LA EDAD DEL FRÍO
Sonríe bajo la mirada atenta del frío. Desnuda el cuer-po
de cada palabra y atrévete a deformar su respiración, a
crear un nuevo rostro para las cosas inútiles. Describe cómo
transitas por la cuerda floja. Deja, entonces, que el aire te
deforme, que te dibuje como una caricatura de lo que fuis-te.
Permite que alguien respire tu aliento y pide morir dig-namente,
grafiteado por el dios que elijas ser.
Hay palabras que te permiten comprender, otras no,
otras te aterran y otras te limpian, otras te superan y otras
te lanzan, te lanzan.
Encontrarte con un eclipse o enfrentarte cara a cara
con un poema. Sabes que te afectará cuando aparezca ante
tus ojos, pero no sabes exactamente cómo.
Llega sin avisar. Y es que la vida da tantos giros, estamos
tan volteados por la física, que todo duele, y duele el silencio,
duele la resistencia, duelen hasta los bellos pensamientos.
Los pájaros cruzan este aire helado. Y yo observo el
doloroso blanco de una pared. Hay todo un tratado del olvi-do
en ese color. Y todos los sentimientos a punto de ser
dibujados.
El silencio redondea las palabras. O simplemente las
escupe.
Besos salvajemente ordenados, cuidadosamente exten-didos
sobre el plano, del grosor de una lámina de cielo,
seleccionados por su intensidad, de menos a más, esperan
un título.
Me visitas a medianoche,
sin un nombre, sin profesión,
sin tiempo.
Los cinturones apretados.
Adelante, sin frenar.
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La edad del frío,
de Roberto García
de Mesa
Me duele la cabeza,
pero sigo un poco más,
dejando las razones, el corazón,
el cuerpo en cada silencio.
Acércate un poco más.
Acércate sin piedad.
Léeme las cuadrículas del viento,
la dirección, el desenlace.
Toma la luz del fotograma.
Devuélveme el rostro.
Tiemblas de frío.
Tiemblas por una palabra.
Tiemblas al mirarte.
Un inmenso teatro donde recrear el alma de las cosas,
donde pintar las coordenadas, su ascenso y decadencia,
donde los conflictos se entrelazan con el caos de los pen-samientos
en carrera, donde cada imagen es fruto de una
emoción precisa y sagrada.
Hay un lugar oculto entre dos palabras, un lugar entre
hienas y leones.
Y es que sigo creyendo en los caballos que galopan sal-vajemente
sobre las nubes. Y en las lunas que tocan a mi
puerta a medianoche. Y en las palabras que se lleva el vien-to
y que se plantan en los astros y te dicen: vamos a soñar
un poco más, solo un poco más esta noche.
A veces siento que los días marchan al revés. Como si
uno caminara boca abajo todo el tiempo, sin saber la razón.
O uno caminara normal y los demás, boca abajo. Y algunos
te saludaran con dificultad al pasar a tu lado. O se cayeran.
Y sin saber exactamente por qué.
El silencio es un astro mordido por el tiempo.
-¿Qué hace?
-Estar de pie.
-Pero usted no está de pie
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-¿Cómo que no? Yo siempre estoy de pie, aunque esté sentado.
-¿Y no se cansa?
-¿De qué?
-¿De estar sentado?
El amor es ciego, a ratos. Y cuando deja de serlo, due-len
los ojos.
Los sueños lejanos pueden tocarse. Los sueños de ayer
pueden intentarse hoy. Los sueños del mañana pudimos
sentirlos en otra vida.
Hoy hacía un día tan hermoso que pensé en comérme-lo
a bocados. Y pensé también que hago teatro con pante-ras
y creo sonidos con los cráneos huecos de los sabios.
Y todos los relojes se reunieron en mi cabeza. Creo que
era un sueño. Una conversación telefónica con el tiempo.
Y me desperté tan cansado.
Lo eterno también cambia con frecuencia. Lo eterno
también se encuentra en las emociones que hemos dejado
por el camino.
Porque me siento más cerca de un sueño que de una
época.
El humor es necesario para odiarlo profundamente. La
tristeza es necesaria para odiarla profundamente. Digamos
que es necesario odiarse de vez en cuando.
Un tiempo tan intenso como decir..., no sé, hoy es ayer
u hoy es mañana. Porque el hoy es lo que nunca transcu-rrió
verdaderamente. Porque el hoy sigue dando vueltas
como una lavadora interminable.
Un lugar bajo el sol, que haga sombra, que desnude mi
sombra.
