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50 Salvador Rueda y su actividad renovadora La fractura ideológica que se produjo con la revolución de 1868, tras el fracaso de las revoluciones liberales y el triunfo de la reacción conservadora, trajo consigo el surgimiento de una mentalidad científico-positiva, caracterizada por la culminación de un orden moderado de prosperidad bur-guesa y un materialismo prosaico, que marcan la tonalidad del peculiar ambiente restaurador. Aunque pueda resultar paradójico, fue el verso, y no la prosa, el cauce expresivo más adecuado para transmitir las inquietudes de una so-ciedad en permanente contradicción. Por eso, la polémica que define a esta época dialéctica (“Vive el poeta del siglo XIX en una sociedad perturbada por una crisis trascenden-tal y profunda; colocado entre un ideal que muere, y otro que aún no ha nacido, apenas dibuja sus indecisas formas en los horizontes del porvenir”, comentaba en 1875 Ma-nuel de la Revilla), motivará una mezcla de las nuevas ideas con las tradicionales. El conflicto entre razón y espíritu al-canza de lleno a la poesía, que no puede mantenerse al margen del materialismo reinante, pero que sigue siendo necesaria para defenderse de la destrucción del progreso científico. La variedad de tendencias, el realismo, el natu-ralismo, el premodernismo, revela el carácter transitorio de la época, donde lo racional dejará paso a lo individual, el diálogo se cambiará en monólogo y el tono retórico se ha-rá más íntimo. Precisamente, la generación poética de la Restauración, representada por Ricardo Gil (1855-1907), Manuel Reina (1856-1905) y Salvador Rueda (1857-1933), será la encargada de hacer posible el cambio del tradicio-nalismo a la modernidad, manteniendo una actitud de ruptura con lo anterior y ofreciéndonos una visión perso-nal de la realidad.1 1 Para los límites de la moderni-dad, que puede fijarse entre 1880 y 1936, tengo en cuenta, entre otros, los siguientes estudios: J. F. Botrel, Pour une histoire littéraire de l’Espagne (1868-1914), Université de Lille III, 1985, 2 vols.; P. Celma, La pluma ante el espejo, Universidad de Salamanca, 1989; S. Salaün y C. Serrano (eds.), 1900 en España, Madrid, Espasa-Cal-pe, 1991; y P. M. Piñero y R. Reyes (eds.), Bohemia y literatura (de Bécquer al modernismo), Universidad de Sevi-lla, 1993. En cuanto a la evolución de la poesía en la segunda mitad del siglo XIX, sigo las consideracio-nes expuestas por M. Palenque en su estudio El poeta y el burgués (Poesía y público 1850-1900), Sevilla, Alfar, 1990, especialmente pp. 171-180. ARMANDO LÓPEZ CASTRO Catedrático de Literatura Española de la Universidad de León 51 La renovación poética de la lírica española a finales del siglo XIX surge con los tres poetas mencionados, a los que más tarde vendrá a sumarse la decisiva influencia de Rubén Darío. Fueron ellos los que cambiaron el rumbo de la poe-sía, introduciendo una nueva concepción poética, basada en la síntesis de expresión y sentimiento, un lenguaje más complejo a través de las aportaciones parnasianas y sim-bolistas y un vocabulario fundamentalmente estético. Sin embargo, tales innovaciones sólo se pueden entender en función de lo que se destruye, de las ruinas de una poesía monótona y preceptiva, que había llegado, desprovista de ritmo, a su máximo nivel de congelación (“Nuestra poe-sía española es, en cuanto a su fondo, pseudopoesía, hue-ra descripción o elocuencia rimada, y en cuanto a la forma, música de bosquimanos, tamborilesca, machacona, en que el compás mata al ritmo”, afirma Unamuno en carta a su amigo Arzadun el año 1900). Ante ese fenómeno de agota-miento expresivo, que no hace más que ocultar la ausencia de significación, no quedaba otra salida que la de ser inno-vador. En la encrucijada del novecientos, ese período de innovaciones y rebeldías, los tres poetas señalados quisie-ron ser innovadores, pero heredaron un pasado formal del que les costó mucho desprenderse y que les impidió cap-tar la realidad presente. En el caso de Salvador Rueda, mo-vido de entusiasmo reformador, tal vez habría que acudir a la fecha clave de 1892, la de la primera venida a España de Rubén Darío, para apreciar mejor su trayectoria poéti-ca, que se mueve desde la supervivencia postromántica, la visión colorista y musical de Zorrilla, hasta el impresionis-mo sentimental del primer Juan Ramón Jiménez, que du-ra hasta 1903, con la aparición de Arias tristes, pasando por su relación con el movimiento modernista, resultado de un esfuerzo colectivo por armonizar distintas tendencias, sin abandonar su propósito estético inicial, y en el que la liber-tad interior del poeta malagueño comenzó a ser fagocitada por la aventura deslumbrante del nicaragüense. Los años que enmarcan las dos venidas de Darío a España, el perío-do de 1892 a 1899, parecen contener en apretada síntesis Salvador Rueda 52 todos los elementos nucleares de esa voz con la que Rue-da había de ingresar en la tradición poética de su lengua. Lo que Rueda había escrito antes o iba a escribir después ha de referirse a ese punto de máxima tensión respecto del cual se ordenan obras tan significativas como En tropel. Can-tos españoles (1892), con un “Pórtico” de Rubén Darío, El ritmo. Crítica contemporánea (1894) y Camafeos (1897), obras que marcan la plenitud del poeta malagueño y en las que, de acuerdo con la estética modernista, la actitud formal prefigura el tema.2 Quien se acerque sin prejuicios al estudio de la lírica es-pañola durante la época de la Restauración, observará que, a pesar de su dispersión, hay una aspiración común: el de-seo de superar el artificio de la palabra. Tradición y moder-nidad, conceptos que responden a dos maneras opuestas de sentir el mundo, dejan entrever una inter-relación en-tre pasado y presente, de continuidad y ruptura, según la oscilación que le es característica, siendo la modificación, en este caso, lo que da su razón de ser a la poesía finisecu-lar (“Su obra, en un principio, tuvo que ser negativa y de-moledora. Jamás una juventud tuvo que sacar fuerzas tan de flaqueza, ni tuvo tan pocos impulsos recibidos de la gene-ración anterior, ni tantos ejemplos… que no seguir”, se-ñala Manuel Machado en La guerra literaria). Generación, pues, que aún asentándose en la tradición anterior (de Zo-rrilla a Bécquer) o precisamente por ello, cambia el signo del lenguaje literario, alargando sus posibilidades, con la introducción de neologismos, coloquialismos y dialectalis-mos, y haciéndolo más cosmopolita. No era otro el camino emprendido por los poetas parnasianos franceses, quienes, alejándose del sentimentalismo romántico y aproximándo-se a la sensorialidad impresionista, con la incorporación del sentido plástico y musical, concibieron la lírica como valor estético por sí misma. En esta línea de reivindicación formalista, consistente en adaptar la sensibilidad al molde rítmico del poema, se sitúan los jóvenes poetas del primer modernismo español, dispuestos en su rebeldía a dejarse seducir por las innovaciones extranjeras. Y así, aunque el 2 A una época como la modernis-ta, caracterizada por la voluntad de cambio, le es connatural una reno-vación del lenguaje literario que exprese, a su vez, la verdad en que el escritor pueda reconocerse. En este sentido, señala P. Henríquez Ureña: “Como era natural, el estilo cambió también, a la par que los temas”, en Las corrientes literarias en la América hispánica, México, Fondo de Cultu-ra Económica, 1949, p. 178. El pro-pio Rubén Darío, refiriéndose a lo que constituye la esencia del moder-nismo, escribió en El canto errante: “Y ante todo, ¿se trata de una cuestión de formas? No, se trata, ante todo, de una cuestión de ideas”. Así pues, el predominio de los valores forma-les, en gran parte de la crítica, no debe ocultar la relación del moder-nismo con el espíritu de la época, con su fondo vital, volviendo así a la idea, ya expresada por Juan Ramón Jiménez, de una “mentalidad” o un “movimiento envolvente”, que afec-tó a todas las artes. En este sentido, véase el estudio de G. Allegra, El rei-no interior. Premisas y semblanzas del modernismo en España, Madrid, Edi-ciones Encuentro, 1985. 53 culto al verbalismo de los nuevos poetas, criticado por Or-tega en su comentario a la antología La Corte de los Poetas (1906), llevó a Rueda a apartarse de una tendencia que él mismo había abierto, lo que prevaleció, al menos en sus inicios, fue la divisa de Verlaine, quien afirmó, en su Art Poétique, la posibilidad de la expresión musical. La revolu-ción que estos poetas tuvieron en la renovación del lengua-je poético se apoya en la supremacía del significante, gene-rador de múltiples sentidos.3 A lo largo de la trayectoria poética de Salvador Rueda, en la que fue pasando de una renovación inicial a una ce-rrada hostilidad hacia los innovadores, se pueden estable-cer tres etapas: Aprendizaje (1880-1891), madurez (1892- 1910) y decadencia (1911-1933). Adviértase que el límite entre la iniciación juvenil y los años de plenitud lo marca la venida de Rubén Darío a España en 1892, hecho que va a ser determinante en la vida y escritura del poeta malague-ño. La primera etapa se escinde, a su vez, en dos momen-tos: su establecimiento en Málaga entre 1870 y 1881, don-de participa en la vida periodística sin olvidar su primer contacto con la Naturaleza de Benaque, su gran maestra e inspiradora; y su posterior marcha a Madrid en 1882, lla-mado por Núñez de Arce, quien coloca a Rueda en La Ga-ceta de Madrid por haberle enviado el poema “Arcanos”. Al momento inicial pertenece su primer libro de versos Ren-glones cortos (1880), que recoge una serie de poemas publi-cados en revistas junto a otros inéditos, entre los que desta-can “El agua y el hombre”, que aparece después corregido con el título de “Sombras” en la antología Cantando por am-bos mundos (1914), de claro contenido existencial, según revela la enigmática pregunta (“¿de dónde vienes y adónde vas?”), y el soneto “Novia de la tierra”, que figura con su re-dacción definitiva en El poema del beso (1932), donde Rue-da domina las figuras barrocas de la epanadiplosis y la pa-radoja, tal y como vemos en los versos finales (“Ni temo al viento ni a las ondas temo, / que más me quemo cuanto más te abrazo, / y más te abrazo cuanto más me quemo”). Al segundo momento de la etapa madrileña, caracterizada 3 La tradición moderna de la poe-sía, que comienza a partir del Ro-manticismo, borra las oposiciones entre pasado y presente y se carac-teriza por su pluralidad. Siendo la edad moderna una época revolucio-naria e identificándose la moderni-dad con el cambio, la poesía moder-na se afirma como conciencia de la escisión, como ruptura de la conti-nuidad. Así lo ha visto O. Paz en sus estudios, Los hijos del limo (Barcelo-na, Seix Barral, 1974) y La otra voz. Poesía y fin de siglo (Barcelona, Seix Barral, 1990). En lo que se refiere a la supremacía del significante so-bre el significado, propia del discur-so modernista, ya F. Wahl escribió, siguiendo los estudios de J. Lacan, que “el significante determina la gé-nesis del significado”, en D. Ducrot y T. Todorov, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, México, Si-glo XXI, 1981, p. 394. 54 al principio por la inestabilidad, hasta que Rueda consigue, en 1890, un puesto de funcionario en la sección de Archi-vos, pertenecen libros como Noventa estrofas (1883), dedi-cado a su protector Núñez de Arce, Poema nacional. Costum-bres populares (1885), de carácter regionalista, y Sinfonía del año (1888), tal vez el libro más novedoso y de mayor mé-rito intrínseco. Si en Renglones cortos y Noventa estrofas falta la nota personal y en Poema nacional domina el costumbris-mo de escenas y tipos populares, que va a tener una amplia descendencia en su poesía, no ocurre lo mismo con Sinfo-nía del año (1888), primer libro de poemas sobre la natu-raleza, en el que se respira una atmósfera de renovación, empezando por la métrica. Dividido en cuatro partes, co-rrespondientes a las cuatro estaciones del año, ofrece 75 poemas breves y autónomos, excepto el último, cuyo desa-rrollo cronológico sirve para expresar la visión cíclica de la naturaleza, en los que el poeta se esfuerza por presentar la realidad por sí misma. No hay una correspondencia entre la naturaleza y el estado de ánimo, como haría más tarde Antonio Machado siguiendo a los simbolistas, sino que el hablante adopta el punto de vista de los objetos. Tomemos, como ejemplo, esta descripción del día de difuntos XLII Resuenan las campanas doblando por los muertos, y forman los cordeles chasquido de esqueletos. 5 Las ánimas agitan sus alas de vencejo, y beben de las luces los trémulos reflejos. Resuena en los hogares 10 hervir de leves rezos, y en tiempos que pasaron se pierden los recuerdos. La noche se desliza como un fantasma negro, 55 15 en tanto las campanas sollozan por los muertos. Frente a la univocidad lingüística de los libros anterio-res, literaria en Renglones cortos y popular en Poema nacio-nal, lo novedoso aquí es un discurso híbrido en el que se mezclan lo literario y lo coloquial dentro de una expresión marcadamente sensorial, que afecta a la métrica, a la sin-taxis y al léxico. Porque, en la descripción de lo sensual-mente perceptible, el empleo del octosílabo asonantado, el predominio del verbo en presente y tercera persona, la reiteración de idénticas estructuras oracionales unidas por la coordinación y la presencia de metáforas y símiles senso-riales (“Las ánimas agitan / sus alas de vencejo”, “La noche se desliza / como un fantasma negro”), se proponen ofre-cer una visión humana en la que nunca se abandona el pla-no objetivo. A partir de la musicalidad que centra el poema (“Resuenan”), la técnica del hablante consiste en moverse de lo concreto a lo abstracto, pues si al principio las cam-panas “resuenan” por los muertos, al final “sollozan” por ellos, de manera que esta técnica realista, que consiste en la conformidad de la expresión con lo que representa, sir-ve para que el lector se mueva desde lo familiar a lo desco-nocido, para que el recuerdo de los seres queridos resulte más visible y duradero.4 La atmósfera andalucista, que no aparece en Sinfonía del año (1888), se da plenamente en Cantos de la vendi-mia (1891), obra que recoge la experiencia de libros an-teriores, como Cuadros de Andalucía (1883), Poema nacional (1885) y El patio andaluz (1886), y en la que el sentimien-to de lo natural, visto externamente, atrae la atención del yo lírico. Desde muy pronto, Rueda comprendió que el poeta que se mueve en una órbita de poesía culta, si no tiene oído para lo popular, es imposible su renovación ar-tística, por eso cultivó la canción tradicional, al menos en su primeros años, de forma intensa. Por remitir más aden-tro de sí misma, por aludir a un mundo todavía latente, la canción breve encierra mayor poder de sugerencia que el 4 La presentación de la realidad por sí misma, que se traduce en una preferencia por lo minúsculo, es rasgo característico de Sinfonía del año y Cantos de la vendimia. Así lo ha visto Miguel D’Ors, refirién-dose al primero, al afirmar que “pa-ra Rueda las cosas no tienen más pa-recido que aquél que es perceptible para los sentidos”, en La “Sinfonía del año” de Salvador Rueda, Pamplo-na, Universidad de Navarra, 1973, p. 73. Esta intención predominan-temente descriptiva de la primera etapa, pues a partir de Cantos de la vendimia (1891), la poesía sobre la naturaleza se vuelve cada vez más trascendente, ha sido también su-brayada por C. Cuevas en su ensayo “Romanticismo y Modernismo en el primer Salvador Rueda”, en Home-naje a D. Pedro Sáinz Rodríguez, Ma-drid, FUE, 1986, pp. 409-426. Para los poemas, tengo en cuenta, ade-más de las antologías recopiladas por el propio Rueda, Poesías comple-tas (Barcelona, Maucci, 1911) y Can-tando por ambos mundos Madrid, Fe, 1914), la de C. Cuevas, Canciones y poemas (Madrid, CEURA, 1986). 56 poema extenso. Años más tarde, en el poema “Elogio de la seguidilla”, Rubén Darío recuerda así a Salvador Rue-da: “Tienes toda la lira; tienes las manos / que acompa-san las danzas y las canciones; / tus órganos, tus prosas, tus cantos llanos / y tus llantos que parten los corazones”. El poema no es discurso, sino canción, en la que la danza y la música se interpenetran constantemente, por lo que la canción aparece como cifra de la escritura. ¿Qué queda después de oída la canción? Queda una naturaleza transfi-gurada en lenguaje, la presencia de la otra voz que nos bus-ca para nombrarnos. Lo que proponen poemas tan enig-máticos y deslumbrantes como “Ríe que ríe”, “La fiesta”, “En los olivares”, “El gusano de luz” y “La granada” es el descubrimiento del otro, la búsqueda de otra belleza, que sólo en el instante del poema se hace visible. La simulta-neidad, la conjunción de espacios y tiempos en la unidad del poema, tiene por objeto mostrarnos la unidad íntima entre sonido y sentido, como sucede en el primero de los poemas citados RÍE QUE RÍE Ríe que ríe, la rosa, en el capullo plegada, se asoma leve, riendo, por el botón de esmeralda. 