57-73. 2004 www.pasosonline.org © PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. ISSN 1695-7121 Entre los derechos políticos y el consumo: una visión heterodoxa del concepto de ciudadanía Margarita Barretto † Universidad de Caxias do Sul (RS-Brasil) Resumen: En la actualidad, hay personas que entienden que ejercer los derechos políticos de votar y ser votado o tener derechos sociales esenciales, como educación y salud gratuitos no son tan importantes para el ejercicio de la ciudadanía como la posibilidad de consumir bienes materiales, inclusive cuando para tenerlos precisen abdicar de los derechos políticos y tener menos posibilidades de educación y sa-lud. Este artículo surge del estudio de un pequeño grupo de inmigrantes uruguayos en Brasil que pueden ser considerados emblemáticos de esta búsqueda por una ciudadanía del consumo. Palabras clave: Consumo; Ciudadanía; Inmigranción; Uruguay; Brasil Abstract: Some people don’t think that political rights (to vote and to be voted), or basic social rights (free education and health care) are essential to citizenship. Instead, they look forward the possibility of consumption of goods, even if that means less education and health services or the possibility of voting. This article was inspired by a little group of uruguaian migrants in Brazil which can be considered as emblematic of this type of consumption oriented citizenship. Keywords: Consumption; Citizenship; Migrant; Uruguay; Brazil † Doctora en Educación, área de Ciencias Sociales Aplicadas. Es docente del Programa de Maestría en Turismo de la Universidad de Caxias do Sul (RS-Brasil). E-mail: barretto@floripa.com.br 58 Entre los derechos políticos y el consumo: … Introducción. Una aproximación histórica de la relación entre consumo y ciudadanía El concepto de ciudadanía ha ido cam-biando a lo largo de la historia, acompa-ñando los cambios institucionales de la constitución de ciudades, Estados y nacio-nes, atendiendo a intereses económicos o políticos. El primer concepto que se conoce es el que surgió en Grecia. El ciudadano era por definición, una persona perteneciente a la polis, comunidad política de ciudadanos. Ser un ciudadano presuponía ocuparse de los asuntos de la colectividad. La ciudadanía clásica era absolutamente participativa, era sinónimo de integración del individuo a la colectividad política. El derecho romano introduce una modi-ficación en el concepto. Con la introducción de los derechos individuales, la ciudadanía deja de ser exclusivamente definida por la participación en la esfera pública (res pu-blica) y pasa a ser definida también por los derechos individuales, económicos y fami-liares. El ciudadano griego tenía como función en la sociedad, ocuparse de las cuestiones de la colectividad y sus derechos personales poco importaban. El ciudadano romano tuvo menos obligaciones colectivas y recla-mó más derechos y libertades individuales. Durante la Edad Media el concepto de ciudadanía cambió nuevamente. Esta dio lugar al estatus que deriva de la desigual-dad de clases y que será definido por perte-necer a determinados grupos. La ciudada-nía fue un estatus privilegiado definido por la participación de un grupo de personas en los negocios del gobierno, sea de una corpo-ración, de un feudo o de una ciudad medie-val. Al principio de la edad media, al igual que en la antigua Grecia, participar de los negocios públicos era un deber de las per-sonas que tenían determinado status. La ciudadanía moderna comienza con la Revolución Francesa; es un ataque a los privilegios de los grupos de status y consis-te en el ejercicio de los derechos políticos, de participación en los negocios de Estado por parte de todas las personas. “La Revolución francesa institucionalizó los derechos políticos como derechos del ciudadano, transportándolos del plano de la ciudad estado para el plano del Estado Na-ción, transformando lo que era privilegio en un derecho general” (Brubaker, 1994: 43) El concepto moderno de ciudadanía ser refiere al contenido jurídico de nacionali-dad. Está directamente vinculada a la na-cionalidad, solo que esta última se refiere a la relación del individuo con el territorio y la ciudadanía se refiere a las “obligaciones y derechos, construidos jurídicamente y establecidos por leyes que regulan y defi-nen la situación de los habitantes de un Estado-Nación ... es un instrumento político y jurídico para regular la participación de los individuos en la sociedad” (Ruben, 1984: 64-66) La ciudadanía puede estar vinculada a pertenecer a un determinado territorio o a una determinada cultura. Siempre se refie-re a los derechos que el natural de un país tiene en lo que respecta a la elección de los representantes del gobierno, al ejercicio de los derechos individuales y a las obligacio-nes con ese estado, como, por ejemplo, hacer el servicio militar o participar de un jurado. Tanto la ciudadanía clásica cuando la moderna, la basada en el criterio territorial y la que exige una filiación étnico cultural presuponen el derecho a decidir los destinos de la comunidad a la cual el ciudadano per-tenece. El concepto de ciudadanía, además de ser flexible, o sea, de haber cambiado a lo largo de la historia (ver Stewart, 1995: 64) es un concepto complejo y, para entenderlo mejor es útil la división analítica realizada por Marshall (1967: 63), que ve la ciudada-nía a partir de aspectos: el político, el civil y el social. El aspecto civil de la ciudadanía se re-fiere a los derechos individuales, de ir y venir y el derecho a la propiedad; el aspecto político es el derecho a elegir gobernantes o a ser elegido para gobernar; el aspecto so-cial contempla el derecho a un mínimo de bienestar y a la plena integración dentro del proceso civilizador la sociedad en la cual el individuo vive. El mínimo de bienestar estaría repre-sentado por el acceso a los servicios de educación, salud y asistencia social. Pero, como ya establecido por otros au-tores (Dahrendorf cf Roberts, 1997: 06) el Margarita Barretto 59 concepto de ciudadanía social puede ser ampliado y redefinido de acuerdo con los cambios en los paradigmas de la sociedad. Habría un punto de convergencia, actual-mente, entre las dimensiones sociales y civiles de la ciudadanía y este punto es el derecho a la propiedad, a la adquisición de bienes en sentido amplio. De esta forma, se puede decir, actual-mente, que la cuestión de la plena integra-ción dentro del proceso civilizador pasa, necesariamente, por la integración a la sociedad de consumo, por la posibilidad de adquirir bienes y servicios que no se encua-dran dentro de los esenciales antes mencio-nados, pero que se han vuelto necesarios hasta dentro de las camadas menos favore-cidas de la sociedad. “Se han acentuado las estrategias de su-pervivencia... [que] incluyen, hasta entre los más pobres, el intento de mantener los niveles de consumo” (Roberts, 1997: 16) El derecho a participar plenamente del proceso civilizador no implica apenas satis-facer las necesidades primarias y básicas, sea por la vía del estado de bien estar o por la posibilidad de acceso a tales bienes y servicios. Implica en tener acceso a todos los bienes y servicios que van siendo produ-cidos por este proceso civilizador. El dere-cho a la propiedad privada, que al principio se refería a la posesión de la tierra o de una vivienda, se extiende al consumo y posesión de objetos vinculados al dimensión hedonis-ta, al placer de tener y disfrutar de los bie-nes y servicios y del poder por ellos conferi-do. Fuera de esta coyuntura, la posesión de bienes como diferenciador social parece acompañar la vida del hombre en sociedad desde siempre. El estudio de las sociedades primitivas revela que, desde que hubo organización social, hubo hábitos de consumo diferencia-dos en función de la posición que las perso-nas ocupaban dentro de las tribus. Inclusi-ve en sociedades de cazadores y colectores, donde el consumo de alimentos tenía que ser más o menos equilibrado, los jefes y hechiceros marcaban su diferencia social por el consumo de adornos. Lo mismo puede ser constatado en so-ciedades contemporáneas que aúno no es-tán totalmente integradas al proceso capi-talista. Como observa Veblen (1987: 45), la uti-lización del consumo para diferenciarse socialmente está presente en todas las épocas. “El comienzo de una diferenciación en el consumo es anterior a cualquier posible fuerza pecuniaria. Se puede encontrar tal diferenciación al principio de la cultura predatoria y se sugiere inclusive que existió una diferenciación incipiente antes del co-mienzo de esta” Los estudios sobre comunidades africa-nas e indígenas americanos relatados por Douglas, así como los realizados por Leakey entre los bosquimanos y los estudios de las poblaciones indígenas de Sudamérica con-firman que, hasta en comunidades donde no se utiliza dinero, existe un tipo de con-sumo diferenciado de acuerdo con la posi-ción de las personas dentro de la escala social. Ese consumo puede ser de plumas, estimulantes o raciones alimenticias dife-renciadas. El “ciudadano” griego también era al-guien diferenciado por la posibilidad de consumo; era una persona que no precisaba trabajar porque su supervivencia estaba garantida y por eso podía dedicarse a los negocios públicos. (cf. Arendt, 1987: 46). Posteriormente, durante la Revolución Francesa, surge un concepto de “ciudadano” que también remite a la cuestión del con-sumo. Durante el feudalismo, solamente los descendientes de nobles o las personas per-tenecientes al clero podían se propietarios de tierras; la adquisición de bienes era permitida por nacimiento o por membresía. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, redactada en 1789, como resultado de la Revolución Francesa, pasó a defender, junto con la libertad y la igualdad, el derecho a la pro-piedad; el acceso a la tierra dejó de ser un privilegio de clase y podía ser resultado del trabajo. O sea que, dentro del ideal de de-mocracia y de participación ya estaba em-butida la idea del derecho a la igualdad de participación en el mercado de consumo. La burguesía del siglo XVIII deja bien claro que solamente los ricos son conside-rados ciudadanos; por la Constitución de 1791, solamente los que tenían un determi-nado mínimo de renta podían ejercer el derecho a elegir sus representantes. El consumo diferenciado aparece siem- 60 Entre los derechos políticos y el consumo: … pre como un consumo ostentoso, como una forma de marcar presencia en el grupo so-cial. A esto Veblen dará el nombre de “con-sumo conspicuo”, atribuyéndole una especie de auge durante el feudalismo y los prime-ros tiempos de la industrialización cuando la nobleza (que era, para él, la clase ociosa) ostentaba su consumo y el de sus agregados que pasaron a tener lo que el autor deno-minó de consumo vicario de los bienes de los señores a los cuales se asociaban. “Para el hombre ocioso el consumo cons-picuo de bienes valiosos es un instrumento de respetabilidad” (Veblen, 1987: 38). Cuanto mayor era la acumulación de ri-quezas, más difícil era para un hombre solo demostrar su capacidad de dispendio, por lo tanto se acostumbra a tener otras personas, generalmente parientes pobres, agregados al núcleo familiar primario, que ejecutaban trabajos serviciales pero que, por se ejecu-tados para un noble se revestían de un aura honorífico y traían beneficios para ambos lados. Ellos podían consumir a un nivel que jamás conseguirían por sus propios medios y, el señor aumentaba su reputación mos-trando que tenía la posibilidad de sustentar el consumo vicario de estas personas. “Los gentilhombres de las camadas infe-riores.... se asociaban, por un sistema de dependencia o lealtad a sus superiores....Se tornaban sus cortesanos, dependientes o siervos y, alimentados y prestigiados por su patrón, constituyen índices de su posición, consumiendo de forma vicaria su riqueza superflua” (Veblen, 1987: 38-39). Actualmente es raro encontrar siervos de librea para demostrar la opulencia de una persona, pero el consumo conspicuo continúa siendo el elemento diferenciador y, al mismo tiempo, nivelador de las clases sociales, sobre todo en la cultura urbana. Diferenciador porque el consumo de deter-minados bienes permite que una persona comunique públicamente, que es diferente de aquella otra que no puede consumir ese bien; nivelador por lo inverso: ese bien consumido indica que el poseedor tiene la misma posibilidad que otras personas, que quiere emular, de obtener los bienes que desea. Las personas no salen a la calle mos-trando paquetes de dinero para decir que lo tienen; apelan a lo que Bourdieu llamó de “consumo simbólico”. Partiendo de la obser-vación weberiana de que el poder económi-co puro y simple no otorga prestigio social, Bourdieu (1974: 15) dice que “los grupos de estatus se definen menos el tener que por el ser, [...] menos por la posesión pura y sim-ple de bienes que por una cierta manera de usar esos bienes”. Así, la distinción entre las personas es-taría dada no apenas por el hecho de poseer riqueza sino por la forma de demostrarla, por la forma en que gastan su dinero. “las diferencias propiamente económicas se duplican con las distinciones simbólicas en la manera de usufruir, mediante el con-sumo simbólico ( o ostentoso) que transmu-ta los bienes en signos, las diferencias de hecho en distinciones significantes [...] en valores” (Bourdieu, 1974: 16) Esta teoría del consumo simbólico se re-fuerza con los estudios de Ewen sobre la cuestión del consumo de artículos suntua-rios. Siguiendo la línea teórica de Veblen el autor recuerda que, mismo antes de obte-ner el derecho a comprar tierras, ya en la edad media los burgueses comenzaron a consumir artículos de vestuario caros y elaborados, tanto que la nobleza decretó leyes sobre qué tipo de ropas deberían ser exclusivas de los señores y príncipes y cua-les los artículos que la alta burguesía mer-cantil podía adquirir. “Antes del aumento de la riqueza mer-cantil, los derechos de la nobleza sobre las ropas a medida estaban asegurados porque solo ellos podían pagar el precio de vesti-mentas suntuosas [...] Con la expansión de la riqueza mercantil [...] la nobleza empezó a tomar medidas legales par proteger su privilegio [...] empezó a establecer “leyes suntuarias’ [...] reglamentando el uso de paramentos” (Ewen, 1988: 27). Estas leyes establecían, por ejemplo, cuantos metros de brocato podían ser con-sumidos por un miembro de la alta burgue-sía y cual tipo de ropa era exclusivo de la nobleza y cual de la realeza. Era el comien-zo de la comercialización de la apariencia. Se podría decir que el consumo de bienes simbólicos, de aquello que Ewen llama “es-tilo” precede al de bienes durables, y la forma de mostrar que se estaba ascendien-do en la escala social era ostentando lujo en todos los aspectos, ropas, ediciones de libros con iluminuras, objetos de arte decorativo, inaugurando una era en que el estilo y la Margarita Barretto 61 posesión de objetos bellos pasaría a ser una forma de afirmación social. Quien sabe la lucha por participar fue siempre una lucha por tener y la participa-ción política nada más fue que un medio para conseguir la participación en el mer-cado de bienes de consumo y simbólicos. O también puede ser que la lucha por tener sea una etapa para conseguir derechos polí-ticos, en la medida en que siempre el poder de decisión fue de los que poseían bienes. No podemos olvidar que ser propietario fue, tanto en Grecia cuanto en la Francia del siglo XVIII, la condición para ser un ciuda-dano. El consumo de bienes durables, de servi-cios o de artículos suntuarios puede ser una forma de parecerse con los propietarios; consumir no da poder, pero permite sentir-se nivelado con la clase que se pretende emular. La adopción del modo de vida de la élite, consumiendo algunos productos no durables, sería una forma de participar simbólicamente de esa élite, aunque no se tuvieran los inmuebles. Pero también pude ser que simplemente el ser humano de todas las sociedades, de la griega hasta la actual, haya encontrado placer en el consumo de bienes y servicios y es en esa línea que este artículo continuará. La crisis del modelo de ciudadanía par-ticipativa: El desencanto con la “Política” El concepto de política es tan complejo como el de ciudadanía. Etimológicamente quiere decir “vida en la polis”, o sea, dentro de una colectividad, específicamente en la ciudad griega, que como ya vimos exigía de cada habitante (libre) la preocupación con la cosa pública. Actualmente se entiende por acción polí-tica toda aquella dirigida a luchar por las reivindicaciones de un determinado grupo, ya sea pequeño y localizado, como una aso-ciación de trabajadores o un gran grupo constituyente de un Estado nacional. “tenemos política donde quiera que ten-gamos relaciones de tipo estratégico, donde quiera que se de el dominio real o potencial de unos sobre otros, donde quiera que ocu-rra un problema de poder” (Reis e O’Donnel, 1988: 14) Para mantener esas relaciones, los Es-tados nacionales actualmente tienen un sistema político de representación. A partir de la entrada en escena de la burguesía, cuando esta clase emergente conquistó el derecho a opinar sobre los rumbos de la sociedad, pasó a