ARTURO DUPERIER *
Hace mrls de veinte años, bajo el patrocinio de la fun-daciún
Rocltefeller, realizaba en Madrid investigaciones
científicas tan bien calificadas que, desde Londres, los es-pecialistas
de su ciencia requirieron su concurso y, una
Vez confirmadas las esperanzas puestas en IR obra de nues-tro
compatriota, entidades científicas, autoridades académi-cas,
colegas y colaboradores ingleses le rodearon de un
ambiente propicio, adecuado para acrecentar el rendimiento
de sus tareas. Con plena dedicacidn autentica nada entor-peció
sus labores y alcanzd averiguaciones que, a juicio
de los entendidos, han enriquecido copiosamente un capi-tulo
novisimo de la Física, el de los rayos cbsmicos, con
lo cual su nombre quedo incluiclo en la byeve lista de los
sabios. Sin tardar resonaron aquí sus triunfos y, por feliz
iniciativa de quienes a la sa26n regían el departamento de
Instruccidn Pública, fue Duperier repatriado. No vino solo,
y esto también merece subrayarse; trajo consigo lo que
con razdn m8s podría halagarle. La Universidad de Lon-dres,
caso infrecuente, se apresuró a poner a su disposi-ción
en Espafia el instrumental indispensable para la per-secucidn
de sus investigaciones. Circunstancias lamenta-bles
mantuvieron bloqueados y ociosos estos aparatos que,
enttietanto,’ no habría de manejar Duperier. Un gran ffsico
español (Julio Palacios, ABC 15-2-59, La muerte de un
sabio es$nEnl), señala causas, de esta bochornosa interfe-rencia:
ulos trámites aduaneros y burocr8ticos por un lado,
y la dificultad técnica de instalar aparatos delicadísimos
que requieren una constancia muy rigurosa en la tempe-ratura
y en la tensión elktrica con que operan, han sido
* I-‘ublicado en Capela (ISoletín de informacidn personal de un hom-bre
que vive en el campo), Capela-Almendral (Badajoz), número V11
mayo 1959.
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causa de que transcurriesen cinco afios interminables, sin
que se haya podido iniciar en Madrid el registro perma-nente
oe la radiaci6n c6smicw. Entorpecedores, sin duda,
estos obstaculos zhubieran persistido cinco anos intermi-nables
frente a la accidn decidida y la p"SeVer~nCi~~ Y ItiS
debidas asistencias que reqUerítI, por n-d de Un mOtiVO,
la singularidad del suceso? Cierto que Sin Ios aP¿WtttOSy,
sin poder sustituirlos, no holgaba Duperier ni alega la ex-cusa
del impedimento. Con salud fr’r8gil y vocacidn recia
le acaparan los afanes del investigador, y con valor he-roico,
avanza procurando, eso sí, pasar inadvertido. Pa-lacios
nos lo cuenta: «Traía los datos recogidos en l’ngla-krra
y aquí, el solo, tras laboriosos cálculos, logr6 dar
con la clave del enigma en que estaba envuelto el com-portamiento
de los mesones rapidos». De esta manera con-siguid,
al fin, comprobar la firmeza de sus hallazgos y,
al llegar la muerte, le ocupaba la redaccidn definitiva de
iruna teoria que explica satisfactoriamente el comporta-miento
de los mesones de gran energía que penetran en
nuestra atmósfera, fenómeno que lleva de cabeza a los es-pecialistas
en física nuclear».
Había dado Duperier, hace afios, una lección memo-rable
en la Universidad de Sevilla, Teniendo que hablar
ante contadísimos peritos y muchos ignorantes, entre los
que me cuento, el conferenciante aquel día acus6, la me-dida
de sus dotes de expositor, con el dominio de SU t&-
nica. Solo son capaces de comunicar algo esencial en tér-minos
magistrales quienes lo saben de verdad,Alos’ legos,
indiferentes, por lo general, ante el esfuerzo del saber,
únicamente la presentacidn diáfana que luzca a la par con
el misterio de las incógnitas abordadas, poniendo desvelos,
concentraciõn, amor y dudas, puede suscitarse curiosidad
intensa. Por eso aquel día, mientras escuchfibamos incluso
vocablos desconocidos, la voz de Duperier nos penetraba
Y llegábamos a imaginar o a presentir la jerarquía de sus
tareas, hactendonos cargo de que el orador, sin el menor
engreimiento, estaba 8 la altura de lo que estudiaba. No
COllSkllicí SU modestia velar el resplandor de au inteli-gencia.
