(Trabajo inédito de la serie Cucnios ds Mtdicos Canarioos)
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En la segunda mitad del siglo pasado, la vida médica
en Las Palmas transcurría plkida y serenamente. Unas
pocas operaciones quírtirgicas realizadas en el hospital de
San Martín y algunas, muy raras, en los domicilios parti-culares,
eran noticias comentadas por los habitantes de la
ciudad; el resto de la prkcticn profesiowkl se reducía a
consultas de los enfermos en los despachos y a visitas
efectuadas R pie o en coche apropiado, a los pacientes que
Se veían obligados a permanecer en sus camas por exigir-lo
la naturaleza de la enfermedad.
La profesión no había llegado a democratizarse en el
sentido amplio de la palabra y los médicos poseían la su-ficiente
personalidad para que el pueblo les guardara el
respeto y consideración debidas. Vestía con toda pulcri-tud,
cubriendo su cuerpo con levita y chistera impecables,
leontina de oro sostenida por reloj tambien de oro que
transmitía su latido a trav& del bolsillo del chaleco en
que estaba guardado y bastón con puño de plata, para dar
a SUS pasos, por las calles, el compás aristocratice de los
que nacieron para desempeñar un papel importante sobre
la tierra. iTa era la fe y la devocidn que despertaban los
médicos llamados de cabecera y tal la confianza en ellos
depositada, que n1B.s de una vez su misidn, limitada al
ejercicio de la carrera, se extendía al seno de las familias
resolviendo con sus consejos los problemas que en ellos
SC planteaban.
Del grupo de estos hombres de ciencias, formaba par-te
don Gregorio Chil Naranjo. Patricio benemerito, SUPO
rebelarse contra el ambiente de estulticia e ignorancia que
existía en la isla, creando una institución, legítimo orgullo
del archipiélago, destinada a guardar los objetos naturales
esparcidos y recogidos en SUS distintos sitios para el es-tudio
y conocimiento de los aborígenes. Esta institucion,
honra y prestigio de la naciõn, conocida con el nombre de
El Museo Camwio, estuvo instalada durante muchos anos
en el piso alto del Ayuntamiento de Las Palmas, como
deposito de sus esplendidas colecciones de morleros, ins-trumentos
de piedra, pieles cosidas, esteras, cerámica,
conchas de moluscos, insectos y cuantos elementos valio-sos
fueron encontrados en las exploraciones y excavacio-nes
llevadas a cabo desde su funclacion. Se conservaban
ademas magnificos ejemplares de cráneos y huesos huma-nos
con sus curiosas anomalías de osificacibn, fracturas,
osteitis, exbstosis y momias que han dado lugar a publi-caciones
interesantes sobre el origen de los primitivos ha-bitantes
de las islas.
Fue su iniciador, como acabo de decir, el cloclor Chil
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y Naranjo y colaboradores otros campaneros y personas
de la ciudad unidas en el sacrosanto amor a la pequeña
patria. Inaugurado en 24 de mayo de 1880, continúa siendo
el centro de investigacion y reunidn de los hombres aman-tes
del saber y uno de los tesoros que guarda Gran Ca-naria
como muestra relevante de su participación en el
adelantamiento y progreso de la historia cle Canarias. Para
sostenerlo donó la casa en que está hoy situada, la biblio-teca
y su fortuna.
Don Gregorio, como corrienlemente le llamaban sus
pacientes y conocidos y Hermano Chil como le decían los
que a él se referian en conversaciones particulares, hizo
SU carrera en la Facultad de Medicina de París, donde ad-quirid
su aficidn a los estudios de Antropología, cultura y
cktincibn en el trato social. Ejerció durante poc0 tiempo
la profesión en Las Palmas, pues dominado por la idea
de fundar el Museo, a ella se entrego por entero, dando10
a conocer a los científicos nacionales y extranjeros y en-riqueciéndolo
con las espléndidas colecciones que compo-nen
su acervo. Formó parte, por lo tanto, de aquel grupo
de varones ilustres que prestigiaron la isla durante la se-gunda
mitad del siglo XIX, laborando por su engrandeci-miento
y profundizando en los misterios que oscurecían
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] averdadera genesis y evolucibn del archipiklago canario,
Había perdido la fe en los medicamentos y sus prescrip-ciones,
se reducían a los llamados remedios caseros; infu-siones,
lavativas, unturas, sudores, cataplasmas, bafios de
asiento, etc., etc., eran los recursos de que se valía antes
de someter a suS pacientes a las torturas de los prepara-dos
farma&uticos e inyecciones.
