NARRACIONES Y CUENTOS
Se 1,a abierto un aba,nico de milagros
en la mano cI'eado,'", del olvido.
ANTONIO MACHADO
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PEPE SANTANA
A Za memoria de nuestro padre
A bordo del viejo Guanarteme
Desde las cuatro de la mañana empezó a disminuir
gradual mente la velocidad del Gr..anarkme, Rayaba ape-nas
el día y el infeliz vapor, entrado en años, daba tum-bos
irregulares y perezosos en el agua profunda e inmbvil,
jacleando como un viajero asmático en lo alto de la cuesta
que acaba de subir.
El golpe rítmico y decreciente de la maquina, la pal-pitacidn
levísima e incesante del buque todo, que anuncia
la proximidad del puerto, despertaron a Pepe Santana,
que dormitaba en el nicho revuelto y oscilante de su ca-marote
de segunda.
Lnvdse r&pidamente la cnra, y, agitado por ligero tem-blor
convulsivo, entróse aprisa la americana y subid a
sallos la escalerillas de la camara.
Empezaba a amanecer. En el cielo, una legi6n de nu-bes
redondas, compactas, sombrías, se precipitaba veloz-mente
hacia el sur, ocultando y descubriendo alternativa-mente
el tenue fulgor de las últimas estrellas. Mas alla
de la popa la noche, negra aún, escondfa el inmenso ca-mino
líquido recorrido en cuatro inacabables singladuras,
amenizadas por la impaciencia y el mareo. A la izquierda,
cn cl último confín del horizonte, unn leve mancha de oro
crecía y se dilataba poco a poco, como una esperanza de
luz. Flotaban en el espacio, apenas perceptibles, las ema-naciones
de la tierra prdxjma.
-Felices, querido- dijo de súbjto una vozmezquina y
ronca. Y un señor pequefio, escuálido, se incorporo en el
humedo banco donde yacía, tendiendo a Pepe Santana
una mano delgada, pegajosa, llena de huesos.
-Salud, don Mariano. ¿Qué tal? {Se ha clescansadot
-Nada de eso, querido. iQué noche1 Bien me decía
usted ayer que la travesía de Villacruz a AtlRntica WA 10
44 1.
peorcito del viaje. 1~ que servicio, querido! /Qué literas!
~~~~ pfitridas emanaciones! Oiga usted... (atiplando la voz)
iCamarero!. . . ICamarero!... Abajo está Pura desgafiitándo-se
para que le traigan un pocillo de chocolate.,. Que si
quieres. (Exaltgndose). He de escribir al ministro en lle-gando.
NO me diga usted que no. Va-Li que raspa-polvos
se calza la compafija. Me parece estar leyendo el volante
de paco Redondo. Porque somos amigos ViejOS... ¿Sabe
usted?
Detúvose para tomar aliento. Debajo de su nariz, del.
gada e inqLlisi&ra, serpeaba el bigotillo recortado, ttspero
y mal tefiido. Sus ojos pertenecían a diferentes categorías
zoológicas: el derecho era de rat6n, negro y vivaracho; el
izquierdo, de pescado, acuoso, parado y sin expresi6n.
-Pero, don Mariuno, @or qué no tom6 usted billete de
primera? Con seguridad lo hubiera pasado mucho mejor.
-Si usted supiera, querido. Fue la equivocacibn m&s
salada., . Un error de mi primo Pepe, el mariscal de cam-po,
el que estuvo en Filipinas y tiene cinco millones cle
pesetas. Sí, hombre, sí. Figúrese que...
Parúse bruscamente, porque en aquel instante se acer-caba,
adusto y con cara de mil demonios el segundo ofi-cial,
honbrt: rle pocus tlniigcts. IA verdncl era que don
Mariano de la Tuesta, empleado de corto sueldo, con se-
Bara y ocho de familia, había tomado en Ckliz pasaje de
tercera y que el benévolo capittin clon Pedro, desde la pri-mera
noche del viaje, le había pasado a segunclti, a él y
n toda In tribu.
Recostóse de nuevo el viejo en el duro banco, cruzando
sobre el pecho las solapas grasientas de un chacluet verdi-negro,
que malamente cubría la camisa sin cuello ni pu-ños,
que amarilleaba de puro sucia. ‘Una de las peludas za-patillas
cay6 al suelo con estrépito, descubriendo ej calce-tín,
falto asimismo del saludable contacto del agua y del
jabón.
En esto salía de la ctimara Josquinito, el prímogenito,
más oscuro que un rifeno, lampiño, con el pelo negro y
luciente pegadíto 8 las sienes, pecho hundido, mucha *ue%
en el l?ezcuezo y lentes de acero cabalgando en su narjz
de cacatúa. DetrAs de 61 asomaron los pequefios, de alpar-garas
calzados, quién chupendo una naranja, quien CIespo-
442
jando a un plãtano de su dorada corteza, que luego salía
disparada por encima de la borda.
Apartóse Pepe Santana del grupo, temeroso de que
Joaquinito le echara el arpdn de su charla insustancial y
dirigidse con vacilante paso hacia proa.
Un hombre, asido a una de las barras de hierro
pintado que sirven para sostener el toldo,. volvióse de im-proviso.
Era un pobre teniente de infantería, vestido aún
de rayadillo, que volvía de Cuba. En su cara larga, triste
y biliosa, brillaba una aurora de regocijo intenso.
-¿Qué hay de nuevo, Brito?
-Atldntica-, contestó el otro lacdnicamente.
Y con su dedo negro, corvo y afilado sefialabn hacia
la proa.
En aquella direccidn, a mucha distancia todavía, se
amontonaba vagamente una masa rojiza, en cuya base her-vía
sin cesar la espuma de las rompientes, En la cúspide
titilaba una luz, ora encarnada, ora amarilla: el faro de
la Isleta.
-h las nueve estaremos frente a la ciudad- dijo Pepe.
-Antes - replic6 el militar.
Inconscientemente se dieron un apretdn de manos y
ambos quedkronse absortos en la contemplación de aquel
pedacito de tierra pelado y triste, que era como el brazo
extendido de la patria isleña que les invitaba a acercarse,
a llegar de una vez...
En et aire inmóvii surgían de improviso rafagas am-plias
y violentas que dilataban los pulmones y desplega-ban
con bruscos estallidos la bandera espafiola que flotaba
en la popa, ora mostrando, ora escondiendo las dos letras
negras de la faja amarilla, C. M., Correo Marítimo.
II
IFondo!
A las nueve estaban frente a la ciudad.
Exhalaba el vapor su grito ronco e intermitente, co-mo
si saludase la llegada con aullidos de dolor y al insis-tente
clamoreo que venía del mar, acudía la gente al mue-lle,
ávida de curioseo, de novedades, de recibir noticias
443
deI resto deI mundo, después de la fOrZOSfl iIlCOmWli~~-
cidn quincenal. En aquellos tiempos ya l&nos a que estos
apuntes se refieren, no había ni puerto de refugio, ni te-l~
grafo, ni otra alguna de las portentosas innovaciones
que RBOS despu& transformaron las Adanticas.
Casi al mismo tiempo que el buen dou Pedro, erguido
en el puente, pronanciaba con acento solemne y catalãn
aiFondo!ti, aparecidse en la toldilla doña Pura, precedida
de su vientre fecundísimo, primera residencia de tantísj-
~0 Tuesta. De su talle deforme pendían unas faldas mo-radas
como las de un trono de procesidn y coronaba SU
testuz ornitoldgica una ajadfsima capota. En torno de ella,
cual ligeros esquifes alrededor de una fragata, bullían cua-tro
pollas ankmicas y macabras: Amparito, Concha, Car-mela
y Pepa.
Todos los viajeros, chicos y grandes, apoyados en la
borda, contemplaban el panorama atllllntico, los forasteros
con curiosidad, los hijos de In tierra con la pupila levemente
empafiada.
La ciudad, bafíada de oro por la vibrante luz de la
maiiana, yacía n lo largo de la playa, bordada de espuma
y escalaba las montañas grises que cierran como enorme
mura\ta el horizonte occidental. Hacia el norte, una pc-nínsula
en miniatura, semejante a un cetkeo de tres lo-mos,
color de violeta oscuro, tendíase en el mar inmtwil,
herido aquí y allí por las flechas fulgurantes de la luz.
Por el lado opuesto, el cielo se mostraba singularmente
clihfano, con delicadezas de tul azulado y tenuísimo y so-bre
aquel fondo anti-natural y amanerado como una deco-ración
de ópera, perfilabase una torre cuadrada, y piza-rrosa,
cuya mole semejaba alzarse desde el fondo mismo
del mar. Mucha casa blanca y mucho balcón verde, Cer-cados
de esmeralcla, arenas de oro y palmeras que en el
ambiente tranquilo eran como surtidores vegetales cuyo
líquido penacho se hubiese converticlo, al beso del SOI, en
luciente cabellera de verdura,,,
Era Ilegado el momento de desembarcar. Allí fue el
enn%UMíarse y confundirse don Mariano y el corretear de
un lado a otro, cual pluma barrida por el viento, afanado
en Ia tarea de reunir SLIS exiguos cachivaches. Y fue tal
su desgracia, que en una de aquellas carreritas ncertd a
444
coloCar su ariStOCr&tiCa planta sobre una de las anchas
extremidades del segundo, que de golpe quedõ Sentado
sobre un baúl, mccicndo la enorme pezuña entre sus ma-nos
callosas, como una tierna madre al infante lloron y
rebelde al sueno, mientras el atortolado funcionario le con-templaba
at6nito.
Acudio a salvar la situación cierto comisionista cata-lan,
bajito, sonrosado, gordo y gunpotc como una jamona
bien conservada, sujeto muy conocido en Atlantica donde
todo el mundo le llamaba Clnrz’fkado. Era un catalán de
la especie parlanchina y ocurrente, torcionario del habla
castellana, viajero imperterrito de esos que nunca marean
y son la desesperaci6n de los mayordomos, buena persona
que consolaba a los novicios con bromas náuticas del te-nor
siguiente:
--cY es~ don Fulano? ¿Que, le estamos dando de co-mer
a los meses? Aquí me tiene ustcct que nunca he cam-biado
ninginla, de peseta.
En esta ocasion intercedía con diplomacia sonriente.
-’ ¿Y eso, don Paco? ¿Le hace mucho mal ese pie? Un
callito disuelto, Ceh? Poca cosa, JZCJWZpo~c, a cosa.
Ea aquellos tiempos era empresa peliaguda la de do-blar
Ia punta de1 muelle, cuando el fatídico rub0.w levan.
taba cordilleras de agua salada y abofeteaba con furor los
prismas. Aún en ordinarias circunstancias había siempre
en tal paraje dificultades que vencer.
El bote que conduce 11P. epe Santana, a don Mariano,
sefiora y familia llega, impulsado por cuatro remeros des-calzos,
cejijuntos, tostados por el sol, al punto peligroso.
Hay que esperar R la ola, Ya está aquí, El bote se levanta
de improviso, con angustiosa suspensibn de los estbmagos,
y cabalgando sobre la espalda hirviente del monstruo,
acompaRado del alarido gallináceo de doHa Pura y de las
cuatro nilias, rebasa los prismas verdinegros del promon-torio
y surca pausadamente las aguas oleaginosas, enne-grecidas
por el polvo de carbbn y por la sombra de la
eminente muralla.
Pepe Santana, en pie, intensamente palido, sujetando
con una mano los lentes y con la otra la cartera de viaje,
examina con ansiedad los semblantes, casi todos conoci-dos
y familiares, de los curiosos que se aglomeran detras
445
del parapeto, junto a 1~ farola. En 10 alto df3 IR f%CrìliIlata
un brazo cubierto de dril agita convulsivamente una cn-chorrn
negra.
Atraca el bote. Atraído por unos ojos negros y dimi-nutos
que le miran afanosamente desde arriba, Pepe sube
con nerviosa presteza In escalinata húmeda y verdosa. Y
en el tumulto de la llegada, entre el vaivén mareante de
la gente, rodar de carros, chasquidos de látigos, romper
tonante de olas, luz deslumbradora de s01, padre e hijo se
abrazan rudamente, con apretón vigoroso que suspende la
respiracick en sus pulmones.
En aquel momento brevísimo y delicioso se aislaron
por completo y cuando volvieron R divisar el mar, el cielo,
las casas y las gentes, fue como si despertaran de un sue-ño,
xturdidos.
111
lOh, cora patria!
Despu& que el sefior Santana le soltd, Pepe fue abra-zado
por varias personas, algunas de las cuales no pudo
conocer en aquel instante. Era un grupo compacto y bu-llicioso
de amigos, de parientes, de gente novelera que le
miraba de hito en hito. Allí estaban Pancho Vega, sefior
J.nras ~1 alguacil cl~ Palarin, S>mtiagn el mestizo, Rnfael
el de los gallos, Roquito el sastre, y el amigo predilecto
del recien llegado, Joaquin Pérez el zaino, a quien todos
Ios compañeros del colegio de San Tsicloro conocían por
Cambzrey, a causa del color blanco-lechoso de su C::WIL
truhanesca, sembrada de pecas.
Todo se volvía estrujones, palmetazos en la espalda,
apretones de mano. Antes de llegar a San Telmo el grupo
tropezó con maestro Chano, compadre del seiror Santana,
que acudía a media carrera, con su ancha cara cIe picador
retirado, radiante de júbilo. Quería a Pepe como a un hijo
y le abrazb llorando. Siguió luego detrAs de CI, pegado a
sus talones, mir&ndole de arriba a abajo y mientras se so-naba
en un pnfiuelo rojo, tan grande como un tapete, tnur-muraba
con aquel tonillo Xnguido y quejumbroso que tanto
impresionaba al recien llegado, despu& de cinco años de
ausencia.
--iQué ??@n~i~~o viene, jinojo! iQué pitre! iVaya a la
porra el nifio!
Y otras exclamaciones por el estilo, que revelaban SU
íntimo gozo.
En la calle cle Isabel la Católica fue necesario dete-nerse
varias veces, para corresponder a prolongados sa-ludos.
Aquí el dueño de la tabaquería La flor de Cuba,
indiano siempre en mangas de camisa, con su cara ecl+
siástica, arrugada y verdinegra como la piel de un haba-no;
allí el maestro barbero, propietario de La .EZegc&e,
moreno y bjgorudo como un ballestero del tiempo de la
conquista, usurero felino e implacable; mãs lejos Piferrer
el pa@ero, catalc?n rubicundo, reclnndo comn un planeta.
Un sacerdote gigantesco, una torre con habitos, atra-ves6
el empedrado para estrechar la mano del señor San-rana.
-Don Pepe, cómo va? <Conque ya llego el indiano?
Ik nrrnncndn, Everdad? {Será. este pollo?
--El mismo es. (Pero que usted no le conocia?
-Con otra vista ser&n dos. Para servir a ustedes.
Pues nada... con felicidad sea. Ya tiene usted un hombre.
Y el hombre se detenía a cada paso, contemplando
con íntima delectación las cosas todas de su país, mil de-talles
dormidos en un rinc6n cle su memoria, que le salían
de improviso al encuentro, como antiguos amigos que pi-den
In bienvenida. Todo le sorprendía y cncantnbn.
-1Conque ya quitaron el pilar viejo! iTodavía está sin
fabricar la casa quemadal ¿Ser& posible que aún no se
haya muerto C?%ji do?
Y, en efecto, un viejo, un pnZnnr/w+ti desarrapado y
clescnlzo pnsd, cxciamanclo con voz de bajo profundo y
alcohblico:
-Dios me lo conserve, don Pepito.
Acerc$banse poco a poco al barrio natal, a las Lan-toneras,
en medio de la curiosa espectacidn de los eSCa-sos
transeuntes y de las señoras y nifias que aquí Y allí
se asomaban a tas ventanas y balcones. Pepe caminaba
erguido, enderezando el espinazo, buscando elegancias en
su busto juvenil, seguro cle producir efecto con su terno
de viaje azul oscuro y su hongo de última moda. A Su
lado trotaba el sefior Santana, radiante, con su TOPa de
447
dril almidonada, sin corbata (nunca la USO), inclinada hacia
atras la cachorro de fieltro negro, de anchas alas, mascan-do
con SUS clientes negruzcos la cachiwba de madera, que
nunca se le caía de la boca.
Desde la esquina de las ‘Cantoneras, aqUd Sitio tan
presente en 10s recuerdos de Pepe, en que la acequia se
desgaja desde pequena altura, formando una cascada trans-parente
y rumorosa, a la sombra de una higuera, viose CO-rret-,
viniendo desde arriba, a dos chiquillas bien peinadas,
vestidas de vistosa zaraza.
-iPepilla, Soledad!
Y el viajero corrio, tendiendo los brazos, hasta chocar
con las dos hermanitas, que se arrojaron lOCamente a su
cuello, alzando hacia él sus caras diminutas, pálidas de
emoción.
Pasados los primeros instantes:
-Ay, que trae espejuelos- dijo una.
-Y pegadito el acento de @eva- afíndi fa orra.
. ..Faltaba la madre que dormía un poco mas abajo,
detras del follaje sombrío de las plattineras, en un nicho
del blanco cementerio acariciado por la tibia lumbre del
sol, junto a la orilla del mar, cuyo sordo rumor se desva-necía
entre los mil ruidos de nyuella esplbclida maîirlna.
Pero las madres siempre están presentes en momentos
como aquel.
