NARRACIONES Y CUENTOS
.* . . . . . . 6 . . . . . . . . . * . .
se ha abierto un abanico de milqgros
en la mano creadora del olvido.
ANTONIO MACIIADO
ELLA Y YO
Sucedía esto cuando yo estaba en IMadrid, alla por los
afbs cle 1848. Tenía entonces 20 afios, y vivía en un se-gUnd0
piso de una casa situada en la tranquila calle del
olivo alto, segundo piso que nuestros amigos cle Madrid
llamaban Zn Pajarera, porque en el, y bajo las respetables
alas sin plumas de una patrona de 50 años, nos anidaba-mos
cinco o seis cnncwz’os de todas edades y condiciones.
Dividla yo mi tiempo entre las c.lases del Conserva-torio
y alguna reclacciún de periddico, que admitía con be-nevolencia
mis primeros ensayos literarios, paseando luego
por las tardes con mis paisanos, ya por el Retiro, ya por
la Castellana, y asistiendo por las noches, a la opera,
cuando el bolsillo me lo perrnitia, 0 tt la tertulia de una
respetable familia que me recibfa siempre con cariño, pro-porcionclndome
la ocasidn de lucir mis habilidades en mú-sica
y poesía.
Era costumbre entre nosotros, los pocos canarios que
entonces estudiábamos en Mcldricl, estar juntos con fre-cuencia,
querernos mucho, favorecernos mutuamente y ten-dernos
la mano para ayudarnos a saltar alguna zanja, que
al fin del mes solía presentarsenos en el camino.
Desde mi llegada a aquella capital, que lo fue a fines
de diciembre de 1846, había recibido la visita de un joven
de mi edad llamado Salvador, que hacía tres aflos yesidia
en la coronada villa, estudiando, según me dijo, algunas
materias que creía indispensables para seguir la carrera
de la Diplomacia, carrera nebulosa entonces, hija del fa-vor
y la politica, no sujeta n examenes, grados ni diplomas.
La visita de Salvador obedecía al precepto que se había
impuesto de conocer y saludar a todos los canarios que
llegaban a Madrid, por la circunstancia de ser hijo de Te-
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nerife, de donde tambien procedían sus padres, aunque a
mi juicio mejor hubiera sido llamarlo hijo de Cuba, donde
había pasado sus primeros años, y en cuya rica Antilla
su padre había adquirido una fortuna colosal.
Era Salvador un chico pequeño de cuerpo, delgado,
elegante, de tez muy palida, con hermosos ojos de color
oscuro y facciones aniñadas, expresivas Y simpaticas. NO
jlabía perdido aún ese especial tonillo, propio de los Cu-banos,
ni la aficidn a usar colores chillones en SUS VeSti-dos,
especialmente en los chalecos que eran un verdadero
mosaico.
Al poco tiempo de habernos conocido éramos insepa-rables.
Salvador adoraba la múska y la literatura, y esa CO-munidad
de aficiones contribuía a estrechar entre nosotros
10s vínculos de nuestra amistad, que por mi parte se
aumento con la convicciõn que pude adquirir de la bondad
de su car&cter, de su generosidad y de la franqueza y sen-cillez
de su trato intimo.
Aunque adulado y mimado por sus numerosos amigos,
que conocían la fortuna de su padre, y recibido con inte-resado
carilo en muchas de las principales casas de la
alta banca y de la política, prefería acompaftarme a la
ópera o al Príncipe, o dar conmigo solitarios paseos por
.la Ronda, hablando de Víctor Hugo, Lamartine, Dumas,
Sue o Jorge Sand, que eran entonces los poetas y nove-listas
más queridos y admirados de los españoles, a la
ceremoniosa asistencia a un baile de etiqueta, tertulia o
círculo, donde yo no podía acompafíarlo.
Sus padres y una hermana, únicas personas de que se
componía su familia, estaban de temporada en París, de
modo que yo no los conocía, porque durante el año ante-rior
habían recorrido la Suiza y la Italia sin dignarse lle-gar
a Madrid. Entretanto, y con la confianza que entre
1mSOttOS existía, me había hablado varias veces Salvador
de su familia, y me había enterado de que su padre era
un Poco vanidoso, brusco y aficionado a la lisonja, siendo
SU más ardiente aspiracion la concesión de un titulo de
Castilla, que dorara su plebeyo origen, y digo plebeyo, no
porque yo 10 supiera de ciencia propia, sino porque Sal-vador
me lo había confesado entre avergonzado y risueao,
40
-Es preciso -me decía- perdonar a mi padre esta de-bilidad.
