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Arencibia, Yolanda; Gullón, Germán; Galván González, Victoria et al. (eds.) (2018): La hora de Galdós,
Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, ISBN: 978-84-8103-888-0.
EL MAJISMO EN DOS PERSONAJES FEMENINOS DE GALDÓS: SUSANA DE CEREZUELO Y JENARA DE BARAHONA
MAJISMO IN TWO GALDÓS’ FEMALE CHARACTERS:
SUSANA DE CEREZUELO Y JENARA DE BARAHONA
Montserrat Amores
Universitat Autònoma de Barcelona
RESUMEN
A partir del juicio de Galdós sobre el siglo XVIII, concretamente sobre la nobleza y las clases populares, y de su admiración por Goya y Ramón de la Cruz, se estudian los personajes galdosianos de Susana de Barahona, de El audaz (1871), y Jenara de Barahona, de la segunda serie de los Episodios Nacionales, en relación con el majismo y el casticismo. En la petimetra Susana de Cerezuelo representa el autor la indolencia y la decadencia de la aristocracia española. El majismo del personaje encarna los rasgos típicos del fenómeno en los que prevalecen el gesto y la indumentaria, mientras que Jenara de Barahona se convertirá, después de una larga evolución, en una maja que simboliza la España absolutista del final del reinado de Fernando VII.
PALABRAS CLAVE: majismo, Benito Pérez Galdós, Susana Cerezuelo, Jenara de Barahona, Episodios Nacionales, El audaz.
ABSTRACT
From the judgment of Galdós on the 18th century, specifically on the aristocracy and the popular classes, and on his admiration for Goya and Ramon de la Cruz, the Galdós’ female characters of Susana de Barahona (El audaz, 1871) and Jenara de Barahona (main character of the second series of Episodios nacionales) are estudied in relation to the majismo and the casticismo. The petimetra Susana de Cerezuelo represents the indolence and decadence of the Spanish aristocracy. The majismo of the character embodies the typical features of the phenomenon in which gesture and clothing prevail, while Jenara de Barahona will become, after a long evolution, a maja that symbolises the absolutist Spain of the last years of the reign of Ferdinand VII.
KEYWORDS: majismo, Benito Pérez Galdós, Susana Cerezuelo, Jenara de Barahona, Episodios Nacionales, El audaz.
En su afán por buscar el origen de la España contemporánea, Galdós se remonta al siglo XVIII, consciente de su importancia en la formación de la conciencia nacional. Las conclusiones de su análisis, «un poco asustadas» en expresión de Julio Caro Baroja, (1975, 289), resultan de un interés primordial para comprender el lugar que ocupa el autor en la historiografía del siglo XVIII y para interpretar el papel que la nobleza y el pueblo jugaron en la conformación de la tradición liberal. Así, en su artículo sobre «Don Ramón de la Cruz y su época», al considerar el estado de las costumbres, advierte «una perversión completa del sentido moral; fin de la mayor parte de las grandes cualidades del antiguo carácter castellano; desarrollo exagerado de todos los vicios de ese carácter» (Pérez Galdós: 1870, 201). Montserrat Amores
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En tres líneas ha sintetizado Galdós en clave imagológica (si se puede dar por válido el neologismo) los elementos que entran en juego en el proceso de transformación del estereotipo nacional, que consiste esencialmente en «el paso de la imagen de una España hegemónica o dominante a otra marginal o exótica», en palabras de Jesús Torrecilla (2004, 11); un fenómeno que tiene su origen en el siglo XVIII, que cristaliza en el Romanticismo y que arraigará y se desarrollará a lo largo del XIX.
Uno de los elementos principales que forman parte de ese cambio es la identificación de lo español con el pueblo bajo (Caro Baroja: 1975, 288, 298; Torrecilla: 2004, 24, 51 y 177) como reacción ante la decadencia de la nobleza entregada a la cultura francesa, que se identificaba con lo moderno (la «perversión completa del sentido moral», a la que se refiere Galdós). Perdido el papel ejemplar de la aristocracia (Ortega y Gasset: 1970, 49; González Troyano: 1991, 99) («fin de la mayor parte de las cualidades del antiguo carácter castellano»), la identidad española se definirá por oposición a lo francés y a lo moderno.
