NARRACIONES Y CURNTOS
Se bu abierto un abanico de milagros
en la mano creadora del okido.
ANTONIO MACI-MD0
CI-1ISTQBA.LI7’0 MOLINOS
A cosa de las nueve, RI regresar del paseo que juntos
daban todas las noches por las calles de la población,
Cristdbal y Magdalena se sentaron a la mesti para cenar
un huevo pasado por agua y una taza ¿le te, en el reduci-do
comedor de su casita terrera, con ventana al mar. Él,
flaco, anémico, sombreado el rostro pálido por escasa bar-ba
amarillosa, se había quitado la americana y comía en
mangas de camisa, según su costumbre, con las piernas
estiradas debajo de la mesaL, satisfecho de su vida hasta
entonces llana, monótona, sin tropiezos. Ella, muy alta,
morena, muchacha de la clase media con apariencias aris-tocr
¿tticss, Eíjab2 en 154% sombres clel patin sus fljos negros,
resplandecientes bajo la ceja poblada y oscurR, oprimien-do
con fuerza sus labios, delgadisimos y rojos como una
pincelada de carmín. Conservaba aún el traje de calle, os-curo
y sencillo, ceñido al cuerpo como un vestido cle via-je.
Serviales la criada, Maria del Pino, una muchacha ru-bia,
mal despierta atin del sueño que acababa de echar
durante la ausencia de sus amos, tendida en la alfombra
de In alcoba, junto a la camita del niño.
Como Magdalena había manifestado durante el paseo
que le dolía un poco la cabeza, su marido no se atrevid a
proponerle el partido de napolitmzn que solian jugar otras
veces, de sobremesa, y apurado el último sorbo de té, des-pués
de encargar repetidamente a la criada que apagara
las luces y cerrara bien todas las puertas, ambos pasaron
a la alcoba, Mientras Cristdbal ajustaba, bostezando, las
hojas de la ventana, ella se detuvo un instante junto al ca-tre
de hierro en que descansaba Pepito. Acababa el chi-quillo
de cumplir cinco aHos y era espigado, flaco, anemi-co
como SLI padre, de escaso pelo y boca demasiado grande.
279
Dormía con la cabeza Iadeada, inmóvil como un rnneT-to,
sin que se percibiera el rumor de SU respiracidn. Con-templóle
su madre breve rato, y luego, doblando SU erguj-da
talla, le besó en la frente.
Despu& de cerciorarse de que el periódico estaba, co-mo
de costumbre, doblado sobre la mesa de noche, Cris-tóbal
se quitó Ias botas, sentado en una butaca, junto a
la cama de matrimonio. Procedía con maniática regulari-
&cl, Colocando en PI prendern $11 finilla, rPg51ln ríe w mn-jer,
y la ropa, bien doblada, en el respaldo de un silldn,
De vez en cuando cambiaba algunas palabras indife-rentes
con Magcialena, que daba vuelcas en el cuarto pro-ximo,
en el que dormía sola hacía dos meses, a causa del
extraordinario calor de aquel larguísimo verano.
Al fin se acostó, dejando fuera de la cama su dos
brazos flacos y descoloridos, y encendiendo un cigarrillo
se dispusu a Irr~ el pclibdicu desde el ct11íc~iIu clc fur~clu
hasta los anuncios de la emulsión de Scott.
En aquel momento Magdalena, vestida aún con el traje
de caIIe, entrb rápidamente en la alcoba, se detuvo junto
al tocador, besó por segunda vez al nifio, y dirigid al pa-sar
una mirnda furtiva a su marido, que Icfa coa muccn
odiosa y extravagante, arrinconado el cigarro en un extre-mo
de la boca. En el punto de salir volvióse rfipidamente,
medio oculta ya por el pesado cortinaje de la puerta, y
sus ojos resplandecientes bajo la ceja poblada y oscura,
miraron por última vez con expresión extraña las cosas y
lOS seres que quedaban allí dentro, vagamente iluminados
Por la luz temblorosa de la veIa que ardía sobre la mesa
de noche con levísima crepitacidn.
aE
II
Magdalena no se quitó ni una sola prenda de su tra-je.
Acostada de espaldas, con los ojos muy negros, dilata-dos
p fijos en la pared, parecía una muerta, estirada ya
por la rigidez cadavkrica, a quien acababan de vestir pa-ra
el último viaje.
Durante media hor-n sonó, ronca y displicente, la tos
de Cristóbal que padecía un catarro crónico, y el leve ru-mor
del periódico, desdoblado por sus manos. Oyóse des-pués
el soplo brusco con que apagó 1s luz, el prolongado
rechinar del colchón de muelles, y tras un breve rato el
silbido de su respiración y el ligero palpitar del reloj de
bolsillo, colocado sobre el tocador.
Comenzó entonces para Magdalena una espera febril
que duró ~18s de tres horas. A espaldas de la casa, muY
cerca, rítmico y pertinaz corno el péndulo de un reloj,
arrastrAbase el mar sobre las piedras de la playa, y en los
intervalos entre una y otra ola percibíase el ligero roce
de una hoja de papel que la brisa movía de aquí para allí
en las baldosas del patio.
El intolerable calor de la cama, abrasando sus espal-das,
la obligaba a ponerse de costado, y al cabo de un ra-to
el golpe reiterado y profundo de su corazón, sonando
cada vez más alto y angustioso en las entrañas y en el
cerebro, hacíala recobrar de un salto la posición primera.
Así transcurrieron lentamente las horas, medidas por
los latidos del reloj de la alcoba y por el incesante y me-lancólico
romper cle las olas en la playa.
