NARRACIONES Y CUENTOS
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Se ha abierto un abanico de milagros
en la mano creadora del olvido.
ANTONIO MACHADO
Yo fui testigo de los primeros e inc’iertos pasos del
nrte cinemnto~gr:ifico en nuestrn ciudad. I,inmailo en su ino-wntc
nifiez cinematógxxfo, sufrió rn;ís tnrtle elepntes >-
originnles rccortcs (cinema, cine), obedecicnrìo t’n esto ;-I
la novísima e ingcniow pr:ictica de podar los vocablos
lhtsta dejarlos en la tal, esto cs, reclucitlos ik lits met-ils irii-cinles,
de lo que hay wsos muy notorios, por ejemplo, en
las tlenomin~lcione‘; de los partidos políticos (Ia Orgn, Ia
Ceda) y dc I:IS cotnpnIìíns mercnnGlcs (1:~ Cícer, 1:~ Selp).
Es un caso típico clc parsimortin, producto de la fchril ac-tividad
de los tiempos actu3les. Sc tr;itii de economiz:~r
h:tsi:t los seg~~nil~s que hny que invertir en 13s :krticliln-ciones
y t:ti vez no esté lejano el tlia ~111 cllle 3 los cítlcln-danos
se les designe por cifras escuetas cromo :t los pre-sicliariw
0 :i los n6mt~ros tìe 12 lotcrí:1.
iE cine mudo!... ;Cwíntos de mis hipotéticos lectores
lo rccord:tr;in con nostzílgiw melí~ncol~a, enlazando su me-moria
con 1;s horas dor:ìdíls de la inf;irlci:ì y dc Ii jurentucl!
El arte rol~uslo que hoy rnetlrn en todos los rinconw
del phnetíi y clcl cui~l se dice, wn originalid;lcl e ingenio
que está llamado H /t/(ttrrr (IL /cctltro (ésto matarA ;I ;~quCllo)
tuvo, como los hombres y las itlens clcstinndos íl cambiar
la Faz del m1rndo, un oPig::en ~ILimiliiísiln<-). Sacicí mudo.
II;~blenios un poco del cine mudo ya desterrado, por
su vigoroso tiercendicntc el cine sonoro, :i los pueblos del
interior cle 1;~ isla como nnt:líío lo fueron los fnroics cle
petróleo por la clectricidntl, magn esplknciida de los tiem-pos
modernos.
Sí, yo presencié los primeros y v;wil:mtcs p:lsos que
el arte nuevo dio entre nosotros. Había dos barrxone~.
(So et-n posible 1lnm:irscle.s pnl~llones.j Estaba situarlo uno
al naciente del teatro que al principio se llamó nuevo,
luego de Tirso de Molina, y después de Ptirez-Galdós. A
propósito del gran teatro me viene H la memoria el re-cuerdo
de un seIIc)r, conspicuo cntorices en 13 política lo-cal,
celebre por sus frases, dignas clcl lxonce 0 de mBt--
mal. Este sujeto fuc el que, oyendo hablar cierto día de
las semanas de Daniel! hubo de exclamar:
-cQuién es Daniel...?
El mismo que, al inaugurar Ia sesión conmemoraliva
del centenario de cicrtn sociedad, empezó de esta manerx
USe hre el anivers:trio del centcnnrio de Ia sociedad, etc.:
el seiíor S Z, toc2aí su sinfonía>>. Pues bien, este suso-dicho
personaje fue el que nl w- que se tratuba de bauti-zar
el nuevo teatro, dándole el pseudcínimo del ilustre fraile
de Ia ìrlerced, protestó diciendo: -&uih es ese seííor Afo-lht?
(QLL~ t's 10 que ha hecho por el rearro?
En este mencionncìo barracón, colocado al naciente del
teatro, hbia cine y coleaban aclemds los residuos de una
compaiíín de zarzuclit, cGmicos de los que CZí(7d~c decía
que de endCmicos suelen troc:lrse en eI)idGmicos. Alli se
cantó por primera vcx, 11nr;i de ello tao sólo veinte y cinco
0 treinta aiíos, aquello de:
Ay balanck, balnncé.
lhlancé la nieve pura, etc.
Allí t:lmbih UTI pseudo-barítono entonaba el final de
la Xfwi~I6z, xliciontindolo con uní1 coph que rezaba:
Dichoso aquel que tiene,
veinte mil duro;, veinte mil duros,
y cxla día fuma cigarros puros, cigarros puros.
