Se despertaron en cuanto fue de día, como lo hnbian
pens;rdo al acostarse la noche anterior, al llegar de la ciu-dacl.
Las mucl~:~chas se miraron cn silencio y, sin hacer
ruido, se lewntaron. Al abrir la puerta del zagulin, el olor
a salitre les lleno los sentidos. En la oscuridad vieron bri-llar
cl polvo bl;mc‘o que manchaba la pared y respiraban
la humedad que rezumaba el piso. Después, abrieron la
puerta de la Casa, frente al mar, y corrieron hasta el bor-de
del montón de arena que les separaba de la playa. Sus
ojos, recién salidos del sueíio y de la oscuridad, se ccrra-ron,
cegados por la luz de la mañana que hacia tan vivos
los colores de las cosas: la arena amarilla, el cielo azul,
el mar verde, las montníías rojizas... La brisa del norte
Ics hizo flotar las faldas y los. rat?cllos. sueltos,. sin trenzar
todnvia. Respiraron profundamente y volvieron a mirar,
con precisión de clírnara cinematográfica, el panorama tan
conocido. Si, nllí estnbn todo. Siempre igunl. La mnrea de
1~ noche había sido grande y las olas habían dejado el
festón de espuma plateada casi a sus pies. Ahora, con Ia
nmrca vacía, In arena mojada y dut-ii, er;t la gran promesa
para las muchnchns. en su primera mañana de verano. An-tes
de decidirse ;i bajar del montón, volvieron R contemplar
la larga extensiõn cle arena amarilla que no tenía, todavía,
ninguna huella. Otras veces, los primeros en pasar eran
los pesados camelIos, lentos, feos, que dejaban junto a la
orilla unas pocetitns redondas, que se llenaban de agua,
formanrlo dibujos diagonales, como muestra de sus enor-mes
patas. ‘También los perrillos solinn ser graciosos di-bujantes
de la playa, dcjanclo en la arena unas orlas, como
ramos de flores menudas, en recuerdo de sus primeras co-rrerías.
Pero aquel día fueron ellas Ias primeras cn llefgr
y les emocionaba pensar que sus piececitos, aún rosados
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J scnsibks, fueran los que inicinrnn In vida cn In dLIr-miente
quietud r?el paisaje.
Sc ;~garraron de las manos y se lnnznron, casi volando,
sobre cl montón dc ítrenn, -sintiendo In humedi~d :L los
pocos p:isos-, hn.sta 11cg;1r íl la orilln del agun. La pla3’n,
Otra vez, CTi1 suya. Los volcnnes OsCUros estaban allí, ;t la
derecha, 6211 el sitio de siem~~fcL, :hsb:lndo unos tletr:ís de
otros 10 que pnsílh junto al mar. A SLIs fZlldilS sC veía In
playa l>lNlCil, co30 confitndn, tan distintíi 11 esta otra, vcrdc
y dor;td;l. Y cnfrcnte, la bnrrx, cl misterioso lugar siempre
mojado, que cs pnttc del îondo del mar y dc la tierra fir-me
;Ll mismo tiempo. Allí estalxt, toda 31 descubierto, de
IZiílO n l¿ldO ClC Iil ~~lSeIl¿lLl~l. I’ SUbre Cllil, ‘2llCJ~lllf2, ilqU’dll:l
piedra valiente, que resistía los cmlxttcs de las olas del
invierno, sin moverse, durante tanto tiempo. . . ?Cuhto
tiempo...?
Decidieron ir nI peííasco y ;t In barra chica; así, des.
cnlzns, sin so:nbreros dc paja que las protegiera del sol.
(A Zn peal red01xL7, clliquit;t y solitnrin, irinn después, n
la hora de híi~wse, t~~d:mdo. Era lo primero que hnbian
bwsc;~do sus ojos al salir de 13 cas:~.) Para ir al pellasco
siguieron por la orilla. Fueron cogiendo ramos de uvitas
del mxr, cstAliíndol:Ls entre los dedos, Ilen~ndosc los bra-
20s de nrcnn y chOrre:Indo ngun s:Llíidn. Sc íLtlorn;lron Ias
CllbeZiUj con rornlillos blancos y vcrdcs, mcnuditos como
mostncillns. Y cmpcznron a reunir picdritns redundas, pe-yueiíitas,
pxa jugar nl nltfz en In arena seca, por Iíì tarde.
Cerca del pcíí~sco, cn cl hoyito, sc enredaron en 11s scbas.
-iQLIC negro este fondO!
-iNo sé ddnde pongo los pies!
--iEsperen un poco, que me cnr-uelvenf
--iSi liubicrn un pulpo...!
Subieron por los primeros mnriscos, resbalando, corpcs,
después dc In larga nuscncia del invierno. Allí aparecieron
los primeros cangrejos, descubiertos cn su rlípitla fuga en-tre
las pietlrns. El peñasco cs largo, tiene îurma de tren
0 de remolcxlor, con su chimcnen, y avanza sobre cl mnr
como si fuera íl cmprender un hje en cualquier momento.
