24
1 Cipriano Rivas Cherif, «Los es-pañoles
y la guerra. El viaje de Va-lle-
Inclán», España, 68, 11 de mayo
de 1916, pp. 10-11.
2 Ricardo Baroja, «Valle-Inclán en
el café», La Pluma, IV, 32, enero de
1923, p. 57.
3 José Moya del Pino, «Valle-In-clán
y los artistas», La Pluma, IV, 32,
enero 1923, pp. 63-65.
4 Ramón del Valle-Inclán, Voces de
gesta, Madrid, Imprenta Alemana,
1911, pero MDCDXII (colofón).
Véanse, M. Abad, «El libro moder-nista:
literatura e ilustración», en
Guillermo Carnero (coord.), Actas
del Congreso Internacional sobre mo-dernismo
español e hispanoamericano
y sus raíces andaluzas y cordobesas,
Córdoba, Diputación Provincial de
Córdoba, 1987, pp. 349-372. Jesús
Rubio Jiménez, «Ediciones teatra-les
modernistas ilustradas y puesta
en escena», Revista de Literatura,
105, 1991, pp. 103-150. Y «Voces de
gesta. Sugerencias de un retablo
primitivo», en Valle-Inclán y su obra,
Sant Cugat del Vallés, Cop d´idees-
Taller d´Investigacions valleincla-nianes,
1991, pp. 467-487. María Pi-lar
Veiga Grandal, «Las ilustracio-
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN EJERCIÓ UN MAGISTERIO impor-tante
no solo en la literatura de su tiempo sino también en
las artes plásticas. Se ha dicho más de una vez, pero todavía
no ha sido estudiado con el suficiente detalle. Entre los pin-tores
que se beneficiaron de sus enseñanzas, expuestas un
día tras otro en las tertulias y ocasionalmente en los artícu-los
de crítica artística que escribió, se encuentra José Moya
del Pino (Priego -Córdoba-, 1891-San Francisco (USA),
1969), tal como él mismo reconoció más de una vez.
Una estrecha amistad unió a los dos personajes hasta
que Moya del Pino emigró a los Estados Unidos a mediados
de los años veinte. La admiración presidió su amistad y don
Ramón, tan poco dado como era a los elogios, no dejó de
referirse al pintor en una entrevista con El Caballero Audaz
como alguien «tan trabajador, tan ilustrado, tan bueno»
(La Esfera, 6 de marzo de 1915). Para entonces hacía algu-nos
años que se trataban y compartían tertulia, escuchan-do
atentos los jóvenes artistas plásticos las reflexiones de
don Ramón. Cipriano Rivas Cherif evocó aquellas reunio-nes
en España el 11 de mayo de 1916 con estas palabras:
Decíame en cierta ocasión don Ramón del Valle-
Inclán que estaba poseído de haber hecho más fructífera
labor educadora desde su rincón del café de Levante,
donde acostumbraba a reunirse a charlar con una peña de
amigos, que todos los catedráticos españoles de Literatura
y Teoría de las Bellas Artes. Nada más justo […] cuantos
frecuentan centros y corrillos artísticos saben, por ejem-plo,
hasta qué punto han influido sus ingeniosos sugeri-mientos
en el criterio de pintores como Anselmo Miguel
Nieto y Julio Romero de Torres, quienes le deben mucha
V JESÚS RUBIO JIMÉNEZ
Universidad de Zaragoza
alle-Inclán retratado por José Moya del
Pino: la melancolía moderna
parte del merecido renombre de que gozan, por sus agu-dos
consejos, primero y, sobre todo, por la sutil interpre-tación
literaria con que ha significado la renovación pictó-rica
que representan en España estos dos jóvenes artistas.1
Ricardo Baroja contaba con palabras similares en
1923 esta labor realizada de manera espontánea en aque-lla
tertulia:
Muchas veces Valle-Inclán ha dicho:
-El Café de Levante ha tenido más influencia en el Arte
y la Literatura contemporánea que un par de Universida-des
y de Academias.
