h”~ hiIl)lo de x~uell:~ farnoszl que apnreci6 en el cielo
p:lr~~i serrir de f;\n:il a loc; Reyes Alagos, ni menos me re-fiero
íi In c(ue prosaic~lmente sirve de i?rújul;t :t 10s nnve-gitntes,
cunndf~ 4~s nubes se lo permiten, ni tampoco es
mi i~~tW~‘ici~~ rCXYl~llilr Iii c;tJlebre ópera de IIeyerileCr, ni
estrs hrillantcs estrellas de los bulernres de Pnrís, partes
de eS:1 rìehtJIns:i, que necesita ~111 gran telescapio de OfO
par:1 no perderlas nunca de vista en su vertiginoso vuelo.
Me refiero humildemente 4 pailebot Estdlu que, en
la epocn en que tuvo lugar el suceso que narro, visitaba
cada cinco días los puertos de Santa Cruz y Lns Palmas.
T es que, ii pCSi\r del odio inveterado que tengo a tOd0
buque, como medio de locomocibn, me encontraba un día
en In dura necesidad de trasladnrme a Tenerife desde la
rAda de Las Pitlm;ts, sin que me [iJeI-:t posible evitarlu: Y
digo dura por el respeto que siempre me ha inspirado el
mar. Cncla uno tiene sus manías.
Largos nños hacia que el olor de la brea y el dulce
lxtlanceo, que tnn gratas emociones produce en lo mfis pro-fundo
de nuestras entrkí:is, no se pr&xx~talxtn n mi ima-
.go;inac*iOn, sinu conlO una de esas f;iùulosas pesadillas de
11,~s ticmpus jureniles, cuya reproducción creemos imposi-ble,
cuando hernc,s llf$i.Ki<.I a cierta ednd. Pero el IlOJllblYZ
pone y Dios dis]xJIle. Er:1 neccsllrio ir ap ‘Tenerife, y conlO
1,)i glt~hbs 110 estiín :tUn en uso, 2 cl ol>jeto que nie Ilev;\-
ba ;I ;~~l~~t’ll;i isI no adniiti:ì dilaciones, erk preciso pasar
ese !?lII J-<Iti, y CJ11lX~lXil~ill~.
go el patr6n de la Btrellu la hora de la salida, Y a las
cuatro en punto de la tarde me encontraba en el muelle
viejo de Las Palmas, porque entonces no existía aún el de
Refugio, dispuesto R co~w~n~r el triste sacrificio, con el CS-toicismo
propio del fatalista.
Casualmente un gran número de pasajeros me acom-pafiaba.
Yo no se qué empleo estaba vacante en Las Pal-mas,
que había de proveerse por la Diputación Provincial,
y los dichos pasajeros eran otros tantos aspirantes, que en
persona iban a exhibir sus méritos y servicios y la idonei-dad
que cada uno pretendía poseer para desempeñarlo.
iHay en España tantas aptitudes para cualquier empleo!
Las cinco y media sonaban en el lejano reloj de la Ca-tedral,
cuando al fin el patrón dió la seííal de embarque,
y los privilegiados, esto es, los destinados a las delicias
de la cámara, saltamos a la lancha que inmediatamente se
alejó del muelle impulsada por seis robustos remeros.
Una brisa fresca, aunque no muy fuerte, soplaba di-rectamente
de la punta de la Isleta, cogiendo de frente
nuestra lancha que levantaba en su movimiento de avance
olas de blanca espuma. Yo me había colocado junto al ti-mbn,
y miraba hacia mi casa, que se destacaba blanca y
tranquila en la dirección de la torre de San Agustín. Algo
hubiera dado por pasearme en sus azoteas, cuyo piso no
se tambaleaba como In tabla que sentía crujir bajo mis pies.
El sol se ocultaba en aquel momento tras la montaña
de GAldar, fiel imitación del Teide, iluminando con sus
últimos rayos la oscura silueta de los montes de Anaga.
Estlibamos a fines de junio, y la temperatura era prima-veral.
El crepúsculo, de larga duración en estas latitudes, per-mitía
descubrir en todos sus contornos la rada, In ciudad,
el puerto, y el macizo central de la isla, sobre el cual des-collaban
con sus vigorosos perfiles los picos del Nublo y
del Saucillo.
La E~d~eZh que tenía ya su vela mayor al aire y su
kncora a pique, nos rerihió balnncetindnse, como una co-queta,
que oye los primeros arrullos de un vals.
NO me hizo gracia su actitud; pero no había mas re-medio
que disimular, y darle ambas manos al patrbn, que
ya desde la borda, y sin el auxilio de ninguna escala, me
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solicitaba, invitAndome a aprovecharme del movimiento de
respiraci6n del mar, para saltar sin pérdida de tiempo de
la lancha al buque. Cerré, pues, los ojos, di las manos, y
empujado hacia arriba por los seis remeros, y hacia aden-tro
por mi amigo el patrbn, conseguí caer sin detrimento
visible sobre la estrecha cubiertn, que, al recibirme me re-chazaba,
escapAndose ligera bajo mis pies. Asíme como un
desesperado de la borda, y busque ansiosamente el piso,
que huiil como un bnlancín, consiguiendo unas veces ntra-parle
bajo mi pie derecho, otras bajo mi pie izquierdo,
pero nunc:t b:\io los dos a la vez.