Eh aquellos tiempos que, empuñ;mdo por un instante
la lira, situaría yo entre el Yltìmo estertor rle IR cochinilln
y eI primer vagido de la banana, parecían los veinte mil
duros la cúspide de la opulencia y el fumxr cigarros pu-ros,
aunque fuesen cle La PAmn, cl colmo de la euforia.
:hios después, cuando despuntti la Lìornda aurora del
plátano y el rojo amanecer del tomate, las cien mil pese-tas
pasaron ;t ser un ‘SiolztlllEIz casi despreciable, una bi-cocn
que los terratenientes destin;ìbnn n sus an6nimns cít-ridades.
Pero como el mundo voltea sin parar, corno lo de-mostrcj
hace tiempo el .w’iOY Galileo, en el incesante (l6xw
j~jg* de las cosas, los veinte mil duros han tornarlo :t ser
el ideal del isleiI0. DkhO.SO f?‘gItel (llle los tiene, agazapa-dos
en el seno prolífico de una hipoteca 0 de una letra
con sólidas firmas, porque Cl podrb reirsc dc la llamada
crisis nurnrlinl, tan concienzud:~mente estudiadn por los
profundos economistas de nuestra prensa diaria y detrijs
de la cual crisis, dicho sen de JASO, sude parapetarse el
susodicho isleho para resistirse suave, pero tenazmente al
pago de sus facturas 0 de sus cambiales.
El otro lw-ratón estaba II~~CM/O en el bngulo naciente-sur
del parque 1l:imadO nntes de San Telmo y motlerna-mente,
graci:ls a un alarde de erudición municipal, de
Cerv;mtes.
iK1 cine del parque! iCuántas veces cn nquelln época
lejana encaminé n él mis pasos y los de mi gente menuda,
apresurados estos últimos por el trompeteo insistente y
llamativo de una murga!...
Este cine se adelantaba al otro en sus pinitos de re-clamo
y publicidíid. Iiepartíímse :ì la entrad2 rrnas hojillas
impresas, :ì lo cimero de las cunles consx3ba IR siguiente
cuartctn:
Llnos se t>nn ~1 tr2tr0,
otros Se ViiIl al café,
y las person;ls de gusto,
se van al cine Pnthé.
i1,a.s películas de entonces! CEn quC: ignorado rinccin del
mundo vuelven al polvo las cintas de la hija del contra-bandista,
de los Cojos COmicos, del Violín de Cremona,
etc., etc.?
;Quién se acuerda hoy, por ejemplo, del iingel caído?
Nadie, como no sea el que suscribe y eso que era una pelí-cula
altamente dramática y sentimental (pertcnecientc, claro
estd, a la dilatada fatnilia de Sicur). Cada vez que se ~*orr’aOn
(la película) acudia al cine del parque numeroso y distin-guido
público del inmediato barrio de f;uera Ia Portada.
La protagonista del clrnma era una joven, nombrad;ì poé-tica
y simbóliwmente ,\I;~gtlalena, la cual, llevad:~ por la
F~tcrlirìntZ ha.stn el hoy-de del abismo, tatada del ver ligo,
rodaba por la pendiente hasta sumirse en cl negro fondo.
Su novela lamentable se desenvolria en uni3 serie de
cuadros, precedidos por el indispensable letrero que el pú-blico
leía en alta voz, formando un confuso c inolvidable
murmullo en cl que se fundían 1x3 voces roncos de los
varones con las chillonzs de las hcmbrxs y de los chicos.
Nótese que ;t la extraviada damisela la seguía en sus
varixlas procelosas aventuras un su es-novio, un infeliz su-jeto
quf ntcndín mnrlf5t:lmente p3r ‘l‘imnteo, el clIa se dc-dicaba
en cuerpo y alma R la noble tx-ea dc amparar y
defender íl la trmicztn con lrt remota ilusidn de redimirla.
‘ro obstante In eswbrosidlìd del argumento, los cun-dros
SC desenvolvían dentro de l:t más pura mor;-ìlidnd, sin
que en ellos se advirtiese In más Icve sombtx de lo que
más tarde habría de lkmwrse sicalipsis o pornografía, lo
cual dcmuestrn que entonces se respetaba mzís que hoy cl
pudor J’ la dignidad de nuestriìs f.wrrrr~t~~dot~7.s prrisrri2n.s.
