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998 LA BUROCRACIA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX EN MIAU Eduardo Roca Roca La administración pública y los funcionarios. La Administración Pública, la burocracia, la corrupción, el tráfico de in-fluencias, son objeto de crítica inmisericorde por parte de Galdós tanto en los Episodios Nacionales (por ejemplo, La Primera República, Cánovas, De Cartago a Sagunto, etc.), o en otras obras como Miau. En varias ocasiones se refiere Galdós a los funcionarios de forma peyo-rativa y lastimera, protestando contra las crueldades y martirios que la burocracia y el caciquismo prodigan a los ciudadanos, diciendo que los políticos y funcionarios formaban un maremágnum de gente ociosa y postu-lante, a la vez que destaca la arbitrariedad con que la Administración otor-gaba los nombramientos “según práctica usual en nuestro pan-funcionarismo burocrático”, sin olvidar también la forma arbitraria en que se producían las cesantías de los funcionarios, (La Primera República, I, II y VII); y cuando Tito relata su visita a la presidencia del Gobierno afirma “que en el asilo presidencial no eran grandes los quehaceres de los bue-nos muchachos que allí tenían cómodo acogimiento; unos leían periódi-cos, otros tertuliaban entre el humo de los cigarrillos; iban y venían de una parte a otra pasándose de mano en mano papeles con trabajos vagamente iniciados. Todo indicaba la plantación de un árbol burocrático que pronto daría flores y quizás algún fruto” pero siempre protestando el autor de los ociosos funcionarios. (Cánovas IV y V) La burocracia al servicio de la Administración española es uno de los grandes problemas en la España del siglo XIX y casi se puede afirmar que es el más importante teniendo en cuenta su impacto sociológico así como la trascendencia que el mismo tiene en la sociedad y la política del siglo XIX. La Administración española es objeto del examen crítico de Galdós a lo largo de su obra, siendo reiteradas las referencias que hace a la misma, pero tiene un concreto interés el estudio que realiza de los funcionarios públicos que prestan sus servicios a la Administración del Estado a lo largo del siglo XIX y, de forma especial, en la segunda mitad, de tal forma que el estudio de los personajes de Galdós constituye un punto de refe-rencia imprescindible para conocer en profundidad el fenómeno político sociológico del funcionario decimonónico, sus características, problemas, 4.3-12 999 etc., y de forma especial la figura del cesante, cuya problemática constitu-ye la línea básica de Miau de la que se puede afirmar que es el más impor-tante estudio sociológico-jurídico de dicha burocracia, a la vez que una de las más importantes obras Galdosianas. La cronología de Miau. Miau, es una obra desgarrada, realista, dura, que a su vez mantiene una línea de suspense desde las primeras hasta las últimas líneas, recordando que Galdós escribe y publica esta obra en el año 1888, y sitúa la acción de la misma en los primeros meses de 1878, es decir, unos diez años antes de su aparición en las librerías españolas. La obra recorre con fidelidad la psicología y la situación del funcionariado español en el pasado siglo, las depuraciones y cesantías básicamente de carácter político que se produ-cen tradicionalmente en la realidad española; el desconcierto y la anar-quía existente en el funcionariado español, tanto en las épocas absolutistas como en las constitucionales, destacando los intentos de reforma y en especial el de López Ballesteros. El nacimiento de la figura del cesante da origen a un importante sector de la sociedad española que vive pendiente de los cambios políticos, de forma que se produce una tensión entre la exigencia política de una burocracia obediente y subordinada al poder y la necesidad de los aspirantes a los cargos públicos de acceder a los mismos con garantías y de forma especial con la garantía de estabilidad en el em-pleo. El marco legal de la obra. Uno de los grandes privilegios de los monarcas absolutos fue el nom-bramiento y separación del personal que prestaba servicios a la Corona, de tal forma que tanto el nombramiento como la separación se producían de manera totalmente discrecional, y en multitud de ocasiones, de forma arbitraria; de la misma forma se fijaban los derechos y las obligaciones destacando, de forma especial, la fijación de los haberes con cargo al Presupuesto de la Corona. Puede afirmarse que la situación del funcionario hasta comienzos del siglo XIX tenía un carácter de absoluta precariedad, que se ponía de relie-ve en los dos aspectos fundamentales: el ingreso y la separación. El ingre-so, condicionado por la voluntad del monarca, que designaba a sus servi-dores entre los “pretendientes” a los empleos públicos, los cuales intenta-ban hacer valer sus méritos personales en prolijos escritos o memoriales; la separación que se producía (al margen de las causas naturales de falle-cimiento, renuncia, etc.), como consecuencia de la libre voluntad del mo-narca. Así pues, nos encontramos en los inicios del siglo XIX con un cuerpo funcionarial sometido a los caprichos y veleidades del poder, a las diferen- 1000 cias y cambios políticos, que generaban la consiguiente inestabilidad en el personal que podía ser despedido libremente en cualquier momento. A partir de la primera Constitución española de 1812, pareció iniciarse una nueva etapa para los servidores públicos, pero el constitucionalismo no resuelve la situación, sino que objetivamente la agrava ya que por R.O. de 30 de junio de 1814 se produce la primera norma que trata de resolver el problema de las separaciones políticas, a cuyo efecto distingue entre aquellas que aceptaron el empleo del usurpador Bonaparte y los que no lo habían aceptado, por lo que se produce el despido masivo de quienes habían admitido cargos, ascensos o mejoras del usurpador, hasta el punto que una circular de 11 de diciembre de 1814, ordenó el cese de todos aquellos empleados que no hubieran obtenido el puesto por Real Nombra-miento, ni fueran necesarios para la marcha de la Administración. El retorno de Fernando VII, la derogación de la Constitución de 1812 y la vuelta al Antiguo Régimen, genera una etapa intermedia que se desequi-libra al finalizar el Trienio Liberal, al aumentar las depuraciones políticas, como pone de relieve el Decreto de la Regencia de 27 de Julio de 1823 que cesa a todos los empleados civiles nombrados después del día 7 de marzo de 1820, a la vez que se crea una “Junta de Purificación”, que no es otra cosa sino una auténtica “Junta de Depuración” de funcionarios des-afectos al régimen imperante en el momento. La Real Orden de 27 de enero de 1824, intentó resolver los problemas derivados de la aplicación de las normas antes citadas e intenta poner un cierto orden en la organización funcionarial, siendo destacables las dispo-siciones que se dictan, de manera principal destinadas a los funcionarios y empleados de la Hacienda Pública, en razón al manejo de caudales públi-cos que corrían a su cargo. López Ballesteros inicia la primera reforma de lo que él entendía “carre-ra civil” en la Real Hacienda, y limitada a los empleados de este ámbito, que más tarde se complementa con el R.D. de 3 de abril de 1828, que intenta poner orden en la situación económica de los empleados, dictan-do unas detalladas reglas que configuran a dicha disposición como un Estatuto de funcionarios, ya que señala la forma de nombramiento, pose-sión, jubilaciones, haberes y de forma especial establece que para tener derecho al haber pasivo era necesario justificar quince años de servicio en propiedad por Real nombramiento. En la época mencionada encontramos los siguientes problemas bási-cos: - Garantizar el sistema de ingreso en la función pública. - La adecuada preparación de los funcionarios. 1001 - La estabilidad en el cargo. - Que se definan los motivos por los que el empleado puede ser sepa-rado. - La existencia de la figura del cesante, o empleado cesante, y los pro-blemas que ello plantea. Al iniciarse la etapa constitucional no quedan resueltos, tampoco, los problemas funcionariales, ya que la arbitrariedad de la Corona en esta materia será sustituida por la influencia de los políticos que tratan de con-seguir una burocracia obediente y dócil, bajo la constante amenaza de la inestabilidad del empleado, que se transforma en realidad cada vez que se produce algún cambio político. Las ideas anteriores se ponían de relieve por el granadino Javier de Burgos en sus Ideas de Administración en 1840, cuando afirmaba: Una prerrogativa de la Corona es el nombramiento de emplea-dos; facultad importantísima pues de su recto uso depende que se consigan los grandiosos fines de una buena administración. Hay que confiarla a hombres de capacidades con serios y varios estudios y no subyugados por pasiones propias o influencias extrañas, teniendo la Corona la facultad, y aun la obligación de separar, trasladar o destituir a los que por falta de inteligencia, de actividad o tino, o por cualquier otro motivo no desempeñen completamente la gloriosa misión de hacer el bien e impedir el mal. En estas frases de Javier de Burgos destacan las ideas siguientes: - El nombramiento de empleados es prerrogativa de la Corona. - Igualmente que separarlos, o trasladarlos, por falta de inteligencia, actividad o tino, o por cualquier otro motivo. - El empleado público debe tener capacidad y preparación suficiente. Han puesto de relive los administrativistas españoles, en diversas oca-siones, que la Ley de Presupuestos de 26 de mayo de 1835, fue quizás el primer Estatuto español de Clases Pasivas, regulando las características de las pensiones, su transmisibilidad, importe máximo de los haberes que percibirían los jubilados, estableciendo también la cuantía de los haberes de los cesantes en un “máximo de cuarenta reales de vellón”; las condicio-nes para obtener la jubilación, distinguiendo la voluntaria de la forzosa, así como se trata de cesante con causa justificada o sin ella, distinción de gran importancia ya que el cesado por causa justificada, por sanción, per- 1002 día el derecho a haberes pasivos. Sin embargo el sueldo de los cesantes duró diez años tan sólo, ya que el art. 3º de la Ley de Presupuestos de 23 de mayo de 1845, suprimió estos haberes ordenando que “ningún em-pleado de nueva entrada tendrá derecho a sueldo de cesantía”. El primer intento de ordenar el sistema funcionarial español se debe a Bravo Murillo, que suscribe el Real Decreto de 18 de junio de 1852, cono-cido por “Estatuto de Bravo Murillo“, en el que se contienen las líneas fundamentales reguladoras de la función pública, regulando diversos as-pectos como las categorías, situación de los aspirantes, intento de resol-ver las cesantías, etc.; en la práctica dicho Estatuto no llegó a aplicarse, manteniéndose el problema cuya solución se intenta, otra vez, en el art. 16 de la Ley de Presupuestos de 1864, planteándose como uno de los problemas más importantes el de la separación de los funcionarios y la situación de los cesantes, y cuyas disposiciones trata de completar y mejo-rar el llamado Estatuto de O’Donnell de 4 de marzo de 1866, que tuvo una efímera vigencia de cuatro meses, pues fue derogado por el R.D. de 13 de julio de 1866, dictado por el General Narváez que intentaba una nueva organización administrativa de los funcionarios. De todo lo expuesto se deduce que la prerrogativa o discrecionalidad de los nombramientos continúa, así como la inestabilidad de los funciona-rios, en cuya inestabilidad comenzó a abrirse una brecha a partir de la Ley moyano (que desarrolla la de 17 de julio de 1857), que en su art. 9º esta-blecía la carrera del Profesorado Público como una carrera en la que se ingresaba por oposición, el ascenso se producía por antigüedad o por méritos y el docente gozaba de inamovilidad, no pudiendo ser separados los profesores nada más que por sentencia judicial o expediente guberna-tivo previa audiencia de los interesados. Será a partir de la Constitución de 1876, cuando se inicia un movimien-to de estabilización de los funcionarios públicos a través de la Ley de Presupuestos a cuyo efecto se comienzan a dictar normas específicas para los funcionarios de los distintos Departamentos Ministeriales. Como resumen de lo expuesto, debe destacarse que la burocracia es uno de los grandes problemas de la Administración española en el siglo XIX, y quizás el primero de ellos, destacando la problemática de las cesan-tías de los empleados como manifestación específica de la arbitrariedad tanto de la Corona como de los políticos que desean y exigen su control absoluto, así como la fidelidad sin límites de los empleados, sin cuya cola-boración no pueden conseguir los fines, más o menos acertados, de los distintos partidos políticos. El camino de la estabilidad, como antes se ha dicho, se inicia en la Ley de Presupuestos de 30 de