Mire :i mi alrededor, y vi que mis comp:ifieros, unos
habían desapwecido por un negro agujero, que se abría a
ml izquierdn, y otros estaban tendidos, ya sobre sacos de
diferentes form:ts, esparcidos sobre la techumbre de la cb-mara,
yn sobre rollos de embreados y sucios cabos, o so-bre
el redondeado abdomen de algunas pipas atadas R los
costados del buque; en tanto que, dos 0 tres, parecía que
miraban con profunda atención el color y la profundidad
del mar, entregados a triste y misteriosa contemplación.
De pronto, uno de estos silenciosos pensadores des-pide
un iay! prolongado y doloroso, levanta la cabeza, y
da principio a un movimiento de desaloje tan rApido y con-tinuo,
qae no parecía sino que iba a arrojar el alma por la
boca, ojos y narices. I’ como hay ciertos ejercicios que
producen en los que estAn condenados a verlos, cierta es-pecie
de f:iscin:wión imitadora, los que nos halMbnmos a
su Indo dejamos de mirar al mar, y unos más tarde, otros
m:is temprano, empezamos 8 seguir tan pernicioso ejem-plo,
sin tener en cuenta nuestrn propia dignidad.
Mientras yo mnldecia en voz baja mi estrella y la Es-t~
lln, sintiendo de vez en cuando subir :I mi garganta
un estremecimiento convulsivo, que revolucionaba mi es-
Mmago, y que al tin, a pesar de todos mis esfuerzos, se
trnclucia en amarga bilis, los marineros, sin cuidarse de
estas peyuefieces, recogian el ancla, izaban el bote, y en-fiIab:
tn las velas, de manera que recogiesen la mayor can-tidad
de brisa dentro de su seno, para alejarnos mAs x-ti-pidzctnente
del fondeaileso.
En mwcha el buque, se regulnriztj, por decirlo así,
1 desordenado movimiento del suelo que pis;Ibnmos, y el
viento, d;í~l~li~~~o~ de frente, vino II refrescar flUeStrOS pUl-mones,
contribuyendo 3 aliviar un poco el dolor agudo,
que todos sentíamos bajo nuestras sienes.
MII ~ILII-Jx~ el cf-epúsculo solar; pero ya las estrellas
principiaban :I encenderse sobre el azul oscuro del cielo,
l~ron~etif2ndonos una noche tropical.
En este momento sentí que me tocaban en el brazo;
volví la cabeza, y me encontrk con la risueîia cara de mi
amigo el pan-ón, que me invitaba a entrar en la cámara,
en cuyo centro, me dijo, había tendido un colchón para
mi uso p:trticular. Agradecíle la atención; pero no que-riendo
perder un ittomo de aquella fresca brisa, que tan
dulcemente reaccionaba sobre mi abatido cuerpo, le su-pliqué
me dejara todnví3 algunos instantes junto al timo-nel,
creyendo de este modo que las fatigas serían menos
repetidas y perderían mucho de su intensidad.
Favorecido, pues, por la cariíiosa atención del jefe de
a bordo, que casi me llevó en sus brazos, me deje caer
sobre un banco de madera clavado en la popa, y asi&-
dome del vibrante cable que snjetaba la vela mayor, pare-cióme
que entraba en un período de relativa calma. DirigI
in vista a In ciudad, donde ya aparecían algunas luces,
luego a In proa del buque, que, con gran admiración mía,
corría en línea recta sobre Fuerteventura, y después, de-seando
fijar en algo la mirada, que me hiciera olvidar el
abominable mal que me oprimía el corazón, detuve mis
ojos, sin gafas, en el grotesco cuadro que me rodesba.
Allí, sentados sobre mantas, y envueltos en capotes de
lana del país había dos o tres grupos compuestos de hom-bres,
mujeres y niíios, que parecían otros tantos cuerpos
sin mbs sefiales de vida que algún grito ahogado o el es-tertor
que salia de Sus gargantns, sin fuerzas ya para es-pectornr.
Estos pasajeros, que no tenían derecho a entrar
en la cámara por el módico precio que pagaban, permn-necían
toda In noche sobre cubierta, Formanclo cacla familia
un pelotón informe, sobre el cual saltaban los marineros sin
cuidado alguno al ejecutar sus maniobras, tirar de los ca-bos
o cambiar la dirección de las Telas.
Desde el banco que yo ocupaba tenía a mis pies al-gunos
de :~q~dlos infelices, de frente la entrada de la cA-
1w-n y :t mi izquierda, en un colchón liado en tres do-
10
Meces 4” cubierto con una estera de palma, un muchacho,
que con una mano se apoyaba en la borda y con la otra
en el respaldo de mi banco.
