(Narraci6n de ambiente canario.)
TA enfermedad había postrado largo tiempo a h,[ari-quirn
Y ahora, libre cle ella, parecíale mentira el que pu-diese
reanudar su vida. Que el bullicio del mundo Ia ro-dense.
Pero qué cambiada. se encontratxl. La cama había cle-bilitado
tanto SLI cuerpo, que hasta por su cara corrían
nuews arrugas. TT sus huesos... ¡AhI Sus pobres huesos
le crujían al andar. En recompensa: las medicinas, médi-cos
y los largos meses de conv:llecenCia se aniontonaban
ya en wnargo recuerdo.
Envuelta en su negra mantilla iba a salir R la calle.
Miedo y :+lefi’rirl scntitl il la vez. Solís quiso hacer este p7,i-
7iw* w~owM0 y abriendo la puerta asomd su rostro muy
afilado.
T7 por las calles de Vegueta deslizó Mariquita su del-gada
figura. Sus tenues pisadas resonaron en el callej6n
de In Gloria que, con la emoción, apenas veía. Subiendo
por Espíritu Santo intentó descansar la vista en la pal-mera
doblada, pero se la habían llevado. Dicen que hecha
atiieos la arrancaron de aquella tierra que había sido su
morada. Que en un postrer lamento se despidici de todos
y que nadie IIor6 por ella. Ella que a tantos cobijó, que
tantas alegrias dio, la habían cortado por vieja. Porque
sus espaldas se inclinaban pesadamente.
La catedral y todo aquel rincón se estremecieron al
reconocerla: iMariquita
Siguiencln la sombra clel santuario, tnmõ la calle de la
Herreria. Casi tropezó al bajarla. La pendiente le resd-taba
mk pronunciada.
De pronto sus piernas neghronse a seguir y, divisando
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un banco bajo un arbol, decidió sentnrse para reponer
fuerzas.
LA catedral quedaba atrhs, dando las diez. LOS coches
iban Y venían: unos a la plaza, otros para el puente, mien-tras
un olor seco, muy seco, brotaba del barranco.
SU respiración era algo agitada e intentando tranqui-lizarse
puso la mirada en el vacío. Pero aquello era nuevo.
;Sería un santo y ella, por estar de espaldas, no lo había
visto? <Le perdonaría la falta de respeto? Ya le asustaba
su presencia. Necesitaba irse de allí.
Levantándose quiso proseguir su camino, mientras en
su interior pugnaba una lucha sin tregua. (Pediría o no
perdón al santo?
No.
Y con rapidez partió del lugar en direccidn al Puente
de Piedra Desde lo alto mird de reojo y vio como el busto
no la perdía de vista.
Ante ella discurría el pedregoso Guiniguadn. El CR-sino
a un lado. Las cuntro tzskrciones la rodeaban. DetrAs,
el Toril. Y allí, al fondo, su mar.
FIubiera querido seguir, pero, sin darse cuenta, miró
nuevamente a la figura. Parecía contrariada, De su mirada
desprendíase un malestar bien visible. Y Mariquita cludd
de nuevo.
Las guaguas continuaban pasando con gran estrepito.
LOS chiquillos v’oceaban el periddico. En la Plazuefa fun-cionaba
la fuente,
NO se podía ir de allí con tan mala conciencia. {Qué
trabajo le costaba volver a los pies del santo y pedir cle-mencia
humildemente?
Desandando lo andado lo vio muy de cerca. Sus labios
temblaron al pasar por ellos una oracidn. Luego mirb a
su alrededor una y otra vez y, àl comprobar que nadie
reparaba en ella, se santiguó.
Y Mariquita, ya tranquila, marchd con el perddn de
don Diego Mesa de León.
PEDRO SCIILUETEZR CABALLERO
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Siempre que me aSOnmba a la ventana despu& de
cenar, subía hasta mi altura el silencio que envolvía Ia
plaza. Escasamente iluminada por unos arcos de luz, es-condidos
entre las ramas de los laureles, su quietud pare-cía
envolver las casas y barrer las aceras. Envu&Ata en su
sombra protectora, yo paseaba primer9 la vista sobre
aquello que se destacaba en lo obscuro. Después, con la
imaginación, sobre lo que los arboles me ocultaban; para
acabar mirando al cielo -ora con luna o ~610 con estre-llas-,
sofiando mis fantasías.