Al día siguiente, al despertar Pepe Santana en su an-tiguo
catre de hierro, le saludo afectuosamente la voz gra-ve
de un amigo dc SU nifiez. Era la acequia, que corría (z
dos pasos, debajo de su ventana. Más lejos sonaban, con
rítmico golpeo, los martillos de la herrería del maestro
Gutibrez. Paso una mujer pregonando aZw’&az. aZnzt&%
blw+to. De pronto una voz ruda, abaritonada, dijo muy
cerca con acento trkgico:
-iLa leche!
Que diferentes aquellos ruidos familiares, impregnados
de la paz deleitosa del rincón atlántico, de aquellos otros
de la ciudad peninsular en que Pepe había hecho sus estu-dios,
Pisotear incesante de gente atareada, rodal- de coches,
Pitos de tranvías, gritos de vendedores, unos graves, otros
agudos, (WsBs de mistos, el Liberal, el Diluvio, el Dia-rio
de Barcelona).
448
]Y el almuerzo de huevos fritos y chorizos de la tierra!
IY por la tarde el puchero, con piíía, íiame y calabaza!
IV
Remembranzas
Frente a la puerta de la calle, en cuyas pesadas hojas
de tea los anchos clavos, mojados por la lluvia, habían
trazadu leves regueros de herrumbre, había otra, más pe-que¡%%,
pintada de verde, abierta en el pareddn del nacien-te.
Por allí se entraba a la huerta.
iLa huerta! iCu8ntas veces, en las noches de invierno,
encorvado sobre la mesilla invltlida, con los ojos fijos en Ia
p&gina del cuaderno cle apuntes, teaida de amarillo por la
luz mal oliente del quinque, había Pepe evocado aquel
rincdn deleitoso, intrincado laberinto de plataneras, inm&
vil y como pintado en el azul intenso del cielo de su país!
Cuando eI tenía doce años, la lectura de los libros de
Mayne Reid y de Gustavo Aymard le calentb la cabeza.
Un uRase de su imaginaci6n infantil convirti6 la huerta de
las Cantoneras en selva virgen de la América del Sur.
Con la camisa fuera de los pantalones, a modo de leve
túnica ceñida a la cintura por una tira de color, cubierto
el crãneo ensortijado por una cnchow~ de su padre, ador-nada
con plumas ,recién arrancadas a las, alas palpitantes
de una gallina, el intrépido cazaclor se deslizaba por entre
los troncos húmedos y sedosos, suspendiendo el aliento,
con el dedo puesto en el gatillo de su carabina de tafia.
El viento sopla del Norte. <Habrd percibido el antílope las
emanaciones del cazador? Y ,de pronto estallaba el disparo
;F’unnl Y la cabra, atada por una pata en un rincbn del
huerto, ignorante del elevado rango que Pepe le otorgara
en la escala zoolbgica, fijaba en 61 con sorpresa sus ras-gados
ojos amarillos.
Otras veces, el audaz aventurero se armaba de pies a
cabeza, ciñendo el cuchillo de la cocina y la mano del al-mirez,
a guisa de revdlver. ]La caza del leopardo! Y en-tonces
era más Corto el camino recorrido por la imagina-ción,
porque allí, a dos pasos, acurrucado entre dos ma-
449
cetas o tendido panza al sol se hallaba, su&0 Y no atado,
un temible representante de la raza felina, eI gato.
Pues y cuando el buen Pepe era perseguido Por lOS
indios, enemigos jurados del valiente CWU Pdlkk COnte-niendo
12~ respiraciõn, borrando con una mano la huella
húmeda de sus pasos, obligado a veces a enCaramarSe en
el tronco de una higuera, el cazador competía en ingenio.
sas astucias con los salvajes que le seguían la pista, em-pesados
en despojarle de su enmarafiada cabellera. Cam-bidbanse
algunos disparos y luego seguía el feroz combate
RI arma blanca. Presa de fuertes ligaduras, era Pepe con-ducido
al Ctrbol de los suplicios, a cuyo tronco le ataban
los indígenas, quienes, después de danzar en corro con un
palmo de lengua fuera, lanzando a intervalos el grito de
guerra, le atormentaban con agudísimos pellizcos, micn-tras
el prisionero, con admirable impavidez, les insultaba
Ilambndoles tiartgns, 8nnguetn.s y gallinas.
A veces, pal- variar, el conflíctu se rcsolvI~l amlstosa-mente.
Concertada la paz entre ambas razas, sentdbanse
todos en el suelo, formando corro y pasaba de mano en
mano, gravemente, In p@pn del Consejo, 0 sea un cigarro
virginio, robado al sefior Santana, que mareaba por igual
a pieles blancas y rojas.
Apenas hubo Pepe Santana saludado un ejemplar su-dado
y amarilloso de Los k?.s mosqueteros, la decoracidn
cambió bruscamente. DejS de ser Corazán de tigre para
convertirse en Artagnan y sus amigos, los chicos de la
vecindad, el hijo del maestro Chano, los dos del herrero,
Rafael el de los gallos, fueron Arhos, Porthos, Aramis etc,
A Canabuey, que era el más pequefio de todos, le to-caba
hacer de Planchet, papel que siempre desempefio a
regañadienres, pues le tenían reducido a mantener del dies-tro
bs caballos (varas de pírgano) mientras los dem&s se
batfan con endemoniado furor.
Oíanse exclamaciones del tenor siguiente:
-isois un miserable1
-iDefendeos, senor conde, no quiero atacaros por la
espalda!
-iMaldicion, estoy herido!
- iPardiez!
--[Mil diablos1
450
En medio de aquella portentosa resurrección de tiem-pos
y costumbres heróicos y pintorescos, oíase la voz ás-pera
del señor Santana que clamaba desde el patio:
-Niños, Cqub tOnteda es esa? Al que me destroce el
platanal le rompo yo una pata.
V
Bntrata di Margherita
Como el señor Santana, el padrino Chano y todos loa
amigos de la casa recomendaban al nuevo licenciado la
vida de relación, Pepe resolvió presentarse a la sociedad
atlántica en los paseos de la Alameda.
El domingo aquel, apenas llegada la noche, él, perso-nalmehte,
dio lustre R sus zapatos y cepilló el chaqwt que
era rabicorto y estrecho de solapas, como entonces se es-tilaban.
Vedle ya vestido, peinado, oloroso, reluciente, con
capullo en el ojal y bastón entre los dedos, camino de la
casa de Santiago Thornhill (el mestizo).
Era SantiRgo un abogadillo recién graduado, hijo de
inglés y de española. Encontrdle Pepe en mangas de ca-misa,
batallando ante el espejo con los latones de la pe-chera,
obeso ya a los veintidds aííos, con barriga de hom-bre
serio y ancho semblante imberbe, colorado como el de
su padre que, segfin era sabidísimo en la ciudad, acostum-braba
jivarstz todas las noches con ron o con ginebra.
Penetraron los dos amigos en el paseo, embargados
por molestísima emocidn, que procuraban ocultarse el uno
al otro.
Desde la puerta de entrada hasta el extremo indeciso
en que blanqueaba vagamente una estatua de la Gran
Atlántica, se extendía una doble hilera de faroles de pe-trdleo,
debajo de los cuales alineábanse en la penumbra
las sillas y los bancos, ocupados por personas d.e ambos
sexos, estiradas como en visita. TratBbase de recorrer
de una punta a otra aquel sal6n vegetal, aguantando
el fuego cruzado de miradas inquisitivas y burlonas.
Manejando el basl611 con aparente desenfado, coloradas las
451
orejas, cou levísimo sudor de angustia en la nuca, debajo
clel cuello de la camisa, los dos abogados realizaron su
odisea, cambiando palabras Cuyo significad.0 ninguno de
los dos entendía. Dos o tres parejas de muchachas, que
anclaban por allí, con pisar kguido y onduloso de crio-llas,
les miraron al pasar, con intensa curiosidad.
Una de ellas murmurd:
--Es el hijo clel señor Santana, con el de Wk~& TOVn.
Flotaban en el ambiente olores complejos de tierra hd-meda,
polvos de arroz y humo de tabaco y por encima
del leve cuchicheo de las conversaciones y del chasquido
de las hojas secas, holladas por los escasos paseantes,
oíase’ el rumor grave y continuo del follaje de los altos
plátanos, mecido por la cálida brisa de aquella límpida
noche de verano,
Había curiosos en los balcones y ventanas de todas
las casas que circundaban el paseo. Por fuera de la verja,
en Ia acera y aun en el empedrado de la calle, se agol-paba
numeroso público femenino de nube R la cabeza y
mirada escrutadora, congregado allí desde las primeras
horas de la noche, para cambiar impresiones acerca de
los vestidos y sombreros y recoger temas de conversacibn
para las horas de costura de Ia prcixima semana.
Cerca ya de las nueve, y a los compases de un estre-pitoso
pasodoble, entró pausadamente en el paseo la fu-milin
de la Tuesta.
Ya no eran los míseros emigrantes de la bodega del
Guamuteme. Don Mariano, enfundado en angosta levita
tornasolada, cubierto hasta las cejas por ingente sombrero
de copa, coatempor8neo del Estatuto Real, daba convoy a
las cuatro pollas, Amparito, Concha, Carmela y Pepa, nni-formemente
vestidas de amarillo, como otros tantos pIAta-nos
de manzana. Rodekbales la consideraci6n que en AtlAn-tica
se tributa a los funcionarios del Estado que vienen de
fid@r@. Deciase que IR señora de don Mariano era sobrina
política de un duque y el jefe de la familia, producto ile-gitimo
de las condescendencias que una sefiora de Ia corte
tuvo con un elevadísimo personaje. Joaquinito, estrenando
el Primer traje nuevo de su terrenal existencia, paseaba,
vivaracho y ocurrente, al costado de las nifias de Celaje,
célebres por su miopía, gordura y simplicidad y tambien
por la buena conveniencia que a su tiempo heredarían.
Terminó el pasodoble, ‘ebn violentos estallidos metali-cos
y golpes cavernosos de bombo, y despues de un rato
de silencio, los clarinetes de la banda dibujaron un pre-ludio
lánguido, lento, prolongado en el ambiente tibio y
rumoroso suaves modulaciones, impregnadas de femenina
dulzura. Y de aquellos trazos horizontales de armonía se-rena
y romántica, brotó de improviso, subiendo hasta los
cielos, rapidisima, .culebreante como un fuego artificial,
una serie de escalas ardorosas, llenas de elegancia y de
juvenil alegría. Y seguidamente el vals de Fausto empezd
a girar en et espacio, sacudiendo SLIS alas palpitantes, es-parciendo
por el ambiente de la tranquila noche de verano
su cadencia ideal, poética, sonadora.
En el momento preciso en que un instrumento de me-tal
perfilaba con timbre argentino, delgado y tembloroso
como la voz de un tenor 1x exquisita y delicada frase P~Y-nzettereste
a me, mia bella damigella... los dos licenciados,
que llegaban a la puerta del paseo, tuvieron que apartarse
para dar paso a una joven que entraba lentamente, acom-pañada
de su familia. Era casi una chiquilla, esbelta y pá-lida,
vestida de blanco, y debajo de los rizos oscuros que
velaban su frente, brillaban con fulgor suave sus ojos ne-gros,
en la blancura anemica del rostro. Miró rápidamente
a Pepe y sonrió y al sonreir, irradio de SUS ojos una luz
de aurora, una suerte de resplandor vibrante y fugitivo,
que comunicó a todo el rostro una expresibn extraGa, apa-sionada
y melancblica a la vez.
-<Quién es, quién es, Santiago?
-Margarita, la mayor de las de Ramas.
Era Margarita. La fantasía sobre motivos del Fausto
terminó pausadamente, prolongando los últimos acordes,
desmayados, discretos, temblorosos como suspiros.
Y he aquí como el corazón de Pepe Santana, desper-tando
del suefio de la adolescencia, entro de lleno en la
vida accidentada y tempestuosa de la pasidn, bajo el alto
patrocinio del maestro. Gounod, honor grande de que el
ilustre compositor tal vez nunca llego a enterarse.
Canabuey y Panchelli
Joaquín Pérez (Canahuey) había sido piloto. Diole la
fiebre en la Habana y quedb tan débil que lOS médicos
aconsejaron a sus tías (tenía cuatro, todas solteras y ma-yores
de cincuenta) que le hicieran abandonar las rudezas
del pilotaje. Desde entonces media zaraza Y despachaba
carretillas de hilo y cinta blanca en la tienda del paííero
Piferrer.
Era implacable conquistador de criadas y contaba los
triunfos por docenas. Todas sus antiguas estratagemas de
hombre de las selvas (era uno de los pieles rojas de anta-ao)
las empleaba ahora en asediar y sorprender la hones-tidad
de las pobres muchachas que bajaban de las Vegas
o de Doramas para servir en la ciudad. Apenas si encon-traba
resistencia. Bastaba una visual de aquellos ojos ama-rillos
y truhanescos y u11a sonrisa de nquella bocn grande
y engvaciada para precipitar a una inexperta criwzan en
los abismos de la pasión.
Aunque había nacido en la clase media, sus aficiones
y hAbitos le llevaban al pueblo, con atracción irresistible.
Usaba siempre americana y cncZlowa y debajo del chaleco
una faja de color. Montaba a burro con espuelas de plata
y no paría una mujer en los Barquitos o en el Risco sin
que el amigo Canabuey amenizara la zi%imn, tocando di-vinamente
la guitarra, que había aprendido bajo la direc-ción
del señor Morales, afamado tocador atl&ntico.
Aunque era provocador y amigo de ~Zeitos, sabía es.
currir el bulto, tan pronto como el estado del ambiente
anunciaba la proximidad de una lluvia de Srom$wdas. Sin
embargo de tener menos aliento que una gallina, preten-día
con grandísima dcsrcrgiicnza sentar plaza de hombl-t:
terne y dado a los demonios.
Un día, Ver& g?%tin, se presentaba en la tienda con IR
nariz tumefacta, de color de vino tinto,
-¿Qué ha sido eso, Joaquinillo?- le preguntaban los
amigos.
454
-Pues nada, que anoche estaba yo hablando con una
muchacha en San Nicolás y llega Antonio Lemes el de las
Tenerías. Y yo le dije, digo: Esto,,. Antofíito, ique es lo
que mira? Y 4 me dijo, dice: Lo nunca visto, Entonces
me tire a ovillarle una trompada, pero trompiqud en una
piedra y me nzoZf un poco la nariz en el estadal.
Después se averiguó que la tarde anterior habia esta-do
en una dcsgt*ntindn, donde el de Zas Terrerfas, mulestu
por cierta malagnefía picante que acababa de cantar Ca-nabuey,
le había disparado un caro80 en níitacl de ]a nariz.
Fue Canabuey el eslab6n que reanudõ la Interrumpida
cadena de las viejas amistades de Pepe. Poco a poco ro-debronle
nucvnmentc los amigos de su infancia, los com-pañeros
del colegio de San Isidoro, que en un principio se
retrajeron, recelosos y desconfiados de que el ho&we de
cawcra se negara a alternar con ellos.
Entre todos distinguid Pepe Santana a Pancho Vega,
(Panchelli), un pobre diablo que tenía verdadera chifhau-ra
por la música, Debía el nomOrete itzílico a SLI voz caver-nosa
y temblona que él, de buena fe, reputaba voz de ba-jo
cantante. Continuamente se la estaba probando, como
si su laringe fwse una jaula abierta y temiese que de la
noche a la mañana se le escapnsen las notas, dejtíndole
burlado. Cuando le llamaba su madre para sentarse a la
mesa, aquel profundo -Voy, nza?&, con que conrestaba,
era una manifestación de su eterna desconfianza. Si en la
tienda (también despachaba zaraza) le regateaba alguna pa-rroquiana,
su acento fatídico al decir -Es el d¿timo pre-cjo,
estremecía. a las buenas señoras de Atlántica, como
la evocación de Roberto el Diablo.
Como Pepe Santana había sido durante sus estuclios
asiduo concurrente al quinto piso del Liceo, Vega y el so-lían
reunirse por las tardes y mientras discurrían por el
camino de las Rehoyas o por la dorada y transparente pla-ya
de Santa Catalina, charlaban, discutían y cantaban has-ta
secarse la garganta,
Una tarde, sentado los clos en los poyos de la Plazue-la,
Pepe reprodujo ante su amigo, con portentosa fidelidad,
el duo inmortal de los Hugonotes. Panchelli le escuchaba
estático, repitiendo con el movimiento silencioso de SUS
labios todas IRS frases del sublime dialogo. Cuando Pepe
formulaba un calderon, los labios del otro se alargaban,
formando una especie de o gektinosa y palpitante.
VII
Es de guerra
A las seis de la mañana, el vigía de la Plataforma hi-zo
la primera setial, buque al Norte, participandola a la
ciudad dormida por medio de lentas campanadas. Aun Vi-braba
la filtima en el ambiente puro y fresco de la aurora,
cuando Rupertito Aleman, nervioso y en mangas de cami-sa,
se constituyo en la azotea de su casa, dirigienclo hacia
la cúspide de la montana el tubo cle su formidable anteojo.
Al cabo de veinte minutos, el mastil de la Plataforma
resultó adornado con m&s bolas negras que significaban
en aquel ingenioso lenguaje -FrnncBs y, casi inmecliata-mente,
treparon por las cuerdas, ncompafiados de nuevos
toques de campana, unos gallardetes azules. La tercera
señal -iEs de gmwa!