En ese proceso juega un papel esencial el majismo, fenómeno del que pueden reconocerse dos vertientes: en primer lugar, como reacción al afeminamiento de los nobles y a la influencia extranjera, el pueblo se repliega sobre sus formas de vida, considerándose el verdadero representante del espíritu español (Martín Gaite: 1988, 76); en segundo lugar, como «desbordamiento de ese majismo» (González Troyano: 1991, 100), la nobleza protagoniza el «plebeyismo», término acuñado por Ortega y Gasset, al acercarse al pueblo e imitar sus costumbres como una actitud de resistencia ante lo francés1. La frase final de la reflexión de Galdós, el «desarrollo exagerado de todos los vicios de ese carácter», coincide con lo que entendemos por casticismo, como «tendencia a radicalizar los componentes nativos o locales que aparecen como más genuinos, propios y puros, a efectos de mantener la tradición del linaje o casta» (González Troyano: 1991, 97).
Las pinturas de Francisco de Goya y los sainetes de Ramón de la Cruz se convertirán, como ha señalado la crítica, en fuente de inspiración de Galdós para la creación de los tipos populares de las novelas de El audaz y la primera serie de los Episodios nacionales. Ya en esa Historia de un radical de antaño repara la voz omnisciente en el retrato fiel y «con mano maestra» que de la sociedad del siglo XVIII hicieron los dos artistas (455) y en su artículo sobre el sainetista lo distingue como «el único poeta verdaderamente nacional del siglo XVIII» (Pérez Galdós: 1870, 219).
1 René Andioc también distingue entre el «majismo auténtico, popular si se prefiere» y el «majismo aristocrático» (1976, 146 y 158). El majismo en dos personajes femeninos de Galdós: Susana de Cerezuelo y Jenara de Barahona
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Galdós se inserta en la línea de la crítica romántica al considerar a Ramón de la Cruz como poeta realista, popular y nacional. Como en sus sainetes, los majos, manolos y chisperos de don Benito, representantes de los valores nacionales del pueblo español a partir de la guerra de la Independencia por un lado, y por otro los petimetres, que encarnan los principios de la nobleza dieciochesca, indolente y afrancesada, deben entenderse como construcciones artísticas (Ríos Carratalá: 199; Dorca: 2005; Álvarez Barrientos: 2008, 24; Miller: 2009) al servicio en este caso de la creación de una imagen de la historia nacional vista desde el liberalismo del Galdós de los años 702; creaciones subordinadas a sus propósitos ideológicos, como intentaré mostrar prestando atención al majismo en relación con dos personajes femeninos de las novelas de la primera época de Galdós: Susana de Cerezuelo, heroína de El audaz, y Jenara de Barahona, el personaje femenino más atractivo de la segunda serie de los Episodios nacionales; dos temperamentos que se oponen a las mujeres inocentes y dóciles, como Clara, Inés o Soledad, creadas «sin majeza, o muy poco dadas a mostrarla», como señaló Montesinos (1968, 147).
ENTRE LA PETIMETRA Y LA PRINCESA DE LAMBALLE, SUSANA DE CEREZUELO
En El audaz, ambientada en 1804, Galdós convierte en ficción las ideas sobre la nobleza dieciochesca que había desarrollado en su artículo sobre Ramón de la Cruz, escrito, merece la pena recordarlo, en el mismo periodo de redacción de la novela. Desde la interpretación histórica, don Benito señala la postración y la pérdida de grandeza de la nobleza del siglo XVIII debido a su sustitución por la francesa o italiana en las empresas del Estado. En consecuencia, la española se entrega a una completa inactividad. «Entonces pierde su papel histórico, se empequeñece, se hace familiar, por decirlo así, baja más cada vez y, por último, llega al nivel del pueblo con quien se junta, no para consolarle y apoyarle, sino para imitar su despreocupación y desenfado» (Pérez Galdós: 1870, 223).