Figúrate que nuestro apellido es Sánchez, apellido
honrado como cualquier otro, pero que no suena al oîclo
como 10s de Alvarez de Toledo, Snncloval, Mendoza, 0 Rojas
Silva de nuestra rancia nobleza. Verás, pues, lo que ha in-ventado;
ha suprimido las dos últimas letras del Sánchez y
lo ha dejado convertido en Sanch, que hace derivar de un
hijo basrardo de los reyes de Navarra,
Y al decir esto mi amigo se reía de tan buena gana,
que yo, sin poderlo remediar, le acompafiaba en sus burlas
sin temor de ofenderle,
-Mi madre -continuaba él- es una pobre sefíora, ino-fensiva,
callada y de escasa inteligencia. No ve ni oye,
sino por los ojos y oídos de mi padre, y es eco constante
de todo lo que 61 dice y afirma. Respecto de mi hermana
Amelia, estamos todos convenidos en llamarla un pequeíío
portento. Ya la ver&; no quiero privarte del placer de la
sorpresa.
A esto contestaba yo, que’ mis recursos de estudiante
pobre no me permitían Erecuentar los salones cle su casa;
que lo mejor sería no visitarla, y por último que me de-jase
en mi voluntíxia oscuriclad, contento con poseer su
confianza y cariíío, sin mds relaciones ni rozamientos con
los descendientes del bastardo de Navarra.
Replicaba él, yo insistía, y después de borrascosas dis-cusiones
concluía siempre por sonreirse misteriosamente,
como si para resolver In cuestidn a Su favor, poseyeseun
secreto, independiente clc mi v0lLmtd
II
I-labia llegado el afro 1848, y al estallar en Francia la re-volución
de febrero, la familia de Salvador, temiendo alguna
deg&Zinn nobiliaria, como la del 93, y considerándose in-cluida
en esa clase, sali. precipitadamente de París, y se
trasladó a Madrid, donde el sable de Narváez la ponía a
cubierto de todo desman.
Una tarde del mes de marzo, mi amigo vino a bus-carme,
y despu& de darme cuenta de la llegada de SUS
padres y de su instalación en un piso principal de la calle
41
de ~lcala, salimos a dar un paseo por el Botánico, ha-blando,
como era natural, de la agitaciõn revolucionaria
que se sentía en todos los Estados de Europa, y de 10s
planes que se atribuían a ciertos personajes políticos que
trataban de dar un susto al Ministerio español.
Conspirfibase en Madrid, como siempre ha sucedido,
a cielo descubierto, y aunque nosotros no pertenecíwmos
a ningún partido político, sabíamos de pública VOZ 10s nom-bres
de los militares comprometidos en la asonada, y hasta
la hora en que debía estallar el atrevido pronunciamiento.
iFeliz edad! AnhelBbamos la lucha, sin pensar en la
sangre que iba a derramarse, y deseábamos la caída de
los ministerios, creyendo candorosamente que un cambio
de personas iba a clnr a los españoles la ilustracidn que
les faltaba y los habitos de trabajo, orden y economía de
que carecíamos hacía ya tres largos siglos.
Entretanto había cerrado la noche, y llegado la hora
en que, abandonando el paseo, me retiraba a estudiar o es-cribir
en mi humilde celda.
Dejamos., pues, el Botánico, y atravesando el Prado,
subimos por la calle de Alcalá, deteniéndonos en el sun-tuoso
portal que daba ingreso a las aristocráticas habita-ciones
de la familia de mi amigo.
-Es preciso que subas- me dijo éste, apoderãndose de
un botdn dc mi gnbtln-, quiero que veas mis nuevos apo-sentos.
-Serti otra noche- le comes %--tengo que concluir
una correspondencia de Canarias que ha de publicarse
mañana en El Neraldo.
-iDesgraciado reaccionario1 -exclamó con cómica se-riedad,
llevándome hacia la escalera- ite atreves a escribir
en ese nefando diario? <no temes las iras del pueblo sobe-rano
y las particulares de tu amigo Salvador? Tú, un de-mdcrata
librepensador, vaciar tus ideas en los moldes de
los Moras, Donoso-Cortes y Pastor-Díaz? iHOrror Entra
en casa, y alejaras de ti tan funestas tentaciones,
-No puedo... mañana te complaceré.
-iHipdcrital te. conozco, ,. IiD Heraldo es un pretexto, .,
tú temes encontrarte con mi padre o con mi señora her-mana.
Desecha tan cobardes pensamientos; mi cuarto esta
en el entreSueh3, y tiene la ventaja de ser libre e indepen-
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diente como la antigua Iberia. Vamos, sube, salvaje, y
deja esa timidez que tanto te perjudica.
--Pero si subo un instante, no me has de detener...
-Concedido.
-Pues guíame 5I tu aposento, y que espere X7 Elcrn.&~o.
-Todo sea por DiOs -contestb Salvador- no me ha
costado poco trabajo tu visita,
Algunos minutos después esthbamos cdmodamente iris-talados
en un 1)ecluefi.o gabinete, adornado con lujo y ele-g:
mci:l, donde en Una m»numental chimenea ardía un buen
fuego, ill CU acercamos nuestros sillones, encendíeudo
mi amigo un legítimo habano que le venía directamente
de Cuba. Yo no había lknado nunca,
-C<smo se parece tu celda a la mía- exclamé riénclome
y recorriendo con la vista los suntuosos muebles.