haber representantes en las asambleas políticas, naciendo, de esta forma, lo que sería el actual político profe-sional. A medida que más grupos sociales ganaron derecho de expresión, hubo más delegados, que eran elegidos por el voto para representar los grupos en las reunio-nes políticas para decidir los rumbos de la convivencia. A medida que la sociedad se hizo más compleja, la única participación de los miembros de la comunidad en el go-bierno pasó a ser la elección de representes mientras que la instancia de aglutinación de los representantes pasó a ser el partido político. En el escenario mundial se observa que la esfera pública está perdiendo fuerza co-mo eje orientador de la sociedad y que los partidos políticos ya no consiguen elaborar o cumplir sus estrategias, ni diferenciarse muy claramente en sus propuestas, dejando los electores confusos y escépticos. "Los partidos políticos...viven por do-quier, indistintamente de su signo ideológi-co, una fase crítica de redefinición pues carecen de discurso y de estrategia de cara a las grandes transformaciones en mar-cha... Carecen de discurso programático en tanto propuesta de futuro...los partidos no ganan las elecciones para llevar a cabo sus programas; formulan programas para ga-nar las elecciones y una vez en el gobierno verán día a día lo que pueden hacer...los partidos y, mucho más el gobierno, están obligados a ser sumamente flexibles en la selección de sus metas ...ello no elimina las diferencias inter-partidarias, pero les hace más difícil a los partidos tener un perfil nítido" (Lechner, 1996: 112) Se puede decir que hay un desencanto generalizado con la política, los políticos y hasta con la democracia, ya que los grandes problemas de la humanidad aún no fueron resueltos. Sigue habiendo miseria y des-igualdad independientemente de los avan-ces en la conquista de espacios para parti-cipación que se verificaron en la era mo-derna. Las formas tradicionales de repre-sentación están, en todos los niveles, des-gastadas. Estudios de la situación internacional informan que hay un progresivo desinterés por la política partidaria y se observa una 62 Entre los derechos políticos y el consumo: … mayor participación en grupos con otros intereses. Aún dentro de los grupos de inte-rés, la evidencia empírica demuestra que asambleas de estudiantes, trabajadores, padres y maestros, etc. tienen cada vez menos concurrencia, (no solamente por falta de interés sino muchas veces por falta de tiempo o por temor) El voto y sus limitaciones Para el ciudadano común, la expresión “participación política” significa, general-mente, votar y, si bien existen varias otras formas de participar, como acaba de ser visto, las elecciones democráticas han sido, durante dos siglos, la manifestación política por excelencia, reivindicada por el pueblo y autorizada por las elites. Por ello no se puede disertar sobre par-ticipación política sin dedicar un espacio prácticamente equivalente a la cuestión del voto o del proceso electoral. El sufragio (llamado) universal, fue adoptado en Francia en 1848, como una alternativa conciliadora para acabar con las revoluciones armadas, en una época en que apenas los “pares del Reino” tenían dere-chos políticos. Su adopción inclusive fue interpretada por algunas corrientes de pen-samiento como una forma de cooptación de los revolucionarios, que dejaron la lucha armada con la que pretendían conquistar derechos inmediatamente, para optar por un sistema indirecto de expresión que, co-mo será visto después, no trae resultados inmediatos. Hirschman (1983: 121) llega a hacer una retrospectiva histórica para demostrar que el voto fue implantado, en Francia, como una concesión de los conservadores para apaciguar al pueblo. Este autor analiza el voto como una solución apaciguadora, lega-lizadora, domesticadora. “el voto representaba un nuevo derecho del pueblo, pero también restringía su par-ticipación política a esa forma específica y comparativamente inofensiva” El voto es la institución política central en la sociedad contemporánea (cf. Hirsch-man, 1983: 112), o la etapa cero de la políti-ca (Pizzorno, 1975: 41) El derecho a votar, a elegir y ser elegido, es una forma de igualdad dentro del siste-ma democrático (Pizzorno, 1975: 43), pero una igualdad que no trae como contraparti-da inmediata la igualdad que las personas buscan, que es la económica. El voto apare-ce, así, como condición necesaria pero no suficiente para el surgimiento de una so-ciedad realmente igualitaria. “El ritual electoral en los Estados demo-cráticos... representa...una reafirmación periódica de que todos los ciudadanos son iguales frente a un acto fundamental del Estado” (Pizzorno, 1975: 45) Pero este ritual electoral es colocado, por el mismo autor, como equivalente a rituales folclóricos de igualdad como las fiestas de las empresas en que todos los niveles jerár-quicos se mezclan momentáneamente. El ritual del voto proporciona una igualdad ficticia, momentánea, que da al individuo la ilusión de que puede elegir. En los países donde el voto es voluntario gran porcentaje de los electores no vota. De acuerdo con García Canclini (1994: 25), los Estados perdieron credibilidad como admi-nistradores, así como los partidos de oposi-ción, lo que llevó al desencanto y al desinte-rés por la cosa pública. También en los paí-ses en que el voto es obligatorio las encues-tas revelan que entre 30 y 40 por ciento no saben en quien votará una semana antes de los comicios (cf. García Canclini, 1994: 05). El número de votos blancos y nulos de las elecciones habla por si mismo. Otro problema serio que se coloca a la democracia representativa y al proceso electoral es que aún no hay una explicación satisfactoria sobre las razones que llevan una persona a votar en uno u otro candida-to. Hay votos racionales y conscientes y hay otros irracionales. Las razones encontradas varían desde mujeres declarando que votan en determinado candidato porque es atractivo hasta los que votan porque el patrón mandó. La popularidad mediática ha llevado actores, cantores populares, deportistas, actrices pornográficas y animadores de TV a ganar elecciones. El mecanismo de proyección es un fuerte motivador para el voto, que lleva a que sea muy difícil que los obreros voten en otro obrero, ya que los más humildes entienden que solo la clase “ilustrada” tiene capacidad para gobernar. Existe todavía la fidelidad partidaria como tradición de familia y el voto exclusivamente dirigido a obtener favores. Muchas veces no se vota a favor de Margarita Barretto 63 vor de alguien y sí apenas contra un estado de cosas o contra un candidato. “La gente no vota exclusivamente por bienes públicos....votan contra el gobierno en el poder cuando su renta personal dis-minuye o el desempleo aumenta” (Prze-worski, 1991: 42) Se observa en todas partes que cada vez más el voto obedece a razones individualis-tas y no a la idea de bien común. Coexisten votantes que actúan de forma irracional con otros que lo hace de forma calculista, objetivando la satisfacción de sus intereses particulares. En la cultura cívica vigente se ve una “relativa indiferencia o apatía por parte de los actores políticos, que pasarían a estar más volcados para sus intereses cotidianos, una orientación hacia la vida política que se aproxima de la postura cal-culante considerada por Etzioni” (Reis, 1974: 21), que se opone al sistema de soli-daridad en que las personas votarían te-niendo en cuenta el bien común. Para que haya un voto racional y un vo-tante que piense en el bien común, debería haber una sociedad sin clases (Reis, 1974: 35), o una población esclarecida y al mismo tiempo con conciencia de clase, lo que, a lo largo de la historia, no se ha verificado en ninguna parte y es difícil que se llegue a verificar, una vez que la reorganización de la economía y de la política en la sociedad post industrial llevó a la crisis del concepto de clases, como será visto en el próximo subtítulo. Si en la era moderna, al principio de la industrialización, era fácil definir al prole-tariado, hoy hay proletarios entre los pres-tadores de servicios y los profesionales libe-rales. “En 1848 simplemente se sabía quienes eran los proletarios. Se sabía porque todos los criterios _ relación con los medios de producción, trabajo manual, empleo pro-ductivo, pobreza y degradación_ coincidían para formar un cuadro consistente. Pero alrededor de 1958 esta definición pasa a incluir secretarias y ejecutivos, enfermeras y abogados, maestros y policías, operadores de computador y directores ejecutivos. To-dos son proletarios, no son dueños de los medios de producción y están obligados a vender su fuerza de trabajo por un sueldo” (Przeworski, 1991: 56-57). El voto también refleja la cuestión del estatus. De la misma forma que una secre-taria no saldría en una manifestación con un obrero de la misma empresa, porque, aunque ambos sean proletarios, tienen un estatus diferente dentro de la misma, ella tendrá resistencias a votar en un partido obrero. En América latina la cuestión de la solidaridad de clases es, también, especial-mente complicada porque predomina la cultura estamental. “En América latina [la revolución bur-guesa tardía] no transforma ampliamente la sociedad abriendo espacios políticos, so-ciales, económicos y culturales para los grupos y las clases subalternas del campo y la ciudad. Al contrario...Combina elementos oriundos de la estructura de castas en la sociedad de clases” (Ianni, 1993: 29) La historia de la social democracia, a ni-vel mundial, que tenía, por excelencia, pro-puestas para los trabajadores, muestra que estos partidos nunca obtuvieron los votos de cuatro quintos del electorado en ningún país. Al contrario, en muchos países un tercio de los trabajadores brazales vota en partidos burgueses (cf. Przeworski, 1991: 26-27) Este fenómeno también se verificó hasta hace poco en América del Sur, donde, hasta fines de la década de 1990 las izquierdas nunca habían ganado elecciones nacionales a no ser en Chile en los 70. Solamente en estos últimos años la población se ha volca-do a candidatos provenientes de la izquier-da en Brasil y Venezuela a nivel nacional y en Uruguay a nivel municipal (la intenden-cia de Montevideo). El impulso inicial a esas candidaturas, sin embargo, no fue dado por los obreros sino por los intelectua-les. Las encuestas realizadas cuando la segunda candidatura del actual presidente de Brasil. que comenzó como dirigente me-talúrgico, demostraban que los obreros no confiaban que otro obrero pudiera tener capacidad para gobernarlos1. La crisis de la identidad de clase y el auge del estatus El viejo ideal de que los trabajadores se organicen como clase parece no haberse cumplido. Al contrario, lo que se observa hoy es una resistencia a identificarse con las clases menos favorecidas. Popularmente se dice que “el pobre no quiere ser pobre”, lo 64 Entre los derechos políticos y el consumo: … que, independientemente de las explicacio-nes psicológicas, implica falta de identifica-ción social. Pizzorno (1975: 49) afirma que la inten-sidad de la participación política es propor-cional a la conciencia de clase y que el gra-do de una conciencia de clase que una per-sona puede tener no se puede medir por el discurso, solamente por la acción de clase realizada por el individuo. De acuerdo con este autor, se forma un círculo en el cual la conciencia de clase pro-mueve la participación y esta última aumenta la primera. La distinción que hace Weber entre es-tatus y clase social es importante en este contexto porque ayuda a entender que, en este momento histórico, es más relevante el estatus a que se pertenece que la clase so-cial. No hay una identificación entre traba-jadores; el proceso productivo no actúa más como núcleo aglutinador, a no ser en situa-ciones raras y extremas. “La lealtad de clase no es más la base más fuerte para la identificación. Los trabajadores entienden que la sociedad está compuesta por indivi-duo; se ven a sí mismos como miembros de otras colectividades que no son la clase; se comportan políticamente con base a afini-dades religiosas, étnicas, regionales, u otras” (Przeworski, 1991: 28) Przeworski observa también que gran parte de los asalariados no solo no se iden-tifica con la clase obrera sino que está pre-dispuesto a adquirir la ideología burguesa. “Ellos imaginan que pertenecen a la bur-guesía, como el lacayo se identifica con la clase de su amo” (Kautsky apud Przewors-ki, 1991: 58) El problema no es apenas que el indivi-duo no se identifica con su clase social, sino que el propio concepto de clase social probó ser insuficiente para clasificar a los indivi-duos, por lo que se hace necesario también apelar al concepto weberiano de estatus, a la diferenciación entre trabajo manual y trabajo intelectual, al prestigio social de las profesiones, al estilo de vida, al nivel de escolarización y al nivel de ingresos inclu-sive dentro de mismo grupo genérico de “no propietarios de los medios de producción”. Dentro de una fábrica, un obrero y una secretaria son, ambos, asalariados y se puede decir que pertenecen a la misma clase social, pero la secretaria, porque tiene un curso técnico, ocupa un escritorio y ejer-ce una actividad socialmente más valoriza-da, pertenece a otro grupo de estatus. “El problema en la conceptualización de la estructura de clase surge, principalmen-te _aunque no excluisivamente_ de la apa-rición de personas denominadas asalaria-dos, trabajadores white collars, trabajado-res no manuales, obreros intelectuales, prestadores de servicios, técnicos, las nue-vas clases medias (Przeworski, 1991: 62) De esta forma, en la actualidad, la iden-tificación con una clase se hace cada vez más difícil, y por lo tanto es cada vez más difícil la identificación de las personas con un partido político determinado o con un movimiento social; la identificación es más fragmentada, más acorde con intereses inmediatos o restrictos, prácticamente cor-porativistas y depende, no tanto del tipo de trabajo que la persona hace sino también de las razones por las que hace ese trabajo, que determinarán su comportamiento. Alocar a las personas dentro de clases se hizo tan complicado que el concepto está siendo definido en función de relación y no de grupo. “Clase, entonces, es la denominación de una relación, no de un grupo de individuos. Los individuos ocupan lugares dentro del sistema de producción; los actores colecti-vos aparecen en luchas en momentos con-cretos de la historia. La clase es la relación entre ellos y en esta sentido las luchas de clases tienen que ver con la organización social de esas relaciones”. (Przeworski, 1991: 81) La única posibilidad de identidad com-partida se da entre aquellos que pertenecen a una misma comunidad de consumidores. Estos se organizarían de acuerdo con el arte de bien consumir a que ser refería We-ber y constituirían un grupo de estatus. Estos grupos de estatus pueden estar en diversos lugares y tener intereses comunes o afinidades. Actualmente con las redes de comunicación, se puede hablar, mejor que nunca, de una comunidad virtual de perso-nas entre las cuales el consumo es el prin-cipal identificador. Será vivido como “demo-cracia” la posibilidad de que patrón y em-pleado vayan al mismo restaurante, que-dando a un lado la cuestión de la propiedad de los medios de producción. “Si existe aún algo así como un deseo de Margarita Barretto 65 comunidad, se deposita cada vez menos en entidades macrosociales como la nación o la clase, y en cambio se dirige a grupos reli-giosos, conglomerados deportivos, solidari-dades generacionales y aficciones massme-diáticas... Las sociedades civiles aparecen cada vez menos como comunidades nacio-nales... Se manifiestan más bien como co-munidades hermenéuticas de consumido-res” (García Canclini, 1994: 141) La posibilidad o imposibilidad de con-sumo de un tipo determinado de bienes o servicios será la que dará a los individuos la sensación de pertenecer a un determina-do grupo de estatus. La crisis del sentimiento de nacionalidad Si bien es verdad que hay grupos socia-les nacionalistas en varios países del mun-do, xenófobos inclusive, su existencia se debe, en la mayoría de los casos, no tanto a cuestiones de pertenencia sino a cuestiones económicas. Los movimientos nacionalistas xenófo-bos que surgieron en los países europeos, tienen un fuerte componente económico; los inmigrantes extranjeros aparecen como culpables por el desempleo provocado por la sociedad post industrial. El caso de la vio-lencia contra los extranjeros en Alemania puede ser paradigmático de esta situación, donde se instrumentaliza el nacionalismo para buscar culpables para una situación provocada por el propio sistema de produc-ción2. De la misma forma, los conflictos étnicos de oriente medio tienen un compo-nente económico. También se observa un fuerte senti-miento nacionalista en las nuevas naciones surgidas después del desmembramiento de la Unión Soviética, amparado por cuestio-nes étnicas y religiosas, lo mismo ocurrien-do en las naciones africanas. Pero lo que se observa en América Lati-na es una crisis del sentimiento de naciona-lidad. En estos países no hay orgullo de la herencia cultural. García