Habíame llamado la ntencicin aquel chico, porque no
se advertía que padeciese, como los dem;ís, las terribles
ansins del mareo, y esta inmunidad ex-3 para mí, en aque-llos
momentos, objeto de una viva curiosidad.
Vestia el mozo un chaquetdn de pallo burdo, ancho y
ncolchon~ado, pi~tlKllóIl de la misma tela, sujeto n la cin-tura
con una faja de nlgoddn azul oscuro, botines de cuero
amarillo con nruesas suelas, y sombrero del país. negro,
aplastado y de anchas alas, que casi le cubrían el rostro.
El chaquetJn, doblado con desahogo sobre el pecho, es-taba
abotonado tan s010 por In parte rmís alw, junto al
cuello.
Cuando el pntr6n me condujo al banco, mi compafero
de viaje tenía vuelto el rostro hacia Las Palmas, mirando,
a la dudosa luz del creptisculo, con una fijeza tal, que me
hizo creer dejaba tras sí alguno de esos recuerdos que im-primen
honda huella en el COIXZón. Por intervalos volvía
los ojos al buque y se inclinaba afuera, como si consulta-se
y midiera el ancho surco que In quilla abría en el mar.
En esos bruscos movimientos, la brisa, sacudiendo las alas
de su sombrero, dejaba entrever una fisonomía m6vil y ex-presiva,
que acabó por cautivar poderosamente mi atención.
1’ en efecto, juzguen mis lectores.
El chico podría tener 1s anos. Su estatura era pequeña,
el cuerpo bien desarrollado, las manos blancas, los ojos
grandes, de ese azul límpido y profundo de las noches cla-ras
y sin luna; la tez albo morena y de una palidez nota-ble,
pero no enfermiza; In boca y la nariz de un corte
agraciado. No pude observar cl color de SU cabello, mas
el semblante en su conjunto, me pareció tan simpittico, que
desde luego me entraron deseos de dirigirle la palabra,
para ver si de ese modo se calmaban las oleadas de aci-bar
que continuaban amargandome la boca.
El muchacho, entretanto, no hnbia observado la aten-ción
de que era objeto: ocupado únicamente en sondear
con su mirada el mar, y examinar Ia lejana población,
que principiaba ;L envolverse en ias sombras cle la noche,
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parecía haber olvidado el lugar clon& se hallaba y las per-sonas
que estaban a su lado.
A medida que nos alejábamos de la isla, la Est~eZZn
seguía imp<tvicla su rumbo hacia Jardín, sin cuidarse de
mi creciente estupor. Las Palmas confundía ya sus blancas
azoteas con la línea oscura de las aguas que en su gra-dual
ascensibn iban formando horizonte; una línea de fa-roles
con sus vacilantes luces marcaba la dirección cle sus
colles. La Isletn, cual un dormido cetúceo, dibujaba sus
carbonizados Ilancos y parecía acecharnos para devorar el
buque. De pronto, a una VOZ del patrón, crujen los másti-les,
ruedan los cables, las velas se inclinan en contraria
direccibn y la proa de nuestra Estrella, girando en re-dondo,
se vuelve hacía la tierra que habíamos abando-nado
y corre con furor, ciííendo el viento, como si volvie-ra
a buscar el fondeadero.
Después que se calmó algún tanto el vocerío y algaza-ra
producidos sobre cubierta por este cambio de rumbo,
el patrón se acercú doncle yo estaba, y saltando ligero so-bre
el banco, y poniénclose la mano en forma de pantalla
delante de los ojos, exclamó en un tono que revelaba cier-ta
sol-1”esa.
-Hola, timonel, <qué es aquello que se descubre a so-tavento?
El marino a quien se interrogaba de este modo, viejo
arrugado y encanecido en medio de las borrascas clel mar,
levantó pausndnmcntc la cabeza, miró con suprema indife-rencia
en la dirección que se le indicaba y contestb laco-nicamente:
-Un bote.
--(Un bote :I estas horas y tan lejos del muelle? <Qué
puede serì
El timonel se encogió de hombros y no se dignó con-testar.
Tal vez creería ociosa la respuesta. !Acaso un bote
no puede bogar libremente y a todas horas por unas aguas
en cuyas orillas no hay aduanas?
Sea como fuere, el marino siguió vigilando la marcha
del buque, y el patrón, ab;mclon:mdo su atalaya entró en
la climara, donde le llamaban con dolientes voces una clo-cena
de pasajeros, de los cuales unos pedían cald.lo, olros
agu2t con limón, preguntanclo algunos si estábamos ya so-
bre 10s roques de la Isleta. So :;C qué nlivio esperaban cte
semejante noticia.
Entretanto, habia dirigido yo mi vista hacia eI sitio por
donde se decia que se divisaba el bote, no con la espernn-za
de verlo, porque mi miopía y la oscuridad creciente
eran CRUS~S bastante poderosas para impedírmelo, sino
obedeciendo a una curiosidad natural, que en aquellas cir-cunstancir~
s y a pesar mío, se aumentaba, tomando en mi
imaginación proporciones fantásticas.
