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Arencibia, Yolanda; Gullón, Germán; Galván González, Victoria et al. (eds.) (2018): La hora de Galdós,
Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, ISBN: 978-84-8103-888-0.
PÉREZ GALDÓS Y EL MUSEO DEL PRADO
PÉREZ GALDÓS AND THE PRADOS´S MUSEUM1
Leonardo Romero Tobar
Universidad de Zaragoza
RESUMEN
El Paseo del Prado y el Museo del Prado son dos lugares imprescindibles en la vida social y cultural de Madrid. Los personajes de Galdós frecuentan ambos lugares, especialmente el Museo. El Museo y sus obras artísticas sirven de medio educativo a varios personajes e, incluso, en Ángel Guerra pueden influir en la imaginación de personajes como ocurre en muchas novelas recientes.
PALABRAS CLAVE: Museo del Prado, Personajes novelas de Galdós, Efectos de los cuadros en los personajes, Paralelos con novelas recientes.
ABSTRACT
Prados´s Paseo and his Museum are two places for intensive social and cultural life in Madrid. Many characters in the novels of Pérez Galdós frequent these spaces. The Museum particularly is a hard educative medium for some characters. Sometimes the pictures of the Museum works on imagination of the characters in scenes very similars to many others in the recent novels about this place.
KEYWORDS: Prado Museum in Galdós´s novels, Effects of some pictures in characters of Galdós´s novels, Similarity with recent novels.
PÉREZ GALDÓS Y LAS BELLAS ARTES
Las nueve hijas de Mnemosyne cautivaron a Benito Pérez Galdós desde sus años infantiles cuando recibió educación pictórica y ‘emborronaba’ cuartillas con dibujos de los que hoy son accesibles los reunidos en los cinco álbumes editados y estudiados por Stephen Miller y que recogen dibujos irónicamente expresivos de la historia y la vida diaria de las islas. Y como es sabido, a partir de su instalación madrileña hizo patente su devoción por la música en teatros o conciertos y empleó su pluma para escribir los numerosos artículos que dedicó a sus visitas a museos y a las Exposiciones de Bellas Artes. El Museo del Prado debió de ser uno de los lugares más frecuentados por el escritor desde la visita que realizó el uno de septiembre de 1865, según se consigna en el libro de visitas del Museo2. En síntesis puede afirmarse que el trenzado de la Historia, la Música, la Pintura y la Poesía fue un tejido muy elaborado en las páginas de sus textos narrativos. El empleo que hizo de la plasticidad, tanto en la écfrasis de
1 Las citas textuales que traigo a cuento proceden de la edición digitalizada de las obras de Pérez Galdós, accesibles en el programa de «cervantesvirtual».
2 La digitalización de los libros de visitas al Museo pueden consultarse en su versión de la página web del Museo (año 1865, p. 52), donde se lee que el mismo día visitó también el centro el «artista de París» Manet. Leonardo Romero Tobar
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espacios abiertos o cerrados como en los retratos de sus personajes han sido convenientemente atendidos por los galdosistas, cuyos aportes críticos han sido resumidos y valorados por Peter Bly (1986) y Yolanda Arencibia (1998).
A partir del punto en el que los novelistas del XIX sintieron la necesidad de describir lugares y personajes con la aplicación de un programa estético ‘realista’, los recursos de las técnicas pictóricas fueron trasladándose al ejercicio de la escritura con una frecuente apelación a cuadros y museos. Eugène Sue o Vicente Ayguals de Izco entre los autores de folletines y Balzac, Zola, Pardo Bazán, ‘George Eliot’ o Henry James —por evocar solamente a algunos maestros del arte novelesco— hicieron uso habitual de la correlación entre pintura y escritura subrayando la equivalencia de los paisajes o cuerpos humanos de sus ficciones con los equivalentes que se podían contemplar en exposiciones o museos. En España, en concreto el Museo del Prado cumplió la función de estimulante reservorio plástico para la inspiración de novelistas del realismo —como es el caso de Pérez Galdós— y de poetas románticos y parnasianos —recordemos a Bécquer o Antonio de Zayas (Javier Portús: 1994, 87-114).
‘Museo’ y ‘Prado’ son palabras que ofrecen una notable presencia en las páginas galdosianas, la segunda como denominación de lugares madrileños y la primera como nombre de depósito especializado en la conservación de obras de arte y, traslaticiamente en alguna ocasión, como metáfora de un conjunto de viejas fealdades tal como es descrita Manolita Pez en el Episodio Prim (cap. XXVIIII): «Era la visitante una sexagenaria remilgada y compuesta, el cabello gris peinado con profusión de moños y ricitos, el rostro como un museo de antigüedades en el que los afeites exponían y guardaban vestigios de belleza».