Cuando ya tocaba casi al termino de su espera, le so-brevino
a Magdalena una especie de indeciso letargo, se-dación
de su cerebro ex;ispcrado por la vigilia. <A que te-mer?
Ella estaba en su casa, bajo el mismo techo que su
marido y Que su hijo, defendidn por buenas murallas y
por una puerta sólida. {Quien podría obligarla a acudir
cuando sonara la sefial convenida, a huir vergonzosamen-te
como una criada infiel,. con su lío de ropas debajo del
brazo? Aquello, la traicidn premeditada, el juramento he-cho,
el hombre que iba a llegar, todo era un sueño, una
novela imposible, como las que solía forjar en el silencio
de su cerrada alcoba, para conciliar el sueño. Nadie lo
sabría, y ella y los suyos continunrínn su existencia mo-ndtona
y feliz en la modesta casita de la calle de Pedro
de Vera.
Entonces, siendo ya más de la una, como engendrado
por el silencio mismo de la noche, brotó a mucha distan-cia
un levisimo rumor, imperceptible y tenue como el nle-teo
de un mosquito. A los dos minutos ya pudo conocer-
281
se el ruido sordo y continuo de un coche que se acercaba.
A medida que sonaba m8s prdximo, Magdalena se in-corporaba,
despertando de SU letargo, palida, convulsa.
ya el coche saltaba en el empedrado de la plazuela, subía
la pequeña cuesta del callejón del Infante, entraba despa-cio
y con estrépito en la calle de la Marina, a espaldas
de la casa. De pronto se paró, con resoplido de caballos
y pisar de duros cascos sobre las piedras.
El silencio volvib a reinar dilatado Y como awustioso.
Tres silbidos con una llave. Magdalena se levantó, y
fría, maquinal se envolrib en la nube y en el sobretodo
que al regresar del paseo colocara a la cabecera de la ca-ma.
Permaneció inmóvil durante un segundo, erguida y
negra como un espectro, con su pequeño lio de ropas de-bajo
del brazo. Cuando salid, dejando entornada la puerta
de la calle, son6 m&s triste y mãs cercano el romper de
las olas en la playa.
Detrás de la esquina, la sombra confusa de un coche
la aguardaba. No tenía encendidos los faroles. Un hombre
vestido con gabán claro, cruzado el pecho por la correa
de una cartera de viaje, con el ala del sombrero hongo
doblada y proyectando oscuridad sobre SU barba negra,
se destacó de la muralla en que estaba apoyado y la abra-zó
por la cintura.
Al observar que lloraba, ahogando debajo de la nube
sollozos cotivulsivos, el hombre aquel la arrastró con fuer-za
hacia el carruaje, diciendo al cochero:
-Vámonos, Pedro. Al Puerto y a escape.
Arrancõ el coche, saltando torpemente sobre las pie-dras
de la calleja, con estrkpito de mueble viejo que va a
desbaratarse.
Crujió el lktigo, movkonse las ruedas más aprisa, y
el carruaje rodó, rod6 sin intermitencias por la ancha ca-rretera,
atenuándose el ruido cada vez más, hasta que sd-lo
fue una ligerísima palpitacidn que se perdió a lo lejos,
desvanecida en el ambiente sereno de la noche.
III
Cuando cl bote atrac6 n la legra muralla del enorme
trasatlántico, Magdalena se cubrid el rostro con la nube
p:~ra subir la escala, en lo alto de la cual brillaba un fa-rol.
Atravcsnron velazmentc la toldilla, rccibirndo al pasar
las miradas curiosas de varios pasajeros recostados en si-llones
de mimbre.
Bajaron luego dos o tres peldaños alfombrados, Estn-han
en la c&mara de primera, respirando un ambiente CA-lido,
iluminado por Idmparas eléctricas, en el que flotaban
olores complejos de almackn de muebles y de comedor de
fonda.
Un camarero de frac y corbata blanca les guió hasta
el camarore, cuya puerta, barnizada de rojo oscuro, con
filetes dorados, abrió con sonrisa de frances adamado y
meloso.
Magdalena se quedó sola mientras él subía rApidamente
a la tolclllla para vigilar el embarque de su equipaje.
En el comedor tropezó con un hombre grueso, rubicun-do,
con levita de paño azul y chaleco blanco que dibujaba
la redondez del vientre.
Era el sobrecargo, que le dio un medio abrazo, dicién-dole
con voz de falsete:
--iOh, sefior Enríquez, qué agradable sorpresa!
Contestóle el otro con afabilidad y juntos subieron a
la cubierta.
-Mis cumplimientos -decía el sobrecargo-. Ya ía
vi :tl pasar. [Oh, una mujer extremadamente bien!
-Es mi seîiora- contestó Enríquez con fingida se-riedad.
--(De la discreción?- dijo entre risas el francks, dán-dole
fuertes palmadas en el hombro. -Oh, nosotros hace
mucho tiempo {no es eso? que somos amigos. Usted tiene
muchas sedoras, muchas, muchas.
Entonces, cara a cara, riéronse ambos, cambiando
guifíos maliciosos como dos francmasones de la galantería
vulgar.
l3espu6s tnm~ron jnntns uns3s copitas de cognac.
Cuando Enríquez, arreglado el equipaje, bajó de nue-vo
al camarote, ha116 a Magdalena tendida en una litera,
lívida y con los ojos fuertemente cerrados.
Puso una rodilla en el suelo y le tomó una mano, del-gada
y fina, helada hasta la muñeca.