-1IM. . . I CtambiCn envidioso.. .? Has de saber igno-rante
chico, que los bastardos de los reyes de Navarra son
personas muy encopetadas, y no pueden alojarse en cual-quier
parte; IRCesitiUl precisslmente este cairzfort ¿cstks?
-Dichosos los que no tienen que pensar en el mañana-contest6
suspirando.
-Las luchas de la vida -repuso Sal\fador sentenciosa-mente-
son el primer ele~mx~to del progreso. Tíl luchnrtis
y serás algo; yo no luchat-é y nadie se acordarS de mí.
El trabajo perfeccion;l, la ociosidad mata. Todo estk bien,
como decía Cándido, esto es lo que yo llamo el sistema
de las compensaciones, oh, la naturaleza es muy sabia.
EHa nos ha cl~clo cl linmbre como estímulo para escalar
teclas IRE alturas sociales.
rnerwacias por mi lote.
tas, avie es envidiable, ingrato. (Quién lo cluda? Aquí
vengo y amigo condenado a ser toda su vida un ser intítil.
foco dis digas tonterías, tu serás lo que quieras.
ue hacrabajar yo? Hombre, tendría que ver... un futuro
ml.wp& 22 Casa-Sanch... iQue diría mi padre!
-Tu padre ha trabajado.
-~InfeíízI Recoge al instante esa palabra.
--El trakajo ennoblece.
-Antiguallas, mejor es heredar y no hacer nada. Deja
esas filosofías y ocupémonos de la revolwjdn. dQu& dicen
los alumnos de la Universidad, clel Colegio de San Carlos
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y del Conservatorio? (Estfin dispuestos? <Tendremos Re.
pública?
Sonreíme al oirle y le pregunte:
--<Un futuro marqués se interesa por esas cosas?
-Has de saber que pertenezco (1. esa moderna ariStO-cra&
de las contratas, los ferrockriles y los vapores, de
los tabacos, del azhcar y del cafe, que habla de progreso
y libertad para pescar mejor en rio revuelto el uro que ha
de sostener sus vicios, sus vanidades y SU orgullo.
-De modo- repuse- yue para esa novel caballería, el
campo de torneo es la Bolsa, la dama de SUS penSmientOS
la Roma clerical, y sus armas el cirio y las procesiones.
-Algo hay de verdad en eso (y qué?
-{Algo? Todo.
-Nacla- contestó una voz de mujer a nuestra espalda,
con esa entonación decidida y enérgica, que da la costum-bre
de mandar y ser obedecida.
Al oirla di un salto en el sillón y me puse inmecliata-mente
en pie.
Mi amigo continu6 sentado, y se contentó con decirme
sonriendose con malicia y soltando el cigarro:
-Te presento a mi hermana Amelia que ya te conoce
Ventajosamente por tus versos y tus romanzas de salón.
Te advierto que es ultramontana y absolutista.
En aquel momento hubiera preferido que la tierra me
tragase.
Rojo como un pimiento y temblando como un el>il@-
tico, hice una grotesca cortesía y acerque un sillbn.
Salvador me miraba afectando seriedad, pero Ia risa
retozaba en SLIS labios,
De buena gana le hubiera apaleado.
III
Después de aquella memorable noche fueron CL-,,~. lo
mis escrúpulos ante las reiteradas muestras de apreck q’ue
recibía de Salvador y su familia, y que yo atribuía, con
la candidez e inexperiencia propia de mis pocos afios, al
inter& que les inspiraba mi humilde posición estudiantil,
mis prendas personales de honradez y laboriosidad, mis
espeluznantes versos y los acordes de mi violín.
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Amelia era, a mi juicio, un ser sobrenatural. Blanca,
sonrosada, pequeñita, pelinegra, de cara redonda e iufan-íil,
con hoyuelos junto a sus rojos labios, boca provoca-tiva
y apetitosa, mirada fija y atrevida, andar voluptuoso
y palabra fbcil y seductora, poseía cuantos encantos eran
necesarios para alborotar una imaginacidn caleuturieuta
como la mía.
Tocaba el piano con mucha maestría y cantaba con
afinacibn y buen gusto, aunque su voz no tenía mucho vo-lumen
ni extensidn.