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Un día cayó enfermo un familiar con la sintomatología
propia de un cdlico intestinal, Sus continuos ayes de do-lor
seguidos de deposiciones líquidas, que de momento le
aliviaban, y sus constantes movimientos en la cama, bus-cando
posición que le permitiera descansar, hiciéronle pe-dir
los consejos de su tío para que el mal desapareciera.
Habfa estado la larde anterior de paseo por IR playa de
Las Canteras dando distraccibn al alma y descanso a su
cuerpo, sin haber probado alimento alguno, ni ingerido la
m8s pequefia cantidad de alcohol. A pesar de estas ma-nifestaciones
puestas en claro por el muchacho, don Gre-gorio
creyó, sin hacer caso de esta declaración reiterada,
que la causa del c6lico obeclecía a la ingestión de alguna
sustancia en mal estado o a la de alguna bebicla fuerte
que le hubiera intoxicado. En vano el enfermo trataba de
convencerle del error en que estaba sunlido, y decidió
callarse.
-¿Qué has comido, que has comiclo? -le pregunt6 en
tono imperativo, mirfindole la cara y sin darle tiempo para
responder. 6.Petz’t-pois con burgados? CLangosta en lata?
-INO, tío Gregorio! -contestaba quejosamente y las-timero,
mientras se revolcaba en; el lecho.
--<Carne de Chkago? ¿Banaws con ron?
-iNo, tío Gregorio! -volviõ a responderle llorosa-mente,
apret8ndose el vientre con las manos.
-&Sopa de mariscos?
Y en vista de que el venerable patricio no se dejaba
convencer por aquellas palabras, optó por doblar la cabeza
y amularse en la almohada. Al verlo en esta actitud, ex-clamó
clon Gregorio, decidido:
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-1No te acoquines, no te acoquines! iTe mandar& una
infusión de valeriana como antiespamódico, pues si te meto
en la farmacopea te vuelvo pavo!
III
No lue político, pero aceptb una diputación provincial
para obtener, entre otras cosas, el capital que el doctor
Mena había legado para la construccidn de un hospital en
La Ampuyenta que retenía indebidamente la Diputación.
Cuando fue miembro propietario, contaba don Gregorio
con bastantes afíos. De mcdiann cstaturn, rechoncho y re-dundante
en su manera de ser, poseía bigote blanco y
vestía, como todos los médicos de SU época, con levita y
chistera, leontina de oro y bastón con puño de plata. En
cambio cuando se embarcaba para Santa Cruz de Tenerife
a cumplir con sus deberes ciudadanos, lo hacia con un
amplio chaque azul cruzado por la correa que sostenía la
cartera de viaje y un maletín liviano de color negro.
Desde que ponía los pies a bordo del buque que lo
trasladaba a la capital de la provincia, no cesaba cle ha-blar
con cuanto pasajero enconti”aba en los pasillos o en
la cubierta. Este defecto o virtud que tienen muchos de
los nacidos, no le sirvió de obstdculo para oir con toda
atención 8 cualquiera persona que le refiriera noticias es-peluznantes,
m&xime si eran producto de la imaginación.
Una vez fue su compafiero de viaje un amigo que tenía
fama de charlat8n y embustero y de acompafiar las frases
que decía con la misma expresibn de rostro y mímica que
ponen los grandes actores en sus narraciones dramaticas.
Nuestro protagonista le oia ensimismado durante las horas
de la noche en que transcurría el viaje, sobre todo cuando
hacía alusidn a la serie de inmoralidades, malversaciones,
chanchullos y contrabando de armas que los insurrectos
recibían de nuestra marina de guerra durante las batallas
sostenidas por la independencia de Cuba. Amante y ena-morado
de las virtudes ‘J’ progresos de l?rancin, las cosas
de España le parecían hijas del abandono de sus autori-dades
y de la conducta maléfica de sus encargados. Este
juicio que tenía de sus compatriotas, le ayudaba a tragarse,
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como pan bendito, la serie de mentiras lanzadas por su
amigo, 8 las que sazonaba con su comentario favorito:
-iHermano, hermano, esas cosas ~610 se pasan en Es-pafia!