Canclini (1994: 51) observa en México un fenómeno que puede ser observado en otros países como Argentina, Brasil o Uruguay. Una tenden-cia auto-denigradora, donde son pocas las manifestaciones de la cultura popular que agrupan todos los miembros de la sociedad nacional. Las fiestas populares son despre-ciadas por las clases privilegiadas y solo van a las fiestas nacionales oficiales aque-llos que tienen obligación de hacerlo. El culto a las tradiciones pasó a ser un instrumento del Estado autoritario, en lu-gar de ser un medio auténtico de preserva-ción surgido del pueblo, una manifestación espontánea de la sociedad que quiere mos-trar sus raíces con orgullo; fue instrumen-talizado por una política reaccionaria des-tinada a preservar el conservadorismo ar-caico de las burguesías nacionales y a tildar de antipatrióticas las propuestas políticas renovadoras. “Se estableció que tener una identidad equivalía a ser parte de una nación, una entidad espacialmente delimitada, donde todo lo compartido por quienes la habitan – lengua, objetos, costumbres- los diferencia-ría en forma nítida de los demás. Esos refe-rentes identitarios, históricamente cam-biantes, fueron embalsamados por el folclo-re en un estadio “tradicional” de su desarro-llo y se los declaró esencias de la cultura nacional. Aún ahora son exhibidos en los museos, se los transmite en las escuelas y los medios masivos de comunicación, se los afirma dogmáticamente en los discursos religiosos y políticos y se los defiende, cuando tambalean, mediante el autorita-rismo militar” (García Canclini, 1994: 57) Se observa cada vez más un distancia-miento de la cuestión nacional y, como máximo, se observa algún interés por la cuestión local. Habría una nueva ciudada-nía que responde a la identidad post mo-derna, localista y no nacionalista. La pala-bra ciudadano recupera su etimología. “El ciudadano es hoy el habitante de la ciudad más que el de la nación. Se siente arraigado en su cultural local (y no tanto en la nacional de la que le hablan el Estado y los partidos)...Pierden fuerza...los referen-tes jurídico-políticos de la nación” (García Canclini, 1994: 08). El ciudadano post moderno es, al mismo tiempo, localista y universalista, pero no es más nacionalista. En el caso especial de las naciones de América Latina, son nuevas; no hubo toda-vía tiempo de consolidar un verdadero sen-timiento nacional. Son indígenas yanoma-mis y guaraníes que se transformaron por decreto en brasileños, venezolanos o para-guayos; son genoveses, napolitanos o japo- 66 Entre los derechos políticos y el consumo: … neses que se transformaron oficialmente en ciudadanos de algún país latino-americano al que llegaron huyendo del hambre y en-gañados por las compañías de colonización. “Los mapuches dejaron de ser mapuches para ser chilenos o argentinos; lo mismo sucedió a los guajiros en Venezuela y Co-lombia, a los yanomami en Brasil y Vene-zuela y a las diferentes poblaciones qui-chuas y aymarás que forman hoy los diver-sos países” (Ruben, 1994: 33). Para este autor (Ruben, 1994: 86) las identidades nacionales, en esta parte del continente, todavía no estarían constitui-das, porque las nacionalidades modernas surgieron de la necesidad de un momento histórico vinculado a la expansión del capi-talismo y fue necesario unir viejas etnias, remanejar poblaciones ya consolidadas, como por ejemplo las civilizaciones preco-lombinas. Estas nuevas naciones todavía no tendrían un sentimiento acabado de identi-dad y en ellas la nacionalidad sería aún un “proyecto en construcción”. Nuestros estados latinoamericanos tie-nen todavía una particularidad que es la de haber excluido, históricamente, las mayorí-as; los índices de mortalidad infantil, el abismo entre el nivel de pobreza de las ma-yorías y la enorme riqueza de algunas mi-norías lo ponen en evidencia. Las dictadu-ras sangrientas que sobrevinieron después de las luchas por la independencia de la América hispánica, las persecuciones políti-cas, la continuidad de un régimen feudal en el interior de varios países, contribuyen, sin duda, para que haya un sentimiento de rechazo a la propia nacionalidad. Después, la década de 70, cuando las dictaduras mili-tares asolaron el continente, dejando miles de desaparecidos. ¿Quien puede tener or-gullo de ser ciudadano de un país donde fue torturado o de una bandera en las manos de un soldado que representa un ejército que mató obreros y aporreó estudiantes? Como dice Otávio Ianni “en América La-tina, la nación parece que está siempre en formación....Los golpes, los brotes de auto-ritarismo, las dictaduras perpetuas llenan las páginas de la historia. La democracia florece y muere” (1993: 75). En América Latina hay una combina-ción peculiar de heterogeneidad étnica y socio-cultural, junto con una estructura que combina elementos estamentales con cate-gorías de clase, que dificultan aún más que en otras partes del mundo la definición de un concepto de ciudadanía vinculado al de nacionalidad. “Los grupos, clases, sindicatos, partidos, movimientos sociales y corrientes de opi-nión pública están impregnados de diversi-dad cultural, racial y regional. Son varias las condiciones históricas... que hacen difí-cil o distorsionan la metamorfosis de la población de trabajadores en una población de ciudadanos, personas que...sientan que pertenecen a la sociedad nacional” (Ianni, 1983: 75) Qué significa hoy ser un ciudadano Hoy ser ciudadano no es apenas estar al amparo del Estado en cuyo territorio el individuo nació, teniendo derechos políti-cos, civiles y sociales básicos. La ciudadanía se refiere a las prácticas sociales y culturales que permiten que una persona siente que pertenece a determina-da comunidad. “Ser ciudadano no tiene que ver sólo con los derechos reconocidos por los aparatos estatales...sino también con las prácticas sociales y culturales que dan sentido de pertenencia” (Garcia Canclini, 1994: 02) Y lo que da sentido de pertenencia es la posi-bilidad te tener aquello que el grupo de referencia tiene, tanto en materia de bienes como de servicios. Por lo tanto, ser ciuda-dano es poder adquirir los bienes y servi-cios que los otros tienen. La posesión se da a través del consumo, definido como “el conjunto de procesos so-cioculturales en que se realizan la apropia-ción y los usos de los productos” (García Canclini, 1994:17). Estos productos pueden estar a disposición en cualquier parte y pueden ser consumidos de diversas mane-ras. El simple hecho de que los productos existan los hace potencialmente consumi-bles y le da a todos el derecho legítimo de aspirar a tenerlos, ya que fueron produci-dos por la sociedad. La globalización de la cultura lleva a la exigencia del derecho al consumo. El hombre urbano clase media de hoy es un cosmopolita que exige movilidad, real o virtual, tiene curiosidad sobre todo y la mente abierta para conocerlo todo, quie-re asumir riesgos y tiene habilidad semióti-ca para interpretar los signos de culturas Margarita Barretto 67 diferentes. Este cosmopolitismo lleva a que el con-cepto de ciudadanía, que antes se refería a los derechos dados por el Estado, pase a la esfera de los derechos del consumidor. Esto tienen sus antecedentes a princi-pios del siglo XX cuando, en Estados Uni-dos, aparece la llamada corriente progresis-ta que encuentra la forma de superar las diferencias de clase, profesión o etnia, iden-tificando todas las personas como consumi-dores, marcando el comienzo de la identifi-cación entre ciudadano y consumidor (cf. Sandel, 1996: 222). En la actualidad esta visión parece estar consolidada, cuanto Lash & Urry (1994: 309) llegan a afirmar contundentemente que el hombre postmoderno se interesa poco por la política; quiere consumir los diversos bienes que están en el mundo en-tero y con buena calidad. Si es así, la mayor parte de las personas, inclusive aquellas que se pueden clasificar como siendo “clase baja” actúan en función de un objetivo final que es la obtención de medios para el consumo a corto plazo, de-jando en segundo lugar las cuestiones refe-rentes a la justicia social o al derecho a una ciudadanía plena para todos. Estas recla-maciones van quedando apenas para las poblaciones totalmente marginadas (sin tierra, sin techo, niños de la calle) que no tienen siquiera garantizado un mínimo de derechos humanos. Es verdad que hay movimientos comuni-tarios para conseguir servicios esenciales, como agua, saneamiento y policlínicas pero, como observa García Canclini (1994: 49) para el caso de México, son reivindicaciones para resolver problemas inmediatos y loca-les; no están orientados al cambio de es-tructuras o interesados en las cuestiones estructurales que llevan a la existencia de la carencia que precisan resolver. Él observa que hay un concepto desinte-grado de los movimientos populares urba-nos, que actúan “guiados casi siempre por una visión local y parcelada, referida a la zona de la ciudad en que habitan...Sus re-clamos en cada escenario suelen hacerse sin contextualizarlos en el desarrollo histó-rico ni en la problemática general de la ciudad” (Garcia Canclini, 1994: 36). La observación empírica demuestra esto claramente. Cuando hay muchos accidentes y muchas muertes en determinada calle, los vecinos abren una zanja con las propias manos para resolver el problema aislada-mente, pero no hay una movilización más amplia de los ciudadanos para mejorar el tránsito en general o para pedir más rigor contra los infractores. Al contrario, muchos de los que abrieron la zanja durante el día dejan que sus hijos menores de edad mane-jen, ilegalmente, a la noche, pudiendo pro-vocar un accidente en otro lugar. Ya los vecinos que piden una policlínica, solo esperan resolver su problema puntual; no se reúnen en un movimiento para exigir mejoras en el sistema de salud como un todo. La evidencia empírica también revela que muchos líderes de movimientos popula-res, principalmente presidentes de asocia-ciones barriales, después de algunas ges-tiones locales son cooptados por los partidos políticos, son candidatos a cargos en el go-bierno, entrando en el esquema del Estado, olvidándose de la comunidad que utilizaron para catapultar su bien remunerada carre-ra política. Los estudios realizados sobre la cuestión escolar revelan que, cuando las personas reclaman sus derechos a la educación, no lo hacen por el valor de la educación en sí; la mayor parte de los padres de niños en edad escolar y de alumnos de facultad no busca el conocimiento. Se busca el diploma, que funciona como pasaporte para entrar en un mundo de mejores sueldos. (cf. Douglas, 1979: 94) Y el dinero permite el consumo, y es por las posibilidades de consumo que la perso-na se siente o no un ciudadano. Por otro lado, cada vez es menor la can-tidad de dinero necesaria para sentirse un consumidor. La producción en masa y la producción de imitaciones ha hecho con que actualmente existe la posibilidad de que las personas que no pertenecen a las elites pueden tener acceso a objetos similares a los de estas; en una especie de “democracia del consumo” que da la ilusión de una de-mocracia política, que desmoviliza y poster-ga las soluciones estructurales. “La nueva democracia de los consumido-res, que fue impulsada por la producción en masa y el marketing de la moda, se funda-mentó en la idea de que los símbolos y pre-rrogativas de las elites podrían estar dispo- 68 Entre los derechos políticos y el consumo: … nibles masivamente” (Ewen, 1998: 32). De la misma forma en que, en la edad media, el hecho de poder usar terciopelo podía aproximar un burgués de un noble, hoy las personas se contentan con el hecho de poder usar una marca famosa comprada en una liquidación o una imitación barata de una marca famosa, vendida en el su-permercado, para sentirse próximo de las clases económicamente privilegiadas. La posibilidad de ser ciudadano a través del consumo inhibe, en muchos casos, la rabia contra injusticias o necesidades. El hecho de poder elegir entre una u otra mer-cadería, crea la ilusión de que hay realmen-te opciones significativas, hasta el punto de que “la proliferación de diversos estilos en la vida Americana es citada, a menudo, como la evidencia tangible de la democra-cia” (Ewen, 1998: 112) Se podría decir, con el riesgo de ser radi-calmente simplista, que el crédito y las falsas opciones proporcionadas por el mer-cado son factores de desmovilización social y política. Este fenómeno no debe ser atribuido ni a manipulación por los medios de comunica-ción, ni al consumismo inducido por la so-ciedad capitalista. El fenómeno del consu-mo es más complejo; implica relaciones de dominación pero también de imitación. El mimetismo cultural es un importante factor para el consumo. "la hegemonía cultural no se realiza me-diante acciones verticales en las que los dominadores apresarían a los recepto-res... se reconocen mediadores como la fami-lia, el barrio y el grupo de trabajo”. (García Canclini, 1994: 16). Pero esto no es explicación suficiente, ya que las personas también consumen por iniciativa propia. Las razones de esta necesidad de con-sumo aún no fueron explicadas satisfacto-riamente por ninguna ciencia (Douglas, 1979: 15) y precisan ser más estudiadas, ya que se pueden encontrar en todas las socie-dades y en todos los tiempos, a excepción de aquellas comunidades que realizan votos de pobreza por convicciones religiosas y, ob-viamente, las que viven en condiciones de absoluta miseria. En este sentido es fundamental el apor-te de Douglas & Isherwood que defienden la teoría de que, más allá de la búsqueda de compensaciones, el consumo es una elección consciente de la persona y depende de la cultura en que ella está inserta. Recuerdan también que, actualmente, no tiene mucho sentido continuar con las clasificaciones dicotómicas entre bienes materiales o espirituales, bienes necesarios y de lujo o superfluos. Los materiales traen satisfacción espiritual y los de lujo acaban, con el tiempo, dejando de ser superfluos y transformándose en necesarios. Al mismo tiempo el “ser” va abriendo paso al “tener y parecer”. La apariencia cuenta más que la esencia; la persona es la ropa que usa, el auto que compra, el barrio en que vive. Su participación en la socie-dad, su reconocimiento como ciudadano pasa por la etiqueta de su ropa o por la asociación a determinado club. La imagen del hombre es más importante que el hom-bre. (cf. Ewen, 1998: 25). Saber mantener hoy la apariencia de riqueza es tan impor-tante como tener riqueza y, a veces, más. Una investigación llevada a cabo en In-glaterra revela que el consumo de aparatos de TV y de autos es más que el de teléfonos, mientras que otra revela que, para un de-terminado grupo de obreros, pagar una rodada de cerveza para los colegas menos favorecidos, es más importante socialmente que contribuir con la ambulancia local. (Douglas, 1979: 126) Las observaciones de Douglas coinciden con la teoría del consumo simbólico de Bourdieu. No se trata apenas de consumir; lo que informa sobre quien es el consumidor es el tipo de bien que se consume y como se consume. Cuanto más caro, diferente y novedoso, más próximo del consumo conspi-cuo, cuanto más lejos del consumo de cosas esenciales a la supervivencia, más gratifi-cante, más próximo de la dimensión estéti-ca. Pareciera que el consumo de bienes ne-cesarios a la subsistencia no satisface al consumidor. Esto podría contribuir para explicar el fenómeno de que, en países don-de hay determinados problemas básicos solucionados, pero hay una cierta austeri-dad o escasez de bienes de consumo las masas estén descontentas. Antes de las reformas políticas, en la Unión Soviética, el derecho a la salud, la educación y la vivien-da estaban mínimamente garantizados. No obstante hubo incidentes en la década de 80 Margarita Barretto 69 porque faltó vodka y la gran frustración de los jóvenes soviéticos era no poder comprar pantalones vaqueros (jeans), tanto que pa-raban a los turistas en la calle para com-prarles los que estaban usando3. Este mecanismo puede explicar también por qué algunas personas migran del inter-ior para las grandes ciudades y de países pequeños para países más grandes, o de países subdesarrollados para desarrollados, a pesar de que en su lugar de origen ciertas necesidades básicas están, inclusive, mejor atendidas. Investigaciones en barrios de emergen-cia del cinturón urbano revelan que esas mismas personas, cuando estaban en el campo, no pasaban hambre, porque tenían su huerta y sus pollos, pero prefieren salir del campo, entre otras cosas por la abun-dancia de posibilidades de consumo de las ciudades. El placer del consumo El consumo no tiene que ver apenas con la compra de bienes sino con la ilusión de poseerlos; el hecho de tener un bien, en potencial, en una vidriera ya hace una gran diferencia. Se podría decir que existe una reflexividad estética aplicada al consumo de imágenes. Hay un placer estático en mirar vidrieras como lo hay en contemplar un cuadro. Las visitas a los shopping centers no tienen como objetivo el consumo puro y simple de bienes materiales. Además de que el simple hecho de estar en un deter-minado shopping y no en otro hace parte del consumo simbólico, porque muestra el estatus de la