Tan luego supo ella que yo poseía algunos conocimien-tos
músicos, me obligd a que le acompañase sus roman- 8N
zas inglesas y aIemanas, y las arias de las óperas que en-tonces
se aplaudían. Sin embargo, justo es decir que pre- s
d
feria la mbsica cl&sica, cuya afici6n se había despertado õ”
en ella en París y Viena, oyendo a los artistas de más
fama que en Europa habia entonces. Por eso mi humilde i
violín unía sus tfmiclos worcles con las melodiosas notas F
de un magnífico pimo de Erard que ella pulsaba, y la so- 5
nata en ,Fa de 13eethoven, el rondino de Mnyseder, las so- I
natinas de Mozart y los conciertos de Weber, atronaban’ m
el salõn principal de la casa, mientras el papk movía la 5
cabeza con aire inteligente, la mama dormía y Salvador g
criticaba, comparando las escuelas alemanas con las de d
E
los grandes maestros italianos del siglo pasado. z
A pesar de la favorable opinidn que naturalmente tenía !
d
yo de mi mismo, no dejaba de preocuparme la facilidad :
con que había sido ilCOgiCl0 en aquella casa, así como el 5
aprecio y consideraciones que se me demostraban, espe- 0
cialmente por el futuro marques, hombre de pocas pala-bras,
avaro cle su amistad, aficionado a investigar el abo-lengo
y los bolsillos de todos los que se le acercaban, y
poco dispuesto 51 dar la menor irnporlawk n un chico
que hacía versos, escribía en El HeraZiEo y tocaba mala-mente
el violín.
Ello es que así sucedía, ‘y hasta la soñolienta mamá
me festejaba con un querido paisnno que me encumbraba
al quinto cielo.
Inútil ser8 decir, porque ya lo llabran adivinado mis
lectores, que la señorita Amelia me interesaba más que
su papa y mam&
Sll franqueza, que cualquiera otro más experimentado
hubiera traducido por desenvoltura, SU amabilidad, hija
de una innata cOqUetería, su chispeante gracia para ana-lizar
la última novela, el último poema, la dItima dpera Y
la confianza que inspirara siempre la hermosura, el inge-nio
~7 el dinero, prestaban a la hermana de mi amigo un
poder tan superior, que yo, francamente, lo creía irresis-tible
Y temblaba sdIo de cnconlrczrme junto a ella.
Después de visitarla algunos días, comprendí que, Si
mi razún no ponía freno a mi inmodesta costumbre de no-velizarlo
todo, era hombre aI agua.
Acordéme muy oportunamente de que yo no descendía
de los reyes de Navarra, y que, al comprar guantes, abría
una ancha brecha en mi presupuesto, procurando fuesen
de color oscuro para que durasen mds. Y con estas y otras
reflexiones de la misma índole, mi imaginacidn se calmaba
y oponía fuerte dique a las coquetuelas ojeadas de mi tra-viesa
amiga.
En aquellos días, y crzyendo que en eso no pecaba,
le llené el álbum de poesías calenturientas, comparAndola
con el sol, la luna y las estrellas, hablándola de trovado-res
y donceles desgraciados, y componi6ndole sendas ro-manzas
con cinrn y hasta seis bemoles,
Esto’ era para mí una especie de vtilvula de seguridad.
Entretanto Salvador continuaba sonriendose mefistofé-licamente,
y parecía complacido en aquella lucha moral
que yo diariamente sostenía, y 61, de seguro adivinaba,
Proponiame a veces suspender mis visitas; pero Sal-vador
me buscaba y por último concluía por ceder a SUS
instancias.
Entonces el papb encontraba siempre una palabra ama-ble
que dirigirme; la mamá me apretaba con carieo Ia mano,
Y la niKa, al verme, sacaba su romanza favorita, me obli-gaba
a sentarme aI piano, y para cantarla se acercaba
tanto a mí, que sólo el roce de su vestido me daba la ter-ciana.
Cuando despu& de estas escenas regresaba a mi hu-milde
aposento, me ponía a habIar conmigo a solas, COS-tumbre
que nunca he llegado a perder, y me decía con
mucha seriedad: lQu6 es esto que te pasa? {Se están bur-lando
de tí? ZQUB SC propone esa íamilía...? No lo se, pero
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de seguro que ni por tU figura, ni por tu gracejo, ni por
tu posición, ni por tus guantes puede Amelia enamorarse
de tí. Eres muy feo, tienes poco atrevimiento, tu cuna es
de tea, y Sb10 con milagrosos equilibrios te sostienes en
Madrid. <Por que, repito, te sonríe el señor Sánchez, te
da la mam¿i su mano, y las faldas de la niHa se enredan
en tus pies?
Resolví hablar con Salvador, y preguntarle a qué parte
ignorada y recóndita de mi ser debía tan entusiasta amis-tad;
pero IA tarde misma en que me dispnnia a nventurw
tan escabrosa pregunta, tuvo lugar el grave acontecimiento
que paso a referir.
IV
1-Iabfamos llegado al 26 de marzo. Todo parecía ixm-quilo.
Las familias bajaban como de coslumbre al Prado,
y aunque se dejaba sentir el frío, no escaseaban los gru-pos
junto a las rejas del BotBnico. Allí estaba yo medi-tando
en el problema cuya solución buscaba, y con la es-peranza
de descubrir R mi amigo, que me había citado la
tarde anterior para aquet sitio.