EL MUSEO DEL PRADO EN GALDÓS
En la narrativa galdosiana tanto la Calle del Prado como el Paseo (o Salón) del Prado son referencias muy abundantes habida cuenta la situación urbana de estos dos lugares y la función que el Paseo desempeñó en el siglo XIX como el escaparate madrileño más extenso y elocuente para la exhibición de las personas de los distintos niveles sociales que convivían en la capital del Reino3. Pasear por el Prado era una de las actividades de relación pública de personas del XIX y principios del XX que se reconstruye en diversos momentos de los
3 Valgan dos textos como muestra. El primero, del Episodio Montes de Oca (cap. XVI): «[Lea y Eufrasia] a las pocas tardes de andar por el Prado y el Retiro, ya llevaban tras sí las manchegas una reata de novios, señoritos elegantes que las miraban y las seguían haciendo cucamonas». El segundo de la novela El Doctor Centeno (parte II, cap. IV, 2): «[Cienfuegos a su tío] pudo convencerle de que lo más higiénico y elegante es pasear por el Prado hasta media noche, regalándose con un buen vaso de agua de Cibeles». Pérez Galdós y el Museo del Prado
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Episodios Nacionales y las novelas. En Cánovas (cap. XI), por ejemplo, su protagonista Tito no puede menos que proyectar su comunicación con la madre Clío, su maestra para la vida y la Historia, en su recorrido desde la calle de las Huertas hasta la fuente de las Cuatro Estaciones, donde encuentra a las ninfas ‘Efémeras’ cuya desaparición lo sume en un estado de honda turbación que sólo aliviará la presencia de Casianilla. En este capítulo del último episodio se asoma el Galdós interesado en el folclore que recoge canciones populares en estos versos cantados por las ninfas en su fantástica desaparición: «En el Salón del Prado/ no se puede jugar,/ porque hay muchos mocosos/ que vienen a estorbar.// Con un cigarro puro/ vienen a presumir;/ más vale que les dieran / un huevo y a dormir».
El edificio del Museo era y sigue siendo la construcción emblemática del Paseo y su frecuentación para las relaciones sociales se documenta en la narrativa galdosiana bien como punto de cita para los encuentros de personajes, bien como refugio para los carentes de domicilio. Para Pacorrito Migajas, el protagonista del cuento “La princesa y el granuja (1878), «sus palacios eran el Prado en verano y, en invierno, los portales de la Casa Panadería»; y recuérdese también que en las rampas de acceso al Observatorio, muy cerca del Museo, Miquis y Cienfuegos encuentran también dormido a Felipín Centeno.
La obra arquitectónica de Villanueva suscitaba en los personajes galdosianos asombro y admiración tanto por su magnificencia exterior como por la riqueza de los cuadros que albergaba, impresiones que reciben los visitantes españoles y los extranjeros. El narrador de Lo Prohibido (cap. XVIII) cuenta que las damas anglohispanas conocidas como las ‘Merrys’ visitan el Museo sirviéndoles el protagonista de cicerone especialmente por el apremio de Mary, «la pintora que tenía locos deseos de verlo».
Don Benito tenía exacta información sobre cómo se había organizado la pinacoteca en el edificio que, en principio, estaba destinado para museo de Ciencias Naturales. El edificio se abrió al público como Museo de pintura en 1819 gracias al traslado de parte de los fondos que se guardaban en el Palacio Real. Lo hace patente en un pasaje de las Memorias de un cortesano de 1815 (cap. XIX) en el que su protagonista Juan Bragas se presenta como asiduo a la tertulia del déspota Fernando VII:
A las nueve de la noche pisaba yo la cámara real, aquella deslumbradora cuadra, colgada y ornada de amarillo, en cuyas paredes los más hermosos productos del arte (todavía no se había formado el Museo del Prado) recibían diariamente, como gentil holocausto, el humo de los mejores cigarros del mundo. (…) Casi en el centro de uno de los testeros, media docena de hombres desvergonzados, sucios, casi desnudos unos y haraposos otros, con semblante estúpido y ademanes incultos todos, se reían de la tertulia constantemente, embrutecidos por el vino. Eran Los Borrachos de Velázquez. A veces, aquellos hombres puestos en alto, entre los cuales el del centro escrutaba con su mirar insolente toda la sala, parecían una especia de tribunal de locos En un rincón, junto al hueco de la ventana, Leonardo Romero Tobar
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refugiado en la sombra y casi invisible, veíase un hombre lívido, exangüe, cuya mirada oblicua lo abarcaba todo desde el ángulo oscuro. Vestía de negro, y en una de sus manos llevaba un rosario. Era Felipe II pintado por Pantoja.