persona, el paseo en sí es ya una “operación de consumo simbólico” (cf. García Canclini, 1994: 62) y las vidrieras ofrecen un espectáculo visual que es espiri-tualmente consumido. Estudios sobre migraciones para las ciu-dades reflejan ese fenómeno. La posibilidad de consumir, aunque sea una vez en la vi-da, alguna cosa diferente, o la posibilidad de ver las cosas expuestas, hace con que el individuo prefiera vivir mal en la ciudad en lugar de quedarse en el interior. A las per-sonas no se les ocurre exigir agua, luz y saneamiento en el campo. Aspiran a salir de este para la ciudad que los encandila con su oferta renovada de bienes y servicios, lo que Ewen, (1998: 239) explica con la teoría del obsoletismo dinámico, que dice que las personas no solo desean consumir sino con-sumir novedades. Aunque las personas no pueden comprar los bienes, la sola ilusión de poder llegar a hacerlo, el simple consumo estético de las luces o de un televisor en le vidriera, de las últimas novedades de la ropa o de los discos dan placer y hacen con que se siente parti-cipante de este mundo. En esta sociedad desigual, para muchas personas, las nove-dades son apenas un espectáculo (cf..García Canclini, 1994: 04), y este espectáculo, a su vez, es un objeto de consumo que, de alguna forma, las satisface. Si bien es innegable que el consumo tie-ne un aspecto simbólico y de ostentación de status, hay otra dimensión, fundamental para el ser humano, la hedonista, la bús-queda del placer. El consumo da placer (cf. Ewen, 1998: 239). Una forma de aproximarse al estudio de esta dimensión es la cuestión de la reflexi-vidad estética que acompaña la progresiva estetización del mundo. Otra es la cuestión del “estilo”. Se entiende por reflexividad la respues-ta que el sujeto da a los estímulos sin me-diaciones; es una respuesta directa que cada vez más se da a partir de la estética y no a nivel cognoscente. La reflexividad post moderna es la capacidad que tienen sujetos cada vez más inteligentes de reflexionar sobre sus condiciones sociales y de existen-cia (Lash & Urry, 1994: 256). La reflexividad puede ser cognitiva o es-tética. La primera está más vinculada a la modernidad y a la mediación de la respues-ta reflexiva a través de la razón. La reflexi-vidad estética no tiene mediaciones; es una respuesta afectiva al estímulo. De acuerdo con Featherstone (apud Lash & Urry, 1994: 260) se observa una progresiva estetización de la vida cotidiana a medida que la estructura social se debili-ta y es desplazada por las estructuras co-municacionales, a medida que los sujetos no precisan decodificar el enorme flujo de imágenes y signos que saturan su cotidia-no. En este contexto, los artefactos cultura-les pasan a ser parte de la vida de las per-sonas. Esta línea de pensamiento superaría las consideraciones de Veblen, Bourdieu y 70 Entre los derechos políticos y el consumo: … Douglas sobre el consumo relacionado con la demostración de status y lo situaría más en la interface entre el aspecto social y el psicoanalítico, ya que el concepto de re-flexividad estética trae embutido el de pla-cer estético. “el principio del placer pasa a ser domi-nante. La búsqueda del placer es un deber visto que el consumo de bienes y servicios pasa a ser la base estructural de las socie-dades occidentales. Y a través de los medios de comunicación globales [...} este principio se extiende por todo el mundo” (Lash & Urry, 1994: 296) La reflexividad es, por definición, una respuesta conciente a los estímulos, implica una elección. El hecho de que pase por la dimensión estética no quiere decir que sea irracional. La reflexividad estética es una elección conciente entre los diversos estí-mulos que se presentan solo que está pau-tada por el placer estético y no por el aspec-to utilitario. Íntimamente relacionada con la reflexi-vidad estética está la cuestión del estilo, tratada por Ewen, quien muestra un proce-so por el cual el valor de los objetos del punto de vista de su utilidad dejó de intere-sar pasando a ser más importante el punto de vista estético. “Cuando el estilo fue accesible a una cla-se media de consumidores más amplia, el valor de los objetos fue cada vez menos siendo asociado con trabajo, calidad mate-rial y rareza y más derivado del factor abs-tracto y crecientemente maleable del apelo estético. Los signos durables del estilo es-taban siendo desplazados por signos efíme-ros” Ewen, 1998: 38) Relación entre los aspectos políticos, civiles y sociales de la ciudadania Peattie (apud Hirschman,1983: 140) re-lata que cuando estuvo en Venezuela, en 1969, vio una cosa que los intelectuales no quieren reconocer, que es el hecho de que consumir es tan excitante cuanto participar políticamente. "Yo vi que, para los venezolanos, para quienes el desarrollo económico estaba em-pezando [...] la democratización del consu-mo material y el aparecimiento de oportu-nidades _para aquellos capaces de aprove-charlas_ era una idea verdaderamente exci-tante e libertadora" (Hirschman, 1983: 140) No importa que este consumo sea iluso-rio o temporal. Una posibilidad de consumo inmediato de bienes no durables, o hasta una ilusión de posibilidad de consumo _mediante cuotas que después no se podrán pagar_ representa, para el pueblo, un ejer-cicio de ciudadanía tan importante como puede haber sido en el siglo XIX, votar. Quien sabe sea oportuno, inclusive, desmitificar el idealismo político que habría por detrás del voto, analizando los benefi-cios sociales y económicos resultantes de la participación política de los ciudadanos a partir de la modernidad. En el siglo XIX, se reivindicaba el dere-cho al voto porque cada ciudadano quería tener derecho a participar de la elección de las personas que irían a conducir los rum-bos de la sociedad. Pero se podría pensar que, en verdad, ese derecho a tomar parte, aunque indirectamente, en la conducción de la sociedad, puede no haber sido un fin en si mismo, por lo menos para gran parte de las personas. Cuando el ciudadano dice aspirar a ser representado en el gobierno, puede querer tomar parte en le decisión sobre la forma en que la riqueza social será distribuida. Lo que estimularía la partici-pación política no sería, entonces, el ideal de hacer parte de la conducción de los rum-bos de la sociedad y si tener acceso al poder de decidir para quien y de que forma va a tener acceso a los bienes de la sociedad. De esta forma, por detrás del ideal de partici-pación “política” estaría la participación económica; tener poder político de decidir significa tener poder de gerenciar lo econó-mico. Mientras que para la clase dominante la participación política es sinónimo de man-tener el status quo, para los otros segmen-tos, la participación política es la búsqueda por la abolición de las desigualdades (conf Pizzorno, 1975: 27-29). Por ello, cuando las personas reclaman el derecho a decidir quien ocupará determi-nados lugares en el gobierno, también es-tán reclamando su parcela de la riqueza socialmente producida. Cuando un ciuda-dano vota en determinado dirigente, no lo hace porque piensa que va a ser un buen representante “en abstracto” sino porque aspira a que ese nuevo intendente o parla-mentar mejore su condición de vida o sus Margarita Barretto 71 actuales privilegios si fuera el caso. Como dice Przeworski, la política electo-ral es el mecanismo por el cual cualquiera puede, como ciudadano, expresar sus re-clamos por bienes y servicios, dando así la razón a Rosa Luxemburgo cuando decía que la división entre lucha política y lucha eco-nómica era artificial. (conf. Przeworski, p. 11-13). Adam Smith (apud Hirschman, 1979: 102), ya decía, el siglo XIX que los hombres son llevados a actual enteramente por el deseo de mejorar su condición, buscando aumentar su fortuna, mejorar su bienestar material, tanto para tener riquezas en sí como para tener un tratamiento diferencia-do por parte de los otros, y este ideal en el plano económico subordina todas las accio-nes de los hombres en otras áreas esferas. “El impulso en el sentido de las ventajas económicas [...] hace con que los impulsos no económicos [como la participación políti-ca] por más poderosos que sean, se alimen-ten de impulsos económicos” (Hirschman, 1979: 103) Denizens por opción El momento actual se caracteriza por la diversidad de aspiraciones. Coexisten (y no siempre pacíficamente) grupos humanos que buscan diferentes aspectos de la ciuda-danía. Hay grupos que buscan el ejercicio de la ciudadanía plena, a través de un pro-ceso participativo y democrático. La ciuda-danía plena debe ser definida como aquella que permita el ejercicio completo de los derechos políticos y civiles y que garantice los derechos sociales, tanto los elementales para la satisfacción de las necesidades bá-sicas como el derecho al consumo de todos los bienes producidos por la sociedad. Al mismo tiempo hay en la sociedad grupos humanos que aspiran a dos aspectos de la ciudadanía: tener derechos civiles y sociales. Hay actualmente una gran cantidad de personas viviendo en países en los cuales no nacieron y de los cuales no son ciudada-nos legales. Estas personas están, en algu-nos países, sujetos a leyes de inmigración, estando su presencia vinculada a la exis-tencia de un contrato de trabajo. Hay otras personas que, sin ser exacta-mente inmigrantes, residen legal y perma-nentemente en países de los cuales no son ciudadanos. A estas personas Tomas Hammar dio el nombre de “denizens” (Ste-wart, 1995: 67). Estos denizens podrían ser un ejemplo de este desplazamiento del eje de la ciuda-danía, de la búsqueda por el ejercicio de los derechos políticos a la del ejercicio de los derechos civiles y sociales. Los denizens están dejando de lado su derecho a participar en la conducción de los destinos de sus países, tanto de los de ori-gen, donde no ejercen sus derechos por es-tar ausentes, cuanto en los de residencia, donde no pueden ejercerlos por restriccio-nes legales. En investigación realizada para la tesis doctoral de esta autora, fueron entrevista-dos denizens que, por opción, viven en Brasil pero mantienen su nacionalidad uruguaya, no ejerciendo, por lo tanto, dere-chos políticos en ninguno de los dos países. A través de sus historias de vida descubri-mos que no tuvieron las razones más fre-cuentes en la literatura para emigrar, tales como pobreza extrema, guerras y persecu-ciones. Al contrario, entre los emigrados encontramos hijos de estancieros, de indus-triales y comerciantes con buena situación económica. El dato que sorprendió en esta investi-gación y que puede traer un nuevo foco sobre los derechos que las personas recla-man es que, en el caso estudiado, los deni-zens provienen de una sociedad en que las necesidades básicas en materia de educa-ción, salud y vivienda son atendidas por el estado de una forma razonable para el es-tándar del tercer mundo en general y de América Latina en particular. Es un caso en el que las personas eligie-ron vivir en un lugar en que el acceso a los bienes y servicios de consumo, a los cuales tienen legítimo derecho como ciudadanos del mundo, es más fácil. El Uruguay fue considerado un país pio-nero en reformas sociales desde principios del siglo XX, cuando hubo la preocupación en expandir los sectores de salud y educa-ción públicas e implementar leyes de traba-jo. Hasta la década de 1970 se llegaba a casos extremos, como, por ejemplo, que toda hija soltera tuviera derecho a una pensión vitalicia por la muerte de su padre y que, en la administración pública, si un emplea- 72 Entre los derechos políticos y el consumo: … do fallecía, el cargo era “heredado” por el cónyuge o el hijo (o hija) de más edad para que la familia no quedase desprotegida. Los informes sobre Desarrollo Humano elaborados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD), viene colocando Uruguay en el grupo de los paí-ses con Alto D. H., mientras que Brasil aparece en el grupo de los países con D. H. Medio. Como contrapartida, mantener un automóvil en Uruguay siempre costó el doble que mantenerlo en Brasil y los elec-trodomésticos y la ropa siempre fueron más caros, así como el servicio doméstico. Todos los entrevistados afirman que la educación en el país en el que residen es mala, tanto la pública como la privada, pero solo uno de ellos manifiesta preocupación con el hecho de que sus hijos estén reci-biendo esa educación. Varios entrevistados cuentan episodios relacionados con la atención médica, tanto en el sistema público cuanto en el privado, pero eso queda en segundo plano cuando cuentan sus realizaciones en el plano eco-nómico, la posibilidad de tener crédito y de comprar más cosas de las que precisan o de lo que pueden manejar en materia de elec-trodomésticos. Interesante también resal-tar que en materia de bienes esenciales, como casa propia, muchos de ellos tenían casa propia en Uruguay y viven en casa alquilada en Brasil o están pagando una casa a través del sistema financiero. Lo que ellos recuerdan de su país de ori-gen no son los derechos sociales sino la escasez de bienes de consumo. Un entrevis-tado, hijo de estancieros, lega a afirmar que en la década de 1960 en Uruguay no había televisión; otro, que no había heladeras eléctricas, cosa que no es verdad pero que demuestra que este tipo de bienes no eran de fácil acceso. Otro entrevistado declara que su mayor sufrimiento fue no poder comprarse los zapatos deportivos y las ca-misetas que estaban de moda. Este grupo parece confirmar lo encon-trado por Douglas en Inglaterra. Así como para sus entrevistados la ambulancia local viene en segundo lugar después de la roda-da de cerveza, para estas personas sería menos importante estar en un lugar con buena atención médica, ya que estar en-fermo es apenas una posibilidad. Pero tener auto o tres cocinas (como una de las entre-vistadas tiene) son situaciones permanen-tes, por lo tanto, estar en un lugar que permita la adquisición de estos bienes sería más importante. Sea por ostentación, por presión social o por placer individual, el hecho es que la preferencia parece ser por el consumo de bienes no relacionados con las necesidades básicas. El aspecto social de la ciudadanía (en el concepto de Marshall) estaría siendo, así como el político, menos importante. Quien sabe la mejor forma de ilustrar lo anteriormente dicho sea reproducir las palabras de uno de los entrevistados, llega-do a Brasil en 1990, proveniente de una familia de propietarios de una micro em-presa maderera de Uruguay. En el momen-to de la entrevista vivía con su esposa y su hijo de un año en un barrio obrero, en una casa alquilada. Hizo severas críticas a la atención hospitalaria, al transporte colecti-vo y al sistema educativo. “El transporte aquí tiene poca conside-ración por el ser humano; parece que están llevando animales dentro de los ómnibus [...] me parecen malos los hospitales, no tienen respeto por las personas, uno no es atendido como un ser humano [...] la perso-na va a estudiar aquí en la escuela y no sabe hacer una cuenta [...] en Uruguay uno va a la escuela y al liceo y aprende de ver-dad, con los mismos años de estudio [...] me parece que aquí la enseñanza es muy ma-la”. No obstante este lugar con transporte colectivo y hospitales que no respetan al ser humano, con un mal sistema educativo tiene otras cosas mucho más cautivantes, como shopping centers y la posibilidad de comprar todos los electrodomésticos posi-bles, inclusive aquellos tan sofisticados que exceden su nivel cultural. “Lo que más me gusta de aquí son los shoppings, la televisión. [Brasil] me permi-tió un método de vida mejor, estamos bien, tenemos dos televisores en color, bicicleta, video, tocadiscos, tenemos de todo en casa inclusive un micro ondas que le regalé a mi señora hace poco que ni sabe usar”. Margarita Barretto 73 Bibliografía Bourdieu, Pierre. 1974 A economia das trocas simbólicas, S.P.: Perspectiva,. Brubaker, Rogers. 1994 Citizenship and Nationhood in France and Germany, Cambridge: Harvard University Press. Douglas, Mary & Isherwood, B. 1979 The world of goods, N.Y.: Basic Books. Ewen, Stuart 1988 All consuming images: the politics of style in contemporary culture, US: Basic Books. Featherstone, Mike 1995 Global Culture: nationalism, global-ization and modernity, London: Sage. García Canclini, Nestor 1994 “Consumidores y ciudadanos: Con-flictos multiculturales de la globali-zación”, mimeo. Hirschman, Albert 1983 De Consumidor à Cidadão, S.P.: Bra-siliense. 1979 As paixões e os interesses, R.J.: Paz e Terra. 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Tam-bién el apelo al nacionalismo llevó a los trabajado-res a apoyar la guerra de 1914. 3 Evidência empírica del Prof. Jaime Frejlich, Instituto de Física Gleb Watachim (Unicamp), relatada a esta autora. Recibido: 25 de octubre de 2003 Aceptado: 18 de diciembre de 2003
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Título y subtítulo | Entre los derechos políticos y el consumo: una visión heterodoxa del concepto de ciudadanía |
Autor principal | Barretto, Margarita |
Publicación fuente | Pasos. Revista de turismo y patrimonio cultural |
Numeración | Volumen 02. Número 1 |
Sección | Artículos |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | El Sauzal, Tenerife |