Apenas In hubo tracluhclo con ayuda del plan de se-ñales
que siempre llevaba en el bolsillo, Rupertito se pre-cipito
escaleras abajo, pálido de entusiasmo: -Es de gue-rra-
murmuraba mientras inscribia en su diario el gran
acontecimiento. ---iY debe ser el que ha estado ocho días en
Villacruz! iY aquí nada se ha preparadol iQué autoridaclesl
Ya no hay patriotismo. Somos todos unos debnsos,
S m8s veloz que una saeta, con los ojos chispeantes
detrUs de los cristales de las gafas, se dirigió hacia el Club,
pensando con desesperaciõn en que le faltar-fa tiempo pa-ra
componer un brindis y aprenderlo (1~ memoria.
Dos horas m9s tarde, veintiun cafionazos pausados y
profundos estremecieron la atm6sfera azulada de Ia mafia-na.
Sube lenlürnrnte el humo gris, cuyas volutas se con-funden
con las nubes redondas, paradas alla arriba, como
blancos navíos a los que le faltara el empuje de la brisa.
Era una fragata francesa, escuela de guardias marinas.
La ciudad no contesta. Aún esta en proyecto la bateria de
sducb. En cambio, azoteas y balcones se llenan de bul-
tos negros, gesticulantes, que apuntan hacia la rada con
anteojos y gemelos.
SirVienteS Cargados de Vistosas macetas, facilitada por
el patriOtiSm0 de IOS Socios, afluyen a las puertas de] Club,
cuyo vestibulo y escalera frotan precipitadamente, armados
de sendos COCOSd, os hombres y una vieja, bajo la inspec-cion
facultativa del secretario de la sociedad, Eduardito
Anglllo.
En la única imprenta del pueblo las prensas crujen pa-ra
confeccionar unos tarjetones, por medio de los cuales
la junta directiva invita a una soirée, dedicada al Coman-dante,
oficialidad y guardias marinas del buque de gue-rra
frflnces D%Cnzod d’ UrviZc, surto 6x n~Jwi?a rada. Entre
parentesis (de etiqueta).
Y pasa el vice-consul frances, aprisionado en un frac
azul, con sombrero apuntado y corazdn palpitante de sus-to,
en la carretela del cacique, don Marcelino del Saucillo.
Y el teniente de alcalde, sobre quien gravitaba en aquel
día el tremendo peso de la jurisdiccidn municipal, repasa
febrilmente la gt-amalica de Ollendorf, mientras que en la
pieza vecina, un oficial de la secretaría, bachiller y des-pierto,
le prepara un brindis para el amb~gd de la noche.
--aY yo, sef’iorw y seAores, en nombre de la muy no-ble
y muy leal ciudad atlkntica, no puedo por menos de
alzar mi voz en este momento solemne para tributar el mas
afectuoso saludo y la nxk cordial bienvenida a los bizarros
marinos de la naci6n ultrapirenaica.. . »
La pluma del bachiller tiembla de entusiasmo. Es que
la banda militar, reunida con toda precipitación, ensaya
en un traspatio la Marsellesa.
VIII
Antes del ambigú
Son las nueve de la noche. Por la ancha portada de
las Cantoneras, enfundado en gabán claro con forros de
seda y perseguido hasta la esquina por Ix mirada cnm-placida
y orgullosa de un viejo en mangas de camisa, sa-le
un elegante caballero, en cuyo sombrero de copa traza
fugitiva línea la luz mortecina de los faroles de petrbleo.
L4 pesar de los guantes blancos y de la templada no-che,
las manos de Pepe Santana no entran en calor Y al
llegar frente al nuevo Club, ed cuya fachada brilla Ia fa-rola
roja que sólo se enciende en Ias grandes ocasiones,
siente en el diafragma una angustia singular, semejante a
la que precede al acto pavoroso de los eXtíme!XS.
Es la primera vez que el hijo del sefior Santana fran-quea,
de etiqueta vestido, los umbrales del Club atlhtico
y aquella acción, tan sencilla en apariencia, de subir un8
escalera alfombl-alla, tiene para él la importancia y las
proporciones de un &kL
SLI emoci6n se atenúa considerablemente arriba, cn la
antesala. En lugar de los seres de planetas superiores, fi-nos,
altaneros, endiosados, que soñC>la fantasia del buen
Pepe, esraban allí reuLIiclos, empaquetädos cn frt~ques ar-queológicos,
los tipos couocidísimos y sabidos de memoria
que vio desde su aclolescencia en todas partes. Aquel vie-jo
de pequefiez inverosimil, con su barba en 1ormi~ de al-pargata,
semejante a la de los compafieros de Pizarro, es
don Dionisio Guillkn, a quien sus concliscipulos del semi-nario
llamaban Dimisio el exiguo. Aquel otro, alto, del-gado
y p81ido como una ztparicih, con sus bigotes tefiiclos
y sus manos largas, frías y transparentes, es el galantea-dor
sempiterno e inofensivo, a quien sus convecinos ape-llidan
ci g¿zl.Jo Mor&. (Y aquel personaje, revestido de
cafnavRlesc0 uniforme, es a saber, de una casaca azul tur-quí
y pantalones blancos, que de lejos parecen calzonci-
Ilos! Pues es J’acinro Rodríguez, vice-cdnsul de Nicaragua.
Ni faltaba tampoco el hombre de los brindis rimados, e\
gran patriota don Ruperto Alemán, ni aquel comisionism
cataldn, sonrosado, gordo y guapote como una jamona bien
conservada, ni el pailero Piferrer, redondo como un pla-neta,
ni en fin el amigo Canabuey, 8 quien su americ.an;l
excluirá tle la poesía del baile, pero no de la prosa del
anzbigzi.
En las butacas y divanes los infelices padres de fami-lia,
condenados a vigilia forzosa, protestan en voz baja,
entre dos bostezos, contra la junta directiva que, por imitar
a los círculos elegantes cle füern:, señalaba para aquellos
actos lfls diez de la noche, hora en que todo el mundo se
acuesta en AtlCmtica, a excepción de 10s serenos y de
unos cuantos parrandistas.
La vocecilla flaca y temblorosa de un timbre, instalado
al pie de la escalera, anuncia la llegada de las señoras, a
cuyo encuentro se p?cipitzl IR comisión, media docena de
chicos, escogidos entre 10s m,Zs clespiertos y bien peinados,
bajo la dirección de Joaquinito de la Tuesta.
En la puerta del saldn de baile, formando parte de
un compacto grupo masculino, Pepe Santana asiste al len-to
desfile de las parejas. Pasan las niñas de Celaje, simples
y miopes, COII SUS IIUCBS gordas, blancas y relucientes co-mo
grupas de yeguas bien cuidadas. Pasan las cuatros po-llas,
antimicas y macabras, Amparilo, Concha, Carmela y
Pepa, que en el bautismo atl;Intico han recibido ya el sobre-nombre
de Zas 01zce mil zli?*geeltes. Don Mariano marcha
detrk, adusto y cejijunto como el perro de un rebaño. Pu-ra
se quedó en casa, por exigirlo así la interesante situa-cidn
en que ~JCU- oclava vez se halla. Pasan las de Rntuos,
y los ojos negros, ,fwlgurando en la blancura ankmica del
rostrn, envuelven en una red eléctrica al licenciado Santana,
De improviso estalla abajo, en la calle, el sublime cla-mor
de La Marsellesa. Un chorro de uniformes azules in-vade
la antesnla y desagua en cl sa16n. El baile se anima
extraordidariamente y por ensalmo. Los marinos acaparan
todas las faldas. Por falta de parejas, hubo que llamar al
servicio activo a la primera y a la segunda reserva y aque-lla
noche saborearon las olvidadas dulzuras de la pollea,
cn brazos de adolescentes gordos y sonrosados, las pobres
jamonas, reducidas hacia tiempo a calentar las sillas del
sa16n.
Todas las miradas, todas las sonrisas, pertenecían aque-lla
noche a los ultra-pire!zaicos. Los menospreciados po-llos
atlfinticos, aglomerados en los umbrales de las puer-tas,
protestaban contra la novelería de SUS paisanas y has-ta
hubo quien propusiera una huelga masculina, un abso-luto
retraimiento para el prbximo baile de Candelaria.
En el sofã de tela encarnada, colocado en el fondo del
sal6n, el Comandante de la fragata, pequefio, gordito, con
cabeza y patillas blancas i rizadas como el cordero de la
Pascua, dialoga con el vice-cõnsul, que se da tonos de
diplomatico. A su lado, el reniente de alcalde cabecea ri-
sueao, haciendo como que entiende la endiablada jerga. Y
mientras SUS labios articulan maquinalmente -oui, oh,
oui, ltiopasieur le comunnndn~at, en un rincbn de SU memo-ria
llamean, vacilan, se doblan y se eclipsan como la IU2
cle un candil azotndu por el VielltO, las primeras frases del
brindis.
«V yo, sdmras y sefiores, en nombre de la muy noble
y de la muy leal ciudad atlãntica, no puedo por menos
etc. etc...»
{Qué nombre ostenta en el c~tálOg0 sicológico aquella
impresi6n tan desagradable y acre que siente Pepe Santa-na,
al vf=r rcvolntear, soliviados por el ritmo burldn y i-a-
Ilejero de un vals de zarzuela a Margarita Ramas y n un
oficial rubio, narigudo con patilla a 10 WZc-&‘e d’hoted? En-vidia,
tristeza amarga, cólera furiosa de hombre despoja-do...
En vano Mateo Bito le propone entre dos toses que
le acompañe a tomar un vasito de cerveza; en vano el
mestizo murmura en su oído cuanto ve. El retraimiento
inconcebible de los ojos el&tïicos se le antoja In mayor
de las injusticias y de las tmicioncs perpetradas desde Eva
hasta la fecha.
AI cabo, envolviéndose en un jirdn de su destrozada
dignidad, abandon6 la puerta del salón y precedido de sus
dos compañeros, a los que se uniõ Canabuey en la ante-sala,
bajó al café, donde se despachaba cerveza y cigarri-llos
por cuenta de la sociedad. Por ello, la afluencia de
consumidores era tan extraordinaria, que los criados no
daban avío a destapar bitellas.
Reinaba en aquel estrecho recinto una algazara espan-tosa,
de cuyo seno surgían, como salivazos de espuma, las
interjecciones que todo esptifiol, sin educación o con ella,
intercala en el cañamazo de sus frases. Habia un corro
nutrido y vocinglero alrededor de AbderramBn (don Justo
Medina), un sesentbn con cara pacífica de oveja, que tuvo
la desgracia de hacer un viaje n Mogador a UDR compra
de trigos y la mayor de publicar sus impresiones del via-je
en aLa Voz del Nublo», bajo el rdrulo #La vecina cos-ta
de Africa, impresiones y recuerdos). Desde entonces el
infeliz viajero, marcado como par un hierro candente ~01~
el mote moruno, era persegujclo sin descanso por la ju-
460
ventud atlhntica, que le pedía a todas horas el relato de
sus aventuras.
-Don Justo, kckese el paso aquel con la hija del ven-dedor
de dátiles.
-Oiga, Justito, el de la judía que le robõ los espejwe-los
de oro, Y el buen califa) amoscado, pero beatífico
siempre, replicaba:
-Silencio, muchachitos. IOh! (Qu15 enrulos son estos?
IVaya con los vnonif&sI
IX
En el ambigd
Es la una de la madrugada y Eduardito Angula, el
secretario de la corporacidn, después de dar la última ma-no
a las flores y a las 18mparas del ambigú, abre con cier-ta
solemnidad las puertas del santuario.
La irrupcibn de los devotos fue tan vertiginosa y re-pentina
que al cabo de cinco minutos ya no había un asien-to
libre. Varias sefioras se quedaron en pie, lividas de CO-raje.
Dos oz’dores se retiraron, protestando.
Eduardito se tiraba de los pelos, Aquello era una gro-sería.
Siempre pasaba lo mismo. ~Qué dirían los del casi-no,
los miembros de la sociedad rival, implacable enemiga
del recien fundado Club? A él, que había estado en París,
le chocaban m&s que a nadie aquellas cosas. La circuns-tancia
de haber estado en París, donde se detuvo quince
días, evacuando asuntos mercantiles, había prestado a
Ecluardito fama de crítico musical, de inteligente en cun-dros
y de hombre de sociedad. Por ello fue elegido para
aquel eminente cargo que desempeñaba.
J?lotaba en el salón estrecho y largo una atmósfera
cklida, irrespirable, en la que el perfume discreto de las
rosas se casaba a regañadientes con el insolente tufo del
pavo y del jambn.
Oído desde fuera, el clamoreo confuso de las voces,
entrecortado por risas agudas de mujer y secos chasquidos
de vajilla, producía efecto an8logo a la aIgazara incohe-rente
de un patio de manicomio. Pepe, medio aturdido por
461
la cerveza dei Cafe, se desliió, a lo largo de las mesas,
en compañía de otros desheredados como el. NO veía otra
coSa que nucas inclinadaS sobre el plato, conmovidas por
el eSpaSmo innoble de la gula. De pronto reconocid unos
ricitos negros, y unas espaldas blancas delicadas, separa-das
por un ligero surco, que se perdía en 1~s oscuridacles
del corpifio. Inmediatamente después se hallaba un bulto
azul, que de improviso se movió, descubriendo el contorno
triangular de una nariz enorme, debajo de la cual unos labios
delgadísimos, en forma de embudo, pronunciaban con énfa-sis
sonriente algunas frases de una lengua nasal. Entendió
Pepe que Margarita pedía un vaso de agua y que su acom-
@íante no acertaba si intcrpretnr su deseo: -Esta es la
mía- pensó y corriendo a una mesita próxima, tomd un
vaso lleno del líquido inofensivo que nadie pensd en dis-putarle
y al ofrecerlo ala muchacha recibib una sonrisa y
un gracias, ca6aZZey0, que le dilataron el corazón.
--iMe harb usted el favor de bailar conmigo cuando
termine el ambigú?
-Con mucho gusto.
El francds les mirb con recelo y luego, filosóficamen-te,
se cledicb al jam6n.
Suenan aquí y nlli ligeros esrallidos, unos cuantos ta-pones
cruzan el espacio, el champagne hierve en las co-pas,
y el teniente de alcalde se levanta, m& blanco que
la pechera de su camisa, en un extremo de la sala.
-Silencio, chiiiisss.. .
Una voz murmur6 a espaldas cle Pepe:
-Esto va a estar bueno.
Otra afiadid:
-Agárrate, Panchito.
Panchito era el teniente de alcalde. En AtMntica, como
todo el mundo se conoce, casi no existe el respeto a la
autoridad.
-Y yo, señoras y señores, en nombre de la muy no-ble
y muy leal ciudad atlántica no puedo por menos..,
El bachiller, artífice ignorado de aquella joya literaria
que otro exhibía como suya, repetía afanosamente con el
movimiento silencioso de su labios cada letra de] discurso.
El orador hizo la gracia de naufragar como quien dice,
dentro del puerto, es decir, en la peroracion donde abun-
462
daban palabras muy raras, tales como Austerlitz, Friedland,
Eylau y otros terminachos por el estilo, en los que cualm
quiera trOpieza; pero el hombre, despues de un instante
de angustia horrible en el que pensd morir, salvó la situa-cidn
con tres Vivas estentóreos, pronunciados con barbara
energía.
-iVivan los franceses!
-IViva la gran AtlBntica!
---[Viva SU hijo predilecto, don Marcelino del Saucillo!
Con esta última aclamacibn, viniera 0 no a cuento,
terminaban entonces todos los brindis y discursos.
Contestá a seguida el comandante frances, con in-flexiones
nasales, interrogativas y dulzonas. Tenis un mo-do
particular de accionar, que consistia en estrujarse con
la mano el lado izquierdo del pecho y luego estirar el bra-zo,
sacudiendo los dedos, como si sembrase entre los con’
currcntes pedrizos de su corazón.
-¿Qué ha dicho, qut! ha dicho, Eduardito? A ver, usted
que ha estado en París.
-Pues nada.. . Lo que era natural . . Que muchas gra-cias
y que ya tienen un criado más que les sirva.
--&dmo es eso?
-Quiero decir... esto... que le reconozcan ustedes por
un servidor etc.
Y como en aquel momento se acercase Un guardia
marina rezagado, mirando a todas partes con profundo
desconsuelo, como un beduino perdido en la soledad are-nosa
del Sahara, corrió hacia 61 y le dijo, con grandísima
desvergtlenza:
-I’ut le tuabls pien, tut selit?.
~31 amDi@ dur6 más de una hora. Cuando los invita-dos
dejaron el saldn, In mesa apareció, bajo la cMdad
anaranjada de las lámparas, arrasada y triste, como un
campo visitado por la langosta.
Canabuey, aposrado en la despensa con otros habili-dosos
como él, interceptó los mejores bocados.
463
X
Deapuéa del ambigú
Después del ambigz2, satisfechos los estómagos, alum-brados
los cerebros por la llama juguetona del alcohol, el
baile se animd extraordinariamente. El pianista, prolifico
padre de familia, tocaba con frenesí, medio loco por la
virtud de unas cuantas copas de champagne que le dieron
en la despensa.