5 Ríe que ríe, en el lirio, vierte la risa sus gracias, y de la flor las despliega sobre la copa morada. Ríe que ríe, en el vivo 10 clavel de encendidas llamas revienta, alegre, la risa en explosiones de grana. Ríe que ríe, mirando perderse a dos tras las ramas…, 57 15 suelta su risa a torrentes la boca de la granada. La canción tradicional, fusión de lo individual y lo co-lectivo, es la herencia poética más viva del alma popular. La renovación de nuestra poesía lírica, conservada y depura-da por Bécquer, se prolonga después en Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y en poetas del 27 como Lorca y Al-berti. En esa tradición se inserta Salvador Rueda, cuya sin-gularidad poética no viene de las ideas, sino del acento de su voz. Y lo que ésta aquí muestra, mediante la sugerencia de los puntos suspensivos, que aparecen siempre rodeados de un gran volumen de silencio (“perderse a dos tras las ra-mas…”); la musicalidad del estribillo en posición anafórica (“Ríe que ríe”); el valor determinativo de los adjetivos (“le-ve”, “alegre”, “vivo clavel de encendidas llamas”), que alteran la significación del sustantivo; y la correlación cromático-simbólica (“rosa-lirio-clavel-granada”), que relaciona reali-dades contrarias, es la poetización de un sentimiento (“la risa”), que se impone, no por lo que dice, sino por el ritmo que lo sostiene. Si la poesía es la imagen convertida en voz, la explosión de la risa (“revienta, alegre, la risa / en explo-siones de grana”), tiene mucho que ver con la súbita fulgu-ración que distingue a la palabra poética, que se propone como parto o estallido de un fondo oculto. De esta mane-ra, el modo de operar del pensamiento poético sería indi-recto: no demostrar sino mostrar, insinuar o sugerir lo que la realidad tiene más allá de inmediato.5 Por los años en que Rueda compone su Himno a la carne (1890), estaba de moda la influencia del naturalismo fran-cés, que para los críticos españoles se convirtió en una es-tética de lo patológico sin trascendencia espiritual, lo que llevó a Juan Valera, en su artículo “Disonancias y armonías de la moral y de la estética”, a equiparar Naturalismo con amor carnal y atribuir a los sonetos de Rueda una orien-tación naturalista. Aunque en ellos está presente la nota sexual, tanto el elogio de la belleza de la amada como la presentación del cuerpo desnudo se atienen al código im- 5 Refiriéndose a la evolución poé-tica de Salvador Rueda, señala Juan Ramón Jiménez: “A Rueda le mata-ron entre la tertulia de don Juan Va-lera y el Museo de Reproducciones; le dieron un empleo en este cen-tro y creyó que vivía en plena Gre-cia, entre la Venus de Milo y los dio-ses antiguos. Entonces se dedicó a escribir poemas falsos, olvidando lo propio: su raíz andaluza y popu-lar”, en R. Gullón, Conversaciones con Juan Ramón Jiménez, Madrid, Taurus, 1958, pp. 104-105. Por lo que se re-fiere a la relación de Rueda con la tradición popular, que dejó su in-fluencia en el Romancero gitano de Lorca, véase el artículo de Carlos Edmundo de Ory, “Salvador Rue-da y García Lorca”, en Cuadernos Hispanoamericanos, LXXXV (1971), pp. 417-444. 58 perante de la poesía amorosa culta, donde la unión física sirve de motivo para la expresión de deseos sensuales. Estos poemas, que se inscriben en los tópicos del amor elevado, según vemos en el libro Algo (1876), de José Bartrina, y en el soneto juvenil de Rueda, “A una mujer”, alcanzan ahora un alto grado de libertad en la tematización y presentación de lo erótico. Esta crudeza, este realismo en la expresión de los sentimientos, es particularmente visible en algunos sonetos de la serie, como el III, el V, el VIII y el XIV, si bien lo que predomina en ellos es una presentación ideal de lo ex-terior, según vemos en el soneto VII, de inspiración y conte-nido becquerianos DENTRO DE TUS OJOS Azules, como el humo vagoroso, son tus ojos de luz, amada mía, y abismado en su vaga poesía, he pasado mi tiempo más dichoso. 5 Cuando a los míos mires con reposo, haz que, dulce, tu rostro se sonría, y, en mi interior, tu cándida alegría, sienta latir mi espíritu gozoso. Estar dentro de ti, mujer, quisiera, 10 y aunque en tus ojos me descubro impreso, no estoy dentro de ti, que vivo fuera. ¡Oh, si lograras, al grabarme un beso, copiar con ansia mi figura entera, cerrar los ojos, y cogerme preso! A diferencia de los restantes sonetos, donde la belleza femenina se presenta en su “clásica hermosura” y se des-criben los rasgos físicos de manera convencional, aquí se da un proceso de interiorización (“Estar dentro de ti”), que busca una identificación del yo lírico con esa figura ideal. De forma similar a lo que sucede en las rimas becqueria- 59 nas XIII (“Tu pupila es azul”) y XXI (“¿Qué es poesía?”), en las que se menciona la pupila azul de la belleza ideal, tam-bién aquí se da una progresión de lo sublime a lo físico, del “humo” al “beso”, a través de un proceso anímico, en el que la exclamación del último terceto, la apelación del vocativo (“amada mía”), el valor antepuesto de los adjeti-vos (“vaga poesía”, “cándida alegría”), la forma verbal desi-derativa (“quisiera”) y la imagen sensorial (“ojos de luz”), traducen sentimientos subjetivos. La aventura poética de-pende de la luz, de la relación del ser con la luz, que es una relación del ser consigo mismo. La palabra interior de Rueda, sustantiva y singular como la de Bécquer, se ha-ce aquí ojos de luz, materialización misma de la poesía, que retrae al yo lírico (“que vivo fuera”) a la interioridad de la amada. Luz y palabra confluyen en ese retraerse hacia lo interior, hacia lo que todavía no ha tomado forma, de ma-nera que lo que irrumpe en la palabra poética, en su ful-gurante aparición, es lo absolutamente otro, aquello que está siempre por decir, quedando la luz ligada a la interio-ridad de la experiencia amorosa y poética, a una estética de la inminencia.6 Con el libro En tropel (1892) comienza la etapa de ma-durez del poeta malagueño, que se extiende hasta 1910, cuando el propio Rueda emprende lo que va a ser la pri-mera antología de sus poesías completas. Se trata de una obra heterogénea, compuesta de tres partes, Cantos del Nor-te, Cantos de Castilla y Cantos del Mediodía, a las que se añade otra de Sonetos. Con todo, lo peculiar del libro reside en el famoso Pórtico de Rubén Darío, escrito en 1892 e incluido después en Prosas profanas (1896), con el que el poeta ni-caragüense pretende dar a Rueda la gloria de la moderni-dad (“Joven homérida, un día su tierra / vióle que alzaba soberbio estandarte, / buen capitán de la lírica guerra, / re-gio cruzado del reino del arte”), lo cual habría de situarle en una posición incómoda, pues Rueda rechazó siempre la influencia de los poetas franceses, y en el epílogo en pro-sa, donde Rueda defiende el color y la música frente a los poetas que le tachaban de superficial (“el color y la músi- 6 Frente a la poesía de Reina, donde hay una renuncia a cual-quier deseo de cumplimiento amo-roso, la de Rueda tiende a legiti-mar la presentación de lo erótico. En este sentido, señala K. Nieme-yer: “En la obra de Rueda, en cam-bio, lo erótico es una componente de contenido presente en casi todos los poemas que expresan sentimien-tos positivos y felices por una mujer. La belleza de la amada, su aspecto físico, siempre resulta motivo para la expresión de deseos más o menos fuertemente eróticos”, en La poesía del premodernismo español, Madrid, CSIC, p. 198. A propósito de este li-bro de Rueda, véase la lectura que ha hecho A. Romero Márquez, “So-bre el Himno a la carne de Salvador Rueda”, en Jábega, 47 (1984), pp. 71- 79. En cuanto a la relación del sin-tagma ojos de luz con la expresión becqueriana beso de luz, véase mi en-sayo “El ideal de la luz en Bécquer”, en El arpa olvidada. Estudios sobre Béc-quer, Universidad de León, 2002, pp. 89-104. 60 ca en poesía no son elementos externos; nacen de lo más hondo y misterioso de las cosas y son su vida íntima y su al-ma”). Esta cosmovisión interior de carácter pitagórico, que se aplica tanto a la naturaleza como a la poesía, está presen-te en los mejores poemas del libro, “Escalas”, “Misericor-dia” y “Lo que dice la guitarra”, y va en aumento en todo lo que viene después. Una muestra de este proceso de trans-formación podemos verla en el siguiente fragmento de “Es-calas” o “Escalas interiores”, título que toma el poema al ser incluido en las Poesías completas, donde la idea de un univer-so jerarquizado revela, en su disposición musical, una clara influencia de Bécquer Si, en la madre tierra, de círculo en círculo los átomos pasan, y recorren los órdenes todos que en ella se enlazan; si, a su modo, discurren y sienten, cuando van en recóndita marcha, variando de vida en la piedra, en la luz, en el aire, en las aguas, cuando de mi cuerpo se aleje mi alma, yo ambiciono ser nieve en el mármol, brillo alegre en las luces del alba, en el viento molécula leve, y arco azul en la onda que canta. (vv. 51-64) Dentro del proceso cósmico en que transcurre el poe-ma, donde la transmigración termina en una palingenesia, los distintos recursos estilísticos, tales como la combinación métrica de versos hexasílabos y decasílabos o dodecasíla-bos de rima asonante, que sirve de cauce a la expresión de lo sentimental e íntimo; la estructura sintáctica con mezcla de correlación y paralelismo, ya utilizada por Bécquer en las Rimas, constituyendo cada estrofa un conjunto dentro de un sistema paralelístico ternario; y la serie de imágenes 61 tomadas del mundo natural (“la corola del almendro”, “la luz de las estrellas”, “la gota de agua”, “la perla”, “la rosa”, “el fétido estiércol”, “la escala”), responden todos ellos a la expresión de la unidad en la variedad. Si al final el poe-ta se imagina atravesando esos círculos o “escalas”, relacio-nando su aventura poética con la dimensión espiritual de la música (nótese el predominio del léxico musical: “rítmi-cas alas”, “cuerdas del arpa”, “incógnita escala”, “onda que canta”, “en mi lira los sones”), ello es debido al poder de la música sobre el reino natural, a que la estructura del Alma- Mundo comparte una base numérica y musical.7 Dado que para Rueda el mundo salió concertado de las manos de Dios, el poeta debe actuar como transmisor de las visiones secretas del universo, sintiendo un ritmo inte-rior, la voz del espíritu, en un mundo materialista y expre-sándose en un lenguaje musical. En El ritmo (1894), que tantas analogías guarda con La iniciación melódica (1886) de Rubén Darío, Rueda afirma que “un poeta es un orga-nismo maravilloso, fenomenal, que siente en música, pien-sa en música, expresa en música”. Se revela aquí un idealis-mo musical, de raíz platónica, donde el poeta desempeña un papel pasivo en el concierto cósmico. Para Rueda, cuyas ideas teóricas sobre poesía se expresan tanto en verso (así ocurre en los poemas “Lo que no muere” de Estrellas erran-tes, “El acento en la poesía” de Trompetas de órgano y “Au-to- bio-crítica” de Lenguas de fuego) como en prosa (“Color y música”, epílogo en prosa de En tropel, El ritmo y la carta de 27 de marzo de 1925 a Narciso Alonso Cortés), el ritmo unido al espíritu, dentro de la gran cadena cósmica, sirve para recrear la forma inicial. El poeta es sensible al ritmo cósmico, expresión de la divinidad, y lo canta porque es una parte de él (“A número y a ritmo, como el verso, / es-tá la vida universal sujeta, / y del arpa triunfal del universo / una chispa que salta es el poeta”, escuchamos en el poe-ma “El fondo de silencio”, de Fuente de salud). La necesidad de renovación estética que siente Rueda en estos años, co-mún a otros poetas, la expresa en sus cartas a José Ixart So-bre el ritmo, sobre todo en la cuarta, donde lamenta el reto- 7 La unidad musical del universo, en la cual se funden ideas neopla-tónicas con la visión panteísta del krausismo y las teorías filosóficas de Leibnitz, es uno de los postulados básicos de la cosmovisión de Rueda. En este sentido, es importante el es-tudio de J. Godwin, Armonías del cie-lo y de la tierra. La dimensión espiritual de la música desde la antigüedad has-ta la vanguardia, Barcelona, Paidós, 2000; y el artículo de D. Núñez Ruiz, “Panteísmo y liberalismo en el siglo XIX español”, en Cuadernos Hispa-noamericanos, 379 (1982), pp. 11-36. 62 ricismo reinante (“Nuestros poetas no tienen variedad de expresión; no tienen una lira, tienen monocordio; no tie-nen oídos, tienen roscos de goma. No es posible soportar-los, no pueden oírse; nos han destrozado nuestro órgano de audición, y, a fuerza de repetirse y repetirse, han vuel-to opaca su voz, la cual ni vibra ya, ni expresa nada, y aun-que lo exprese, no se oye”), y propone como solución la variedad formal defendida por los modernistas (“variedad de ritmos, variedad de estrofas, combinaciones frescas, nue-vos torneados de frase, distintos modos de instrumentar lo que se siente y lo que se piensa”). Al hacer intervenir en el ritmo la marcha del sentido (“lo que se siente y lo que se piensa”), Rueda expresa una unidad de movimiento emo-cional, donde la variación o repetición con variantes tiene la particularidad de ir intensificando lo concreto de la vi-sión. Si El ritmo se convirtió en el escrito teórico más impor-tante después de la Poética (1883) de Campoamor, ello fue debido, en gran parte, a que el ritmo aparece como fun-damento del verso, como regulación del movimiento ex-presivo. 8 Entre 1892 y 1899 Salvador Rueda no permaneció in-activo, pero lo que escribió entre esos años resulta distan-ciado y hasta oscurecido por su enigmática relación con Rubén Darío, producto de una distinta actitud ideológica ante un mismo movimiento artístico. Al representar mo-dernismos diferentes, el de Darío más enraizado en el idea-lismo romántico y el de Rueda en el pasado casticista, sus modos expresivos habrían de ser por fuerza también distin-tos. A falta de una correspondencia íntegra entre los dos poetas, que ayude a dilucidar los altibajos de tal relación, lo que nos queda es una serie de textos significativos en los que es preciso apoyarse. Si comparamos la nota de Rueda, que llevaba En tropel en su primera edición (“Como sabe el público español, se halla entre nosotros, y ojalá se quede para siempre, el poeta que, según frase de mi ilustre amigo Zorrilla de San Martín, más sobresale en la América Latina, el que del lado allá del mar ha hecho la revolución en la poe-sía, el divino visionario, maestro en la rima, músico triunfal 8 En cuanto a la noción de ritmo como continuidad del lenguaje, en la que se integran métrica, sintaxis y semántica, véase el estudio de H. Meschonnic, Critique du rythme, La-grasse, Verdier, 1982. Por lo que se refiere a su estética expuesta en El ritmo (1894), aunque sus ideas so-bre la prosodia y el acento poéti-co son bastante difusas, no sucede lo mismo con la posición del poeta, rodeado por un mundo melódico y rítmico, donde el lenguaje musical traduce una voluntad de estructura armónica. Véase, en este sentido, el artículo de J. A. Tamayo, “Salvador Rueda o el ritmo”, en Cuadernos de Literatura Contemporánea, 7 (1943), pp. 3-35. 63 del idioma, enamorado de las abstracciones y de los símbo-los, y quintaesenciado artista, que se llama Rubén Darío. Sabiendo yo cómo su afiligranada pluma labra el verso, le he ofrecido las primeras páginas de esta obra para que en ellas levante un pórtico, que es lo único admirable que va en este libro, a fin de que admiren a tan brillante poeta los es-pañoles. Soy yo quien sale perdiendo con esta portada, por-que ¿qué lector va a hallar gusto en el edificio de este libro sin luz ni belleza, después de haber visto arco tan hermoso? Islas Canarias Tomás Morales (Ilustre Poeta) Moya Admirabilísima la salutación: es de los más soberbio que has escrito: las 13 estrofas, largas y enormes, parecen 13 olas del gran Atlántico. ¡Salve Poeta! En vez de envío, que es francés, deja sólo un espacio mayor. De la dedicatoria borra “El poeta!. Plántala la 1ª del tomo. ¡Magnífica!, ¡Soberana! Yo veré de publicarla aquí. ¡Adiós, “cachorrazo”, tórax del Atlante...! Tuyísimo agradecido, Salvador. Mi cariño a esos escritores. Tarjeta postal de Salvador Rueda a Tomás Morales. Archivo personal de Tomás Morales. Fondo docu-mental de la Casa-Museo Tomás Morales. 64 Doy públicamente las gracias a mi amigo el poeta autor de Azul, que tan egregia genealogía supone a mi pobre musa, y de-téngase el lector en el frontispicio, y no pase de él si quie-re conservar una bella ilusión”), con el artículo de Rubén “Los poetas”, fechado en Madrid el 24 de agosto de 1899, aparecido en La Nación de Buenos Aires y después en Espa-ña contemporánea (“Salvador Rueda, que inició su vida artís-tica tan bellamente, padece hoy inexplicable decaimiento. No es que no trabaje… pero los ardores de libertad estética que antes proclamaba un libro tan interesante como El rit-mo, parecen ahora apagados… Los últimos poemas de Rue-da no han correspondido a las esperanzas de los que veían en él un elemento de renovación en la seca poesía castellana contemporánea. Volvió a la manera que antes abominara; qui-so tal vez ser más accesible al público, y por ello se despeñó en un lamentable campoamorismo de forma y en un indi-gente alegorismo de fondo. Yo, que soy su amigo y que le he criado poeta, tengo el derecho de hacer esta exposición de mi pensar”), observamos que el paso de la admiración a la ruptura, con la consiguiente decepción, obedece al amane-ramiento del poeta malagueño (“Volvió a la manera que an-tes abominara”), a su incapacidad de renovarse, ya subraya-da por Herrera y Reissig, Villaespesa y Manuel Machado, y que era contraria a los postulados modernistas. Los libros más importantes que Rueda escribe en estos años, Sinfonía callejera (1893), Camafeos (1897) y Piedras preciosas (1900), muestran un desvío de sus iniciales propósitos artísticos y una actitud claramente antimodernista. Uno de los mu-chos ejemplos podría ser el soneto “La rueda de la noria”, perteneciente al último de los libros citados En pos de originales invenciones van falsos escritores y poetas, creyéndose magníficos atletas, y movidos de ciegas ambiciones. 