Si se estamparan aquí los nombres de los que se sen-taron
en nuestro rincón quizá los lectores de La Pluma die-ran
la razón a Valle-Inclán.2
Y José Moya del Pino abundó en esta dirección en el
escrito que le dedicó a don Ramón en el mismo homenaje
de La Pluma donde escribía entre otras cosas:
Todas las ediciones actuales que presentan inte-rés
artístico están derivadas de las de sus primeros
libros: sobre todo Voces de gesta, donde don Ramón
puso lo mejor de su gran conocimiento de este arte.3
Exageraba impulsado por la amistad que los unía, pero
lo indiscutible es su profunda influencia en la edición artís-tica
modernista española fundamentada en su conocimien-to
de las artes de libro, que aplicó con decisión en el dise-ño
de sus propias ediciones. Y esta relación entre don
Ramón y el pintor cordobés no se quedó solo en eso, sino
que Moya colaboró intensamente con don Ramón, ilustran-do
parte de sus textos fundamentales. Participó ya en la ilus-tración
de la excepcional edición de Voces de gesta en 19114,
fue contratado por Valle-Inclán para diseñar su Opera
Omnia5, ilustró algunas ediciones sueltas6 y lo retrató en
varias ocasiones. A este último aspecto es al que voy a refe-rirme
en este ensayo. El beneficio fue por lo tanto mutuo,
25
nes de Voces de gesta», Anuario Valle-
Inclán, II, Anales de la Literatura Es-pañola
Contemporánea, 27-3, 2002,
pp. 183-212.
Le acompañaron a Moya del Pino
en la aventura de Voces de gesta Ri-cardo
Baroja, Ángel Vivanco, Rafa-el
Penagos, Anselmo Miguel Nieto,
Aurelio Arteta y Julio Romero de
Torres. Se puede considerar esta
edición un verdadero manifiesto de
los artistas que compartían tertulia
en el Nuevo Café de Levante. Sobre
esta tertulia, Margarita Santos Zas,
«Valle-Inclán, contertulio: el Nuevo
Café de Levante», Ínsula, 738, junio
de 2008, pp. 13-15.
5 Hizo ornamentaciones e ilustra-ciones
para los siguientes volúme-nes
—suelen llevar la inscripción
«José Moia ornavit»—, según su or-den
de aparición y el recuento de
Javier Serrano Alonso: en 1913,
Flor de Santidad (Opera Omnia II), El
embrujado (Opera Omnia IV), Sonata
de primavera (Opera Omnia V), Sona-ta
de estío (Opera Omnia VI), La mar-quesa
Rosalinda (Opera Omnia III),
Aromas de leyenda (Opera Omnia IX),
Sonata de otoño (Opera Omnia VII),
Sonata de invierno (Opera Omnia
VIII), en 1914: La cabeza del dragón
(Opera Omnia X), Romance de lobos
(Opera Omnia XV), Sonata de prima-vera
(Opera Omnia V), Jardín umbrío
(Opera Omnia XII), Sonata de estío
(Opera Omnia VI), El yermo de las al-mas
(Opera Omnia XXX); en 1916:
La lámpara maravillosa (Opera Om-nia
I); en 1917: Sonata de primavera
(Opera Omnia V), Sonata de estío
(Opera Omnia VI), Sonata de otoño
(Opera Omnia VII), Sonata de invier-no
(Opera Omnia VIII), en 1920: Flor
de santidad con Ángel Vivanco (Ope-ra
Omnia II); 1922: La lámpara ma-ravillosa
(Opera Omnia I) y El yermo
de las almas (Opera Omnia XXX).
6 Mi hermana Antonia en El Cuento
Galante. O Cuento de abril. Escenas ri-madas
en una manera extravagante
por don Ramón del Valle-Inclán, Por
esos mundos, 224, septiembre de
1913, pp. 283-292.
pues si el pintor desde su temprano aprendizaje con un pin-tor
religioso en Granada, sus estudios de Bellas Artes y tras
pasar por Inglaterra para estudiar el arte de la ilustración
llegó a consagrarse como uno de los grandes dibujantes del
modernismo español encontrando en los textos de don
Ramón obras maestras a las que aplicar su arte, el literato
se enriqueció con sus singulares trabajos, ya que era un
artista perfectamente idóneo para captar sus dimensiones
simbolistas y capaz de situarlo en el horizonte internacio-nal
que le correspondía.
José Moya del Pino fue un artista muy bien dotado, de
personal y potente estilo, que desarrolló estudiando en la
Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado de
Madrid. Ya en 1908 obtuvo un primer premio en Dibujo y
Paisaje y en 1912 fue becado para continuar su formación
en el Kensington College of Art, de Londres. Viajó, además,
por Francia, Italia y Alemania donde se familiarizó con los
movimientos renovadores de las artes decorativas, que con-tribuyó
a difundir en España en revistas como La Esfera, Por
esos mundos o Voluntad. Ilustró también numerosos libros
modernistas de poetas como Francisco Villaespesa (La tela
de Penélope, 1913), Adolfo Aponte (Paisajes del alma, 1913) o
Miguel de Unamuno (cubierta de El Cristo de Velázquez).