Esa pérdida de grandeza es la que protagonizan la familia de Cerezuelo y su séquito, formado entre otros por el petimetre Narciso Pluma, el abad Lino Paniagua o el marqués de Fregenal, miembros de una sociedad decadente de la que Galdós critica su indolencia y su deterioro moral. El majismo se observa en la novela en sus dos posibles expresiones. Así, por un lado, en los capítulos dedicados a “La maja” y “El baile de candil”, el autor pone en acción a la Pintosilla, que «cifraba todo su orgullo en humillar a los grandes señores» (Pérez Galdós:
2 Un estereotipo creado «mediante la influencia recíproca entre autor y público» como indicó en su momento Caro Baroja (1975, 288) y también observa Río Barredo (2000, 239). Montserrat Amores
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2003, 337), y a su corte de majos y majas que tratan con desprecio a los petimetres que acuden al baile
3, por otro, ese descenso de la nobleza al pueblo se circunscribe al personaje de Susana, hija del conde de Cerezuelo, que se encarga de malgastar la fortuna paterna según su capricho.
Orgullosa, soberbia, rebelde, con fuerte temperamento y voluntad de hierro, pero superficial en sus costumbres, Susana se comporta como una petimetra —así la denomina el narrador en ocho ocasiones— que se aburre sometida a las costumbres de la aristocracia, se hastía de las diversiones que le procuran y se rinde ante las modas4. Susana acude a la escena campestre del capítulo IV de la novela, intenta modernizar sin conseguirlo las costumbres de su casa «llevada por su amor a la etiqueta» (2003, 276) y, acostumbrada a salirse con la suya, se pone «como un puerco espín» (300) cuando no consigue su propósito5.
De su etopeya (capítulo IV, iii), además de los rasgos mencionados anteriormente, resulta imprescindible distinguir la «hermosura majestuosa», que hace pensar al narrador en su carácter varonil, y la superioridad del personaje que se pone de manifiesto al relacionar su actitud y sus gestos con «las heroínas de la antigüedad» y con las artes a la escultura (203). No obstante, soterradamente Susana también se concibe desde la figura pictórica de la maja goyesca. Así, en la primera versión de la novela, el narrador asocia ciertos rasgos de su carácter con la majeza, pues distingue sus actitudes, «sin artificio de su parte» (203), y añade el siguiente comentario, suprimido ya en la edición de 1885: «Recordaba a la Maja de Goya, la Venus de Lavapiés, que desde lo alto del gran salón de la Academia muestra su voluptuoso continente a los ojos estáticos de los pobres frailes de Zurbarán, que aún no se han escandalizado de tal compañía». De esta manera, Galdós borra su fuente de inspiración6. En esa primera etopeya se señala el aburrimiento de la joven, que
3 Ese gesto de majismo se encuentra también referido en varias ocasiones en “Ramón de la Cruz y su época”: «y está tan orgullosa de su clase, que no se cambiaría por las mujeres de más alta condición, en quienes ve marcados síntomas de extranjerismo» (Pérez Galdós: 1871, 41); «la maja se cree mil veces más honrada que la dama que se acerca a ella en un baile de candil. A que la lleva la extravagancia de un abate o el capricho de un petimetre» (44); o bien, «pero el objeto de sus más violentas increpaciones, y hasta de su odio, es la clase alta, que ridiculiza y escarnece, como si por una extraña intuición del pueblo comprendiera que de allá arriba viene la norma de las costumbres, y que en las esferas elevadas se elaboró la relajación de nuestro carácter nacional» (44).
4 Para Galdós, la petimetra, «elemento indispensable en los dramas de Cruz», cercana a la «preciosa francesa» y «al tipo cursi (...) era un conjunto de frivolidad y presunción» (Pérez Galdós: 1871, 33).