Resistir o morir. Resistir. O morir. Resistir. En fin.
Re-si-st-irse... hacia alguna parte.
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El tiempo es poesía maltratada.
Abrir todas las ventanas. Que el aire pase, sí, que pase.
Que se siente sobre tus muslos y te abrace.
Con las manos atadas también sé disparar al vacío.
Sé que respiramos el mismo aire. Sé que tocamos con
las mismas manos. Yo sé que hablamos y besamos con los
mismos labios.
Yo nací para arder dentro de una sola estrella,
la de brazos infinitos, no otra.
Yo nací para reflejarme en ella y morir
mientras me susurras al oído las palabras eternas.
Yo nací por el mismo motivo que tú:
para descubrirme en los astros suicidas.
Buscar la belleza como si fuera nuestro camino a casa.
Con esa desesperación, con esa intensidad, con ese amor,
con la ternura indispensable y el idealismo necesario, con
la sensación de no saber, de sorprendernos con el dolor,
con la fiesta de la vida, con los errores y aciertos, con la con-vicción
de que, aunque no regresemos verdaderamente, tal
vez podamos llegar.
A veces el sol y la luna se aman con ternura en mis
entrañas. Por eso, continúo siendo una sombra con látigos
en lugar de brazos.
Yo prefiero una vida infinitamente corta.
Porque en cada ensayo de vida hay una aproximación a
la belleza.
En cada duda hay una aproximación a la belleza.
Los sonidos deben arrojarse al vacío como estrellas
kamikazes.
Adoro los eclipses, en ese mano a mano con el sol. A ver
quién puede más por unos instantes.
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Prefiero perderme en las atmósferas a la normalidad.
Una voz sutil y decadente. Una voz sensible que respon-da
a la lluvia del amanecer. Una voz antigua que me rompa
por dentro. Una voz irregular que me mire desde la som-bra,
que devore la inmensidad de las pequeñas sensaciones
y florezca en los espacios sensibles.
La velocidad y el deseo. El color con el que se mire. La
intensidad. Sobrevivir a todo ello o compartir el fin. Fuego
en el corazón, agua en los ojos, aire en la sangre, tierra en
los labios.
Un poema te deja tendido boca arriba, en mitad de la
vía pública, mirando al cielo.
Un poema es como un mordisco inesperado y letal de
gaviota.
Detesto los límites del hielo. Yo nací para quemarme.
Soñar inmersos en la tormenta, en la urgencia de vivir
o de descifrar los cambios, sin medida, sin disciplina, sin
necesidad de tener razón. Porque un sueño es un acciden-te
con el otro mundo, una respiración inacabada.
El olvido es el hermanastro del amor. Tan difícil como
decir sí quiero y tan sencillo como no decir nada.
Detrás de cada palabra parece esconderse una música
antigua, una música de todos los tiempos, en realidad. La
música del frío que te empuja al silencio.
La vida es un coro de nostalgias pasadas y futuras.
Nadando por las profundidades del olvido para sopor-tar
el presente. Un olvido artificial para sobrevivir al verda-dero
olvido.
Y es que todo parece estar compuesto de pequeños sal-tos.
Pero, ¿quién domina el equilibrio? Qué difícil es andar
con la sonrisa de los eternos. No. La vida exige una carre-
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ra sin frenos y estar agarrado fuertemente a ella. Alguien
ha de controlar el timón porque estamos borrachos de
asombro.
Entre dos extremos perseguimos el futuro. Y basta que
creamos haberlo entendido razonablemente para que, en
un instante, se vuelva misterioso o inútil.
Con todos los equipajes, con todos los sueños y pesadi-llas
por venir, con los brazos atados, algunos dedos en movi-miento,
la mirada en otra parte.
Imaginen el silencio en medio de una fiesta eterna.
Imaginen un lugar desierto en medio de la multitud. Ima-ginen
la tristeza.
Hay una madrugada que escucha y otra que lastima el
corazón. Y siempre tendrás una madrugada para olvidar lo
que ya no existe.
Amanecer eléctrico. Un amanecer para construir algo.
Y para algo sirve mirar. Para algo sirve mirarte con el ritmo
frenético de los pensamientos en carrera. Por un instante
que me identifique, a solas, contigo. En medio del hielo de
una ciudad que se construye con nuestros últimos suspiros.
Primeras ráfagas de viento, un horizonte en fuga y una
sonrisa entre sueños, abrazándome. He visto cómo se des-pertaban
las alas de los gigantes.
ROBERTO GARCÍA DE MESA
[Inédito]
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