Desde los años diez era un conocido retratista y para él
posaron a comienzos de los años veinte el rey Alfonso XIII,
que se convirtió en amigo y protector del pintor, o el Duque
de Alba.
Moya del Pino se benefició, sin duda alguna, de las
intuiciones e ideas valleinclanianas sobre la plástica aplica-da
a la edición literaria, pero no se deben olvidar su poten-te
personalidad y la sólida formación sobre la que opera-ban.
Aunque se han dedicado algunos estudios al análisis
de su colaboración falta no poco que clarificar de este
fecundo diálogo de artes y artistas, que es un verdadero hito
del mejor modernismo español.7 Virginia Garlitz ha seña-lado
numerosas similitudes entre las ideas estéticas expues-tas
por don Ramón en La lámpara maravillosa y las que Moya
del Pino sostuvo en varias conferencias y en su ensayo «The
26
7 Se pueden añadir trabajos como
los de Eva Lloréns, Valle-Inclán y la
plástica, Madrid, Ínsula, 1975. Mar-garita
Santos Zas, «Valle-Inclán de
puño y letra. Notas a una exposi-ción
de Romero de Torres», Anales
de la Literatura Española Contemporá-nea,
23, 1998, pp. 405-450. Jesús M.
Monge, «Valle-Inclán y las Bellas
Artes (1889-1915)», Cuadrante, 6,
enero 2003, pp. 20-47. O más espe-cíficos
sobre obras concretas, ade-más
de los ya citados sobre Voces de
gesta, los trabajos de Virginia Gar-litz,
sobre La lámpara maravillosa, se-gún
se ve después. O Jesús Rubio Ji-ménez,
«La lógica de la supersti-ción
en El embrujado de Valle-In-clán
», Anales de la Literatura Españo-la
Contemporánea, 28-3, 2003, pp.
123-154.
Universality of Velázquez», publicado en la revista Philadel-phia
Forum en abril de 1925, cuando viajó a Estados Unidos,
acompañando una exposición patrocinada por el rey para
fomentar la amistad hispano-norteamericana, que consistía
en 41 copias de Velázquez realizadas por Moya del Pino
durante cuatro años más algunos retratos originales suyos,
incluido el del rey.8
Moya conocía en profundidad la estética
valleinclaniana tras haber compartido tertu-lia,
haber diseñado La lámpara maravillosa—
sus imágenes contienen todo un programa
interpretativo del tratado— y haber asistido
en 1916 al curso de estética que dictó don
Ramón en la Academia cuando fue nombra-do
catedrático de estética. Como Valle-
Inclán, sostenía que los estilos y las teorías
del arte cambian, pero los artistas modernos
deben buscar en los maestros antiguos un
modo de dar a su arte la solidez y la durabi-lidad
del verdadero arte. Rafael, Leonardo y
Velázquez serán los modelos aducidos y en
particular el último fue cuidadosamente
analizado por él al igual que lo había sido en
La lámpara maravillosa. En Velázquez encontraba el pintor
modélico en el que se unían lo antiguo y lo nuevo. Su arte,
como el de Valle, buscaba una unión de contrarios y sus
pinturas eran el resultado de procesos de síntesis, que res-cataban
lo representado de su mera circunstancia tempo-ral
para situarlo en un plano superior, el de la evocación y
la resonancia, que activan los mecanismos del recuerdo. Y
como a Velázquez, en opinión de Virginia Garlitz, a Moya
le preocupaba llegar a pintar la vida interior de los retrata-dos
mucho más que sus simples proporciones físicas. Era lo
que distinguía, en su opinión, a los retratos de Velázquez,
una peculiar elegancia, nacida de la relación entre el artista
y sus modelos, de los que seleccionaba sus posturas más
nobles y representativas. Y con estos presupuestos abordó,
si no estoy equivocado, sus retratos de Valle-Inclán.
Valle-Inclán
por JOSÉ MOYA DEL PINO,
1913
27
8 Pude leer este ensayo hace
tiempo por cortesía de Virginia
Garlitz, que conoce mejor que na-die
la vida y la obra de Moya del Pi-no
en Estados Unidos.
28
9 Entre los últimos trabajos que se
le han dedicado, véanse mi libro
Valle-Inclán caricaturista moderno.