Si acaso lo mBs que se permitía el autor del film era una
sosa orgia aI ~Jtn~~priu,
La nerviosidad y 1:1 emoción de los cspectndores iba
CI~CSCEIII?O, siempre cI~f~.sccIz~io, hasta llegar :tl colmo en las
dos esc‘eníis finales.
L:t una figuraba 13 sal:1 de un hospital con su hilera
de c:tmas en una de 1:~ ctwles yacía Magdalena (tubercu-
10~1, es cko). El consiguiente letrero rezaba:
«Como se porta tan mal
acaba en el hospital)>.
El otro representaba el czìmpo-santo y n Timoteo que
besabn la tierra de l:t fosa común II tiempo que una palo-ma
bltmca hendín los: aires y sc perdía en In altura.
BI letrero correspondiente, último de la obra decía:
<cAl fin el ringel caído,
vuela al cielo arrepentido>>.
Umt noche que asistía yo al rolllljc de la ya célebre
película, coincidí, en un banco de los dckìnteros, ron mi
atnigo don Antonio Fulgencio del Rosario, distinguido al-macenista
de la c:-llle Aiayor de Triana. TA señora y Ias
niñas tenííin asiento en otro banco ;t nuestras cspnldas.
Aquella noche .??Zi~ !@?l crzido causaba el efecto de
siempre: suspiros, vBe rnidos, sollozos ahogados. La gente
entonces, como ahora, acudía al cine a llorar In pérdida
de sus remotos ascendientes. De cuando en cuando esta-llaba
en diversos ámbitos dc la snln el trompeteo de las
narices sonadas con estrépito, como clarines sonantes en
solemne funeral.
Presentía yo que a don Antonio Fulgencio le fastidiaba
el drama pelicular. Francamente, la redencidn por el amor
no le cabía en la mollera al honesto comerciante.
Si él, por la más grande e inverosímil de las casuali-
&ldes hubiese leído alguna vez la LJnlltn de Za.5 Cat22eZias
o Mwzorz L~.scaz~t no hubiera dejado de aplicar a Armando
Ducal 0 al caballero Des Grieux los epítetos muy canarios
(ie n~m~tati~.~ y de ~ZI~HO.~O.S.
Por ello no ha de sorprender a nadie el clesagraclo que
2~ don Antonio le produjo al volverse, el cuadro lastimero
que ofrecían su señora y sus niños, con los ojos hinchados,
las ch&vzs deformes, coloradas y relucientes, 10s pnííuclos
convertidos en pelotas. Durante toda la representación
Zn.5 kigrinrrrs les Imbinn set-vid0 de cond2rto.
Ln seííora que, dicho sen de paso, cra asaz nlmibarndn,
y mimosa, tocó con el abanico el hombro de su marido.
-¿Que te ha parecido, Antofiito? ;No te da Iristima del
Timoteo? Pobrecito desvirtundo. :Vcrdad?
Bs fama que don Antonio Fulgencio del Rosario, dando
salida a la indignacicin que le hervía en el pecho, grufi6
en el oído de SLI conwrte.
-No me lo nombres. iFuerte cabrcin!
LLAMADA TELEFóNICA.
Corrian los tiempos casi mitológicos que vieron la ins-tauracicín
de la primera línea telehjnica en Las Palmas.
Uno de los primeros abonados lo fue el alto comer-ciante
don Desiderio de Ia Pelusa, que tenía entonces su
escritorio y almacenes en la calle de los Malteses, hombre
algo maduro, amojamado y bigotudo, gerente de la entidad
mercantil Ln I%pn ïemprfzffn, S. A. (tuberculos y cerea-les).
Este senor, autentico majorero, cocido en el horno
13s
materno y recociLlo cn el de In Gran Antilla, había adqui-rido
con los años Ii3 pitina de los ídolos aztecas y era no-torio
en toda la ciudad por su refinada cortesanía. ITubik-rnis
dicho que se bniiaba cliariamentc en almíbar, tnles
eran Ia dulcedumbre de sus frases y la compostura tlc sus
ademanes. Si hubierais ;~lz;tdo delicadamente las cerdas As-peras
de su mostacho, hubiCr:tis descubierto una sonrisa
perenne, ben6rola y acariciadora. Era un sujeto que nunca
se descomponia, que parecía clesconoccr la irzt y las pala-bradns.