Pepe baila una polka con la mayor de las niñas de
Ramos. Eu aquellos instantes creta ocupar el centro mismo
del universo y que aquel es$&hdt’do festival (palabras de
la Vos del Nublo al siguiente día), los perfumes, la musita,
el comandante, el teniente de alcalde, el cónsul de Nica-ragua,
eran puro acompafiamiento, comparsa humilde, des-tinada
únicamente a bordar el fondo del cuadro, cuyas
principales figuras eran el, Pepe Santana y la adorada
muchacha que saltaba a compas entre sus brazos. ~01~ ju-ventudl
Seguro estaba de recordar, hasta en el lecho de
la muerte, aquella faz pálida, ligeramente crispada, en la
que se abría la doble sima de los ojos negros, sombrea-dos
por finísima ceja, y aquellos labios casi impercepti-bles,
levemente rojos, de los que brotaba, entrecortado por
el movimiento de la pollea, el aliento puro y cálido de
aquel pecho delicado de adolescente. Por su caldeado ce-rebro
cruzaban ideas extravagantes.
-iSociedad ridícula e hipkrita-pensaba-, estupidos
y crueles convencionalismos! iAh! ITener un caballo dis-puesto
abajo, en la sombra espesa de la calleja próxima
y huir con ella, llevándola en el arzún de la silla, devorar
el espacio, a la luz indecisa de las estrellas!
Y recordaba a Espronceda.
-Y en un caballo con la crin rendida, La cola suelta,
vagarosa al viento.. .
Puestos los pies en la melosa pendiente de la poesía,
Pepe Santana, con acento suavísimo y aflautado, cuyo re-cuerdo
más tarde le produjo nAuseas, recitd al oído de su
464
pareja unos versos dt! un poeta desconocido, que había
leído dias atras en un periódico.
. ..Los invisibles dtomos del aire. En derredor palpitan
y se inflaman...
Y cuando termind susurrando, con el acento ronco y
tembloroso de las grandes emociones -Es el amor que
pasn, Margarita le replicó con malicia que el juzgo en-cantadora
:
-¿Que pasa?
-No, Margarita, que se queda aqui, eternamente y
todo para usted.
Y es llevaba la mano al corazon, ni más ni menos que
si fuese comandwte de una fragata, escuela de guardias
marinos.
Oyole Santiago Thornhill, que paseaba solo y serio
por el centro de la sala, con una enorme gata que amo-rataba
su semblante carnoso e imberbe y murmuro para sí:
---iEstúpido! 1Yn cayó1 ILa hija de un mísero empleado!
Cuando IR reunión se disolvib, Pepe y Mateo Brito sa-lieron
juntos. Del recinto del café brotaban gritos, palma-das,
risas convulsivas. Era que el marino de la nariz trian-gular
bailaba un paso de cancán con el vice-cónsul de Ni-cnri\
gun. Aquella impresik, que fue de sardónico despre-cio
para su rival zdtra-phnaico, fue la última que dejo
en Pepe Santana el baile memorable.
Cuando salieron a la calle, corría fresca y juguetona
la brisa. La mafiana limpia, tibia y azulada anunciaba un
día sereno y luminoso del invierno atlhtico. Por el es.
patio azul, inmaculado, transparente, cruzaban a interva-los
bandadas de phjaros murmuranres. El mar besaba las
costas, con caricia lenta e inconsciente de monstruo dor-mido.
Penetraba en los pulmones, con el aire virgen del
crepúsculo, la alegría inmensa de vivir.
-Dichoso usted, querido- le dijo el pobre tísico, es-trechándole
la mano con sus dedos frágiles y sudorosos.
465
XI
Dionisio el exiguo
Don Dionisio Guillén de la Herradura, el compañero
de Pizarro, vivía de las rentas de SUS cortijos y no hacía
nada, ni servía para nada.
Sin embargo, nadie reunía en la ciudad tantos títulos
como el. Era alcalde de barrio, capitan de milicias, caba-llero
de la Real Orden de Isabel la Católica, vice&nsul
de Honduras, socio de la benemkita ¿le Amigos del País,
vocal de IR junta del Club, hermano mayor de Una co.
fradía etc. etc.
Era parte obligada de todas la comisiones que en
Atkíntica se formaban para organizar un baile de mbscaras,
traer una compaiiía de zarzuela o reunir los bzktulos de
un bazar. Disfrutaba además de varias preeminencias mi-crascbpicas,
tales como ir delante de los tronos en las
procesiones de Semana Santa, sentarse como interventor
en las mesas electorales o figurar en la cabecera de los
entierros,
Y sin embargo, ni hacía nada, ni servía para nada.
Hablaba con medias palabras, con intermitencias de fuen-te
que tiene una piedra atascada, encubriendo con cierta
risa nerviosa la horrenda vaciedad de su cerebro.
Pues bien, este señor Guill& de la Herradura, hermo-sísimo
ejemplar de la fauna atlántica tenía tres hijas y
todas tres cantaban. La mas pequeña era tiple, la segunda
mezzo-soprano y la mayor contralto.
Con tan filarm6nico motivo, congregábanse en aquella
casa dos o tres veces a la semana varias familias, a la
sombra de un piano reumático. Allí se rendia culto al es-píritu,
con desden absoluto de la materia. No se repartía
ni un solo vaso de vino. En cambio la piZa adornacla de
fresco CuhtriZlo, abría de par en par sus puertas a los
invitados.
En Ia misma casa fue presentado Pepe Santana, a los
dos días de celebrarse el baile de la fragata. Era que n las
reuniones sulla asistir Margarita, la mayor de las de Ha-
466
mas, que tenía la especialidad de acompafiar al piano a
las aficionadas.
Cerca del arcaico instrumento y con un dedo puesto
en la boca (gesto reflexivo) sent&base siempre Eduardito
Angulo, rodeado de la prestigiosa aureola del viaje a Pa-rís.
A ratos exclamaba, con acento plafiidero:
-Por Dios, niRas, denme un poquito de Beethoven.
E interiormente prefería la música del Robinsón.
La noche aquella, el concierto se prolongb hasta msls
de las once. HI piano era objeto de un verdadero asedio.
Cada cual quería hacer de las suyas, antes de irse a la
cama. La mayor de las nifías de la casa cantó el Non e
oer, la segunda la StCkln confidente y Ia Lercera el V¿wvei
morir. Estiraban la notas hasta descoyuntarlas, prodigaban
el almíbar en los pasajes tiernos y romBnticos, y hacían
g;írgaras roncas y temblorosas con ciertos calderones pn-téticos
Todos silbaban extraordinariamente las ESES, por
entender que así se acercaban a la verdadera pronuncia-ción
italiana.
I-Tabla un tenor, empleado en el Hospital, que ponía
el grito en el cielo, hinchanda las venas del pescuezo, su-biendo
Eas cejas hasta la raíz del pelo, con esfuerzos se-mejantes
R los del que intenta calzarse un zapato dema-siado
estrecho. Lo único que sabía era la romanza de Mar-ta,
que aprendid de memoria (nunca pudo descifrar el pen-tagrama),
Cuando clamaba aquello de Marta, Marta, tbe
cpa&tb, se le OIR desde la botica, En cambio Pancho Ve-ga
(Panctcebti), disponía de un repertorio variadisimo. La
noche de referencia ejecutó una pieza de muchísimo ca-rificter.
La escena del copnfitoco del acto tercero de los
Hugonotes.
Canabuey, que era sobrino del duei?o de la casa y SO-lía
aparecer por allí a tiltima hora, sin s4udnr z+ nadie,
daba con el almirez de la cocina las campanadas solemnes
del cubre-fuego.
-Bientrate, abitnnti di Pan@.
---iPanl
-Che qwssPt? Poaa del coprifuoco!
-iPanI
Pepito, A quien las niñas de la casa, deseosas de pro-tegerle
en su amorosa empresa, tenían ocupado en dar
467
vuelta al papel resobado de las romanzas Y cavatinas,
murmuraba tímidamente al oído de la pianista:
-Vamos a WI-, Margarita, que es lo que usted me
contesta.
La muchacha, azorada y sonriente, hería con insisten-cia
una de las teclas del piano.
Él se enderezaba, serio y pálido. desconcertado por
aquel silencio, que se le antojaba precursor de un tremen-do
carpe&ao, pero luego, inclinándose, Vo~Via R h carga,
pertinaz.
---iPero no conoce usted las notas?-le dijo al fin Mar
garita, roja como una tulla, mirandole con ojos llenos de
turbaci6n.- ll-b, re. mi, fa, sol, la, si, si, si.
IOh paraíso! V3rno se dilata el corazón, y circula la
sangre con desusado ímpetu y se afirma la planta en el
suelo con varonil firmeza, en aquel instrrnlc divinu, único
en la existencial Pensar, con masculino orgullo: leste pes
dacito de mujer, vestida de blanco, precioso, virginal, ado-rable,
es mío, mto para siempre! /AtKh’io! \Y tambien yo
puedo ser el protagonista de un poema de amor, fuente
de ilusiones, generador de ensuefios, pedestal de espernn-zas,
figura predilecta del cuadro luminoso que la imagina-cibn
dibuja en el cerebro delicado de una adolescente!
Pepe salid medio loco de la soi&? musical Iba dan-zando
por las calles y al paso que su corazón se desboca-ba,
espoleado por el júbilo y el entusiasmo, su entendi-miento
admiraba el rasgo de ingenio de que se valid .su
wvia para contestar a la declaracidn. iQue donaire1 ~Qué
sutileza! ~Qué esprit! iY que vengan ahora, repetía muy
serio, a ponderarnos la sal de las andaluzas!
Loa clientes de Pepito
JLN capellanía de Ortiz! Era un Himalaya de papel
sellado, doce piezas de autos, desencuadernadas, amarillas,
manchadas por el sudor y la sangre de varias generacio-nes
de curiales. Habla un k-bol genealogico que parecfa un
baobab. Aquel fue el primer negocio que llevaron a Pepe
468
Santana, POCOS ClízlS despues de su incorporaci6n al cole-gio
de Abogados.
Toco16 defender (en turno, por supuesto) 8 dona L~-
cía González, representante actual y única, según ella afir-maba,
de una de las lineas más prdximas a la fundación,
Aquella Vieja gorda, Sin cejas, que cubría SU crkneo
desplumado Con una mantilla verdinegra, daba malfsimos
ratos al inexperto jurisconsulto. Después de almuerzo, pn
día sí y Otro no,, se constituia en el despacho (a mano
izquierda, una puerta de cristales) y sin tomar aliento le
refería la historja entera del proceso, con Su boca deSten-tad.
a, que a cada paso amenazaba tragarse los labios in-coloros.
Sus ojos (dos cuentas de vidrio verdoso, parados, sin
expresión) se fijaban invariablemente en un mapa mundi
colgado frente a la ventana, como si pretendiese tomar
por testigo de la justicia de su causa a todo el globo
teri-Queo.
Solían visitar aquel bufete otros litigantes, uer6igrutla,
un indígena descomunal, gigante avecindaclo en el Barran-co
de la Virgen, que dejaba la habitación impregnada de
campestres emanaciones y el piso lleno de cabos de ~vir-gzkzZ0
y escupitajos. ,4quel sujeto, sordo, majadero y pe-sado
como una Mpida, figurb siendo nifio, representado por
su tutor, en un pleito que aún duraba. A pesar de que ya
contaba m8s de sesenta afios, le llamaban aún todos los
curiales el wZen0l’.
¿‘cT aquel sutilisimo leguleyo, de corto busto y piernas
interminables, con su media joroba a la espalda y su bi-gote
y patillas de general moscovita? Orkulo de las Vegas
del Centro, era el perpetuo hombre bueno de los juzgados
municipales y el satánico consejero de los litigantes de
mala fe. El párroco de San Tadeo, hombre jovial, y cam-pechano,
que fue unas de sus víctimas, le bautizd con el
indeleble apodo cle Catdn en Utiaca.
CEra aquello pOr ventura el ejercicio de la noble pro-fesión,
resumen de tantos sacrificios y fundamento de tan-tas
ilusiones?
El seflor Santana, sin embargo, se mostraba satisfecho.
Era natural, fil, simple arrendatario, que en los tiempos
paradisiacas de la cochinilla reuniera algunos doblones,
veis realizado su ideal de tener un hijo con cm-era. Asi
es que tan pronto entraban en el santuario con puerta de
cristales dona Lucía, el wenor, Catdn en Utiacn u otro
siervo de la curia del mismo jaez, impOnía Cruento silen-cio
a las pobres chiquillas que jugaban a g@$‘o en la
huerta y hasta hubiera amordazado R las gallinas que,
cuando ponian un huevo, convertian el patio en un con-greso
espafiol.
Mucho molestaban a Pepe las visitas de Sus clientes,
pero más aun le molestaba la soledad. Se pasaba la mayor
parte de las horas de IR mafiana y de la tarde sentado en
la mecedora, fumando cigarrillos o leyendo periódicos y
novelas. De vez en cuanclo le visitaba Santiago Thornhill,
mancebo pertinaz y habilicloso que tenía de antemano
trazado su camino y de él no se apartaba un ápice.
Aspiraba a figurar en política, buscando en la protección
de los elementos dominantes una base para levantar el
edificio de su bufete. Redactaba los artículos de fondo cle
EL Remzcimiento, y era parte cantante de la tertulia del
cacique, don Marcelino del Saucillo.
Estorbabale terriblemente en aquel agradable sendero,
sombrado por arboles de sabroso fruto, su padre, el anti.
guo maquinista inglés, cuyas enormes gatas eran prover-biales
en toda la ciudad. Ya se sabía. Tan pronto como
mister Tont agarraba una tranca, le daba por insultar,
desde las esqulnas en que se apostaba, a las personas mas
respetables de la sociedacl atktica, dando la preferencia
al elemento oficid. Ni el mismo don Mariano de la Tuesta
se liberto de sus furores. La ingente chistera del funcio-nario
y el andar vertiginoso de su nerviosa personilln,
fueron sin duda causa de que la oscura inteligencia del
borracho estableciera cierta analogía entre un steanzer
y el aristocrático señor de la Tuesta y por ello, cuando le
tropezaba por las calles, se juntaba con el, con tenacidad
implacable y le seguía pegado a sus talones, remedando con
su torpe lengua cl resoplido de la m8quina y los pitazos
de la bocina.
Por las noches, solia recibir cariñosa hospitalidad en
el cbvarto de Za cachuchas.
470
XIII
Salve, dimora..,
Todas las noches, después del toque de oraciones, con
luna 0 sin @lla y a veoes con viento y lluvia, Pepe San-tana
se constituía en la vieja y solitaria calle de las Ta-pias,
debajo de un balcdn, corpulento como una casa, pin-tado
de verde, en el que R los pocos instantes aparecía Ja
figura esbelta y delicada de Margarita.
JCLI~I era el asunto de aquellos di&logos siu fin? Nin-guno
de los dos podría decklo en la hora presente. Era
aquel un SUSUITO insustancial, incoherente, sin plan ni
nzoGvo artístico, como la charla confusa de los pájaros al
despertar en las altas ramas, con las pupilas deslumbradas
por las flechas de oro del sol naciente.
En la sombra de la calle brillaba a intervalos, como
una estrellita roja, el cigarrillo del galán. A retirarse este,
solía recibir en mitad del crãneo la flor que la muchacha
había llevado en el pecho durante la tarde.
En IFIS noches de luna, vihrantes, ideales, la luz pla-teada
y suavísima acariciaba primeramente lo alto de la
casa, en cuyo frontis panzudo y cuarteado se alargaban,
como dedos amenazadores, las sombras de los calios. Des-pués
descendía poco a poco, sacando de la oscuridad las
griems, las manchas y los chichones de la vieja pared y
cuando la marea luminosa llegaba al hueco del baIc6n (ioh
magia del astro vagabundo de la nochel), aquella mucha-cha
de la clase media, ni fea ni bonita, ni tonta ni clis-creta,
una de tantas, convertfase a. los ojos del ena-morado
Santana en habitante de las regiones siderales,
realización acabada de los ensuefios de un poeta, ser de
naturaleza superior y semi-divina, formado de eter y de luz.
A veces, y con tremendo susto de Julieta, aquella se-renidad
ideal era turbada, no por el canto de la alondra,
sino por el vuelo estridente de una asquerosa cucaracha,
de las muchas que pululaban en el añoso caserdn.
A las diez, la luna en el centro del cielo diafano, alum-braba
todx los rincones de la calleja solitaria. En el am-
471
biente sereno y dormido surgían a intervalos ráfagas tibias
y desmayadas que traian consigo el perfume de las alba-hacas,
jazmines y bergamotas. Ladraban 10s perros a lo
lejos y del fondo del horizonte invisible brotaba sin cesar
el rumor grave y monotono del oceano, la eterna melodia
que cantan las olas en la playa de arena, durante las no-ches
azules y poeticas del país atl¿‘uQico.
A veces y siempre con permiso del sefior Santana,
disfrutaban los vecinos de la calle de las Tapias de ines-peradas
y artísticas serenatas. Suspiraba la guitarra bajo
los habilidosos dedos de Canabuey, acompañando danzas,
zkns y malaguefias. Ni faltaba en casos tales la serenata
de Schubert que, estirada por Panchelli, duraba cosa de
media hora,
Despues los concertistas se trasladaban a la szch’da de
las Animas, donde vivía la hija de un oidor, que traía ma-reado
a Pancho Vega. Allí el bajo cantante desembalaba
todo el muestrario romántico y amatorio. El oidor, indig-nado,
tenía que tragarse, metido entre sabanas, todo el re-pertorio
de las danzas tropicales, de las que sabia Pan-chelli
hasta dos docenas.