(Memorias de un cortesano de 1815, cap. XIX).
En la conversación de los asiduos a la tertulia palaciega planea la sombra de los personajes de los cuadros. Un comentario del monarca es subrayado con estas palabras: «dijo el rey, dando a sus ojos expresión semejante a la que en los suyos tenía alguno de los individuos del lienzo de Velázquez», para concluir la descripción de la escena al señalar el narrador que «desde el rincón de Felipe II cuatro ojos me miraban con enojo». Esta visión del personaje del rey resulta paralela a la que se ofrece en España sin rey (cap. XIX) del retrato de Carlos V ejecutado por Tiziano, cuadro que es puesto en relación con el cráneo del cadáver del emperador exhumado en El Escorial en el curso de una tenida masónica4.
La correlación entre imagen plástica y figura física de cuerpo humano es el recurso retórico más frecuentado por Galdós en los retratos de sus personajes novelescos y ha sido oportunamente puesta de relieve por los estudiosos antes citados y por muchos de los analistas de novelas o personajes concretos, por lo que no entraré en la consideración de este aspecto ya que el núcleo de mi comunicación consiste en el análisis de los efectos que determinadas obras del Museo producen en el curso de la narración. Valga un ejemplo pictórico, el don Lope de Tristana (cap. XI) a quien el pintor Horacio ve como «una figura escapada del cuadro de Las Lanzas».
Y otro ejemplo escultórico en la estimación anatómica de Amparo: «¡Y qué cuerpo tan perfecto! —añadió la señora de Ido poniendo, según su costumbre, los ojos en blanco—. He tenido ocasión de verla cuando íbamos juntas a los baños de los Jerónimos… Me río yo de las estatuas que están en el Museo» (Tormento, cap. X).
TEXTOS SIGNIFICATIVOS
Señalo en primer lugar cómo la vista al Museo funciona en las novelas galdosianas igual que un programa educativo de la sensibilidad y estimaciones morales de los caracteres ficticios que aparecen en ellas. Ir al Museo era mucho más que una simple curiosidad o una visita de cortesía, ya que lo colgado en sus paredes estimulaban la vista y el corazón de los
4 «Para mí resultaba como si la cabeza del retrato de Ticiano, que está en el Museo, fuera sacada de un desván donde las cucarachas hubieran hecho algún estrago, dejando el parecido… Las piernas, de rodillas abajo, son esqueléticas… La gota en vida le trató peor que las cucarachas en la muerte» (cap. XIX).
Pérez Galdós y el Museo del Prado
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personajes. Tito Liviano, el protagonista de Cánovas —¡una vez más sale a relucir este Episodio!— planea la educación de la rústica Casianilla pues
Sus nobles sentimientos y los estímulos de su alma querenciosa de un vago ideal me ayudaron en mi tarea. Firme en mi propósito, llevábala con frecuencia al Museo del Prado y a los tres o cuatro días de nadar por aquellas salas mi compañera se asimiló el valor estético de la pintura, supo apreciar a los maestros y distinguía perfectamente a Velázquez del Tiziano y a Murillo de Rubens, dando a cada uno lo suyo. Una mañana, cuando nos hallábamos en la Rotonda recreándonos en la variada colección de obras capitales, que no tienen igual en el mundo, sorprendióme la presencia de Vicentito Halconero que, con su mujer y su suegra, se deleitaba como nosotros en aquel olimpo pictórico. En cuanto me vio el simpático amigo vino a saludarme muy cariñoso y me presentó a su familia; yo, naturalmente, no les presenté a Casiana y ésta se mantuvo cohibida y avergonzada, fijos los ojos en el suelo.
(Cánovas, cap. XVI).
Tristana, cuya educación estética ha sido obra del pintor Horacio, afirma en una carta a éste que ella quiere que se diga de él que «Velázquez y Rafael eran unos pintapuertas comparados contigo» (cap. XIX) y, más adelante, don Lope dice de ella que «la pintura no acaba de distraerle… la música tal vez« (cap. XXV), un eco de las dos manifestaciones artísticas por las que Galdós siempre profesó gran devoción.