Entonces, y aprovechando unos momentos de descan-so,
que el mareo al fin me concedía, dije a mi joven compa-iiero
que seguía tenazmente mirando en la misma dirección:
---Ve usted algo?
Pero, 0 el no oyó, 0 supuso que me dirigía a otra per-sona.
En efecto, el timonel recogió como suya la pregunta,
y se encarg de contestarme con esa voz enronquecida
por las batallas del oceano, que tienen todos los lobos de
mar.
-Es un bote que nos trae algún pasajero sotaventado.
-i.Tr’ alcanzar& a la Estrella?
A esta última pregunta, el chico se volvib rapidamen-te,
y sus inquietos ojos se fijaron con una ansiedad mal
disimulada en el apergaminado semblante del marinero.
Yo observaba todos sus movimientos.
El timonel hizo oir un grufiido particular, especie de
exclamacidn dubitativa, y contesto:
-Hum... no creo que el patrón vaya a detenerse por
esa cáscara de nuez.
-Pero Cpodrri alcanzarnos?- insistí yo creyendo leer
en las miradas del mozo el ardiente deseo de conocer la
opinidn de aquel experimentado marino.
-Hum... tal vez... quién sabe...
-Grande ha de ser el intert-s de los que vienen en el
bote.
- PS... Ya otra vez sucecliú mesmamente.
-t?’ cuál fue la causa?
-Ltevabamos... pues,.. un pillete... El patrón nada
sabia... y... ve usted...
-Comprendo.
17 mientras asi hnl~lhunos, el joven se inclind de nue-vo
sobre la borda, y en medio del silbido del viento y de
13
10s sacudimientos gel buque, que parecía quejarse como
una persona herida, me pareció que se escapaban de SU
pecho algunos sollozos mal reprimidos. Sin embargo, tal vez
me equivocara, ~610 fuera efecto del mareo, que al fin
triunfaba de aquel modo.
Mientras esto pasaba a popa, la Estrella, que no
había podido rebasar la punta de la Isleta, volvía de nue-vo
la proa hacia Jandía y en su movimiento retrógrado
era muy posible que fuera alcanzada por el bote.
Aguarde lleno de curiosidad el efecto de esta segunda
vuelta, a pesar de que la fatiga volvía a invadir todo mi
cuerpo, cubriendo mi frente de sudor.
El muchacho continuaba ocultando el rostro en las alas
de su sombrero, y a ratos se le veía estremecerse, como
si le tocaran con una pila elktrica.
Todos calltibamos; el patrón seguía consolando a los
pasajeros; el timonel silbaba entre dientes, y yo me pre-guntaba
si lo que veía y pretendía adivinar sería un juego
de mi imaginación.
Lleg<i un momento en que mis oídos, que son mejores
que mis ojos, creyeron percibir un lejano grito, que se re-petía
a intervalos y a desiguales distancias; grito que, des-lizbndose
sobre la movible superficie del mar, y desgarra-do
por la brisa, que soplaba en opuesta dirección, parecía
confundirse con el chirrido de los tendidos cables y los
gemidos de la lona azotada por el viento; pero si algo de
esto hubo, me guardé muy bien dc decirlo, y esperé a que
otro nuevo incidente me revelase aquel enigma.
El buque seguía entretanto alejAndose y era posible
que al dar la prúximn vuelta pasara por detrás de la Isleta
y siguiera su derrotero a Tenerife sin más dilaciones.
Volví a escuchar y nada oí. Los gritos habían cesado.
El bote no se descubría. Entonces llame al patrón y le
tendí las manos para que me ayudase a bajar a la cámara.
Antes de abandonar el banco, me acerqué al sospecho-
SO muchacho, que permanecía inmóvil, y le dije:
-suenas noches, amigo. Si algo se le ofrece a usted,
desde aquí puede verme y llamarme; porque sepa usted
que deseo servirle.
-Gracias, caballero- me contestó, con voz apenas lnte-
14
ligible, levantdndose un poco p llevc’tndose un mano al ali1
de su sombrero.
-Hasta manana, pues, a las seis en punto, en Santa
Cruz, (no es eso, patrbn?
-Como no caiga el viento..,
-No caer&
-Así sea.
Y bajando la escalera, me desplome sobre un colchón,
que ocupaba en el suelo el centro de la czímnta. Antes de
alejarse le pregunté al patrbn si conocía a aquel muchacho.
-No sefior, sõlo sé que es un mozo labrador que va a
Santa Cruz para embarcarse en uno de los vapores que
por allí pasan con rumbo a Montevideo.
-iSabe usted su nombre?
-No lo recuerdo, pero debe estar en lista.
--cSe lo han recomendado a usted?
-LA mí?, no señor y ;para que?
-Es verdad; no era necesario.
-2Quiere usted alguna cosa? Caldo, refrescos, vino...
-Sueno, si tiene usted de ven&
-Vea usted si puede dormir. Difícil es.
-Probemos.
Y me dejé caer de nuevo sobre el colchon en el cual
me había sentado, y allí pase la noche ejecutando mi es-tomago
el mismo tema con iguales y a veces diferentes
variaciones.