5 Mas son sus libros huecos cangilones, tazas que al engranaje van sujetas; 65 un agua misma déjalas repletas, todas marcan iguales rotaciones. De un genio, a veces, en la rica fuente 10 bebe la luz la literaria gente, mostrando el brillo de la ajena gloria. Y, ánforas sucesivas sus cabezas, se transmiten conceptos y bellezas, cual perforados búcaros de noria. Todo el soneto aparece atravesado por una sutil iro-nía. La presentación gregaria de los poetas modernistas, a la que contribuye, además del subtítulo (“A los imitado-res”), el valor del adjetivo antepuesto (“originales invencio-nes”, “falsos escritores y poetas”, “magníficos atletas”, “ciegas ambiciones”, “huecos cangilones”, “iguales rotaciones”, “lite-raria gente”, “ajena gloria”, “perforados búcaros de noria”), que subraya una cualidad escogida por el hablante, y la imagen rutinaria de la noria (“todas marcan iguales rota-ciones”), símbolo de una existencia vacía, va en contra de la individualidad que caracteriza a la experiencia poética, pues el poeta, pájaro solitario, de acuerdo con San Juan de la Cruz, difícilmente podrá producirse en tropel. Y es que el tropel innovador descubre su naturaleza real de servum pecus, de imitadores de un formalismo desprovisto de sus-tancia (“cual perforados búcaros de noria”). Porque a Sal-vador Rueda, más que la jefatura de un movimiento que él mismo se negó a aceptar, lo que más le molestó es la fal-ta de reconocimiento de su labor innovadora en la lírica del momento, su papel de transición entre el artificio de la poesía finisecular y el aliento de la poesía nueva. Tal in-comprensión, acrecentada por el desdén del propio Darío (“Yo, que le he creído poeta”) y de los jóvenes poetas que le vuelven la espalda, es lo que genera el retorno a la tradi-ción del pasado casticista, camino ya transitado, y su no in-tegración dentro de un movimiento en el que muy pronto se vio sobrepasado.9 9 Refiriéndose al desfase crono-lógico de Rueda, señala José Ma-ría de Cossío: “Creo que su perso-nalidad de renovador queda por bajo de su auténtica personalidad de poeta, dignísimo de considera-ción y que estoy seguro que ha de encontrar momento más favorable para su estimación que el del movi-miento modernista, del que fue ini-ciador superado”, en Cincuenta años de poesía española (1850-1900), Madrid, Espasa-Calpe, 1960, Vol. II, p. 1.342. Respecto al desacuerdo de Rueda con Darío, que fue más ideológico que personal, tengo en cuenta los siguientes ensayos: J. Mª Martínez Cachero, “Salvador Rueda y el mo-dernismo”, Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, XXXIV, 1958, pp. 41-61; R. Ferreres, “Diferencias y coincidencias entre Salvador Rueda y Rubén Darío”, Cuadernos Hispano-americanos, 169, 1964, pp. 39-44; Ri-chard A. Cardwell, “Rubén Darío y Salvador Rueda: dos versiones del modernismo”, Revista de Literatura, 89, 1983, pp. 55-72; y G. Carnero, “Salvador Rueda: teoría y práctica del modernismo”, Actas del Congreso Internacional sobre el Modernismo Espa-ñol e Hispanoamericano, Córdoba, Di-putación, 1987, pp. 277-298. 66 El hecho de transitar por caminos trillados fue lo que llevó a Rueda a quedar en el umbral del modernismo. Des-pués de Prosas profanas (1896), donde se encuentran los poemas más parnasianos de Rubén Darío, aparece Piedras preciosas (1900), con la parte titulada “Mármoles”, de clara evocación griega, en la que el poeta malagueño nos da más lo que se ve que lo que se siente. Si comparamos poemas con los mismos títulos, “Friso” y “Palimpsesto” de Rubén Darío con “El friso del Parthenon” y “Palimpsesto” de Rue-da, apreciamos una diferencia notable: el sentimiento inti-mista de Darío no ha logrado desplazar al objetivismo de Rueda. La intención de recrear el mundo clásico, que ya aparece en el poema narrativo de Reina “La ceguedad de las turbas” y en los trece sonetos que Rueda publica bajo el título de La bacanal en 1893, conlleva una valoración mo-ral, acorde con la ética burguesa, de presentar la oposición entre la bella apariencia y la corrupción interior. Frente a la vida licenciosa y decadente de un mundo en descompo-sición, lo que se exalta es la belleza del yo lírico, marcada por el idealismo y la pureza, como sucede con la serie de sonetos “El friso del Partenón”, que aparecieron en El país del sol (1901) y dejaron su huella en Fuente de salud (1906) y Trompetas de órgano (1907), y dentro de ella, el soneto “Las cuadrigas”, en donde la voz poética se subordina a la sen-sación de color De los cuatro corceles la bravura excita airado el impaciente auriga, y arranca al pavimento la cuadriga relámpagos de efímera hermosura. 5 Sobre el carro destaca su figura fuerte Apóbatas, libre a la fatiga, que en la carrera a resistir se obliga el argólico escudo y la armadura. El conductor, los frenos descuidando, 10 el carro precipita retumbando 67 sobre los grupos con furor violento. Para un heraldo el ímpetu gigante, ¡y quedan los corceles un instante pataleando en el azul del viento! En el contexto de transposición artística, propio del premodernismo, la excelencia y unicidad del poema radi-ca en la representación de lo efímero, de lo transitorio. Lo que el poeta necesita salvar del olvido es esa escena de ac-ción y pasión, que es verdadera y bella en tanto que arre-batada al decurso del tiempo. A su intemporalidad contri-buyen, entre otros recursos, la descripción con sonidos onomatopéyicos (“el carro precipita retumbando”); las for-mas verbales en presente (“excita”, “arranca”, “destaca”, “precipita”), como único modo de existencia de la reali-dad; el valor cualitativo del adjetivo antepuesto (“impaciente auriga”, “efímera hermosura”, “el argólico escudo”); y la ima-gen plástica del azul, marcada subjetivamente al final del poema mediante la admiración (“¡y quedan los corceles un instante / pataleando en el azul del viento!”), todos ellos asociados para darnos una poética de sombría caducidad. Porque la intangibilidad del azul, que desde el romanticis-mo al modernismo se convierte en el color de lo absoluto, emerge como instante simbólico frente a la muerte. Igual que sucede en el poema de Keats, “Oda a una urna griega”, lo absoluto del instante concentra su fuerza en la caduci-dad (“relámpagos de efímera hermosura”), esa belleza en el filo de la muerte que perdemos al darle nombre.10 A partir de 1900 Rueda se muestra ya dueño de un es-tilo personal, que se mantendrá sin apenas cambios en los siguientes libros: Fuente de salud (1906), Trompetas de órga-no (1907), Lenguas de fuego (1908), La procesión de la Natu-raleza (1908) y El poema a la mujer (1910). Si la década de los noventa supone la consagración definitiva como poeta, entre 1906 y 1910 llega a la cumbre de su labor creadora. Los libros citados aparecen unidos en una misma aventura poética de depuración y simplicidad. Consciente de que la 10 En la experiencia poética lo decisivo es no renunciar, conocer la brevedad del tiempo y vivir su in-tensidad en el instante, que pone a prueba la realidad entera. Para una visión del instante como absoluto, véase el estudio de G. Bachelard, La intuición del instante (México, Fondo de Cultura Económica, 1987). La noción convencional del arte grie-go como corporización de “noble simplicidad y tranquila grandeza”, heredada de J. J. Winckelman (His-toria del arte en la Antigüedad, Barce-lona, Iberia, 1967), se mantuvo, sin apenas modificación, hasta los pri-meros años del siglo XX. Además, no ha de olvidarse que Rueda pasó a partir de 1895 largos años como empleado en el madrileño Museo de Reproducciones Artísticas, mu-seo que frecuentaba mucho antes, según carta suya reproducida por E. Sánchez Reyes, “Salvador Rueda”, en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, XXXIII, 1957, pp. 188-207. 68 espontaneidad de los sentimientos es lo más difícil de ex-presar, en lugar de dejarse llevar por un discurso demostra-tivo, permite que el sentido se disuelva en el lenguaje, per-maneciendo así abierto y disponible. De tal naturalidad, de lo que adviene espontáneamente, se forma la escritu-ra de Fuente de salud (1906), que oscila de lo familiar a lo nuevo, dejando ver el alma de las cosas, la vida en su pleni-tud. Su ingenuidad naturalista y sensual, puesta de relieve por Unamuno en el prólogo de la obra (“Para Rueda, co-mo para quien vive en contacto con la Naturaleza, cada sol, es un sol nuevo, y cada momento, un nuevo nacimiento: vive naciendo siempre. ¡Feliz de él!”), responde al deseo de idealizar la naturaleza mediante un lenguaje altamente li-terario, que abandona la intención descriptiva de la prime-ra época, sobre todo después de la advertencia de Clarín, en 1891, de tratar la naturaleza como “iniciado en sus mis-terios”, por una visión más trascendente. Tal descripción idealizante a favor de la sublimidad, que se desprende del objeto mismo, resulta evidente en la serie de sonetos “Fru-tas de España”, de Fuente de salud, y dentro de él en su famo-so y tantas veces antologado soneto “La sandía”, donde la relación entre la pintura y la poesía sirve para darnos una visión emocional de la vida LA SANDÍA Cual si de pronto se entreabriera el día despidiendo una intensa llamarada, por el acero fúlgido rasgada mostró su carne roja la sandía. 5 Carmín incandescente parecía la larga y deslumbrante cuchillada como boca encendida y desatada en frescos borbotones de alegría. Tajada tras tajada señalando, 10 las fue el hábil cuchillo separando, vivas a la ilusión como ningunas. 69 Las separó la mano de repente, y de improviso decoró la fuente un círculo de rojas medias lunas. En la literatura muchos frutos han tomado una signifi-cación simbólica, tales como el higo, la granada y la manza-na, que hace de ellos la expresión de los deseos sensuales. De manera explícita, entre los vietnamitas, la sandía o me-lón de agua es un símbolo de fecundidad, por eso se ofre-cen pepitas de sandía a las recién casadas, junto con na-ranjas, que tienen la misma significación. Ahora bien, si la función del símbolo es trascender lo aparente en busca de la realidad oculta, lo que aquí se descubre es una poetiza-ción del objeto. El lenguaje del poema no se limita a darnos una descripción sensorial del fruto, sino que es el dominio del movimiento y el color lo que comunica la significación profunda del poema. La imaginación no escapa de la reali-dad, sino que la recrea, dotándola de nuevos significados. Por eso aquí, el valor puntual de las formas verbales (“mos-tró”, “separó”, “decoró”) y adverbiales (“de pronto”, “de re-pente”, “de improviso”); el valor metafórico de los adjetivos (“acero fúlgido”, “larga y deslumbrante cuchillada”, “el hábil cuchillo”); el empleo de símiles (“Cual si de pronto se en-treabriera el día”, “como boca encendida y desatada”), que proyectan sobre el fruto en cuestión la actitud del hablante, y el símbolo poético del cuchillo, que aloja, en la frialdad de su hoja, la inminencia de algo que todavía no se ha manifes-tado, se potencian lingüísticamente y, al relacionarse entre sí, componen un hecho estético (“vivas a la ilusión como nin-gunas”). Lo específico es la conversión de un objeto físico en otra realidad, que es parte integrante de la operación ar-tística y actúa en la sensibilidad del lector. Lo representativo aquí no es tan sólo lo sensorialmente perceptible, la impre-sión objetiva, sino la referencia a otra realidad, su sentido trascendente, que lo convierte en objeto estético, aunque sea la “carne roja” de la sandía la realidad principal.11 En la vida de Salvador Rueda hay una experiencia deci-siva que va a influir en sus libros de madurez: la muerte de 11 El equívoco entre realidad e imaginación incluye ambos com-ponentes. Quiere decirse que la realidad sin la imaginación no se-ría nada, que es la que recrea el objeto y le da otro sentido, aunque sin prescindir de él, por eso señala Bienvenido de la Fuente: “del re-sorte de lo corpóreo no consigue prescindir Rueda”, en su estudio El Modernismo en la poesía de Salva-dor Rueda, Frankfurt, Herbert Lang Bern, 1976, p. 94. En cuanto a la ac-titud del poeta malagueño frente al color, que “es de captación sensible, receptora”, más impresionista que parnasiana, véase el artículo de E. Anastasi, “Estimación de Salvador Rueda”, en Cuadernos Hispanoameri-canos, 109, 1959, pp. 87-95. 70 su madre el 27 de septiembre de 1906. Sumido en un esta-do de orfandad y desvalimiento, el poeta malagueño que-dará con el recuerdo del ser querido (“Se fue cuanto que-ría, se fue cuanto adoraba, / se fue la mariposa que el aire me encantaba. / Te fuiste, y la tristeza colgó su velo en mí”, nos dice en El libro de mi madre), lo que le lleva a alejarse de Madrid para encontrarse consigo mismo en el sosiego de la naturaleza, por eso va a la isla alicantina de Tabarca, que será su lugar de descanso entre 1908 y 1919. De estos años son sus libros Lenguas de fuego (1908) y La procesión de la Na-turaleza (1908), en los que se acentúa el tono personal y ele-gíaco. Hay que tener presente que, en la poesía finisecu-lar, conviven lo estético y lo existencial, siendo la expresión de la angustia íntima la que se va imponiendo a la poesía de comienzos del siglo XX. El cambio ya había empezado a darse con Trompetas de órgano (1907), que nos ofrece to-da una gama de la alegría y el dolor, pero la mayor parte de sus poemas recogen, en gran medida, la herencia de los antiguos temas clásicos, como vemos en la serie de sonetos El friso del Partenón. En cambio, Lenguas de fuego, que lleva el significativo subtítulo de Cantos al Misterio, al Hombre y a la Vida, ofrece ya un clima distinto. Son muchos los poe-mas de este libro en los que aparece el desengaño amoro-so, causado por el hecho de que la amada no corresponde a las exigencias del yo lírico. Y junto al tema del desengaño amoroso, presente a lo largo de la poesía decimonónica, desde el famoso “Canto a Teresa” de Espronceda hasta las Rimas de Bécquer, pasando por las “Doloras” campoamori-nas, se insiste en la creación de un ambiente en el cual se pueda percibir el secreto de una voz misteriosa. Poemas co-mo “Lenguas de fuego”, “La voz de los hombres”, “El an-dar de la materia”, “Sino de mujer”, “La torre de las rimas” y “La música de Dios”, aparecen rodeados de un aura sagra-da que traduce la ausencia de lo originario. Esta busca de lo radicalmente otro como huella de lo sagrado, visto tam-bién como deus absconditus, como lo desconocido de Dios, tiene lugar en el poema que da título al libro, donde la pa-labra del dios se ve comprometida por la palabra del poeta 71 LENGUAS DE FUEGO Una lluvia de lenguas de fuego a las frentes bajó del Cenáculo, como río de lumbre sublime que brotó del Espíritu Santo; 5 y corrió su temblor por los pechos, encendió como hogueras los labios, y salió, en elocuencia grandiosa, por la boca de Pedro, rodando. Su discurso de rojas candelas 10 inundó en fervoroso entusiasmo corazones de todos los climas, los egipcios, los medas, los partos, los de Frigia, del Asia y del Ponto, los de Libia y del suelo judaico. 15 E ignorando la lengua siriaca, en que Pedro elevábase hablando, traslucieron el alto discurso, cual se ve tras la comba del vaso la levísima llama que ondula, 20 una danza sagrada bailando. Los temblores del fuego divino En las frentes se erguían, cual tallos de una flor misteriosa de lumbre, desplegada por bello milagro. 25 La de Pedro, más luenga, subía cual bandera de heroico cruzado, cual cimera de lumbre de un genio, cual la pluma de fuego de un casco. Otros tallos de llamas celestes 30 a otro eterno y grandioso Cenáculo, al que encierra la sacra Belleza, Dios lanzó de su seno abrasado, y a mi frente, cual áureo bautismo, descendió un luminoso penacho, 35 una larga candela de oro, que transmite su brío a mis labios. Con la lengua vital de ese incendio, 72 impregnada de Espíritu Santo, yo predico la triple hermosura 40 de los hombres, los cielos, los campos. Pescador religioso de ideas, en mis redes de versos las saco; y las dos a las almas latentes en el iris de Dios titilando. 45 Son mis versos ramajes de lumbre, temblorosos crestones dorados, donde van la alegría o la pena, según es la pasión con que canto. Aspirad mis estrofas candentes, 50 crepitantes como un incensario, olorosas cual hierbas del monte, tronadoras cual son del Atlántico, que predican la santa poesía, mientras llevo, cual rubio milagro, 55 en la frente la lengua del cielo, la candela de fuego sagrado. • • • El arte, en cuanto recuerda la distancia de la Unidad perdida, es metafísico. En ciertos períodos artísticos, co-mo el clasicismo, domina la distancia sobre la expresivi-dad; en otros, como el romanticismo, se afirma la liber-tad de lo expresivo. Por otra parte, dentro de la tradición judeocristiana, el episodio de Pentecostés es a la vez pa-ralelo y opuesto al de Babel. La marca de Babel aparece también en Pentecostés a través de la diversidad de las len-guas, pues la apelación a las lenguas de cada uno implica aceptar la diversidad, que es el camino aprendido en Ba-bel. En Pentecostés se restablece la unidad de la lengua, rota en Babel, a través de los apóstoles, simples conduc-tos musicales, que comunican el soplo del Espíritu San-to. Este deseo de establecer la Unidad anulando la distan-cia, propia del arte románico, se cumple en este poema, donde el carácter puntual del indefinido (“bajó”, “corrió”, 73 A TOMÁS MORALES Con motivo de sus Rosas de Hércules Parece que tus Islas son testas de gigantes que surgen de la Atlántida, partiendo el haz del mar e inclinan sus oídos de piedra resonantes para sentir tus versos de bronce retumbar. Al verlos otros montes también se alzan triunfantes Mont Blanc, el Himalaya, los Andes, a escuchar, y un coro de diademas de fuego alucinantes el Etna, el Momotombo, perciben tu cantar. Mas es enano el público de cumbres de tu lira; por cima del picacho, más alto que la pira, estás, ¡oh dios!, ¡oh Apolo! surgiendo de los dos. Los montes y volcanes, cual bíblicos abuelos traspasan veinte atmósferas, taladran veinte cielos: ¡tu frente va más alta!; ¡tú llegas hasta Dios! Málaga, julio de 1920 SALVADOR RUEDA [Enhorabuena de todo corazón. Estoy viejo, enfermo y tris-te; puesto al margen de la vida. Los brazos de su fraternal Salvador]. Tarjeta postal de Salvador Rueda a Tomás Morales. Archivo personal de Tomás Morales. Fondo docu-mental de la Casa-Museo Tomás Morales. 