Entreabrió ella los párpados y le miró con insistencia,
283
como si por primera vez Ie viese, con Su camisa de fI%-
riela, la onda de pelo negro y rizoso que le caía hasta 1~7~
cejas, sus labios demasiado rojos, su barba lL7sUoSa de
comisionista galanteador. Y cuando le imprimió en los la-bios
besos que olían a tabaco y a cognac, una ola nausea-bunda
y angustiosa le subió desde el pecho a la garganta.
Una hora después el buque se puso en marcha. MO-nótona
e implacable comenzó desde aquel instar,te la pal-pit:~
cirjn gigantesca de la mbquinn, que sólo hnbría de ce-sar
quince días despues, junto a JRS costas americanas.
Era como un martilleo regular, intcn-umpido a trechos
por golpes sordos y profunclos, resoplido de pulmones
agobiados por enorme peso, sílabas aflautndas, dulzonns
y enervantes, chirrido estridente de una sierra que se afa-na
en cortar una madera llena de nudos,
Perdióse a lo lejos la ciudad, arrinconada en el fondo
(leI lK~llZ0rllX. Cuanclo se borr0 por completo In Iever-lx-raci6n
confusa de los faroles de sus calles, el vapor mar-
Chaba velozmente, meciendo su enorme masa, sall$cacla de
luces muIticolotes, sobre la espalda sombría y formidable
del Atlántico.
m
s
IV d B
El chasco de Cristobalito Molinos se divulgB al día si-guiente
muy temprano pr íOC12 151 ciudllfl. Nunca se supo
a punto fijo si fue el primero en contarlo el cochero que
Ilevd a fa fugitiva pareja hasta el muelle, o si fue un em-plea&
ilt: la casa consignatarlx del Laperouse que estuvo
a bordo hasta el momento de zarpar. Lo cierto es que no
se hablaba de otra cosa en la plaza del mercado, en la
puerta del casino, en todas partes. No se reunían dos per-sonas
en aquella mañana transparente de verano sin que
la una preguntase a la otra:
-iYa sabe usted el cliasco que le ha pasado a Cristo-balito
Molinos?
Todos reían. Muchos hombres graves y sedentarios
envidiaban al baladrdn de Gabriel Enríquez. iQué vida
tan nriginnl y accidentadn la de nquel Zo@kw~o, viajando
de continuo entre Ias islas y las repúblicas americanas,
2s1
siempre en compañía de mujeres nuevas, que luego soltn-ba
aquí o allí como colillas de cigarros!
Nadie campad ecía al esposo abandonado.
Éste permanecid en la cama hasta las ocho, como SO-lía
hacer todos los domingos y días en que vacaba la ofi-cina.
Como no oyera ruido en la habitacidn cercana, su-
PUSO que SU mujer estaría yn levantada aLlxiljando a Ia
Unica criada en los menesteres de la casa. El chiquillo,
sentado en la cama, desgreñado y en camisa, se entrete-nía
en deletrear el titulo del periódico.
Cuando Cristóbal se levantó y salió al patio entraba
María del Pino con la cesta de la compra, rebosando por
todos los poros la noticia extraordinaria que acababa de
saber en la plaza.
No se atrevió, naturalmente, a contársela a su amo;
pero cuando éste supo que la sefiora no estaba en casa y
que la puerta había amanecida entornada, quedó tan so-brecogido
que hasta se olvidd de lavarse la cara. Y al fin
adquirió la certidumbre de que algo grave acontecía cuan-do
media hora después, hallAndose en la puerta de la ca-lle,
vio entrar a Pancho Vega, en medio de la curiosa cx-pectación
cle 1R ~7ecindad
Adelantóse a su encuentro, preguntándole con ansiedad:
-Pancho, por Dios, explícame esto. (Que pasa? ¿Dbn-de
está Magdalena?
El otro, hombre de m8s de cuarenta aiios, atarugaclo,
nbeso, con rmtro y cogote muy anchos, color de caoba
grasienta, le echd el brazo por la espalda y le condujo
hasta la casa, silbando entre dientes para ocultar SU emo-cidn.
En el zaguñn, en el patio, Cristóbal seguía interrogan-do
con voz temblorosa y aflautada:
-Pero <qué hay, Dios mio, qué hay?
Cuando entraron en el cuarto de Magdalena, Vega ce-rr6
la puerta y, penetrado de la importancia de su misión,
le dijo:
-Cristsbal, prepárate a recibir una mala noticia.
Cuando al fin se la dijo, empleando hábiles perífrasis
que había preparado por el camino, Cristóbal se quedb
frío, secos los ojos, temblorosas las piernas, repitiendo en
voz baja:
285
-Pero si eso es imposible, si eso no puede ser.
Entonces Vega, dado el golpe, siguiendo la ordinarja
tramitacion en caso tates, mandó a Irt criada en busca de
u11a bebida nntiespasmddica. Salió Marín del Pino corrien-do,
sofocadR, con la cabeza descubierta, en medio de los
ardorosos comentarios de la vecindad.
Es que había gente en todas las ventanas, en el um-bral
de todas las puertas y hasta grupos en las esquinas.
Circulo la noticia de que Cristobalito se había dado ~na
puñalada.
Entre tanto, tendido sobre la cama de Magdalena, que
aún conservaba la huella profunda de su cuerpo, Cristóbal
;
E
sollozaba sin lágrimas, con hipo casi infantil, sintiendo en
el lado izquierdo del cráneo los primeros latidos de una
tremenda jaqueca.