Nueva lectura de Luces de bohemia,
Madrid, Fundamentos-Monografí-as
RESAD, 2006, en particular el ca-pítulo,
«Juego de espejos: retratos y
caricaturas de Valle-Inclán», pp.
167-308. Y el catálogo de Javier Se-rrano
Alonso y Amparo de Juan Bo-lufer,
Valle-Inclán dibujado / debuxa-do.
Caricaturas y retratos del escritor /
Caricaturas e retratos do escritor (1888-
1936), Lugo, Concello de Lugo-Cá-tedra
Valle-Inclán, 2008.
10 Moya del Pino, El Gran Bufón,
II, 4, 12 de enero de 1913. Ilustra el
artículo de Joaquín López Barbadi-llo,
«España famosa. Don Ramón
María.»
Valle-Inclán no colaboró nunca en
esta revista madrileña, publicada
entre 1912-1913, pero tuvo en ella
cierta presencia dado que era una
de las siluetas más conocidas de la
corte. Sandra Domínguez Barreiro,
«La presencia de Valle-Inclán en El
Gran Bufón, una revista literaria de
principios de siglo», Cuadrante, 14,
2007, pp. 49-59.
Cuando Moya del Pino retrató a don Ramón este era ya
una de las siluetas más célebres de la Corte. Literatos y pin-tores
se venían afanando en su interpretación desde hacía
años, atraídos por su singular figura y por la gran capacidad
de fascinación que ejercía entre cuantos se encontraban
con él. El gran acervo de imágenes a que dio lugar esta
admiración es hoy un atractivo tema de estudio al que se le
va prestando cada vez mayor atención.9 Al menos en tres
ocasiones Moya del Pino retrató a su admirado maestro,
variando en una cuarta una de las imágenes anteriores.
Si seguimos el devenir cronológico, el primer retrato lo
encontramos en El Gran Bufón, que era una de las revistas
renovadoras tanto literaria como plásticamente editadas
en los años diez.10 Este retrato de Moya fue concebido para
acompañar una semblanza literaria de don Ramón. La
imagen del escritor ya está configurada en sus rasgos fun-damentales:
las gafas, la ondulante y larga barba, la mano
derecha sarmentosa y la manga vacía correspondiente a su
brazo izquierdo. Todo ello dota de un aspecto austero a la
figura subrayado por la vestimenta negra. Joaquín López
Barbadillo en su retrato literario lo identifica con el tipo
del hidalgo español proveniente de un vetusto y mitifica-do
linaje:
Este hidalgo español, admirable en su vida y en sus li-bros
y prócer en su nombre, era ya un hijo predilecto de
la Fama a la hora en que nació. Desde que en el milagro
orgánico y sagrado del vientre maternal comenzara a for-marse,
ya su ser merecía un cántico de sones rumorosos y
vibrantes como de besos de mujeres y chocar de espadas.
Ramón María de Asís del Valle-Inclán y Montenegro era la
encarnación de dos linajes que no tienen par en las histo-rias
polvorientas de la sangre azul ni en el hermoso nobi-liario
de las almas.
En su blasón se puede leer la mitad de la crónica áu-rea
de la grandeza hispana. Desde que los monarcas con-quistadores
de Granada dieron la ejecutoria de un escudo
al señor de Bradomín, don Pedro Aguiar de Tor —llama-do
el Chivo y también el Viejo—, cada hombre nuevo en esa
raza llevó un nuevo cuartel al escudo. Y yo sé que, además,
29
cada hembra tuvo unas armas principescas en la rosa de
gules de sus finos labios.
Valle cuenta ascendientes magníficos y crueles, humanis-tas,
aventureros, abades, virreyes, santos y demoníacos. Y la
fe, la fiereza y la sensualidad dieron su alteza a este linaje.
Toda la semblanza es una mezcla de literatura con
hechos reales, aprovechando a continuación la leyenda que
Valle tejió sobre sus andanzas americanas, rememorando
además sus difíciles comienzos literarios y la falta de reco-nocimiento
todavía de sus escritos. Una de sus creaciones
más potentes hasta ese momento, el marqués de Bradomín,
contamina su propio retrato. El periodista, con todo, hace
votos de que no será así en el futuro concluyendo su retra-to
con un logrado párrafo:
Y en los siglos futuros, a don Ramón María de Asís del
Valle-Inclán y Montenegro, emperador del Habla y señor
del Ensueño; poeta a las veces como un ángel y a las veces
demonio «con barbas de chivo», los hombres de la Puebla
del Deán le llamarán el Chivo y sus nietos el Manco. Pero
las letras españolas le llamarán el Grande.
