LUNES, MARTES, MIÉRCOLES...
Existen momentos, buenos 0 malos, en los que se sien-te
la necesidad -1lamemoslo así- de coger un lápiz para
emborronar un papel:
Ha son.~Io el despertador. Mis ojos, al Rhrirse rwhi-nando,
se han topado con la débil luz de las siete de la
mañana.
El silencio envuelve la casa; el viento agita los arbo-les
bajo mi ventana y, aunque no lo percibo, llueve sun-vemente.
Pasan los cinco minutos que se tarda en romper con
las sabanas. Luego la ducha, el desayuno... (No me gusta
este parrafo; tendre que volverlo a hacer.)
En la calle, gran cantidad de pequefias lagunas y, so-bre
ellas, pisadas del animal que arrastra el carro de los
desperdicios. Dos mujeres vierten los barrenos atestados
de basura: una es baja, de cabellos grises medio cubiertos
pur un panuelo color-... (N o sabría decirlo.) La otra es muy
joven, tímida. Un sonoro óuenos dz’as sale de la garganta
de la primera.
Hoy es lunes, martes, miercoles... La lluvia cae sobre
mi paraguas y los vehículos corran los charcos de la calle...
Al doblar la esquina veo la escena de todos los dias:
un coche americano, con los cristales empañados, en el
que apenas se distinguen las siluetas de un hombre y una
mujer...
Estoy en la parada de autobuses. Junto a ella... Un
momento: se acerca uno.., No, no es el mío. Los «29» se
hacen esperar. Decía que junto a la parada hay un árbol
en el que, mañana a mañana, he visto nacer las hojas;
aún son pequefías.
Llegare tarde a la oficina.
Ya esperan cl hombre de Ia cartera y la estudiante.
Ella coge el ~~16)p) ara asistir a sus clases.
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Las ocho menos veinte.
piI fin! Un «29».
El sefior de la cartera va medio dormido, al igual que
los que viaja.n a esa hora: la rubia Xnguida, el joven del
impermeable azul.. .
EI conductor es andaluz.
Suena el timbre. Parada.
En la parte delantera del vehkulo, caen los párpados
del chico de quince afios. Es temprano para 61; para toe
dos. Mientras tanto, el hombre de frente inmensa y ojos
de loco espera, en la puerta central, el momento de apearse.
Suena el timbre. Parada.
Abi-o el libro que llevo y me pongo a leer. Estoy aca-bándolo.
Timbre y parada.
Cierro el libro al par que dejamos atr&s una iglesia
muy pequeña. Un poco mtis adelante, nos detiene el rojo
de un semáforo... En la misma esquina se anuncian hote-les
junto al mar, que los ocupantes del autobtis miran con
lcgafins. Debajo del gran cartel, en un trozo dc pnred, se
dibuja, reseco, un vómito...
Hoy es lunes, martes, mi&coles... Me gustaría salir
un domingo, muy temprano, para escribir esto:
DOMINGO
í4.1 firmamento, espantosamente negro, lo agujerean
infinidad de ojos. En una marcha ininterrumpida, luna y
estrellas contemplan la ciudad sumida en la noche. Una
ciudad que, entre sombras, vive las consecuencias del fin
de semana.
En calles semioscurns, queda el testimonio del alco-hol:
vdmitos sin orden ni concierto, que mCls parecen com-poner
un cuadro habitual que haber supuesto el alivio mo-mcntáneo
de un par de cientos de estómagos.
Suenan las campanas, llamando a misa a los feligre-ses.
Como resortes mtigicos, las puertas comienzan a abrir-se
y, de ellas, surgen las desvencijadas figuras de unas
viejas.
Las calles, por nnos instantes, se llenan de pasos cor-
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tos y sonoros, que el que esta bajo las sábanas calientes
oye con mezcla de alegrla y desagrado.
Las viejas forman un concierto de susurros en esa
primera misa. Sus afiladas mandíbulas se agitan en ora-ciones;
unos dedos esqueléticos pasean sobre oscuros ro-sarios
y, mientras sus rostros casi se ocultan en negros
velus, el párroco nota las ausencias.
De improviso, en la paz propia del amanecer, suena
el canto del gallo. Y así nace la claridad del domingo. La
de los lunes, martes, miercoles. . .
Me he sentado en el autobús.
Parada y timbre.
Ha cesado de llover, pero... ibah! Ya no tengo ganas
de escribir. Continuare. otro día.
PEDRO SCHLUETER CABALLERO
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