Cuando Ia criada volvió de la botica con un frasco
lleno de un liquido transparente, Cristábal se resistid a
tomar la medicina. {Para qué? Cerraba los ojos a la insu-fribIe
luz de la mañana, esforzhdose por entender de una
vez aquello monstruoso que le acontecía, sorprendido y
avergonzado de no sentir la colera formidable y homicida
que en los dramas y en las novelas se atribuye a Ius es-posos
ultrajados.
Vega vistib al chiquillo y lo mando a jugar al patio.
Hasta las doce acompafíd a su amigo, sentado R la cn-becera
de la cama, impaciente por marcharse a la gaZZera,
aconsejandn de vez en cwando si Crist6bd que tomara z-di-mento,
que na se deinra W. Cuando al fin se fue, diri-giendo
miradas lilgubres a los vecinos, Cristóbal paso a In
alcoba y se acosro entre SClbanas, con las sienes opnml-das
por un aro de hierro candente, los pies y las manos
fríos como el marmol de la mesa de noche.
A Zas tres entro Maria del Pino con un plato de sopa,
Resistióse él a tomarlo, diciendo con acento quejumbroso:
-LlCveselo, Pino. No puedo IUIIIZU nadir.
Como la muchacha insistiera, poniendo sobre una silla
el plato, la servilleta y el vaso de vino tinto, al fin Cris-tóbal
se incorporo y perezosamente, con gesto de niño
mimoS y enfermo, se trago toda la sopa. Cuando hubo
terminado, sintió con mucha vergiicnza ~UC SIJ estómago
286
medio vacío reclamaba alimento más sólido. No se atrevió
a pedirlo, sin embargo.
Así pasó toda la tarde y toda la noche, combarido por
sentimientos encontrados y confusos, sin entera conciencia
de su desgracia, distraído de la consideración mental de
ella por las náuseas y los latidos dolorosos de la neuralgia.
Nadie vino a visitarle.
Sus dos tías, que formaban su Unica familia, estaban
reíiidas con él a causa de su matrimonio. <Qué dirían al
saber aquello? Exceptuando a TTega, carecía por completo
de amigos íntimos.
A la madrugada derramó las primeras lagrimas, be-sando
la manecita tibia e inerte de Pepito, que dormía a
su lado en la ancha cama de matrimonio.
V
pRrn dedicarse a comentaï hasta lo infinito aquel suicidio,
cIIyas causas nunca resultaron bien averiguadas, a juicio
de la opinión. Y entonces fue cuando, libre ya de aquel
intolerable sentimiento de vergiienza que tanto le atarmen-taba
en un principio, pudo apreciar e!. dolor y Ia profun-didad
de la herida.
El chiquillo le hizo sufrir mucho en los primeros dhs.
Acontecióle varias veces, al regresar de la oficina, en-contrarle
llorando como un deses~erzxln, h~ISC%ndO CI SU tTl¿I-dl-
e en codos ios rinc0ne.S de la casa; pero ent-onceq COLI
cualquier juguete o libro de láminas se distraía y acallaba. ;
Las noches sí que eran WTibleS. E
Tomd la costumbre de despabilarse a cosa de las on- 6
ce, cuando su padre comenzaba a conciliar el sueño, y d
con los ojos muy abiertos, nervioso y excitadísimo por la õ”
vigilia, no paraba de preguntar: E
--Oye, dime, Iclúnde está mrzmb?
B
-Va a venir, prenda. Ha salido a hacer una visita.
0
5c a
Duérmete mi niño --le decía Cristbbal. B
Y le cantaba cuanto se le venía a lo memoria, hasta m
que Pepito, impaciente, rompía a llorar con chillido vibran-te
y ensordecedor, s
A veces se callaba, sonriendo, con las ojos Llenos de
g
d
Ngrimas, cuando Cristóbal, en camisa de dormir, descolo- E
rido y flaco como una aparicidn, se ponía un sombrero z
!
de picos hecho con el periódico e imitaba el redoble del d
z
tnmhor y el trique de 1~ cnrnPtas Al fin, ya muy avanza- 9
da la noche, se quedaba dormido, abrazado al cuerpo de 5
su padre, con la respiración entrecortada por sollozos con-o
vu1siv0s.
LOS meses de septiembre y octubre fueron en extremo
penosos y duros de pasar.
Después de comer solía sentarse Cristóbal junto a la
ventana entornada de la salita, y allí, mientras fumaba
hasta secarse la garganta, le acometía cierta tristeza vaga,
matizada por el misterioso deleite de la soledad. Todos
los objetos que le rodeaban le traian a la mente el recuer-do
de SU mujer. Sobre un velador colocado en el centro
de Ia sala estaba en fotografía que la representaba de
cuerpo entero, vestida de negro, apoyada en unn colum
nn blanca. De las dos butacas y del humilde canapé de
rejilla pendían cubiertas de crochet, trabajadas por ella
durante los primeros meses de su matrimonio, Pensaba en
Magdalena sin cdlera, con cierta melancolía romhntica y
dulzona, como si en vez de abandonarle por otrò se hu-biera
muerto y descansara allá abajo, detras de las tapias
blancas del cementerio. Cuando la noche llegaba y la sa-lita
se quedaba a oscuras, solía llorar en un rincdn, so-ntindose
de vez en cuando, con ronquido tenue y discreto.
Su amigo Pancho Vepa le prestó para distraerle va-rias
novelas, la colección casi integra, sobada y apestan-do
a tabaco, de los románticos franceses. Los domingos y
días de fiesta devoraba los libros de Dumas y de Jorge
Sand, sonrojtindose mucho cuando tropezaba con un adul-terio,
lo cual le acontecía con harta frecuencia.
