PEDRO SANTANA
El estupor de la guerra invade las calles de la gran
ciudad. Caras esquivas, edificios tristes y mudos, soledad.
La gran CiUdad pasa hambre; se carece hasta de lo mks
elemental. Puede que la derrota este cerca y es la hora
de las grandes resoluciones. Las sirenas retumban aguda-mente
con su anuncio de muerte y destruccidn.
Como no hay transportes urbanos tengo que hacer una
hora de camino de un lado a otro de la ciudad, absorto
en pensamientos nada agradables. No sé por que calles
voy; me ha sido asignacla la misión de vigilar la produc-ción
de una f&bricn. En ella un obrero ha.muerto de ham-bre
el día anterior, sobre su mismo banco de trabajo. To-davía
veo su livido rostro y sus ojos abiertos y sin vida.
.En mi deambular paso junto a un solar utilizado para
deposito de vehículos inservibles. Un hombre viejo estit
sentado en una piedra y, al pasar junto R él, me interpela
con, voz que tiene un inconfundible acento familiar, y dice:
- Oig-u , cî-i.stiano ,
Me detengo, sorprendido, y la voz repite:
- OI&, cnktimo.. . c.Tieuze ~!PL cigawo?
Es la ronca voz de un pescador canario, de aquellos
que veíamos zarpar del puerto rumbo a la costa. Piel arru-gada
y reseca, Aspera, de tantos anos de ruda vida mari-nera;
los ojos pequetlos y claros relucen ansiosos en es-pera
de mi contestacion. Fumar un cjgarrillo diario, par-tiendolo
en pequefios pedazos, y aprovechando hasta las
colillas, es una suerte en tales momentos. Saco mi único
cigarrillu y le doy la mitad. Digo:
-UslecE es cnwwio-. Y mi tono es terminante.
Pasan mhs días desesperantes. Llega la Navidad y ter-mina
el ano. Solo mis dialogos con Pedro Santana, pesca-dor,
natural del Puerto de la Luz de Las Palmas de Gran
Canrzria, tienen algún sentido, riut~quc no muy alentador.
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Pedro tiene el peso de SUS HiOS y el desconcierto de ha-llarse
fuera de su habitual ambiente. Sufre Y Continua-mente
exclama:
-i yn no 2. sirvo a naide!
Es inútil recordarle a su mujer y a SUS hijos. Decirle
que todo tiene que acabar y que pronto VOlVf?rh B ILZ isla
amada y a sus aguas inquietas. Un día me pregunta por
mi familia; y, sí recuerda que en el puerto haY t?l apelliclo
Millares y hasta un teatro que lleva ese nombre. Cuando
hablamos de la isla, me pregUnt0 si ahy.Ina Vez existió
una tierra así, Si todo fue un sueño, incluso la visión cle
aquellos barcos que en lentas cabezadas salían o volvían
de SU penosa travesía a la costa. En alguno de ellos iría
alguna vez Pedro; otro Pedro, joven y optimista. No este
Pedro de la desesperanza. Un dia le dije que tenla mujer
a punto de darme un hijo.
Al día siguiente me llev6 al interior del solar. Alli en
un viejo y destartalado camidn había improvisado una es-pecie
de camarote. Se metió en 61 y a los pocos instantes
salid; entre risueno y emocionado me ofrecib un huevo..,
iUn reluciente y blanco huevo1 y su Irase fue:
--Pan-t SSL señora, que nho~a necesst’ta buenos a&jflentos.
Y ante mis protestas, la frase de siempre:
--d-Yo.? jYa no le sirvo a naicle!
Vino el derrumbe, la emigración y el destierro. y
veinte y cinco años después contemplé en las tranquilas
aguas del Puerto de IR Luz las mismas frhgiles barcas de
mi infancia. El mundo de Pedro Santana seguía allí y al-guno
de aquellos rudos pescadores, de piel reseca y tls-pera,
curtida por los aires del mar, sería su hijo o su
nieto. El recuerdo de Pedro, cle su noble corazbn y cie su
desesperado y triste <cYa no le sirvo a nnh!e», ~610 queda
en mí como una amargura más...
JORGE HERNANDEZ MILLARES
MCxico, Diciembre de 1964.
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