Anochecía ya, cuando en direcci6n a la Carrera de
San Jercínimo oí distintamente algunos tiros y luego dos
o tres descargas de fusileria.
-La revolución- exclamé yo.
Y sin asustarme mucho, vi que la gente desaparecía,
huyendo por cuantas calles desembocaban en el Prado.
En tales circunstancias, la mbs rudimentaria prudencia
me aconsejaba llegar sin tarclanza a la calle del Olivo, evi-tando
las grandes arterias de la poblacidn, y encerrarme
luego con doble llave en mi casa; pero el demonio de la
curiosidad, poniendo en derrota a la prudencia, me con-dujo
hacia la suntuosa vivienda de mi amigo, que, como
antes he dicho, se situaba en la parte m&s c&trica de la
calle de AlcalA, y allí me enteré con verdadero pknico del
justificado terror cle los padres.
El caso era para estarlo. En efecto, desde Izt tarde ha-bian
salido Salvador y Amelia a visitar cierta aristocrática
familia que residía en la calle del Príncipe, a pesar de
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que yn se sabía que en la del Lobo se levantaban barri-cadas,
que la guarnicidn estaba en armas, Y que el Co-bierno
se disponía a ahogar en sangre aquel simulacro cle
revolucidn, tan intempestivo como mal urdido.
Ahora bien, ni Salvador ni Amelia habían llegado a
su casa ni se sabía de ellos, aunque se Oyera Ya de muy
cerca el rumor de la lucha.
yo entonces, como verdadero caballero andante y pa-ladín
de Ia Edad Media, me ofrecí voluntariamente a bus-carlos
en medio del fragor y peligros de la batalla, y salí
disparado por la calle de Sevilla, entrando en la de San
Jerbnimo a tiempo que la noche cerraba.
Detuveme vivamente impresionado al dar los primeros
pasos en aquella direccibn, y el caso no era para menos.
Veíase a lo lejos la artillería colocada en posicibn es-trategica
en la Puerta del Sol, y hacia la plazuela de Cer-vantes,
donde todavía no se había levantado el Palacio del
Congreso, espesas columnas de infnnterla que subían len-tamente,
precedidas de algunos escuadrones de lanceros
que barrían la calle de unn a otra acera.
Cualquiera otro m&s acostumbrado R estas aventuras,
tan repetidas desgraciadamente en las calles de Madrid,
hubiera retrocedido prudentemente y vuelto a la calle de
Sevilla, libre todavía de sublevados y tropa; pero yo, ig-norante
del peligro que corría, y sin sospechar que mi
vida estaba pendiente de encontrar abierto un portal,
avance impávido hasta la casa donde sabía que mis ami-gos
habían pasado la tarde. La casa como era de suponer,
estaba cerrada con dobles candados, Retrocedí, princi-piando
a preocuparme un poco de mi peligrosa situación,
cuando al volver a la Carrera de San Jerbnimo, advertí
que las pocas personas que aún se descubrían en SLIS ace-ras,
huían como sombras, procurando ocultarse y deshpa-recer,
mientras a cortos intervalos seguía oyendose el% es-tallido
de las descargas y los gritos de los combatientes
aha en dirección a la plazuela de Santa Ana.
Desde aquel momento comprendí la extensibn de mi
imprudencia, Y medí con terror la distancia que me sepa-raba
de la calle de Sevilla por donde solo era posible em-prender
mi retirada.
Pero, en tanto que yo subía con rapidez por la acera
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de la derecha, los acompasados pasos de una nueva colun~na
llegaron a miS oídos en dirección opuesta, de modo que
ya podía perder toda esperanza de salvacidn.
El recuerdo de mis padres, de mis hermanos, de la
patria y de 10s amigos cruz6 rápidamente por mi pertur-bado
cerebro. Apoyeme, desfallecido, en el dintel de un
portal que tambikn estaba cerrado, y procuré confundirme
con la sombra que proyectaban los balcones del.entresuelo.
El sitio donde me había detenido me permitía descu-brir
las personas que desembocaban por la calle. del Lobo,
y que llenas *de terror, corrían en todas direcciones bus-cando
asilo. Entre ellas, me fije en una, que parecía mu-jer,
y la cual, pasanclo rkpiclamente hacia el lado donde
yo estaba, se fijó, al pasar, zn mí, y dando un nguclo grito
se arrojó en mis brazos.
Figúrense mis lectores cual sería mi sorpresa al reco-nocer
en aquella atribulada criatura a la misma persona
que buscaba con tanto afkln y por la cual exponía tan
desinteresadamente la vida.
--cY Salvador? -fue mi primera pregunta al deshacer-me
suavemente de sus brazos y colocarla a mi lado junto
al portal que me servía de abrigo.
-No lo sé -contesïd Ilorando- lo he perdiclo al alejar-nos
de las barricadas, pero usted me salvará. {no es verdad?