Sin embargo, alguien que le conoció durante su
f2poca colonial sostenía que aquellns su finura y mnnse-dumbre,
eran una simple actitud de negociante y de gramb-lico-
pardo, y que cn el fondo cl tal la E’elusa era un tigre,
un hombre provisto de un genio de todos los demonios.
Vivía entonces, en los antípodas del barrio cle rrrií3ní\,
CII la ~t~~irlacla y silcuciusit calIc di:1 Agua del bdr r-iv clc Vc-guCta,
un canariote indubitado, yuc atendía por don Imeldo
García Teneblario, un señor que nunca trabajjó ni sirvitj
para nada, viviendo estrech:tmente con In tercera parte de
las rentas de Sus Irttifundios y de los rétlitos de sus pres-tamos
usurarios, escondiendo nbsurd:Imente el resto, con
la inconsciente rnpxcid:td de unn urrmx. Est:L fnrnili:i de
burgueses tenis dos criadas que, por coincidencia que no
hx de extrafí:Ir ii los lectores de canaria estirpe, se Ilama-bnn
las dos María del Pino. Para difcrencinrl:is, tanto don
Imeldo corno su consorte dolia Agripina y las nifia de am-bos,
apodaron a una de Ias sirvientes, que ern de Tirajana,
Pino la negra y a la otra, Pino In Trujarla 0 Pino la vieja.
Este seííor don Imcldo era estremnclamentc metódico
y así tenía seR:kiilos los sábados para afeitarse y lavarse
con jaboncillo del Papa en una gran palangnna dc agua
tibia. Por muchos aiíos el barbero que venia a n~~~z;rrlrzAc
fue el maestro G::novcvo, que tenííi su tienda en In próxi-mn
calle de San Marcos; pero aconteció que cl artista
hubo de mudarse :I la wlle de los Malteses casi enfrente
del domicilio social de Ln .PaJn lèntl>mnn, S. il. y come)
don Tmeldo tenía un;i vaga ;tmistnd con el seiíor de la Pe-lusa,
cierto viernes por In tarde ot-Llenó ;i la Trujann que
al dia siguiente, tan pronto como se levantase, llamara por
el teléfono a don Desiderio para que Cstc hiciese cl f:ivor
rle avisar al m:ìestro Genoveva.
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1.a pobre vieja que se lernnt;ibr~ al Abita, se colg<i del
teléfono desde las seis dc la mañana y comenz0 íì repicar
insistentemente, lli~1lIMldO con Voc?Zs destempladas íì I:ì
central.
-iCentríi! iCentrA!
Por mucho tiempo crey el seíior de la l’elusn oir el
tintineo de IIrla C~t~tl~7i~t~ilh lejana que llegaba hasta Cl :itr:ì-vesando
la bruma de su pcsadísimo sueño matutiI]o. Su
sefiora fue la primera en despertar y en reconocer In lln-mnd:
i del teléfono y corno el durmiente permanecirrn in-sensible
como un lefio, la selloni le clavó un agudisimo
pellizco, con 10 cual mi li~otnbre se incorporó hxtsc~amenlr,
soltnnclo un terno abominnble, pues en la intimidad. con-yugtl
yucdnbnn cn suspenso por tácito ncuerdo las rwtitu-des
y los eufemismos
-iPero niño, no oyes que el telcfono se esi:t clesga-fiilando?
Ahora si que llegaba agudo c insistente cl repiqueteo
clcl al~izl-titu. 121 Pclusii salttj cle la CilJIli~, sacudido por un
temblor nervioso. (Seria tal vez In temida noticia tnn nn-siosamente
esperada, es R saber, la quiebra del fkmco ‘furcw
heleno, cuyo reprcsenti1rlte el seiior Jliilulis Tbqqwu1os
instnklo en una fonda del Puerto de la Luz, esperaba un
tclegram;t fulminnnte de Atenas?
TZodcj nlAS que b:!jci la et;cnlern 3’ con felina rnpidcz SC
arrojó sobre cl teléfono.
--<Es 13 Papa tempraní~?
- -/lqLlí, la l%pR temprana, snrifd2d nnCmit?l:~.
-;QuiCn esta en el t.xapa777ie.?
-11esider.k~ de la Pelusa. ;E.s usted el sefior ì\Iinulis
Kropopoulos?
-iQUe va! Soy Pino Ia ‘frujan;l.
-Me ha dejado usted loco. CPor que Ilama con tant;ì
insistencia?
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