Alguna vez que otra salía por las noches, escogiendo
los paseos más oscuros y solitarios, y volvía con los za-patos
blancos de polvo y los ojos enrojecidos de haber
llorado debajo de un árbol, a la luz melancdlica de las es-trellas.
VI
La criada, María del Pino, resultó ser una perla, un
tesoro. Inútil como era CrisMbal para los detalles de la
vida práctica, a ella correspondió desde los primeros mo-mentos
de la cat&strofe, y por la fuerza misma de las co-sas,
la dirección de la casa.
Al principio, su arna Ie e~rt~egal~a, dín por día, cl di-nero
necesario para las atenciones de la familia; pero muy
pronto, convencido de la honradez y de la fidelidad de su
criada, le confid todas las llaves, sin excluir la de la c6-
moda en que guardaba las pesetas de su sueldo y sus pe-queñas
economías. Todo lo encontraba a punto: el almuer-zo
y la comida dispuestos a su hora; el ropero lleno de
calcetines limpios y de camisas planchadas.
Era María del Pino una muchacha de veinticinco arios,
nacida y criada en el Valle de Doramas, de donde había
salido hacía seis años, para servir cn la ciudad. De pe-quei’ia
estatura, rubia, pálida, de ojos chicos y claros, de
289
prSmlllos lln poco salientes, le parecía a Cristdbal, sin Sa-ber
por que, el tipo perfecto del indígena atlbntico, de
aquellas mujeres que allá en los comienzos de la historia
tejian los WWZY~~~ o rno~ían el grano, en el oscuro fondo
de las cuevas. Se vestía con muCh aseo Y, cosa muy ra-ra
en la servidumbre femenina de Atlántica, usaba medias
todos los días y los domingos corsk
Pancho Vega solía decirle, con la buena intención de
sacarle de su modorra:
-/Ah, bandolero, qué criadita te tienes! Ya se Com-prende
que no salgas de casa por las noches.
El otro protestaba, halagado en lo intimo de su ser
por aquella irnputacidn de propósitos libertinos. Según de-cía,
súlo apreciaba a Rãaría clel Pino por fiel y traktjaclora
y por el cariño con que cuidaba a Pepito.
A los dos meses, en efecto, el chiquillo ya no se acor-daba
de su madre. No se despegaba de las faldas de la
criada, que le acostaba, le vestîa, le llevaba a la escuela
y le daba de comer. Próxima la Navidad, Cristóbal deter-mino
demostrar su agradecimiento con un regalo.
Después de pensarlo mucho, decididse por un sobre-
Lodo de lana y un panuelo de seda azul celeste que, ern-paquetados
en papel de oficio, puso en manos de su hijo,
en la mañana del primer día de Pascua, diciendole con
voz un poco temblorosa:
-Corre, Pepito. Dale esto de mi parte a María del
Pino.
Estaba la muchacha en la cocina cuando Pepito, or-gullOso
con SU misibn, le ofrecib con mucho misterio el
regalo.
-Madre Pino, esto te manda mi papá.
AbriB ella el paquete, temblaronle las manos de gozo,
y despu& de besar ruidosamente al nifio, le dijo:
-Dale muchas gracias. <Tú me oyes? Muchas gracias
a tu papá.
VII
El día 28 de abril, por la tarde, Pepito volvió de la
escuela con el empefío de que su padre le llevase a ver
los fziegos a la plaza de San Pedro de Verona. Era la
víspeta cle 1~ grarl fiesta ailbnOca, el aniversario ae la
conquista del país.
Cristóbal SLIspiró (ya no lloraba) recordando que todos
los aiíos anteriores había concurrido al paseo de la plaza
con Ma,gaalena, él con sombrero de copa y chaquet, elIa
elegantisuna, con su boa de plumas y SLI ligerisima capo-ta,
un tipo de JrueycI, como decían los conocedores del
casino.
Vaciiú un poco, pensando que no estaba bien que 61
se exhibiera tan pronto en un paraje lleno de gente; pero
ante la súplica fervorosa del niño y el deseo que tambien
mnnifestd María del Pino de ver la iluminacidn y oir la
música, determinóse al fin, proponiendose dar tan ~610
unas vueltas alrededor de la plaza, sin entrar en el centro
del paseo,
Salieron antes de las ocho, después de cerrar la puer-ta
de la calle, cuya enorme llave se ech Crist6bal al bol-sillo.
Caminaban despacio, llevando por fa mano al chi-quillo,
cuidadosamente vestido a la marinera, con su cue-llo
vuelto y su gorrito de cintas blancas con letras de oro.
María del Pino IlevRh un trnje de marino nsrnro, rortn
de talle, adornado con cintas de terciopelo negro, con al-go
de polis&, y en los hombros y cabeza las prendas re-galadas
por su amo. Cuando se inclihaba para arreglarse
la corbata o el sombrero al nifio, despedían sus ropas un
perfume violento de agua de la Florida.
AI doblar la esquina de Ia plaza, por el sitio mismo
donde se colocan las vendedoras de turrón y alegdas,
Pepito se detuvo extbtico, oprimiendo con fuerza las dos
manos que le sostenían y guiaban.