-1QuC imprudencia! -exclamé yo, oyendo el crujir de
las cureñas sobre el pavimento de la calle, y el choque
de los sables que la caballería desenvainaba-. Estamos
perdidos; vamos 51 ser acuchillados.
-Moriremos juntos- grito ella con pedantesca exalta-ci6n.
-Mejor será vivir- repliqué yo, sin saber hacia donde
dirigir mis pasos.
-Busquemos un portal.
--Si encontramOs uno abierto, esa sería nuestra sal-vacidn.
Llamaremos a todas las puertas; sígame usted sin
desviarse de la pared para que no nos descubran.
Hablando así, principié a subir la calle llevfindola de
la mano, y empujando con descsperaciõn todas las Puertas
que hallaba al paso.
Según nos íbamos acercando a la calle de Sevilla, ob-ser-
r&bamos que la artillería se había detenido a la altura
49
de la calle del Príncipe esperando quizá que se le Uniera
la columna que subía del Prado.
No hd+.t medio de escapar; est&bwnos cercados y en
el centro del horrible ciclón.
Hubo momentos en aquella aciaga hora, en que, a pe-sar
de la protectora sombra de las casas, creí que ibamos
a ser descubiertos y descuartizados. Un escuadrdn de ca-ballería
que venía. delante, como avanzada, corría ya fi
rienda suelta ocupando toda la calle y escudriííando con
la punta de sus lanzas todos los rincones.
Lleno de desesperacidn, me detuve otra vez, ntrrlje
hacia mí a mi aterrada compañera, y me deje caer des-fallecido
sobre una gran puerta, que R mi furioso empuje
se abri6. El portero sin duda la había dejado entreabierta,
tal vez porque esperaba la llegada de algún extravindo
inquilino.
De un salto atravesé el portal, y llevando en brazos
a la pobre chica, subí los primeros tramos, no clescnns;lndo
hasta que llegué al cuarto piso.
Amelia apenas respiraba y cayó desfallecida sobre los
ill timos escalones.
Estkbamos salvados.
V
Transcurrieron algunos minutos, y cuando nos ron-vencimos
de que el peligro había pasado, aunque nuestra
situación continuara siendo tan singular c8mo poco satis-factoria,
el recuerdo de la anterior agoníii nos produjo un
placer relativo, que calmó el desordenado latir de nuesp*os
corazones, y el ciego terror que por algunos instantes M-Ga
oscurecido nuestra razdn.
Amelia continuaba sentada en el último escalón del
cuarto piso, y parecía escuchar con redoblada atención el
fragor de la batalla.
La casa donde nos habíamos refugiado estaba silen-ciosa,
como si el miedo se hubiese apoderado de todos sus
inquilinos. De vez en cuando se oían algunos furtivos pasos
y el brusco cerrar de las puertas y balcones. La luz que
alumbraba la escalera en los tramos inferiores, llegaba de-bilitada
al sitio donde nos ocult&bamos.
Amelia fue la primera que interrumpid el silencio:
-Jamás hubiera creído sentir una emoción tan pro-funda.
Estoy temblando todavía.
-Señorita- le conteste-, no es acaso esto lo más triste
que este? pasando en esta noche. Acuerdese usted que en
este momenro pierden muchos españoles la vida en fra-tricida
lucha. Maldigamos estas extemporãneas revolucio-nes,
que no se imponen por la opinión pública. Lo que
ocurre es monstruoso y criminal.
-Pero muy novelesco,
-Celebro que usted lo mire bajo ese aspecto, pero de
todos modos es preciso ver el medio de llevarla a usted a
su casa.
-No piense usted en eso. YO no salgo de aquí mientras
dure el estado de sitio.
-No es preciso tanto. CuAndo cese el fuego y los re-beldes
se rindan, pediremos hospitalidad al conserje, por-que
usted no es conveniente que permanezca en este sitio.
-Cualquiera diría que teme usted verse a solas con-migo-
repuso ella con maliciosa sonrisa.
-Tal vez- exclamk casi involuntariamente.
Al oir mi respuesta permanecid algunos instantes si-lenciosa,
luego se levantd, y acercándose a mí, que la con-templaba
apoyado en la pared:
-Seamos francos -me dijo con atrevida decisibn-,
usted me amn ¿no es verdad?
-iSeñorital
-Ya lo ve usted, todo es singular en esta noche. Yo soy
el hombre y usted la mujer. Amar no es un crimen: Si es
cierto que usted me ama, Ca que negarlo?
-El respeto que a usted profeso, es todavía más grande
que mi carifilo -repuse evasivamente-, y en todo caso no
sería yo tan descortes, que me aprovechase de este triste
suceso para hablar a usted de amores.
-Veo que me he equivocado; olvidemos, ese asunto.
-Como usted guste.