junio de 1892, para continuarse por el R.D., que suscribe en 6 de octubre de 1899 el Ministro Villaverde, en relación con 1003 los empleados de Hacienda, y que culminará ya en el siglo actual con el Estatuto de Maura, contenido en la Ley de Bases de 22 de julio de 1918, que se titulaba: “De la condición de los funcionarios de la Administración Civil del Estado”. Los personajes. En general. Éste es el marco en el que se desarrolla la línea argumental de Miau, dos años después de que se apruebe la Constitución de 1876, y el hilo argumental se teje y se desteje en torno a tres figuras claves: D. Ramón Villaamil, funcionario cesante, sesentón “viejo tigre luchador incansable por la permanencia y la estabilidad en la Administración Pública” y que tiene que cubrir dos meses de servicios activos para obtener la jubilación y conseguir la anunciada estabilidad económica aunque modesta que le proporcione la pensión como jubilado. En segundo lugar Víctor Cadalso, también funcionario cesante, pícaro y corrupto que se encuentra en la línea de la más tradicional picaresca de la literatura española (que va des-de Rinconete y Cortadillo, al buscón don Pablos, Guzmán o el Lazarillo de Tormes), el cual se introduce abruptamente en la vida mendicante del suegro, y en tercer lugar Luisito Cadalso, nieto de D. Ramón, hijo de Víctor e iluminado por visiones celestiales. Debemos destacar que Víctor es el ejemplo de funcionario corrupto y sin escrúpulos, que medra y asciende en la carrera administrativa utilizan-do toda clase de artimañas, a pesar de haber sido cesado en su cargo por una gravísima irregularidad en la gestión de fondos públicos, hasta el pun-to que un amigo le comenta a Villaamil: “Ha llegado el expediente contra tu yerno... parece que no es nada limpio. Dejó de incluir dos o tres pue-blos en la nota de apremios, y en los repartos del último semestre hay sapos y culebras”. Don Ramón Villaamil. Como se ha indicado Villaamil es un funcionario cesante al que sólo le faltan dos meses para completar el tiempo de servicios necesario para conseguir la jubilación, que de otra parte se acerca rápidamente al aproxi-marse la edad del protagonista al momento de la teórica jubilación. Esta figura aparece en otras ocasiones en la obra de Galdós, pues en Fortunata y Jacinta (Tercera Parte, cap.1º) se hace referencia a los cesan-tes y se dice: “con este desbarajuste que ahora hay no se sabe ya por donde anda uno,... aquí se hacen mangas y capirotes de los derechos adquiridos”, e interviene un personaje entonces anónimo: pues yo -murmuraba una voz que parecía salida de una botella, voz correspondiente a una cara escuálida y calavérica en la cual 1004 estaban impresas todas las tristezas de la Administración espa-ñola- sólo pido dos meses, dos meses de activo para poderme jubilar por Ultramar. He pasado el charco siete veces, estoy sin sangre, y ya me corresponde retirarme a descansar con doce. ¡Maldita sea mi suerte! y más adelante vuelve a aparecer en la misma obra, el mismo contertu-lio a quien “faltaban dos meses de empleo para poder pedir la jubilación”. Lo expuesto se identifica con la descripción del personaje que más tar-de se hará en Miau, añadiendo en la obra primeramente citada respecto al mismo que pasando con desdén por junto a los espiritistas, se sentaba en el círculo de los empleados, oyendo más bien que hablando, y permitiéndose hacer tal cual observación con voz de ultra-tumba que salía de su garganta como un eco de las frías caver-nas de una pirámide egipcia: “dos meses, nada más que dos meses me faltan y todo se vuelven promesas: Que hoy, que mañana, que veremos, que no hay vacantes...“. Existe pues una clara identificación entre el personaje a que se refiere Fortunata y Jacinta, con el Villaamil protagonista de Miau. Así pues la cesantía es una realidad de la burocracia española del siglo XIX y Villaamil desempeña en primera persona el papel de cesante, corres-pondiendo con la triste realidad la descripción que se hace del protagonis-ta: Era un hombre alto y seco, los ojos grandes y terroríficos, la piel amarilla, toda ella surcada por pliegues enormes en los cuales las rayas de sombra parecían manchas; las orejas transparentes largas y pegadas al cráneo; la barba corta, rala y cerdosa, con las canas distribuidas caprichosamente formando ráfagas blancas entre lo negro, el cráneo liso y de color de hueso desenterrado, como si acabara de recogerlo de un osario para taparse con él los sesos. La robustez de la mandíbula, el grandor de la boca, la combinación de los tres colores negro, blanco y amarillo, dis-puestos en rayas, la ferocidad de los ojos negros, inducían a comparar tal cara con la de un tigre viejo y tísico, que después de haberse lucido en las exhibiciones ambulantes de fieras, no conserva ya de su antigua belleza más que la pintorreada piel. (M, p.1) La expresada descripción es de una gran dureza y sitúa al cesante desde el inicio de la obra en una situación de hombre derrotado por la vida y por la Administración, sin perjuicio de que más adelante en el mismo capítulo 1005 se contempla la descripción tipológica intentando superar la depresión que le agobia pensando en la posibilidad de que se resuelvan sus proble-mas: Dió Villaamil un gran suspiro, clavando los ojos en el techo. El tigre inválido se transfiguraba. Tenía la expresión sublime de un apóstol en el momento en que le están martirizando por la fé, algo del San Bartolomé de Rivera cuando le suspenden del árbol y le descueran aquellos tunantes de gentiles, como si fuera un cabrito. Falta decir que este Villaamil era el que en ciertas tertulias de café reci-bió el apodo de Ramsés II, de cuya forma se remite a la anterior descrip-ción de Fortunata y Jacinta (3ª Parte, cap.lº) en que se describe a nuestro cesante de la siguiente forma: Tenía pintada en su cara la ansiedad más terrible; su piel era como la cáscara de un limón podrido, sus ojos de espectro, y cuando se acercaba a la mesa de los espiritistas, parecía uno de aquellos seres muertos hace miles de años, que vienen ahora por estos barrios, llamados por el toque de la pata de un velador. El clima de Cuba y Filipinas le habia dejado en los huesos, y como era todo él una pura mojama, relumbraban en su cara las miradas de tal modo que parecía que se iba a comer a la gente. A un guasón se le ocurrió llamarle Ramsés II, y cayó tan en gracia el mote, que Ramsés II se quedó. Las apariencias externas: el traje. La cesantía es un auténtico fenómeno social que lleva consigo una serie de consecuencias para las personas así como para los familiares del ce-sante, pues normalmente se trata de una persona de cultura media inte-grada en una clase social digna en la que hay que guardar unas apariencias que afectan incluso al aspecto exterior de las personas. No se trata sólo de un problema de subsistencia física, sino de presencia social que exige una presentación externa adecuada, y así la esposa de Villaamil le plantea la necesidad de adquirir ropa nueva pues es imposible que consiga nada el que se presenta en los Ministe-rios hecho un mendigo, los tacones torcidos, el sombrero del año del hambre y el gabán con grasa y flecos. Desengáñate, a los que van así nadie les hace caso y lo más a que pueden aspirar es a una plaza en San Bernardino. Y como ahora te han de colocar, también necesitas ropa para presentarte en la oficina... el traje es casi la persona y si no te presentas como Dios manda te mira-rán con desprecio y eres hombre perdido. Hoy mismo llamo al sastre para que te haga un gabán. Y el gabán nuevo pide som-brero, y el sombrero botas. 1006 La conversación es de una evidencia total por lo que Villaamil preocupa-do no la contradice ni se le ocultaba lo bien fundado de aquellas razones y el valor social y político de las prendas de vestir; y harto sabía que los pretendientes bien trajeados llevan ya ganada la mitad de la par-tida. Vino pues el sastre llamado con urgencia, y Villaamil se dejó tomar las medidas taciturno y fosco como si más que de gabán fuesen medidas de mortaja. (M, p.12) El mismo protagonista más adelante vuelve a referirse a la vestimenta al dirigirse a un amigo al que le dice: Parece mentira, Francisco, que el sombrero influya tanto. Pues dicen que Pez debe su carrera nada más que al chisterómetro de alas anchas y abarquilladas que le dan un aire tan solemne... bien recuerdo que tú me decías: “Ramón, ponte un chaleco de buen ver, que esto ayuda; gasta cuellos altos, muy altos, muy tiesos, que te obliguen a engallar la cabeza con cierto aire de importancia“. Yo no te hice caso, y así estoy. A Basilio, desde que se encajó la levita inglesa le empezaron a indicar para el ascenso, y a mí se me antoja que las botas chillonas del amigo Montes, dando a su personalidad un no se qué de atrevido, inso-lente y “qué se me dá a mí“ han influido para que avance tanto, sobre todo el sombrero, el sombrero es cosa esencialísima Fran-cisco, y el tuyo me parece un perfecto modelo... alto, de copa y con hechura de trombón, el ala muy semejante a la canaleja de un cura. Luego esas corbatas que tú te permites. Si me colocan, me pondré igual. (M, p.33) Las depresiones del funcionario cesante. Galdós describe un auténtico cuadro depresivo, que hoy sería identifi-cado perfectamente por cualquier persona conocedora de las enfermeda-des de la mente, pero el autor lo retrata como pesimismo “antes veremos salir el sol por occidente que a mí entrar en la oficina” (M, p.15). Estas fases depresivas, seguidas de otras de optimismo, se repiten a lo largo de toda la obra, y así Villaamil en el capítulo 4º reflexiona: Esto ya es demasiado Señor Todopoderoso ¿qué he hecho yo para que me trates así? ¿Por qué no me colocan? ¿Por qué me abandonan hasta los amigos en quienes más confiaba? Tan pronto se abatía el ánimo del cesante sin ventura, como se inflamaba suponiéndose perseguido por ocultos enemigos que le habían jurado rencor eterno “¿pero quién será el danzante que me hace la guerra?, algún ingrato, quizás que me debe su carrera“ para mayor desconsuelo se le representaba entonces toda su vida 1007 administrativa, carrera lenta y honrosa en la Península y Ultra-mar desde que entró a servir allá por el año 41 y cuando tenía 24 de edad (siendo Ministro de Hacienda el Sr. Surrá). Poco tiempo había estado cesante antes de la terrible crujía en que le encon-tramos: Cuatro meses en tiempo de Bertrán de Lis, once durante el bienio, tres y medio en tiempo de Salaverria. Después de la Revolución pasó a Cuba y luego a Filipinas de donde le echó la disentería. En fin que había cumplido sesenta y los de servicio, bien sumados, eran treinta y cuatro y diez meses, le faltaban dos meses para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regula-dor, que era el de su destino más alto, Jefe de administración de tercera. “¡Qué mundo éste! ¡Cuánta injusticia!, ¡Y luego no quie-ren que haya Revoluciones! No pido más que los dos meses, para jubilarme con los cuatro quintos, sí señor... con arreglo a la Ley de Presupuestos del 35, modificada el 65 y el 68“. (M, p.4) En sus cálculos Villaamil pensaba que debía ser jefe de administración de segunda, pues en razón a su edad y servicios, le tocaba ascender de acuerdo con la Ley de Cánovas de 1876. D. Ramón acude a toda clase de amigos y recomendaciones a fin de conseguir el más modesto empleo para completar los dos meses de servicio activo que le faltan para conse-guir la jubilación, pero todo se vuelven promesas incumplidas, por lo que añora el buen trato recibido por el Ministro Juan Bravo Murillo en 1852, y se queja diciendo ”si aquél hombre levantara la cabeza y me viera cesan-te”; recuerda sus numerosos servicios y méritos desde el Plan de Presu-puestos que redactó en 1855, que mereció los elogios de D. Pascual Madoz y de D. Juan Bruil, sobre cuyo plan había continuado trabajando los si-guientes veinte años para llegar a las conclusiones reformistas de la Admi-nistración y de la Hacienda española, sin que se hubiese aprovechado por los políticos su extensa experiencia en materia de Administración y de impuestos (M, p.4), y cuyo plan se resumía en las cuatro iniciales de las palabras sintetizadoras de su plan económico-administrativo: “Morali-dad, Income Tax, Aduanas, Unificación”, con las que se compone la pala-bra MIAU, que da título a la novela. (M, pp.22 y 33) Es constante la lucha por el empleo para lo que utiliza D. Ramón toda clase de amistades y recomendaciones, esperando la obtención de un empleo, de tal forma que las esperanzas “apenas segadas en flor volvían a retoñar con nueva lozanía, el atribulado cesante las daba siempre por de-finitivamente muertas, fiel al sistema de esperar desesperando”, siendo curioso el sistema que utilizaba el interesado de reforzar sus peticiones mediante el envío reiterado de cartas a todos los amigos y conocidos a fin de mover a su favor “la desmayada voluntad del Ministro”. (M, p.21) Una vez y otra vuelve a