II
Aquella fue una noche infernal.
Por intervalos, así como de media en media hora, mi
cuerpo se agitaba convulsivamente, y mi boca arrojaba el
agua azucarada que de vez en cuando llevaba a los secos
labios.
Desde mi improvisado camarote descubría las estrellas,
y veía deslizarse las nubes rapidas como meteoros, sefial
de que el viento se sostenía, lo cual, al menos, era un con-suelo
para los que solo habíamos de encontrar el término
de nuestros males al tocar el suelo de Santa Cruz.
Con el fin de alejar el momento periddico del mareo,
15
nli iln:lgin;~ciJn procuraba olvidarse del lugar en que se
l~allpt~a, Ilev~ndome en alas R sitios y países descono-cidos,
entablando fantfisticos diálogos e inventando mara-villosas
aventuras. Pero, cuando rnhs engolfado me haIla-ba
en seguir la complicada madeja de mi finjida existencia,
el cruel balanceo de 1~ E.s~IvZZ~ me devolvía brutalmente R
la amarga realidacl. Este balanceo se componía de tres tiem-pos
rítmicos. El primero a la derecha, el segundo a la iz-quierda,
y el tercero hacia abajo. La periodicidad invariable
de este movimiento, me producía el mismo efecto que sentiría
el condenado a recibir sobre su desnudo crc?neo una gota
de agua cada cinco minutos. A veces me asía furiosamente
del colcMn, sujetándole con dientes y uñas, como si de
este modo me fuera posible detener los acompasados sal-tos
del buque. iEmpello inútil! El balanceo se producía
In:ltembtic;lmente, como el p6ndulo de un reloj, y con él
esa temible ansiedad que precede al vdmito, la fatiga que
le sigue, y la postración dolorosa que es su última conse-cuencia.
No se si al fin logré cerrar los ojos y perder el cono-cimiento
de mis males; sólo recuerdo que vi palidecer la
luz del farol que alumbraba la estancia, y penetrar por el
descubierto portalón una claridad rosada, que instantánea-mente
me devolvió las fuerzas, reaccionando vigorosamente
sobre mi trabajado organismo.
Un rapazuelo que hacía el oficio de mozo ‘de kãmaiti,
y que con la agiliclacl de un mono brincaba de uno a otro
lado, acudiendo al llamamiento de los pasajeros, que ya
principiaban a asomar las cabezas por sus respectivos ataú-des,
o séanse, camarotes, como si les llegase el olor de
la deseada tierra, me condujo por la mano a la escalera.
Asido a élla subí, casi arrastrandome a la cubierta, y me
apoderé de nuevo de mi antiguo asiento.
Mi primera diligencia fue mirar al frente, quedando
gratamente sorprendido al encontrarme dentro de la gran
ensenada que corre al abrigo del promontorio de Anaga.
con rapidez nsombrosa nos acercamos al fondeadero de
Santa Cruz, cuya población se destacaba a lo lejos con su
blanco caserío, sus dos tristes torres y su muelle.
I-&~lkíbame ya tranquilo. El mal había desaparecido, y
10s tormentos de la noche pasaban a la categori: de re-cuerdos.
Mientras mi memoria los hacia desfilar, presentóseme
con maravillosa lucidez el incidente de la noche, busqué
con la vista a mi silencioso compniiero. Pa no estaba en
el mismo sitio, y se le vein en pie buscando el medio de
confundirse entre los grupos que llenaban la cubierta. Sin
embargo, al verme se inclinó un poco y me Snludd levan-tando
el ala de su sombrero.
Preparaban ya los marineros el ancla y aligeraban la
lancha de todos los bultos que en ella habían encontrndo
asilo durante la noche, para lanzarla inmediatamente al
mar. El patrón se me acercó y me preguntó si quería
aprovechar la primera lanchada para dejar el buque, y al
contestarle afirmativamente, me previno que estuviese dis-puesto,
pues la operación no se harin esperar mucho.
No :ìgu:wdé a oirlo dos veces, baje a In cámara, me
zambullí un poco en agua dulce, abrí mi baúl, cambit5 de
vestido, y subí al mismo tiempo que el ancla rodaba al
mar.
Dispuesta la lancha y embarcados los equipajes de cS-mara,
fuimos trasbordimdonos los privilegiados de a bor-do,
o sea, mis compañeros de fatigas, inclusos los preten-dientes
al vacante empleo, y luego que ocupamos los asien-tos
que nos designb el pntrón, se desprendió la lancha del
costado de la E’sh~~lln, y tocó en breves instantes los res-baladizou
escalones del desembarcadero.
Saltamos alegremente a tierra, y mientras saludaba
a algunos amigos, que habían tenido la bondad de salir a
recibirme, vi que las maletas, sacos y baúles eran presa
de una nube de harapientos ganapanes, que se los dispu-taban
con encnrnizndo furor.