Cal16 ella; pero sus maliciosos ojos se volvieron hacía
mi con cierta expresidn de lástima, que, a pesar de la
mortificación que me causaron, soporte con heroica firmeza.
51
A esto siguib un largo silencio. Amelia se había en-vuelto
en su afelpado chal, que le cubría el Cuello Y la
parte inferior del rostro, y de nuevo VdVid ü Sentarse
sobre el mismo escaldn, batiendo con impaciencia el suelo
con sus pequeños pies.
De pronto, y como cansada de aquel largo silencio, y
sin cuidarse de la tempestad de hierro y fuego que en 10s
sil-es estallaba, ten-n6 it reanudar el di8logo, clicitnclorne
con burlona sonrisa :
--<Sabe usted que voy a casarme?
El golpe era rudo para un inocente como yo. Sin em-bargo,
mi excesivo amor propio me lo hizo recibir con
calma, y le contcstC:
-Esperaba que así sucediese. Una joven tan rica, no-ble
y hermosa como usted ha de encontrar muchos pre-tendientes.
-Mi futuro es francés. Nos conocimos en Biarritz. Su
fortuna es inmensa y espera obtener en breve una em-bajada.
-La felicito a usted.
-<Conque se alegra usted?
-+Y por que no si usted le ama?
-A decir verdad ni le amo ni le odio. En los prime-ros
días le tuve cierta inclinacidn, que con el tiempo se
ha enfriado.
-Pues entonces, no debe usted casarse.
-Vaya, ly a usted que le importa?
Quedkme cortado y bajando la vista’balbucí:
-Tiene usted razón.
Mirdme fijamente, soltd una carcajada, y con un gra-ciosisimo
mohín, ariadib:
-Es usted un niiio.
-Sea usted indulgente -repuse mirándola con tímido
arrobamiento.
--cY lo duda usted?
-Gracias.
-El matrimonio es hoy un contrato. Dos personas se
casan para unir sus riquezas, y elevar su posicidn. ESO
que usted tiene en la cabeza, sdlo pasa en las novelas, en
la vida real es otra cosa,
m’ Lo siento.
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-Vaya, señor poeta, no sea usted tan intransigente,
así hemos encontrado el mundo y así lo dejaremos,
-No me opongo, porque sería inútil; pero en cambio no
seré yo el que sancione con mi humilde ejemplo semejan-tes
abominaciones. Felizmente, no estoy destinado a vivir
en esta sociedad a que usted pertenece. En mi país hay
todavía corazones honrados y leales aficiones. Allí se ama
no en virtucl de un contrato, sino de un lazo voluntario,
que nos ata dulcemente para toda la vida.
-Paréceme, señor canario, que toma usted conmigo un
tono algo impertinente.
--cY tengo yo la culpa? Vamos, Amelia, no finja usted
lo que no siente. Su corazdn de usted es un tesoro, y en
él no caben tan abominables teorias. Bajemos al portal,
usted no debe estar aquí.
Ella volvib ,rl. sonreirse, y me siguió sin responder,
Cuando entramos en la portería, referimos al conserje
nuestra aventura, y sabiendo este la familia a que Amelia
pertenecía, no tuvo inconveniente en solicitar permiso al
jefe de las tropas que custodiaban la calle para llevar un
mensaje a los futuros marqueses, de los cuales esperaba
una buena recompensa.
Una 1101-a despues Ilegal-oh aquellos, siendo indecible
la alegría que recibieron al ver a su hija en mis brazos,
despues de contarla en el número de las víctimas. En
estas ruidosas manifestaciones no fui yo por cierto olvi-dado,
tocandome una buena parte en los abrazos de mis
agradecidos paisanos y en los de Salvador, que tambien
habla escapado milagrosamente de la refriega.
VI
Al día siguiente de tan memorables acontecimientos,
estaba yo en mi cuarto de la calle de.1 Olivo, concluyendo
un nrtícu1.o literario para Eì HeraMo, cuando se abriõ la
puerta, y por la primera vez vi entrar en mi humilde cel-da
al padre de Salvador.
Concluídos los saludos y preguntas de costumbre, tan-to
más afectuosas aquel dia cuanto tenían por objeto ave-riguar
el estado de salud de mi linda campanera, tomo
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asiento en la mejor silla que pude encontrar, y 110 sin re-velar
en su fisonomía la sorpresa que le causaba mi rno-desta
instalación, me hab16 con cierto knfasis de esta
manera.
-Generoso paisano, vengo a cumplir un sagrado deber
de gratitud, ch-do a usted las gracias en nombre mío Y de
mi familia por eI inmenso servicio que anoche nos dispensó
usted, salvando de Un peligro inminente a nUeStra querida
hija. puede usted creer en nuestro inCOndiCiOna1 reCOnOci-miento,
y le rogamos ponga a prueba nuestra eterna
amistad.