La casa terrera que se hallaba frente a la nuestra era
tan pequeña, que desde mi ventana se dominaba todo el
espacio de su reducida azotea. R veces, se encendía una
luz en In ventana de In buhnrclilln. Y yo imaginaba el
crrtw de viento acogedor, la vela vacilante, el olor a sn-hLlmerio
de la casa artesana.
MAS abajo, y por la acera de enfrente, se encontraba
la Casa de la Cruz. Se la llamaba así, porque existía en su
facb~da una cruz de madera pintada de verde, .cuyo so-porte
era de cantería, De pequefios, cuando íbamos al CO-legio
o ít jugar a casa de las primas, cruzhbsmos siempre
la calle para detenernos frente a la Cruz. Sujetándonos
con las dos manos al madero vertical, apoyábamos los
I>ies en el pedestal de cantería, y besábamos con respeto
el madero verde.
Centrando la ancha plaza, como presidikndola, se en-contraba
la casa del torreón. iCómo nos atraía la cúpula
de su azotea, cuyos cristales de colores se irisaban con el
SOI poniente! iQu6 bien debia dominarse el ~‘Z’XO desde
sus altas ventanas!
Y bajando la calle, por la misma acera de mi casa,
10s l~oteley, de nire colonial, con sus sillones de mimbres
ell la acera,junto a la pared, o junto a los laureles, donde
los turistas de los grandes barcos que se detenían en Ia
isla, solían disfrutar de su temperatura tropical.
Cuando miraba al cielo, siempre era igual mi fanta-sía.
<<Esta Iuna la verán otros ojos... Estas estrellas con-temp&-&
n et mundo...)> Y soñar con la ilusión, con el ma-nana,
siempre.. .
Venía a devolverme a la realidad el eco de unas pi-sadas,
que se alzaba solemne, único, en el silencio de
aquella hora. [Cdmo sonaban los pasos de lado a lado de
la plaza] Casi sobrecogían. Y otra vez el silencio. Pero
ahora, la brisa nos traía, tenuemente, el olor confortante
de la primera hornada, desde la vieja panadería de la calle
vecina. Y esta era In sena1 para cerrar las puertas de mi
balcón.
Tambien solía yo asomarme a la ventana baja que
daba sobre el mar. Y tambien elegía para ello esa hora
recogida de después de la cena. Tres luces mortecinas
iluminaban la larga manzana de casas: fas dos de IRS es-quinas,
y aquella otra del centro, próxima a mi ventana.
El resto, en sombras. Se adivinaba el mar por el bullicio
tímido de su orilla al resbalar sobre la arena aún caliente
de sol. Bajamar. Lejos, sobre la línea de rocas que cruza-ba
el horizonte, los hachones de los pescadores jugaban
al escondite.
Y en lo alto de la montana, el faro daba vueltas, blan-co
y rojo, incansable y monótono. Un intenso olor a algas
subía desde la playa basta mi ventana. Y a veces se per-cibía
el fresco rumor de unos remos y se adivinaba, mas
que se veía, el cruce de una barca. También entonces alzaba
YO los ojos al cielo de verano: la Osa Mayor, Venus, la
Vía Láctea... Y los suenos, los inagotables sueños de mi
fantasía, infatigables siempre...
Ya no podré asomarme al balcón sobre la plaza, ni a
Ia ventana verde sobre el mar. Ambas han desaparecido.
Sin embargo, como mi fantasia aún no se ha agotado, hoy
me asomo n este gran ventanal de mis recuerdos, que
abarca todos mis suefios.
JOSEFINA DE LA TORRE MILLARES.
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HUMO...
Caía la tarde y el taller se llenaba de sombras. En los
cristales del ventanal se refleja intermitente el ascua de
los cigarros.