AI observar esto, traté de rescatar de manos de aque-llos
beduinos mi maleta y saco, cuando observé con ver-dadero
asombro, que el misterioso chico de la noche con
su invariable sombrero de caídas alas, cubriéndole unn
parte del rostro, llevaba mi maleta al hombro v el saco
en la mano, y me seguía impkvido como si fuese mi laca-yo
o mi ayuda de climara.
Disimule cuanto pude mi sorpresa, y esperando en-
contr:lr dentro de breves inst:mtes la solución de aquel
e~~igmn, me dirigí con mis amigos a la casa que había cle
servirme de habitrwión. El aposento que el cariño de mis
h~éi;pede~ me clcstinaba, tenía una entrada independienle
del resto de la c:Is:~, que estaba situada en la calle de la
.\hrina, y fortnabn parte de un entresuelo con vistas al
111;11-.
Luego que saludé a la distinguida familia que me dis-pensah
cl honor de rccibirmc cn su casa, mc di prisa a
bajar :I mi cuarto, porque no dejaba de preocuparme la
idea de que mi maleta podía haber desaparecido, a pesar del
esc;1so valor que representabn; mas, al entrar en el aposen-to,
el primer objeto que se me ofreció a la vista fue mi
improvisndo sirviente, sentado junto l11 umbral, y custo-diando
mi malera y saco.
-Gracias -le dije cubriendo la puerta y haciéndole se-na1
de que entrase- no espernbn volver a verte.
-Sefior -me contestó con visible turlxlción- mis ser-vicios
no son tali desinteresados como usted pudiera creer.
--Me alegro, porque deseo servirte. Entra y siéntate.:
Ale ha dicho el patrón que vas #a I\Iontevideo en el primer
vilpol- que pnse por- aquí.
-Cierto, señor -me respondió el mozo permaneciendo
en pie p sin quitarse el sombrero-, por eso me he aprove-chaclo
de esta ocasión para suplicar a usted me dispensara
un gran favor.
-No era neccsnrio pretexto alguno, habla, chico, y si
de mí depende cuéntalo por hecho.
-NO conozco a usted -prosigui6 el mozo- pero me
ha inspirado usted una gran confianza desde que le vi
anoche a borclo. ,.
-Entonces explícate sin rodeos.
-Necesito, sefior, embarcarme hoy mismo ea el vapor
que se espent esta tarde,. , Como nunca he salido de mi
Pueblo y Soy un ignorante, no sé las diligencias que han
de practicarse para buscar pzsnje, sacar pasaporte, y...
-;Tnn necesario es tu vi:~je?
-hIe va en ello más que In vida.
--iDiantre!
-Oh, ilispthiseme usted... , estoy tan turbado que no sé
lo que digo.
1s
Detúveme un instante :t esaminarle con atenGOn, y re-suelto
n desvanecer por Ultimo mis dudas, di un p:rso ade-lante,
y bruscamente, sin que 61 sospechasr: mi intencitin,
eche al suelo su sombrero.
Inst:lIlt:ine;tmerlte el mu~h:who di6 un grito ahogado, y
se Ilevó las manos a 1a cara, que se le habia súbitamente
enrojecido, miculras p.x su espkkl cnin en anchas tren-zas
una :Ibuncl;inte calwllera de un color riihio oscuro.
---Yo -dije yo sonrieniìo- me lo sospech;ki.
-Perdón -exclamó la disfrazada muchacha, cayendo
de rodillas.
---Vamos, lev:íntate v nada temas. No es clificil adivinar,
tu disfnlz. Tr;tnquilizate y sicntate a mi Mo. Deseo cono-cer
las c~lusas que te h:ln obligado a huir de tu psis. De
ese modo podI- ayucl:irte c0n miís efiCnCii1.
La pobre cllicit se;uia llorando en silencio, pero obe-cliente
:t mi dewn, se sentó, y enjng6 temblnndo sus Mgri-mas.
--<Eres de Canaria? -le pregunte para facilitar de este
modo Ia esplicacidn.
-Si, señor.
-;QuiGn te persigue?
-La justicia.
--<De qué te acusan?
oso pu&10 decirlo, sin que irrites usted mc conozca.
-Eso es lo que deseo.
-Lo va usted a saber todo; pero ;estamos solos?
-Solos estamos, y nadie vendr:i a interrumpirnos,
porque he dicho que iba a descansar.
--Sin elnhrg!lo, eche Usted h ihve.
Hicelo así y volvi a SU Indo.
-Yo no debiera -contifiuU- referir a nadie estas COSaS;
pero si usted no me ayuda, jítm;is podre yo sola emùnr-carme,
y temo que por el primer buque que llegue de Ca-naria
vengan :I prenclerme.
-Pues no pwlamos el tiempo, {De que te acusan?
‘Tul vez sean exagerados tus temores.
---Nu, no scííor. r.%c;~so no recuerda ustecl las voces
que Oímos acoche antes de alejarse la E~h*t&‘f¿ del puer-
1’1
tc)? Pues nquellas voces eran las de mis perseguidores.
-$%~ben tu disfraz?
-Quiza. lo sospechen.
--Veo que el asunto es serio, y debes errplicarte sin
más dilaciones.