74 “encendió”, “salió”, “inundó”, “traslucieron”, “lanzó”, “des-cendió”), el valor determinativo de los adjetivos (“alto dis-curso”, “danza sagrada”, “flor misteriosa”, “áureo bautismo”, “almas latentes”, “estrofas candentes”) y la serie de imáge-nes pertenecientes al campo semántico del fuego (“Una lluvia de lenguas de fuego”, “río de lumbre sublime”, “dis-curso de rojas candelas”, “Los temblores del fuego divino”, “Otros tallos de llamas celestes”, “la candela de fuego sa-grado”), símbolo transformador por excelencia. Sin em-bargo, de las dos partes que componen el poema, la ver-daderamente significativa es la segunda, porque en ella el hablante hace suya la revelación propia de lo poético (“Son mis versos ramajes de lumbre”), el carácter sagrado de la poesía (“la santa poesía”). El poeta está aquí para de-cir lo indecible, aquello que se echa en falta tras la separa-ción o la ausencia, pues en la palabra poética reluce lo sa-grado, la Palabra al margen del lenguaje.12 Entre los poetas premodernistas españoles, Francisco Vi-llaespesa y Salvador Rueda oscilan entre la inspiración ro-mántica y la naciente forma parnasiana. A la concepción romántica de que la Naturaleza refleja los sentimientos del poeta y al papel de éste como mediador con lo absoluto se une el lema parnasiano de la belleza exterior (“Esculpir el verso”), el gusto por el color y por la sonoridad del poema. Para crear en la escritura el espacio donde ha de oírse la voz más viva, aquélla que actúa como principio germinati-vo, necesita el poeta salvar las cosas de su fluir temporal. Si la palabra poética se revela esencialmente inagotable en su expresión, tiene que partir de la unidad de lo múltiple, ex-periencia que no puede ser borrada, para salvar lo fugaz en la transparencia de la expresión. Esa preferencia por lo minúsculo, de la que participa La procesión de la Natura-leza (1908), traduce un impulso inmediato hacia la capta-ción recreadora del mundo. ¿No late en el poema una vi-sión de la realidad en su plenitud?. Lo que se proponen poemas tan significativos como “El ave del paraíso”, “Los insectos”, “El cisne” y “Los reptiles” es pensar la poesía des-de la poesía misma, y no desde fuera. Ese impulso de la 12 El ser, transformado por el fue-go, vive intensamente. La poética del Fénix, pájaro reconciliador de animus y anima, es una poética del fuego. Véase, a este respecto, el es-tudio de G. Bachelard, Fragmentos de una poética del fuego (Barcelona, Paidós, 1992). En cuanto a la me-tamorfosis de lo sagrado, que guar-da el silencio de la palabra, véase el artículo de F. Duque, “Cadencia de lo sagrado”, en Revista de Occidente, 147, marzo de 1993, pp. 91-105. 75 realidad hacia la palabra, que es en lo que consiste la poe-sía, implica una voluntad de esencializar el mundo, de ha-cer del poema, ámbito silencioso de participación, una be-lleza llena de significación. Es lo que ocurre en el tercero de los poemas citados, donde el símbolo del cisne, tan pre-sente en el modernismo, descubre a la vez la nostalgia de una realidad en estado naciente y una meditación sobre el ser de la poesía EL CISNE Como góndola que viene de las islas del ensueño, adelanta el cisne blanco de inviolada vestidura; un hostiario milagroso se creyese figura, donde guarda el sol las hostias virginales de que es dueño. 5 Oración de plumas finge su ropón casto y sedeño, metafísico es el traje que lo viste de blancura, y desfila la Belleza bajo el arco de hermosura de su lírica garganta, de que Dios hizo el diseño. Cual sus manos conmovidas junta y abre el sacerdote, 10 abre y cierra tus dos alas, y tu misa, ¡oh cisne!, flote sobre el haz de tu plumaje de alabastro y de Carrara. Con tu pico alza la Forma por encima de tu cuello, tú, ministro de lo blanco, tú, ministro de lo bello, cual si alzases a la luna de los mármoles de un ara. En las antiguas cosmogonías, el sacrificio, ligado a la idea de un intercambio, implica el restablecimiento de la realidad primordial, pues no hay creación sin sacrificio. Ya en el “Preludio” que abre el libro, la preferencia por el mundo natural sobre el artificioso de la ciudad, represen-tado por París (“Por mitad del París de artificio dorado, / que, de tanta luz ciego, del abismo va en pos, / donde olvi-dan los hombres el principio sagrado / de la vida que, ple-na, se deriva de Dios”, implica un deseo de penetrar esa realidad única, sin dualismo posible, que nos sustenta. El 76 cisne blanco, ave de Venus y símbolo ambivalente, apare-ce aquí como revelación de lo poético. La marca subjetiva de la exclamación (“¡oh cisne!”), el valor figurativo de los adjetivos (“inviolada vestidura”, “hostiario milagroso”, “meta-físico es el traje”, “lírica garganta”), la selección de ciertos términos claves (“la Belleza”, “la Forma”) y el predominio del blanco, un no color o centro del color que, en su ini-ciación, contiene todas las formas posibles, nos hacen ver que, en su imagen arquetípica de andrógino, confluyen las dos acepciones, lo diurno y lo nocturno, la luz y la palabra. Símbolo del deseo primero, que es el deseo sexual, el cisne muere cantando y canta muriendo, convirtiéndose en em-blema del poeta inspirado.13 El distanciamiento respecto a Rubén Darío y el aban-dono de los poetas más jóvenes sumen a Salvador Rue-da en una profunda melancolía durante la última etapa de decadencia. Tan sólo los viajes que el poeta malague-ño emprende a partir de 1909 por las distintas repúblicas americanas, en las que ve reconocida su labor poética, y la selección de sus poesías en Poesías completas (1911) y Can-tando por ambos mundos (1914), logran alterar mínimamen-te una trayectoria que en 1910 estaba ya consolidada. Los dos libros de versos que Rueda publica en estos años, El mi-lagro de América (1929) y El poema del beso (1932), vienen a incidir en formas de expresión anteriores. Entre la publica-ción de Sinfonía del año (1888) y La procesión de la Naturale-za (1908) median veinte años: los temas de la primera obra proceden de la experiencia directa del poeta, los de la se-gunda, de una experiencia libresca. Pues bien, lo que hace Rueda en sus años finales, convertido ya en una reliquia de sí mismo, es volver a los orígenes, al mar malagueño de su infancia (“Ese mar, ese mar me da la vida”, decía con fre-cuencia). Por eso, más importante que El milagro de Améri-ca, canto a las gestas españolas con el que Rueda quiso pa-gar tributo al heroísmo de sus descubridores y que trasluce un estilo enfático, lo es El poema del beso, serie de sonetos en los que el beso aparece como unión amorosa del cosmos. Compuesto en una época de marcada tendencia naturalis- 13 En la poesía modernista, el cis-ne simboliza la pasión por la for-ma. Así, hay que tener en cuenta los trabajos de E. Figueroa-Amaral, “El cisne modernista”, en H. Casti-llo, Estudios críticos sobre el modernis-mo, Madrid, Gredos, 1968, pp. 299 y ss.; P. Salinas, “El cisne y el búho (Apuntes para la historia de la poe-sía modernista)”, en Ensayos comple-tos, T.III, Madrid, Taurus, 1983, pp. 190-207; P. Salinas, “El olímpico cis-ne”, en La poesía de Rubén Darío, T.II, pp. 58-78; y referente a Rueda, el es-tudio ya citado de Bienvenido de la Fuente, pp. 65-74. 77 ta, hay a lo largo del libro una integración de ciencia y poe-sía, pues ambas tienden a una formulación de lo descono-cido. Basta recordar los dos sonetos titulados del mismo modo “El beso de Dios”, que abren y cierran el libro, lo que le da una clara estructura concéntrica, para darnos cuen-ta del panteísmo inmanentista que impregna el conjunto, sintetizado en los sonetos “El beso humano” y “La atrac-ción universal”, que son los que guardan una mayor rela-ción con las Rimas de Bécquer. Si comparamos el segundo soneto con la Rima IX IX Besa el aura que gime blandamente las leves ondas que jugando riza; el sol besa a la nube en occidente y de púrpura y oro la matiza; 5 la llama en derredor del tronco ardiente por besar a otra llama se desliza; y hasta el sauce, inclinándose a su peso, al río que le besa vuelve un beso. LA ATRACCIÓN UNIVERSAL Sigue el sol a luna, él va tras ella; el río corre al mar, el mar lo llama; va el acero al imán, porque él le ama; a quien mira a lo azul, guiña la estrella. 5 Va una boca a otra boca porque es bella, el pecho va hacia el pecho que lo aclama, la abeja busca la florida rama, y al pararrayos busca la centella. Los orbes planetarios giran, giran, 10 porque otros orbes de sus ejes tiran; Dios lanzó un beso, el cosmos alumbrando. Y miríadas de soles impelidos, vidas, seres, de amor estremecidos, tras del beso de Dios, pasan volando. 78 observamos que, a pesar de la diversidad temática y estrófi-ca, late en ambos poemas una misma correspondencia en-tre los elementos de la naturaleza, tal vez asegurada por una misma corriente clasicista, la del idealismo amoroso que aparece en los poetas cultos del siglo XVI, como Gar-cilaso y Herrera. Es cierto que en la rima de Bécquer la ac-ción del beso, expresada mediante la forma más dinámica del verbo besar, se da una fusión del macrocosmos de la na-turaleza con el microcosmos humano, mientras en el sone-to de Rueda el beso de Dios aparece como origen del cos-mos. Sin embargo, el beso humano como clave y expresión del beso cósmico, que se da también en las Rimas XXIII y XXVIII de Bécquer y en el soneto “El beso humano” de Rueda, es fruto de una misma atmósfera creadora, que al-canza toda una visión del universo en la necesidad de per-seguir la forma. A pesar de las diferencias que se enmarcan en el estilo de época de cada texto, el intimismo sentimen-tal posromántico y el esteticismo plástico modernista, la vi-sión de armonía cósmica y universal, que se da en ambos poemas, afecta a la creación poética, no exenta de la uni-dad a la que el eros impulsa. El beso, con su carácter sim-bólico y sagrado, vendría a ser así la expresión de una po-sibilidad. 14 Al estudiar la influencia formativa en un autor, hay que deslindar lo que éste recibe de la tradición a la que per-tenece. En Rueda la variedad es grande y va desde la acti-tud retórica de Núñez de Arce hasta la evolución simbolis-ta de la vida a la poesía, pasando por el sentimentalismo de Bécquer y el intimismo de Rubén Darío, pero a lo lar-go de su escritura siempre se advierten tres claves o instan-cias básicas: 1) La visión de la naturaleza. Para Salvador Rueda, en quien se da un sentido cósmico de la vida, hay un mismo ritmo entre la naturaleza y el alma, extendiéndose este rit-mo a todo el universo. Rubén Darío lo vio claramente al afirmar, en Semblanzas, que el poeta malagueño es “el hom-bre que tiene confianza con el alma de las cosas, porque es una voz, un órgano de la Naturaleza”. Frente a la naturale- 14 El beso como formulación del deseo, como expresión de su posibi-lidad, ha sido expuesto por R. Bar-thes en su estudio Fragmentos de un discurso amoroso (Madrid, Siglo XXI, 1982, pp. 26-36). Para la relación del poema de Bécquer con el de Rueda, véase el artículo conjunto de J. Mª Díez Taboada y F. Díez Platas, “Gustavo Adolfo Bécquer y Salvador Rueda: El poema del beso”, en Revis-ta de Literatura, 85, enero-junio de 1981, pp. 59-90. En ambos casos, el beso como unión y armonía de to-dos los elementos, fuerzas y seres de nuestro cosmos aparece proyectado sobre una dimensión poética. 79 za aristocrática del poeta nicaragüense, llena de mármoles, cisnes y pavos reales, Rueda canta la multiforme Naturale-za y este sentido integrador hace que vuelva a ella y perma-nezca en el ideal de la memoria (“Yo siempre te adoré, Ma-dre inspirada; / te canté y te ensalcé mi vida entera; / fuiste mi fe, mi pluma, mi bandera, / mi pasión y mi espíritu y mi espada”, escuchamos en el soneto “Purifícame”, del poe-ma Sierra nevada). Además, armonía y ritmo son aplicables tanto al mundo de la naturaleza como al de la poesía, com-parándose la creación natural con la poética (“Un haz flo-recido de iguales acentos, / de versos iguales, de rimas per-fectas, / hay en cada rosa que se abre a los vientos, / hay en cada lirio de tintas selectas”, oímos en el inolvidable poema “El acento en la poesía”, de Trompetas de órgano). En “No-ta del autor”, que figura al frente de Camafeos (1897), Rue-da nos dice que “la Naturaleza viva…procede en sus mani-festaciones, por escalas, por teclados que se enlazan unos a otros constituyendo yuxtaposiciones y vertebraciones del mismo asunto, enlazándolos a Dios”. Nos hallamos con una linealidad próxima a la filosofía evolutiva de Leibnitz, en la que las mónadas se distribuyen jerárquicamente desde Dios a la forma más humilde del universo.15 2) La presencia de lo erótico. En comparación con la poe-sía de la época, hay en la obra de Reina y Rueda una insis-tencia sobre el elemento erótico, pero mientras en la del primero resulta muy escasa la expresión directa de los de-seos eróticos, siendo más abundante la admiración de la belleza femenina, en la del segundo se describe el aspec-to físico de la mujer, llegándose a lo claramente sexual, co-mo vemos en la serie de sonetos de Himno a la carne (1890), obra que en su momento provocó un notable escándalo, y a una valoración positiva del amor carnal. Por otra parte, la exaltación de la belleza clásica, tan frecuente en la época, que combina armoniosamente lo corpóreo y lo espiritual, permite una mayor libertad en la representación de lo eró-tico y una percepción más intensa de la sexualidad. A pe-sar del juicio desfavorable de Juan Valera sobre el Himno a la carne en su artículo “Disonancias y armonías de la moral 15 Para Rueda, la Naturaleza es el tema por antonomasia, el “te-ma que, en cierto modo, engloba a todos los demás”, según señala con acierto C. Cuevas en su “Ensa-yo introductorio” a Canciones y poe-mas (p. LXXV). En cuanto a la rela-ción de naturaleza y poesía, véase el estudio de R. Espejo-Saavedra, Nue-vo acercamiento a la poesía de Salvador Rueda, Universidad de Sevilla, 1986, pp. 125-127. 80 y de la estética”, en el que considera a los sonetos de Rue-da como producto del naturalismo francés y desprovistos de espiritualidad, el poeta malagueño no renunció nun-ca a celebrar la belleza natural de la amada, sobre todo su desnudez, atributo de lo sagrado, sobre la belleza artísti-ca, según vemos en los sonetos tardíos, “Desnudo”, “Una belleza” y “Mujer de moras”, de Fuente de salud (1906). En ellos y otros afines, como los del libro El poema a la mujer (1910), hay una referencia explícita a lo sagrado, estable-ciéndose una íntima relación entre la sexualidad, la natura-leza y la divinidad. El efecto erotizante de un poema como “Mujer de moras” radica en la implicación de lo erótico en el proceso natural (“y, en un abrazo agotador, inmenso, / nos fundimos cual dos enredaderas”, vv.169-170), de la vi-da en el acto creador, arquetípico. En el fondo, sexualidad es poesía.16 3) El culto a la palabra. En el prólogo al libro de Soto Hall, Dijes y bronces (1893), Rueda señala su alejamiento de “un arte que rinde culto, un culto apasionado a las palabras, a los sonidos, a los colores, a las músicas, a las luces, pe-ro que no agarra, no prende a la realidad”. Años más tarde, en la extensa carta a Narciso Alonso Cortés, Rueda habla de su propia empresa poética como “Renovación de valo-res esenciales, aun antes que de forma”, y vuelve a insistir en la emoción y el sentimiento como base de sus poemas. No deja de resultar paradójico que, una vez muerto Darío, que había evolucionado de lo formal a lo íntimo, y con-vertido el modernismo en historia, el poeta malagueño si-guiese mostrando una tendencia a la suntuosidad formal, que define al modernismo en su arranque y donde lo pe-culiar es la sustantivación del color y la musicalidad. En la pugna entre sus aportaciones técnicas y el bagaje libresco de los imitadores franceses, Salvador Rueda fue arrumba-do por la forma retórica y pulida, sin poder llevar a cabo una reintegración de la escritura en la vida. Todo este afán por “esculpir el verso”, por el verbalismo difícil de eludir, frenó bastante la imaginación, no dejándola discurrir li-bremente. Y así quedó Rueda fascinado por la brillantez 16 El acto de escribir implica ya el deseo de ser otro. Para ello se pre-cisa corresponder con todo el ser. Tiene razón Cernuda al señalar que “para Rueda el amor o el deseo son una urgencia de todo el ser, la cual rei-vindica su derecho a realizarse, co-mo forma suprema que para él es de la vida; más aún: el deseo, el sexo, es la vida”, en “El modernis-mo y la generación de 1898”, Prosa completa, Barcelona, Barral Editores, 1975, p. 341. En cuanto a la implica-ción de lo erótico en el cuerpo del lenguaje, véase el estudio de A. Ga-bilondo, Trazos de eros, Madrid, Tec-nos, 1997. 81 exterior, con su limitación y contingencia formales, dete-nido en su evolución. La poesía de la segunda mitad del siglo XIX, que convi-ve con el realismo del teatro y la novela, muestra dos ten-dencias: el idealismo romántico de carácter íntimo y el rea-lismo pintoresco de tipo naturalista. En medio de ambas se alza el verso de Rueda, que capta la visión particular de la naturaleza y expresa el misterio de las cosas con senti-do trascendente (“Vive en cada piedra un ser misterioso / que en vano pretende surgir del reposo / y su propia cár-cel rasgar con su ser”, nos dice en el poema “Las piedras”, de Fuente de salud. Su permanente referencia al orden tras-cendental, a algo que excede al lenguaje y lo ordena sim-bólicamente, constituye su razón de ser. Y entre todos los símbolos hay uno, la caracola, que parece encerrar la clave de su escritura. Podría ser la caracola el animal heráldico de Rueda. ¿No celebró él con brevedad memorable, en el prólogo de sus Poesías, “el zumbido eterno de mi caracola”?. Nacida de la mar y relacionada con el simbolismo de las conchas, que se inscribe en un ritual de fecundidad, per-cibimos en la caracola dos aspectos significativos y comple-mentarios: la relación con las aguas primordiales y su uso como instrumento musical. Gracias a su poder creador, la blanca caracola marina, con su color de luna llena, contie-ne el germen del ciclo futuro, el origen de la manifesta-ción. En su célebre ensayo “El caracol y la sirena”, uno de los más lúcidos sobre el modernismo, escribe Octavio Paz sobre Rubén Darío: “El caracol es su cuerpo y es su poesía, el vaivén rítmico, el girar de esas imágenes en las que el mundo se revela y se oculta, se dice y se calla”. La presencia de esta imagen arquetípica en la escritura de Rueda y Da-río, que ya aparece en un texto de los Upanishad, revela la nostalgia del origen, ese estado de inocencia natural, pro-pio del hombre no escindido.