-CEnciendo? -Y Manolo Rivero, el joven y ya celebre
escultor, extendió el brazo indolentemente.
-No. iPara qué! -le conteste. Adiviné en la penum-bra
su sonrisa melancólica.
-iPara que! iTienes unas preguntas,.! Para vernos las
caras, para ahuyentar las sombras, por hacer algo,,. por-que
sí, como hacemos todo, como yo pulo el mármol y
tú la estrofa,
-<Filosofías..?
--Es que me aburro.
-Bah. -Y pensaba en su vida de artista joven, aureo-lado
por la gloria...
-Como te lo digo. Me aburro. Ferozmente, sencilla-mente
como un imbecil, El Arte, asi, con mayúscula, es
una majadería. Nos da la riqueza, el aplauso, la satisfac-ción
del orgullo... todo lo que quieras, todo lo que yo he
conseguido después de muchos anos de lucha, de muchos
sufrimientos, de muchas derrotas intimas que ~610 yo co-nozco...
Y luego, ahora, cque resta? La desolacion del com-bate
esteril, sin finalidwd; el agotamiento engendrado en
las horas negras del abandono, la convicción de haber
perdido la libertad y haber sacrificado al exito, al vulgo,
toda una teoría de sinceridad. {Comprendes?
-sí.
-Tú también sabes de esto mi pobre amigo. Y como
yo, tambien habrás interrogado alguna vez... Y habrás
Sentido el frío de los destinos incumplidos. ~ES que el des-contento
es nuestro, eterno sin limitación? No lo sé ni me
importa. {Acaso hay algo que deba importarnos? ¿Tú crees..?
-Gran egoísta, eterno ambicioso -exclame conmo-vido
m&S por su acento que por sus palabras-, mi opinidn
es inválida, porque yo creo en muy pocas COSaS.
-(En cuáles? -me interrumpió. Y como yo callara--
{En cu$tles? -repitio.
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-iEn nada, hombre, en nada! iTú t>ltllJ?OCO ClTeS! ‘I‘li
eres como yo, ,,-omo nluchos, como todos qUizd... i~tnor,
gloria, amistad... TU no crees ni en la muerte.
--Decía Hz~rnlet.. .
-iQue importa lo que dijera Hamlet! 2Tû crees que
HamJet clijo lo nuestro, lo mío? isi YO misrIlO ill~enas 10
balbuceo!
Silencio. La luna llena se adivina en el cielo, rom-piendo
el llorizonte, enrojecida y fantasmal. En 1R penum-bra
del taller destacan las notas blancas de 10s mármoles,
el seno de una ~~enus, el torso Viril de EL DESEO, IX dk-cutida
obra escultcirica de Rivero... En la sombra adquie-ren
soltura, movimiento, vida...
-~Salimos?
Le veo levnntac la cabeza y mirarme sorprendido, Eje-no
a todo, como si no me conociera.
---iPara que! -me contesta vag:lmente, abatiendo sobre
el pecho la noble Irentc: atormentada. Y cnllwmos cle nuevo.
IIaciendo un esherzo me liberto del extrchfío cncrvamiento
que se va apoder:wlo de mí.. <
-Salgamos -le digo levants’lnclome y sacudi&~doIe con
ímpetu. Y me anonada la rara expresi6n de odio de su
mirada. Y comprenclo. En este momento yo soy la vi&
cnticlinna, la vida de siempre, la agitacidn sin C~USB, la
lucha sin premio, el dolor sin finalidad.
-Salgamos -insisto dulcemente- [hay que vivir, oh
Fidias!
Él enciende un cigarrillo, me ofrece otro y dice cari-
Rasamente cm-m si me. aconsejara:
-Hay que vivir, si; pero es preciso saber ccimo. I:n
la sombra, en el silencio, con nosotros mismos...
Su VOZ se Va apagando como si se hundiera gradual-mente.
- iPero oye! -le in(~wpn con chmica inclignnción.
-13ah; futna -me contesta; y luego, con una ~0% opacar
y lejana que me impresiona sin saber por clu&:
ITurno...
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