NARRACIONES Y CUENTOS
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Se ha nhierto un abanico de mitayos
cn In mm0 creadora del oiviao.
ANTONIO MACHADO
JUAN DE LA CRUZ
(DE LA VIDA DE UN POBRE DIABLO)
Abrió bruscamente la ventana. Un suave olor de aza-hares
flotaba en el aire húmedo de aquella noche de
otoño. El, croar monótono de las ranas era el &&o ru-mor
que turbaba el silencio nocturno. Un perro ladró muy
cerca y las ranas enmudecieron, como obedeciendo a una
imperiosa voz de mando. Despubs el silencio se aduefio
nuevamente de la noche, un silencio tan profundo que, a
su través, parecia oirse, el lejano temblor de las estrellas.
Juan de la Cruz se dej6 caer pesadamente en el des-vencijado
silldn que se descoyuntaba junto a la mesa cu-bierta
de papeles y libros. Durante unos minutos paseó
.una vaga mirada por las desnudas paredes, y luego, ce-rrando
los ojos con expresión de profundo cansancio,
pareciá surr&se,en un sueño tranquilo y, al parecer, sin
imagenes ni pesadillas,
Y, sin embargo, Juan de la Cruz soñaba.
Percibía, con alguna confusión, su nifiez y, más ade-lante,
en ese rapido transcurrir de tiempo característico
de la infancia, veía ésta con una claridad que se precisaba
y como que se agudizaba al contacto con los años de la
adolescencia y de la edad madura, hasta llegar al mo-mento
actual en que, física y moralmente destrozado,
busco refugio en la grata y humilde soledad del Valle
Angosto.
Al promedio del estrecho sendero que se interna en el
valle, se alza el viejo caserón de agrietadas paredes con
grandes manchas verdosas de humedad Resguardado al
norte por las altas tapias de la huerta vecina, cuando el
viento viene de aque lado, todo es paz y sosiego; en cam-bio,
cuando sopla el viento del sur, seco y ardiente, trepi-dan
los viejos muros cual si sufrieran los efectos de un
temblor de tierra. El limonero, plantado frente a la puerta,
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agita sus ramas con estremecimientos convulsivos, hacien-do
caer en torno suyo una olorosa lluvia de azahares.
Allí, junto a la ventana abierta, Juan de la Cruz evo-caba
sus primeros aiios.
Veíalos envueltos en una tenue bruma, semejante n la
que rodea y hace vacilar en el límite de lo real las cosas
soñadas. Y un suefio fue, en verdad, su infancia y, acaso,
su vida entera: un prolongado y triste sueflo.
El primer recuerdo que surgía en su memoria era el
de una sala blanca, muy blanca, con una gran puerta y
dos ventanas pintadas de verde. Frente a ellas unas gra-das
de madera, gastadas por el uso, en las que se senta-ban,
inquietos y bulliciosos, unos quince o veinte chiqui-llos
que vestían, hablaban y gesticulaban como él y eran
algo así como su propia sombra, o bien era el como la
proyecciún de todas sus sombras juntas. A su alrededor
se agitaban, en un continuo ir y venir, otras sombras ma-yores,
con unas telas blancas por la cabeza. Más adelante
supo que aquellas sombras eran en el mundo sensible -en-tonces
para el casi insensible- unas señoras muy buenas
y‘muy santas, según decían sus padres... y así sería; pero
a él se le antojaban iguales al jardín de recreo, &-ido y
reseco, limitado por blancas y altas tapias.
(Una cosa ha de anotarse antes de seguir en su in-quieto
sueño a Juan de la Cruz. Debió ser innata en éste
la obsesidn de aquel hombre, con cara de perro, que Ic
persiguió tenazmente durante toda su vida. Los ojos de
aquel ser extraiio no expresaban amor ni bondad -carac-terísticas
propias del can domesticti-; no, antes al con-trario,
sus ojos eran ojos de perro carnicero, ojos de lobo,
con estrias rojas en torno a las feroces pupilas.)