caer D. Ramón en la espera melancólica, sin encontrar en su conciencia ningún pecado que le hubiere hecho merecer el castigo de la cesantía: 1008 Yo he procurado siempre el bien del Estado, y he atendido a defender en todo caso la Administración contra sus defrauda-dores. Jamás hice ni consentí un chanchullo, jamás, Señor, ja-más. Eso bien lo sabes, Tú, Señor. Ahí estan mis libros cuando fui Tenedor de la Intervención. Ni un asiento mal hecho, ni una raspadura ¿por qué tanta injusticia en estos jeringados Gobier-nos? Si es verdad que a todos nos das el pan de cada día ¿por qué a mí me lo niegas?, y digo más, si el Estado debe favorecer a todos por igual ¿por qué a mí me abandonas? A mí que le he servido con tanta lealtad, Señor, que no me engañe ahora, yo te prometo no dudar de tu misericordia como he dudado otras ve-ces; yo te prometo no ser pesimista y esperar, esperar en Ti. Ahora, Padre Nuestro, tócale en el corazón a ese cansado minis-tro que es buena persona sólo que le marean con tantas cartas y recomendaciones. Es reiterada la descripción de este cuadro depresivo en el que aparecen el pesimismo, la ansiedad, la angustia (M, p.33), a las que se suma la tremenda soledad en que se encuentra D. Ramón ante la absoluta impo-tencia para conseguir las pocas semanas de vida activa que le faltan para la jubilación hasta el punto de pensar en sus “fúnebres soledades” (M, pp.19 y 35). Es curiosa la forma en que Galdós se refiere al día de paga, destacando que en estos días el trabajo terminaba más pronto que de ordinario para la percepción de los haberes, fecha venturosa que pone feliz término a las angustias del fin de mes abriendo nueva era de esperanza. El día de paga hay en las salas de aquel falansterio más luz, aire más puro y un no sé qué de diáfano y alegre que se mete en los corazones de los infelices jornaleros de la hacienda pública (M, p.36) hasta el punto de que se conocía el momento de la paga en el ruido de las pisadas, el sonar de timbres, en el movimiento y animación de las oficinas, pues cesaba el trabajo, se ataban los legajos, eran cerrados los pupitres y las plumas yacían sobre las mesas entre el desorden de los papeles y las arenillas que se pegaban a las manos sudorosas. En algunos departamentos los funcionarios acudían, conforme les iban llamando al despacho de los habilitados, que les hacían firmar la nominilla y les daban el trigo. En otros, los habilitados mandaban un ordenanza con los santos cuartos en una hortera, en plata y billetes chicos, y la nominilla. El jefe de la sección se encargaba de distribuir las raciones de metálico y de hacer fir-mar a cada uno lo que recibía (M, p.36). 1009 La forma en que Villaamil contempla esta operación va desde la envidia a la tragedia y se perdía su imaginación entre las conversaciones y ruidos del tráfago de los funcionarios y “en los oídos de Villaamil añadíase al murmullo inmenso el tintineo de los duros, recién guardados en tanta faltiquera. Pensó que el metal de los pesos debía estar frío aún, pero se calentaría pronto al contacto del cuerpo, y aun se derretiría al de las nece-sidades”. (M, p.37) La vida de D. Ramón se desliza entre la duda, el pesimismo, la esperan-za y la depresión, hay momentos en que la familia pasa auténtica hambre, así como las artimañas de que se tiene que valer para poder realizar la compra de comidas, que van desde acudir a las casas de empeño, solicitar préstamos, que posiblemente nunca serían pagados, a los pocos amigos que le siguen prestando su ayuda, hasta el momento en que el yerno Víctor se coloca, de forma totalmente imprevisible, a pesar de los antecedentes que le habían llevado a Madrid, y de los problemas que había tenido en su anterior puesto de trabajo con la gestión de los dineros públicos, y a pesar del expediente sancionador tramitado contra el yerno, éste consigue un buen destino, y alivia la situación económica de la familia política, si bien esta ayuda no es desinteresada escondiéndose tras ella oscuras intencio-nes que el lector de Miau puede detectar claramente. Administración y Hacienda pública. Galdós identifica reiteradamente a lo largo de su obra Hacienda Pública y Administración Pública, trasladando a la literatura la visión doméstica del ciudadano que estima la existencia de Administración cuando hay una serie de caudales públicos, obtenidos a través de los impuestos abonados por los ciudadanos, y que deben ser objeto de una recta y adecuada ges-tión o administración, a la vez que mitifica a los altos cargos personifica-dos en la figura de los Ministros que constituyen la meta a la que aspira por cualquier ciudadano, ya que es la máxima figura de la organización, que prácticamente disponen de la vida y economía española, sin perjuicio de criticarles como consecuencia de la propia importancia del cargo, pues Luisito, nieto de D. Ramón de Villaamil, en cierta ocasión hace la siguiente reflexión sobre el Congreso de los Diputados: Pues también entraban allí los Ministros ¿y quiénes eran los Mi-nistros? Los que gobernaban y daban los destinos. Igualmente recordó haber oído a su abuelo en frecuentes ratos de mal hu-mor que las Cortes eran una farsa y que allí no se hacía más que perder el tiempo. (M, pp.1, 2 y 28) Los problemas de la Hacienda y su desorganización son constantes en la obra: “Las cédulas personales no se cobraban ni a tiros. En Consumos había descubiertos horribles”, y vuelve, más adelante, a insistir en los consumos como la más ingeniosa de las invenciones, si bien el pueblo es 1010 capaz de otras invenciones, aún más ingeniosas para no pagar, aun a pe-sar de los apremios. (M, p.12) El protagonista Villamil es un funcionario cesante estrechamente vincu-lado con la Hacienda Pública, de tal forma que, aun encontrándose en esta situación de inactividad, acude con frecuencia al Ministerio de Hacienda, siendo constante la preocupación que D. Ramón siente hacia esta institu-ción, ya que iba por las tardes al Ministerio de Hacienda en cuyas oficinas tenía muchos amigos de categorías diversas, allí se pasaba largas horas charlando, enterándose del expedien-teo, fumándose algún cigarrillo y sirviendo de asesor a los empleados noveles o inexpertos que le consultaban cual-quier punto oscuro de la enrevesada administración. Profesa-ba Villaamil, entrañable cariño a la mole colosal del Ministerio; la amaba como el criado fiel ama la casa y familia cuyo pan ha comido durante luengos años; y en aquella época funesta de su cesantía visitábala él con respeto y tristeza, como sirviente des-pedido que ronda la morada de donde le expulsaron, soñando en volver a ella. Atravesaba el pórtico, la inmesa crujía que sepa-ra los dos patios, y subía despacio la monumental escalera, en-cajonada entre gruesos muros que tiene algo de feudal y de car-celario a la vez. Dudaba si entrar en Aduanas o en el Tesoro, donde tenía muchos conocidos, pero siempre prefería Contribu-ciones o Propiedades, siendo saludado siempre por conocidos, antiguos compañeros y en especial por los porteros del Ministe-rio. (M, p.21) Uno de los puntos claves de su vida como funcionario había sido: “mu-cha administración y poca o ninguna política”, destacando que los ciuda-danos se quejaban sin causa, pues España es el lugar en que menos con-tribuciones se pagaban a la vez que “el País es esencialmente defrauda-dor, y la política es el arte de cohonestar las defraudaciones de turno pací-fico o violento en el saqueo de la Hacienda”. (M, p.22) En un momento de la narración uno de los contertulios de Villaamil dice que “la condenada Administración es una hija de mala hembra con la que no se puede tener trato sin deshonrarse” y, añade, casi al final de la nove-la: verdad que en mi perra existencia llena de trabajo y preocupa-ciones no he tenido tiempo para mirar hacia arriba ni para en-frente, siempre con los ojos hacia abajo, hacia esta puerca tierra que no vale dos cominos, hacia la muy marrana Administración, a quien parta un rayo, y mirándoles las cochinas caras a Minis-tros, Directores y jefes de Personal, que maldita gracia tienen. Lo que yo digo: Cuánto más interesante es un cacho de Cielo, por 1011 pequeño que sea, que la cara de Pantoja, la de Cucúrbitas y la del propio Ministro. (M, pp.36 y 42) La reforma de la Hacienda y la Administración pública. Sorprende y sobrecoge la realista descripción que Galdós hace de la Administración española y, en especial, de la Hacienda Pública; frente a la probidad y honradez de D. Ramón la corrupción que personifica Víctor Cadalso, como prototipo del funcionario corrupto y defraudador de los caudales públicos. Es la lucha entre la probidad y la honradez frente a la inmoralidad y la corrupción. Y en el centro, entre ambas figuras, aparece Luisito iluminado y sufridor silencioso que, involuntariamente, precipita la tragedia final del abuelo. D. Ramón Villaamil, como se ha dicho, personifica la integridad funcio-nal, de leal servidor de la Administración que, a su vez, identifica siempre con la Hacienda Pública, es decir, el manejo de los dineros y de los cauda-les de la Hacienda Pública, y propone una reforma profunda de la Adminis-tración y la Hacienda española, a cuyo efecto, don Ramón perfecciona la redacción de un Plan de Reforma, que ya había elevado en el año 1855 a D. Pascual Madoz, partiendo de una radical reforma fiscal en que se supri-mirían todas las contribuciones sustituyéndolas por la forma inglesa del “Income Tax”, y decía: “El impuesto único, basado en la buena fe, en la emulación y en el amor propio del contribuyente, es el remedio mejor de la miseria pública”. La expresada reforma administrativa la plantea Galdós-Villaamil sobre cuatro puntos: - En primer lugar “rompe plaza la moralidad... que es el fundamento del orden administrativo. Moralidad arriba, moralidad abajo, a izquierda y de-recha”. - Segundo punto, la reforma fiscal sobre la base del citado “income tax”, diciendo: “Fuera Territorial, Subsidio y Consumo. Lo sustituyo con el Im-puesto sobre la renta, con un recarguito municipal, todo muy sencillo muy práctico, muy claro, y expongo mis ideas sobre el método de cobranza, apremios, investigación e inspección, multas, etc”. - El tercer punto de la reforma son las Aduanas, diciendo el personaje: “Porque fíjense ustedes, las Aduanas no son sólo un arbitrio, son un méto-do de protección al trabajo nacional. Establezco un arancel bien remonta-do, para que prosperen las fábricas y nos vistamos todos con telas españo-las”, generando puestos de trabajo, a cuya observación un contertulio le dice a D. Ramón: “A su lado Bravo Murillo era un niño de teta”. - El cuarto punto para la Reforma era la Unificación de la deuda: “recojo todo el papel que anda por ahí con diferentes nombres: tres consolidado, 1012 diferido, bonos, banco y tesoro, billetes hipotecarios y lo canjeo por un cuatro por ciento, emitido al tipo que convenga. Se acabaron los quebraderos de cabeza”; un contertulio le dice “sabe usted más D. Ramón que el muy marrano que inventó la Hacienda”, a lo que responde el prota-gonista no es que sepa mucho, con modestia, es que miro las cosas de la casa como mías propias y quisiera ver a este país entrar de lleno por la senda del orden. Esto no es ciencia, es buen deseo, aplicación, trabajo. Ahora bien, ustedes no me hicieron caso; pues ellos tampoco. Allá se las hayan. Llegará día en que los españoles tengan que andar descalzos y los más ricos pedir para ayuda de un panecillo... digo, no pedirán limosna porque no habrá quién la dé. (M, p.22) La crítica de la Administración Pública española es de una gran dureza, como consecuencia de las arbitrariedades y el desorden de la misma, y transcribe un supuesto comentario periodístico: Esto es escandaloso, esto es el delirium tremens del polaquismo. Ni en la cábilas de África pasa ésto. Pobre país. Pobre España. Se ponen los pelos de punta pensando lo que va a venir aquí con este desbarajuste administrativo. Las influencias. La figura de D. Ramón Villaamil es trágica, sesentón largo, el tiempo se le acaba y deambula de oficina en oficina, recorre los Ministerios, trata de conseguir un empleo, una colocación por pequeña que sea para cubrir los dos meses de servicio activo que le faltan para conseguir la jubilación; contempla deprimido y desconcertado cómo el mundo administrativo se encuentra en manos de aduladores, los destinos se obtienen mediante recomendación e incluso destaca la influencia que tienen determinadas personas: Dice D. Ramón “las influencias lo pueden todo... absolver a los delincuentes y aun premiarlos, mientras los leales perecen”. Su contertu-lio Pantoja le indica y las influencias que vuelven al mundo patas arriba y hacen es-carnio de la justicia no son las políticas. Quiero decir que estas influencias no revuelven el cotarro tanto como las otras. -¿Cuá-les, preguntó Villaamil?