Editorial | Universidad de La Laguna |
Fecha | 2004-01 |
Páginas | pp. 057-073 |
Materias | Turismo ; Patrimonio cultural ; Publicaciones periódicas |
Enlaces relacionados | Página web: http://todopatrimonio.com/revistas/101-pasos-revista-de-turismo-y-patrimonio-cultural |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 280209 Bytes |
Texto | Vol. 2 Nº 1 págs. 57-73. 2004 www.pasosonline.org © PASOS. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural. ISSN 1695-7121 Entre los derechos políticos y el consumo: una visión heterodoxa del concepto de ciudadanía Margarita Barretto † Universidad de Caxias do Sul (RS-Brasil) Resumen: En la actualidad, hay personas que entienden que ejercer los derechos políticos de votar y ser votado o tener derechos sociales esenciales, como educación y salud gratuitos no son tan importantes para el ejercicio de la ciudadanía como la posibilidad de consumir bienes materiales, inclusive cuando para tenerlos precisen abdicar de los derechos políticos y tener menos posibilidades de educación y sa-lud. Este artículo surge del estudio de un pequeño grupo de inmigrantes uruguayos en Brasil que pueden ser considerados emblemáticos de esta búsqueda por una ciudadanía del consumo. Palabras clave: Consumo; Ciudadanía; Inmigranción; Uruguay; Brasil Abstract: Some people don’t think that political rights (to vote and to be voted), or basic social rights (free education and health care) are essential to citizenship. Instead, they look forward the possibility of consumption of goods, even if that means less education and health services or the possibility of voting. This article was inspired by a little group of uruguaian migrants in Brazil which can be considered as emblematic of this type of consumption oriented citizenship. Keywords: Consumption; Citizenship; Migrant; Uruguay; Brazil † Doctora en Educación, área de Ciencias Sociales Aplicadas. Es docente del Programa de Maestría en Turismo de la Universidad de Caxias do Sul (RS-Brasil). E-mail: barretto@floripa.com.br 58 Entre los derechos políticos y el consumo: … Introducción. Una aproximación histórica de la relación entre consumo y ciudadanía El concepto de ciudadanía ha ido cam-biando a lo largo de la historia, acompa-ñando los cambios institucionales de la constitución de ciudades, Estados y nacio-nes, atendiendo a intereses económicos o políticos. El primer concepto que se conoce es el que surgió en Grecia. El ciudadano era por definición, una persona perteneciente a la polis, comunidad política de ciudadanos. Ser un ciudadano presuponía ocuparse de los asuntos de la colectividad. La ciudadanía clásica era absolutamente participativa, era sinónimo de integración del individuo a la colectividad política. El derecho romano introduce una modi-ficación en el concepto. Con la introducción de los derechos individuales, la ciudadanía deja de ser exclusivamente definida por la participación en la esfera pública (res pu-blica) y pasa a ser definida también por los derechos individuales, económicos y fami-liares. El ciudadano griego tenía como función en la sociedad, ocuparse de las cuestiones de la colectividad y sus derechos personales poco importaban. El ciudadano romano tuvo menos obligaciones colectivas y recla-mó más derechos y libertades individuales. Durante la Edad Media el concepto de ciudadanía cambió nuevamente. Esta dio lugar al estatus que deriva de la desigual-dad de clases y que será definido por perte-necer a determinados grupos. La ciudada-nía fue un estatus privilegiado definido por la participación de un grupo de personas en los negocios del gobierno, sea de una corpo-ración, de un feudo o de una ciudad medie-val. Al principio de la edad media, al igual que en la antigua Grecia, participar de los negocios públicos era un deber de las per-sonas que tenían determinado status. La ciudadanía moderna comienza con la Revolución Francesa; es un ataque a los privilegios de los grupos de status y consis-te en el ejercicio de los derechos políticos, de participación en los negocios de Estado por parte de todas las personas. “La Revolución francesa institucionalizó los derechos políticos como derechos del ciudadano, transportándolos del plano de la ciudad estado para el plano del Estado Na-ción, transformando lo que era privilegio en un derecho general” (Brubaker, 1994: 43) El concepto moderno de ciudadanía ser refiere al contenido jurídico de nacionali-dad. Está directamente vinculada a la na-cionalidad, solo que esta última se refiere a la relación del individuo con el territorio y la ciudadanía se refiere a las “obligaciones y derechos, construidos jurídicamente y establecidos por leyes que regulan y defi-nen la situación de los habitantes de un Estado-Nación ... es un instrumento político y jurídico para regular la participación de los individuos en la sociedad” (Ruben, 1984: 64-66) La ciudadanía puede estar vinculada a pertenecer a un determinado territorio o a una determinada cultura. Siempre se refie-re a los derechos que el natural de un país tiene en lo que respecta a la elección de los representantes del gobierno, al ejercicio de los derechos individuales y a las obligacio-nes con ese estado, como, por ejemplo, hacer el servicio militar o participar de un jurado. Tanto la ciudadanía clásica cuando la moderna, la basada en el criterio territorial y la que exige una filiación étnico cultural presuponen el derecho a decidir los destinos de la comunidad a la cual el ciudadano per-tenece. El concepto de ciudadanía, además de ser flexible, o sea, de haber cambiado a lo largo de la historia (ver Stewart, 1995: 64) es un concepto complejo y, para entenderlo mejor es útil la división analítica realizada por Marshall (1967: 63), que ve la ciudada-nía a partir de aspectos: el político, el civil y el social. El aspecto civil de la ciudadanía se re-fiere a los derechos individuales, de ir y venir y el derecho a la propiedad; el aspecto político es el derecho a elegir gobernantes o a ser elegido para gobernar; el aspecto so-cial contempla el derecho a un mínimo de bienestar y a la plena integración dentro del proceso civilizador la sociedad en la cual el individuo vive. El mínimo de bienestar estaría repre-sentado por el acceso a los servicios de educación, salud y asistencia social. Pero, como ya establecido por otros au-tores (Dahrendorf cf Roberts, 1997: 06) el Margarita Barretto 59 concepto de ciudadanía social puede ser ampliado y redefinido de acuerdo con los cambios en los paradigmas de la sociedad. Habría un punto de convergencia, actual-mente, entre las dimensiones sociales y civiles de la ciudadanía y este punto es el derecho a la propiedad, a la adquisición de bienes en sentido amplio. De esta forma, se puede decir, actual-mente, que la cuestión de la plena integra-ción dentro del proceso civilizador pasa, necesariamente, por la integración a la sociedad de consumo, por la posibilidad de adquirir bienes y servicios que no se encua-dran dentro de los esenciales antes mencio-nados, pero que se han vuelto necesarios hasta dentro de las camadas menos favore-cidas de la sociedad. “Se han acentuado las estrategias de su-pervivencia... [que] incluyen, hasta entre los más pobres, el intento de mantener los niveles de consumo” (Roberts, 1997: 16) El derecho a participar plenamente del proceso civilizador no implica apenas satis-facer las necesidades primarias y básicas, sea por la vía del estado de bien estar o por la posibilidad de acceso a tales bienes y servicios. Implica en tener acceso a todos los bienes y servicios que van siendo produ-cidos por este proceso civilizador. El dere-cho a la propiedad privada, que al principio se refería a la posesión de la tierra o de una vivienda, se extiende al consumo y posesión de objetos vinculados al dimensión hedonis-ta, al placer de tener y disfrutar de los bie-nes y servicios y del poder por ellos conferi-do. Fuera de esta coyuntura, la posesión de bienes como diferenciador social parece acompañar la vida del hombre en sociedad desde siempre. El estudio de las sociedades primitivas revela que, desde que hubo organización social, hubo hábitos de consumo diferencia-dos en función de la posición que las perso-nas ocupaban dentro de las tribus. Inclusi-ve en sociedades de cazadores y colectores, donde el consumo de alimentos tenía que ser más o menos equilibrado, los jefes y hechiceros marcaban su diferencia social por el consumo de adornos. Lo mismo puede ser constatado en so-ciedades contemporáneas que aúno no es-tán totalmente integradas al proceso capi-talista. Como observa Veblen (1987: 45), la uti-lización del consumo para diferenciarse socialmente está presente en todas las épocas. “El comienzo de una diferenciación en el consumo es anterior a cualquier posible fuerza pecuniaria. Se puede encontrar tal diferenciación al principio de la cultura predatoria y se sugiere inclusive que existió una diferenciación incipiente antes del co-mienzo de esta” Los estudios sobre comunidades africa-nas e indígenas americanos relatados por Douglas, así como los realizados por Leakey entre los bosquimanos y los estudios de las poblaciones indígenas de Sudamérica con-firman que, hasta en comunidades donde no se utiliza dinero, existe un tipo de con-sumo diferenciado de acuerdo con la posi-ción de las personas dentro de la escala social. Ese consumo puede ser de plumas, estimulantes o raciones alimenticias dife-renciadas. El “ciudadano” griego también era al-guien diferenciado por la posibilidad de consumo; era una persona que no precisaba trabajar porque su supervivencia estaba garantida y por eso podía dedicarse a los negocios públicos. (cf. Arendt, 1987: 46). Posteriormente, durante la Revolución Francesa, surge un concepto de “ciudadano” que también remite a la cuestión del con-sumo. Durante el feudalismo, solamente los descendientes de nobles o las personas per-tenecientes al clero podían se propietarios de tierras; la adquisición de bienes era permitida por nacimiento o por membresía. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, redactada en 1789, como resultado de la Revolución Francesa, pasó a defender, junto con la libertad y la igualdad, el derecho a la pro-piedad; el acceso a la tierra dejó de ser un privilegio de clase y podía ser resultado del trabajo. O sea que, dentro del ideal de de-mocracia y de participación ya estaba em-butida la idea del derecho a la igualdad de participación en el mercado de consumo. La burguesía del siglo XVIII deja bien claro que solamente los ricos son conside-rados ciudadanos; por la Constitución de 1791, solamente los que tenían un determi-nado mínimo de renta podían ejercer el derecho a elegir sus representantes. El consumo diferenciado aparece siem- 60 Entre los derechos políticos y el consumo: … pre como un consumo ostentoso, como una forma de marcar presencia en el grupo so-cial. A esto Veblen dará el nombre de “con-sumo conspicuo”, atribuyéndole una especie de auge durante el feudalismo y los prime-ros tiempos de la industrialización cuando la nobleza (que era, para él, la clase ociosa) ostentaba su consumo y el de sus agregados que pasaron a tener lo que el autor deno-minó de consumo vicario de los bienes de los señores a los cuales se asociaban. “Para el hombre ocioso el consumo cons-picuo de bienes valiosos es un instrumento de respetabilidad” (Veblen, 1987: 38). Cuanto mayor era la acumulación de ri-quezas, más difícil era para un hombre solo demostrar su capacidad de dispendio, por lo tanto se acostumbra a tener otras personas, generalmente parientes pobres, agregados al núcleo familiar primario, que ejecutaban trabajos serviciales pero que, por se ejecu-tados para un noble se revestían de un aura honorífico y traían beneficios para ambos lados. Ellos podían consumir a un nivel que jamás conseguirían por sus propios medios y, el señor aumentaba su reputación mos-trando que tenía la posibilidad de sustentar el consumo vicario de estas personas. “Los gentilhombres de las camadas infe-riores.... se asociaban, por un sistema de dependencia o lealtad a sus superiores....Se tornaban sus cortesanos, dependientes o siervos y, alimentados y prestigiados por su patrón, constituyen índices de su posición, consumiendo de forma vicaria su riqueza superflua” (Veblen, 1987: 38-39). Actualmente es raro encontrar siervos de librea para demostrar la opulencia de una persona, pero el consumo conspicuo continúa siendo el elemento diferenciador y, al mismo tiempo, nivelador de las clases sociales, sobre todo en la cultura urbana. Diferenciador porque el consumo de deter-minados bienes permite que una persona comunique públicamente, que es diferente de aquella otra que no puede consumir ese bien; nivelador por lo inverso: ese bien consumido indica que el poseedor tiene la misma posibilidad que otras personas, que quiere emular, de obtener los bienes que desea. Las personas no salen a la calle mos-trando paquetes de dinero para decir que lo tienen; apelan a lo que Bourdieu llamó de “consumo simbólico”. Partiendo de la obser-vación weberiana de que el poder económi-co puro y simple no otorga prestigio social, Bourdieu (1974: 15) dice que “los grupos de estatus se definen menos el tener que por el ser, [...] menos por la posesión pura y sim-ple de bienes que por una cierta manera de usar esos bienes”. Así, la distinción entre las personas es-taría dada no apenas por el hecho de poseer riqueza sino por la forma de demostrarla, por la forma en que gastan su dinero. “las diferencias propiamente económicas se duplican con las distinciones simbólicas en la manera de usufruir, mediante el con-sumo simbólico ( o ostentoso) que transmu-ta los bienes en signos, las diferencias de hecho en distinciones significantes [...] en valores” (Bourdieu, 1974: 16) Esta teoría del consumo simbólico se re-fuerza con los estudios de Ewen sobre la cuestión del consumo de artículos suntua-rios. Siguiendo la línea teórica de Veblen el autor recuerda que, mismo antes de obte-ner el derecho a comprar tierras, ya en la edad media los burgueses comenzaron a consumir artículos de vestuario caros y elaborados, tanto que la nobleza decretó leyes sobre qué tipo de ropas deberían ser exclusivas de los señores y príncipes y cua-les los artículos que la alta burguesía mer-cantil podía adquirir. “Antes del aumento de la riqueza mer-cantil, los derechos de la nobleza sobre las ropas a medida estaban asegurados porque solo ellos podían pagar el precio de vesti-mentas suntuosas [...] Con la expansión de la riqueza mercantil [...] la nobleza empezó a tomar medidas legales par proteger su privilegio [...] empezó a establecer “leyes suntuarias’ [...] reglamentando el uso de paramentos” (Ewen, 1988: 27). Estas leyes establecían, por ejemplo, cuantos metros de brocato podían ser con-sumidos por un miembro de la alta burgue-sía y cual tipo de ropa era exclusivo de la nobleza y cual de la realeza. Era el comien-zo de la comercialización de la apariencia. Se podría decir que el consumo de bienes simbólicos, de aquello que Ewen llama “es-tilo” precede al de bienes durables, y la forma de mostrar que se estaba ascendien-do en la escala social era ostentando lujo en todos los aspectos, ropas, ediciones de libros con iluminuras, objetos de arte decorativo, inaugurando una era en que el estilo y la Margarita Barretto 61 posesión de objetos bellos pasaría a ser una forma de afirmación social. Quien sabe la lucha por participar fue siempre una lucha por tener y la participa-ción política nada más fue que un medio para conseguir la participación en el mer-cado de bienes de consumo y simbólicos. O también puede ser que la lucha por tener sea una etapa para conseguir derechos polí-ticos, en la medida en que siempre el poder de decisión fue de los que poseían bienes. No podemos olvidar que ser propietario fue, tanto en Grecia cuanto en la Francia del siglo XVIII, la condición para ser un ciuda-dano. El consumo de bienes durables, de servi-cios o de artículos suntuarios puede ser una forma de parecerse con los propietarios; consumir no da poder, pero permite sentir-se nivelado con la clase que se pretende emular. La adopción del modo de vida de la élite, consumiendo algunos productos no durables, sería una forma de participar simbólicamente de esa élite, aunque no se tuvieran los inmuebles. Pero también pude ser que simplemente el ser humano de todas las sociedades, de la griega hasta la actual, haya encontrado placer en el consumo de bienes y servicios y es en esa línea que este artículo continuará. La crisis del modelo de ciudadanía par-ticipativa: El desencanto con la “Política” El concepto de política es tan complejo como el de ciudadanía. Etimológicamente quiere decir “vida en la polis”, o sea, dentro de una colectividad, específicamente en la ciudad griega, que como ya vimos exigía de cada habitante (libre) la preocupación con la cosa pública. Actualmente se entiende por acción polí-tica toda aquella dirigida a luchar por las reivindicaciones de un determinado grupo, ya sea pequeño y localizado, como una aso-ciación de trabajadores o un gran grupo constituyente de un Estado nacional. “tenemos política donde quiera que ten-gamos relaciones de tipo estratégico, donde quiera que se de el dominio real