Este es el texto sobre el que ideó su interpretación sim-bólica
el dibujante, recalcando los rasgos hidalgos de don
Ramón, su seriedad y altivez, su singular elegancia. El paisa-je
sobre el que se sitúa la figura tiene también su importan-cia:
se trata de un paisaje campesino lleno de resonancias
clásicas, ajustándose al mundo evocado por las Sonatas, con
su ambientación latina y toscana en algún caso: las ondu-lantes
colinas están punteadas de cipreses y salpicadas de
evocadoras ruinas antiguas: un templo, la estatua o la figu-ra
de un fauno, etc.
Y en la parte superior izquierda se incluye un blasón
que recuerda el que Valle utilizó en su Opera Omnia, enno-bleciendo
sus escritos con la referencia a su pertenencia a
una familia con ancestros nobles. Era un primer intento de
interpretación del personaje bastante acorde con una de las
tendencias más repetidas en aquellos años por los pintores
a la hora de retratar al escritor gallego.
De los retratos de Valle-Inclán que realizó Moya del
Pino el más difundido ha sido el segundo que estudiamos,
cuya difusión corresponde nada menos que a la página de
presentación de La lámpara maravillosa, el volumen inicial
de la Opera Omnia en el que el escritor expuso su ambicio-so
programa estético.11 Virginia Garlitz es quien más se ha
ocupado del trabajo como ilustrador de Moya del Pino en
este libro y también de ahondar en las claves esotéricas de
tan singular tratado de estética.12 Con buen criterio llama
la atención sobre la importancia de las discusiones habidas
en la tertulia del Nuevo Café de Levante donde, además de
los artistas plásticos mencionados, concurrían escritores
interesados en formas filosóficas marginales como la teoso-fía
o el espiritismo: Rafael Urbano, Rubén Darío, Ciro Bayo
o Ernesto Bark, entre otros.13 Allí se discutía de todo y allí
se forjó Moya del Pino esta sugestiva imagen de don Ramón
con apariencia de rabino iniciado en los conocimientos
cabalísticos y teosóficos.14 En La lámpara maravillosa don
Ramón hizo un enorme esfuerzo sincrético de ideas y lo
presentó sometido a una minuciosa y disciplinada organi-zación
numérica. La lámpara maravillosa es una exposición
de la vida como obra de arte ella misma, exigente como una
verdadera profesión religiosa.15
30
11 Moya del Pino, «Don Ramón
María del Valle-Inclán», en Ramón
del Valle-Inclán, La lámpara maravi-llosa,
Madrid, SGEL, Imprenta He-lénica,
1916.
12 Virginia Garlitz, «Moya del Pi-no.
Ilustrador y colaborador de Va-lle-
Inclán», en Félix Menchacatorre
(ed.), Ensayos de literatura europea e
hispanoamericana, San Sebastián,
Universidad del País Vasco, 1989,
pp. 179-185. Y «Moya del Pino´s
Illustrations for La lámpara maravi-llosa
», en Nora Marjal-McNair
(ed.), Selected Proceedings of the “Sin-gularidad
y Trascendencia” Conference.
A Semicentennial Tribute to Miguel de
Unamuno, Ramón del Valle-Inclán
and Federico García Lorca, Boulder,
Society of Spanish and Spanish-
American Studies, 1990, pp. 183-
206. Y ahora en El centro del círculo:
La Lámpara maravillosa, de Valle-In-clán,
Universidad de Santiago de
Compostela, Cátedra Valle-Inclán,
2007.
13 Un listado amplio de asistentes
a aquellas tertulias en Melchor Fer-nández
Almagro, Vida y literatura de
Valle-Inclán, Madrid, Editora Nacio-nal,
1943, p. 107.
14 Ramón Gómez de la Serna en
su biografía de Don Ramón María
del Valle-Inclán, Buenos Aires, Espa-sa
Calpe, Colección Austral, 1944,
p. 89, lo llamó también «el rabino
del arte», haciendo suya esta repre-sentación,
quizás recordando el re-trato
de Moya del Pino.
15 Jesús Rubio Jiménez, «Valle-In-clán
y el arte de la vida. Una lectu-ra
de La lámpara maravillosa», en Jo-sé
Luis Rodríguez (ed.), Una apro-ximación
al pensamiento de la Genera-ción
del 98, Zaragoza, Ibercaja, 1998,
pp. 115-133. Y en Valle-Inclán carica-turista
moderno, ob. cit., en especial,
pp. 190-200, donde pueden verse
otros retratos que insisten en el as-pecto
entre ascético y cabalista del
escritor.