-No necesito decir R Listed que soy hija de pobres
labradores. Mi madre murió siendo yo pequeña, y mi pr-t-dre
y un hermano, ilnica familia que tengo, pasaron hace
Z@IOS a Montevídeo, donde la fortuna les ha favorecido.
Antes y después de su viaje quisieron llevarme consigcl,
pero una sefiorfl, cuyo nombre no debo revelar, me había ;
tomado bqjfl su proLeccic’,n, y les declar6 que ella me ser-viría
de mndre, Ilev8nclome a su casa, y teniénclome como 0
una hij;l en SLI compñía. Esa señora era dueña cle un:1
d
g
magnífica hncienda, donde residia la mayor parte del ~170,
0
y alli pas6 feliz y tranquila mis primeros RAOS, recibiendo i
un:t ecluccwiún muy superior a mi clase. Aquella seííora
era conmigo tan buena y cariñosa y me ;tmaha. tanto, que .55_
no me atrevia ;I nb:m.donRrl;l. Hacia muchos nííos que era EI i
viuda, y tenía un:i hija, que vivía en Espílña con su abue- E
lo, cab;~llero muy rico y org~~llow, que la había dado edu-citción
en un Convento 0 colegio de mucha fama en aquel s g
país. d
-Entiendo. E
z
-Pocos meses habr& que el abuelo y la seíiorita llr- !
g:won a Canwia, y desde entonces principian mis desven- d
I
turrls.
La chica se enjugci las Mgrimas y prosiguió. 05
-La casa, tan tranquila antes, se vió transformada
en salón de baile. Los festejos, Ias comiclas, las excursik
nes, las cenas y romerías se sucedían sin interrupción.
Mi pobre ama lloraba en silencio y se lamentnba a solr,s
del carkter libre y antojadizo de su hija, de su destnecli-do
orgullo,. del poco respeto que le manifestnha, cle SLI ai-re
de suficienciil y de ;~hsolvto dominio que pretendía ejer-cer
sobre todos los que la rode;tban. Pero era tan grande
In bondnd de mi protek*tor;l y tan profundo s~i cariño, que,
a pesar de tantas imperfecciones, no podía resolverse R
refiir a su hija. Trnn3currieron así nlgunos meses siendo
yo el blanco de toda las iras de In sefiorita, celosa de 1:~
amistad que SLI madre me dispensaba y ofendida de Ia
consideraciones que tenían conmigo en la cas:~. Sunca per-día
la ocasicin de tratarme con dureza haci6ndome sentir
su desprecio, con una crueldad indigna de su posicidn.
-Siga usted --la dije nninxíndola.
Ella suspiró hondamente, y prosiguió de esta manera:
-De impx-oviso circul6 en Ia cam una estriuk noticia.
La sefiorita se habia encerrado en su aposento, y se quejaba
de vahídos, nAuseas y otros padecimientos vagos y oscuros,
que ella exageraba con su acostumbrada insolencia. Cesa-ron
los paseos, los bailes y los festines; el abuelo, fastidia-do
del silencio que invadía la quint:ì, se despidid un día
de In familia y se volvici 3 Espaíia con la mayor tranqui-lidad,
sin cuidarse ml’ls de la lliiiiì ni de sus imaginarias
clolencias. Pasó cle este mor10 alntin tiempo, hasta que un
día, de improviso y sin preparación alguna, vimos entrar
en casa 10s agentes de la autoridad. Se u-ataba de areri-guar
el autor de un horroroso infanticidio, descubierto clen-tro
de los límites de la finca. Una criatura recién nacida
se habin encontrado ahogada en un estanque. El espanto
que un crimen tan cobarde y miserable causara a todos,
me seria imposible referirselo a usted. Nuestras declnracio-nes
fueron todas iguales. Ignorancia completa del delin-cuente.
Tres días después fuí llamada de nuevo a declarar.
Mi ama me acompaiíaba. ~Sabía ella lo que iba a suceder!
No lo sé..., mas, ia que continuar? Ya habr,Z usted adivi-nado
que yo era la victima elegida para salvar de una pe-na
infzmnnk R la hija de mi seííorn.
--iEs posible!
-La misma señorita me había denunciado y aunque
era tan fácil probar lo contrario, su pobre madre, sin va-lor
para defender mi inocencia, calló, temiendo que la mi-rada
de IOS jueces se fijara sobre la sola culpable. En SU
horrible clesespernción exclamaba ella arrastrándose por
el suelo a mis pies.: -crIpikdate de mí, tu silencio salva-
TCL a mi hija. Perddnnle su infamia, que Dios premiarb tu
sublinle sacrificio*.- A pesar de mi w-ifio, que tan pode-rosamente
hablaba en su favor, parecíame odiosa aquella
t:icit;l complicidad, y estaba resuelta a no aceptarla, cuan-do
aque;la misma noche, sin darme lugar a ninguna refle-siún,
mi ama me condujo st-cretamente 11. LaS Palmas,
me puso ella misma este distraz, y me cmbnrcb en la
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Estrdlrr, recomenddndome por cartas a varias Qerso-nas
influyentes de esta ciudad, que no COnOzCO ni quiero
conocer, para que por su conducto me embarcase en el
vapor que se espera. Tal es mi historia, caballero, y por
elIa podrA usted juzgar si soy bastante desgraciada.