Frente a ellos, en la parte m9s elevada del ligero de-clive
de la plaza, erguíase la mole cuadrada del Ayunta-miento,
toda esmaltada de farolillos de múltiples colores,
que cn apretadas hileras corrían por la cornisn, por los
marcos de las puertas, ventanas y balcones. Era como un
diamante enorme, arrojado a la tierra por alguno de 10s
astros que palpitaban en el cielo espkndido de aquella
noche primaveral. En los demás edificios de la plaza bri-llaban
también faroles o cabos de vela CO~OCWIOS detrAs
de los cristales, y por encima de todo las banderas Y los
291
gallardetes flotaban con ligeros chasquidos en el ambiente
tibio y amoroso.
De pronto, un repique próximo y vibrante, hizo brin-car
al chiquillo. Detrás de él se alzaba la muralla negra
y majestuosa de la catedral, cuyas torres se destacaban
gigantescas sobre el dorado polvo de las estrellas.
Hasta cerca de las diez permanecieron allí, dando
vueltas con lentitud alrededor de la plaza, en cuyo Centro
las sillas y los bancos, llenos de curiosos, formaban un
espacio cuadrado, en el que se codeaban, en apretado haz,
los paseantes. Era una revuelta confusión, de la que surgía
a intervalos el perfil sonriente y delicado de una sefiorita,
bajo los rizos de la frente y el ala oscura del sombrero.
Flotaba por todos los ámbitos de la plaza el rumor con-fuso
y discordante de cien conversaciones entabladas a la
vez, interrumpido a trechos por el siseo repentino de los
cohetes, que ascendían con cierta languidez por el firma-mento
sereno, formando cintas de luz, que luego se des-hacían
en lágrimas efímeras y multicolores.
5t
I
De improviso, en un extremo de la plaza, brotaba In-menso
vocerío infantil. Deteníanse los paseantes, algu-nos
se subían sobre las sillas, y con ruido sibilante, cor-tado
por sordos chasquidos, ardía el fuego de artificio, ilu-minando,
con claridad roja, verde, azul o violacea, bocas
abiertas y ojos dilatados por la sorpresa y el placer.
Cuando terminaba la rueda, con asordante fragor de fu-silería
y fugaz destello de luces de bengala, sonaban en el
otro extremo los acordes de la banda municipal, golpes pro-fundos
de bombo, notas plañideras y nasales de clarinete,
sonidos abiertos y desgarrados de los instrumentos de metal.
En una de las esquinas de la plaza, Cristóbal se detu-vo
para comprar turrón a una de las mujeres instaladas
allí, desde la tarde, con su caja abierta, su farol encendi-do
y el enorme paraguas doblado sobre la acera, Despues
de llenarle al chico los bolsillos de turrones de azúcar,
pidib una libra mas, que la vendedora le peso, y envol-viendola
en SU propio pafiuelo, se la ofreció a María del
Pino con gesto torpe, sin decir una palabra.
Protesto ella exclamando:
-iJesús, señor! iSe figura su merced que yo soy una
niHa golosa?
292
Al fin la tomõ, risueña, un tanto confusa, diciendo
con EU voz dulce y bien timbrndn, verdadel-a voz IJ~ se-fiorita:
-Vaya, muchas gracias, señor.
Y tomaron el camino de casa, llevando siempre de
mano 8 Pepito que, concluídos los turrones, caminaba pe-rezosamente,
medio dormido.
Perdikronse a lo lejos los rumores de la mtisica y del
paseo. Sb10 de tarde en tarde llegaban hasta ellos, debili-
~adu:, pcu la clecirrlle clislancia, el estallido de los cohetes
y el grave son de las campanas. Transitaban ahora por
calles desiertas y silenciosas, por delante de casas que pa-recían
deshabitadas. Cuando pasaban por delante de algún
farol, Cristóbal la miraba con expresión tierna y sumisa,
y ella tznnbién, alzando su gracioso pc’íil clc: C~I~~LI, rliri-gfa
hacia él el rayo fugitivo de SUS ojos claros.
VIII
María del Pino tenfa su novio, un tal Antonio Cande-laria,
indiano de unos treinta años de edad, que venía a
verla desde Doramas cada quince días, los domingos por
la tarde.
Nunca le fue simpático a Cristóbal el hombre aquel,
con su nariz diminuta y como roída, su cara chupada, co-lor
de aceituna y sus bigotes lacios, negros como la tinta,
que tapaban a medias su enorme boca, llena de dientes
desiguales y negruzcos.
Traíale siempre a su novia, envuelto en un pañuelo
de color, un obsequio rústico, consistente en manzanas,
nueces, media docena de huevos o cosa semejante. Sentá-banse
ambos a mocear en la pequefía galería con ventana
~1 pitin y allí permanecían a lu-mwm rlistgnria, csmhinn-do
palabras escasas e indiferentes, ella flamante, con el
pelo lleno de pomada y botas de charol, 61 recién afeitado,
con sus anchos pantalones de dril, su chaqueta negra, sin
corbata, mostrando bajo el chaleco la faja multicolor, ca-lado
el jipi ja$a hasta las cejas, con el zlirknio apagado
y nauseabundo en un rincõn de la boca.
293
~~ tIn principio ClristhhRI permitía que el chiquillo les
acampanara en sus entrevistas, entretenido en rodar por
el piso de la galería las naranjas o las manzanas del in-diano;
pero después de la noche de lOS fW?gOS, RtenídO
en la sala poniéndole delante varios números de un perid-dico
ilustrado.
Las tardes aquellas se le antojaban interminables. In-dignabale
la presencia del indiano, como una injuria he-cha
:i su persona, y ~610 respiraba libre de la penosa emo-cidn
cuando sonaban en el zaguán los pasos Ientos y pe-sados
d.e la pareja. La despedida en la puerta de la calle
duraba más de diez minutos.
-Vaya, hasta más ver, PinilIo.