Un salto en el vacío de los recuerdos, y el nifio vuelve
a encontrarse en una sala, más reducida que la primera,
sentado, en unibn de otros niños, en torno a una mesa tras
de la cual se yergue el voluminoso busto de la maestra,
una solterona de m:ts de cnarentik atlns. No pertenecía ésta
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al tipo clásico -carácter agriado, gesto de vinagre- que
se asigna a las que el amor, siempre travieso y a veces
cruel, volvi6 las espaldas para siempre, mostrandoles el
carcaj vacío como un corazdn sin ilusiones.
No. Doña Catalina era una mujer amable, cariñosa y
comprensiva. Solo en una cosa se mostraba dura e inflexi-ble:
en que se alterara una sílaba, una letra o una coma
cuando sus alumnos leían .0 recitaban de memoria las lec-ciones
del libro de texto. Solamente una vez, según cucn-tan,
se salio de sus casillas .la bondadosa clofia Catalina.
Cierto día ocurriósele a Juan de la Cruz, obligado por una
urgente necesidad, acercarse a la maestra cuando esta ha-blaba
con un seflor, que debía ser muy respetable a juz-gar
por JU espaciosa y limpia calva, sus gafas de oro y
la venerable barba blanca, A la apremiante y angustiosa
peticidn del pobre diablo, respondió doña Catalina dando
un tremendo puííetazo sobre la mesa y gritando: iImpru-dente!
E:xcusado es decir que la necesidad y el miedo oùll-garon
a Juan A evacuar rapidamente por la U~G hzhneda.
La niñez de Juan de la Cruz transcurrid así, entre
sombras, incolora e insípida como la de la mayoría de los
nifios, sin que aún se manifestase claramente su triste sino
de pobre diablo.
Un día -fue en los comienzos del verano, en víspe-ras
de vacaciones- noto la ausencia del compakero que
se sentaba a su lado. Era un muchachito rubio, pálido,
con grandes ojos azules que miraban con desconsuelo. Fue
la primera vez que la muerte le rozó con sus negras alas.
***
Otro salto en el vacío, y este mucho mayor, pues abarca
un buen numero de anos. Durante estos, Juan de la Cruz
terminó con medianas notas sus estudios de bachillerato,
quedando oficialmente facultado para cursar estudios su-periores.
Como su falta de recurSos no le ,permitía estu-diar
una carrera larga, siguio los breves estudios que le
llevaron a adquirir el titulo de Practicante o Cirujano me-nor,
con cuya profesidn inicia -involuntariamente, por su-puesto-
su penosa y larga odisea de pobre diablo. El de-bc
¿t fue desastroso. Llamado con urgencia ptlra inyectar a
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un paciente, bastó que el pobre Juan de la Cruz le pin-chara
cuidadosamente un brazo, para que el enfermo, CO-mo
si sfilo aguardara la intervencibn del pobre diablo,
cayera redondo al suelo. A esto se redujo su actuacidn
como profesional.
Vivía por entonces con su madre en un barrio algo
alejado del centro de la ciudad, teniendo frente a las ven-tanas
de su casa la maravillosa visión del mar, irritado o
en calma, y la del cementerio que le brindaba como un
anticipo del reposo y paz eternos. A lo lejos, sobre la are-na
dorada de la playa, se agrupan las chozas de piedra
de los pescadores y resaltan el verde y rojo de las barcas
varadas junto a la orilla.
En aquel barrio tuvo sus primeros amores, que por
tratarse de un pobre diablo de nacimiento, tenían que ser
forzosamente desgraciados o ridículos. Ella no era ni bo-nita
ni fea, ni tonta ni inteligente, era tan sólo insignifi-cante.
Un día, al regresar Juan de su cotidiano paseo, vio
a un hombre junto a la ventana de su novia, Indudable-mente
debid sentir en el corazón el consabido vuelco con
que esta importante viscera da el quidn vive en presencia
de cualquier acontecimiento agradable o desagradable que
la vida nos ofrece, Dio media vuelta, y desde entonces
no quiso acordarse mks de la que fue su novia ni del
santo de su nombre.
Juan de la Cruz se removió inquieto en el silldn, en
tanto las ranas seguían entonando en el wlle .w innrmõ-nico
croar y el olor de los azahares parecía hacerse más
penetrante.