-Cierto que lo eres; pero permíteme que te diga, que
aunque admiro tu sacrificio, condeno tu silencio. Era pre-ciso
castigar a la infame denunciadora.
--Usted sabe mejor que yo -me contestú- que muchas
veces la justicia se equivoca. Denunciada por aquella rica
sefiorita, envuelta en sus redes y abandonada de todos,
(cree usted que me hubiera siclo fkcil salvarme? De
todos modos, me esperaba la cárcel, con sus noches sin
suefio y su nota infamante, Yo soy una infeliz lugareña.
{Qué vale mi reputación? j_Qui& me conoce? ?Quit?n se ocu-pa
de mi? Dentro de pocos días se olvidará el sangriento
dramn. Fuerte con la convicción de mi inocencia y con
haber pagado con creces mi deuda de gratitud, voy a re-motos
países a reunirme a mi familia. Si Dios acepta mi
sacrificio, Él me recompensará.
Así habló la muchacha, expresándose con un acento
tan fervoroso, que me sentí hondamente conmovido.
Levanteme enseguida, y dándole con respeto la mano,
la contestík
-No quiero juzgarte. Dios, que todo lo ve y todo lo
pesa en su justicia infinita, te dará. como, a cada uno, el
castigo o recompensa que merezcas. Entretanto, mi deber
es conducirte a bordo y ayudar a salvar un inocente. Per-manece
en este cuarto y disimula mejor tu sexo, perfeccio-nando
si es posible ese disfraz, mientras yo te consigo el
pasaporte.
Despedíme de mi heroína, que por cierto me parecid
lindísima, y una hora después lo tenía todo preparado sin
comunicar a nadie mi secreto.
Por la tarde, cuando lleg6 el vapor frances, conduje
a mi protegida a bordo, recomendándosela eficazmente al
capitsln y esperé allí hasta la noche, no queriendo separar-me
de ella, hasta no tener la completa certidumbre de su
salvación.
El vapor recogió rápidarnentc carga, viveres, carbón y
pasajeros, y a las diez empezó a calentar sus calderas.
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SCHO veinte y cuatro horas hacía que nos conocíamos,
Y ya me inspiraba apuella pobre chica un interés muy vivo-
Se acercaba el momento de separarnos.
El bote del consignatario aguardaba al costado. Nues-tras
manos se enlazaron por última vez.
-kliús -me dijo con el rostro bailado en lagrimas-.
Nunca olvidar6 a usted. Dios le premia:{\.
Ijaje al bote con las Mgrimas tambien en los ojos, p
mientras el vapor azotaba con sus poderosos brazos el agua,
9 el bote se poma en franquía, una forma indecisa apareció
por 1~ popa, agitando RI aire su blanco pniiuelo. Era ella
que proloqaba de este modo su carilioso ndibs.
A mi regreso otro bote se cruz6 con el nuestro.
--<Ha salido ya el vapor? -pregunto un hombre ves-tido
de negro, que iba sentado junto al timón.
--Si, s4or -me apresur6 a contestar.
-Sin embargo, sigan ustedes -dijo el mismo hombre
dirigiéndose a los remeros-; tal vez pueda oirnos.
Cuqndo llegue al muelle esperé, en medio de la mayor
:Insiedad. Deseaba convencerme de la inutilidad de aquella
Ultima tentativa de persecucidn.
A los veinte minutos llego la lancha. El negro esbirro
venía solo.
Entonces respire con libertad. Ocho días despues val-via
a Canaria en la misma famosa Estrella, pero sin su-frir
entonces las molestias del mareo.
Paso un año, y ya empezaba R olvidar esta aventura,
cuando un día recibí por el correo una carta con sello ex-tranjero.
-4brila y lei lo siguiente:
“Estoy con mi familia, soy feliz. Una nueva Patria me
abre sus brazos que recibo agradecida. Dudaba usted que
Dios aceptara mi sacrificio; pero si esa aprobacibn se ma-nifiesta
por el bienestar material, por la paz de la concien-cia,
y por el carifio de la familia, crea usted que estoy
perdonada mhs de lo que yo nlereZCd’.
ea carta concluía con ardientes protestas de gratitud;
Y yU al gual-dal-]a dije para mí con cierta filos6fica resig-nncibn:
-Celebro su felicidad, y estoy orgulloso de haber con-tribuido
íì ella. Per0 iqué hIstima que esta aventura no tu-viera
seguIld:t parte!
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Esto sucedia, cuando aún no habia telggrafo en las
Canarias, que si hubiera existido entonces, nada de esto
hubiera sido posible; y ahí ver&n ustedes como una inven-ciõn
tan útil puede en ciertos casos ser perjudicial.
AGIJSTIN MILLAKES TORRES
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