- Las Faldas replicó Pantoja... Dios, qué cosas ve uno, dijo Villaamil llevándose las manos a la cabeza, y enmedio de su catoniana indignación, pensando en aquella ig-nominia de las faldas corruptoras, se preguntaba por qué no habría tambien faldas benéficas que favoreciendo a los buenos como él, sirvieran a la Administración y al País. (M, p.26) 1013 Y vale la pena transcribir el siguiente párrafo del Cap.36 de Miau: Bueno. Cuando veo un nombramiento absurdo, pregunto: ¿quién es ella? Porque es probado; siempre que una nulidad se sobre-pone a un empleado útil, ponga usted el oído y escuchará rumor de faldas. ¿Apostamos a que sé quién ha pedido el ascenso del cojo? Pues su prima, esa tal Enriqueta, frescachona, más suelta que las gallinas, de la cual se dice si tuvo que ver con nuestro egregio Director. Ahora, sabiendo a qué aldabas se agarra ese morral de Guillén, ayúdenme ustedes a sentir. Nada, el amigo Argüelles, con toda su prole a rastras, se quedará ladrando de hambre, y el otro ascenderá, y olé morena. (M, p.36) En Miau hay numerosas indicaciones a la importante influencia que la mujer tiene en la vida política del siglo XIX, y D. Ramón dirá que tuvo “un director que no hacía un servicio al lucero del alba ni despachaba cosa alguna, como no viniera una mujer a pedírsela, crean ustedes que la perdi-ción del país es la faldamenta”. (M, p.33) También tuvieron las faldas una importante intervención para resolver los problemas de Víctor Cadalso, pues ¿quién lo recomendó “para que echaran tierra al expediente y encima le encajaran un ascenso”? La respuesta es inmediata, “debe ser cosa de hembras, alguna jovencita sensible que ande por ahí, porque Víctor las atrapa limpiamente”. Y así es, pues se trata de una marquesa que Víctor conoció durante su destino en Valencia, a quien “los sesenta y pico no hay quien se los quite, y aunque debió de ser buena moza, ya no hay pintura que la salve ni remedio que la enderece”, pues bien, esta “tarasca” movía el Ministerio sin poner los pies en él y fue la que resolvió la grave situación de Cadalso. (M, p.36) La picaresca de las recomendaciones, influencias, etc., es una constante en la historia de la Política y de la Administración es-pañolas, y cuyos vicios son fustigados en las obras de Galdós; así, por ejemplo, es curioso el letrero que figuraba en la puerta del despacho de Nicolás Estébanez, en el Ministerio de la Gober-nación, que decía: “Aquí no se dan destinos, ni recomendacio-nes, ni dinero, ni nada”, indicando que la nube de pedigüeños está formada por los cesantes de los partidos viejos, el detritus de la política, los imnumerables moscos aburridos y famélicos que hacen imposible la vida oficial. He tenido que ahuyentarles con esa tufarada de azufre. A pesar del cartelito, vuelven, zum-ban y pican. Recordemos, que en los Episodios Nacionales, curiosamente, Tito se convierte en un auténtico protector y traficante de influencias, al que acu-den múltiples personajes solicitando su valiosa intercesión; aunque ini- 1014 cialmente Tito carece de poder, por casualidades del destino, son atendi-das las presuntas recomendaciones, que convierten a Tito en un persona-je de la máxima influencia, figurándose los beneficiados que el individuo se encuentra muy próximo al poder, y así se manifiesta Don Basilio Andrés de la Caña cuando dice: “Gracias, gracias, imponderable Tito, el hombre más influyente de estos reinos... o de estos cantones. A usted debo mi felicidad; a usted debo mi plaza. Hoy me han dicho que mañana se firmará el nombramiento”. Aunque a veces se confunden los difíciles favores polí-ticos con los pactos amorosos, recibiendo por todas partes “expresiones de gratitud y ofertas de recompensar mi favor con cuantos servicios pudie-ran prestarme los agradecimientos”; hasta el punto que Celestina llega a decirle a Tito “que es usted el hombre de más poder en la política y el de mayor metimiento en los despachos de todos los ministros”, de tal forma que llega a pensar nuestro personaje en la posibilidad de utilizar su omní-modo poder en la esfera oficial, pues “si a los demás hacía yo felices, ¿por qué no agenciaba para mí la felicidad de ser rico...?”. (La Primera Repúbli-ca, IV, VII, VIII, IX y XI) Finalmente, al retornar a Madrid después de su aventura en el cantón de Cartagena, ya le están aguardando los pedigüeños, a fin de obtener su “auxilio poderoso”, y el personaje que le aguarda le dice: “Me han dicho que a usted no le niega nada el Gobierno, cosa que pida es cosa lograda. Todos me aseguran que va usted para Ministro y que ha venido al arreglo de paces con la cantona”. (De Cartago a Sagunto, VII) El tráfico de influencias aparece como una práctica habitual y normal a lo largo del siglo XIX, y en muchos momentos las expresiones anteriores parecen corresponder a momentos históricos mucho más próximos a no-sotros en el tiempo, sin que sea necesario destacar ahora que, el tráfico de influencias, se ha configurado como delito castigado por la Ley penal, hace escaso tiempo en España. La corrupción. Como antes decía, la corrupción es uno de los problemas en que Galdós se detiene, de forma reiterada, al referirse a las exigencias económicas que hacen los funcionarios para despachar los expedientes e, incluso, afronta el problema de la apropiación de caudales y la defraudación por parte de algunos funcionarios; especial interés tiene la referencia a las comisiones... un Estado ingrato, indiferente al mérito es un Estado salvaje. Lo que yo digo: donde quiera que hay el haber de un servicio, hay el deber de una comisión. Partida por partida esto es elemental. Yo doy al Estado con una mano seis millones que andaban trasconejados, y alargo la otra para que me suelte mi comisión. ¡Ah! pero Estado ladrón indecente ¿qué querías tú, mamarte los 1015 millones y dejarme asperges?... pues te juro que por listo que tú seas más lo soy yo. Vamos de pillo a pillo... Pero para que tú respires es preciso que respire yo también. Si yo me ahogo ven-drá otro que te sacará el redaño. (M, p.11) En distintas ocasiones, a lo largo de sus obras, critica Galdós con dure-za la corrupción existente de forma generalizada, en la vida política, de esta época, y de forma especial durante la República, refiriéndose a los “pajarracos que apenas establecida la República se cuelan en ella para llenar sus buches con los desperdicios del Presupuesto”; y al referirse a la crisis del día 24 de febrero de1873, a los trece días del establecimiento de la República dice, que “aún no asábamos y ya pringábamos”, insistiendo a continuación, en la necesidad de un buen sistema de Hacienda y un rigor escrupuloso en las prácticas administrativas, mencionando en alguna oca-sión el carácter incorruptible de contados políticos. (La Primera República, I, II, IV y X) Muy ilustrativa es la referencia que Galdós pone en boca de un persona-je de Cánovas: En todo tiempo, y más aún cuando ocurren cambios de situa-ción tan radicales como el que estamos viendo, la caterva de menesterosos bien vestidos, agobiada de necesidades por el decoro social de los señoritos y los pujos de elegancia de las señoras y niñas, cae como voraz langosta sobre el prepotente señor o engalanado con plumas, cintajos, espadines, cruces y calvarios, porque esa casta privilegiada es la que tiene en sus manos la grande olla donde todos han de comer. Aquí la indus-tria es raquítica, la agricultura pobre, y los negocios pingües sólo fructifican en las alturas. La turba postulante se agarra a todas las aldabas, llama a todas las puertas, tira de los faldones de los personajes empingorotados, pide auxilio con discretos tirones a las mujeres legítimas de los tales... y a las que no son legítimas. (Cánovas IV) Los funcionarios corruptos y el despojo del patrimonio histórico de la Iglesia. Dedica Galdós su atención al despojo que se produce en los bienes de la Iglesia, a lo largo del siglo XIX, y es imprescindible la cita de la figura del Inspector Cabrera (Miau, cap.14), cuando dice Galdós: Vivía el matrimonio Cabrera pacíficamente y con desahogo, pues además del sueldo de inspector, disfrutaba Ildefonso las ganan-cias de un tráfico hasta cierto punto clandestino, que consistía en traer de Francia objetos para el culto y venderlos en Madrid a los curas de los pueblos vecinos y aún al Clero de la Corte. Todo 1016 ello era género barato, de cargazón, producto de la industria moderna que no pierde ripio, y sabe explotar la penuria de la Iglesia en los tiempos difíciles actuales. Cabrera tenía sus socios en Hendaya y entendíase con ellos, llevándoles telas, cornuco-pias, plata de ley, algún cuadro y otras antiguallas sustraídas a las fábricas de los templos de Castilla, un día opulentos y hoy pobrísimos. El toque de este comercio estaba, según indicacio-nes maliciosas, en que al ir y venir pasaban las mercancías de la frontera francas de derechos; pero esto no se ha comprobado. De ordinario, la quincalla eclesiástica que Cabrera introducía (ob-jetos de latón dorado, todo falso, frágil, pobre y de mal gusto) era tan barata en los centros de producción y se vendía tan bien aquí, que soportaba sin dificultad el sobreprecio arancelario. En otras épocas, cuando empezaba este negocio, solía Quintina introducirse en la sacristía de cualquier parroquia con un bulto bajo el mantón, como quien va a pasar matute, y susurrar el oído del Ecónomo: “¿Quieren ustedes ver un cáliz que da la hora? Y se pasmarán los señores del precio. La mitad que el género Meneses...“ Y añade más adelante Para Víctor era de rúbrica que Cabrera burlaba el rigor de la Adua-na en sus traídas de material eclesiástico y exportaciones de guiñapos artísticos. Y no sólo robaba al Estado, sino a la empre-sa, porque en los comienzos del negocio confiaba sus paquetes a los conductores, y después, cuando aquéllos se trocaron en voluminosas cajas y no quiso exponerse a un réspice de los je-fes, facturaba, sí, pero aplicando a sus mercancías de lujo la tarifa de envases de retorno o maderas de construcción. En sus declaraciones de Aduanas había cosas muy chuscas. ”¿Cómo creen ustedes que declaró una caja llena de San Josés? —Decía Víctor. Pues la declaró piedras de chispa.” Como él hacia favores a los vistas, éstos le pasaban aquellos manifiestos incongruen-tes; y los incensarios de bronce, ¿qué eran?... ferretería ordina-ria; ¿y los ternos de tela barata?..., paraguas sin armar y corsés en bruto. El tema es interminable, y las citas muchas e importantes, siendo reite-radas las referencias que hace Galdós, en diversas obras a las expoliacio-nes que durante el pasado siglo se produce en los bienes de la iglesia. Conclusión. Dentro de este laberinto administrativo que describe Galdós está la rec-titud y probidad de D. Ramón, su Programa de Reforma Administrativa e incluso la justificación del nombre de la novela, que no son sino las cuatro 1017 iniciales de las palabras en que resume su programa reformista: Morali-dad, income tax, Aduanas, Unificación de la deuda. En definitiva Miau, y un final atormentado, con una depresión profunda del protagonista, un deseo de liberación incontenida y en los Vertederos de la Montaña, en un lugar a donde no llega el alumbrado público se detiene y termina todo con un “jeringado” tiro en la sien. Es la eterna lucha entre el bien y el mal, el derecho y la injusticia, la moralidad y la corrupción, que deja un amargo sabor de funcionario ce-sante, obediente al gobierno de turno, cuyos ecos aún llegan a nosotros a siglo y medio de distancia. 1018 BIBLIOGRAFÍA BENEYTO, J., Historia de la Administración Española e Hispanoamericana, ed. Aguilar, Madrid, 1958. BRAVO VILLASANTE, C., Galdós visto por sí mismo, Madrid, 1970. CARRASCO CANALS, C., La Burocracia en la España del Siglo XIX, Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid, 1975. DE ESTEBAN, J., Constituciones españolas y extranjeras, Ediciones Taurus, Madrid, 1977, Tomo 12. FERNÁNDEZ DE VELASCO, R., El Estatuto de Funcionarios, Madrid, 1916. GARCIA-TREVIJANO FOS, J. A., Tratado de Derecho Administrativo, Madrid, 1970, Tomo 32, Vol. 1, 1ª Edic. NIETO, A. La burocracia, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1978. ORTIZ DE ZUÑIGA, M., «Tratado de Derecho Administrativo», Granada, 1842. PÉREZ GALDÓS, B., Episodios Nacionales, Estudio Preliminar de Federico Carlos Sainz de Robles, Ed. Aguilar, Madrid, 1996, 5 Vol. PÉREZ GALDÓS, B., Miau, Obras completas, Aguilar, Tomo Quinto, 3ª Edición, pp.541 y ss. POSADA HERRERA, J., Lecciones de Administración. Estudio Preliminar de Eduardo Roca Roca, Ministerio para las Administraciones Públicas, Madrid, 1988. ROCA ROCA, E., «Aspectos Jurídicos de la Obra de Perez Galdós (Las Cortes de Cádiz)», en Actas del IV Congreso Galdosiano, 1990, pp.485 y ss. ROCA ROCA, E., «De la Primera República a la Constitución de 1876, en los Episodios Nacionales de Pérez Galdós», en Actas del V Congreso Galdosiano, 1992, pp.121 y 55. ROCA ROCA, E., Las ideas de Administración de Javier de Burgos, Instituto Nacional de Administración Pública, Alcalá de Henares, Madrid, 1988.