El pedagogo krausista que es Máximo Manso insiste en su pedagogía estética exhibiendo su relación con su discípulo ya que da cuenta pormenorizada del plan que está siguiendo en la educación de Manolito Peña, (El amigo Manso, cap. IV). Este por ignorar el latín sólo podía leer en castellano a los poetas clásicos y los modernos o el Quijote copiando fragmentos de estos textos y era también básica en su aprendizaje la contemplación de los fenómenos de la naturaleza y de las obras de arte ya que Manso
si quería imbuirle algún principio artístico, procuraba hacerlo delante de una obra de arte (…). Los domingos íbamos al Museo del Prado y allí nos extasiábamos delante de tanta maravilla. Al principio notaba yo cierto aturdimiento en la manera de apreciar de mi discípulo. Pero muy pronto su juicio adquirió pasmosa claridad y el gusto de las artes plásticas se desarrolló potente en él, como se había desarrollado el de los poetas. Me decía: Antes había venido yo muchas veces al Museo, pero no lo había visto hasta ahora.
(El amigo Manso, cap. IV).
El caso de reacción casi milagrosa ante los cuadros del Prado es el de Rafael del Águila en Torquemada en la cruz, persona ante cuya ceguera sus hermanas cuidaban extremadamente las condiciones físicas de su vivienda y las compañías que lo atendían, de las cuales la más simpatética era Melchorito, joven alumno de la Academia de San Fernando que no se «contentaba con ser menos que un Rosales o un Fortuna». Su conocimiento y explicación de los cuadros del Museo embelesaban al ciego que
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recordando lo que años atrás había visto, lo veía nuevamente con ajenos ojos… Y de todo aquel Olimpo de la pintura, el ciego prefería los retratos donde se admiraba tanto la Naturaleza como el arte porque en ellos revivían las personas efectivas, no imaginadas, de antaño. Por ver y examinar retratos, revolvía todas las salas del Museo con su inteligente lazarillo, el cual le prestaba sus ojos como pueden prestarse unos lentes, y uno y otro se embelesaban ante aquellas nobles figuras, personalidades vivas eternizadas en el arte por Velázquez, Rafael, Antonio Moro, Goya o Van Dick.
(Torquemada en la cruz, 2ª Parte, cap. X).
Un programa educativo tan eficaz que hacía ver a un ciego lo que representaban las obras plásticas descubre ante el lector galdosiano las que podían ser reacciones profundas suscitadas por la belleza colgada en las paredes, un efecto impresionista que iba más lejos aún del programa pictórico planeado por los artistas de la escuela francesa conocida como ‘impresionista’. En la narrativa de nuestro autor las impresiones recibidas y vividas por sus personajes hacen de ellos su más complejo mecanismo de humanidad y, especialmente, si las impresiones proceden de un estímulo visual o sonoro.
Felipe Centeno es otro muchacho-granuja que, en su etapa de vagabundo dormía en el Museo del Prado (El Doctor Centeno, parte 1ª cap. II) pero que en su etapa de educación social con Alejandro Miquis, que además de callejear con él le señalaba a veces las figuras de los grandes escritores cuando pasaban a su lado, lo llevaba de vez en cuando al Museo del Prado, y allí
contemplaba Felipe, con la boca abierta, aquellas figuras tan guapas y tenía como una sospecha del gran mérito de todas ellas. En presencia de la perfección artística no hay persona, por ruda, por ineducada que sea, que no sienta, ya que no otra cosa, el secreto orgullo de su afinidad con la esencia divina que inspiró aquella belleza y de su parentesco corpóreo con las manos que la ejecutaron.- ¿Esto lo hizo un hombre? preguntaba Felipe en el colmo del candor.- Sí, Murillo.- ¿Y aquellos ángeles, los sacó de su cabeza?- Ahí verás tú.
(El Doctor Centeno, 2ª Parte, cap. II, 2).