En su xilografía, Moya del Pino representa a don
Ramón sentado como un rabino que estudia concentrado
la cábala cubierto con su turbante y su mantón. De no estar
habituados a la imagen del escritor y sobre todo si no la
halláramos como frontispicio de su tratado de estética, difí-cilmente
lo identificaríamos. Tan atrevida ha sido la elec-ción
y tan acentuada ha sido la representación simbólica
del retratado. Porque el resto de la decoración que lo arro-pa
como fondo del cuadro no es menos sorprendente: una
espada (en forma de luna creciente), un rosario y reloj de
arena, acaso signos de la preocupación religiosa como bús-queda
de lo permanente en contraste con la acidia produ-cida
por el paso del Tiempo. Sobre una mesa, con recado
de escribir y diferentes libros, se avista una lámpara con sus
tres mechas apagadas. La verdadera luz que busca parece
venirle más bien del libro que tiene entre las manos y que
lee ensimismado: La lámpara maravillosa. Y completa la
decoración de la estancia un escudo de armas colocado en
la parte superior derecha con las armas de los Valle caste-llanos.
Ayuda a su manera a concretar el retrato y la perte-nencia
del retratado a una estirpe.
Se trata sin duda de un retrato simbolista. Mi lectura
puede ser precisa o parcialmente errada, pero en todo caso
es una de las imágenes de Valle-Inclán que más y mejor
expresan la complejidad del personaje y del mundo de bús-quedas
estéticas en que se hallaba empeñado. Transmite
bien el ensimismamiento del escritor aplicado a descifrar el
sentido de la vida y del mundo, que procuró explicar en su
tratado con procedimientos en sí mismos evocadores de
formas de reflexión estética sancionadas por varios siglos de
tradición.
El 12 de octubre de 1919, la revista Voluntad publicó la
primera versión del poema «Karma», de Valle-Inclán.16 Es
una edición bellamente ilustrada por Moya del Pino quien
mantuvo las líneas decorativas de Opera Omnia y creó dos
imágenes para la ocasión. La primera de ellas un dolmen y
la segunda, una variación del retrato de La lámpara maravi-llosa
que acabo de comentar. Es un poema concebido en la
31
16 Esta revista quincenal madrile-ña
se publicó entre los años 1919-
1920, muy cuidada artísticamente,
es una de las manifestaciones más
depuradas del modernismo castizo,
que acabó traduciéndose en una
exaltación del llamado estilo español.
José Moya del Pino fue uno de sus
ilustradores más constantes. Valle-
Inclán figura en la lista de colabora-dores
literarios. En los pocos núme-ros
que he tenido ocasión de revisar
solamente aparece este poema.
32
17 Valle-Inclán, «Karma», Volun-tad,
1919, I, 1, 1 de enero de 1919,
s. p. Actualizo la acentuación.
más estricta estética de su tratado y destinado a ser una de
las claves fundamentales de sus Claves líricas:
Quiero una casa edificar
Como el sentido de mi vida,
Quiero en piedra mi alma dejar
Erigida.
Quiero labrar mi eremitorio
En medio de un huerto latino,
Latín horaciano y grimorio
Bizantino.
Quiero mi honesta varonía
Transmitir al hijo y al nieto,
Renovar en la vara mía
El respeto.
Mi casa, como una pirámide,
Ha de ser templo funerario,
El rumor que mueve mi clámide
Es de Terciario.
Quiero hacer mi casa aldeana
Con una solana al oriente,
Y meditar en la solana
Devotamente.
Quiero hacer una casa estoica
Murada en piedra de Barbanza,
La Casa de Séneca, heroica
De templanza.
Y sea labrada de piedra,
La Casa-Karma de mi clan,
Y un día decore la yedra
Sobre el Dolmen de
VALLE-INCLÁN17
El poema se integró en sus Claves líricas ocupando,
como he señalado, un lugar privilegiado: es la clave
XXXIII que constituye el cierre del libro. El propio núme-
33
ro no debe ser accidental. Poema de síntesis de contrarios
y de expresión de los sentimientos más hondos. Poema que
cierra un ciclo y que mira inequívocamente hacia La lám-para
maravillosa y su propuesta de construir la propia vida
como una obra de arte, sintetizando en ella actitudes vita-les
diferentes y filosofías diversas. Miraba el escritor hacia
esas míticas piedras que representan los ancestros más
remotos de la propia procedencia cultural —los dólme-nes—
a la par que pensaba edificar su propia casa con un
valor simbólico similar, lograda una casi imposible síntesis
de contrarios contraponiendo a lo ancestral lo inequívoca-mente
moderno.