Cuando ya la parranda se retiraba, cuesta abajo, solla
escaparse cuesta arriba el truhan de Canabuey y cantar,
debajo de la misma ventana de la alcoba del papá, la ma-lagueña
que pone termino a las serenatas amorosas del
país;
Si quiere saber senora,
quien la música ha traîdo,
Panchito tiene por nombre
Veguita por apellido.
XIV
Las nlfiae de Manzano
El padre de Margarita, don Cristóbal Ramos, era abo-gado
como Pepe, mas, hubo de renunciar al ejercicio de
la profesiõn por exceso de timidez y por falta de clientes.
Dieronle un destino de diez mil reales y se caso con Jua-nita,
despues de once aííos de relaciones.
472
Cuando joven era rubio, blanco, delicado de salud,
pequeñín y esbelto, verdadera figura de pajecillo de los
tiempos medios, a la que sblo faltaba la escarcela y el bi-rrete
emplumado; Llamáronle por antonomasia, en los
tiempos de SU mocedad el! muchacho, sobrenombre que afin
le daban algunas personas de su época y que ya no le
cuadraba.
Pasaba en efecto de 10s sesenta y la vida seclentaria le
tenía hinchado, descolorido, anemico. Hacía muchos afios
que los lentes de su juventud habían sido sustituidos por
unos espejuelos de acero, detrãs de los cuales lucían dé-bilmente
SLIS ojos azules, palidos y como clesteñidos por
el uso. Sus brazos flacos y c.ortos pendían a lo largo de
su pecho hundido y de su abdomen prominente, remata-dos
por dos manos amarillas, débiles ccmo las de un in-fante.
Remaha en la oficina de diez a cuatro y su constante
y acerba preocupación era que lc flcgase el sueldo hasta
el último día del mes. Saludaba con interesado afecto a
Pepe Santana cuando le encontraba por la calle, y en la
mesa cambiaba inocentes bromas con su mujer o con la
segundo-genita, Pinito, acerca del novio de la mayor, bro-mas
que Bsta acogía con sonriente vergtienza.
Las cuatros chicas, Margarita, Pino, Carmen y Jerdni-tna
adoraban al pobre viejo. Cuando llegaba de la oficina
se lo comían a besos. Emplearon más de un aÍío en con-feccionar
una colcha de crochet, para regaksela el día
de su santo, Madre e hijas trabajaban @VW LZ~U~Y~, empe-fiadas
día y noche en la ímproba tarea de engrosar con
nna gota de agua el mísero arroyuelo de los ingresos. Do-ña
Juana, con su rostro exanglie, alumbrado por el divino
rayo de sus hermosos ojos negros, padecía del corazõn.
Dos veces n la semana, por la noche, visitaba toda la
familia a las &Zas de Manzano, amigas y compalleras de
infancia de la mama de doHa Juana.
No por burlona antífrasis, sino por costumbre inve-terada
en Atlantica, cuando de respetables solteronas se
trata, eran conocidas por Zas niñas de Mansano Anita y
Frascorrita, de las cuales la menor pasaba de 10s setenta.
Hacía muchísimos años que vivían juntas en una casa vie-jisima
del callejón de Bentejuí.
473
Desde que traspasaba el umbral, figurAbase el visitan-te
transportado al tiempo viejo, a la soledad, tristeza y
aislamiento de las Atlánticas en 10s primeros ~fíOS del siglo.
Todos los objetos contribuían a producir en el espíri-titu
aquella impresidn de retroceso. El zaguán o casapuer-ta,
con su piso de calZados redondos y desiguales, en el
que se reunían los wa tlzperros de la vecindad para gustar
las ruidosas emociones del juego del boliche y CUYOS Ai-cones
solían ser deshonrados por los transeuntes, a favor
de la tiniebla nocturna, con org8nicos desahogos por obra
de los cuales In pared había adquirido un tinte anaranjado,
que resistla a todos los nlbsos. El macizo postigo de tea,
con peso y campanillas, el patio empedrado donde crecían
embelesos, aromeros, jazmines y hasta un grupo de plata-neras,
alrededor del pozo de agua salobre; la escalera de-rrengada
y oscilante, el corredor con sus barrotes despin-tados;
la pila con su destilaclera adornada de fresco cu-lantrillo,
su btwze~~-~bro jo y húmedo, cubierto par un pla-to
floreado y el caracol que servia para sacar el agua; las
paredes grises, llenas de panzas, de grietas y de chichones;
las puertas de tea pesadísimas, con pubn y Mamela, los
catres de caoba grandes como navios, con sus colchas de
zaraza, adornadas con flores rojas y ramaje verde; IRS ca-jas
de Indias, negras y barnizadas por el uso; la pinto-rreada
cotorra que en las horas lentas, Midas y luminosas
del mediodh, graznaba sin interrupción la misma frase
chillona y gutural; los caños de madera medio podrida que
en los días de lluvia escupían sin cesar sobre las piedras
del patio el agua sucia de la azotea, con rítmico gorgoteo
que convidaba a dormir,
En el seno de aquella paz tediasa y nunca alterada
vivían las dos W?%ZSde Ma?wano hacía muchísimo tiempo,
sin Ia menor noticia de lo que en el mundo pasaba, repi-tiendo
cada día, cada mes y cada afro los mismos actos,
con maniática regularidad, sin otra compafiía que la de
una criada tan vieja como ellas, la tía Sabina, cuyos rui-dosos
suspiros sonaban en toda la casa, y eran como la
expresión o síntesis de la tristeza y del aburrimiento de
toda la mansibn.
CelebrAbase la tertulia en la galería, hlrecledor de una
mesita baja de costura sentabanse en sillas de paja los
474
jugadores de la WoGtana. Anita tenía por compañero g
don JoSB Collado; Frascorrita jugaba siempre en sociedad
con don Aranasio, aquel clérigo gigantesco 0 torre con
ldhitos, que ya comparecib una vez en este relato.
Las dos viejas eran gordas, morenotas, con mucho pe-lo
en la ceja y encima del labio superior. Apenas si les
quedaba en la boca alguno que otro diente (de muelas, no
hay que hablar). Anita era mujer de carácrer simple y an-gelical
y su boca diminuta y fruncida como el trasero de
un pollo, era de las que parecen estar diciendo siempre
axul. Su hermana Frascorra era más culta, fina y sabedo-ra.
Hablaba con mucho silbido de eses, se sabía de me-moria
todas las reglas de la urbtmidad, y representaba a
la casa en sus relaciones exteriores. Era la que pagaba
las visitas, los domingos, despu& de In misa de doce, y
la que defendía los intereses clom&ticos discutiendo desde
el corredor con las mujeres que venían a vender por la
puerta pescado salado, tollos, o almiclón.
Durante el juego apenas se cambiaban algunas pala-bras.
Doña Juana, sentada junto al lamparín, zurcía sin
parar, poniendo su mano izquierda, enfundada en la media
tecla llena de agujeros, muy cerca de sus cansados ojos.
Las W’*~US hacían c?w?$et, manejando la aguja con agilidad
pasmosa, contando los puntos en voz baja. Mgs lejos, en
el sofá de paja arrimado a la pared, frente a la entrada
de la escalera, se aislaban los dos novios del resto del
universo, entablando un cli8logo susurrante y sin fin, que
~610 terminaba a IAS diez, hora en que todos se retiraban.
Alguna que otra vez la serenidad de aquellos plácidos
instantes era turbada por el mal humor de Frascorrita,
que se iniciaba tan pronto como la fortuna le volvía las
espaldas e iba creciendo, creciendo en proporción de las
manos que perdía. Empalidecía por grados y si llegaba el
caso ignominioso de que sus adversarios le colgasen un
capote o una mantilla, se quedaba lívida como un cadáver
y le temblaba la mandibula inferior,
Su furor reconcentrado llegaba al paroxismo cuando
don JOSE! Collado le decía con voz lenta y gangosa:
--Buena mantilla para ir a misa, Frascorrita.
La vieja, no pudiendo decorosamente descargar su ira
sobre los adversarios, se revolvía contra el infeliz don
475
Atanasio, varon inocente y de limitadisimo cacumen, cé-lebre
por su afición a los huevos fritos, de loS cuales se
comia de una sola vez hasta dos docenas, al decir de las
gentes.
D&bale a entender con frase ir6nica y afilada que era
un pobre hombre, sin ingenio ni diplomacia, incapaz de
comprender los misterios de la napolitana. 81 y S610 el
el-a el responsable de las vergonzosas mantillas Y de 10s
capotes, tan ignominiosos como sambenitos.
El buen don Atanasio cerraba los ojos y dejaba caer
la cabeza sobre el pecho, murmurando con SU VOZ abatida
y cavernosa:
~- -Todo sen por Dios.
De vez en cuando, en el silencio de la noche, sonaba
rumor de pasus en la desierta calleja. Levantabase aprisa
Frascorrita, imponiendo silencio con un gesto y, pisando
quedamente, iba n ponerse en acecho en el balc6n de la
sala. Si el transeunte penetraba en el zagudn, aguardaba
con ira reconcentrada a que terminase su faena, exaspe-rada
por el rumor acuático que llegaba a sus oídos, pero
sin atreverse a interrumpirle, por respeto al precepto
evangelice que nos manda no hacer a los demt-ís lo que no
quisieramos que nos hiciesen a nosotros mismos. Mas,
tan pronto como el despreocupado vardn surgía de las ti-nieblas
de la casapuerta, era desagradablemente sorpren-dido
por una voz cascada que, con entonación rabiosa,
aunque reprimida por temor al escándalo, le decía:
-iBaZadrtin, poca vergtlenza, mal criado! [Vaya Lma
frescura! /AjOtQ que somos mujeres solas nos viene a
afrentar el pedazo de cochino!
Cuando sonaban, tristes y lentas, las primeras cam-panadas
del toque de animas, dejaban todos ta baraja, y
empezaba una serie interminable de padrenuestros a las
ánimas del purgatorio. Cada uno soltaba en alta voz el
nombre de un pariente o conocido difunto, cuya situacion
ultraterrena pretendía mejorar,
-Por el alma del maestro Padilla: Padre nuestro que
estás en los cielos..,
--Por la pobre Pinito, la cle las cruces de San Juan:
Padre nuestro etc.
476
Solía entrar despues del rezo don Cristobal, que venia
de charlar con otros vejestorios en los poyos de Ia Pla-zuela
y entonces, a laS emociones del juego, sucedían las
delicias de la conversacidn. Comentábanse por la cen&
sima vez los sucesos del dia, lamentabanse las mujeres
de la carestía de IOS huevos o de las papas y salía a re-lucir
la historia interna de las respectivas criadas. Pero la
conversacion venia a parar fatalmente a los sabrosos ternas
de higiene y de medicina.
En tales asuntos era parte cantante don José Collado,
viejo tan aceitunado, con tanto pdmulo en la cara y tanta
pasa en el cráneo, que hacía verosímil la creencia de que
en muchas familias atlhnticas hay un antepasado de Ea fa-milia
de Cham. Era maestro de escuela y médico amañado
de tanto prestigio, que el vulgo y aún muchas personas
ilustradas le daban más credito que a los tres o cuatro
médicos de verdad que en aquellos tiempos vegetaban en
In poblaciõn. En el arreglo de brazos y piernas &scon-chauados
era don Jose una maravilla y hasta tenía sus
acertones en asuntos meramente patológicos. Poseía un re-pertorio
inagotable de medicinas caseras. Recetaba el pa-sote
para los cólicos, el barro de la pila para el f?dego
saZwaj@, caldo de perritos a los tísicos, el agua de nogal
para las irritaciones, la de flor de tunera para la tos, y
pipas de calabaza para las lombrices. Recomendaba los
cuidados más exquisitos y la m6s severa abstinencia en el
segundo día de purga y proscribía sin apelación a la al-bacora,
por el misterioso delito de ser Sa+Zg%U%zEUn. la
rama de las ciencias médicas concernientes a los callos,
su erudicion no tenía límites.
De esta suerte transcurrían las horas lentas y aburri-das
de la velada. En los ratos de silencio oiase el hervi-dero
sordo y monótono de las olas y la caída ritmica de
Ia gota de agua en el bernegal. La paz dulce y sofiolienta
del rincon atlántico envolvía todas las cosas, abrazando
con intima caricia la isla dormida en la soledad rumorosa
del oceano.
477
xv
La oración pro Sargo
El presidente, revolviendose en el ancho silldn de ter-ciopelo
rojo, carïaspeõ con fuerza y, dirigiendn hacia Pe-pe
Santana su mirada indecisa de miope dijo:
-Tiene la palabra el letrado defensor.
En el salón estrecho y largo, por cuyas sendas ven-tanas
penetraba la luz recta y blanca de aquel esplendido
mediodía, se agolpaba el público, mks de cincuenta personas
entre las cuales figuraban en mayoría los oficiales de za-patero,
clase social que en AtMntica delira por los debates
forenses.
En los bancos mcZs prbximos al estrado, IR familia del
debutante formaba con los amigos y clientes, núcleo apre-tado
y palpitante de emoci6nI Allí estaban el padrino Cha-no,
phlido de susto, Pancho Vega, Canabuey, el nzenor,
l3luardito Angula, Roqulto el sasrre y Mareo Brito, de uni-forme.
El sefior Santana, sin valor para entrar en la sala,
paseaba por los anchos claustros, aguardando ansioso las
noticias que de cuando en cuando le transmitía uno de los
porteros, amigo suyo.
-A tiro se va a concluir la ~Weba, Ya esta alegando
el fiscal...
Una semana hacia que Pepe Santana había perdido el
apetito, el sueño y la tranquilidad. Cuando, revestido por
vez primera de la noble toga, vio su imagen reflejada en
10s cristales empolvados de las ventanas del PcrZuc~o de
&StiCia, crey contemplar el espectro de un reo condena-do
a muerte, enfundado en la fatídica hopa. Juguete del
inflexible mecanismo social, dejábase llevar, inconsciente y
resignado, al pavoroso trance. En la tumultuosa confusjdn
de SU espíritu, percibía ~610 claramente el deseo furioso
de que llegara pronto la tarde de aquel día, el exquisito
momento en que, sentado en la huerta de su casa, debajo
del laurel de la India, respiraría libre del tremendo peso
del informe, cuyas frases pretenciosas y hueras revolotea-
478
ban por los knbitos de su memoria, molestas y susurran-tes
como las moscas en días de bochorno.
IY el lastimoso contraste entre la agitación incohe-rente
de su espiritu y la serenidad luminosa de aquel día
radiante de primaveral Habia en el cielo inmaculado, en
el ambiente claro y tembloroso, en las paredes blancas y
rectas banadas por la luz, en el verde luciente de las ho-jas,
en la superficie azul y levemente rizada del mar dar-mido,
la huella permanente de una mirada paternal y be-nevola,
difundida por ojos invisibles y potentes sobre la
naturaleza entera.
El fiscal, un andaluz viejo, tefiido y vivaracho, termi-n6
diciendo:
-En zu conzecuenzia pido a la Zala se zirva conde-nar
al prozezno a la pena de do meze y un día de arrez-to
mayo, accesoria y costa. . .
-Tiene la palabra el letrado defensor.
Un minuto, un aiio, un siglo de pnvoroso silencio. Des-colorido
y trémulo, Pepe cerro los ojos y al. abrirlos ma-quinalmente,
los rostros de los oyentes ejecutaron una ron-da
vertiginosa y fantástica, multiplic8ndose hasta lo infini.
to en el espacio los ojos brillantes, las bocas dilatadas por
la atención. Sintió, en aquel momento brevísimo, crujir to-dos
los tabiques de su cerebro y unn risa sarcástica y ner-viosa
le retozo en la garganta. Y de pronto, casi con in-dependencia
de su voluntad, su lengua se movio, revolvien-dose
en el seco paladar, y una voz atiplada, fría, espectral,
que no era la suya, pronuncio Las primeras palabras del
informe.
TratBbase de un viejo, vendedor ambulante, que en Ia
ultima fiesta cle JimImar había sustraído de un ventorrillo
media docena de guayabos, una rueda de chorjzos y un
frasco de ginebra. Era un hombrdn, peludo y fuerte como
un burro, que vestía de dril sucio, con ceñidor encarnado,
sin chaleco ni corbata. Probado el delito, la defensa de
Antonio eZ Sargo, que asi llamaban al reo, se limitaba a
presentarle como una víctima del indiferentismo burgztt’s,
de la falta de educación moral y religiosa, del egoismo de
las clases ilustradas <<que no saben o no quieren tender
una mano salvadora al proletario que tropieza en lo alto
de la fatal pendiente y rueda y rueda, señores magistra-
479
dos, con vertiginoso movimiento, sin parar, sin detenerse
hasta el fondo del abismo sombrío en el que le aguardan
la deshonra, la desesperacion, la mUerte qUiZtiS.*
Al terminar este período, circulo por la sala un mur-mullo
de aprobacidn y, súbitamente envalentonado, sintien-do
hervir en su pecho inverosímiles ardores de combatien-te,
asiendo con mano segura y fuerte el verbo escurridizo
y rebelde, para lanzarlo luego en el ambiente c¿Ilidu y pal-pitante
del salón, eI buen Pepe se crecid maravillosamen-te
y empezó a gritar, poseído por el misterioso diablillo de
Ia inspiración. Y en las pausas que senalaban el fin de los
períodos, redondos y vacíos como bolas de jabdn, el sur-tidor
del patio parecía alentarle, diciéndole con su rumor
susurrante y continuo:
-Sigue, muchacho, sigue.