Aunque la discípula más aventajada del ‘célebre Miquis’ es Isidora Rufete, cuyo aprendizaje artístico, recién llegada a Madrid, se inició en la atracción de las calles y los escaparates de las tiendas para culminar en el Prado:
En el Museo, las impresiones de aquella singular joven fueron muy distintas y sus ideas, levantando el vuelo, llegaron a zonas mucho más altas que aquella por donde andaban al rastrear en los muestrarios llenos de chucherías. Sin haber adquirido por lecturas noción alguna del verdadero arte, ni haber visto jamás sino mamarrachos, comprendía la superioridad de lo que a su vista se presentaba; y con admiración silenciosa su vista iba de cuadro en cuadro, hallándolos todos, o casi todos, tan acabados y perfectos, que se prometió ir con frecuencia al edificio del Prado para saborear más aquel goce inefable que hasta entonces le fuera desconocido. Preguntó a Miquis si también en aquel sitio destinado a albergar lo sublime dejaban entrar al pueblo, y como el estudiante le contestara que sí, se asombró mucho de ello.
(La Desheredada, 1ª Parte, cap. IV, 1).
Pérez Galdós y el Museo del Prado
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Sólo encuentro un único caso en el que la fantasía desbordada toma posesión del espacio y trastorna la visión de los personajes; se trata del capítulo de Ángel Guerra en el que (como había ocurrido en el trabajo plástico del joven Benito “El gran teatro de la Pescadería”) el imaginativo marino don Agapito Babel (don Pito) inventa para la enfermiza Dulce un paseo marítimo a través de las calles del centro de Madrid, un paseo transformador de las calles en parajes marítimos en el que la mar revuelta acentúa las emociones de los personajes:
Hoy es la más alta pleamar del año, marea equinoccial…, coeficiente de veinticuatro pies… Pues hallábame yo en el salón del Prado cuando sentí un ruido de oleaje… bum, bum… la gente huía ¡Carando!, los coches izaban bandera y apretaban a correr. Miro para abajo, ¡yema!, y ¿qué creerás que vi? Dos vapores. ¡Me caso con Holofernes!: dos vapores que subían a toda máquina por delante de los Almacenes de Pinturas, digo, del Museo, el uno inglés con matrícula de Cardiff, el otro español, alto de guinda, chimenea roja, la numeral en la mesana y contraseña en el trinquete.
(Ángel Guerra, 1ª Parte, cap. VII, 3).
Como es sabido en las novelas de nuestro autor aparecen situaciones en las que un dibujo o un cuadro tienen alguna presencia llegándose al caso de la proyección fantástica de una figura plástica en la existencia de un personaje real, el Dr. Anselmo de La sombra (1870), novela en la que su protagonista vive una extraña relación con la figuras del Paris exhibida en un cuadro de tema mitológico que cuelga en una de las paredes de su vivienda. Esta novela del joven Galdós abre una vía de tratamiento fantástico que atenuaría en los relatos posteriores y, por supuesto, su acción no ocurre en el Museo del Prado
EL PRADO EN NOVELAS RECIENTES
Un cambio muy llamativo en la proyección del Museo del Prado y sus cuadros sobre personajes de ficción se hace patente en novelas publicadas en las últimas décadas. A diferencia de lo que había sido el tratamiento del espacio museístico en la narrativa realista que seguía el modelo decimonónico, la producción novelística de los últimos años parece tener programado —¿por iniciativa del mercadeo editorial?— el trastorno radical que las imágenes pictóricas suscitan en las sensaciones experimentadas por los espectadores que las contemplan (Villalba Salvador: 2009; Romero Tobar: 2017). Sólo en algunas novelas recientes la figura del Museo es un mínimo incidente dentro de una estructura narrativa construida sobre otros conflictos y escenarios, tal como ocurre en Corazón tan blanco (1992) de Javier Marías, La novela de un pintor (1993) de Víctor Alperi, o Los colores de la guerra (2002) de Juan Carlos Arce, novela esta última centrada en la evacuación de las pinturas a Leonardo Romero Tobar
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Ginebra en el curso de la guerra civil, un acontecimiento que Carlos Rojas ya había tratado con humor paradójico en su Aquelarre (1970).
La des-automatización de la práctica ‘realista’ consiste en dotar de vida a las figuras representadas en los cuadros hasta el punto que éstas invadan los espacios del Museo o trastornen la existencia de los cuidadores o visitantes. En la literatura española inició esta fórmula el pre-vanguardista José María Salaverría en su obra Los fantasmas del Museo del Prado (1920) cuando el Paseo y el Museo habían perdido la función social que desempeñaron en el siglo XIX y que, en los años de la vanguardia artística, para este escritor tradicionalista se cifraba en que «acaso resida en este edificio la mayor potencia gloriosa y jerárquica que posee actualmente España». En esta obra la ‘ronda de fantasmas’ en que se van convirtiendo las figuras del XVII en su baile por el Museo culmina en «estos feroces hombres, rotos y descamisados, a quienes los soldados de Francia van a fusilar»: toda una lección de historia de la pintura desde Velázquez a Goya.