o potencial de unos sobre otros, donde quiera que ocu-rra un problema de poder” (Reis e O’Donnel, 1988: 14) Para mantener esas relaciones, los Es-tados nacionales actualmente tienen un sistema político de representación. A partir de la entrada en escena de la burguesía, cuando esta clase emergente conquistó el derecho a opinar sobre los rumbos de la sociedad, pasó a haber representantes en las asambleas políticas, naciendo, de esta forma, lo que sería el actual político profe-sional. A medida que más grupos sociales ganaron derecho de expresión, hubo más delegados, que eran elegidos por el voto para representar los grupos en las reunio-nes políticas para decidir los rumbos de la convivencia. A medida que la sociedad se hizo más compleja, la única participación de los miembros de la comunidad en el go-bierno pasó a ser la elección de representes mientras que la instancia de aglutinación de los representantes pasó a ser el partido político. En el escenario mundial se observa que la esfera pública está perdiendo fuerza co-mo eje orientador de la sociedad y que los partidos políticos ya no consiguen elaborar o cumplir sus estrategias, ni diferenciarse muy claramente en sus propuestas, dejando los electores confusos y escépticos. "Los partidos políticos...viven por do-quier, indistintamente de su signo ideológi-co, una fase crítica de redefinición pues carecen de discurso y de estrategia de cara a las grandes transformaciones en mar-cha... Carecen de discurso programático en tanto propuesta de futuro...los partidos no ganan las elecciones para llevar a cabo sus programas; formulan programas para ga-nar las elecciones y una vez en el gobierno verán día a día lo que pueden hacer...los partidos y, mucho más el gobierno, están obligados a ser sumamente flexibles en la selección de sus metas ...ello no elimina las diferencias inter-partidarias, pero les hace más difícil a los partidos tener un perfil nítido" (Lechner, 1996: 112) Se puede decir que hay un desencanto generalizado con la política, los políticos y hasta con la democracia, ya que los grandes problemas de la humanidad aún no fueron resueltos. Sigue habiendo miseria y des-igualdad independientemente de los avan-ces en la conquista de espacios para parti-cipación que se verificaron en la era mo-derna. Las formas tradicionales de repre-sentación están, en todos los niveles, des-gastadas. Estudios de la situación internacional informan que hay un progresivo desinterés por la política partidaria y se observa una 62 Entre los derechos políticos y el consumo: … mayor participación en grupos con otros intereses. Aún dentro de los grupos de inte-rés, la evidencia empírica demuestra que asambleas de estudiantes, trabajadores, padres y maestros, etc. tienen cada vez menos concurrencia, (no solamente por falta de interés sino muchas veces por falta de tiempo o por temor) El voto y sus limitaciones Para el ciudadano común, la expresión “participación política” significa, general-mente, votar y, si bien existen varias otras formas de participar, como acaba de ser visto, las elecciones democráticas han sido, durante dos siglos, la manifestación política por excelencia, reivindicada por el pueblo y autorizada por las elites. Por ello no se puede disertar sobre par-ticipación política sin dedicar un espacio prácticamente equivalente a la cuestión del voto o del proceso electoral. El sufragio (llamado) universal, fue adoptado en Francia en 1848, como una alternativa conciliadora para acabar con las revoluciones armadas, en una época en que apenas los “pares del Reino” tenían dere-chos políticos. Su adopción inclusive fue interpretada por algunas corrientes de pen-samiento como una forma de cooptación de los revolucionarios, que dejaron la lucha armada con la que pretendían conquistar derechos inmediatamente, para optar por un sistema indirecto de expresión que, co-mo será visto después, no trae resultados inmediatos. Hirschman (1983: 121) llega a hacer una retrospectiva histórica para demostrar que el voto fue implantado, en Francia, como una concesión de los conservadores para apaciguar al pueblo. Este autor analiza el voto como una solución apaciguadora, lega-lizadora, domesticadora. “el voto representaba un nuevo derecho del pueblo, pero también restringía su par-ticipación política a esa forma específica y comparativamente inofensiva” El voto es la institución política central en la sociedad contemporánea (cf. Hirsch-man, 1983: 112), o la etapa cero de la políti-ca (Pizzorno, 1975: 41) El derecho a votar, a elegir y ser elegido, es una forma de igualdad dentro del siste-ma democrático (Pizzorno, 1975: 43), pero una igualdad que no trae como contraparti-da inmediata la igualdad que las personas buscan, que es la económica. El voto apare-ce, así, como condición necesaria pero no suficiente para el surgimiento de una so-ciedad realmente igualitaria. “El ritual electoral en los Estados demo-cráticos... representa...una reafirmación periódica de que todos los ciudadanos son iguales frente a un acto fundamental del Estado” (Pizzorno, 1975: 45) Pero este ritual electoral es colocado, por el mismo autor, como equivalente a rituales folclóricos de igualdad como las fiestas de las empresas en que todos los niveles jerár-quicos se mezclan momentáneamente. El ritual del voto proporciona una igualdad ficticia, momentánea, que da al individuo la ilusión de que puede elegir. En los países donde el voto es voluntario gran porcentaje de los electores no vota. De acuerdo con García Canclini (1994: 25), los Estados perdieron credibilidad como admi-nistradores, así como los partidos de oposi-ción, lo que llevó al desencanto y al desinte-rés por la cosa pública. También en los paí-ses en que el voto es obligatorio las encues-tas revelan que entre 30 y 40 por ciento no saben en quien votará una semana antes de los comicios (cf. García Canclini, 1994: 05). El número de votos blancos y nulos de las elecciones habla por si mismo. Otro problema serio que se coloca a la democracia representativa y al proceso electoral es que aún no hay una explicación satisfactoria sobre las razones que llevan una persona a votar en uno u otro candida-to. Hay votos racionales y conscientes y hay otros irracionales. Las razones encontradas varían desde mujeres declarando que votan en determinado candidato porque es atractivo hasta los que votan porque el patrón mandó. La popularidad mediática ha llevado actores, cantores populares, deportistas, actrices pornográficas y animadores de TV a ganar elecciones. El mecanismo de proyección es un fuerte motivador para el voto, que lleva a que sea muy difícil que los obreros voten en otro obrero, ya que los más humildes entienden que solo la clase “ilustrada” tiene capacidad para gobernar. Existe todavía la fidelidad partidaria como tradición de familia y el voto exclusivamente dirigido a obtener favores. Muchas veces no se vota a favor de Margarita Barretto 63 vor de alguien y sí apenas contra un estado de cosas o contra un candidato. “La gente no vota exclusivamente por bienes públicos....votan contra el gobierno en el poder cuando su renta personal dis-minuye o el desempleo aumenta” (Prze-worski, 1991: 42) Se observa en todas partes que cada vez más el voto obedece a razones individualis-tas y no a la idea de bien común. Coexisten votantes que actúan de forma irracional con otros que lo hace de forma calculista, objetivando la satisfacción de sus intereses particulares. En la cultura cívica vigente se ve una “relativa indiferencia o apatía por parte de los actores políticos, que pasarían a estar más volcados para sus intereses cotidianos, una orientación hacia la vida política que se aproxima de la postura cal-culante considerada por Etzioni” (Reis, 1974: 21), que se opone al sistema de soli-daridad en que las personas votarían te-niendo en cuenta el bien común. Para que haya un voto racional y un vo-tante que piense en el bien común, debería haber una sociedad sin clases (Reis, 1974: 35), o una población esclarecida y al mismo tiempo con conciencia de clase, lo que, a lo largo de la historia, no se ha verificado en ninguna parte y es difícil que se llegue a verificar, una vez que la reorganización de la economía y de la política en la sociedad post industrial llevó a la crisis del concepto de clases, como será visto en el próximo subtítulo. Si en la era moderna, al principio de la industrialización, era fácil definir al prole-tariado, hoy hay proletarios entre los pres-tadores de servicios y los profesionales libe-rales. “En 1848 simplemente se sabía quienes eran los proletarios. Se sabía porque todos los criterios _ relación con los medios de producción, trabajo manual, empleo pro-ductivo, pobreza y degradación_ coincidían para formar un cuadro consistente. Pero alrededor de 1958 esta definición pasa a incluir secretarias y ejecutivos, enfermeras y abogados, maestros y policías, operadores de computador y directores ejecutivos. To-dos son proletarios, no son dueños de los medios de producción y están obligados a vender su fuerza de trabajo por un sueldo” (Przeworski, 1991: 56-57). El voto también refleja la cuestión del estatus. De la misma forma que una secre-taria no saldría en una manifestación con un obrero de la misma empresa, porque, aunque ambos sean proletarios, tienen un estatus diferente dentro de la misma, ella tendrá resistencias a votar en un partido obrero. En América latina la cuestión de la solidaridad de clases es, también, especial-mente complicada porque predomina la cultura estamental. “En América latina [la revolución bur-guesa tardía] no transforma ampliamente la sociedad abriendo espacios políticos, so-ciales, económicos y culturales para los grupos y las clases subalternas del campo y la ciudad. Al contrario...Combina elementos oriundos de la estructura de castas en la sociedad de clases” (Ianni, 1993: 29) La historia de la social democracia, a ni-vel mundial, que tenía, por excelencia, pro-puestas para los trabajadores, muestra que estos partidos nunca obtuvieron los votos de cuatro quintos del electorado en ningún país. Al contrario, en muchos países un tercio de los trabajadores brazales vota en partidos burgueses (cf. Przeworski, 1991: 26-27) Este fenómeno también se verificó hasta hace poco en América del Sur, donde, hasta fines de la década de 1990 las izquierdas nunca habían ganado elecciones nacionales a no ser en Chile en los 70. Solamente en estos últimos años la población se ha volca-do a candidatos provenientes de la izquier-da en Brasil y Venezuela a nivel nacional y en Uruguay a nivel municipal (la intenden-cia de Montevideo). El impulso inicial a esas candidaturas, sin embargo, no fue dado por los obreros sino por los intelectua-les. Las encuestas realizadas cuando la segunda candidatura del actual presidente de Brasil. que comenzó como dirigente me-talúrgico, demostraban que los obreros no confiaban que otro obrero pudiera tener capacidad para gobernarlos1. La crisis de la identidad de clase y el auge del estatus El viejo ideal de que los trabajadores se organicen como clase parece no haberse cumplido. Al contrario, lo que se observa hoy es una resistencia a identificarse con las clases menos favorecidas. Popularmente se dice que “el pobre no quiere ser pobre”, lo 64 Entre los derechos políticos y el consumo: … que, independientemente de las explicacio-nes psicológicas, implica falta de identifica-ción social. Pizzorno (1975: 49) afirma que la inten-sidad de la participación política es propor-cional a la conciencia de clase y que el gra-do de una conciencia de clase que una per-sona puede tener no se puede medir por el discurso, solamente por la acción de clase realizada por el individuo. De acuerdo con este autor, se forma un círculo en el cual la conciencia de clase pro-mueve la participación y esta última aumenta la primera. La distinción que hace Weber entre es-tatus y clase social es importante en este contexto porque ayuda a entender que, en este momento histórico, es más relevante el estatus a que se pertenece que la clase so-cial. No hay una identificación entre traba-jadores; el proceso productivo no actúa más como núcleo aglutinador, a no ser en situa-ciones raras y extremas. “La lealtad de clase no es más la base más fuerte para la identificación. Los trabajadores entienden que la sociedad está compuesta por indivi-duo; se ven a sí mismos como miembros de otras colectividades que no son la clase; se comportan políticamente con base a afini-dades religiosas, étnicas, regionales, u otras” (Przeworski, 1991: 28) Przeworski observa también que gran parte de los asalariados no solo no se iden-tifica con la clase obrera sino que está pre-dispuesto a adquirir la ideología burguesa. “Ellos imaginan que pertenecen a la bur-guesía, como el lacayo se identifica con la clase de su amo” (Kautsky apud Przewors-ki, 1991: 58) El problema no es apenas que el indivi-duo no se identifica con su clase social, sino que el propio concepto de clase social probó ser insuficiente para clasificar a los indivi-duos, por lo que se hace necesario también apelar al concepto weberiano de estatus, a la diferenciación entre trabajo manual y trabajo intelectual, al prestigio social de las profesiones, al estilo de vida, al nivel de escolarización y al nivel de ingresos inclu-sive dentro de mismo grupo genérico de “no propietarios de los medios de producción”. Dentro de una fábrica, un obrero y una secretaria son, ambos, asalariados y se puede decir que pertenecen a la misma clase social, pero la secretaria, porque tiene un curso técnico, ocupa un escritorio y ejer-ce una actividad socialmente más valoriza-da, pertenece a otro grupo de estatus. “El problema en la conceptualización de la estructura de clase surge, principalmen-te _aunque no excluisivamente_ de la apa-rición de personas denominadas asalaria-dos, trabajadores white collars, trabajado-res no manuales, obreros intelectuales, prestadores de servicios, técnicos, las nue-vas clases medias (Przeworski, 1991: 62) De esta forma, en la actualidad, la iden-tificación con una clase se hace cada vez más difícil, y por lo tanto es cada vez más difícil la identificación de las personas con un partido político determinado o con un movimiento social; la identificación es más fragmentada, más acorde con intereses inmediatos o restrictos, prácticamente cor-porativistas y depende, no tanto del tipo de trabajo que la persona hace sino también de las razones por las que hace ese trabajo, que determinarán su comportamiento. Alocar a las personas dentro de clases se hizo tan complicado que el concepto está siendo definido en función de relación y no de grupo. “Clase, entonces, es la denominación de una relación, no de un grupo de individuos. Los individuos ocupan lugares dentro del sistema de producción; los actores colecti-vos aparecen en luchas en momentos con-cretos de la historia. La clase es la relación entre ellos y en esta sentido las luchas de clases tienen que ver con la organización social de esas relaciones”. (Przeworski, 1991: 81) La única posibilidad de identidad com-partida se da entre aquellos que pertenecen a una misma comunidad de consumidores. Estos se organizarían de acuerdo con el arte de bien consumir a que ser refería We-ber y constituirían un grupo de estatus. Estos grupos de estatus pueden estar en diversos lugares y tener intereses comunes o afinidades. Actualmente con las redes de comunicación, se puede hablar, mejor que nunca, de una comunidad virtual de perso-nas entre las cuales el consumo es el prin-cipal identificador. Será vivido como “demo-cracia” la posibilidad de que patrón y em-pleado vayan al mismo restaurante, que-dando a un lado la cuestión de la propiedad de los medios de producción. “Si existe aún algo así como un deseo de Margarita Barretto 65 comunidad, se deposita cada vez menos en entidades macrosociales como la nación o la clase, y en cambio se dirige a grupos reli-giosos, conglomerados deportivos, solidari-dades generacionales y aficciones massme-diáticas... Las sociedades civiles aparecen cada vez menos como comunidades nacio-nales... Se manifiestan más bien como co-munidades hermenéuticas de consumido-res” (García Canclini, 1994: 141) La posibilidad o imposibilidad de con-sumo de un tipo determinado de bienes o servicios será la que dará a los individuos la sensación de pertenecer a un determina-do grupo de estatus. La crisis del sentimiento de nacionalidad Si bien es verdad que hay grupos socia-les nacionalistas en varios países del mun-do, xenófobos inclusive, su existencia se debe, en la mayoría de los casos, no tanto a cuestiones de pertenencia sino a cuestiones económicas. Los movimientos nacionalistas xenófo-bos que surgieron en los países europeos, tienen un fuerte componente económico; los inmigrantes extranjeros aparecen como culpables por el desempleo provocado por la sociedad post industrial. El caso de la vio-lencia contra los extranjeros en Alemania puede ser paradigmático de esta situación, donde se instrumentaliza el nacionalismo para buscar culpables para una situación provocada por el propio sistema de produc-ción2. De la misma forma, los conflictos étnicos de oriente medio tienen un compo-nente económico. También se