-hZctnorins a toda la gcntc de nll& m-riba.
Y la muchacha atravesaba de nuevo el zagufin cantan-do
entre dientes, y se quitaba la ropa de los días de fies-ta
para atender a los quehaceres de la casa.
Excepto aquellos contados ratos de mal humor, la vi-da
de Cristdbal se deslizaba serena y feliz como antes,
cuando tranquilo y confiado descansaba en el hombro de
Magdalena. Siempre había sido asl. A pesar de los años,
conservaba aún las debilidades y la irresolucidn de la ni-ñez,
la necesidad de apoyarse en otra persona que con 61
r.omp-rnrtie.v ~1 pws.n de 1~s respnnsahilidader de lrc existen-cia.
!
Recikn salido de la tutela de sus tías, reñidas con él
d
;
a causa de su matrimonio, que nunca aprobaron, había
entrado en la de su mujer, de la cual no se había separa-do
ni un momento durante seis años, sintiendo un deleite
particular en dejarse conducir por ella dentro y fuera de
la casa. Y ahora, apenas convaleciente del rudo e impen-sado
golpe, la plcsencia GIL bu casa ile aquella mujer ae
juicio, cariñosa y formal, la estimaba como un regalo de
la Providencia, como una compensacibn del infortunio ridí-culo,
cuyo recuerdo manchaba aún su frente con el sudor
de la agonía.
05
Sin decirle una palabra, sin otra expresión de su3
ocultos Pensamientos que las miradas intensas, acaricia-doras
con que la perseguía, procuraba por todos los me-dios
realzar la condición de María del Pino, elevAndola
POCO a Poco a la categoría de dueña de la casa. No per-
294
mitid que siguiera comiendo en la cocina, como antes, en
tiempo de la seííora; hacíale sentar a la mesa del comedor,
despu& que el niño y 61 se levantaban Aprovechando una
ausencia de su criada, sustituyd el catre de vielzto en que
ésta dormía por el de hierro que usaba Magdalena, y le
adornó el cuarto con una mesa de noche y un pedazo de
alfombra. Del fondo de su alma dolorida, de las ruinas
vergonzosas de su primer amor, brotaba sana y pura la
ferviente adoración hacia aquella muchacha rubia. Ella y
Pepito eran las dos únicas personas que le quedaban en
el mundo.
IX
Así pasd mas de un año, desfilando las horas y los
días como las cuentas uniformes y grises de un rosario
interminable. Siempre lo mismo: los hombres y las cosas
viviendo monótona y oscuramente en el seno de la aclmi-rable
naturaleza atlclntica. Ni frío ni calor: días luminosos
y cálidos en el corazbn del invierno, noches de luna ex-traordinarias
e ideales, flores y hojas verdes en todas las
estaciones. Y cle vez en cuando, interrumpiendo aquella
tranquilidad de agua tibia y dormida, el latigazo formida-ble
del dolor estallando sobre las espaldas de éste o del
otro, en medio de la conmiseración egoista de los demks.
Así fue que una maflana, a eso de las once, trabajaba
Cristdbal en su oficina, cuando oy una voz que no reco-
Ci que le llamaba desde el patio, que se acercaba rdpicla-mente,
alternando con violentas y desiguales pisadas en
la escalera.
Levantóse con ímpetu, derramando el tintero sobre lOS
papeles, a tiempo que entraba como un torbellino una mu-jer
lívida, desencajada, con la cabeza descubierta y los
brazos extendidos hacia adelante.
-Maria del Pino. lAy, Dios mío de mi vida, otra des-gracia!
Y apenas la muchacha, sofocada por la carrera, hubo
murmurado con acento de aùurninable nngustia cZ 9riBo,
el ~370, Cristóbal corrid como un insensato, sin sombrero,
295
dando un alarido de terror como esos que desgarran la
garganta durante las pesadillas.
En su precipitada marcha por las calles, caldeadas por
el sol implacable del verano atlantico, entre la consterna-ción
de IOS transeuntes, enterados ya de la desgracia, Cris-tóbal
solo pudo conseguir que la muchedumbre le dijera,
con la voz desfigurada y anhelosa:
-El tranvía, el tranvía.. .
Cuando llegó a la puerta de su casa, sin aliento, Cris-tóbal
cayo como una avalancha sobre el ancho pecho de
Vega, que le aguardaba en el zaguán. gj
Quiso desasirse. El otro le agarraba con fuerza, tre-mulo
el labio inferior, con cierta dureza en el semblante s
color de caoba. d
-Quieto, quieto. õ”
-Pancho, dejame entrar. Pancho, mira que soy su pa- c
dre, mira que es lo único que me queda.
-Pero, hombre, déjame hablar... si no es lo que tu te t
figuras.. . si no ha sido nada. Palabra que ya esta mejor. 5
I
-Eso es mentira, Pancho. Si ya se que está muerto. m
Pero quiero verle.. , Dejame por la Virgen, por tu madre.
El otro, llorando, le soltó, con gesto de repentino de- s
saliento. i
d
Cuando Cristóbal entró en la alcoba, tuvo una sorpre- E
sa indescriptible al ver a Pepito tendido de espaldas en la z
!
cama de matrimonio, cubiertas las piernas con una manta, d
con las mejillas rojas y los ojos brillantes, charlando sin ;
parar con una vecina que de pie y junto al lecho le mira- 5
ba con expresión de lástima profunda, cruzadas las manos
0
debajo del delantal.