Varias veces después de aquella fecha me ha conmo-vido
ver Y esouchar a Duperier, entre sus íntimos. Sin en,
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tender nada de 10 propio de la especialidad del científico,
la imagen patente del temple de una extraordinaria perso-nalidad
me sobrecogida. No concibo sabiduría alguna si no
la destila la fecundidad de la virtud. Todo en DLlperier
confirma la superioridad del sabio: su actitud serena, pero
acogedora; SU eleccidn de meta, su manera de conducirse;
su abnegaciõn Sin lamentos, ni censuras, ni acritud, ni
empacho de superioridad. Los mismos rasgos de Su nobi-lísima
fisonomía atraían: la bóveda del cráneo, la luz de
sU mirada clara, la sonrisa generosa e indulgente. La ra-reza
del sabio, los frutos de la sabiduría, justificarían por
si solos que hiciéramos los hombres todo lo posible para
Ver n estos seres clelicnclisimos en UnR zona exenta cle
preocupaciones triviales y libres en absoluto del juego de
los azares y los debates de la vida cotidiana En el caso
de Duperier los espafioles no lo hemos hecho. Julio Pala-cios
presiente y, a mi juicio, acierta al decir que renclría-mas
motivos para sentirnos obligaclos a hacer examen de
conciencia, Duperier a quien varias veces encontré en casa,
enfermo, vivicí con pobreza. en un piso raquítico de la pe-riferia
de Madrid, al este de la ciudad, muy lejos de la
Universidad y teniendo que utilizar, para visitarla, los me-dios
de transportes colectivos, sufricnclo molestias y per-diendo
tiempo en cacla viaje. (En que medida y cu8ntos
españoles reconocemos la amargura clel caso? (Que hicie-ron
las clases rectoras? ~Qué hemos hecho los hombres de
estudio y, en primer t&-mino, los universitarios para bus-carle
amortiguadores que, sin roces ni vibraciones, le
depararan sosiego y holgura? Si el clkficit de sabios es por
necesidad considerable <por qué esperar a verles caer para
reconocer cuanto les debemos? El arCículo de Palacios ter-mina
con estas tristes palabras, harto explicables ya que
el espíritu de sacrificio únicamente lo aceptan, sill abru-marse
y con garbo, las verdaderas vocaciones: «no cleja
colaboradores, porque nuestros jóvenes físicos solicitados
por pinglies ofertas, no se sentían inclinados a seguir la
vida austera de su maestro»,
Aquf debería terminar este rá@do pobrísimo comen-tario,
si no hubiese apareciclo, a raíz del articulo de Julio
palacios, en eI mismo diario (&&‘cz’dn de AndaZucZa, 24-z-59),
otro, de un catedrático de la Universidad de Sevilla (Juan
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M. Martínez Moreno: Ante In %WWte de Idn hOf?dWY de
cjepzcja.) Es un botón de mUeStra, con el tono ligeramente
reticente, de una rectificación. Al parecer, el autor se pro-pone
señalar las causas por las cuales Duperier no deja
colaboradores. Creo que no consigue hallarlas. Entre los
que el autor, con cierta ironía, denomina (afortunados que
ven sus meritos plena y oficialmente reconociclos», temo
mucho que no predominen precisamente los j(SveIles de
«verdadera vocacibn científica» y docenle, dado que no
consiguieron, por lo visto, librarse de lo estragador de «los
honores oficiales» cosa bastante hacedera. La exclamaciãn
que pone en labios de uno de ellos: <iDichosos quien
como Duperier...Ia, me parece despiadada. Otras <<los afYor-tunados
se veran obligados a ensenar a grandes masas de
alumnos los rudimentos de la ciencia...; a dar conferen-cias
que no sean demasiado científicas, para públicos am-plios
e indiscriminados..., a asistir a actos oficiales.. , , a
hacer antesala en los ministerios.. .n, traen a la mente 18
sentencia del fabulista: IValemos mucho, por m&s que di-gan!
La frase que empieza con estas palabras: uLa huma-nidad
quedarR sin saber,. , », acaso esté escrita en broma,
en mala ocasión desde luego. Todo ello, desgraciadamente,
refleja la amargura del caso que, sin pretenderlo, confil--
man varios párrafos de este artículo; confirman la tre-menda
crisis de vocaciones serias y hondas que padecemos,
RAMON CARANDE THOVAR
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