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Calificación | |
Título y subtítulo | Salvador Rueda y su actividad renovadora |
Autor principal | López Castro, Armando |
Publicación fuente | Moralia. Revista de estudios modernistas |
Numeración | Número 03 |
Sección | Ensayos temáticos |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Moya (Gran Canaria) |
Editorial | Casa-Museo Tomás Morales |
Fecha | 2004-05 |
Páginas | p. 050-081 |
Materias | Arte ; Canarias ; Publicaciones periódicas |
Enlaces relacionados | Página web de la revista: http://moralia.tomasmorales.com/index.php/moralia/issue/archive ; Casa-Museo Tomás Morales: http://www.tomasmorales.com/ |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 355115 Bytes |
Texto | 50 Salvador Rueda y su actividad renovadora La fractura ideológica que se produjo con la revolución de 1868, tras el fracaso de las revoluciones liberales y el triunfo de la reacción conservadora, trajo consigo el surgimiento de una mentalidad científico-positiva, caracterizada por la culminación de un orden moderado de prosperidad bur-guesa y un materialismo prosaico, que marcan la tonalidad del peculiar ambiente restaurador. Aunque pueda resultar paradójico, fue el verso, y no la prosa, el cauce expresivo más adecuado para transmitir las inquietudes de una so-ciedad en permanente contradicción. Por eso, la polémica que define a esta época dialéctica (“Vive el poeta del siglo XIX en una sociedad perturbada por una crisis trascenden-tal y profunda; colocado entre un ideal que muere, y otro que aún no ha nacido, apenas dibuja sus indecisas formas en los horizontes del porvenir”, comentaba en 1875 Ma-nuel de la Revilla), motivará una mezcla de las nuevas ideas con las tradicionales. El conflicto entre razón y espíritu al-canza de lleno a la poesía, que no puede mantenerse al margen del materialismo reinante, pero que sigue siendo necesaria para defenderse de la destrucción del progreso científico. La variedad de tendencias, el realismo, el natu-ralismo, el premodernismo, revela el carácter transitorio de la época, donde lo racional dejará paso a lo individual, el diálogo se cambiará en monólogo y el tono retórico se ha-rá más íntimo. Precisamente, la generación poética de la Restauración, representada por Ricardo Gil (1855-1907), Manuel Reina (1856-1905) y Salvador Rueda (1857-1933), será la encargada de hacer posible el cambio del tradicio-nalismo a la modernidad, manteniendo una actitud de ruptura con lo anterior y ofreciéndonos una visión perso-nal de la realidad.1 1 Para los límites de la moderni-dad, que puede fijarse entre 1880 y 1936, tengo en cuenta, entre otros, los siguientes estudios: J. F. Botrel, Pour une histoire littéraire de l’Espagne (1868-1914), Université de Lille III, 1985, 2 vols.; P. Celma, La pluma ante el espejo, Universidad de Salamanca, 1989; S. Salaün y C. Serrano (eds.), 1900 en España, Madrid, Espasa-Cal-pe, 1991; y P. M. Piñero y R. Reyes (eds.), Bohemia y literatura (de Bécquer al modernismo), Universidad de Sevi-lla, 1993. En cuanto a la evolución de la poesía en la segunda mitad del siglo XIX, sigo las consideracio-nes expuestas por M. Palenque en su estudio El poeta y el burgués (Poesía y público 1850-1900), Sevilla, Alfar, 1990, especialmente pp. 171-180. ARMANDO LÓPEZ CASTRO Catedrático de Literatura Española de la Universidad de León 51 La renovación poética de la lírica española a finales del siglo XIX surge con los tres poetas mencionados, a los que más tarde vendrá a sumarse la decisiva influencia de Rubén Darío. Fueron ellos los que cambiaron el rumbo de la poe-sía, introduciendo una nueva concepción poética, basada en la síntesis de expresión y sentimiento, un lenguaje más complejo a través de las aportaciones parnasianas y sim-bolistas y un vocabulario fundamentalmente estético. Sin embargo, tales innovaciones sólo se pueden entender en función de lo que se destruye, de las ruinas de una poesía monótona y preceptiva, que había llegado, desprovista de ritmo, a su máximo nivel de congelación (“Nuestra poe-sía española es, en cuanto a su fondo, pseudopoesía, hue-ra descripción o elocuencia rimada, y en cuanto a la forma, música de bosquimanos, tamborilesca, machacona, en que el compás mata al ritmo”, afirma Unamuno en carta a su amigo Arzadun el año 1900). Ante ese fenómeno de agota-miento expresivo, que no hace más que ocultar la ausencia de significación, no quedaba otra salida que la de ser inno-vador. En la encrucijada del novecientos, ese período de innovaciones y rebeldías, los tres poetas señalados quisie-ron ser innovadores, pero heredaron un pasado formal del que les costó mucho desprenderse y que les impidió cap-tar la realidad presente. En el caso de Salvador Rueda, mo-vido de entusiasmo reformador, tal vez habría que acudir a la fecha clave de 1892, la de la primera venida a España de Rubén Darío, para apreciar mejor su trayectoria poéti-ca, que se mueve desde la supervivencia postromántica, la visión colorista y musical de Zorrilla, hasta el impresionis-mo sentimental del primer Juan Ramón Jiménez, que du-ra hasta 1903, con la aparición de Arias tristes, pasando por su relación con el movimiento modernista, resultado de un esfuerzo colectivo por armonizar distintas tendencias, sin abandonar su propósito estético inicial, y en el que la liber-tad interior del poeta malagueño comenzó a ser fagocitada por la aventura deslumbrante del nicaragüense. Los años que enmarcan las dos venidas de Darío a España, el perío-do de 1892 a 1899, parecen contener en apretada síntesis Salvador Rueda 52 todos los elementos nucleares de esa voz con la que Rue-da había de ingresar en la tradición poética de su lengua. Lo que Rueda había escrito antes o iba a escribir después ha de referirse a ese punto de máxima tensión respecto del cual se ordenan obras tan significativas como En tropel. Can-tos españoles (1892), con un “Pórtico” de Rubén Darío, El ritmo. Crítica contemporánea (1894) y Camafeos (1897), obras que marcan la plenitud del poeta malagueño y en las que, de acuerdo con la estética modernista, la actitud formal prefigura el tema.2 Quien se acerque sin prejuicios al estudio de la lírica es-pañola durante la época de la Restauración, observará que, a pesar de su dispersión, hay una aspiración común: el de-seo de superar el artificio de la palabra. Tradición y moder-nidad, conceptos que responden a dos maneras opuestas de sentir el mundo, dejan entrever una inter-relación en-tre pasado y presente, de continuidad y ruptura, según la oscilación que le es característica, siendo la modificación, en este caso, lo que da su razón de ser a la poesía finisecu-lar (“Su obra, en un principio, tuvo que ser negativa y de-moledora. Jamás una juventud tuvo que sacar fuerzas tan de flaqueza, ni tuvo tan pocos impulsos recibidos de la gene-ración anterior, ni tantos ejemplos… que no seguir”, se-ñala Manuel Machado en La guerra literaria). Generación, pues, que aún asentándose en la tradición anterior (de Zo-rrilla a Bécquer) o precisamente por ello, cambia el signo del lenguaje literario, alargando sus posibilidades, con la introducción de neologismos, coloquialismos y dialectalis-mos, y haciéndolo más cosmopolita. No era otro el camino emprendido por los poetas parnasianos franceses, quienes, alejándose del sentimentalismo romántico y aproximándo-se a la sensorialidad impresionista, con la incorporación del sentido plástico y musical, concibieron la lírica como valor estético por sí misma. En esta línea de reivindicación formalista, consistente en adaptar la sensibilidad al molde rítmico del poema, se sitúan los jóvenes poetas del primer modernismo español, dispuestos en su rebeldía a dejarse seducir por las innovaciones extranjeras. Y así, aunque el 2 A una época como la modernis-ta, caracterizada por la voluntad de cambio, le es connatural una reno-vación del lenguaje literario que exprese, a su vez, la verdad en que el escritor pueda reconocerse. En este sentido, señala P. Henríquez Ureña: “Como era natural, el estilo cambió también, a la par que los temas”, en Las corrientes literarias en la América hispánica, México, Fondo de Cultu-ra Económica, 1949, p. 178. El pro-pio Rubén Darío, refiriéndose a lo que constituye la esencia del moder-nismo, escribió en El canto errante: “Y ante todo, ¿se trata de una cuestión de formas? No, se trata, ante todo, de una cuestión de ideas”. Así pues, el predominio de los valores forma-les, en gran parte de la crítica, no debe ocultar la relación del moder-nismo con el espíritu de la época, con su fondo vital, volviendo así a la idea, ya expresada por Juan Ramón Jiménez, de una “mentalidad” o un “movimiento envolvente”, que afec-tó a todas las artes. En este sentido, véase el estudio de G. Allegra, El rei-no interior. Premisas y semblanzas del modernismo en España, Madrid, Edi-ciones Encuentro, 1985. 53 culto al verbalismo de los nuevos poetas, criticado por Or-tega en su comentario a la antología La Corte de los Poetas (1906), llevó a Rueda a apartarse de una tendencia que él mismo había abierto, lo que prevaleció, al menos en sus inicios, fue la divisa de Verlaine, quien afirmó, en su Art Poétique, la posibilidad de la expresión musical. La revolu-ción que estos poetas tuvieron en la renovación del lengua-je poético se apoya en la supremacía del significante, gene-rador de múltiples sentidos.3 A lo largo de la trayectoria poética de Salvador Rueda, en la que fue pasando de una renovación inicial a una ce-rrada hostilidad hacia los innovadores, se pueden estable-cer tres etapas: Aprendizaje (1880-1891), madurez (1892- 1910) y decadencia (1911-1933). Adviértase que el límite entre la iniciación juvenil y los años de plenitud lo marca la venida de Rubén Darío a España en 1892, hecho que va a ser determinante en la vida y escritura del poeta malague-ño. La primera etapa se escinde, a su vez, en dos momen-tos: su establecimiento en Málaga entre 1870 y 1881, don-de participa en la vida periodística sin olvidar su primer contacto con la Naturaleza de Benaque, su gran maestra e inspiradora; y su posterior marcha a Madrid en 1882, lla-mado por Núñez de Arce, quien coloca a Rueda en La Ga-ceta de Madrid por haberle enviado el poema “Arcanos”. Al momento inicial pertenece su primer libro de versos Ren-glones cortos (1880), que recoge una serie de poemas publi-cados en revistas junto a otros inéditos, entre los que desta-can “El agua y el hombre”, que aparece después corregido con el título de “Sombras” en la antología Cantando por am-bos mundos (1914), de claro contenido existencial, según revela la enigmática pregunta (“¿de dónde vienes y adónde vas?”), y el soneto “Novia de la tierra”, que figura con su re-dacción definitiva en El poema del beso (1932), donde Rue-da domina las figuras barrocas de la epanadiplosis y la pa-radoja, tal y como vemos en los versos finales (“Ni temo al viento ni a las ondas temo, / que más me quemo cuanto más te abrazo, / y más te abrazo cuanto más me quemo”). Al segundo momento de la etapa madrileña, caracterizada 3 La tradición moderna de la poe-sía, que comienza a partir del Ro-manticismo, borra las oposiciones entre pasado y presente y se carac-teriza por su pluralidad. Siendo la edad moderna una época revolucio-naria e identificándose la moderni-dad con el cambio, la poesía moder-na se afirma como conciencia de la escisión, como ruptura de la conti-nuidad. Así lo ha visto O. Paz en sus estudios, Los hijos del limo (Barcelo-na, Seix Barral, 1974) y La otra voz. Poesía y fin de siglo (Barcelona, Seix Barral, 1990). En lo que se refiere a la supremacía del significante so-bre el significado, propia del discur-so modernista, ya F. Wahl escribió, siguiendo los estudios de J. Lacan, que “el significante determina la gé-nesis del significado”, en D. Ducrot y T. Todorov, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, México, Si-glo XXI, 1981, p. 394. 54 al principio por la inestabilidad, hasta que Rueda consigue, en 1890, un puesto de funcionario en la sección de Archi-vos, pertenecen libros como Noventa estrofas (1883), dedi-cado a su protector Núñez de Arce, Poema nacional. Costum-bres populares (1885), de carácter regionalista, y Sinfonía del año (1888), tal vez el libro más novedoso y de mayor mé-rito intrínseco. Si en Renglones cortos y Noventa estrofas falta la nota personal y en Poema nacional domina el costumbris-mo de escenas y tipos populares, que va a tener una amplia descendencia en su poesía, no ocurre lo mismo con Sinfo-nía del año (1888), primer libro de poemas sobre la natu-raleza, en el que se respira una atmósfera de renovación, empezando por la métrica. Dividido en cuatro partes, co-rrespondientes a las cuatro estaciones del año, ofrece 75 poemas breves y autónomos, excepto el último, cuyo desa-rrollo cronológico sirve para expresar la visión cíclica de la naturaleza, en los que el poeta se esfuerza por presentar la realidad por sí misma. No hay una correspondencia entre la naturaleza y el estado de ánimo, como haría más tarde Antonio Machado siguiendo a los simbolistas, sino que el hablante adopta el punto de vista de los objetos. Tomemos, como ejemplo, esta descripción del día de difuntos XLII Resuenan las campanas doblando por los muertos, y forman los cordeles chasquido de esqueletos. 5 Las ánimas agitan sus alas de vencejo, y beben de las luces los trémulos reflejos. Resuena en los hogares 10 hervir de leves rezos, y en tiempos que pasaron se pierden los recuerdos. La noche se desliza como un fantasma negro, 55 15 en tanto las campanas sollozan por los muertos. Frente a la univocidad lingüística de los libros anterio-res, literaria en Renglones cortos y popular en Poema nacio-nal, lo novedoso aquí es un discurso híbrido en el que se mezclan lo literario y lo coloquial dentro de una expresión marcadamente sensorial, que afecta a la métrica, a la sin-taxis y al léxico. Porque, en la descripción de lo sensual-mente perceptible, el empleo del octosílabo asonantado, el predominio del verbo en presente y tercera persona, la reiteración de idénticas estructuras oracionales unidas por la coordinación y la presencia de metáforas y símiles senso-riales (“Las ánimas agitan / sus alas de vencejo”, “La noche se desliza / como un fantasma negro”), se proponen ofre-cer una visión humana en la que nunca se abandona el pla-no objetivo. A partir de la musicalidad que centra el poema (“Resuenan”), la técnica del hablante consiste en moverse de lo concreto a lo abstracto, pues si al principio las cam-panas “resuenan” por los muertos, al final “sollozan” por ellos, de manera que esta técnica realista, que consiste en la conformidad de la expresión con lo que representa, sir-ve para que el lector se mueva desde lo familiar a lo desco-nocido, para que el recuerdo de los seres queridos resulte más visible y duradero.4 La atmósfera andalucista, que no aparece en Sinfonía del año (1888), se da plenamente en Cantos de la vendi-mia (1891), obra que recoge la experiencia de libros an-teriores, como Cuadros de Andalucía (1883), Poema nacional (1885) y El patio andaluz (1886), y en la que el sentimien-to de lo natural, visto externamente, atrae la atención del yo lírico. Desde muy pronto, Rueda comprendió que el poeta que se mueve en una órbita de poesía culta, si no tiene oído para lo popular, es imposible su renovación ar-tística, por eso cultivó la canción tradicional, al menos en su primeros años, de forma intensa. Por remitir más aden-tro de sí misma, por aludir a un mundo todavía latente, la canción breve encierra mayor poder de sugerencia que el 4 La presentación de la realidad por sí misma, que se traduce en una preferencia por lo minúsculo, es rasgo característico de Sinfonía del año y Cantos de la vendimia. Así lo ha visto Miguel D’Ors, refirién-dose al primero, al afirmar que “pa-ra Rueda las cosas no tienen más pa-recido que aquél que es perceptible para los sentidos”, en La “Sinfonía del año” de Salvador Rueda, Pamplo-na, Universidad de Navarra, 1973, p. 73. Esta intención predominan-temente descriptiva de la primera etapa, pues a partir de Cantos de la vendimia (1891), la poesía sobre la naturaleza se vuelve cada vez más trascendente, ha sido también su-brayada por C. Cuevas en su ensayo “Romanticismo y Modernismo en el primer Salvador Rueda”, en Home-naje a D. Pedro Sáinz Rodríguez, Ma-drid, FUE, 1986, pp. 409-426. Para los poemas, tengo en cuenta, ade-más de las antologías recopiladas por el propio Rueda, Poesías comple-tas (Barcelona, Maucci, 1911) y Can-tando por ambos mundos Madrid, Fe, 1914), la de C. Cuevas, Canciones y poemas (Madrid, CEURA, 1986). 56 poema extenso. Años más tarde, en el poema “Elogio de la seguidilla”, Rubén Darío recuerda así a Salvador Rue-da: “Tienes toda la lira; tienes las manos / que acompa-san las danzas y las canciones; / tus órganos, tus prosas, tus cantos llanos / y tus llantos que parten los corazones”. El poema no es discurso, sino canción, en la que la danza y la música se interpenetran constantemente, por lo que la canción aparece como cifra de la escritura. ¿Qué queda después de oída la canción? Queda una naturaleza transfi-gurada en lenguaje, la presencia de la otra voz que nos bus-ca para nombrarnos. Lo que proponen poemas tan enig-máticos y deslumbrantes como “Ríe que ríe”, “La fiesta”, “En los olivares”, “El gusano de luz” y “La granada” es el descubrimiento del otro, la búsqueda de otra belleza, que sólo en el instante del poema se hace visible. La simulta-neidad, la conjunción de espacios y tiempos en la unidad del poema, tiene por objeto mostrarnos la unidad íntima entre sonido y sentido, como sucede en el primero de los poemas citados RÍE QUE RÍE Ríe que ríe, la rosa, en el capullo plegada, se asoma leve, riendo, por el botón de esmeralda. 