Contestkle con breves y corteses frases, y el prosi-guió
así:
-Es inútil que guarde Usted conmigo el incõgnito. Sal-vador,
faltando tal vez a la confianza de usted, nos ha re-velado
todo.
--iTodo?
-Sí señor, todo. Me consta que es Usted de noble alcur-nia,
que su familia posee una gran fortuna inmueble, y
que usted, huyendo de compromisos matrimoniales, reñidos
&n SUS inclinaciones y carkter, ha venido a ocultarse en
Madrid bajo supuesto nombre, hasta que desaparezca el
enojo de sus padres.
Pueden figurarse mis lectores cual seria mi asombro
al oir tan estupenda declaracidn. El velo se rasgd de pron-to,
J- comprendí las verdaderas causas del afecto de los
señores .de Sanch, y el secreto de las sonrisas de Salva-dor.
La broma era pesada.
El descendiente de los reyes de Navarra al observar
mi asombro, se inclino con cariñoso abandono, y añadid:
-No se ofenda usted. Su secreto estB bien guardado.
Ahora ~610 me resta hacer a usted Lina proposicibn que los
extraordinarios sucesos de anoche me imponen. Mi hija
me ha revelado su amor de usted, y yo creo, sea dicho esto
con el mayor sigito, que a ella no le disgusta usted. Mi for-tuna
y mi posicibn son conocidas aquí y en todas partes,
usted ei rico y noble, mi esposa, mi hijo y yo estimamos
a usted mucho. iQue mas diré a usted? Yo no he de oponer-me
n la felicidad de mi hija. De mudo que si por parte de
su familia de usted no hay oposición, es negocio que puede
darse por hecho desde hoy,
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-Pero, sebor, usted está equivocado...
-Nada, nada; no admito excusas. Su modestia de usted
es excesiva. Ya he tenido ocasidn de observarlo, pero en
este caso es inútil, Soy muy rico... usted vivir-8 con nosotros
hasta que entre en posesidn de su fortuna.
-No puedo consentir que usted crea semejantes ab-surdos.
-Esta usted emocionado, lo comprendo y me retiro...
Hasta la noche... mi hija quiere darle a usted personalmente
las gracias. Alli hablaremos.
Y sin esperar mis explicaciones, desapareció, deján-dome
desesperado y furioso contra el bribon de Salvador,
que tales mixtificaciones provocaba.
Entonces y sin vacilar, tomé la pluma y escribí al fu-turo
marqués, la siguiente carta.
«Caballero, mil gracias por una honra que nunca he
merecido. Una lamentable equivocacion por parte de su
hijo de usted es causa cl” la penosa situación en que me en-cuentro.
Yo no soy noble, ni rico, ni tengo cuestiones ma-trimoniales
en mi país, ni menos he adoptado supuesto
nombre. Soy un pobre chico, hijo de honrados padres, que
he venido a Madrid, imponiéndome los mayores sacrifi-cios,
para cstuclinr composicián en el Conservatorio y en-sayar
mis aficiones literarias en los periddicos de la Corte.
No me acusa la conciencia de haber contribuido a pro-ducir
este engafio que tanto deploro. Nunca he dicho a
Salvador cosa alguna que haya podido inducirle a suponer
lo que usted acaba de manifestarme. Si usted duda todavía,
puede usted informarse de todos mis paisanos que confir-maran
la verdad de mis palabras.»
Al día siguiente supe que Salvador y Amelia habían
salido para el extranjero.
El marques no volvid por casa y tanto él c%mo su es-posa,
si me encontraban en el paseo, torcían el rostro y
fingían no conocerme.
Aquel mismo afro una perdida irreparable me obligo a
volver a mi país, y pasados algunos meses recibí una ex-tensa
carta de Salvador, en la que, entre otras cosas,
me decía:
uperdona, querido amigo, las necedades de mi estú-pida
familia, que me obligaron a inventar aquella fábula,
55
único medio de que fueras recibido en mi casa con el
aprecio que tú mereces. Yo no contaba con las coqueterías
de mi hermana. Creo intitil advertirte de que mi amistad es
inalterable, y que aquel que se halla destinado a perpetuar
por los siglos de los siglos la ínclita descendencia de los
R.eyes de Navarra, te estima a ti más que a todos sus no-bles
ascendientes. Amelia va a casarse; no lo sientas, por-que
el honnr de set trí mi cuñado, no me cjega hasta el
extremo de comprender que hubieras perdido con ella toda
esperanza de felicidad».
Salvador vive hoy en París, y de vez cn cuando nle
escribe con el mismo cariño de q’ue siempre me dio pruebas.
Los padres de mi amigo alcanzaron al fin el deseado
título, aunque sendos billetes les costo.
Amelia se ha separado de su marido, y es en Madrid
el tipo de la suprema elegancia
Yo sigo siendo pobre y plebeyo, y sin otra cruz que
la del matrimonio, que Dios se ha cuidado de bendecir.
AGUSTIN MILLARES TORRES