Surgía ahora de la bruma la silueta picaresca y achu-lada
de su amigo y compafiero de colegio Luis Fernán-dez,
que tan funesta influencia ejerciera en su triste vida
de pobre diablo. Veíase en compañía de Luis ante la mesa
de una taberna, frente a la playa cubierta de piedras re-dondas
y negruzcas, pulidas por el mar que las arrastra
en la resaca con ruido ensordecedor. Caía la tarde, y el
viento sur, fuertemente impregnado de olor R algas y a
pescado podrido, soplaba con violencia. El cielo tenía un
tinte violáceo que no presagiaba nada bueno,
Luis, entusiasta, hacía el elogio de una nueva pupila
de casa de la Clara.
-Créeme, chiquillo, es una gran mujer. Alta, delgada
dentro de los límites de la estkica, y algo ojerosa; pero
ya sabes que a mi me encanta el tipo romántico, estilo
Margarita Gautier. Y, ademas, no olvidemos que la carne
-la mucha carne, digo yo- es uno de los enemigos
de! alma.
Juan de la Cruz vacilaba. Las tres copas de coñac,
bebidas casi inconscienlemente, le enardecían la sangre,
Él nu1w3 esluvu en la inlirnidad con una mujer, y ahora
que se le presentaba una ocasidn propicia para vencer su
timidez, iba a atreverse.
-Vamos- dijo tartamudeando.
Y en aquel instante la visión trágica se hizo presente.
El hombre-perro le miraba desde la puerta de la taberna
con sus ojos ingectados en sangre, invitándole, con una
horrible sonrisa que ponía al descubierto sus enormes y
afilados dientes, a emprender la aventura. Parecía decirle
suavemente, quedamente:
-AtrCvete, hombre, atrévete, no seas cobarde. En
ese acto, tan natural por otra parte, no hay el menor pe-ligro.
Vamos. s6 hombre. iAtrévete1
Cuando salieron, empezaba a. llover. Cay6 primero el
agua en gruesas gotas que rebotaban ruidosamente sobre
las piedras, y lucg3, con mnyor violencia, hnsta conver-tirse
en un verdadero diluvio que los envolvió en una
densa cortina de agua, detrás de la cual se divisaban la
playa y el mar como a través de un cristal esmerilado.
Un espeso y agrio olor a humanidad hirió el olfato de
Juan de Ja Cruz, haciendo revivir en su memoria las poco
gratas sensaciones de aquel lejano día: la repulsión expe-rimentada
al contacto de la piel áspera y calenturienta de
aquella mujer desconocida, que le hizo iniciar un brusco
movimiento de retroceso, dominado al instante por ver-giienza
y amor propio.
Lo demás, las dolorosas consecuencias de su crasa
ignorancia de los m& elementales preceptos higienicos,
hubo de sufrirlo andando el tiempo.
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~1 darle de alta, el doctor Acosta le aconsej6 pater-nalmente:
-Hay que tener mucho cuidado con esos pulmones
que noto algo resentidos. Además, Juanito, debes hacerte
la cuenta de que ella no existe. Al decir ek, me refiero
a la que podía ser tu mujer legitima, la madre de tus
hijos. En cuanto a las otras, ~610 te recomiendo que no
olvides que no debe confundirse el amor con la prosaica
necesidad de hacer aguas menores.
Juan de la Cruz asinti6 con gravedad a los prudentes
consejos del doctor; pero a los veinte y cinco afios una
cosa es prometer y otra cumplir, y mc2s cuando los con-sejos
vienen de un hombre -por muy doctor que sea-que
ya ha doblado el promontorio de los sesenta. Y Juan
recordaba, sonriendo irónicamente, cuando en su niñez el
propio Acosta le aconsejaba: -No fumes, no fumes; tus
bronquios te lo agradecerán cuando seas hombre. Y, en
tanto, el doctor saboreaba un enorme veguero, envolvién-dose
en densas nubes de humo.
Y ocurrid lo que fatalmente tenía que ocurrir. Juan de
la Cruz se enamor ciegamente de una jovencita de dieci-siete
aHos, con la que se casó al poco tiempo.
María del Pino era rubia, de ojos profundamente azu-les
y rojos labios, pregoneros de una espléndida salud.