La reviviscencia patriótica conferida por Salaverría ha encontrado una réplica muy excitante en la obra de Manuel Múgica Laínez Un novelista en el Museo del Prado (1984), una autobiografía imaginada en la que el escritor argentino se imagina testigo nocturno de la vida colectiva que cobran las figuras de los maestros antiguos: los barrocos, Velázquez y, Goya por modo fundamental (Romero Tobar: 2016, 249-251). En esta dirección de figuras plásticas que vuelven a la vida deben situarse las siguientes novelas: La infanta baila (1997) de Manuel Hidalgo y El enigma del pintor (1998) de José María Baldasano (Villalba Salvador: 2009, 122-124). También los relatos breves reproducen el modelo de la figura plástica trasladada a la vida exterior al cuadro, véanse los relatos breves de José Jiménez Lozano “Las mujeres del cuadro” y “María Bárbola” o las novelas El misterio Velázquez (1998) de Eliacer Cansino o las Siete historias para la infanta Margarita (1998) de Miguel Fernández Pacheco, textos que ofrecen la animación de la enana María Bárbola o del bufón Nicolás de Pertusato, figurantes muy activos en Las Meninas velazqueñas.
La entrada de personas reales —visitantes, aprendices escolares, vigilantes del Museo, expertos en Arte— en los espacios figurados por los lienzos es otra forma destacada de hacer notar los efectos del Arte que se conserva en el museo madrileño. Narraciones de Fernando Royuela (El Prado de los monstruos, 1996), Ángeles Saura (La Duda, 2001), Pedro Jesús Fernández (Tela de juicio, 2006) o Arturo Pérez Reverte (El pintor de batallas, 2006)5 son
5 Enrique Vila-Matas avanzó esta situación surrealista en su cuento Rosa Schwarzer vuelve a la vida de su colección de Suicidios ejemplares (1991) al presentar a la vigilante del museo de Düsserdolf que resulta abducida por la figura que Klee representó en El príncipe Negro. Pérez Galdós y el Museo del Prado
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ejemplos de esta forma imaginativa de inserción de la realidad vivida en el mundo de la ilusión artística. Estas proyecciones del Museo del Prado en las ficciones de autores de nuestros días pueden haber recibido estímulos de relatos escritos en otras tradiciones literarias, relatos en los que la resurrección de las figuras plásticas toma cuerpo en enredos criminales y policíacos cuya vitalización inunda los espacios de fantasía y terror. Sólo menciono dos modelos de esta línea narrativa que, sin haber sido concebidos en español, sí han recibido gran atención por el público y escritores hispanos: el ya envejecido Belphégor de Arthur Bernède (1927) y el reciente ‘best-seller’ de Dan Brown The Da Vinci Code (2003).
Falsificaciones, robos, crímenes, persecuciones a través de salas interminablemente entrelazadas, acciones todas insertadas en un molde de intriga policíaca, configuran la estructura narrativa de ficciones tan cercanas a nosotros como son La puerta secreta del Museo del Prado (2012) de José María Plaza con su banda de chavales aventureros, El maestro del Prado y las pinturas proféticas (2014) de Javier Sierra con el efusivo paseo del escritor al que un sabio ocultista le va desvelando esoterismos de muchas piezas maestras o, para concluir saliendo del ámbito de nuestro Museo, en La vigilante del Louvre (2015) de Lara Siscar con las emocionantes vivencias de tres mujeres en la pinacoteca parisina.
Los programas narrativos que apresuradamente he traído a cuento son plenamente diferentes del planteamiento que hacía don Benito en su visión del Museo; los procesos educativos y las emocionantes vivencias subjetivas de los visitantes del Museo que encontramos en sus novelas se han transformado en apabullantes visiones de aventuras extra-naturales en las que una imaginación desatada —sólo apuntada brevemente en nuestro maestro canario— ha transformado el espacio museístico en un espacio inquietante e, incluso surrealista, lejos del humor y la ironía que don Benito dejaba caer como sin darle importancia. Recuérdese, para terminar, que en Fortunata y Jacinta (2ª parte, cap. II, 4) un español extranjerizado —Moreno Isla— llega a mantener un rotundo credo patriótico diverso al de Salaverría, ya que «sostenía que en España no hay más que tres cosas buenas: la Guardia Civil, las uvas de albillo y el Museo del Prado».
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