Moya del Pino se apropió del sentido último del texto,
destacando al comienzo el simbólico dolmen. Y no encon-tró
mejor manera de cerrar a su vez su trabajo que inclu-yendo
una variación sobre el ya célebre retrato que hiciera
como frontispicio del tratado estético del escritor. Suprimió
los signos del fondo, sustituyéndolos por un paisaje abierto
frente al cual Valle-Inclán lee su tratado, centro de su
mundo, identificado con Galicia, el lugar donde se había
asentado el escritor y donde trataba de sacar adelante su
casa, fundada tanto en lo ancestral como en lo moderno.
El retrato de Moya del Pino que incluyó la revista
La Pluma en el número de homenaje al escritor gallego es
el retrato que prefiero de Valle-Inclán de
cuantos conozco por su sobriedad y por
la seguridad con que ha sido realizado.18
En esta xilografía han desaparecido los
elementos exteriores que pueden distraer
la atención. El fondo es apenas un pai-saje
sugerido y resuelto mediante el con-traste
entre luces y sombras. Toda la aten-ción
se centra en el busto del retratado,
que tiene la cabeza ligerísimamente incli-nada
hacia adelante y medita —o quizás
lee—, ensimismado. Es su mundo interior
lo único que parece importarle y nada
exterior distrae ya su atención.
18 Moya del Pino, La Pluma, Ma-drid,
IV, 32, enero de 1923, p. 64.
Valle-Inclán tuvo un papel medular
en toda la singladura de la revista
La Pluma, promovida por escritores
amigos suyos. Allí dio a conocer im-portantes
textos suyos y el segui-miento
crítico de sus avatares fue
excepcional. Véase, Eliane Lavaud
y Jean Marie Lavaud, «Valle-Inclán
y La Pluma», La Pluma (Segunda
época), 2, septiembre-octubre de
1980, pp. 34-45.
Forma serie con los mencionados antes, sobre todo con
el que sirvió de frontispicio de La lámpara maravillosa. Pero
aquí el proceso de simplificación se ha culminado. De la
figura ha desaparecido el turbante y la representación del
escritor se centra completamente en su busto como si el
desarrollo de su personalidad lo hiciera llenar cada vez más
su mundo y en consecuencia el cuadro. Solo el manto que
lo cubría permanece, pero sin que nada permita darle un
segundo significado como no sea relacionándolo con los
anteriores.
El retrato desprende una honda melancolía que permi-te
integrarlo en una larga serie occidental que cuenta con
señeras referencias y en particular las representaciones que
Alberto Durero legó a la posteridad en algunos de sus gra-bados
más célebres, que eran, dicho sea con toda intención,
muy estimados en los círculos en los que se movió Valle-
Inclán. Bastará con unos apuntes para certificarlo. Uno de
los programas de renovación artística que se promovió
desde la tertulia del Nuevo Café de Levante tuvo que ver
con la dignificación de la ilustración artística. Y uno de los
maestros evocados fue Alberto Durero en quien se recono-cía
uno de los maestros absolutos del dibujo occidental.
Más de una vez se refirió Valle-Inclán al genuino arte del
pintor tudesco y la emblemática revista La Estampa, de la
sección de grabado del Círculo de Bellas Artes y que fue
publicada entre 1913 y 1914, no dejó de dedicarle un artí-culo
referido a los grabados de la temática que aquí impor-ta:
San Jerónimo, emblema de la dedicación intelectual, y La
melancolía, que tan bien representa como la pasión por el
conocimiento acaba traduciéndose a la larga en una aguda
conciencia de los límites para alcanzarlo. El ensimisma-miento
melancólico acaba siendo la postura más habitual
en quien dedica su vida a desentrañar el sentido de la vida
y del mundo.19
Estos célebres grabados fueron muy estimados en los
círculos en los que se movía Valle-Inclán y no sería compli-cado
demostrar el valor modélico que el de San Jerónimo
tuvo en algunos otros retratos del escritor.20 En cuanto a La
34
19 Manuel Abril, «Alberto Durero
grabador», La Estampa, 6, 15 de ma-yo
de 1914.