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Calificación | |
Título y subtítulo | La burocracia española del siglo XIX en Miau |
Autor principal | Roca Roca, Eduardo |
Entidad | Casa-Museo Pérez Galdós |
Publicación fuente | Actas del sexto congreso internacional de estudios Galdosianos |
Numeración | Congreso 06 |
Sección | Comunicaciones |
Tipo de documento | Actas de congreso |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Cabildo Insular de Gran Canaria |
Fecha | 1997 |
Páginas | P. 0998-1018 |
Materias | Pérez Galdós, Benito (1843-1920) ; Crítica e interpretación |
Enlaces relacionados | Casa Museo Pérez Galdós: http://www.casamuseoperezgaldos.com Benito Pérez Galdós en la Biblioteca virtual de Miguel de Cervantes: http://www.cervantesvirtual.com/bib/bib_autor/galdos/ |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 88296 Bytes |
Texto | 998 LA BUROCRACIA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX EN MIAU Eduardo Roca Roca La administración pública y los funcionarios. La Administración Pública, la burocracia, la corrupción, el tráfico de in-fluencias, son objeto de crítica inmisericorde por parte de Galdós tanto en los Episodios Nacionales (por ejemplo, La Primera República, Cánovas, De Cartago a Sagunto, etc.), o en otras obras como Miau. En varias ocasiones se refiere Galdós a los funcionarios de forma peyo-rativa y lastimera, protestando contra las crueldades y martirios que la burocracia y el caciquismo prodigan a los ciudadanos, diciendo que los políticos y funcionarios formaban un maremágnum de gente ociosa y postu-lante, a la vez que destaca la arbitrariedad con que la Administración otor-gaba los nombramientos “según práctica usual en nuestro pan-funcionarismo burocrático”, sin olvidar también la forma arbitraria en que se producían las cesantías de los funcionarios, (La Primera República, I, II y VII); y cuando Tito relata su visita a la presidencia del Gobierno afirma “que en el asilo presidencial no eran grandes los quehaceres de los bue-nos muchachos que allí tenían cómodo acogimiento; unos leían periódi-cos, otros tertuliaban entre el humo de los cigarrillos; iban y venían de una parte a otra pasándose de mano en mano papeles con trabajos vagamente iniciados. Todo indicaba la plantación de un árbol burocrático que pronto daría flores y quizás algún fruto” pero siempre protestando el autor de los ociosos funcionarios. (Cánovas IV y V) La burocracia al servicio de la Administración española es uno de los grandes problemas en la España del siglo XIX y casi se puede afirmar que es el más importante teniendo en cuenta su impacto sociológico así como la trascendencia que el mismo tiene en la sociedad y la política del siglo XIX. La Administración española es objeto del examen crítico de Galdós a lo largo de su obra, siendo reiteradas las referencias que hace a la misma, pero tiene un concreto interés el estudio que realiza de los funcionarios públicos que prestan sus servicios a la Administración del Estado a lo largo del siglo XIX y, de forma especial, en la segunda mitad, de tal forma que el estudio de los personajes de Galdós constituye un punto de refe-rencia imprescindible para conocer en profundidad el fenómeno político sociológico del funcionario decimonónico, sus características, problemas, 4.3-12 999 etc., y de forma especial la figura del cesante, cuya problemática constitu-ye la línea básica de Miau de la que se puede afirmar que es el más impor-tante estudio sociológico-jurídico de dicha burocracia, a la vez que una de las más importantes obras Galdosianas. La cronología de Miau. Miau, es una obra desgarrada, realista, dura, que a su vez mantiene una línea de suspense desde las primeras hasta las últimas líneas, recordando que Galdós escribe y publica esta obra en el año 1888, y sitúa la acción de la misma en los primeros meses de 1878, es decir, unos diez años antes de su aparición en las librerías españolas. La obra recorre con fidelidad la psicología y la situación del funcionariado español en el pasado siglo, las depuraciones y cesantías básicamente de carácter político que se produ-cen tradicionalmente en la realidad española; el desconcierto y la anar-quía existente en el funcionariado español, tanto en las épocas absolutistas como en las constitucionales, destacando los intentos de reforma y en especial el de López Ballesteros. El nacimiento de la figura del cesante da origen a un importante sector de la sociedad española que vive pendiente de los cambios políticos, de forma que se produce una tensión entre la exigencia política de una burocracia obediente y subordinada al poder y la necesidad de los aspirantes a los cargos públicos de acceder a los mismos con garantías y de forma especial con la garantía de estabilidad en el em-pleo. El marco legal de la obra. Uno de los grandes privilegios de los monarcas absolutos fue el nom-bramiento y separación del personal que prestaba servicios a la Corona, de tal forma que tanto el nombramiento como la separación se producían de manera totalmente discrecional, y en multitud de ocasiones, de forma arbitraria; de la misma forma se fijaban los derechos y las obligaciones destacando, de forma especial, la fijación de los haberes con cargo al Presupuesto de la Corona. Puede afirmarse que la situación del funcionario hasta comienzos del siglo XIX tenía un carácter de absoluta precariedad, que se ponía de relie-ve en los dos aspectos fundamentales: el ingreso y la separación. El ingre-so, condicionado por la voluntad del monarca, que designaba a sus servi-dores entre los “pretendientes” a los empleos públicos, los cuales intenta-ban hacer valer sus méritos personales en prolijos escritos o memoriales; la separación que se producía (al margen de las causas naturales de falle-cimiento, renuncia, etc.), como consecuencia de la libre voluntad del mo-narca. Así pues, nos encontramos en los inicios del siglo XIX con un cuerpo funcionarial sometido a los caprichos y veleidades del poder, a las diferen- 1000 cias y cambios políticos, que generaban la consiguiente inestabilidad en el personal que podía ser despedido libremente en cualquier momento. A partir de la primera Constitución española de 1812, pareció iniciarse una nueva etapa para los servidores públicos, pero el constitucionalismo no resuelve la situación, sino que objetivamente la agrava ya que por R.O. de 30 de junio de 1814 se produce la primera norma que trata de resolver el problema de las separaciones políticas, a cuyo efecto distingue entre aquellas que aceptaron el empleo del usurpador Bonaparte y los que no lo habían aceptado, por lo que se produce el despido masivo de quienes habían admitido cargos, ascensos o mejoras del usurpador, hasta el punto que una circular de 11 de diciembre de 1814, ordenó el cese de todos aquellos empleados que no hubieran obtenido el puesto por Real Nombra-miento, ni fueran necesarios para la marcha de la Administración. El retorno de Fernando VII, la derogación de la Constitución de 1812 y la vuelta al Antiguo Régimen, genera una etapa intermedia que se desequi-libra al finalizar el Trienio Liberal, al aumentar las depuraciones políticas, como pone de relieve el Decreto de la Regencia de 27 de Julio de 1823 que cesa a todos los empleados civiles nombrados después del día 7 de marzo de 1820, a la vez que se crea una “Junta de Purificación”, que no es otra cosa sino una auténtica “Junta de Depuración” de funcionarios des-afectos al régimen imperante en el momento. La Real Orden de 27 de enero de 1824, intentó resolver los problemas derivados de la aplicación de las normas antes citadas e intenta poner un cierto orden en la organización funcionarial, siendo destacables las dispo-siciones que se dictan, de manera principal destinadas a los funcionarios y empleados de la Hacienda Pública, en razón al manejo de caudales públi-cos que corrían a su cargo. López Ballesteros inicia la primera reforma de lo que él entendía “carre-ra civil” en la Real Hacienda, y limitada a los empleados de este ámbito, que más tarde se complementa con el R.D. de 3 de abril de 1828, que intenta poner orden en la situación económica de los empleados, dictan-do unas detalladas reglas que configuran a dicha disposición como un Estatuto de funcionarios, ya que señala la forma de nombramiento, pose-sión, jubilaciones, haberes y de forma especial establece que para tener derecho al haber pasivo era necesario justificar quince años de servicio en propiedad por Real nombramiento. En la época mencionada encontramos los siguientes problemas bási-cos: - Garantizar el sistema de ingreso en la función pública. - La adecuada preparación de los funcionarios. 1001 - La estabilidad en el cargo. - Que se definan los motivos por los que el empleado puede ser sepa-rado. - La existencia de la figura del cesante, o empleado cesante, y los pro-blemas que ello plantea. Al iniciarse la etapa constitucional no quedan resueltos, tampoco, los problemas funcionariales, ya que la arbitrariedad de la Corona en esta materia será sustituida por la influencia de los políticos que tratan de con-seguir una burocracia obediente y dócil, bajo la constante amenaza de la inestabilidad del empleado, que se transforma en realidad cada vez que se produce algún cambio político. Las ideas anteriores se ponían de relieve por el granadino Javier de Burgos en sus Ideas de Administración en 1840, cuando afirmaba: Una prerrogativa de la Corona es el nombramiento de emplea-dos; facultad importantísima pues de su recto uso depende que se consigan los grandiosos fines de una buena administración. Hay que confiarla a hombres de capacidades con serios y varios estudios y no subyugados por pasiones propias o influencias extrañas, teniendo la Corona la facultad, y aun la obligación de separar, trasladar o destituir a los que por falta de inteligencia, de actividad o tino, o por cualquier otro motivo no desempeñen completamente la gloriosa misión de hacer el bien e impedir el mal. En estas frases de Javier de Burgos destacan las ideas siguientes: - El nombramiento de empleados es prerrogativa de la Corona. - Igualmente que separarlos, o trasladarlos, por falta de inteligencia, actividad o tino, o por cualquier otro motivo. - El empleado público debe tener capacidad y preparación suficiente. Han puesto de relive los administrativistas españoles, en diversas oca-siones, que la Ley de Presupuestos de 26 de mayo de 1835, fue quizás el primer Estatuto español de Clases Pasivas, regulando las características de las pensiones, su transmisibilidad, importe máximo de los haberes que percibirían los jubilados, estableciendo también la cuantía de los haberes de los cesantes en un “máximo de cuarenta reales de vellón”; las condicio-nes para obtener la jubilación, distinguiendo la voluntaria de la forzosa, así como se trata de cesante con causa justificada o sin ella, distinción de gran importancia ya que el cesado por causa justificada, por sanción, per- 1002 día el derecho a haberes pasivos. Sin embargo el sueldo de los cesantes duró diez años tan sólo, ya que el art. 3º de la Ley de Presupuestos de 23 de mayo de 1845, suprimió estos haberes ordenando que “ningún em-pleado de nueva entrada tendrá derecho a sueldo de cesantía”. El primer intento de ordenar el sistema funcionarial español se debe a Bravo Murillo, que suscribe el Real Decreto de 18 de junio de 1852, cono-cido por “Estatuto de Bravo Murillo“, en el que se contienen las líneas fundamentales reguladoras de la función pública, regulando diversos as-pectos como las categorías, situación de los aspirantes, intento de resol-ver las cesantías, etc.; en la práctica dicho Estatuto no llegó a aplicarse, manteniéndose el problema cuya solución se intenta, otra vez, en el art. 16 de la Ley de Presupuestos de 1864, planteándose como uno de los problemas más importantes el de la separación de los funcionarios y la situación de los cesantes, y cuyas disposiciones trata de completar y mejo-rar el llamado Estatuto de O’Donnell de 4 de marzo de 1866, que tuvo una efímera vigencia de cuatro meses, pues fue derogado por el R.D. de 13 de julio de 1866, dictado por el General Narváez que intentaba una nueva organización administrativa de los funcionarios. De todo lo expuesto se deduce que la prerrogativa o discrecionalidad de los nombramientos continúa, así como la inestabilidad de los funciona-rios, en cuya inestabilidad comenzó a abrirse una brecha a partir de la Ley moyano (que desarrolla la de 17 de julio de 1857), que en su art. 9º esta-blecía la carrera del Profesorado Público como una carrera en la que se ingresaba por oposición, el ascenso se producía por antigüedad o por méritos y el docente gozaba de inamovilidad, no pudiendo ser separados los profesores nada más que por sentencia judicial o expediente guberna-tivo previa audiencia de los interesados. Será a partir de la Constitución de 1876, cuando se inicia un movimien-to de estabilización de los