5 Ríe que ríe, en el lirio, vierte la risa sus gracias, y de la flor las despliega sobre la copa morada. Ríe que ríe, en el vivo 10 clavel de encendidas llamas revienta, alegre, la risa en explosiones de grana. Ríe que ríe, mirando perderse a dos tras las ramas…, 57 15 suelta su risa a torrentes la boca de la granada. La canción tradicional, fusión de lo individual y lo co-lectivo, es la herencia poética más viva del alma popular. La renovación de nuestra poesía lírica, conservada y depura-da por Bécquer, se prolonga después en Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y en poetas del 27 como Lorca y Al-berti. En esa tradición se inserta Salvador Rueda, cuya sin-gularidad poética no viene de las ideas, sino del acento de su voz. Y lo que ésta aquí muestra, mediante la sugerencia de los puntos suspensivos, que aparecen siempre rodeados de un gran volumen de silencio (“perderse a dos tras las ra-mas…”); la musicalidad del estribillo en posición anafórica (“Ríe que ríe”); el valor determinativo de los adjetivos (“le-ve”, “alegre”, “vivo clavel de encendidas llamas”), que alteran la significación del sustantivo; y la correlación cromático-simbólica (“rosa-lirio-clavel-granada”), que relaciona reali-dades contrarias, es la poetización de un sentimiento (“la risa”), que se impone, no por lo que dice, sino por el ritmo que lo sostiene. Si la poesía es la imagen convertida en voz, la explosión de la risa (“revienta, alegre, la risa / en explo-siones de grana”), tiene mucho que ver con la súbita fulgu-ración que distingue a la palabra poética, que se propone como parto o estallido de un fondo oculto. De esta mane-ra, el modo de operar del pensamiento poético sería indi-recto: no demostrar sino mostrar, insinuar o sugerir lo que la realidad tiene más allá de inmediato.5 Por los años en que Rueda compone su Himno a la carne (1890), estaba de moda la influencia del naturalismo fran-cés, que para los críticos españoles se convirtió en una es-tética de lo patológico sin trascendencia espiritual, lo que llevó a Juan Valera, en su artículo “Disonancias y armonías de la moral y de la estética”, a equiparar Naturalismo con amor carnal y atribuir a los sonetos de Rueda una orien-tación naturalista. Aunque en ellos está presente la nota sexual, tanto el elogio de la belleza de la amada como la presentación del cuerpo desnudo se atienen al código im- 5 Refiriéndose a la evolución poé-tica de Salvador Rueda, señala Juan Ramón Jiménez: “A Rueda le mata-ron entre la tertulia de don Juan Va-lera y el Museo de Reproducciones; le dieron un empleo en este cen-tro y creyó que vivía en plena Gre-cia, entre la Venus de Milo y los dio-ses antiguos. Entonces se dedicó a escribir poemas falsos, olvidando lo propio: su raíz andaluza y popu-lar”, en R. Gullón, Conversaciones con Juan Ramón Jiménez, Madrid, Taurus, 1958, pp. 104-105. Por lo que se re-fiere a la relación de Rueda con la tradición popular, que dejó su in-fluencia en el Romancero gitano de Lorca, véase el artículo de Carlos Edmundo de Ory, “Salvador Rue-da y García Lorca”, en Cuadernos Hispanoamericanos, LXXXV (1971), pp. 417-444. 58 perante de la poesía amorosa culta, donde la unión física sirve de motivo para la expresión de deseos sensuales. Estos poemas, que se inscriben en los tópicos del amor elevado, según vemos en el libro Algo (1876), de José Bartrina, y en el soneto juvenil de Rueda, “A una mujer”, alcanzan ahora un alto grado de libertad en la tematización y presentación de lo erótico. Esta crudeza, este realismo en la expresión de los sentimientos, es particularmente visible en algunos sonetos de la serie, como el III, el V, el VIII y el XIV, si bien lo que predomina en ellos es una presentación ideal de lo ex-terior, según vemos en el soneto VII, de inspiración y conte-nido becquerianos DENTRO DE TUS OJOS Azules, como el humo vagoroso, son tus ojos de luz, amada mía, y abismado en su vaga poesía, he pasado mi tiempo más dichoso. 5 Cuando a los míos mires con reposo, haz que, dulce, tu rostro se sonría, y, en mi interior, tu cándida alegría, sienta latir mi espíritu gozoso. Estar dentro de ti, mujer, quisiera, 10 y aunque en tus ojos me descubro impreso, no estoy dentro de ti, que vivo fuera. ¡Oh, si lograras, al grabarme un beso, copiar con ansia mi figura entera, cerrar los ojos, y cogerme preso! A diferencia de los restantes sonetos, donde la belleza femenina se presenta en su “clásica hermosura” y se des-criben los rasgos físicos de manera convencional, aquí se da un proceso de interiorización (“Estar dentro de ti”), que busca una identificación del yo lírico con esa figura ideal. De forma similar a lo que sucede en las rimas becqueria- 59 nas XIII (“Tu pupila es azul”) y XXI (“¿Qué es poesía?”), en las que se menciona la pupila azul de la belleza ideal, tam-bién aquí se da una progresión de lo sublime a lo físico, del “humo” al “beso”, a través de un proceso anímico, en el que la exclamación del último terceto, la apelación del vocativo (“amada mía”), el valor antepuesto de los adjeti-vos (“vaga poesía”, “cándida alegría”), la forma verbal desi-derativa (“quisiera”) y la imagen sensorial (“ojos de luz”), traducen sentimientos subjetivos. La aventura poética de-pende de la luz, de la relación del ser con la luz, que es una relación del ser consigo mismo. La palabra interior de Rueda, sustantiva y singular como la de Bécquer, se ha-ce aquí ojos de luz, materialización misma de la poesía, que retrae al yo lírico (“que vivo fuera”) a la interioridad de la amada. Luz y palabra confluyen en ese retraerse hacia lo interior, hacia lo que todavía no ha tomado forma, de ma-nera que lo que irrumpe en la palabra poética, en su ful-gurante aparición, es lo absolutamente otro, aquello que está siempre por decir, quedando la luz ligada a la interio-ridad de la experiencia amorosa y poética, a una estética de la inminencia.6 Con el libro En tropel (1892) comienza la etapa de ma-durez del poeta malagueño, que se extiende hasta 1910, cuando el propio Rueda emprende lo que va a ser la pri-mera antología de sus poesías completas. Se trata de una obra heterogénea, compuesta de tres partes, Cantos del Nor-te, Cantos de Castilla y Cantos del Mediodía, a las que se añade otra de Sonetos. Con todo, lo peculiar del libro reside en el famoso Pórtico de Rubén Darío, escrito en 1892 e incluido después en Prosas profanas (1896), con el que el poeta ni-caragüense pretende dar a Rueda la gloria de la moderni-dad (“Joven homérida, un día su tierra / vióle que alzaba soberbio estandarte, / buen capitán de la lírica guerra, / re-gio cruzado del reino del arte”), lo cual habría de situarle en una posición incómoda, pues Rueda rechazó siempre la influencia de los poetas franceses, y en el epílogo en pro-sa, donde Rueda defiende el color y la música frente a los poetas que le tachaban de superficial (“el color y la músi- 6 Frente a la poesía de Reina, donde hay una renuncia a cual-quier deseo de cumplimiento amo-roso, la de Rueda tiende a legiti-mar la presentación de lo erótico. En este sentido, señala K. Nieme-yer: “En la obra de Rueda, en cam-bio, lo erótico es una componente de contenido presente en casi todos los poemas que expresan sentimien-tos positivos y felices por una mujer. La belleza de la amada, su aspecto físico, siempre resulta motivo para la expresión de deseos más o menos fuertemente eróticos”, en La poesía del premodernismo español, Madrid, CSIC, p. 198. A propósito de este li-bro de Rueda, véase la lectura que ha hecho A. Romero Márquez, “So-bre el Himno a la carne de Salvador Rueda”, en Jábega, 47 (1984), pp. 71- 79. En cuanto a la relación del sin-tagma ojos de luz con la expresión becqueriana beso de luz, véase mi en-sayo “El ideal de la luz en Bécquer”, en El arpa olvidada. Estudios sobre Béc-quer, Universidad de León, 2002, pp. 89-104. 60 ca en poesía no son elementos externos; nacen de lo más hondo y misterioso de las cosas y son su vida íntima y su al-ma”). Esta cosmovisión interior de carácter pitagórico, que se aplica tanto a la naturaleza como a la poesía, está presen-te en los mejores poemas del libro, “Escalas”, “Misericor-dia” y “Lo que dice la guitarra”, y va en aumento en todo lo que viene después. Una muestra de este proceso de trans-formación podemos verla en el siguiente fragmento de “Es-calas” o “Escalas interiores”, título que toma el poema al ser incluido en las Poesías completas, donde la idea de un univer-so jerarquizado revela, en su disposición musical, una clara influencia de Bécquer Si, en la madre tierra, de círculo en círculo los átomos pasan, y recorren los órdenes todos que en ella se enlazan; si, a su modo, discurren y sienten, cuando van en recóndita marcha, variando de vida en la piedra, en la luz, en el aire, en las aguas, cuando de mi cuerpo se aleje mi alma, yo ambiciono ser nieve en el mármol, brillo alegre en las luces del alba, en el viento molécula leve, y arco azul en la onda que canta. (vv. 51-64) Dentro del proceso cósmico en que transcurre el poe-ma, donde la transmigración termina en una palingenesia, los distintos recursos estilísticos, tales como la combinación métrica de versos hexasílabos y decasílabos o dodecasíla-bos de rima asonante, que sirve de cauce a la expresión de lo sentimental e íntimo; la estructura sintáctica con mezcla de correlación y paralelismo, ya utilizada por Bécquer en las Rimas, constituyendo cada estrofa un conjunto dentro de un sistema paralelístico ternario; y la serie de imágenes 61 tomadas del mundo natural (“la corola del almendro”, “la luz de las estrellas”, “la gota de agua”, “la perla”, “la rosa”, “el fétido estiércol”, “la escala”), responden todos ellos a la expresión de la unidad en la variedad. Si al final el poe-ta se imagina atravesando esos círculos o “escalas”, relacio-nando su aventura poética con la dimensión espiritual de la música (nótese el predominio del léxico musical: “rítmi-cas alas”, “cuerdas del arpa”, “incógnita escala”, “onda que canta”, “en mi lira los sones”), ello es debido al poder de la música sobre el reino natural, a que la estructura del Alma- Mundo comparte una base numérica y musical.7 Dado que para Rueda el mundo salió concertado de las manos de Dios, el poeta debe actuar como transmisor de las visiones secretas del universo, sintiendo un ritmo inte-rior, la voz del espíritu, en un mundo materialista y expre-sándose en un lenguaje musical. En El ritmo (1894), que tantas analogías guarda con La iniciación melódica (1886) de Rubén Darío, Rueda afirma que “un poeta es un orga-nismo maravilloso, fenomenal, que siente en música, pien-sa en música, expresa en música”. Se revela aquí un idealis-mo musical, de raíz platónica, donde el poeta desempeña un papel pasivo en el concierto cósmico. Para Rueda, cuyas ideas teóricas sobre poesía se expresan tanto en verso (así ocurre en los poemas “Lo que no muere” de Estrellas erran-tes, “El acento en la poesía” de Trompetas de órgano y “Au-to- bio-crítica” de Lenguas de fuego) como en prosa (“Color y música”, epílogo en prosa de En tropel, El ritmo y la carta de 27 de marzo de 1925 a Narciso Alonso Cortés), el ritmo unido al espíritu, dentro de la gran cadena cósmica, sirve para recrear la forma inicial. El poeta es sensible al ritmo cósmico, expresión de la divinidad, y lo canta porque es una parte de él (“A número y a ritmo, como el verso, / es-tá la vida universal sujeta, / y del arpa triunfal del universo / una chispa que salta es el poeta”, escuchamos en el poe-ma “El fondo de silencio”, de Fuente de salud). La necesidad de renovación estética que siente Rueda en estos años, co-mún a otros poetas, la expresa en sus cartas a José Ixart So-bre el ritmo, sobre todo en la cuarta, donde lamenta el reto- 7 La unidad musical del universo, en la cual se funden ideas neopla-tónicas con la visión panteísta del krausismo y las teorías filosóficas de Leibnitz, es uno de los postulados básicos de la cosmovisión de Rueda. En este sentido, es importante el es-tudio de J. Godwin, Armonías del cie-lo y de la tierra. La dimensión espiritual de la música desde la antigüedad has-ta la vanguardia, Barcelona, Paidós, 2000; y el artículo de D. Núñez Ruiz, “Panteísmo y liberalismo en el siglo XIX español”, en Cuadernos Hispa-noamericanos, 379 (1982), pp. 11-36. 62 ricismo reinante (“Nuestros poetas no tienen variedad de expresión; no tienen una lira, tienen monocordio; no tie-nen oídos, tienen roscos de goma. No es posible soportar-los, no pueden oírse; nos han destrozado nuestro órgano de audición, y, a fuerza de repetirse y repetirse, han vuel-to opaca su voz, la cual ni vibra ya, ni expresa nada, y aun-que lo exprese, no se oye”), y propone como solución la variedad formal defendida por los modernistas (“variedad de ritmos, variedad de estrofas, combinaciones frescas, nue-vos torneados de frase, distintos modos de instrumentar lo que se siente y lo que se piensa”). Al hacer intervenir en el ritmo la marcha del sentido (“lo que se siente y lo que se piensa”), Rueda expresa una unidad de movimiento emo-cional, donde la variación o repetición con variantes tiene la particularidad de ir intensificando lo concreto de la vi-sión. Si El ritmo se convirtió en el escrito teórico más impor-tante después de la Poética (1883) de Campoamor, ello fue debido, en gran parte, a que el ritmo aparece como fun-damento del verso, como regulación del movimiento ex-presivo. 8 Entre 1892 y 1899 Salvador Rueda no permaneció in-activo, pero lo que escribió entre esos años resulta distan-ciado y hasta oscurecido por su enigmática relación con Rubén Darío, producto de una distinta actitud ideológica ante un mismo movimiento artístico. Al representar mo-dernismos diferentes, el de Darío más enraizado en el idea-lismo romántico y el de Rueda en el pasado casticista, sus modos expresivos habrían de ser por fuerza también distin-tos. A falta de una correspondencia íntegra entre los dos poetas, que ayude a dilucidar los altibajos de tal relación, lo que nos queda es una serie de textos significativos en los que es preciso apoyarse. Si comparamos la nota de Rueda, que llevaba En tropel en su primera edición (“Como sabe el público español, se halla entre nosotros, y ojalá se quede para siempre, el poeta que, según frase de mi ilustre amigo Zorrilla de San Martín, más sobresale en la América Latina, el que del lado allá del mar ha hecho la revolución en la poe-sía, el divino visionario, maestro en la rima, músico triunfal 8 En cuanto a la noción de ritmo como continuidad del lenguaje, en la que se integran métrica, sintaxis y semántica, véase el estudio de H. Meschonnic, Critique du rythme, La-grasse, Verdier, 1982. Por lo que se refiere a su estética expuesta en El ritmo (1894), aunque sus ideas so-bre la prosodia y el acento poéti-co son bastante difusas, no sucede lo mismo con la posición del poeta, rodeado por un mundo melódico y rítmico, donde el lenguaje musical traduce una voluntad de estructura armónica. Véase, en este sentido, el artículo de J. A. Tamayo, “Salvador Rueda o el ritmo”, en Cuadernos de Literatura Contemporánea, 7 (1943), pp. 3-35. 63 del idioma, enamorado de las abstracciones y de los símbo-los, y quintaesenciado artista, que se llama Rubén Darío. Sabiendo yo cómo su afiligranada pluma labra el verso, le he ofrecido las primeras páginas de esta obra para que en ellas levante un pórtico, que es lo único admirable que va en este libro, a fin de que admiren a tan brillante poeta los es-pañoles. Soy yo quien sale perdiendo con esta portada, por-que ¿qué lector va a hallar gusto en el edificio de este libro sin luz ni belleza, después de haber visto arco tan hermoso? Islas Canarias Tomás Morales (Ilustre Poeta) Moya Admirabilísima la salutación: es de los más soberbio que has escrito: las 13 estrofas, largas y enormes, parecen 13 olas del gran Atlántico. ¡Salve Poeta! En vez de envío, que es francés, deja sólo un espacio mayor. De la dedicatoria borra “El poeta!. Plántala la 1ª del tomo. ¡Magnífica!, ¡Soberana! Yo veré de publicarla aquí. ¡Adiós, “cachorrazo”, tórax del Atlante...! Tuyísimo agradecido, Salvador. Mi cariño a esos escritores. Tarjeta postal de Salvador Rueda a Tomás Morales. Archivo personal de Tomás Morales. Fondo docu-mental de la Casa-Museo Tomás Morales. 64 Doy públicamente las gracias a mi amigo el poeta autor de Azul, que tan egregia genealogía supone a mi pobre musa, y de-téngase el lector en el frontispicio, y no pase de él si quie-re conservar una bella ilusión”), con el artículo de Rubén “Los poetas”, fechado en Madrid el 24 de agosto de 1899, aparecido en La Nación de Buenos Aires y después en Espa-ña contemporánea (“Salvador Rueda, que inició su vida artís-tica tan bellamente, padece hoy inexplicable decaimiento. No es que no trabaje… pero los ardores de libertad estética que antes proclamaba un libro tan interesante como El rit-mo, parecen ahora apagados… Los últimos poemas de Rue-da no han correspondido a las esperanzas de los que veían en él un elemento de renovación en la seca poesía castellana contemporánea. Volvió a la manera que antes abominara; qui-so tal vez ser más accesible al público, y por ello se despeñó en un lamentable campoamorismo de forma y en un indi-gente alegorismo de fondo. Yo, que soy su amigo y que le he criado poeta, tengo el derecho de hacer esta exposición de mi pensar”), observamos que el paso de la admiración a la ruptura, con la consiguiente decepción, obedece al amane-ramiento del poeta malagueño (“Volvió a la manera que an-tes abominara”), a su incapacidad de renovarse, ya subraya-da por Herrera y Reissig, Villaespesa y Manuel Machado, y que era contraria a los postulados modernistas. Los libros más importantes que Rueda escribe en estos años, Sinfonía callejera (1893), Camafeos (1897) y Piedras preciosas (1900), muestran un desvío de sus iniciales propósitos artísticos y una actitud claramente antimodernista. Uno de los mu-chos ejemplos podría ser el soneto “La rueda de la noria”, perteneciente al último de los libros citados En pos de originales invenciones van falsos escritores y poetas, creyéndose magníficos atletas, y movidos de ciegas ambiciones. 