Sus amplias y fuertes caderas prometían una maternidad
fuerte y fecunda. Esta fue la m8.s atroz agravante del cri-men
de Juan de la Cruz.
Asistid a Ia boda, invisible para todos menos para el
pobre Juan, el hombre p:rro, cuyo rostro feroz, en el que
brillaban los ensangrentados ojos con intensa expresión
de odio, parecía llenar toda In iglesia. El rostro horrible
lo persiguid hasta la alcoba, y sólo al amanecer, la luz
del sol naciente borró la trágica vision.
8 Transcurrid un año y, durante él, -Juan de la Cruz
hubo de visitar a menudo al doctqr Acosta. Dos copiosos
vdmitos de sangre pusieron la nota trágica en su triste
vida de pobre diablo.
-Rien te lo advertí, muchacho -se lamentaba el me-dico-,
bien te lo adverti,
Así, poco a poco, la implacable peste blanca fue mi-nando
Ia +XiSteIlr¡ñ del pobre diablo, quien, a, pesar de Ias
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precauciones aconsejadas por ,el doctor, contagiõ a Ia in-feliz
María del Pino. Fue un espectkulo lastimoso el de
aquella acelerada e inevitable agonía. La pobre mujer,
antes fuerte y robusta, esplendida promesa de madre sana
y fecunda, íbase inclinando ahora hacia la tierra con pa-vorosa
rapidez. Su avanzado embarazo hacían más triste
y lamentable la proximidad de la muerte.
Lleg-6 el final a pasos agigantados. Una tarde de oto-no,
al toque de oraciones, a poco de nacer su hijo, María
del Pino moría en brazos de Juan, a quien en vano trata-ba
de consolar el doctor Acosta.
Con el rostro crispado en una mueca abominable,
Juan de la Cruz seguía sonando, mientras por el campo,
húmedo de rocío, se iba esparciendo como un polvillo do-rado
la claridad indecisa del amanecer. El croar de las
ranas sonaba cada vez mas débil, m% lejano, como si la
brisa suave del alba lo barriera hacia los confines del
valle.
‘Y entonces, con pasmosa rapidez, surgid clara y dis-tinta
la espantosa visidn. Ya estaba allí, junto a Cl, Ile-nando
todo el espacio de cielo que recortaba el marco de
la ventana. En< el centro del grupo, el hombre-perro, con
sus ojos cle lobo carnicero, con estrias rojas en torno a las
feroces pupilas; a su derecha, la rigida silueta de una mu-jer
alta y flaca, con el rostro de una amarillez de cirio
que hacía resaltar mas el azul de sus ojos, dilatados e in-móviles,
y IR boca contraída de la que brotaba la sangre
a borbotones, mmchando de rojo la blancit túnica pen-diente
de sus hombros esqueléticos; a la izquierda, una
figura informe, macrocéfala, un esbozo de hombre, bajo
cuya frente abombada se delineaba un rostro simiesco en
donde brillaban los ojos con una expresidn de intolerable
tristeza. EI nire estaba impregnado de un fuerte olor a
carne podrida.
En tanto, el hombre-perro parecía decir blandamente,
quedamente:
-Míranos, hombre, atrévete, no nos temas: somos
obra tuya; no te avcrgüences de nosotros. No eres un ase-
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sino. INi’ siquiera eso! tires simplemente un pobre diablo,
jtan sóIo un pobre diablo!
De improviso, entre las ligeras nubes que cubrían el
cielo por el lado del. naciente, surgió el sol como un vio-lento
estallido de luz y calor, esparciendo la vida y el mo-vimiento
por todo el valle, haciendo brillar las cimas de
los montes, las hojas de los árboles y el agua quieta cle
los estanques.
La visión desapareció con la misma rapidez con que
surgiera, y Juan de Cruz, hundido blandamente en el des-vcncijado
silldn, junto a la mesa cubierta de papeles y
libros, se sumergid en el tranquilo y eterno sueño, sin
imágenes ni pesadillas.
En el aire luminoso y alegre de la manana flotaba el
suave y dulce perfume de los azahares.
J’UAN MILLARES CARLO
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