Al llegar el momento de la peroracion, la figura del
Sargo resplandecia en la altura, luminosa y grande como
la dc /itati Va~ecw y la sociedad resultaba única respon-sable
del hurto de los guayabos, de los chorizos y de la
ginebra. Una deprecacidn patética al Tribunal, con la ma-no
puesta en el corazon y punto final.
Al despertar Pepe de aquella embriaguez oratoria, le
sorprendió desngradublementc el tono indiferente y hastia-do
con que el presidente, agitando la campanilla dijo:
-Visto. Se declara concluso el juicio para sentencia,
Pero en el patio le aguardaba una ovación entusiasta,
Estrechó innumerables diestras, húmedas de sudor y reci-bió
centenares de abrazos y palmaditas en el hombro.
-Al pelo, amigo Santana.
-Bravo, don Pepe, Se ha colocado usted a una altu-ra
que. . .
Y el padrino Chano, mirando el reloj, repetía asom-brado:
-Veinte minutos ha estado alegando sin tomar resue-
110. /Vaya a la porra el niño!
480
iA Puerto!
/Al Puerto! Tratase de solemnizar con un día de jara-na
el triunfo de Pepito. J% charabdn rueda con rumor
sordo y prolongado por la blanca carretera, entre la doble
fila de verdes tarahales, acompañado por alegres chas-quidos
de látigo, risas vivas, y exclamaciones,
A la derecha el mar, inmensa palpitacion azul bajo la
serenidad luminosa del cielo, avanza, retrocede, se alarga
y se encoge, humedeciendo con lenta y rítmica caricia las
arenas de oro, en cuya planicie transparente y dilatada se
refleja vagamente la intensa negrura de las rocas de la
playa.
El almuerzo les espera en la casa de tío Agustín Mon-teverde.
Ved a los expedicionarios sentados en el suelo,
sobre una estera de palma, entre las cuatro paredes del
estrecho cuartucho, adornadas con media docena de lami-nas,
que reproducen episodios de la historia sentimental
de Pablo y Virginia. ]Con qué rapidez vertiginosa huyen,
derrotados por el apetito juvenil, los huevos fritos, los
chorizos, las aceitunas, las CZUCUS, los frescos racimos de
uvasf
Llega el momento de la pesca y el grupo bullicioso y
gesticulante sale de la casucha, precedido del viejo pesca-dor
que lleva sobre sn hombro derrengado las caflas cim-breantes,
cuyos alambres se mezclan y entrecruzan con
metklico zumbido. El sol pica como un sinapismo, la
arena abraza los pies.
Por todas partes luz cegadora, soledad y Wencio. Al
pie de las enormes montanas grises, en cuyas cimas bri-llan
a los rayos del sol dos construcciones blancas, el
Faro y la Atalaya, y en el punto en que terminan las ver-tientes
abruptas y rojizas del ma@nís, el desierto areno-so
comienza y llega hasta la playa, aquí y allí salpicado
de, verdes matas de tuneras, mw-bustos y tarahales. La
casa del mesbn, la de la Virgen pegada a la pobre ermita,
el castillo de la Luz cuya base rodean las olas perezosas
y långuidas y dos o tres casitas de pescadores, akwas de
ellas sin encalar, parecen abandonadas ruinas de una al-dehuela
africana, perdida en la solitaria playa del Sahara.
---LA onde quieren dir, caballeros?
-A la cueva, tío Agustín.
-Patalita está. la bajada, don José, para la gente que
no estü arregostada.
-Pues yo me quedo, señores, por si acaso- dijo Pan-cho
Vega, que era falso de piernas.
-YO IO agarraro, caballero, no hay cuidiao.
La bajada era una vereda de áspero vokan, suerte de
escalera vertiginosa entre el risco Brida y negro y el abis-mo
murmurante. Al llegar abajo era preciso saltar a la
playa desde una altura de dos varas, pues faltaban los uI-timos
yeldafíos, roídos por el diente infatigable de Ia ola.
El sitio aquel era solitario, adusto y severo. Altos pa-redones
de granito, en cuyos cimientos socavados el mar
entraba y salía con sordo gorgoteo, limitaban el paisaje a
derecha e izquierda, formando una cslmara cerrada, con
piso de arena negra y finfsima y techo de azul infinito,
rigido, incandescente. En el espacio libre, comprendido
entre las dos murallas, se extendía el panorama inmenso,
en cuyo fondo lejano y tembloroso perfilabanse las mon-tañas
del norte de la isla, al pie de las cuales comenzaba
el mar, que en insensible pendiente llegaba hasta Ia playa
y en ella se tendía con bruscos estallidos, salpicando de
espuma furiosa dos peñascos planos, uno grande y otro
pequefio, semejantes a dos balsas negras, ancladas e in-moviles
en medio de la eterna agitacibn del oleaje.
Frente al mar, se abría en la masa oscura del risco
una caverna mas ancha que larga, cuyo piso de piedras
lisas, negras y redondas estaba salpicado de botellas rotas,
de huesos de aceitunas, de papeles arrugados y grasien-tos,
restos de pasadas parrandas que habían comido y VO.
ciferado en aquel sitio.
Bajo la inmensa hoguera del sol, Pepe, Canabuey, Pan-cheIli
y Mateo l3rito, sentados en la roca lisa y candente
siguen con la vista el bailoteo mareanre de las boyas. Tio
Agustín, en cuclillas, cuida de renovar el cebo, sacan-do
de un &W&O de barro la lombriz, que hormiguea y se re-tuerce
entre sus dedos, negros y cuarteados. De vez en
cuando arroja al mar un puflado de eqyodo. Luego se ras-ca
encarnizadamente la maleza encrespada del craneo.
El oc&inO ful#ura. La reverberacibn de las aguas que-ma
las pupilas.
Se hunde stibitamente la boya de Canabuey.
-Tire, Joaquinito, tire.
-{Será una $amkona, tío Agustín?
Era un paquete de debas. Grandes risas.
Resultado de la pesca: dos vw&s y un peje tanzboyil.
Aburridos al cabo, con la piel echando fuego y el crá-neo
en ebullicidn, los cuatros pescadores abandonaron Ia
caAa para tenderse a la sombra fresca de la cueva, donde
se hallabt\ ya CI wcstizo, tendido de cspaldns, leyendo BZ
Ivrzpawial de Madrid.
Mientras el viejo prepara el fogbn para guisar el clle+
ne y las papas, los de la parranda, acompafiados gratamen-te
por el frasco de ginebra aromática, charlan, rien, se
disparan pieclrecillas.
Canabuey les refiere su últjma aventura. Hacía algún
tiempo que una criada de Jacintito Rodríguez, Angustias
la nzajwera, le habia prometjdo hacerle leliz, A las diez
de la noche atraviesa cautelosamente el zagubn, el patio,
y penetra en el cuarto de la doncella. Pero hete aquí que
a las primeras tentativas del atrevido mancebo, la mucha-cha
se cae para atras, lívida, pataleando. Es un WUZZp,i en-sa
Canabuey sudando de angustia, y al punto, r8pido co-mo
una saeta, se le sienta sobre las piernas para evitar
el taconeo, agarrándole con una mano las muílecas y amor-dazándola
con la otra para que no grite. Y así pasó toda
la noche, In mds Icwgn del siglo, decía Joaquín. A ratos,
la majorera parecía calmarse y el infeliz trovador se Ievan-taba
rendido, con la esperania de tomar la puerta; pero
mientras forcejeaba con la llave rebelde, la chica tornaba
a agitarse y a lanzar grufiidos y vuelta a la batalla feroz y
silenciosa sobre la estera. Al rayar el alba, se quedó al
fin tranquila, inm6vil y descolorida como una difunta y
el buen Canabuey se largb, sutil como una sombra, con las
manos llenas de mordiscos. Sus cuatro tias le esperaban
en el balcdn, cacareando como un coro de cacatúas asus-tndas
y al verle tan desencajado le hicieron tomar ense-guidita
un purgante de sal de higuera.
483
Terminada la narración del episodio, Canabuey empuffö
la guitarra y Panchelli, con acentos Mnguidos y temblo-rosos
que parecían salir del fondo de una botija, recorrió
sin perdonar ni un solo número, todo el repertorio de las
danzas sentimentales y amatorias. Con la imaginacion pues-ta
en Paquita, la nifia del oidor, suspiraba aquella que
empieza:
-Niña la de ojos negros, como mis penas.
,Mírame aunque al mirarme de amores muera...
Y aquella otra, de corte más rápido y elegante:
-Cuando en la noche la blanca luna
su luz derrame sobre el mar.. .
Despues se quedaron todos dormidos, a excepcion de
Pepe Santana que, si cerro los ojos, fue para evocar en
el silencio augusto de las cosas, interrumpido por el gol-pear
ronco y monótono de las olas, la imagen delicada de
Margarita. Nunca como entonces sintió por ella adornciõn
tan absoluta, ternura tan intensa, mezclada con una com-pasiõn
extrafia e infinita que se extendía a todo el sexo
femenino, a los seres debiles, sumisos y graciosos como
lindos animalitos, que los hombres deben proteger y res-petar,
Y se juró a sí mismo no abusar nunca de SU sobe-ranía
de varón. En aquellos momentos, Joaquín que ron-caba
a su lado, con el rostro ennegrecido por el pasear
incesante e inquisitivo de las moscas, le inspiro desprecio
y repugnancia,
Caía la tarde con lentitud serena y majestuosa cuan-do
los expedicionarios atacaron el salpreso. Pancho Vega
se comió catorce papas y todos bebieron como cloaca en
din de lluvia, sin excluir al mestizo, en quien el alcohol
producia verdaderos accesos de demencia. Levanto pedrus-cos
enormes, luchó mano a bajo con Canabuey, y dio en
graznar con su VOZ desafinada una canción inglesa, que
nadie pudo quitarle de la boca hasta que le dejaron, ina-nimado
como un fardo, en el patio de su casa,
Cuando el viejo pescador, que bebió más que ninguno
sin perder ni un instante su flema socarrona, les oblj@ c,+
484
si a la fuerza a emprender el regreso, la noche había ce-rrado
enteramente. Comenzaba la bajamar y el estallido
de las olas sonaba cada vez mas distante, como la voz de
un amigo que se aleja, volviendo a cada paso la cabeza
para decir adids. Las montaíías del fondo se habían troca-do
en murallón triste y negro en el que parecía terminar
el universo. La palpitación infinita de las estrellas en la
altura infundíü ~~nvol- y clesaliento.
A Mateo Brito, que había pasado un día muy alegre,
le dio una congoja al subir la escalera de granito. Sentado
en una piedra repetia, indiferente y tétrico:
-Déjeme. Vkyanse ustedes. Quiero morirme aquí.
Tío Agustín le iz6 hasta lo alto del l-isco, llevándole
medio a cuestas, mientras gritaba a los demás:
-Ustedes no se apuren, que estas son perrerías de la
ghioVa.
XVII
Proyectos
Siguieron días muy largos de tediosa inaccibn.
La oracion pro Snrgo solo le reporto al licenciado
Santana un gallo de hermosa cresta roja que le regalo su
defendido, lleno de gratitud por aquel esfuerzo de elocuen-cia
que, por otra parte, no produjo resultado alguno posi-tivo,
pues el Sargo fue condenado, como lo pedía el fis-cal,
a la pena de dos meses y un dia de arresto mayor,
accesorias y costas,
Ningún cliente, fuera de los ya citados, se presentaba
en la casa del barrio de las Cantoneras. Pepe se pasaba
las horas encerrado en su despacho, leyendo periódicos y
novelas, Unos borradores, trazados en sus tiempos de es-tudiante,
que encontrb un día, registrando el fondo de una
gaveta, le sugirieron la idea de emprender un trabajo li-terario.
CA que se dedicaría, al drama o a la novela? Se-ducíale
la amplitud y libertad de este último genero, pero
conceptuaba al teatro como sendero más rãpido y expedi-to
para lograr la gloria y la fortuna. ¿Qué dirían sus pai-sanos
si de pronto, en la escena madrileña, fuese aclama-
do entre palmadas frenéticas y alaridos de entusiasmo el
nombre ignorado de Pepe Santana?
Ocurridsele naturalmente el plan de un drama roman-tico,
con sus Mendos, Fernandos, Nuños, Blancas y Sana-brias.
Escribid la primera escena, en romance octosílabo.
Era un diálogo entre un escudero viejo y adusto y una
dueña parlanchina, en que, bajo pretexto de exposicibn, sa-lia
a relucir toda la ropa sucia de la familia del conde,
ropa que probablemente se lavaría con sangre,‘en las pos-trimerías
del drama. Despues, lleno de impaciencia, se co-loco
de un salto en la situacion más interesante del acto
primero, una escena de amor en que el Conde, mintiendo
con gran aplomo, refería a doña Blanca, en d&imas muy
cargadas de sabor medieval y de ripios, que la imagen de
la chica se le aparecía, flotando en un rayo de luz, en to-dos
los combates que libraba a los moros. Los consonan-tes
que no podía encontrar los dejaba en claro, con la eS-peranza
de que se le ocurrieran mas tarde. AI cabo, abu-rrido,
guardó las cuartillas y el Conde y dofia Blanca se
volvieron al limbo, de donde no debieron haber salido
jamas.
Igual suerte corrid la novela de costumbres que inten-to
escribir días despues. Sin previa formacidn de plan, ni
idea siquiera de caracteres y situaciones, lanzose a enjare-tar
el primer capítulo, que era de los de sopetón, pues co-menzaba
por un diálogo chispeante y animadísimo en un
café.
-1Salvadorl
-1Comol {Eres tú? {Agradable sorpresa!
-Sí, soy yo.
-+Zu&ndo llegaste?
--Ayer.
-¿U cúmo sigue la marquesa..? etc. etc.
Y los días pasaban y los meses también y el libro de
cuentas o agenda de bufete que comprara Pepe a princi-pios
de año, tenia aún sus páginas vh-genes de toda cifra,
que no fuera fant&stica o problemática.
Obligado a pedir al sefior Santana hasta el dinero cle
los cigarros, Pepe resolvi mentalmente marcharse a la
Península, con el fin de ingresar en cualquiera de las ca-rreras
que llaman del Estado. Diose de término todo el
486
a80 siguiente y comunicó el proyecto a su novia, que llo-ró
un poC0 al pensar que tendría que separarse de su fa-milia.
Ellos daban ya la cosa por hecha en SLIS conferen-cias
intimas y sobre aquella frtigil base construían un
edificio interminable, cuya veleta traspasaba 10s espacios
rientes de la juventud y llegaba hasta las nevadas c&pi-des
de la vejez.
-Cuando YO me jubile-solía decir el buen Pepe-,
vendremos a pasar nuestros Últimos anos en Atlhntica.
Bn cambio Santiago Thornhill continuaba subiendo con
envidiable tesdn la pedregosa cuesta de la política islefia,
atrapando con mano certera los sabrosos frutos pendientes
de las rxnas, a uno y otro lado del camino, Logr6 la di-reccibn
de El ~?erzaciwlielato y así constaba en sus tarjetas.
Usaba para recibir en SU despacho un batín con vueltas
de terciopelo azul, que se metía por los ojos del cliente, y
dictaba sus escritos con voz estentbrea y afectada, que se
oía desde la calle. Decíase en Atlántica que era un chico
de mucho porvenir y que era Mstima grande que no se
liubiet-2i quedado $07, aM.
Aspiraba a salir de la sombra proyectada por el al-cohólico
maquinista, contrayendo enlace con una nida
de la aristocracia. Esta clase social empalmaba alguna que
otra vez con la lizlr@lesia, sirviendo cle puente los chicos
de carrera, formados con los doblones procedentes de la
cochinilla. El mestizo había calado con sus redes en las
aguas estancadas de la familia cle Peralta, gente decaída
de su pristina grandeza. 131 pclre, don Arluro, era un pv-bre
imbkil, que ni siquiera entendía el reloj. La mama
era una vieja verdosa y pequefiita como una aceituna, que
en sus afios juveniles había fatigado las lenguas de IOS
maldicientes. Tenían una bija, Josefina, objeto de tenaz
aseclio clel mestizo. Ella le pagaba en moneda cle clesaires
su interesada constu~cin, sofiando con un primo militar,
ausente en la Península; pero el director de El RrwcBmien-to,
armado de su inflexible tenaciclad britfinica, esperaba
imperterrito, sin retroceder ni un &pice, a que la descen-diente
cle los Peralta doblara el pl-omontorio de 10s treinta,
que ya tenía muy cerca de la proa.
XVIII
Martes de Carnaval
Así, cayendo uno tras otro los días y los meses en el
mont6n nebuloso del pasado, tocole una vez m8s en la
serie de los tiempos el turno a los Carnavales, ~3n gran
fiesta pagana, conservada milagrosnrnente a trav& de tan-tos
siglos de cristianismo>, como decía, muy seriamente,
La Vos de2 iVíxBl0.
El domingo y el lunes los pasú Pepe encerrado en su
casa, leyendo o jugando en la huerta con las chiquillas,
que desde las cinco de la rnaikma acudían a despertarle,
arrebujadas en colchas de color, gritando con VOZ de fal-sete:
-Don Pepito, {me conoce?
Pero el martes, a las cuatro de la tarde, varios ami-gos
invadieron tumultuosamente el despacho de las Can-toneras,
Pancho Vega desafiaba a las nubes con una chis-tera
abollada, eminente y cilíndrica como la chimenea de
un piróscafo, Su piel de caoba grasienta desaparecía bajo
un encalado espeso de polvos de arroz, crujía en sus es-paldas
un frac mugriento, cabalgaban en su ancha nariz
unos espejuelos verdes y su diestra, cubierta por un guante
roto y marchito, empufinba a guisa de bastdn doctoral, un
plTgwc0 con borlas.