5 Mas son sus libros huecos cangilones, tazas que al engranaje van sujetas; 65 un agua misma déjalas repletas, todas marcan iguales rotaciones. De un genio, a veces, en la rica fuente 10 bebe la luz la literaria gente, mostrando el brillo de la ajena gloria. Y, ánforas sucesivas sus cabezas, se transmiten conceptos y bellezas, cual perforados búcaros de noria. Todo el soneto aparece atravesado por una sutil iro-nía. La presentación gregaria de los poetas modernistas, a la que contribuye, además del subtítulo (“A los imitado-res”), el valor del adjetivo antepuesto (“originales invencio-nes”, “falsos escritores y poetas”, “magníficos atletas”, “ciegas ambiciones”, “huecos cangilones”, “iguales rotaciones”, “lite-raria gente”, “ajena gloria”, “perforados búcaros de noria”), que subraya una cualidad escogida por el hablante, y la imagen rutinaria de la noria (“todas marcan iguales rota-ciones”), símbolo de una existencia vacía, va en contra de la individualidad que caracteriza a la experiencia poética, pues el poeta, pájaro solitario, de acuerdo con San Juan de la Cruz, difícilmente podrá producirse en tropel. Y es que el tropel innovador descubre su naturaleza real de servum pecus, de imitadores de un formalismo desprovisto de sus-tancia (“cual perforados búcaros de noria”). Porque a Sal-vador Rueda, más que la jefatura de un movimiento que él mismo se negó a aceptar, lo que más le molestó es la fal-ta de reconocimiento de su labor innovadora en la lírica del momento, su papel de transición entre el artificio de la poesía finisecular y el aliento de la poesía nueva. Tal in-comprensión, acrecentada por el desdén del propio Darío (“Yo, que le he creído poeta”) y de los jóvenes poetas que le vuelven la espalda, es lo que genera el retorno a la tradi-ción del pasado casticista, camino ya transitado, y su no in-tegración dentro de un movimiento en el que muy pronto se vio sobrepasado.9 9 Refiriéndose al desfase crono-lógico de Rueda, señala José Ma-ría de Cossío: “Creo que su perso-nalidad de renovador queda por bajo de su auténtica personalidad de poeta, dignísimo de considera-ción y que estoy seguro que ha de encontrar momento más favorable para su estimación que el del movi-miento modernista, del que fue ini-ciador superado”, en Cincuenta años de poesía española (1850-1900), Madrid, Espasa-Calpe, 1960, Vol. II, p. 1.342. Respecto al desacuerdo de Rueda con Darío, que fue más ideológico que personal, tengo en cuenta los siguientes ensayos: J. Mª Martínez Cachero, “Salvador Rueda y el mo-dernismo”, Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, XXXIV, 1958, pp. 41-61; R. Ferreres, “Diferencias y coincidencias entre Salvador Rueda y Rubén Darío”, Cuadernos Hispano-americanos, 169, 1964, pp. 39-44; Ri-chard A. Cardwell, “Rubén Darío y Salvador Rueda: dos versiones del modernismo”, Revista de Literatura, 89, 1983, pp. 55-72; y G. Carnero, “Salvador Rueda: teoría y práctica del modernismo”, Actas del Congreso Internacional sobre el Modernismo Espa-ñol e Hispanoamericano, Córdoba, Di-putación, 1987, pp. 277-298. 66 El hecho de transitar por caminos trillados fue lo que llevó a Rueda a quedar en el umbral del modernismo. Des-pués de Prosas profanas (1896), donde se encuentran los poemas más parnasianos de Rubén Darío, aparece Piedras preciosas (1900), con la parte titulada “Mármoles”, de clara evocación griega, en la que el poeta malagueño nos da más lo que se ve que lo que se siente. Si comparamos poemas con los mismos títulos, “Friso” y “Palimpsesto” de Rubén Darío con “El friso del Parthenon” y “Palimpsesto” de Rue-da, apreciamos una diferencia notable: el sentimiento inti-mista de Darío no ha logrado desplazar al objetivismo de Rueda. La intención de recrear el mundo clásico, que ya aparece en el poema narrativo de Reina “La ceguedad de las turbas” y en los trece sonetos que Rueda publica bajo el título de La bacanal en 1893, conlleva una valoración mo-ral, acorde con la ética burguesa, de presentar la oposición entre la bella apariencia y la corrupción interior. Frente a la vida licenciosa y decadente de un mundo en descompo-sición, lo que se exalta es la belleza del yo lírico, marcada por el idealismo y la pureza, como sucede con la serie de sonetos “El friso del Partenón”, que aparecieron en El país del sol (1901) y dejaron su huella en Fuente de salud (1906) y Trompetas de órgano (1907), y dentro de ella, el soneto “Las cuadrigas”, en donde la voz poética se subordina a la sen-sación de color De los cuatro corceles la bravura excita airado el impaciente auriga, y arranca al pavimento la cuadriga relámpagos de efímera hermosura. 5 Sobre el carro destaca su figura fuerte Apóbatas, libre a la fatiga, que en la carrera a resistir se obliga el argólico escudo y la armadura. El conductor, los frenos descuidando, 10 el carro precipita retumbando 67 sobre los grupos con furor violento. Para un heraldo el ímpetu gigante, ¡y quedan los corceles un instante pataleando en el azul del viento! En el contexto de transposición artística, propio del premodernismo, la excelencia y unicidad del poema radi-ca en la representación de lo efímero, de lo transitorio. Lo que el poeta necesita salvar del olvido es esa escena de ac-ción y pasión, que es verdadera y bella en tanto que arre-batada al decurso del tiempo. A su intemporalidad contri-buyen, entre otros recursos, la descripción con sonidos onomatopéyicos (“el carro precipita retumbando”); las for-mas verbales en presente (“excita”, “arranca”, “destaca”, “precipita”), como único modo de existencia de la reali-dad; el valor cualitativo del adjetivo antepuesto (“impaciente auriga”, “efímera hermosura”, “el argólico escudo”); y la ima-gen plástica del azul, marcada subjetivamente al final del poema mediante la admiración (“¡y quedan los corceles un instante / pataleando en el azul del viento!”), todos ellos asociados para darnos una poética de sombría caducidad. Porque la intangibilidad del azul, que desde el romanticis-mo al modernismo se convierte en el color de lo absoluto, emerge como instante simbólico frente a la muerte. Igual que sucede en el poema de Keats, “Oda a una urna griega”, lo absoluto del instante concentra su fuerza en la caduci-dad (“relámpagos de efímera hermosura”), esa belleza en el filo de la muerte que perdemos al darle nombre.10 A partir de 1900 Rueda se muestra ya dueño de un es-tilo personal, que se mantendrá sin apenas cambios en los siguientes libros: Fuente de salud (1906), Trompetas de órga-no (1907), Lenguas de fuego (1908), La procesión de la Natu-raleza (1908) y El poema a la mujer (1910). Si la década de los noventa supone la consagración definitiva como poeta, entre 1906 y 1910 llega a la cumbre de su labor creadora. Los libros citados aparecen unidos en una misma aventura poética de depuración y simplicidad. Consciente de que la 10 En la experiencia poética lo decisivo es no renunciar, conocer la brevedad del tiempo y vivir su in-tensidad en el instante, que pone a prueba la realidad entera. Para una visión del instante como absoluto, véase el estudio de G. Bachelard, La intuición del instante (México, Fondo de Cultura Económica, 1987). La noción convencional del arte grie-go como corporización de “noble simplicidad y tranquila grandeza”, heredada de J. J. Winckelman (His-toria del arte en la Antigüedad, Barce-lona, Iberia, 1967), se mantuvo, sin apenas modificación, hasta los pri-meros años del siglo XX. Además, no ha de olvidarse que Rueda pasó a partir de 1895 largos años como empleado en el madrileño Museo de Reproducciones Artísticas, mu-seo que frecuentaba mucho antes, según carta suya reproducida por E. Sánchez Reyes, “Salvador Rueda”, en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, XXXIII, 1957, pp. 188-207. 68 espontaneidad de los sentimientos es lo más difícil de ex-presar, en lugar de dejarse llevar por un discurso demostra-tivo, permite que el sentido se disuelva en el lenguaje, per-maneciendo así abierto y disponible. De tal naturalidad, de lo que adviene espontáneamente, se forma la escritu-ra de Fuente de salud (1906), que oscila de lo familiar a lo nuevo, dejando ver el alma de las cosas, la vida en su pleni-tud. Su ingenuidad naturalista y sensual, puesta de relieve por Unamuno en el prólogo de la obra (“Para Rueda, co-mo para quien vive en contacto con la Naturaleza, cada sol, es un sol nuevo, y cada momento, un nuevo nacimiento: vive naciendo siempre. ¡Feliz de él!”), responde al deseo de idealizar la naturaleza mediante un lenguaje altamente li-terario, que abandona la intención descriptiva de la prime-ra época, sobre todo después de la advertencia de Clarín, en 1891, de tratar la naturaleza como “iniciado en sus mis-terios”, por una visión más trascendente. Tal descripción idealizante a favor de la sublimidad, que se desprende del objeto mismo, resulta evidente en la serie de sonetos “Fru-tas de España”, de Fuente de salud, y dentro de él en su famo-so y tantas veces antologado soneto “La sandía”, donde la relación entre la pintura y la poesía sirve para darnos una visión emocional de la vida LA SANDÍA Cual si de pronto se entreabriera el día despidiendo una intensa llamarada, por el acero fúlgido rasgada mostró su carne roja la sandía. 5 Carmín incandescente parecía la larga y deslumbrante cuchillada como boca encendida y desatada en frescos borbotones de alegría. Tajada tras tajada señalando, 10 las fue el hábil cuchillo separando, vivas a la ilusión como ningunas. 69 Las separó la mano de repente, y de improviso decoró la fuente un círculo de rojas medias lunas. En la literatura muchos frutos han tomado una signifi-cación simbólica, tales como el higo, la granada y la manza-na, que hace de ellos la expresión de los deseos sensuales. De manera explícita, entre los vietnamitas, la sandía o me-lón de agua es un símbolo de fecundidad, por eso se ofre-cen pepitas de sandía a las recién casadas, junto con na-ranjas, que tienen la misma significación. Ahora bien, si la función del símbolo es trascender lo aparente en busca de la realidad oculta, lo que aquí se descubre es una poetiza-ción del objeto. El lenguaje del poema no se limita a darnos una descripción sensorial del fruto, sino que es el dominio del movimiento y el color lo que comunica la significación profunda del poema. La imaginación no escapa de la reali-dad, sino que la recrea, dotándola de nuevos significados. Por eso aquí, el valor puntual de las formas verbales (“mos-tró”, “separó”, “decoró”) y adverbiales (“de pronto”, “de re-pente”, “de improviso”); el valor metafórico de los adjetivos (“acero fúlgido”, “larga y deslumbrante cuchillada”, “el hábil cuchillo”); el empleo de símiles (“Cual si de pronto se en-treabriera el día”, “como boca encendida y desatada”), que proyectan sobre el fruto en cuestión la actitud del hablante, y el símbolo poético del cuchillo, que aloja, en la frialdad de su hoja, la inminencia de algo que todavía no se ha manifes-tado, se potencian lingüísticamente y, al relacionarse entre sí, componen un hecho estético (“vivas a la ilusión como nin-gunas”). Lo específico es la conversión de un objeto físico en otra realidad, que es parte integrante de la operación ar-tística y actúa en la sensibilidad del lector. Lo representativo aquí no es tan sólo lo sensorialmente perceptible, la impre-sión objetiva, sino la referencia a otra realidad, su sentido trascendente, que lo convierte en objeto estético, aunque sea la “carne roja” de la sandía la realidad principal.11 En la vida de Salvador Rueda hay una experiencia deci-siva que va a influir en sus libros de madurez: la muerte de 11 El equívoco entre realidad e imaginación incluye ambos com-ponentes. Quiere decirse que la realidad sin la imaginación no se-ría nada, que es la que recrea el objeto y le da otro sentido, aunque sin prescindir de él, por eso señala Bienvenido de la Fuente: “del re-sorte de lo corpóreo no consigue prescindir Rueda”, en su estudio El Modernismo en la poesía de Salva-dor Rueda, Frankfurt, Herbert Lang Bern, 1976, p. 94. En cuanto a la ac-titud del poeta malagueño frente al color, que “es de captación sensible, receptora”, más impresionista que parnasiana, véase el artículo de E. Anastasi, “Estimación de Salvador Rueda”, en Cuadernos Hispanoameri-canos, 109, 1959, pp. 87-95. 70 su madre el 27 de septiembre de 1906. Sumido en un esta-do de orfandad y desvalimiento, el poeta malagueño que-dará con el recuerdo del ser querido (“Se fue cuanto que-ría, se fue cuanto adoraba, / se fue la mariposa que el aire me encantaba. / Te fuiste, y la tristeza colgó su velo en mí”, nos dice en El libro de mi madre), lo que le lleva a alejarse de Madrid para encontrarse consigo mismo en el sosiego de la naturaleza, por eso va a la isla alicantina de Tabarca, que será su lugar de descanso entre 1908 y 1919. De estos años son sus libros Lenguas de fuego (1908) y La procesión de la Na-turaleza (1908), en los que se acentúa el tono personal y ele-gíaco. Hay que tener presente que, en la poesía finisecu-lar, conviven lo estético y lo existencial, siendo la expresión de la angustia íntima la que se va imponiendo a la poesía de comienzos del siglo XX. El cambio ya había empezado a darse con Trompetas de órgano (1907), que nos ofrece to-da una gama de la alegría y el dolor, pero la mayor parte de sus poemas recogen, en gran medida, la herencia de los antiguos temas clásicos, como vemos en la serie de sonetos El friso del Partenón. En cambio, Lenguas de fuego, que lleva el significativo subtítulo de Cantos al Misterio, al Hombre y a la Vida, ofrece ya un clima distinto. Son muchos los poe-mas de este libro en los que aparece el desengaño amoro-so, causado por el hecho de que la amada no corresponde a las exigencias del yo lírico. Y junto al tema del desengaño amoroso, presente a lo largo de la poesía decimonónica, desde el famoso “Canto a Teresa” de Espronceda hasta las Rimas de Bécquer, pasando por las “Doloras” campoamori-nas, se insiste en la creación de un ambiente en el cual se pueda percibir el secreto de una voz misteriosa. Poemas co-mo “Lenguas de fuego”, “La voz de los hombres”, “El an-dar de la materia”, “Sino de mujer”, “La torre de las rimas” y “La música de Dios”, aparecen rodeados de un aura sagra-da que traduce la ausencia de lo originario. Esta busca de lo radicalmente otro como huella de lo sagrado, visto tam-bién como deus absconditus, como lo desconocido de Dios, tiene lugar en el poema que da título al libro, donde la pa-labra del dios se ve comprometida por la palabra del poeta 71 LENGUAS DE FUEGO Una lluvia de lenguas de fuego a las frentes bajó del Cenáculo, como río de lumbre sublime que brotó del Espíritu Santo; 5 y corrió su temblor por los pechos, encendió como hogueras los labios, y salió, en elocuencia grandiosa, por la boca de Pedro, rodando. Su discurso de rojas candelas 10 inundó en fervoroso entusiasmo corazones de todos los climas, los egipcios, los medas, los partos, los de Frigia, del Asia y del Ponto, los de Libia y del suelo judaico. 15 E ignorando la lengua siriaca, en que Pedro elevábase hablando, traslucieron el alto discurso, cual se ve tras la comba del vaso la levísima llama que ondula, 20 una danza sagrada bailando. Los temblores del fuego divino En las frentes se erguían, cual tallos de una flor misteriosa de lumbre, desplegada por bello milagro. 25 La de Pedro, más luenga, subía cual bandera de heroico cruzado, cual cimera de lumbre de un genio, cual la pluma de fuego de un casco. Otros tallos de llamas celestes 30 a otro eterno y grandioso Cenáculo, al que encierra la sacra Belleza, Dios lanzó de su seno abrasado, y a mi frente, cual áureo bautismo, descendió un luminoso penacho, 35 una larga candela de oro, que transmite su brío a mis labios. Con la lengua vital de ese incendio, 72 impregnada de Espíritu Santo, yo predico la triple hermosura 40 de los hombres, los cielos, los campos. Pescador religioso de ideas, en mis redes de versos las saco; y las dos a las almas latentes en el iris de Dios titilando. 45 Son mis versos ramajes de lumbre, temblorosos crestones dorados, donde van la alegría o la pena, según es la pasión con que canto. Aspirad mis estrofas candentes, 50 crepitantes como un incensario, olorosas cual hierbas del monte, tronadoras cual son del Atlántico, que predican la santa poesía, mientras llevo, cual rubio milagro, 55 en la frente la lengua del cielo, la candela de fuego sagrado. • • • El arte, en cuanto recuerda la distancia de la Unidad perdida, es metafísico. En ciertos períodos artísticos, co-mo el clasicismo, domina la distancia sobre la expresivi-dad; en otros, como el romanticismo, se afirma la liber-tad de lo expresivo. Por otra parte, dentro de la tradición judeocristiana, el episodio de Pentecostés es a la vez pa-ralelo y opuesto al de Babel. La marca de Babel aparece también en Pentecostés a través de la diversidad de las len-guas, pues la apelación a las lenguas de cada uno implica aceptar la diversidad, que es el camino aprendido en Ba-bel. En Pentecostés se restablece la unidad de la lengua, rota en Babel, a través de los apóstoles, simples conduc-tos musicales, que comunican el soplo del Espíritu San-to. Este deseo de establecer la Unidad anulando la distan-cia, propia del arte románico, se cumple en este poema, donde el carácter puntual del indefinido (“bajó”, “corrió”, 73 A TOMÁS MORALES Con motivo de sus Rosas de Hércules Parece que tus Islas son testas de gigantes que surgen de la Atlántida, partiendo el haz del mar e inclinan sus oídos de piedra resonantes para sentir tus versos de bronce retumbar. Al verlos otros montes también se alzan triunfantes Mont Blanc, el Himalaya, los Andes, a escuchar, y un coro de diademas de fuego alucinantes el Etna, el Momotombo, perciben tu cantar. Mas es enano el público de cumbres de tu lira; por cima del picacho, más alto que la pira, estás, ¡oh dios!, ¡oh Apolo! surgiendo de los dos. Los montes y volcanes, cual bíblicos abuelos traspasan veinte atmósferas, taladran veinte cielos: ¡tu frente va más alta!; ¡tú llegas hasta Dios! Málaga, julio de 1920 SALVADOR RUEDA [Enhorabuena de todo corazón. Estoy viejo, enfermo y tris-te; puesto al margen de la vida. Los brazos de su fraternal Salvador]. Tarjeta postal de Salvador Rueda a Tomás Morales. Archivo personal de Tomás Morales. Fondo docu-mental de la Casa-Museo Tomás Morales. 