funcionarios públicos a través de la Ley de Presupuestos a cuyo efecto se comienzan a dictar normas específicas para los funcionarios de los distintos Departamentos Ministeriales. Como resumen de lo expuesto, debe destacarse que la burocracia es uno de los grandes problemas de la Administración española en el siglo XIX, y quizás el primero de ellos, destacando la problemática de las cesan-tías de los empleados como manifestación específica de la arbitrariedad tanto de la Corona como de los políticos que desean y exigen su control absoluto, así como la fidelidad sin límites de los empleados, sin cuya cola-boración no pueden conseguir los fines, más o menos acertados, de los distintos partidos políticos. El camino de la estabilidad, como antes se ha dicho, se inicia en la Ley de Presupuestos de 30 de junio de 1892, para continuarse por el R.D., que suscribe en 6 de octubre de 1899 el Ministro Villaverde, en relación con 1003 los empleados de Hacienda, y que culminará ya en el siglo actual con el Estatuto de Maura, contenido en la Ley de Bases de 22 de julio de 1918, que se titulaba: “De la condición de los funcionarios de la Administración Civil del Estado”. Los personajes. En general. Éste es el marco en el que se desarrolla la línea argumental de Miau, dos años después de que se apruebe la Constitución de 1876, y el hilo argumental se teje y se desteje en torno a tres figuras claves: D. Ramón Villaamil, funcionario cesante, sesentón “viejo tigre luchador incansable por la permanencia y la estabilidad en la Administración Pública” y que tiene que cubrir dos meses de servicios activos para obtener la jubilación y conseguir la anunciada estabilidad económica aunque modesta que le proporcione la pensión como jubilado. En segundo lugar Víctor Cadalso, también funcionario cesante, pícaro y corrupto que se encuentra en la línea de la más tradicional picaresca de la literatura española (que va des-de Rinconete y Cortadillo, al buscón don Pablos, Guzmán o el Lazarillo de Tormes), el cual se introduce abruptamente en la vida mendicante del suegro, y en tercer lugar Luisito Cadalso, nieto de D. Ramón, hijo de Víctor e iluminado por visiones celestiales. Debemos destacar que Víctor es el ejemplo de funcionario corrupto y sin escrúpulos, que medra y asciende en la carrera administrativa utilizan-do toda clase de artimañas, a pesar de haber sido cesado en su cargo por una gravísima irregularidad en la gestión de fondos públicos, hasta el pun-to que un amigo le comenta a Villaamil: “Ha llegado el expediente contra tu yerno... parece que no es nada limpio. Dejó de incluir dos o tres pue-blos en la nota de apremios, y en los repartos del último semestre hay sapos y culebras”. Don Ramón Villaamil. Como se ha indicado Villaamil es un funcionario cesante al que sólo le faltan dos meses para completar el tiempo de servicios necesario para conseguir la jubilación, que de otra parte se acerca rápidamente al aproxi-marse la edad del protagonista al momento de la teórica jubilación. Esta figura aparece en otras ocasiones en la obra de Galdós, pues en Fortunata y Jacinta (Tercera Parte, cap.1º) se hace referencia a los cesan-tes y se dice: “con este desbarajuste que ahora hay no se sabe ya por donde anda uno,... aquí se hacen mangas y capirotes de los derechos adquiridos”, e interviene un personaje entonces anónimo: pues yo -murmuraba una voz que parecía salida de una botella, voz correspondiente a una cara escuálida y calavérica en la cual 1004 estaban impresas todas las tristezas de la Administración espa-ñola- sólo pido dos meses, dos meses de activo para poderme jubilar por Ultramar. He pasado el charco siete veces, estoy sin sangre, y ya me corresponde retirarme a descansar con doce. ¡Maldita sea mi suerte! y más adelante vuelve a aparecer en la misma obra, el mismo contertu-lio a quien “faltaban dos meses de empleo para poder pedir la jubilación”. Lo expuesto se identifica con la descripción del personaje que más tar-de se hará en Miau, añadiendo en la obra primeramente citada respecto al mismo que pasando con desdén por junto a los espiritistas, se sentaba en el círculo de los empleados, oyendo más bien que hablando, y permitiéndose hacer tal cual observación con voz de ultra-tumba que salía de su garganta como un eco de las frías caver-nas de una pirámide egipcia: “dos meses, nada más que dos meses me faltan y todo se vuelven promesas: Que hoy, que mañana, que veremos, que no hay vacantes...“. Existe pues una clara identificación entre el personaje a que se refiere Fortunata y Jacinta, con el Villaamil protagonista de Miau. Así pues la cesantía es una realidad de la burocracia española del siglo XIX y Villaamil desempeña en primera persona el papel de cesante, corres-pondiendo con la triste realidad la descripción que se hace del protagonis-ta: Era un hombre alto y seco, los ojos grandes y terroríficos, la piel amarilla, toda ella surcada por pliegues enormes en los cuales las rayas de sombra parecían manchas; las orejas transparentes largas y pegadas al cráneo; la barba corta, rala y cerdosa, con las canas distribuidas caprichosamente formando ráfagas blancas entre lo negro, el cráneo liso y de color de hueso desenterrado, como si acabara de recogerlo de un osario para taparse con él los sesos. La robustez de la mandíbula, el grandor de la boca, la combinación de los tres colores negro, blanco y amarillo, dis-puestos en rayas, la ferocidad de los ojos negros, inducían a comparar tal cara con la de un tigre viejo y tísico, que después de haberse lucido en las exhibiciones ambulantes de fieras, no conserva ya de su antigua belleza más que la pintorreada piel. (M, p.1) La expresada descripción es de una gran dureza y sitúa al cesante desde el inicio de la obra en una situación de hombre derrotado por la vida y por la Administración, sin perjuicio de que más adelante en el mismo capítulo 1005 se contempla la descripción tipológica intentando superar la depresión que le agobia pensando en la posibilidad de que se resuelvan sus proble-mas: Dió Villaamil un gran suspiro, clavando los ojos en el techo. El tigre inválido se transfiguraba. Tenía la expresión sublime de un apóstol en el momento en que le están martirizando por la fé, algo del San Bartolomé de Rivera cuando le suspenden del árbol y le descueran aquellos tunantes de gentiles, como si fuera un cabrito. Falta decir que este Villaamil era el que en ciertas tertulias de café reci-bió el apodo de Ramsés II, de cuya forma se remite a la anterior descrip-ción de Fortunata y Jacinta (3ª Parte, cap.lº) en que se describe a nuestro cesante de la siguiente forma: Tenía pintada en su cara la ansiedad más terrible; su piel era como la cáscara de un limón podrido, sus ojos de espectro, y cuando se acercaba a la mesa de los espiritistas, parecía uno de aquellos seres muertos hace miles de años, que vienen ahora por estos barrios, llamados por el toque de la pata de un velador. El clima de Cuba y Filipinas le habia dejado en los huesos, y como era todo él una pura mojama, relumbraban en su cara las miradas de tal modo que parecía que se iba a comer a la gente. A un guasón se le ocurrió llamarle Ramsés II, y cayó tan en gracia el mote, que Ramsés II se quedó. Las apariencias externas: el traje. La cesantía es un auténtico fenómeno social que lleva consigo una serie de consecuencias para las personas así como para los familiares del ce-sante, pues normalmente se trata de una persona de cultura media inte-grada en una clase social digna en la que hay que guardar unas apariencias que afectan incluso al aspecto exterior de las personas. No se trata sólo de un problema de subsistencia física, sino de presencia social que exige una presentación externa adecuada, y así la esposa de Villaamil le plantea la necesidad de adquirir ropa nueva pues es imposible que consiga nada el que se presenta en los Ministe-rios hecho un mendigo, los tacones torcidos, el sombrero del año del hambre y el gabán con grasa y flecos. Desengáñate, a los que van así nadie les hace caso y lo más a que pueden aspirar es a una plaza en San Bernardino. Y como ahora te han de colocar, también necesitas ropa para presentarte en la oficina... el traje es casi la persona y si no te presentas como Dios manda te mira-rán con desprecio y eres hombre perdido. Hoy mismo llamo al sastre para que te haga un gabán. Y el gabán nuevo pide som-brero, y el sombrero botas. 1006 La conversación es de una evidencia total por lo que Villaamil preocupa-do no la contradice ni se le ocultaba lo bien fundado de aquellas razones y el valor social y político de las prendas de vestir; y harto sabía que los pretendientes bien trajeados llevan ya ganada la mitad de la par-tida. Vino pues el sastre llamado con urgencia, y Villaamil se dejó tomar las medidas taciturno y fosco como si más que de gabán fuesen medidas de mortaja. (M, p.12) El mismo protagonista más adelante vuelve a referirse a la vestimenta al dirigirse a un amigo al que le dice: Parece mentira, Francisco, que el sombrero influya tanto. Pues dicen que Pez debe su carrera nada más que al chisterómetro de alas anchas y abarquilladas que le dan un aire tan solemne... bien recuerdo que tú me decías: “Ramón, ponte un chaleco de buen ver, que esto ayuda; gasta cuellos altos, muy altos, muy tiesos, que te obliguen a engallar la cabeza con cierto aire de importancia“. Yo no te hice caso, y así estoy. A Basilio, desde que se encajó la levita inglesa le empezaron a indicar para el ascenso, y a mí se me antoja que las botas chillonas del amigo Montes, dando a su personalidad un no se qué de atrevido, inso-lente y “qué se me dá a mí“ han influido para que avance tanto, sobre todo el sombrero, el sombrero es cosa esencialísima Fran-cisco, y el tuyo me parece un perfecto modelo... alto, de copa y con hechura de trombón, el ala muy semejante a la canaleja de un cura. Luego esas corbatas que tú te permites. Si me colocan, me pondré igual. (M, p.33) Las depresiones del funcionario cesante. Galdós describe un auténtico cuadro depresivo, que hoy sería identifi-cado perfectamente por cualquier persona conocedora de las enfermeda-des de la mente, pero el autor lo retrata como pesimismo “antes veremos salir el sol por occidente que a mí entrar en la oficina” (M, p.15). Estas fases depresivas, seguidas de otras de optimismo, se repiten a lo largo de toda la obra, y así Villaamil en el capítulo 4º reflexiona: Esto ya es demasiado Señor Todopoderoso ¿qué he hecho yo para que me trates así? ¿Por qué no me colocan? ¿Por qué me abandonan hasta los amigos en quienes más confiaba? Tan pronto se abatía el ánimo del cesante sin ventura, como se inflamaba suponiéndose perseguido por ocultos enemigos que le habían jurado rencor eterno “¿pero quién será el danzante que me hace la guerra?, algún ingrato, quizás que me debe su carrera“ para mayor desconsuelo se le representaba entonces toda su vida 1007 administrativa, carrera lenta y honrosa en la Península y Ultra-mar desde que entró a servir allá por el año 41 y cuando tenía 24 de edad (siendo Ministro de Hacienda el Sr. Surrá). Poco tiempo había estado cesante antes de la terrible crujía en que le encon-tramos: Cuatro meses en tiempo de Bertrán de Lis, once durante el bienio, tres y medio en tiempo de Salaverria. Después de la Revolución pasó a Cuba y luego a Filipinas de donde le echó la disentería. En fin que había cumplido sesenta y los de servicio, bien sumados, eran treinta y cuatro y diez meses, le faltaban dos meses para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regula-dor, que era el de su destino más alto, Jefe de administración de tercera. “¡Qué mundo éste! ¡Cuánta injusticia!, ¡Y luego no quie-ren que haya Revoluciones! No pido más que los dos meses, para jubilarme con los cuatro quintos, sí señor... con arreglo a la Ley de Presupuestos del 35, modificada el 65 y el 68“. (M, p.4) En sus cálculos Villaamil pensaba que debía ser jefe de administración de segunda, pues en razón a su edad y servicios, le tocaba ascender de acuerdo con la Ley de Cánovas de 1876. D. Ramón acude a toda clase de amigos y recomendaciones a fin de conseguir el más modesto empleo para completar los dos meses de servicio activo que le faltan para conse-guir la jubilación, pero todo se vuelven promesas incumplidas, por lo que añora el buen trato recibido por el Ministro Juan Bravo Murillo en 1852, y se queja diciendo ”si aquél hombre levantara la cabeza y me viera cesan-te”; recuerda sus numerosos servicios y méritos desde el Plan de Presu-puestos que redactó en 1855, que mereció los elogios de D. Pascual Madoz y de D. Juan Bruil, sobre cuyo plan había continuado trabajando los si-guientes veinte años para llegar a las conclusiones reformistas de la Admi-nistración y de la Hacienda española, sin que se hubiese aprovechado por los políticos su extensa experiencia en materia de Administración y de impuestos (M, p.4), y cuyo plan se resumía en las cuatro iniciales de