20 La indagación en el ascetismo
estético de Valle-Inclán nos llevaría
muy lejos. Pero hay que recordar al
menos aquí que fue una de las face-tas
de su personalidad que los artis-tas
plásticos intentaron representar,
a veces, extremando la representa-ción
al punto de que nos acerca-mos
a la iconografía tradicional de
San Jerónimo. Carol Maier se refi-rió
al cuadro de José Gutiérrez So-lana,
El ermitaño (1904-1907), dedi-cado
«al gran escritor Valle-Inclán»,
que según el estudioso del pintor
José Luis Barrio Garay no debe con-siderarse
un retrato sino una metá-fora
del escritor. Habría desapareci-do
el retrato literal para pasar a
ocupar su lugar la completa inter-pretación
simbólica del retratado.
Anselmo Miguel Nieto, Penagos,
Echea, Bagaría y otros ensayaron
retratos en esta dirección.
Véase, Carol Maier, «De cifras, des-ciframiento
y una lectura literal de
La lámpara maravillosa», en Summa
Valleinclaniana, Barcelona-Santiago
de Compostela, Anthropos-Consor-cio
de Santiago, 1992, pp. 237-245,
en especial, pp. 230-231.
melancolía, en el contexto en el que hablamos, no resulta
extraño que fuera utilizada como cubierta de El árbol de la
ciencia (Madrid, Renacimiento, 1911), de Pío Baroja. Como
no lo es tampoco que la editorial de Rafael Caro Raggio —
el cuñado de los Baroja— utilizara desde los años diez
como imagen de su sello editorial la silueta del retrato de
Erasmo de Rotterdam (1523, Museo del Louvre), de Holbein
el Joven, que no disuena en su posición y en su sentido con
los de los retratos de Moya del Pino que estoy comentando.
Retrato no menos célebre que el que grabó Alberto Dure-ro
en 1526 del admirado humanista y donde también com-parece
en su escritorio rodeado de libros. Una situación en
último término no muy diferente a la de San Jerónimo en su
celda rodeado de infolios. Fue al parecer frecuente este
tipo de retratos en el Renacimiento, presentando a los
retratados en su rincón de estudio y rodeados de un bien
tan precioso entonces como eran los libros todavía envuel-tos
en el halo sacralizador del saber que se expandía desde
la Biblia sobre cualquier otro escrito. Alberto Durero, ade-más,
completó su imagen con textos en latín y griego, escri-biendo
en este idioma el sentido último de su retrato. Era
un homenaje al admirado maestro humanista y por eso no
es raro que la traducción del texto griego sea: «La mejor
imagen de Erasmo, sus textos la proporcionarán». Quizás
Moya del Pino quiso decir algo parecido con sus retratos de
homenaje a Valle-Inclán, haciendo que resonara en ellos
esta honda tradición, que valora tanto el saber como su
vanidad: Ars longa, vita brevis.
Hay que concluir. Es probable que Moya del Pino hicie-ra
algún otro retrato del maestro, pero en todo caso estos
tres —y su variación— ya son suficientes para ensayar una
interpretación acerca de cómo veía el pintor al escritor y
cuáles fueron los rasgos que destacó de su personalidad al
fijarla con sus útiles de trabajo proponiendo, como en él
era frecuente, una interpretación simbolista, que trascien-de
a la mera representación mimética. Particularmente en
los últimos buscó, además, cierto primitivismo y tosquedad
que realzan todavía más las figuras. Las circunstancias que
35
rodean a cada uno de los retratos refuerzan esta idea y que
no se trataba de trabajos azarosos sino realizados en
momentos clave de su relación y para acompañar a textos
de don Ramón medulares en la formulación de su estética.
Dicho de otro modo, los retratos de Moya del Pino son el
resultado de meditados análisis de qué significaba el retra-tado
para él, son sucesivos retos por mostrar plásticamente
más que unos rasgos físicos el perfil de una personalidad de
gran potencia interior y cómo se expandía esta hacia el
exterior. Si en el primero de ellos continúa imponiéndose
la imagen de don Ramón identificada con la de un hidalgo
que tanto predicamento tuvo a comienzos de los años diez,
después le importó mucho más sugerir la complejidad de
su mundo interior, de artista centrado en trasladar al papel
vivencias más profundas y misteriosas. Al afán por desentra-ñar
los misterios de la existencia, le sigue la desazón y la
melancolía de saber que no se logrará satisfactoriamente.
A la postre hay que concluir que pocas veces un artista
captó y expresó con tal rotundidad la singular personalidad
de Valle-Inclán, quizás ninguno.
36