observa un fuerte senti-miento nacionalista en las nuevas naciones surgidas después del desmembramiento de la Unión Soviética, amparado por cuestio-nes étnicas y religiosas, lo mismo ocurrien-do en las naciones africanas. Pero lo que se observa en América Lati-na es una crisis del sentimiento de naciona-lidad. En estos países no hay orgullo de la herencia cultural. García Canclini (1994: 51) observa en México un fenómeno que puede ser observado en otros países como Argentina, Brasil o Uruguay. Una tenden-cia auto-denigradora, donde son pocas las manifestaciones de la cultura popular que agrupan todos los miembros de la sociedad nacional. Las fiestas populares son despre-ciadas por las clases privilegiadas y solo van a las fiestas nacionales oficiales aque-llos que tienen obligación de hacerlo. El culto a las tradiciones pasó a ser un instrumento del Estado autoritario, en lu-gar de ser un medio auténtico de preserva-ción surgido del pueblo, una manifestación espontánea de la sociedad que quiere mos-trar sus raíces con orgullo; fue instrumen-talizado por una política reaccionaria des-tinada a preservar el conservadorismo ar-caico de las burguesías nacionales y a tildar de antipatrióticas las propuestas políticas renovadoras. “Se estableció que tener una identidad equivalía a ser parte de una nación, una entidad espacialmente delimitada, donde todo lo compartido por quienes la habitan – lengua, objetos, costumbres- los diferencia-ría en forma nítida de los demás. Esos refe-rentes identitarios, históricamente cam-biantes, fueron embalsamados por el folclo-re en un estadio “tradicional” de su desarro-llo y se los declaró esencias de la cultura nacional. Aún ahora son exhibidos en los museos, se los transmite en las escuelas y los medios masivos de comunicación, se los afirma dogmáticamente en los discursos religiosos y políticos y se los defiende, cuando tambalean, mediante el autorita-rismo militar” (García Canclini, 1994: 57) Se observa cada vez más un distancia-miento de la cuestión nacional y, como máximo, se observa algún interés por la cuestión local. Habría una nueva ciudada-nía que responde a la identidad post mo-derna, localista y no nacionalista. La pala-bra ciudadano recupera su etimología. “El ciudadano es hoy el habitante de la ciudad más que el de la nación. Se siente arraigado en su cultural local (y no tanto en la nacional de la que le hablan el Estado y los partidos)...Pierden fuerza...los referen-tes jurídico-políticos de la nación” (García Canclini, 1994: 08). El ciudadano post moderno es, al mismo tiempo, localista y universalista, pero no es más nacionalista. En el caso especial de las naciones de América Latina, son nuevas; no hubo toda-vía tiempo de consolidar un verdadero sen-timiento nacional. Son indígenas yanoma-mis y guaraníes que se transformaron por decreto en brasileños, venezolanos o para-guayos; son genoveses, napolitanos o japo- 66 Entre los derechos políticos y el consumo: … neses que se transformaron oficialmente en ciudadanos de algún país latino-americano al que llegaron huyendo del hambre y en-gañados por las compañías de colonización. “Los mapuches dejaron de ser mapuches para ser chilenos o argentinos; lo mismo sucedió a los guajiros en Venezuela y Co-lombia, a los yanomami en Brasil y Vene-zuela y a las diferentes poblaciones qui-chuas y aymarás que forman hoy los diver-sos países” (Ruben, 1994: 33). Para este autor (Ruben, 1994: 86) las identidades nacionales, en esta parte del continente, todavía no estarían constitui-das, porque las nacionalidades modernas surgieron de la necesidad de un momento histórico vinculado a la expansión del capi-talismo y fue necesario unir viejas etnias, remanejar poblaciones ya consolidadas, como por ejemplo las civilizaciones preco-lombinas. Estas nuevas naciones todavía no tendrían un sentimiento acabado de identi-dad y en ellas la nacionalidad sería aún un “proyecto en construcción”. Nuestros estados latinoamericanos tie-nen todavía una particularidad que es la de haber excluido, históricamente, las mayorí-as; los índices de mortalidad infantil, el abismo entre el nivel de pobreza de las ma-yorías y la enorme riqueza de algunas mi-norías lo ponen en evidencia. Las dictadu-ras sangrientas que sobrevinieron después de las luchas por la independencia de la América hispánica, las persecuciones políti-cas, la continuidad de un régimen feudal en el interior de varios países, contribuyen, sin duda, para que haya un sentimiento de rechazo a la propia nacionalidad. Después, la década de 70, cuando las dictaduras mili-tares asolaron el continente, dejando miles de desaparecidos. ¿Quien puede tener or-gullo de ser ciudadano de un país donde fue torturado o de una bandera en las manos de un soldado que representa un ejército que mató obreros y aporreó estudiantes? Como dice Otávio Ianni “en América La-tina, la nación parece que está siempre en formación....Los golpes, los brotes de auto-ritarismo, las dictaduras perpetuas llenan las páginas de la historia. La democracia florece y muere” (1993: 75). En América Latina hay una combina-ción peculiar de heterogeneidad étnica y socio-cultural, junto con una estructura que combina elementos estamentales con cate-gorías de clase, que dificultan aún más que en otras partes del mundo la definición de un concepto de ciudadanía vinculado al de nacionalidad. “Los grupos, clases, sindicatos, partidos, movimientos sociales y corrientes de opi-nión pública están impregnados de diversi-dad cultural, racial y regional. Son varias las condiciones históricas... que hacen difí-cil o distorsionan la metamorfosis de la población de trabajadores en una población de ciudadanos, personas que...sientan que pertenecen a la sociedad nacional” (Ianni, 1983: 75) Qué significa hoy ser un ciudadano Hoy ser ciudadano no es apenas estar al amparo del Estado en cuyo territorio el individuo nació, teniendo derechos políti-cos, civiles y sociales básicos. La ciudadanía se refiere a las prácticas sociales y culturales que permiten que una persona siente que pertenece a determina-da comunidad. “Ser ciudadano no tiene que ver sólo con los derechos reconocidos por los aparatos estatales...sino también con las prácticas sociales y culturales que dan sentido de pertenencia” (Garcia Canclini, 1994: 02) Y lo que da sentido de pertenencia es la posi-bilidad te tener aquello que el grupo de referencia tiene, tanto en materia de bienes como de servicios. Por lo tanto, ser ciuda-dano es poder adquirir los bienes y servi-cios que los otros tienen. La posesión se da a través del consumo, definido como “el conjunto de procesos so-cioculturales en que se realizan la apropia-ción y los usos de los productos” (García Canclini, 1994:17). Estos productos pueden estar a disposición en cualquier parte y pueden ser consumidos de diversas mane-ras. El simple hecho de que los productos existan los hace potencialmente consumi-bles y le da a todos el derecho legítimo de aspirar a tenerlos, ya que fueron produci-dos por la sociedad. La globalización de la cultura lleva a la exigencia del derecho al consumo. El hombre urbano clase media de hoy es un cosmopolita que exige movilidad, real o virtual, tiene curiosidad sobre todo y la mente abierta para conocerlo todo, quie-re asumir riesgos y tiene habilidad semióti-ca para interpretar los signos de culturas Margarita Barretto 67 diferentes. Este cosmopolitismo lleva a que el con-cepto de ciudadanía, que antes se refería a los derechos dados por el Estado, pase a la esfera de los derechos del consumidor. Esto tienen sus antecedentes a princi-pios del siglo XX cuando, en Estados Uni-dos, aparece la llamada corriente progresis-ta que encuentra la forma de superar las diferencias de clase, profesión o etnia, iden-tificando todas las personas como consumi-dores, marcando el comienzo de la identifi-cación entre ciudadano y consumidor (cf. Sandel, 1996: 222). En la actualidad esta visión parece estar consolidada, cuanto Lash & Urry (1994: 309) llegan a afirmar contundentemente que el hombre postmoderno se interesa poco por la política; quiere consumir los diversos bienes que están en el mundo en-tero y con buena calidad. Si es así, la mayor parte de las personas, inclusive aquellas que se pueden clasificar como siendo “clase baja” actúan en función de un objetivo final que es la obtención de medios para el consumo a corto plazo, de-jando en segundo lugar las cuestiones refe-rentes a la justicia social o al derecho a una ciudadanía plena para todos. Estas recla-maciones van quedando apenas para las poblaciones totalmente marginadas (sin tierra, sin techo, niños de la calle) que no tienen siquiera garantizado un mínimo de derechos humanos. Es verdad que hay movimientos comuni-tarios para conseguir servicios esenciales, como agua, saneamiento y policlínicas pero, como observa García Canclini (1994: 49) para el caso de México, son reivindicaciones para resolver problemas inmediatos y loca-les; no están orientados al cambio de es-tructuras o interesados en las cuestiones estructurales que llevan a la existencia de la carencia que precisan resolver. Él observa que hay un concepto desinte-grado de los movimientos populares urba-nos, que actúan “guiados casi siempre por una visión local y parcelada, referida a la zona de la ciudad en que habitan...Sus re-clamos en cada escenario suelen hacerse sin contextualizarlos en el desarrollo histó-rico ni en la problemática general de la ciudad” (Garcia Canclini, 1994: 36). La observación empírica demuestra esto claramente. Cuando hay muchos accidentes y muchas muertes en determinada calle, los vecinos abren una zanja con las propias manos para resolver el problema aislada-mente, pero no hay una movilización más amplia de los ciudadanos para mejorar el tránsito en general o para pedir más rigor contra los infractores. Al contrario, muchos de los que abrieron la zanja durante el día dejan que sus hijos menores de edad mane-jen, ilegalmente, a la noche, pudiendo pro-vocar un accidente en otro lugar. Ya los vecinos que piden una policlínica, solo esperan resolver su problema puntual; no se reúnen en un movimiento para exigir mejoras en el sistema de salud como un todo. La evidencia empírica también revela que muchos líderes de movimientos popula-res, principalmente presidentes de asocia-ciones barriales, después de algunas ges-tiones locales son cooptados por los partidos políticos, son candidatos a cargos en el go-bierno, entrando en el esquema del Estado, olvidándose de la comunidad que utilizaron para catapultar su bien remunerada carre-ra política. Los estudios realizados sobre la cuestión escolar revelan que, cuando las personas reclaman sus derechos a la educación, no lo hacen por el valor de la educación en sí; la mayor parte de los padres de niños en edad escolar y de alumnos de facultad no busca el conocimiento. Se busca el diploma, que funciona como pasaporte para entrar en un mundo de mejores sueldos. (cf. Douglas, 1979: 94) Y el dinero permite el consumo, y es por las posibilidades de consumo que la perso-na se siente o no un ciudadano. Por otro lado, cada vez es menor la can-tidad de dinero necesaria para sentirse un consumidor. La producción en masa y la producción de imitaciones ha hecho con que actualmente existe la posibilidad de que las personas que no pertenecen a las elites pueden tener acceso a objetos similares a los de estas; en una especie de “democracia del consumo” que da la ilusión de una de-mocracia política, que desmoviliza y poster-ga las soluciones estructurales. “La nueva democracia de los consumido-res, que fue impulsada por la producción en masa y el marketing de la moda, se funda-mentó en la idea de que los símbolos y pre-rrogativas de las elites podrían estar dispo- 68 Entre los derechos políticos y el consumo: … nibles masivamente” (Ewen, 1998: 32). De la misma forma en que, en la edad media, el hecho de poder usar terciopelo podía aproximar un burgués de un noble, hoy las personas se contentan con el hecho de poder usar una marca famosa comprada en una liquidación o una imitación barata de una marca famosa, vendida en el su-permercado, para sentirse próximo de las clases económicamente privilegiadas. La posibilidad de ser ciudadano a través del consumo inhibe, en muchos casos, la rabia contra injusticias o necesidades. El hecho de poder elegir entre una u otra mer-cadería, crea la ilusión de que hay realmen-te opciones significativas, hasta el punto de que “la proliferación de diversos estilos en la vida Americana es citada, a menudo, como la evidencia tangible de la democra-cia” (Ewen, 1998: 112) Se podría decir, con el riesgo de ser radi-calmente simplista, que el crédito y las falsas opciones proporcionadas por el mer-cado son factores de desmovilización social y política. Este fenómeno no debe ser atribuido ni a manipulación por los medios de comunica-ción, ni al consumismo inducido por la so-ciedad capitalista. El fenómeno del consu-mo es más complejo; implica relaciones de dominación pero también de imitación. El mimetismo cultural es un importante factor para el consumo. "la hegemonía cultural no se realiza me-diante acciones verticales en las que los dominadores apresarían a los recepto-res... se reconocen mediadores como la fami-lia, el barrio y el grupo de trabajo”. (García Canclini, 1994: 16). Pero esto no es explicación suficiente, ya que las personas también consumen por iniciativa propia. Las razones de esta necesidad de con-sumo aún no fueron explicadas satisfacto-riamente por ninguna ciencia (Douglas, 1979: 15) y precisan ser más estudiadas, ya que se pueden encontrar en todas las socie-dades y en todos los tiempos, a excepción de aquellas comunidades que realizan votos de pobreza por convicciones religiosas y, ob-viamente, las que viven en condiciones de absoluta miseria. En este sentido es fundamental el apor-te de Douglas & Isherwood que defienden la teoría de que, más allá de la búsqueda de compensaciones, el consumo es una elección consciente de la persona y depende de la cultura en que ella está inserta. Recuerdan también que, actualmente, no tiene mucho sentido continuar con las clasificaciones dicotómicas entre bienes materiales o espirituales, bienes necesarios y de lujo o superfluos. Los materiales traen satisfacción espiritual y los de lujo acaban, con el tiempo, dejando de ser superfluos y transformándose en necesarios. Al mismo tiempo el “ser” va abriendo paso al “tener y parecer”. La apariencia cuenta más que la esencia; la persona es la ropa que usa, el auto que compra, el barrio en que vive. Su participación en la socie-dad, su reconocimiento como ciudadano pasa por la etiqueta de su ropa o por la asociación a determinado club. La imagen del hombre es más importante que el hom-bre. (cf. Ewen, 1998: 25). Saber mantener hoy la apariencia de riqueza es tan impor-tante como tener riqueza y, a veces, más. Una investigación llevada a cabo en In-glaterra revela que el consumo de aparatos de TV y de autos es más que el de teléfonos, mientras que otra revela que, para un de-terminado grupo de obreros, pagar una rodada de cerveza para los colegas menos favorecidos, es más importante socialmente que contribuir con la ambulancia local. (Douglas, 1979: 126) Las observaciones de Douglas coinciden con la teoría del consumo simbólico de Bourdieu. No se trata apenas de consumir; lo que informa sobre quien es el consumidor es el tipo de bien que se consume y como se consume. Cuanto más caro, diferente y novedoso, más próximo del consumo conspi-cuo, cuanto más lejos del consumo de cosas esenciales a la supervivencia, más gratifi-cante, más próximo de la dimensión estéti-ca. Pareciera que el consumo de bienes ne-cesarios a la subsistencia no satisface al consumidor. Esto podría contribuir para explicar el fenómeno de que, en países don-de hay determinados problemas básicos solucionados, pero hay una cierta austeri-dad o escasez de bienes de consumo las masas estén descontentas. Antes de las reformas políticas, en la Unión Soviética, el derecho a la salud, la educación y la vivien-da estaban mínimamente garantizados. No obstante hubo incidentes en la década de 80 Margarita Barretto 69 porque faltó vodka y la gran frustración de los jóvenes soviéticos era no poder comprar pantalones vaqueros (jeans), tanto que pa-raban a los turistas en la calle para com-prarles los que estaban usando3. Este mecanismo puede explicar también por qué algunas personas migran del inter-ior para las grandes ciudades y de países pequeños para países más grandes, o de países subdesarrollados para desarrollados, a pesar de que en su lugar de origen ciertas necesidades básicas están, inclusive, mejor atendidas. Investigaciones en barrios de emergen-cia del cinturón urbano revelan que esas mismas personas, cuando estaban en el campo, no pasaban hambre, porque tenían su huerta y sus pollos, pero prefieren salir del campo, entre otras cosas por la abun-dancia de posibilidades de consumo de las ciudades. El placer del consumo El consumo no tiene que ver apenas con la compra de bienes sino con la ilusión de poseerlos; el hecho de tener un bien, en potencial, en una vidriera ya hace una gran diferencia. Se podría decir que existe una reflexividad estética