-Nifio de mi vida, {que es eso? {Qué has tenido? Pe-ro,
iPancho, si está bueno, si está bueno! iDios de mi co-razõn,
yo no sé lo que me había figurado!
Y el chiquillo charlaba, charlaba sin descanso, refirien-do
con orgullo 10s detalles del accidente. Que se le habla
escapado a María del Pino en persecucidn de una paloma
blanca que su padre había comprado el dia anterior a una
mujer del campo. Atravesaba corriendo la carretera cuan-do
de repente, al doblar la esquina, unpitz’do. Era el tran-vía:
una muralla negra con letras doradas, cuca, muy
cerca de SU carita. Quiso correr, oy gritos, muchos gri-
tas de angustia. jParepz, parctt, el rri+Io, el YrSí0.f Y des-pues
dio vueltas, vueltas en el polvo, como cuando uno
juega en los montones de arena, y se le llenaron los ojos
de tierra. Y no le delio nada, papai~o, nada.
Entonces el padre comprendió, recordando otros CWX,
otras deSgraCiaS causadas por la horrible máquina, de que
había sido testigo, ocurridas casi en el dintel de su puerta.
Cayo de rodillas, cubriendose los ojos con ambos puños
cerrados, conteniendo los aullidos de terror que se le su-bían
a la garganta. Sintió luego, medio desvanecido, que
Pancho Vega le llevaba arrastrando hasta la habitacion
próxima.
En aquel estado singular de torpeza dolorosa percibio
una cara nueva, la de un hombre de barba negra, con
ojos grandes de miope que le miraban compasivamente
detras de los cristales de unas gafas de oro.
--Don Pedro, ipor la Virgen! Dígame que no es nada,
que usted lo curara. Piense en que usted también tiene
hijos en el mundo.
El médico se detuvo, quiso decir alguna frase engaño-sa
de consuelo, cerrosele la garganta, y con arranque de-sesperado
abraz6 catnn R lln hwrnflnn R aquel hombre que
hasta el día antes era para 61 un desconocido.
Pepito se moría a toda prisa. Cuando los tres hombres
entraron de nuevo en la alcoba había desaparecido la ex-citacidn
que desataba su lengua en frases joviales y sin
enlace, como Ias que se dicen bajo el influjo cle una bo-rrachera.
Ahora no decía nada, Movía de un lado a otro SLI ca-becita
lívida, empapada de sudor, como si dijera una y
otro vez que no, que no quería marcharse.
El sol iluminaba la cama, trazando en la colcha una
ancha faja amarilla. Veíase a traves de los cristales de la
ventana eI cielo puro, sin una mancha, lejano e indiferen-te.
Paso una rafaga de brisa, que levantó humareda de
polvo en la carretera y agitó levemente la cortina blanca,
con el yausado movimiento de una mano que dice adiós,
y el médico cubrió violentamente, con ademán brusco de
impotencia y rabia, el rostro de Pepito, que se había que-dado
mmovil, con expresión casi divina de serenidad e
inocencia.
297
X
Pasaron ocho días. En la penumbra de la salita, sen-tado
en el rincdn de la ventana, Cristóbal, que acababa de
comer, fumaba sm cesar cigarrillo tras cigarrillo.
A su espalda, en la sombra, abridse quedamente la
puerta y la voz de María del Pino, algo temblorosa, pre-guntd:
-Don Cristóbal, {me permite una palabra?
-Entre, Pino -contestd Crist6bal volviendo la cabe-za,
sorprendido al verla vestida como para salir, con un
manojo de llaves en la mano.
La muchacha, con la cabeza baja, sobando inconscien-temente
la cinta de terciopelo que adornaba su traje de
ulrrino, be rxplicd torpemente, ~011 mucha prolijidad.
-Pues señor, sabrá cdmo Antonio Can.delaria ha conse-guido
de nzedias un cercadito en San Jose. Él quería casarse
hace tiempo, pero yo, por no dejar al niño, que está en la
gloria, decía que no. Pero ahora, mafíana nos amonesta-mos.
Y yo le vengo a decir a su merced que me voy es-ta
noche a casa de mi prima Juana, hasta el día que me
case.
En la sombra creciente de la sala sonó la voz ronca
de Cristóbal que preguntaba, como si no hubiera oído bien:
-<Se va usted esta noche?
-Pues yo, sefíor- continuO la muchacha, hablando
más alto y más deprisa, -siento dejar a su merced, por-que
SLI merced es un santo; pero ya ve, hoy por hoy es
un hombre solo, y la gente nlega mucho. Antonio Cande-laria
quería que me marchase hace mucho tiempo. Pero
yo decía que no, que era menester dejar a su merced una
criada. Esta noche vendrft Carmen la del Puerto. Aquí es-tãn
la llaves. Don Cristõbal, si para algo me necesita, ya
sabe que estamos cerca, en San José.
Se detuvo un momento, como si esperara algo, y llle-go
terminó, con cierta sorpresa y sequedad:
-Adiós, señor.
-Adiós, María del Pino.
Cuando la criada salió, oyóse en el hueco de la ven-tana
un suspiro, un sollozo. Pero ya ella estaba en el patio
ayudando a cargar su caja a un pnlnnqu& a quien había
contratado al efecto.
Hubo luego ruido de puertas que se cierran. Sonó la
campanilla del zaguAn. AlejAronse los pasos en la calle.
Sentado en el rincón de la ventana, envuelto en las
sombras melancólicas que invadían la salita, con la boca
entreabierta, los ojos fijos y un cigarro apagado entre los
dedos, Cristdbal se quedó solo,
LUIS Y AOUST~N MILLARES CUBAS
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