Canabuey tenía honores de monstruo hermafrodita. El
busto era masculino, vestido de americana y chaleco ne-gros.
De la cintura abajo convertíase en matrona obesa,
gracias a unos almidonados y crujientes zagalejos, que por
la parte posterior formaban una protuberancia escandalosa,
merced a un tremendo podisdn. Un sombrero viejo de se-ñora,
adornado con flores contrahechas y descoloridas, se
tambaleaba en la cúspide de su crt”tneo anaranjado y lle-vaba
unos pendientes formados con cdscaras de Znpns.
Cubríase con un paraguas de turronera, verde y aguje-reado
y se daba aire con un aba+aador de palma.
Acompañábales el célebre explorador y turista africano
conocido por Abderramán, sumergido en unos inmensos
pantalones a la tUKa, ceííida In frente por Un turbante
azul con SU media luna de cartón dorado, Empuñaba un
frasco de ron de Jamaica del que hicieron beber a pepe,
entre cantijas, risas y algazara, una buena porci&,
En un abrir y cerrar de ojos, las dos chiquillas, Pepa
y Soledad, transformaron a Su hermano por completo. Una
le embadurnó el rostro, la cabeza y los pelos de la inci.
piente l.XWba COn pOlVOS de arroz y la otra lt: Irab en la
solapa un ejemplar de todas las flores de Ia huerta, Y
vedle yn en In calle, formando parte del grupo gesticu-lante
y vocinglero, en medio de In acordante locura de
aquel fin de fiesta, codedndose con los labradores, mari-neros
y mWsanos del ùnrrio, que berreaban aquí y allí,
tefiidos los rostros con bermellún, apoyando en sendas
cañas de azbcar sus vacilantes pasos.
Avanzaban con mucha lentitud, deteni&dose a cada
instante para beber un trago, alrededor del buen califa,
que les Vertín dos dedos del diabólico licor en una copa
diminuta, que previamente limpiaba con el pañuelo de
bolsillo.
En algunas casas teweirns bullían las kzifus de la tie-rra,
pintorescos y divertidos saraos en que se bebía gine-bra,
SW~Z~O~YZ y vino tinto, se obsequiaba c? la pareja con
dulces cotnprados en la misma casa al precio de dos cuar-tos
uno y se bailaba con wkzncn o sin ella, al son de
guitarras desafinadas, llenas de mugre.
Hubo que bregar a brazo particlo con Canabuey, que
se empeñaba en entrar en uno de aquellos cuartuchos,
por haber divisado en él a una beldad de saco blanco y
pafíuelo a la cabeza, una tabaquerilla llamada Rosario, ob-jeto
en aquellos días cle sus erdticas persecuciones,
ExasperBbale la presencia del novio oficial de la mu-chacha,
un marinero de la costa, conocido por el Cnsó%
salvaje negro, cuadrado y rechoncho que en unión de va-rios
amigores contemplaba el baile desde la puerta.
-Romote del jinojo -vociferaba Joaquín-, esperate,
que voy R tumbarte las muelas de una trompada.
131 otro, con. ambas manos en los bolsillos del panta-ldn,
escupía por el cotmillo y contestaba calmosamente,
sin moverse de la puerta:
-fon JoaqLlín, no se pierda. No se pierda, clon Joaquín.
31 fin los amigos se llevaron medio a rastras al en-demoniado
Canabuey, quien a cada paso se volvía para
gritar, erizado como un gallo ingles:
-Hasta mafiana, Casón. Mañana, CLZ don Cayetano te
llevas la gran esZ@i&wn.
-Don JoaquTn, no se pierda. No se pierda, don Joaquín.
Contemplando desde el puente de piedra, el aspecto de
la plazuela, herida de soslayo por los fulgores tibios y clo-rados
del sol poniente, era una maravilla de luz, de color
y de movimiento. En el fondo del cuadro, el valle hermo-sísimo
del Guiniguada, enorme ramillete cle VegetaCiõn Os-cura
e inmdvil del que surgían, como cirios en un templo,
IOS troncos erguidos y oscilantes de fas palmeras. Abajo,
el cauce pedregoso y &-ido del barranco, arriba el cielo
diáfano, terso e inmaculado como un manto cle raso azul
en el que se perfilaba vagamente la linea clara y temblo-rosa
de la Cumbre.
En la esquina del puente, alrededor de las vendedoras
de turrón, aZeg?4zs, garapiñones y cabías dulces, se agol-paban
grupos, sin cesar renovados, de criadas, de solda-dos
y de chiquillos, vestidos estos tiltimos de marineros,
de militares, de cofzejeros, de payasos, formando revuelto
amasijo, una insurrección de colores, el rojo, el amarillo,
el verde, el violeta, girando en un punto, yuxtaponiéndose
en suaves gradaciones o cletonando en bruscos e inverosí-miles
contrastes.
En el centro de la plaza evolucionaba el clásico y tra-dicional
pescador. Cada vez que tendía la cafla, mt-is de
un centenar de chiquillos andrajosos y de m&caras grotes-cas
se precipitaba con infernal gritería, disputándose el
higu ]JtWLdu a coces, n pif&%uos, ii mordiscos.
Circulaban, cruzkndose sin cesar, #Oa?zchodse rnkscaras,
unas arrebujadas en clominós de enérgicos y variaclos co-lores,
otras con una sdbana a la cabeza; parejas de arte-sanos
y de marineros, con las mejillas pintadas de rojo,
enarbolando escobas, sartenes, cañas dulces, unos en man-gas
de camisa, exhibiendo arcaicas chisteras, otros envuel-tos
en pañolones de mujer, todos graznando malagueñas,
danzas y f~Eh?s, al son de guitarras y timples desentona-
490
dos, Señalabanse 10s marinos por el andar pesado y osci.
lante y IOS tremendos Z?MU?~S de pescado que sonaban a
diestra y siniestra, con bruscos estallidos, en las espaldas
de los paseantes.
De las ventanas y balcones, abiertos de par en par,
salía estrépito de risas y martilleo de pianos y vejase des-de
la plaza, en el interior de salas y gabinetes, el acampa-sado
VOltear de laS parejas. L>e cuando en cumclo,m~cha-chas
con el pecho y la cabeza cubiertos de ffores y rojas
las mejillas por la agitaciõn clet baile, se apoyaban en el
alfeizar, risuellas y palpitantes y enseguida acudían otros
tantos pollos, quien ofreciendo una copita de licor, quien
haciendo mil aspavientos y cortesías con Ia mano puesta
en el lado izquierdo de la pechera, Alguno se postraba de
rodillas, en la actitud rom8ntica del q~w declara al ídolo
de sus sueños su ardorosa pasión.
IFlotaba en la atmósfera transparente y serena '~111 es-trepito
confuso y mareante, en el que alternaban o sonaban
al unísono, gritos de vendedores, chillidos afeminados de
máscaras, maullidos de acorcleon, gemidos de violín, can-tos
descoyuntados y lacios, zumbido de guitarras, aullidos
roncos y salvajes de beodos.
Canabuey, enloquecido subitamente por el ruido y el
movimiento delirantes de la plaza, rompid a bailar clesa-foradamente
en un rincdn y clesde los primeros compases
acertó a dar tres 0 cualro puntapies en las pantorrillas de
un municipal que, ataviado con su uniforme de hilo crudo,
contemplaba risueno y benevolo la fiesta. Sabe Dios la
que se hubiera armado, pues ya el agente de la autoridad
amenazaba con llevar a toc[o el mundo al CWEh 0% IC8.S
caclzl4chas, a no mediar Abderraman, que era alcalde cle
barrio,
Cuando se disipb el corro que en torno de ellos se
formara, una idea luminosa vi.&6 el craneo amarillo de
Canabuey y le hizo exclamar bruscamente:
-Caballeros, media vuelta a la derecha. A casa de tití.
Y todos repitieron a coro, cogidos del brazo, marchan-do
al compas de una frase musical, improvisada cn aquel
momento:
--IA casa de tití, a casa de titf!
Y siempre cantand 0, atravesaron varias calles, subie-
491
roa la escalera y penetraron en la sala, donde el aspecto
de Abderraman y de Canabuey levantó una tormenta de
risas.
Despu& de saludar, con afectadas y profundas reve-rencias,
a Dionisio el exiguo y sefiora, la$awanda de Pe-pe
pasó al comedor donde, en el centro de la mesa, se pa-voneaba
un garrafón de anisado, barrigudo como un ca-ndnigo,
al que servían de acólitos, en la tarea de calentar
eI seso y soliviantar la razón, unas cuantas docenas de
botellas de vino y de cerveza.
El comedor, la sala, las galerías, las alcobas, eran a
cada instante recorridos por ?‘anc?zos de mfiscaras y por
bandadas de pollos y de gente madura, que entraban y sa-lían
cantando y vociferando, en uso de la hospitalidad y
confianza, tradicionales en AtlBntica en semejantes días.
De vuelta a la sala, Pepe bailó una polka con Carmen
Guillen, una danza con Finito Nlederos, y una Virginia con
Mercedes Pedregal, a la que hizo una declaracidn en toda
regla, recabando un sz’ suave y tembloroso como la nota
de una flauta, que le hizo reir nerviosamente, momentos
después, cuando, apoyado en una de las pilastras del co-rredor,
pensaba vagamente en todas aquellas peripecias,
viendo centellear en el fondo oscuro del patio centenares
de lucecitas.
Despu& que cerr6 la noche y brillaron en la sala las
Xmparas de petrdleo, el espíritu de Pepe zozobrb en la
sombra vaga e indefinida de la inconsciencia, Dijéronle al
día siguiente que había cantado un fragmento de Za Ma??i-na
con acompaflamiento de piano, discuticlo sobre admi-nistración
provincial cm clon Mariana de la Tnel:t~ (que
le interrumpía, a cacla instante, diciendole: -Permítame us-ted,
pero permítame usted...) y pronunciado en el comedor
un brindis en el que proponia llevar la guerra santa R
Villacruz, bajo la jefatura del gran patricio don Ruperto
Aleman a quien abraz6 en aquel acto, apelli&‘mdole Ru-perto
el Ermitaño.
Cuando salid a la calle era mãs de meclia noche. Cana-buey,
Pancho Vega y Abderramdn habian desaparecido
hacía tiempo y ahora le acompafiaban Santiago Thornhill,
el gallo Morón, Eduardito Angulo y algunos otros pollos del
Casino. Empezaba la ciudad a dormirse y en la brisa fresca
492
del norte flotaban OlellLldaS gOtfts de lluvia, Parábase el grupo
a cada instante, diSCutiend0, tenazmente acerca del modo
de pasar el resto de la noche. Prevalecid la idea de tornar
un coche para marchar al Monte, donde los padres de
Ednxrdito poseían LULT finca con lxxlega; pero nlientras
llamaban con el puño cerrado en el portalbn de una co-chera,
Pepe Santana se escabulló, acometido de slíbita
tristeza, y solo recorrib nl azar varias calles, sollozando
como un niño en las tinieblas.
Recordó luego vagamente haber cantado el Salue, di-mora,
casta e pu?% en la calle de las Tapias, debajo de los
balcones de la casa de Margarita y luego tarde, mucho mhs
tarde, encu~~lrose sin saber uhu, tenclido en lus caZZa~~os
del patio de SU casa, donde le recogicí Candelaria, una cria-da
vieja, natural de San Bartolomt5 de Tirajana, cocinera
de la casa hacía m8s de veinte afios, negra como una mi-na
de carbón, a quien Pepe solía llamar, Za tioche & San
Bartolonlf?.
XIX
Bu el teatro viejo
La llegada de una compaiiía teatral era para la gente
atMntica de antailo un acontecimiento enorme, que forma-ba
jnldn en la serie de los tiempos, ni más ni menos que
las epidemias de fiebre amarilla, los temporales en que el
Guiniguada se salía de madre o las ba$?das de la Virgen
del Pino.
Tan pronto como cl vi& anunciaba xbuque al norte?>,
el muelle se llenaba de curiosos, que acudían a presen-ciar
el desembarque de los cdmicos, Los pollos~ del casi-no,
reunidos en grupos alrededor de la farola, asistían al
desfile del abigarrado y escutilido rebaño y luego seguian
de dos en dos a los viajeros hasta dejarles en la puerta de
la fonda, analizando y discutiendo el aspecto, fisonomía y
empaque del elemento femenino.
En breve era conocida de todo el mundo la historia
interna de cada uno de los artistas, merced a las indiscre-ciones
de Publio Columeln, andaluz gordo, sucio y más
493
embustero que un libro de caballerías, sempiterno empre-sario
de los teatros aUnticos. Sabíase, por ejemplo, que
el barítono era un joven de muy buena familia. Hijo Cle un
banquero genoves había dejado la casa paterna para com-partir
palmadas y silbidos con una ?~2WEUXX$V’Q~~qOu,e
luego se fugó con un aeronauta. ComentAbase la sospe-chosa
intimidad entablada entre la tiple ligera (tambien de
buena familia) y un teniente de milicias, lN.IeSpeCl de la
fonda del gaditano, en IR que se albergaba la compafíia y
todos se lamentaban de los excesos alcohólicos clel primer
bajo, jun chico de tanto porvenir! Eli cambio, la primera
tiple o tiple de fuerza, era una mujer fO?'?Jzal, esposa le-gítima
clel violín concertino. Y aquel estado civil, arreglü-do
a los preceptos de la moral y del derecho, entraba
-cosa extrafia- por mucho, en los exitos artísticos de
la cantante.
AnunciRbase la función por medio de papelones ama-rillos,
pegados en todas las esquinas, junto a los carteles
marítimos en que, debajo de una vifleta que representaba
a un buque navegando a toda vela, se participaba al pú-blico
la salida para la Habana del bergantín Ani%n o de la
barca FoYk+ctna.
A las siete y media se abria la puerta del coliseo, en
la que se personaba el propio Columela, sin que su ex-quisita
vigilancia fuera bastante a impedir la coladeva de
los chicos del colegio, que desde las primeras horas de la
noche invadían el vestíbulo, perpetrando mil diabólicas
mata~errerfus, para tormento y desesperacidn del respeta-ble
sefior Narciso, sargento de municipales.
Las familias acomodadas se instalaban en los palcos,
I
m
que eran una especie de cajones cle madera, cuyos asientos,
formados de estrechos tablones, sujetos con visagras, se
alzaban para dar entrada y salida a las sefioras. EI puko
central pertenecía al Ayuntamiento y desde allí presidía
la función el alcalde 0 uno cle sus tenientes, con .faculta-des
para interponer su veto, cuando el ptiblico exigía in-discretamente
la repeticibn de una pieza, Las personas mo-destas
acudían a la gaZe&a alta, siendo de rtibrica la pre-sencia
en tal sitio de los patrones de buques y SUS sefio-ras,
todas las noches en que se representaba Zn IMarina,
Las familias de luto entraban sigilosamente por la puerta
494.
de atrl’ls y se refugiaban en las t?VwY~s o en las fiaw.2bali-nas.
Las que no podían disponer de la peseta indipensa-ble
para tomar asiento en el gallinero, vagaban como almas
en pena por 10s alrededores mal olientes del teatro, o se
sentaban, con la esperanza de sorprender nn calderbn le-jano,
en IOS murillos de la plazoleta sin empedrar, en cu.
yas esquinas se instalaban desde la tarde las vendedoras
cle castafias asarlas, envidiando In suerte de 10s n2úsicos
que entraban muy orondos, con Su instrumento bajo del
brazo, o cle los chiquillos, dependientes de la cantina, au-torizados
para recorrer el patio y los pasillos, vendiendo
cucuruchos de almendras garapiñadas, al precio de una
fiscu cada uno.
Las decoraciones eran obra de un pintor aficionado cle
la localidad. Había un teldn cle bosque, imagen fidelísi-ma
de una colcha con ramos, y un salón regio que parecía
el ensuefio de un fabricante de chocolate. Era el mecanis-mo
del telón cxtrafio, casi inverosímil. Un hombre, asido
de una cuerda en lo alto de las bambalinas, determinaba
con SLI propio peso la subida del armatoste, de modo que
cuando éste llegaba al friso, el hombre descansaba en las
profundidades lbbregas del foso.
La temporada teatral a que nos referimos fue de las
In& accidentadas y memorables, a causa de los enconados
y furibundos partidos que se formaron en el público. Eran
estos bandos el de la Taramelli (tiple dramktica) y el de
la Serrudi (contralto). Al primero pertenecían todos los
pollos de las hmctas y al segundo la mayoría de las hues-tes
del gallinero, capitaneada por un zapatero poeta, mú-sico,
crítico y orador, a quien por mal nombre llamaban
TenzóL’aclera.
Con este motivo, armábanse en el teatro que despues,
cuando hubo otro, se llamd viejo, unos jaleos horribles.