aplicada al consumo de imágenes. Hay un placer estático en mirar vidrieras como lo hay en contemplar un cuadro. Las visitas a los shopping centers no tienen como objetivo el consumo puro y simple de bienes materiales. Además de que el simple hecho de estar en un deter-minado shopping y no en otro hace parte del consumo simbólico, porque muestra el estatus de la persona, el paseo en sí es ya una “operación de consumo simbólico” (cf. García Canclini, 1994: 62) y las vidrieras ofrecen un espectáculo visual que es espiri-tualmente consumido. Estudios sobre migraciones para las ciu-dades reflejan ese fenómeno. La posibilidad de consumir, aunque sea una vez en la vi-da, alguna cosa diferente, o la posibilidad de ver las cosas expuestas, hace con que el individuo prefiera vivir mal en la ciudad en lugar de quedarse en el interior. A las per-sonas no se les ocurre exigir agua, luz y saneamiento en el campo. Aspiran a salir de este para la ciudad que los encandila con su oferta renovada de bienes y servicios, lo que Ewen, (1998: 239) explica con la teoría del obsoletismo dinámico, que dice que las personas no solo desean consumir sino con-sumir novedades. Aunque las personas no pueden comprar los bienes, la sola ilusión de poder llegar a hacerlo, el simple consumo estético de las luces o de un televisor en le vidriera, de las últimas novedades de la ropa o de los discos dan placer y hacen con que se siente parti-cipante de este mundo. En esta sociedad desigual, para muchas personas, las nove-dades son apenas un espectáculo (cf..García Canclini, 1994: 04), y este espectáculo, a su vez, es un objeto de consumo que, de alguna forma, las satisface. Si bien es innegable que el consumo tie-ne un aspecto simbólico y de ostentación de status, hay otra dimensión, fundamental para el ser humano, la hedonista, la bús-queda del placer. El consumo da placer (cf. Ewen, 1998: 239). Una forma de aproximarse al estudio de esta dimensión es la cuestión de la reflexi-vidad estética que acompaña la progresiva estetización del mundo. Otra es la cuestión del “estilo”. Se entiende por reflexividad la respues-ta que el sujeto da a los estímulos sin me-diaciones; es una respuesta directa que cada vez más se da a partir de la estética y no a nivel cognoscente. La reflexividad post moderna es la capacidad que tienen sujetos cada vez más inteligentes de reflexionar sobre sus condiciones sociales y de existen-cia (Lash & Urry, 1994: 256). La reflexividad puede ser cognitiva o es-tética. La primera está más vinculada a la modernidad y a la mediación de la respues-ta reflexiva a través de la razón. La reflexi-vidad estética no tiene mediaciones; es una respuesta afectiva al estímulo. De acuerdo con Featherstone (apud Lash & Urry, 1994: 260) se observa una progresiva estetización de la vida cotidiana a medida que la estructura social se debili-ta y es desplazada por las estructuras co-municacionales, a medida que los sujetos no precisan decodificar el enorme flujo de imágenes y signos que saturan su cotidia-no. En este contexto, los artefactos cultura-les pasan a ser parte de la vida de las per-sonas. Esta línea de pensamiento superaría las consideraciones de Veblen, Bourdieu y 70 Entre los derechos políticos y el consumo: … Douglas sobre el consumo relacionado con la demostración de status y lo situaría más en la interface entre el aspecto social y el psicoanalítico, ya que el concepto de re-flexividad estética trae embutido el de pla-cer estético. “el principio del placer pasa a ser domi-nante. La búsqueda del placer es un deber visto que el consumo de bienes y servicios pasa a ser la base estructural de las socie-dades occidentales. Y a través de los medios de comunicación globales [...} este principio se extiende por todo el mundo” (Lash & Urry, 1994: 296) La reflexividad es, por definición, una respuesta conciente a los estímulos, implica una elección. El hecho de que pase por la dimensión estética no quiere decir que sea irracional. La reflexividad estética es una elección conciente entre los diversos estí-mulos que se presentan solo que está pau-tada por el placer estético y no por el aspec-to utilitario. Íntimamente relacionada con la reflexi-vidad estética está la cuestión del estilo, tratada por Ewen, quien muestra un proce-so por el cual el valor de los objetos del punto de vista de su utilidad dejó de intere-sar pasando a ser más importante el punto de vista estético. “Cuando el estilo fue accesible a una cla-se media de consumidores más amplia, el valor de los objetos fue cada vez menos siendo asociado con trabajo, calidad mate-rial y rareza y más derivado del factor abs-tracto y crecientemente maleable del apelo estético. Los signos durables del estilo es-taban siendo desplazados por signos efíme-ros” Ewen, 1998: 38) Relación entre los aspectos políticos, civiles y sociales de la ciudadania Peattie (apud Hirschman,1983: 140) re-lata que cuando estuvo en Venezuela, en 1969, vio una cosa que los intelectuales no quieren reconocer, que es el hecho de que consumir es tan excitante cuanto participar políticamente. "Yo vi que, para los venezolanos, para quienes el desarrollo económico estaba em-pezando [...] la democratización del consu-mo material y el aparecimiento de oportu-nidades _para aquellos capaces de aprove-charlas_ era una idea verdaderamente exci-tante e libertadora" (Hirschman, 1983: 140) No importa que este consumo sea iluso-rio o temporal. Una posibilidad de consumo inmediato de bienes no durables, o hasta una ilusión de posibilidad de consumo _mediante cuotas que después no se podrán pagar_ representa, para el pueblo, un ejer-cicio de ciudadanía tan importante como puede haber sido en el siglo XIX, votar. Quien sabe sea oportuno, inclusive, desmitificar el idealismo político que habría por detrás del voto, analizando los benefi-cios sociales y económicos resultantes de la participación política de los ciudadanos a partir de la modernidad. En el siglo XIX, se reivindicaba el dere-cho al voto porque cada ciudadano quería tener derecho a participar de la elección de las personas que irían a conducir los rum-bos de la sociedad. Pero se podría pensar que, en verdad, ese derecho a tomar parte, aunque indirectamente, en la conducción de la sociedad, puede no haber sido un fin en si mismo, por lo menos para gran parte de las personas. Cuando el ciudadano dice aspirar a ser representado en el gobierno, puede querer tomar parte en le decisión sobre la forma en que la riqueza social será distribuida. Lo que estimularía la partici-pación política no sería, entonces, el ideal de hacer parte de la conducción de los rum-bos de la sociedad y si tener acceso al poder de decidir para quien y de que forma va a tener acceso a los bienes de la sociedad. De esta forma, por detrás del ideal de partici-pación “política” estaría la participación económica; tener poder político de decidir significa tener poder de gerenciar lo econó-mico. Mientras que para la clase dominante la participación política es sinónimo de man-tener el status quo, para los otros segmen-tos, la participación política es la búsqueda por la abolición de las desigualdades (conf Pizzorno, 1975: 27-29). Por ello, cuando las personas reclaman el derecho a decidir quien ocupará determi-nados lugares en el gobierno, también es-tán reclamando su parcela de la riqueza socialmente producida. Cuando un ciuda-dano vota en determinado dirigente, no lo hace porque piensa que va a ser un buen representante “en abstracto” sino porque aspira a que ese nuevo intendente o parla-mentar mejore su condición de vida o sus Margarita Barretto 71 actuales privilegios si fuera el caso. Como dice Przeworski, la política electo-ral es el mecanismo por el cual cualquiera puede, como ciudadano, expresar sus re-clamos por bienes y servicios, dando así la razón a Rosa Luxemburgo cuando decía que la división entre lucha política y lucha eco-nómica era artificial. (conf. Przeworski, p. 11-13). Adam Smith (apud Hirschman, 1979: 102), ya decía, el siglo XIX que los hombres son llevados a actual enteramente por el deseo de mejorar su condición, buscando aumentar su fortuna, mejorar su bienestar material, tanto para tener riquezas en sí como para tener un tratamiento diferencia-do por parte de los otros, y este ideal en el plano económico subordina todas las accio-nes de los hombres en otras áreas esferas. “El impulso en el sentido de las ventajas económicas [...] hace con que los impulsos no económicos [como la participación políti-ca] por más poderosos que sean, se alimen-ten de impulsos económicos” (Hirschman, 1979: 103) Denizens por opción El momento actual se caracteriza por la diversidad de aspiraciones. Coexisten (y no siempre pacíficamente) grupos humanos que buscan diferentes aspectos de la ciuda-danía. Hay grupos que buscan el ejercicio de la ciudadanía plena, a través de un pro-ceso participativo y democrático. La ciuda-danía plena debe ser definida como aquella que permita el ejercicio completo de los derechos políticos y civiles y que garantice los derechos sociales, tanto los elementales para la satisfacción de las necesidades bá-sicas como el derecho al consumo de todos los bienes producidos por la sociedad. Al mismo tiempo hay en la sociedad grupos humanos que aspiran a dos aspectos de la ciudadanía: tener derechos civiles y sociales. Hay actualmente una gran cantidad de personas viviendo en países en los cuales no nacieron y de los cuales no son ciudada-nos legales. Estas personas están, en algu-nos países, sujetos a leyes de inmigración, estando su presencia vinculada a la exis-tencia de un contrato de trabajo. Hay otras personas que, sin ser exacta-mente inmigrantes, residen legal y perma-nentemente en países de los cuales no son ciudadanos. A estas personas Tomas Hammar dio el nombre de “denizens” (Ste-wart, 1995: 67). Estos denizens podrían ser un ejemplo de este desplazamiento del eje de la ciuda-danía, de la búsqueda por el ejercicio de los derechos políticos a la del ejercicio de los derechos civiles y sociales. Los denizens están dejando de lado su derecho a participar en la conducción de los destinos de sus países, tanto de los de ori-gen, donde no ejercen sus derechos por es-tar ausentes, cuanto en los de residencia, donde no pueden ejercerlos por restriccio-nes legales. En investigación realizada para la tesis doctoral de esta autora, fueron entrevista-dos denizens que, por opción, viven en Brasil pero mantienen su nacionalidad uruguaya, no ejerciendo, por lo tanto, dere-chos políticos en ninguno de los dos países. A través de sus historias de vida descubri-mos que no tuvieron las razones más fre-cuentes en la literatura para emigrar, tales como pobreza extrema, guerras y persecu-ciones. Al contrario, entre los emigrados encontramos hijos de estancieros, de indus-triales y comerciantes con buena situación económica. El dato que sorprendió en esta investi-gación y que puede traer un nuevo foco sobre los derechos que las personas recla-man es que, en el caso estudiado, los deni-zens provienen de una sociedad en que las necesidades básicas en materia de educa-ción, salud y vivienda son atendidas por el estado de una forma razonable para el es-tándar del tercer mundo en general y de América Latina en particular. Es un caso en el que las personas eligie-ron vivir en un lugar en que el acceso a los bienes y servicios de consumo, a los cuales tienen legítimo derecho como ciudadanos del mundo, es más fácil. El Uruguay fue considerado un país pio-nero en reformas sociales desde principios del siglo XX, cuando hubo la preocupación en expandir los sectores de salud y educa-ción públicas e implementar leyes de traba-jo. Hasta la década de 1970 se llegaba a casos extremos, como, por ejemplo, que toda hija soltera tuviera derecho a una pensión vitalicia por la muerte de su padre y que, en la administración pública, si un emplea- 72 Entre los derechos políticos y el consumo: … do fallecía, el cargo era “heredado” por el cónyuge o el hijo (o hija) de más edad para que la familia no quedase desprotegida. Los informes sobre Desarrollo Humano elaborados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD), viene colocando Uruguay en el grupo de los paí-ses con Alto D. H., mientras que Brasil aparece en el grupo de los países con D. H. Medio. Como contrapartida, mantener un automóvil en Uruguay siempre costó el doble que mantenerlo en Brasil y los elec-trodomésticos y la ropa siempre fueron más caros, así como el servicio doméstico. Todos los entrevistados afirman que la educación en el país en el que residen es mala, tanto la pública como la privada, pero solo uno de ellos manifiesta preocupación con el hecho de que sus hijos estén reci-biendo esa educación. Varios entrevistados cuentan episodios relacionados con la atención médica, tanto en el sistema público cuanto en el privado, pero eso queda en segundo plano cuando cuentan sus realizaciones en el plano eco-nómico, la posibilidad de tener crédito y de comprar más cosas de las que precisan o de lo que pueden manejar en materia de elec-trodomésticos. Interesante también resal-tar que en materia de bienes esenciales, como casa propia, muchos de ellos tenían casa propia en Uruguay y viven en casa alquilada en Brasil o están pagando una casa a través del sistema financiero. Lo que ellos recuerdan de su país de ori-gen no son los derechos sociales sino la escasez de bienes de consumo. Un entrevis-tado, hijo de estancieros, lega a afirmar que en la década de 1960 en Uruguay no había televisión; otro, que no había heladeras eléctricas, cosa que no es verdad pero que demuestra que este tipo de bienes no eran de fácil acceso. Otro entrevistado declara que su mayor sufrimiento fue no poder comprarse los zapatos deportivos y las ca-misetas que estaban de moda. Este grupo parece confirmar lo encon-trado por Douglas en Inglaterra. Así como para sus entrevistados la ambulancia local viene en segundo lugar después de la roda-da de cerveza, para estas personas sería menos importante estar en un lugar con buena atención médica, ya que estar en-fermo es apenas una posibilidad. Pero tener auto o tres cocinas (como una de las entre-vistadas tiene) son situaciones permanen-tes, por lo tanto, estar en un lugar que permita la adquisición de estos bienes sería más importante. Sea por ostentación, por presión social o por placer individual, el hecho es que la preferencia parece ser por el consumo de bienes no relacionados con las necesidades básicas. El aspecto social de la ciudadanía (en el concepto de Marshall) estaría siendo, así como el político, menos importante. Quien sabe la mejor forma de ilustrar lo anteriormente dicho sea reproducir las palabras de uno de los entrevistados, llega-do a Brasil en 1990, proveniente de una familia de propietarios de una micro em-presa maderera de Uruguay. En el momen-to de la entrevista vivía con su esposa y su hijo de un año en un barrio obrero, en una casa alquilada. Hizo severas críticas a la atención hospitalaria, al transporte colecti-vo y al sistema educativo. “El transporte aquí tiene poca conside-ración por el ser humano; parece que están llevando animales dentro de los ómnibus [...] me parecen malos los hospitales, no tienen respeto por las personas, uno no es atendido como un ser humano [...] la perso-na va a estudiar aquí en la escuela y no sabe hacer una cuenta [...] en Uruguay uno va a la escuela y al liceo y aprende de ver-dad, con los mismos años de estudio [...] me parece que aquí la enseñanza es muy ma-la”. No obstante este lugar con transporte colectivo y hospitales que no respetan al ser humano, con un mal sistema educativo tiene otras cosas mucho más cautivantes, como shopping centers y la posibilidad de comprar todos los electrodomésticos posi-bles, inclusive aquellos tan sofisticados que exceden su nivel cultural. “Lo que más me gusta de aquí son los shoppings, la televisión. [Brasil] me permi-tió un método de vida mejor, estamos bien, tenemos dos televisores en color, bicicleta, video, tocadiscos, tenemos de todo en casa inclusive un micro ondas que le regalé a mi señora hace poco que ni sabe usar”. Margarita Barretto 73 Bibliografía Bourdieu, Pierre. 1974 A economia das trocas simbólicas, S.P.: Perspectiva,. Brubaker, Rogers. 1994 Citizenship and Nationhood in France and Germany, Cambridge: Harvard University Press. Douglas, Mary & Isherwood, B. 1979 The world of goods, N.Y.: Basic Books. Ewen, Stuart 1988 All consuming images: the politics of style in contemporary culture, US: Basic Books. Featherstone, Mike 1995 Global Culture: nationalism, global-ization and modernity, London: Sage. García Canclini, Nestor 1994 “Consumidores y ciudadanos: Con-flictos multiculturales de la globali-zación”, mimeo. Hirschman, Albert 1983 De Consumidor à Cidadão, S.P.: Bra-siliense. 1979 As paixões e os interesses, R.J.: Paz e Terra. 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Tam-bién el apelo al nacionalismo llevó a los trabajado-res a apoyar la guerra de 1914. 3 Evidência empírica del Prof. Jaime Frejlich, Instituto de Física Gleb Watachim (Unicamp), relatada a esta autora. Recibido: 25 de octubre de 2003 Aceptado: 18 de diciembre de 2003 |
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