Las cuatro mLLclxLclins SC sentaron en In proa contem-plando
el fondo del mar, tan bajito cn aquel momento. Se
contaban los caracoles y. los diminutos peces que entraban
Y salían de la base del peñasco.
Fueron :a IZI barra chica bordeando el pizquito de mar
por debajo del muro que unía la playa grande con la chi-quita.
Tropezando con las l>iedras sumergidas se desha-cían
los pies. IIasta que lograron subir a los primeros pla-nos
de la gran extensión de rocas que es como un pequeño
continente, cubierto de musgo verde y plantas rojizas y
violadas, donde viven tantos seres pequeñitos y extraíios
con IOS que ellas jugaban desde pequeñas. Avanzaron sobre
el brazo rocoso que es la barrilla. Desde allí, la playa se
veía de otro modo. Estaban en medio del mar, rodeadas
de agua, como en un barco. Allí el fondo era más pro-fundo,
pero el agua, por el sol y la marea vacía, era trans-parente
y brillante; dejaba ver las algas violetas y las pie-dras
manchadas de distintos colores, los pececitos que van
y vienen, verdes, azules, plateados...
La barra grande estaba allí muy cerca, a la izquierda,
conteniendo el gran mar oscuro, lleno de peligros, que se
perdía en el horizonte. Brillaban los mariscos mojados,
deslumbraba el agua de los charquitos donde se reflejaba
el sol.
Una lancha de pescadores cruzó el pasadizo con ritmo
acelerado, para no varar. Después volvió al lento desli-zarse
y pasó junto a ellas, casi rozando la barrilla. Los
aparejos de la pesca y los cestos lrr adornaban. Y se veían,
en el fondo, los pescados saltando. Los dos pescadores
viejos, abstraídos, callados, remaban con una sola mano, in-diferentes..
. All%, hacia la derecha, veian ahora las casas,
todas iguales, en fila, sobre el montón de arena, con las
fachadas de puertas y ventanas en sombra. Los ninos pe-queiíos
jugaban ya en la playa. Desde las ventanas las
habían descubierto y las llamaban, agitando los brazos. Y
ellas fingían no verlo saboreando la primera aventura con
delicia. El sol les daba de lleno en las caras, y sus ojos
claros y SUS cabellos aleonados tomaban el color del agua
y de la arena. SLIS quince, catorce, trece, once años res-plandecían.
Volvieron a la playa cuando les dio miedo de que la
marea empezara R subir r&pidamente y las dejara aisla-das.
Ese miedo conocido, que les obligaba a averiguar si
la maren hj:th 0 subía, nntes dc decidirse n vagar por los
pcíiascos, Fiatc n su cnsn, cn Ia arena mojxln, traznron
111 ciudad imnginnrin, tatl conocich pilrn elhs, que tantas
reces la h~lbíilll ConstruíJo. Y, CtltW InS cuatro, volvicrcn
;1 13:lccle Surgir de 13 iIlTll3, C:llICS, puentes, pl:1Z:Is, furn-tes,
casas... l-hstn que llegaron los niiíos peyuefios y clr3-
truyeron todo, cnterrnnclo los pies cn In arena y h:tci<rndo-la
saltar como si fuer;~ agua...
Misteriosnmentc ;3lxireció cl clavo grande, con cl que
SC juph nííu tras do.
L:ts cuntro muchcl~s se wnt:lron en corro, con lns
piernas cruZXli7S, y cmpcznrnn, --por turno, como iniciando
un rito jnmutíible- :l contw 13s jii~xlas: manu ;IbiCI.til, ma-no
cerrxh, boca, Ilnriz, frente, lxizo, Codo, hombro... Con-tando
cn baja voz: uno! dos, tres, cuatro... mientras el sol
se hxin mAs fuerte y las itxt quemando, poco ;t poco.
Unn voz desde arriba les :iclvirtiO:
-iNo cojan tanto sol; suban, que cs tarde!-. Sin esperar
a míís corricf-012 n In orilln, deja-on sus m3tidos cstnmp-dos
tirarlos cn In arena, y sc metieron en el mar, estrenan-do
sus trajes dc lxìlio de colores vivos, entre snltos y gri-tOS,
ClKlpOt~~lldO y c&inclox ilgUi1 cn CXWlldZlS 1X unas
n lns otras. Ihsta que una tom6 12 decisión de nxlnr hn-cin
In p:íí:\ rcdondn. Las clCm;is 13 siguieron y, hcicnrlo
espmm con pies y brazos, se lnnzx-on mar dentro. Antes
de llegar ill grupo de peii:tScOs en el qLle sobresnli:~ nque-
Ha cupulitn redonda, tnntas veces axiriciadn con los ojos,
se sumcrgicron y l!eg;tron al fondo para ver de cerca 12s
phntas de hojas estrnii:ls que se mueren lcntxiicnte y los
rayos del sol dchjo del ngua. En cl fondo de arenn, unn
estrelln de m:w s2 cIesliz:lb:~, movicntlo cltistic,7incnte sus
puntas. Un r:lyo de sol Ileglb~i ;i ch, íGrnvesaad0 el agua
quieta y tr;ulsp:ircnte. Subieron a In supcrficic y dcscan-saron,
de esp:iklns sobre cl mar, con los brazos cutentliclos
y las piernas en innprcci:Wx movimientos. La scrcnidnd
de In :ltmósfcra, In luz, Cl silencio, 1x5 CtlVOl\‘iilll. Sõlo sen-tían
un ligero rumor dc ngun contr:\ sus cuerpos al mo-verse,
px:i sostenerse flOtiIlld9.