las palabras sintetizadoras de su plan económico-administrativo: “Morali-dad, Income Tax, Aduanas, Unificación”, con las que se compone la pala-bra MIAU, que da título a la novela. (M, pp.22 y 33) Es constante la lucha por el empleo para lo que utiliza D. Ramón toda clase de amistades y recomendaciones, esperando la obtención de un empleo, de tal forma que las esperanzas “apenas segadas en flor volvían a retoñar con nueva lozanía, el atribulado cesante las daba siempre por de-finitivamente muertas, fiel al sistema de esperar desesperando”, siendo curioso el sistema que utilizaba el interesado de reforzar sus peticiones mediante el envío reiterado de cartas a todos los amigos y conocidos a fin de mover a su favor “la desmayada voluntad del Ministro”. (M, p.21) Una vez y otra vuelve a caer D. Ramón en la espera melancólica, sin encontrar en su conciencia ningún pecado que le hubiere hecho merecer el castigo de la cesantía: 1008 Yo he procurado siempre el bien del Estado, y he atendido a defender en todo caso la Administración contra sus defrauda-dores. Jamás hice ni consentí un chanchullo, jamás, Señor, ja-más. Eso bien lo sabes, Tú, Señor. Ahí estan mis libros cuando fui Tenedor de la Intervención. Ni un asiento mal hecho, ni una raspadura ¿por qué tanta injusticia en estos jeringados Gobier-nos? Si es verdad que a todos nos das el pan de cada día ¿por qué a mí me lo niegas?, y digo más, si el Estado debe favorecer a todos por igual ¿por qué a mí me abandonas? A mí que le he servido con tanta lealtad, Señor, que no me engañe ahora, yo te prometo no dudar de tu misericordia como he dudado otras ve-ces; yo te prometo no ser pesimista y esperar, esperar en Ti. Ahora, Padre Nuestro, tócale en el corazón a ese cansado minis-tro que es buena persona sólo que le marean con tantas cartas y recomendaciones. Es reiterada la descripción de este cuadro depresivo en el que aparecen el pesimismo, la ansiedad, la angustia (M, p.33), a las que se suma la tremenda soledad en que se encuentra D. Ramón ante la absoluta impo-tencia para conseguir las pocas semanas de vida activa que le faltan para la jubilación hasta el punto de pensar en sus “fúnebres soledades” (M, pp.19 y 35). Es curiosa la forma en que Galdós se refiere al día de paga, destacando que en estos días el trabajo terminaba más pronto que de ordinario para la percepción de los haberes, fecha venturosa que pone feliz término a las angustias del fin de mes abriendo nueva era de esperanza. El día de paga hay en las salas de aquel falansterio más luz, aire más puro y un no sé qué de diáfano y alegre que se mete en los corazones de los infelices jornaleros de la hacienda pública (M, p.36) hasta el punto de que se conocía el momento de la paga en el ruido de las pisadas, el sonar de timbres, en el movimiento y animación de las oficinas, pues cesaba el trabajo, se ataban los legajos, eran cerrados los pupitres y las plumas yacían sobre las mesas entre el desorden de los papeles y las arenillas que se pegaban a las manos sudorosas. En algunos departamentos los funcionarios acudían, conforme les iban llamando al despacho de los habilitados, que les hacían firmar la nominilla y les daban el trigo. En otros, los habilitados mandaban un ordenanza con los santos cuartos en una hortera, en plata y billetes chicos, y la nominilla. El jefe de la sección se encargaba de distribuir las raciones de metálico y de hacer fir-mar a cada uno lo que recibía (M, p.36). 1009 La forma en que Villaamil contempla esta operación va desde la envidia a la tragedia y se perdía su imaginación entre las conversaciones y ruidos del tráfago de los funcionarios y “en los oídos de Villaamil añadíase al murmullo inmenso el tintineo de los duros, recién guardados en tanta faltiquera. Pensó que el metal de los pesos debía estar frío aún, pero se calentaría pronto al contacto del cuerpo, y aun se derretiría al de las nece-sidades”. (M, p.37) La vida de D. Ramón se desliza entre la duda, el pesimismo, la esperan-za y la depresión, hay momentos en que la familia pasa auténtica hambre, así como las artimañas de que se tiene que valer para poder realizar la compra de comidas, que van desde acudir a las casas de empeño, solicitar préstamos, que posiblemente nunca serían pagados, a los pocos amigos que le siguen prestando su ayuda, hasta el momento en que el yerno Víctor se coloca, de forma totalmente imprevisible, a pesar de los antecedentes que le habían llevado a Madrid, y de los problemas que había tenido en su anterior puesto de trabajo con la gestión de los dineros públicos, y a pesar del expediente sancionador tramitado contra el yerno, éste consigue un buen destino, y alivia la situación económica de la familia política, si bien esta ayuda no es desinteresada escondiéndose tras ella oscuras intencio-nes que el lector de Miau puede detectar claramente. Administración y Hacienda pública. Galdós identifica reiteradamente a lo largo de su obra Hacienda Pública y Administración Pública, trasladando a la literatura la visión doméstica del ciudadano que estima la existencia de Administración cuando hay una serie de caudales públicos, obtenidos a través de los impuestos abonados por los ciudadanos, y que deben ser objeto de una recta y adecuada ges-tión o administración, a la vez que mitifica a los altos cargos personifica-dos en la figura de los Ministros que constituyen la meta a la que aspira por cualquier ciudadano, ya que es la máxima figura de la organización, que prácticamente disponen de la vida y economía española, sin perjuicio de criticarles como consecuencia de la propia importancia del cargo, pues Luisito, nieto de D. Ramón de Villaamil, en cierta ocasión hace la siguiente reflexión sobre el Congreso de los Diputados: Pues también entraban allí los Ministros ¿y quiénes eran los Mi-nistros? Los que gobernaban y daban los destinos. Igualmente recordó haber oído a su abuelo en frecuentes ratos de mal hu-mor que las Cortes eran una farsa y que allí no se hacía más que perder el tiempo. (M, pp.1, 2 y 28) Los problemas de la Hacienda y su desorganización son constantes en la obra: “Las cédulas personales no se cobraban ni a tiros. En Consumos había descubiertos horribles”, y vuelve, más adelante, a insistir en los consumos como la más ingeniosa de las invenciones, si bien el pueblo es 1010 capaz de otras invenciones, aún más ingeniosas para no pagar, aun a pe-sar de los apremios. (M, p.12) El protagonista Villamil es un funcionario cesante estrechamente vincu-lado con la Hacienda Pública, de tal forma que, aun encontrándose en esta situación de inactividad, acude con frecuencia al Ministerio de Hacienda, siendo constante la preocupación que D. Ramón siente hacia esta institu-ción, ya que iba por las tardes al Ministerio de Hacienda en cuyas oficinas tenía muchos amigos de categorías diversas, allí se pasaba largas horas charlando, enterándose del expedien-teo, fumándose algún cigarrillo y sirviendo de asesor a los empleados noveles o inexpertos que le consultaban cual-quier punto oscuro de la enrevesada administración. Profesa-ba Villaamil, entrañable cariño a la mole colosal del Ministerio; la amaba como el criado fiel ama la casa y familia cuyo pan ha comido durante luengos años; y en aquella época funesta de su cesantía visitábala él con respeto y tristeza, como sirviente des-pedido que ronda la morada de donde le expulsaron, soñando en volver a ella. Atravesaba el pórtico, la inmesa crujía que sepa-ra los dos patios, y subía despacio la monumental escalera, en-cajonada entre gruesos muros que tiene algo de feudal y de car-celario a la vez. Dudaba si entrar en Aduanas o en el Tesoro, donde tenía muchos conocidos, pero siempre prefería Contribu-ciones o Propiedades, siendo saludado siempre por conocidos, antiguos compañeros y en especial por los porteros del Ministe-rio. (M, p.21) Uno de los puntos claves de su vida como funcionario había sido: “mu-cha administración y poca o ninguna política”, destacando que los ciuda-danos se quejaban sin causa, pues España es el lugar en que menos con-tribuciones se pagaban a la vez que “el País es esencialmente defrauda-dor, y la política es el arte de cohonestar las defraudaciones de turno pací-fico o violento en el saqueo de la Hacienda”. (M, p.22) En un momento de la narración uno de los contertulios de Villaamil dice que “la condenada Administración es una hija de mala hembra con la que no se puede tener trato sin deshonrarse” y, añade, casi al final de la nove-la: verdad que en mi perra existencia llena de trabajo y preocupa-ciones no he tenido tiempo para mirar hacia arriba ni para en-frente, siempre con los ojos hacia abajo, hacia esta puerca tierra que no vale dos cominos, hacia la muy marrana Administración, a quien parta un rayo, y mirándoles las cochinas caras a Minis-tros, Directores y jefes de Personal, que maldita gracia tienen. Lo que yo digo: Cuánto más interesante es un cacho de Cielo, por 1011 pequeño que sea, que la cara de Pantoja, la de Cucúrbitas y la del propio Ministro. (M, pp.36 y 42) La reforma de la Hacienda y la Administración pública. Sorprende y sobrecoge la realista descripción que Galdós hace de la Administración española y, en especial, de la Hacienda Pública; frente a la probidad y honradez de D. Ramón la corrupción que personifica Víctor Cadalso, como prototipo del funcionario corrupto y defraudador de los caudales públicos. Es la lucha entre la probidad y la honradez frente a la inmoralidad y la corrupción. Y en el centro, entre ambas figuras, aparece Luisito iluminado y sufridor silencioso que, involuntariamente, precipita la tragedia final del abuelo. D. Ramón Villaamil, como se ha dicho, personifica la integridad funcio-nal, de leal servidor de la Administración que, a su vez, identifica siempre con la Hacienda Pública, es decir, el manejo de los dineros y de los cauda-les de la Hacienda Pública, y propone una reforma profunda de la Adminis-tración y la Hacienda española, a cuyo efecto, don Ramón perfecciona la redacción de un Plan de Reforma, que ya había elevado en el año 1855 a D. Pascual Madoz, partiendo de una radical reforma fiscal en que se supri-mirían todas las contribuciones sustituyéndolas por la forma inglesa del “Income Tax”, y decía: “El impuesto único, basado en la buena fe, en la emulación y en el amor propio del contribuyente, es el remedio mejor de la miseria pública”. La expresada reforma administrativa la plantea Galdós-Villaamil sobre cuatro puntos: - En primer lugar “rompe plaza la moralidad... que es el fundamento del orden administrativo. Moralidad arriba, moralidad abajo, a izquierda y de-recha”. - Segundo punto, la reforma fiscal sobre la base del citado “income tax”, diciendo: “Fuera Territorial, Subsidio y Consumo. Lo sustituyo con el Im-puesto sobre la renta, con un recarguito municipal, todo muy sencillo muy práctico, muy claro, y expongo mis ideas sobre el método de cobranza, apremios, investigación e inspección, multas, etc”. - El tercer punto de la reforma son las Aduanas, diciendo el personaje: “Porque fíjense ustedes, las Aduanas no son sólo un arbitrio, son un méto-do de protección al trabajo nacional. Establezco un arancel bien remonta-do, para que prosperen las fábricas y nos vistamos todos con telas españo-las”, generando puestos de trabajo, a cuya observación un contertulio le dice a D. Ramón: “A su lado Bravo Murillo era un niño de teta”. - El cuarto punto para la Reforma era la Unificación de la deuda: “recojo todo el papel que anda por ahí con diferentes nombres: tres consolidado, 1012 diferido, bonos, banco y tesoro, billetes hipotecarios y lo canjeo por un cuatro por ciento, emitido al tipo que convenga. Se acabaron los quebraderos de cabeza”; un contertulio le dice “sabe usted más D. Ramón que el muy marrano que inventó la Hacienda”, a lo que responde el prota-gonista no es que sepa mucho, con modestia, es que miro las cosas de la casa como mías propias y quisiera ver a este país entrar de lleno por la senda del orden. Esto no es ciencia, es buen deseo, aplicación, trabajo. Ahora bien, ustedes no me hicieron caso; pues ellos tampoco. Allá se las hayan. Llegará día en que los españoles tengan que andar descalzos y los más ricos pedir para ayuda de un panecillo... digo, no pedirán limosna porque no habrá quién la dé. (M, p.22) La crítica de la Administración Pública española es de una gran dureza, como consecuencia de las arbitrariedades y el desorden de la misma, y transcribe un supuesto comentario periodístico: Esto es escandaloso, esto es el delirium tremens del polaquismo. Ni en la cábilas de África pasa ésto. Pobre país. Pobre España. Se ponen los pelos de punta pensando lo que va a venir aquí con este desbarajuste administrativo. Las influencias. La figura de D. Ramón Villaamil es trágica, sesentón largo, el tiempo se le acaba y deambula de oficina en oficina, recorre los Ministerios, trata de conseguir un empleo, una colocación por pequeña que sea para cubrir los dos meses de servicio activo que le faltan para conseguir la jubilación; contempla deprimido y desconcertado cómo el mundo administrativo se encuentra en manos de aduladores, los destinos se obtienen mediante recomendación e incluso destaca la influencia que tienen determinadas personas: Dice D. Ramón “las influencias lo pueden todo... absolver a los delincuentes y aun premiarlos, mientras los leales perecen”. Su contertu-lio Pantoja le indica y las influencias que vuelven al mundo patas arriba y hacen es-carnio de la justicia no son las políticas. Quiero decir que estas influencias no revuelven el cotarro tanto como las otras. -¿Cuá-les, preguntó Villaamil?