La noche del beneficio de la îaramelli los del patio se
quedaron afónicos en fuerza de gritar bravo y terminaron
apaleando con los bastones los bancos de madera que lle-vaban
el antedicho título de lunetas, para ahogar las pro-testas
de la gente de la cazuela, mientras cruzaban el es-pacio
ramos de flores, palomas blancas y unos versitos,
impresos con letras doradas, dedicados a la esclarecida
doww Emma Taramelli,
La noche aquella se representaba uI1 Trovatore)>, «ese
sublime spartito del eminente Verdi», como decía muy se-rio
Eduardito A.ngulo en sus revisras de la Voz clel Nublo,
que firmaba con eI seudónimo de Se~~i-fksn:. Y fue
noche memorable y famosa en estos episodios, pues du-rante
los primeros compases del Afiserere, Josefina Peral-ta
otorgd al fin a Santiago Thornhill (el mestizo) su mano
Bspera y amarilla de jamona.
xx
Justas ntlpcias
Cinco aaos completos habla durado el asedio. Es de
advertir que por el correo último había la de Peralta reci-bido
la noticia oficial del casamjento de SU primo y que
~610 tres cifras la separaban de la cuarta decena. Algo in-fluy6
también en aquella determinacibn el puesto que en
la sociedad y en la política isle?ia había conquistado su
eterno pretendiente, que era a la sazdn una estrella. del
foro atlántico y consejero Wico del cacique. Precisamen-te
aquel sz’ memorable fue pronunciado en el palco de don
Marcelino del Saucillo, cuyas niñas solían invitar a la
arrancada familia de Peralta que, sin la galanteria de aque-llas
y otras personas, jamás hubiera pisado el teatro.
La boda se celebrd tres meses m&s tarde, en casa de
don Marcelino.
A las ocho de la noche, dirigiose la comitiva a la igle-sia,
en el orden que llaman de a dos en fondo, las seño-ras
vestidas de seda, con mucho $~oZzkó%l,o s caballeros
de levita y sombrero de pelo, en medio de la arclorosa in-quisición
de los bultos femeninos, apostados en la sombra
de los zaguanes, para verles pasar.
Despues de la ceremonia, los invitados se reunieron
en la sala de don Marcelino, pieza llena de artísticas no-vedades,
celebres en la ciudad, uwbi g?*atia, un piano cle
manivela, una piel de tigre, una cAmara oscura y un ne-grito
de goma que fumaba con su boca de grana un puro
de chocolate.
Allí eslaba Pepe Santana, a quien la amistad del duefio
496
de la CLSL~ y SU título de abogado franqueaban aquellos
salones, vedados a IOS plebeyos horteras, Panchelli y Ca-nabuey.
Por cierto que este último juraba públicamente
vengarse del desaire con una sinfonla de caracoles. Allí
estaban tambien las de Celaje, simples y miopes, con SuS
nucas gordas, blaIlCaS y relucientes como grupas de ye-guas
bien cuidadas. Ni faltaban las cuatro pollas, anemicas
y macabras, conocidas por las once mil vírgenes, pasto-readas
por el papti, don Mariano de la Tuesta, Doña Pura
se quedd en casa, por exigirlo así la interesante sitL1acidn
en que por duodécima vez se hallaba.
Por el centro de la sala discurre pausadamente el due-no
de la casa, entre Ruperrito Alemiln que trae, por su-puesto,
su brindis entre pecho y espalda y don Inocencio
de la Testahuera, el gran abogado atldntico.
La seíiora de la casa, instalada en el sof& de antigua
forma, espacioso como un navío de tres puentes, tenía a
su derecha a la mamd de la desposada, pequefia y verdo-sa
como una aceituna, y a su izquierda a dofia Candida,
la madre de Santiago, pobre sefiora, transparente y delga-da
como un espectro, rendida por formidable lucha de
treinta años con el terrible maquinista, Este último (suerte
inesperada) se hallaba cn Manchcstcr, cerca cle un hermano
suyo que le había invitado a pasar algunos meses en su casa.
En el comedor, aquellas aristocráticas personas devo-raron
discretamente. Llegado el momento de los brindis
(en Atl&ntica todo el mundo es orador y aspira a lucirse
entre dos copas) don Marcelino se levantb, con aquella
sonrisilla esc@tica, huésped sempiterno de sus labios del-gados
y astutos. Dijo ~610 dos palabras, pero discretas y
suyas. En cambio, don Ruperto se hizo a la vela en el pro-celoso
mar de un discurso m2ís largo que una noche de
invierno, y estuvo n punto de quedarse dos o tres veces
en la mitad del viaje, por faltarle de pronto el combusti-ble
de su flaca memoria.
Enseguida don Marcelino dijo con su voz lenta, nasal:
-Oigamos ahora a los letrados.
Y efectivamente habló don Inocencio, dkndose en el
abdomen palmadas que crujían en la pechera almidonada
de su camisa. Empezaba a media voz, depués soltaba dos
o tres gritos atenorados y luego terminaba el período con
497
un arrullo casi indistinto, gutural. Aquel sistema de pro-nunciacidn
lo había aprendido de Perales, actor celebre
en su tiempo y que, ya viejo y alcohdlico, había visitado,
afíos atrAs, las Atkticas.
Pepe Santana, que peroró después, alcanzó un éxito
femenino por lo florido de sus tropos y lo acaramelado de
sus imágenes. Y en fin, el héroe de la fiesta, aludido veinte
veces por los disti;r~gh?os conzpa@eros que le precedieron
en el tiso de Ia palabra se excedí6 R sí propio, solivian-tado
por el vino y por la presencia de su linajuda esposa
y hasta de la tienda del Palmero, situada en el otro ex-tremo
cle la calle, fueron oídos SUS rotundos períodos, eje-cutados
por su voz estentdren, crujiente y abierta como
un trombón desafinado.
Cuando el refresco terminó, Santiago, radiante de or-gullo
y de egoísmo satisfecho, vertib sobre SU compal’jero
Pepe, mientras los dos paseaban en la galería, unas cuan-tas
gotas del jLíbilo feroz que rebosaba de su 11echo. Por
primera vez en aquellos cinco afios interesose por el pop
venir de su amigo.
-Te digo que es una lkitima que un muchacho como tú...
Caramba, hombre, deber& lanzarte, sacudirte un poco,,,
En el pian.0 cle Ii- scila sunaban los preludios Lle un
rigod6n.
-Mira que ya nos vamos poniendo viejos. Th treinta
años, yo treinta y dos...
Comenzaba la primera figura. En el tridngulo formado
por ki dOs hojas del suntuoso cortinaje, aparecîn y se
ocultaba a intervalos el gallo h/îor6n, muy serio, ejecutan-do
el baZa;iwé.
Santiago proseguía, adivinando instintivamente que los
cinco años de desdorosa inacción, el influjo de aquel am-biente
de casa rica y hasta el bienestar îisiultigico ~I-OLILI-cido
por el vino y los emparedaclos, predisponian a su
amigo a perpetrar los crimenes fríos y cobardes que engeu-dra
el egoísmo.
-Desengáñate, Pepillo. Por el camino que tú sigues
no se va a ninguna parte.
Y luego, abrazándole a medias, le dijo al oido con el
acento misterioso del presticligitador que revela los seere-tos
de su arte:
498
-R mí, como tú comprendes, me convenía emparentar
con una familia de cierta posici6n, de cierto viso... Pero a
ti, creeme, lo que te vendría al pelo sería una mujer rica.
En aquel momento el gallo Morbn se arqueaba como
Lln puente, incIinando SU cabeza tefiida. ante la mayor de
las nifías del Saucillo.
Y Santiago concluyd, con el aplomo del que formula
un axioma:
-No seas bobo. Eso es lo que te conviene,
nespu6s entraron ambos PI-I IR sala y Pepe Santana
bailó con todas las once mil vírgenes.
xx1
Púnebre
Cinco afios dur6 la enfermedad de Mateo Brito. Obli-gado
a salir de la fonda clel Gaditano a causa de los es-crúpulos
de los hu~specles y de las exigencias pecuniarias
del dueño, alquild una reducida accesoda ei la cuesta de
las Animas.
Una vieja fca y nlcohúlicn, Iía Marin Marmolla, le llc-vaba
en ~1110s cacharros el almuerzo y la comida de un
fonducho próximo. Y sentado cletras de la persianilla ver-de,
con un ejemplar ilustrado de los evangelios sobre las
rodillas, tosía sin cesar, con grandes estremecimientos de
su pecho hundido y de sus hombros puntiagudos. ICuántas
veces las personas compasivas que transitaban por la de-sierta
calleja apretaron el paso, para huir de aquella tos
pertinaz y lúgubre, como una campana que toca a muerto1
Desde aquella fecha han trancurrido muchos años. La
vieja ca.sa ha desaparecido. Ya no existen los enormes bal-cones
cle madera carcomida, ni el zaguan empedrado, ni el
patio hilmedo y sombrío con su pozo hondísimo en que
pululaban las anguilas y SLIS rincones oscuros donde se
hacinaban cañas de pescar fuera de LISO y bullían las
ardñas y las cucarachas CQuiPn se acuerda hoy de la casa?
<Quien se acuerda del pobre tísico que tosía detrás de la
persiana verde?
Pepe le acompañaba en sus ratos de ocio, que eran
499
desgraciadamente casi todos los del día. La idea fija de
BritO era regresar pronto 8 CiellfUegOS, ClOllde ViVían SUS
padres y hermanos, nacidos todos en AtlSintica. No hacía
mucho tiempo que había arreglado el asunto de la admi-nistracióa
de unos bienes de SLI familia, situados en el sur
de la isla, que había motivado SLL Viaje.
A fines dg marzo decayó lastimosamente. Ya no dige-ría
y una tenaz diarrea secó SU rostro moreno, convirtién-dolo
nnticipaclmnente en calavera. SUS bigotes, negros an-tes
como la tinta, hnbí:in empalideciclo, como agostados por
la fiebre intensa que nunca le dejaba. NO podía acostarse
y pasaba los días y las 11OCheS, Con allgelical ~~aCiellcia,
sentado en el borde de Iti revuelta cama, ~011 la frente en-tre
las manos y estas apoyadas en el respaldo de una silla.
Como en AtIhntica todo se sabe, corrid seguidamente
la noticia cle que el hijo de don Pedro Brito estaba &z lo
z~tiwzo. Visitkronle entonces la superiora de las Hermanas
de la Caridad y el bondadoso pl’lrroco de San Juan .Bau-tista,
don Jerdnimo Gordillo.
hfurió a las once de la maíínna del día veintinueve de
abril. Sin levantrtr la cabeza clel respaldo cle la silla, le
sobrecogi0 una convulsibn repentina y lilgubre y se quedcí
hecho uyt ovillo, según expresidn de tía María blarmolla,
que estaba presente. Casi al mismo tiempo tronaba muy
cerca, en la plaza de San Pedro de Verona, la descarga
de fusileria que saludaba la salida del penclún cle la con-quista
que enarbolaba aquel ario Santiago Thornhill, como
sindico del Ayuntamiento.
Entraba en aquel instante el m&lico, Manolo Ruiz,
compañero de estudios de Pepe en el colegio de San Tsiclo-ro.
Entre los clos vistieron al pobre muchacho y le tendie-ron
sobre la mesa, con un cirio a la cabecera. Un pafiue-lo
blanco ocultaba las facciones demacradas; y las moscas,
susurrantes y tenaces, se posaban en las manos amarillas,
casi anaranjadas, puestas en cruz sobre el pafio azul oscu-ro
del uniforme.
Por la tarde entraron y salieron varios militares y un
indiano muy rico, don Florencio Batista, recien llegado de
Cuba, donde habia conocido y tratado mucho a clon Pe-dro
Brito, padre del muerto.
El entierro fue moclestísimo. DetrAs del feretro, lleva-
500
do en ad.iS por cuatro XlligOs, marchaba, charlando de
cosas indiferentes, la escasa comitiva en medio de la cual
Santiago ‘I’hornhill ocultaba con la solapas del gabh su
corbata blanca y la pechera reluciente de su camisa, A
las diez había en el casino gran baile de etiqueta para so-lemnizar
el aniversario de la conquista del país.
El îtinebre cortejo atravescí varias calles desiertas y
silenciosas, alUmbracl por media docena de faroles que
llevaban otros tantos pobres, andrajosos y descalzos.
En la plazuela de las Reinas, después del responso que
Dionisio el exiguo oyó semi-cubierto por temor al resfria-do,
la cabecera volviose gravemente para saludar al acom-pafiamiento,
ya mermado por las defecciones que tenían
lugar en cada esquina.
En el cementerio penetraron ~610 los conductores del
cuerpo, Pepe, Canabuey, Vega y Rafael el de los gallos.
En la capilla se hallaban ya dos cadAveres. Un viejo
enorme, vesticlo de parlo negro, cuyas botas habían sido
cortadas para dar cabida a los pies, hinchados por la en-fermedad
y un nido de pocos meses, mufíequira de cera
forrada de blanco, cuyos pArpados abultados y cArdenos
parecían dos violetas marchitas agostadas por el frío de
la CA1’El livida.
Cuando Mariquilla Za Pelota, hija del sepulturero, ce-rr6
con estrépito la verja, Pepe se detuvo un instante con
la cara pegada a los barrotes, pensando vagamente en la
coincidencia inexplicable que reunían en la antesala del
cementerio a aquellos tres cadaveres, que sdlo tenian de
común el pasado sufrimiento y la tiltima congoja y que,
sin embargo, dormirían una noche entera en la sala reso-nante
y ldgubre, a la claridad indecisa del farol pendien-te
del techo, mecidos por la cadencia monc)tona, grave e
indiferente del mar.
xx11
La cucaña
Mediodía. El sol, desde la altura inmensa, esparce su
mirada fulgurante por la soledad grave y majestuosa del
mar, que rodea y aisla por todas parten el humilde grupo
de los siete pefiascos, perdido en aquel rincõn ignorado
del universo, junto a la costa salvaje y desierta del conti-aente
I~&terioso que, cual enorme esfinge, extiende su co-la
monstruosa hacia el sur.
Las cascás blancas con balcones verdes, heridas a plo-mo
por Ia luz solar, proyectan en las aceras una estrecha
faja de sombra, EI penacho sombrío de las palmeras, co-mo
si fuese de piedra, apenas se estremece en el espacio
azul. Las banderas cuelgan de las astas, desmayadas y
lacias como las alas de un phjaro muerto. En el fondo del
paisaje, desvanecida casi en la lejanía azulada y transpa-rente,
tiembla y oscila la línea tortuosa de la Cumbre. Y
contrastando con aquel reposo enervante del aire y de la
tierra, el mar furioso golpea con tenacidad implacable las
costas de la isla, levantando montafias de espuma que ins-tankkneamente
se desploman, con ronco clamoreo.
Pepe ‘Santana, al salir de la misa de doce, vuelve len-tamente
a su casa, atravesando las calles desiertas, cal-deadas
por la llama vibrante del sol. Un viejo, ,tendido en
un banco, a la sombra de un plCttano, duerme con la boca
abierta y el ukgniro apagado, pendiente del labio inferior.
Suena, a derecha e izquierda, el ruiclo familiar y acompa-sado
de los almireces. La población entera se refugia en
el interior de las casas, buscando en la frescura de los pa-tios
y de las estancias cerradas un lenitivo al calor pesa-do
y sofocante del tiempo sur, que difunde por campos y
poblados el halito abrasador del Sahara.
En una casa grande, blanca y nueva de dos pisos, se
abre bruscamente la hoja de una ventana y una muchacha
delgadísima se asoma, apoyando los codos en el alféizar.
Su nariz larga y picuda, sus ojos inexpresivos y rostro
largo exangiie, tienen cierto cnrkcter eclesiBstic0. Pro~luce
el efecto de un presbítero vestido de secorita. De sus de-dos
afilados y amarillos se desprende una lluvia de peta-los
de rosas, algunos de los cuales, despu& de revolotear
lentamente, vienen a posarse en el hongo y en los lentes
de Pepe Santana.
En el patio, embaldosado de mármol, se pasea, en
misteriosa conferencia con el maestro barbero, propietario
de h Elegante, un señor entrado en años, grueso y de
503
pesado andar. SU levita de paño negro, separada por anl-has
manos, CUYOS pulgares se aferran en las aberturas su-periores
del chaleco, deja ver la maciza y áurea cadena
del reloj. ,El SOI cubano paseando por el rostro del viejo,
durante más de cinco JwZfOs, su áspera y candente bro-cha,
le dio la irrevocable y cienosa entonación de cuarto
viejo, que ahora ofrece. Por encima de sus espejuelos de
oro serpean como dos acentos circunflejos las cejas yelua
das. Y debajo de la nariz innoble y chata y del bigote re-cortado
y sucio, se abre el sumidero negro de la boca,
cuyo labio inferior, azulado como la panza de un pez,
cuelga sin movimiento, sacando a la luz los dientes ne-gruzcus
de ratckt, que oprimen noche y día el oloroso ha-bario.
Aquella era la casa de don Florencio Batista, El señor
que en el patio paseaba, en misteriosa plática con el pro-pietario
de Ln JZLcg6znte, moreno y bigotudo como un ba-llestero
del tiempo de la Conquista, usurero felino e impla-cable,
era el gran indiano en persona, Y la joven de as-pecto
caadnico que permanecib en el balcdn hasta que
Pepe Santana dio vuelta a la esquina, era Candelarita Ba-tista,
la hija linica de don Florencio, la cucn8n uZtw/za-ritm,
objeto, hacia dos aiíos, del escandaloso asedio de
todos los pollos atMnticas.
XXIII
Cakietrofe
Eran Zas niflas 6Ze Cn& cuatro hermanas solteras, ma-yores
de cuarenta afios, que se ganaban la vida haciendo
vestidos y sombreros de sefíora y confeccionando pacoti-llas
de encajes y ropa blanca para exportar a la Habana.
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