Al llcgnr :i 12 1x%;\, cwl:i un:~ subió por uti sendero
distinto y conocido. Y surgieron d Grc, cliorrenndo agua,
bebiendo agua snlada, con los cabellos lacios cubribdolcs
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la cara y los hombros, ciegas. Pero, desde una ventana
de la fila de casas altncnsdas y pintadas de distintos co-lores,
una mano se agitaba, llamándolas con un pañuelo.
Bracearon agitadas, hasta tocar los cuerpos con la arena,
en In orilla. La pequeña nlcanz0 los vestidos, húmedos del
salitre. Cansadas, jadeantes, enrojecidas por el sol y el
aire, subieron corriendo hacia el montón. La arena, seca
por las horas de sol, era fuego en la planta de los pies.
Al llegar arriba vieron al muchacho, que doblaba la
esquina del farol, con su gran cesta de mimbres a la es-pIda.
La sostcníc? con los dos brazos, doblados sobre sus
hombros. Venia todos los afios, desde In cumbre, a ven-der
en la ciudad las buenas cosas de los campos. Llegaron
a la puerta al mismo tiempo. Las muchachas, alegres, le
gritaron:
-;Qu6 trae?-. Y 61, contempldndolas atonito, no con-testb
nada.
Era un jovencito alto, fuerte, con los ojos hundidos y
la nariz achatada, separando los pótnulos altos; la boca,
grande y desdibujada, apenas se movía para hablar su len-guaje
vago, en el que las vocales se confundían en una
sola y se iniciaban con trabajo los demás sonidos,.. Puso la
gran cesta en el suelo del zaguán. La pequeña, con las
manos mojadas, doblando sus piernas llenas de arena, se
pmn R dcscuhrir lo que había dehajn (1~ 1:1-s grxndes hojas
de ñameras, amarradas con fibras de piteras secas.
Tampoco se movió de allí la mayor, fascinada por el
verde intenso de las hojas y el olor a bosque que surgía
del fondo de Ia cesta.
Por las rendijas de la puerta que daba al patio interior
pasaba cl aire vibrilntc, con un murmullo cromdtico, como
de escalas glissrrrlns en arpas inmensas, que tan grato era
a sus oídos, sensibles a la música... Del cesto surgían ra-mos
de jazmines blancos, y, entre ellos, manojillos- de be-rros
verdes, de hojitas redondas; debajo, estaban las pellas
de mantequilla, grandes y pequeiías, envueltas en helechos
de los barrancos y cestitos colmados de huevos, protejidos
por paja menuda. ,\lBs al fondo, venían los quesos frescos,
rezumando el suero todavía, en sus moldes de madera, y,
envueltas en hojas de pl,‘ltano, las hierbas olorosas: tomillo,
romero, albahaca, orégano, pasote. Los quesos de flor, cre-
mosos, amnrillos, eran los últimos en aparecer, grandes,
al tos , guardados en pafios hlnncos. En la casa compraron
quesos, huevos, manteca, hierbas y flores. 13 muchacho,
absorto en contemplar a la müchacha de pie frente a él,
vendió sin prisa, sin atender ;i las cuentas que le hacían...
Ella, aturdida por I;ks ondas sonoras del viento, el olor de
las hierbas y quesos tiernos, y In 111~ del mctilio ch, que
enmnrcxba la puerta de 1;~ casa, abicrtn de par en par; sin
pens;\r en nada, con sus c:~belIos en desorden y su ropa
mojada junto al cuerpo, que empez:tb:1 R darle escalofríos,
seguía con sus ojos cl:ìros, penctrantec, los morimicntos
nerviosos, inhdhilcs del muchacho. Y vio corno, despu&
de haber coloc;~do otra vez Ias cluecas hojas de Bamera SO-bre
todo aquello, las entrexlxia :ifanoso, para sacar un
ramo de jazmines, que le ofrecitj, en silencio, anta de
echarse al hombro su gran cest:\ y salir precipitad:tmente
del zrgudn, desapareciendo en la luz.
La. muchacha se Ilev- a la cara el ramito, aspirando
el perfume adormecedor de los jazmines. Y la pequeña,
aún en el suelo, con los ojos medio cerrados, como sn-liendo
de un ensueÍío, le preguntó en voz baja:
-Y tú, {también lo quieres?...
LOLA DE LA TORRE
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