- Las Faldas replicó Pantoja... Dios, qué cosas ve uno, dijo Villaamil llevándose las manos a la cabeza, y enmedio de su catoniana indignación, pensando en aquella ig-nominia de las faldas corruptoras, se preguntaba por qué no habría tambien faldas benéficas que favoreciendo a los buenos como él, sirvieran a la Administración y al País. (M, p.26) 1013 Y vale la pena transcribir el siguiente párrafo del Cap.36 de Miau: Bueno. Cuando veo un nombramiento absurdo, pregunto: ¿quién es ella? Porque es probado; siempre que una nulidad se sobre-pone a un empleado útil, ponga usted el oído y escuchará rumor de faldas. ¿Apostamos a que sé quién ha pedido el ascenso del cojo? Pues su prima, esa tal Enriqueta, frescachona, más suelta que las gallinas, de la cual se dice si tuvo que ver con nuestro egregio Director. Ahora, sabiendo a qué aldabas se agarra ese morral de Guillén, ayúdenme ustedes a sentir. Nada, el amigo Argüelles, con toda su prole a rastras, se quedará ladrando de hambre, y el otro ascenderá, y olé morena. (M, p.36) En Miau hay numerosas indicaciones a la importante influencia que la mujer tiene en la vida política del siglo XIX, y D. Ramón dirá que tuvo “un director que no hacía un servicio al lucero del alba ni despachaba cosa alguna, como no viniera una mujer a pedírsela, crean ustedes que la perdi-ción del país es la faldamenta”. (M, p.33) También tuvieron las faldas una importante intervención para resolver los problemas de Víctor Cadalso, pues ¿quién lo recomendó “para que echaran tierra al expediente y encima le encajaran un ascenso”? La respuesta es inmediata, “debe ser cosa de hembras, alguna jovencita sensible que ande por ahí, porque Víctor las atrapa limpiamente”. Y así es, pues se trata de una marquesa que Víctor conoció durante su destino en Valencia, a quien “los sesenta y pico no hay quien se los quite, y aunque debió de ser buena moza, ya no hay pintura que la salve ni remedio que la enderece”, pues bien, esta “tarasca” movía el Ministerio sin poner los pies en él y fue la que resolvió la grave situación de Cadalso. (M, p.36) La picaresca de las recomendaciones, influencias, etc., es una constante en la historia de la Política y de la Administración es-pañolas, y cuyos vicios son fustigados en las obras de Galdós; así, por ejemplo, es curioso el letrero que figuraba en la puerta del despacho de Nicolás Estébanez, en el Ministerio de la Gober-nación, que decía: “Aquí no se dan destinos, ni recomendacio-nes, ni dinero, ni nada”, indicando que la nube de pedigüeños está formada por los cesantes de los partidos viejos, el detritus de la política, los imnumerables moscos aburridos y famélicos que hacen imposible la vida oficial. He tenido que ahuyentarles con esa tufarada de azufre. A pesar del cartelito, vuelven, zum-ban y pican. Recordemos, que en los Episodios Nacionales, curiosamente, Tito se convierte en un auténtico protector y traficante de influencias, al que acu-den múltiples personajes solicitando su valiosa intercesión; aunque ini- 1014 cialmente Tito carece de poder, por casualidades del destino, son atendi-das las presuntas recomendaciones, que convierten a Tito en un persona-je de la máxima influencia, figurándose los beneficiados que el individuo se encuentra muy próximo al poder, y así se manifiesta Don Basilio Andrés de la Caña cuando dice: “Gracias, gracias, imponderable Tito, el hombre más influyente de estos reinos... o de estos cantones. A usted debo mi felicidad; a usted debo mi plaza. Hoy me han dicho que mañana se firmará el nombramiento”. Aunque a veces se confunden los difíciles favores polí-ticos con los pactos amorosos, recibiendo por todas partes “expresiones de gratitud y ofertas de recompensar mi favor con cuantos servicios pudie-ran prestarme los agradecimientos”; hasta el punto que Celestina llega a decirle a Tito “que es usted el hombre de más poder en la política y el de mayor metimiento en los despachos de todos los ministros”, de tal forma que llega a pensar nuestro personaje en la posibilidad de utilizar su omní-modo poder en la esfera oficial, pues “si a los demás hacía yo felices, ¿por qué no agenciaba para mí la felicidad de ser rico...?”. (La Primera Repúbli-ca, IV, VII, VIII, IX y XI) Finalmente, al retornar a Madrid después de su aventura en el cantón de Cartagena, ya le están aguardando los pedigüeños, a fin de obtener su “auxilio poderoso”, y el personaje que le aguarda le dice: “Me han dicho que a usted no le niega nada el Gobierno, cosa que pida es cosa lograda. Todos me aseguran que va usted para Ministro y que ha venido al arreglo de paces con la cantona”. (De Cartago a Sagunto, VII) El tráfico de influencias aparece como una práctica habitual y normal a lo largo del siglo XIX, y en muchos momentos las expresiones anteriores parecen corresponder a momentos históricos mucho más próximos a no-sotros en el tiempo, sin que sea necesario destacar ahora que, el tráfico de influencias, se ha configurado como delito castigado por la Ley penal, hace escaso tiempo en España. La corrupción. Como antes decía, la corrupción es uno de los problemas en que Galdós se detiene, de forma reiterada, al referirse a las exigencias económicas que hacen los funcionarios para despachar los expedientes e, incluso, afronta el problema de la apropiación de caudales y la defraudación por parte de algunos funcionarios; especial interés tiene la referencia a las comisiones... un Estado ingrato, indiferente al mérito es un Estado salvaje. Lo que yo digo: donde quiera que hay el haber de un servicio, hay el deber de una comisión. Partida por partida esto es elemental. Yo doy al Estado con una mano seis millones que andaban trasconejados, y alargo la otra para que me suelte mi comisión. ¡Ah! pero Estado ladrón indecente ¿qué querías tú, mamarte los 1015 millones y dejarme asperges?... pues te juro que por listo que tú seas más lo soy yo. Vamos de pillo a pillo... Pero para que tú respires es preciso que respire yo también. Si yo me ahogo ven-drá otro que te sacará el redaño. (M, p.11) En distintas ocasiones, a lo largo de sus obras, critica Galdós con dure-za la corrupción existente de forma generalizada, en la vida política, de esta época, y de forma especial durante la República, refiriéndose a los “pajarracos que apenas establecida la República se cuelan en ella para llenar sus buches con los desperdicios del Presupuesto”; y al referirse a la crisis del día 24 de febrero de1873, a los trece días del establecimiento de la República dice, que “aún no asábamos y ya pringábamos”, insistiendo a continuación, en la necesidad de un buen sistema de Hacienda y un rigor escrupuloso en las prácticas administrativas, mencionando en alguna oca-sión el carácter incorruptible de contados políticos. (La Primera República, I, II, IV y X) Muy ilustrativa es la referencia que Galdós pone en boca de un persona-je de Cánovas: En todo tiempo, y más aún cuando ocurren cambios de situa-ción tan radicales como el que estamos viendo, la caterva de menesterosos bien vestidos, agobiada de necesidades por el decoro social de los señoritos y los pujos de elegancia de las señoras y niñas, cae como voraz langosta sobre el prepotente señor o engalanado con plumas, cintajos, espadines, cruces y calvarios, porque esa casta privilegiada es la que tiene en sus manos la grande olla donde todos han de comer. Aquí la indus-tria es raquítica, la agricultura pobre, y los negocios pingües sólo fructifican en las alturas. La turba postulante se agarra a todas las aldabas, llama a todas las puertas, tira de los faldones de los personajes empingorotados, pide auxilio con discretos tirones a las mujeres legítimas de los tales... y a las que no son legítimas. (Cánovas IV) Los funcionarios corruptos y el despojo del patrimonio histórico de la Iglesia. Dedica Galdós su atención al despojo que se produce en los bienes de la Iglesia, a lo largo del siglo XIX, y es imprescindible la cita de la figura del Inspector Cabrera (Miau, cap.14), cuando dice Galdós: Vivía el matrimonio Cabrera pacíficamente y con desahogo, pues además del sueldo de inspector, disfrutaba Ildefonso las ganan-cias de un tráfico hasta cierto punto clandestino, que consistía en traer de Francia objetos para el culto y venderlos en Madrid a los curas de los pueblos vecinos y aún al Clero de la Corte. Todo 1016 ello era género barato, de cargazón, producto de la industria moderna que no pierde ripio, y sabe explotar la penuria de la Iglesia en los tiempos difíciles actuales. Cabrera tenía sus socios en Hendaya y entendíase con ellos, llevándoles telas, cornuco-pias, plata de ley, algún cuadro y otras antiguallas sustraídas a las fábricas de los templos de Castilla, un día opulentos y hoy pobrísimos. El toque de este comercio estaba, según indicacio-nes maliciosas, en que al ir y venir pasaban las mercancías de la frontera francas de derechos; pero esto no se ha comprobado. De ordinario, la quincalla eclesiástica que Cabrera introducía (ob-jetos de latón dorado, todo falso, frágil, pobre y de mal gusto) era tan barata en los centros de producción y se vendía tan bien aquí, que soportaba sin dificultad el sobreprecio arancelario. En otras épocas, cuando empezaba este negocio, solía Quintina introducirse en la sacristía de cualquier parroquia con un bulto bajo el mantón, como quien va a pasar matute, y susurrar el oído del Ecónomo: “¿Quieren ustedes ver un cáliz que da la hora? Y se pasmarán los señores del precio. La mitad que el género Meneses...“ Y añade más adelante Para Víctor era de rúbrica que Cabrera burlaba el rigor de la Adua-na en sus traídas de material eclesiástico y exportaciones de guiñapos artísticos. Y no sólo robaba al Estado, sino a la empre-sa, porque en los comienzos del negocio confiaba sus paquetes a los conductores, y después, cuando aquéllos se trocaron en voluminosas cajas y no quiso exponerse a un réspice de los je-fes, facturaba, sí, pero aplicando a sus mercancías de lujo la tarifa de envases de retorno o maderas de construcción. En sus declaraciones de Aduanas había cosas muy chuscas. ”¿Cómo creen ustedes que declaró una caja llena de San Josés? —Decía Víctor. Pues la declaró piedras de chispa.” Como él hacia favores a los vistas, éstos le pasaban aquellos manifiestos incongruen-tes; y los incensarios de bronce, ¿qué eran?... ferretería ordina-ria; ¿y los ternos de tela barata?..., paraguas sin armar y corsés en bruto. El tema es interminable, y las citas muchas e importantes, siendo reite-radas las referencias que hace Galdós, en diversas obras a las expoliacio-nes que durante el pasado siglo se produce en los bienes de la iglesia. Conclusión. Dentro de este laberinto administrativo que describe Galdós está la rec-titud y probidad de D. Ramón, su Programa de Reforma Administrativa e incluso la justificación del nombre de la novela, que no son sino las cuatro 1017 iniciales de las palabras en que resume su programa reformista: Morali-dad, income tax, Aduanas, Unificación de la deuda. En definitiva Miau, y un final atormentado, con una depresión profunda del protagonista, un deseo de liberación incontenida y en los Vertederos de la Montaña, en un lugar a donde no llega el alumbrado público se detiene y termina todo con un “jeringado” tiro en la sien. Es la eterna lucha entre el bien y el mal, el derecho y la injusticia, la moralidad y la corrupción, que deja un amargo sabor de funcionario ce-sante, obediente al gobierno de turno, cuyos ecos aún llegan a nosotros a siglo y medio de distancia. 1018 BIBLIOGRAFÍA BENEYTO, J., Historia de la Administración Española e Hispanoamericana, ed. Aguilar, Madrid, 1958. BRAVO VILLASANTE, C., Galdós visto por sí mismo, Madrid, 1970. CARRASCO CANALS, C., La Burocracia en la España del Siglo XIX, Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid, 1975. DE ESTEBAN, J., Constituciones españolas y extranjeras, Ediciones Taurus, Madrid, 1977, Tomo 12. FERNÁNDEZ DE VELASCO, R., El Estatuto de Funcionarios, Madrid, 1916. GARCIA-TREVIJANO FOS, J. A., Tratado de Derecho Administrativo, Madrid, 1970, Tomo 32, Vol. 1, 1ª Edic. NIETO, A. La burocracia, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1978. ORTIZ DE ZUÑIGA, M., «Tratado de Derecho Administrativo», Granada, 1842. 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