-Y cerrd la boca en señal de aprobacibn.
Al llegar a Santa Cruz acostumbraban los diputados
provinciales a hospedarse en el Hotel Camacho situado en
la Plaza de la Constituciún. En cierta ocasión decidieron
darle una broma poniendo la firma, doctor W’Z, al pie de
cada una de las tarjetas que el camarero entregaba para
conformitlwd y control de los gastos extraordinarios efec-tuados
por cada uno de ellos. Pero, cuando, llegado el mo-mento,
le fueron entregados para su abono, no es para des-crita
la cara de sorpresa que puso, arrugando el entrecejo
y elevando los hombros, por estar convencido de que no
se había propasado del menú de cada día. Prntcst6, comn
era de esperar, con vehemencía, exclamando con voz mas-cullada:
-iPero, hermano, si yo no he consumido todo esto!
-Sefior don Gregorio, así consta en las tarjetas.
-1Herman0, hermano, eso sdlo se pasa en Uspafía!
Y no pag6.
IV
En la Diputacidn, centro político encargado de admi-nistrar
los intereses comunes del archipiklagn, los miem-bros
pertenecientes a cada una de las islns acudían en las
fechas sefialadas por la legislacidn vigente. Casi siempre
la presidía un diputado por la isla de Tenerife y casi siem-pre
vencían en las votaciones celebradas al efecto, por te-ner
mayoría los electos por las cuatro islas occidentales,
Don Gregorio la tenía calificada como Inquisidora de Gran
Canaria, rememorando los tristes tiempos del Tribunal del
Santo Oficio, pues, en mas de una ocasidn, tuvieron que
salir y embarcar nuestros diputados custodiados por la
fuerza ptiblica.
A pesar de ello, don Gregorio gustaba de discursear
y de obtener el aplauso de los asistentes cuando se debatía
algún asunto para la vida administrativa de SU isla, Apro-vechaba,
por lo tanto, cualquier pretexto para hacer alar-
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de de sus facultades oratorias y de sus conocimientos cien.
tíficos e llistóricos, buscando siempre el halago, la consi-deración
pública y los elogios mas 0 menos velados por
su actuación personal y política.
Una tarde, con motivo de la fiebre amarilla que rei-naba
en la isla de La Palma, describió, en la sesidn -con-vocada
al efecto, con frases patéticas, las escenas trdgicas
que estarían sufriendo sus habitantes al verse morir por tan
terrible enfermedad. Recordd, como historiador, las que
había escrito transcribiendo las sucedidas en las epidemias
de 1811 y 1838 en esta ciudad y la serie de incidencias
puestas en solfa entre el pueblo y las autoridades. PLISO
de manifiesto -a continuacidn- el terror clue se apode-raba
de los vivientes al marcharse al campo huyendo del
contagio, y la tristeza que de ellos se apoderaba, cuando
perdían a SLIS seres queridos. Don Gregorio, en su pero-racibn,
recurría a frases dramáticas mascullando y accio-nando
en el calor de su entusiasmo, con el propdsito de
obtener el aplauso del auditorio, en aquella ocasión vale enar-decido
por lo tétrico de la descripcibn. Y cuando el doctor
Chil, no sabemos si por su ampulosidad o por la emocidn
que caldeaba el ambiente, fue el primero en ofrecer sus
servicios médicos y en disponerse a embarcar para la isla
afectada a fin de prestar ayuda a sus hermanos en el do-lor
y en el miedo, una estruendosa salva de aplausos pre-mid,
hasta conmover su knimo, el gesto benemk-ito.
Sus compMeros de diputación aprobaron sin regateos,
la determinación tomada, pero no había pasado una hora
de este ofrecimiento, cuanclo le vieron en las oficinas de
la casa consignataria de los Comillas sacando un pasaje
para Las Palmas. Extrañados y atdnitos le dijeron sin p&-
dida de tiempo:
-Pero, hermano, ?no decía usted que iba a Santa Cruz
de la Palma para asistir a los enfermos cle fiebre?
-IHermano, hermano -contestd sin titubeos-, una
cosa es predicar y otra dar trigo!
JUAN BOSCH MILLARES
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