74 “encendió”, “salió”, “inundó”, “traslucieron”, “lanzó”, “des-cendió”), el valor determinativo de los adjetivos (“alto dis-curso”, “danza sagrada”, “flor misteriosa”, “áureo bautismo”, “almas latentes”, “estrofas candentes”) y la serie de imáge-nes pertenecientes al campo semántico del fuego (“Una lluvia de lenguas de fuego”, “río de lumbre sublime”, “dis-curso de rojas candelas”, “Los temblores del fuego divino”, “Otros tallos de llamas celestes”, “la candela de fuego sa-grado”), símbolo transformador por excelencia. Sin em-bargo, de las dos partes que componen el poema, la ver-daderamente significativa es la segunda, porque en ella el hablante hace suya la revelación propia de lo poético (“Son mis versos ramajes de lumbre”), el carácter sagrado de la poesía (“la santa poesía”). El poeta está aquí para de-cir lo indecible, aquello que se echa en falta tras la separa-ción o la ausencia, pues en la palabra poética reluce lo sa-grado, la Palabra al margen del lenguaje.12 Entre los poetas premodernistas españoles, Francisco Vi-llaespesa y Salvador Rueda oscilan entre la inspiración ro-mántica y la naciente forma parnasiana. A la concepción romántica de que la Naturaleza refleja los sentimientos del poeta y al papel de éste como mediador con lo absoluto se une el lema parnasiano de la belleza exterior (“Esculpir el verso”), el gusto por el color y por la sonoridad del poema. Para crear en la escritura el espacio donde ha de oírse la voz más viva, aquélla que actúa como principio germinati-vo, necesita el poeta salvar las cosas de su fluir temporal. Si la palabra poética se revela esencialmente inagotable en su expresión, tiene que partir de la unidad de lo múltiple, ex-periencia que no puede ser borrada, para salvar lo fugaz en la transparencia de la expresión. Esa preferencia por lo minúsculo, de la que participa La procesión de la Natura-leza (1908), traduce un impulso inmediato hacia la capta-ción recreadora del mundo. ¿No late en el poema una vi-sión de la realidad en su plenitud?. Lo que se proponen poemas tan significativos como “El ave del paraíso”, “Los insectos”, “El cisne” y “Los reptiles” es pensar la poesía des-de la poesía misma, y no desde fuera. Ese impulso de la 12 El ser, transformado por el fue-go, vive intensamente. La poética del Fénix, pájaro reconciliador de animus y anima, es una poética del fuego. Véase, a este respecto, el es-tudio de G. Bachelard, Fragmentos de una poética del fuego (Barcelona, Paidós, 1992). En cuanto a la me-tamorfosis de lo sagrado, que guar-da el silencio de la palabra, véase el artículo de F. Duque, “Cadencia de lo sagrado”, en Revista de Occidente, 147, marzo de 1993, pp. 91-105. 75 realidad hacia la palabra, que es en lo que consiste la poe-sía, implica una voluntad de esencializar el mundo, de ha-cer del poema, ámbito silencioso de participación, una be-lleza llena de significación. Es lo que ocurre en el tercero de los poemas citados, donde el símbolo del cisne, tan pre-sente en el modernismo, descubre a la vez la nostalgia de una realidad en estado naciente y una meditación sobre el ser de la poesía EL CISNE Como góndola que viene de las islas del ensueño, adelanta el cisne blanco de inviolada vestidura; un hostiario milagroso se creyese figura, donde guarda el sol las hostias virginales de que es dueño. 5 Oración de plumas finge su ropón casto y sedeño, metafísico es el traje que lo viste de blancura, y desfila la Belleza bajo el arco de hermosura de su lírica garganta, de que Dios hizo el diseño. Cual sus manos conmovidas junta y abre el sacerdote, 10 abre y cierra tus dos alas, y tu misa, ¡oh cisne!, flote sobre el haz de tu plumaje de alabastro y de Carrara. Con tu pico alza la Forma por encima de tu cuello, tú, ministro de lo blanco, tú, ministro de lo bello, cual si alzases a la luna de los mármoles de un ara. En las antiguas cosmogonías, el sacrificio, ligado a la idea de un intercambio, implica el restablecimiento de la realidad primordial, pues no hay creación sin sacrificio. Ya en el “Preludio” que abre el libro, la preferencia por el mundo natural sobre el artificioso de la ciudad, represen-tado por París (“Por mitad del París de artificio dorado, / que, de tanta luz ciego, del abismo va en pos, / donde olvi-dan los hombres el principio sagrado / de la vida que, ple-na, se deriva de Dios”, implica un deseo de penetrar esa realidad única, sin dualismo posible, que nos sustenta. El 76 cisne blanco, ave de Venus y símbolo ambivalente, apare-ce aquí como revelación de lo poético. La marca subjetiva de la exclamación (“¡oh cisne!”), el valor figurativo de los adjetivos (“inviolada vestidura”, “hostiario milagroso”, “meta-físico es el traje”, “lírica garganta”), la selección de ciertos términos claves (“la Belleza”, “la Forma”) y el predominio del blanco, un no color o centro del color que, en su ini-ciación, contiene todas las formas posibles, nos hacen ver que, en su imagen arquetípica de andrógino, confluyen las dos acepciones, lo diurno y lo nocturno, la luz y la palabra. Símbolo del deseo primero, que es el deseo sexual, el cisne muere cantando y canta muriendo, convirtiéndose en em-blema del poeta inspirado.13 El distanciamiento respecto a Rubén Darío y el aban-dono de los poetas más jóvenes sumen a Salvador Rue-da en una profunda melancolía durante la última etapa de decadencia. Tan sólo los viajes que el poeta malague-ño emprende a partir de 1909 por las distintas repúblicas americanas, en las que ve reconocida su labor poética, y la selección de sus poesías en Poesías completas (1911) y Can-tando por ambos mundos (1914), logran alterar mínimamen-te una trayectoria que en 1910 estaba ya consolidada. Los dos libros de versos que Rueda publica en estos años, El mi-lagro de América (1929) y El poema del beso (1932), vienen a incidir en formas de expresión anteriores. Entre la publica-ción de Sinfonía del año (1888) y La procesión de la Naturale-za (1908) median veinte años: los temas de la primera obra proceden de la experiencia directa del poeta, los de la se-gunda, de una experiencia libresca. Pues bien, lo que hace Rueda en sus años finales, convertido ya en una reliquia de sí mismo, es volver a los orígenes, al mar malagueño de su infancia (“Ese mar, ese mar me da la vida”, decía con fre-cuencia). Por eso, más importante que El milagro de Améri-ca, canto a las gestas españolas con el que Rueda quiso pa-gar tributo al heroísmo de sus descubridores y que trasluce un estilo enfático, lo es El poema del beso, serie de sonetos en los que el beso aparece como unión amorosa del cosmos. Compuesto en una época de marcada tendencia naturalis- 13 En la poesía modernista, el cis-ne simboliza la pasión por la for-ma. Así, hay que tener en cuenta los trabajos de E. Figueroa-Amaral, “El cisne modernista”, en H. Casti-llo, Estudios críticos sobre el modernis-mo, Madrid, Gredos, 1968, pp. 299 y ss.; P. Salinas, “El cisne y el búho (Apuntes para la historia de la poe-sía modernista)”, en Ensayos comple-tos, T.III, Madrid, Taurus, 1983, pp. 190-207; P. Salinas, “El olímpico cis-ne”, en La poesía de Rubén Darío, T.II, pp. 58-78; y referente a Rueda, el es-tudio ya citado de Bienvenido de la Fuente, pp. 65-74. 77 ta, hay a lo largo del libro una integración de ciencia y poe-sía, pues ambas tienden a una formulación de lo descono-cido. Basta recordar los dos sonetos titulados del mismo modo “El beso de Dios”, que abren y cierran el libro, lo que le da una clara estructura concéntrica, para darnos cuen-ta del panteísmo inmanentista que impregna el conjunto, sintetizado en los sonetos “El beso humano” y “La atrac-ción universal”, que son los que guardan una mayor rela-ción con las Rimas de Bécquer. Si comparamos el segundo soneto con la Rima IX IX Besa el aura que gime blandamente las leves ondas que jugando riza; el sol besa a la nube en occidente y de púrpura y oro la matiza; 5 la llama en derredor del tronco ardiente por besar a otra llama se desliza; y hasta el sauce, inclinándose a su peso, al río que le besa vuelve un beso. LA ATRACCIÓN UNIVERSAL Sigue el sol a luna, él va tras ella; el río corre al mar, el mar lo llama; va el acero al imán, porque él le ama; a quien mira a lo azul, guiña la estrella. 5 Va una boca a otra boca porque es bella, el pecho va hacia el pecho que lo aclama, la abeja busca la florida rama, y al pararrayos busca la centella. Los orbes planetarios giran, giran, 10 porque otros orbes de sus ejes tiran; Dios lanzó un beso, el cosmos alumbrando. Y miríadas de soles impelidos, vidas, seres, de amor estremecidos, tras del beso de Dios, pasan volando. 78 observamos que, a pesar de la diversidad temática y estrófi-ca, late en ambos poemas una misma correspondencia en-tre los elementos de la naturaleza, tal vez asegurada por una misma corriente clasicista, la del idealismo amoroso que aparece en los poetas cultos del siglo XVI, como Gar-cilaso y Herrera. Es cierto que en la rima de Bécquer la ac-ción del beso, expresada mediante la forma más dinámica del verbo besar, se da una fusión del macrocosmos de la na-turaleza con el microcosmos humano, mientras en el sone-to de Rueda el beso de Dios aparece como origen del cos-mos. Sin embargo, el beso humano como clave y expresión del beso cósmico, que se da también en las Rimas XXIII y XXVIII de Bécquer y en el soneto “El beso humano” de Rueda, es fruto de una misma atmósfera creadora, que al-canza toda una visión del universo en la necesidad de per-seguir la forma. A pesar de las diferencias que se enmarcan en el estilo de época de cada texto, el intimismo sentimen-tal posromántico y el esteticismo plástico modernista, la vi-sión de armonía cósmica y universal, que se da en ambos poemas, afecta a la creación poética, no exenta de la uni-dad a la que el eros impulsa. El beso, con su carácter sim-bólico y sagrado, vendría a ser así la expresión de una po-sibilidad. 14 Al estudiar la influencia formativa en un autor, hay que deslindar lo que éste recibe de la tradición a la que per-tenece. En Rueda la variedad es grande y va desde la acti-tud retórica de Núñez de Arce hasta la evolución simbolis-ta de la vida a la poesía, pasando por el sentimentalismo de Bécquer y el intimismo de Rubén Darío, pero a lo lar-go de su escritura siempre se advierten tres claves o instan-cias básicas: 1) La visión de la naturaleza. Para Salvador Rueda, en quien se da un sentido cósmico de la vida, hay un mismo ritmo entre la naturaleza y el alma, extendiéndose este rit-mo a todo el universo. Rubén Darío lo vio claramente al afirmar, en Semblanzas, que el poeta malagueño es “el hom-bre que tiene confianza con el alma de las cosas, porque es una voz, un órgano de la Naturaleza”. Frente a la naturale- 14 El beso como formulación del deseo, como expresión de su posibi-lidad, ha sido expuesto por R. Bar-thes en su estudio Fragmentos de un discurso amoroso (Madrid, Siglo XXI, 1982, pp. 26-36). Para la relación del poema de Bécquer con el de Rueda, véase el artículo conjunto de J. Mª Díez Taboada y F. Díez Platas, “Gustavo Adolfo Bécquer y Salvador Rueda: El poema del beso”, en Revis-ta de Literatura, 85, enero-junio de 1981, pp. 59-90. En ambos casos, el beso como unión y armonía de to-dos los elementos, fuerzas y seres de nuestro cosmos aparece proyectado sobre una dimensión poética. 79 za aristocrática del poeta nicaragüense, llena de mármoles, cisnes y pavos reales, Rueda canta la multiforme Naturale-za y este sentido integrador hace que vuelva a ella y perma-nezca en el ideal de la memoria (“Yo siempre te adoré, Ma-dre inspirada; / te canté y te ensalcé mi vida entera; / fuiste mi fe, mi pluma, mi bandera, / mi pasión y mi espíritu y mi espada”, escuchamos en el soneto “Purifícame”, del poe-ma Sierra nevada). Además, armonía y ritmo son aplicables tanto al mundo de la naturaleza como al de la poesía, com-parándose la creación natural con la poética (“Un haz flo-recido de iguales acentos, / de versos iguales, de rimas per-fectas, / hay en cada rosa que se abre a los vientos, / hay en cada lirio de tintas selectas”, oímos en el inolvidable poema “El acento en la poesía”, de Trompetas de órgano). En “No-ta del autor”, que figura al frente de Camafeos (1897), Rue-da nos dice que “la Naturaleza viva…procede en sus mani-festaciones, por escalas, por teclados que se enlazan unos a otros constituyendo yuxtaposiciones y vertebraciones del mismo asunto, enlazándolos a Dios”. Nos hallamos con una linealidad próxima a la filosofía evolutiva de Leibnitz, en la que las mónadas se distribuyen jerárquicamente desde Dios a la forma más humilde del universo.15 2) La presencia de lo erótico. En comparación con la poe-sía de la época, hay en la obra de Reina y Rueda una insis-tencia sobre el elemento erótico, pero mientras en la del primero resulta muy escasa la expresión directa de los de-seos eróticos, siendo más abundante la admiración de la belleza femenina, en la del segundo se describe el aspec-to físico de la mujer, llegándose a lo claramente sexual, co-mo vemos en la serie de sonetos de Himno a la carne (1890), obra que en su momento provocó un notable escándalo, y a una valoración positiva del amor carnal. Por otra parte, la exaltación de la belleza clásica, tan frecuente en la época, que combina armoniosamente lo corpóreo y lo espiritual, permite una mayor libertad en la representación de lo eró-tico y una percepción más intensa de la sexualidad. A pe-sar del juicio desfavorable de Juan Valera sobre el Himno a la carne en su artículo “Disonancias y armonías de la moral 15 Para Rueda, la Naturaleza es el tema por antonomasia, el “te-ma que, en cierto modo, engloba a todos los demás”, según señala con acierto C. Cuevas en su “Ensa-yo introductorio” a Canciones y poe-mas (p. LXXV). En cuanto a la rela-ción de naturaleza y poesía, véase el estudio de R. Espejo-Saavedra, Nue-vo acercamiento a la poesía de Salvador Rueda, Universidad de Sevilla, 1986, pp. 125-127. 80 y de la estética”, en el que considera a los sonetos de Rue-da como producto del naturalismo francés y desprovistos de espiritualidad, el poeta malagueño no renunció nun-ca a celebrar la belleza natural de la amada, sobre todo su desnudez, atributo de lo sagrado, sobre la belleza artísti-ca, según vemos en los sonetos tardíos, “Desnudo”, “Una belleza” y “Mujer de moras”, de Fuente de salud (1906). En ellos y otros afines, como los del libro El poema a la mujer (1910), hay una referencia explícita a lo sagrado, estable-ciéndose una íntima relación entre la sexualidad, la natura-leza y la divinidad. El efecto erotizante de un poema como “Mujer de moras” radica en la implicación de lo erótico en el proceso natural (“y, en un abrazo agotador, inmenso, / nos fundimos cual dos enredaderas”, vv.169-170), de la vi-da en el acto creador, arquetípico. En el fondo, sexualidad es poesía.16 3) El culto a la palabra. En el prólogo al libro de Soto Hall, Dijes y bronces (1893), Rueda señala su alejamiento de “un arte que rinde culto, un culto apasionado a las palabras, a los sonidos, a los colores, a las músicas, a las luces, pe-ro que no agarra, no prende a la realidad”. Años más tarde, en la extensa carta a Narciso Alonso Cortés, Rueda habla de su propia empresa poética como “Renovación de valo-res esenciales, aun antes que de forma”, y vuelve a insistir en la emoción y el sentimiento como base de sus poemas. No deja de resultar paradójico que, una vez muerto Darío, que había evolucionado de lo formal a lo íntimo, y con-vertido el modernismo en historia, el poeta malagueño si-guiese mostrando una tendencia a la suntuosidad formal, que define al modernismo en su arranque y donde lo pe-culiar es la sustantivación del color y la musicalidad. En la pugna entre sus aportaciones técnicas y el bagaje libresco de los imitadores franceses, Salvador Rueda fue arrumba-do por la forma retórica y pulida, sin poder llevar a cabo una reintegración de la escritura en la vida. Todo este afán por “esculpir el verso”, por el verbalismo difícil de eludir, frenó bastante la imaginación, no dejándola discurrir li-bremente. Y así quedó Rueda fascinado por la brillantez 16 El acto de escribir implica ya el deseo de ser otro. Para ello se pre-cisa corresponder con todo el ser. Tiene razón Cernuda al señalar que “para Rueda el amor o el deseo son una urgencia de todo el ser, la cual rei-vindica su derecho a realizarse, co-mo forma suprema que para él es de la vida; más aún: el deseo, el sexo, es la vida”, en “El modernis-mo y la generación de 1898”, Prosa completa, Barcelona, Barral Editores, 1975, p. 341. En cuanto a la implica-ción de lo erótico en el cuerpo del lenguaje, véase el estudio de A. Ga-bilondo, Trazos de eros, Madrid, Tec-nos, 1997. 81 exterior, con su limitación y contingencia formales, dete-nido en su evolución. La poesía de la segunda mitad del siglo XIX, que convi-ve con el realismo del teatro y la novela, muestra dos ten-dencias: el idealismo romántico de carácter íntimo y el rea-lismo pintoresco de tipo naturalista. En medio de ambas se alza el verso de Rueda, que capta la visión particular de la naturaleza y expresa el misterio de las cosas con senti-do trascendente (“Vive en cada piedra un ser misterioso / que en vano pretende surgir del reposo / y su propia cár-cel rasgar con su ser”, nos dice en el poema “Las piedras”, de Fuente de salud. Su permanente referencia al orden tras-cendental, a algo que excede al lenguaje y lo ordena sim-bólicamente, constituye su razón de ser. Y entre todos los símbolos hay uno, la caracola, que parece encerrar la clave de su escritura. Podría ser la caracola el animal heráldico de Rueda. ¿No celebró él con brevedad memorable, en el prólogo de sus Poesías, “el zumbido eterno de mi caracola”?. Nacida de la mar y relacionada con el simbolismo de las conchas, que se inscribe en un ritual de fecundidad, per-cibimos en la caracola dos aspectos significativos y comple-mentarios: la relación con las aguas primordiales y su uso como instrumento musical. Gracias a su poder creador, la blanca caracola marina, con su color de luna llena, contie-ne el germen del ciclo futuro, el origen de la manifesta-ción. En su célebre ensayo “El caracol y la sirena”, uno de los más lúcidos sobre el modernismo, escribe Octavio Paz sobre Rubén Darío: “El caracol es su cuerpo y es su poesía, el vaivén rítmico, el girar de esas imágenes en las que el mundo se revela y se oculta, se dice y se calla”. La presencia de esta imagen arquetípica en la escritura de Rueda y Da-río, que ya aparece en un texto de los Upanishad, revela la nostalgia del origen, ese estado de inocencia natural, pro-pio del hombre no escindido. |
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