5 «El aire de petimetra tenía que ver con el deseo de llamar la atención, con la extravagancia, con los cambios de humor» (Martín Gaite: 1988, 86).
6 Algunas de las supresiones del paso de la edición en prensa a las de 1885 y 1907 omiten aquellos rasgos que pudieran identificar o subrayar el majismo de Susana. Así, en el cap. V, ii se suprime una de las tareas de la tía Nicolasa: «contaba asimismo en el número de sus altas funciones la de organizar las fiestas campestres a que todos los labriegos de los próximos estados de Cerezuelo concurrían con su guitarra y buena fe para divertir a la señorita» (las cursivas se omiten en la edición de 1885 y la de 1907; Pérez Galdós: 2003, 223); en V, ii se suprime un rasgo físico que podría identificar a Susana con la belleza española: «asustándole por El majismo en dos personajes femeninos de Galdós: Susana de Cerezuelo y Jenara de Barahona
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se aventuraba de noche en los laberintos de Maravillas, porque le causaban particular agrado las fiestas y costumbres del pueblo. Vivía en medio de la frivolidad general, festejada por insulsos galanes, entre la gente afeminada o ridícula que componía aquella sociedad, no impelida hacia nada noble y algo por ninguna grande idea (501-502).
Y es que a Susana le gustan las experiencias auténticas, arraigadas en la realidad, razón por la cual se ríe de la convención pastoril («Yo no sé (…) de dónde han sacado los poetas esas pastoras que pintan tan finas, con tales vestidos y modales. Yo he vivido en el campo y no he visto en medio de los rebaños más que hombres zafios, tal vez menos racionales que las reses que cuidaban», Pérez Galdós: 2003, 190); del mismo modo que se siente atraída por la vida de las gentes del pueblo, una diversión que rechaza su cortejo, el marqués de Fregenal, por considerarlo un gusto «muy extravagante» (300). Esa atracción de Susana por visitar los barrios marginales de la ciudad y asistir a los bailes de candil para bailar con manolos y chisperos es además un rasgo de rebeldía y de independencia respecto de su condición.
En este sentido, como personaje de novela histórica, Susana va a encarnar el conflicto de la clase a la que pertenece. El amor transforma a la hija del conde de Cerezuelo convirtiéndola en un personaje balzaquiano, pues, gracias a Muriel, descubre su función histórica y social. Como representante de la nobleza se dará cuenta al final del mezquino papel de su clase en la sociedad coetánea y de la imposibilidad del amor entre una aristócrata y un audaz revolucionario.
La atracción que siente por Martín Muriel está en estrecha relación con su superioridad moral, que nada tiene que ver con los petimetres que la rodean. Susana se encuentra con un orgullo semejante al suyo que se resiste a ser dominado. Esa lucha entre dos temperamentos semejantes, separados por la clase social a la que pertenecen, explica que Petit (1972, 75, 207 y 345) y Beyrie (1980, 128) relacionen a Susana de Cerezuelo con Mathilde de la Mole, ambas seducidas por la firme y enérgica personalidad de un joven de clase inferior. Nótese, además, que las dos comparten ese amor que nace más de la cabeza que del corazón, que se sostiene por el afán de dominación y que se debate entre «el orgullo de raza» y «de fortuna» (Pérez Galdós: 2003, 204, 320), utilizo ahora las palabras Martín Muriel, y el «de sentimiento y de creencias» (320).
su mirada / con la intensa mirada de sus negros y grandes ojos» (223). Más significativa me parece la siguiente variante del capítulo XI, iii. En la escena del canapé en la que se miden las fuerzas de los contrincantes, el narrador advierte que Martín «no consentía extraño dominio. Había nacido para imponerse, y toda la soberbia de la tiranuela se estrellaba impotente ante la acerada contextura de su carácter» (321). Poco después, en el capítulo XIII dedicado a “La maja” se omite igualmente una larga reflexión en la que se identifica a las majas con «tiranuelas insolentes» (335). Parece como si Galdós hubiese intentado atenuar los rasgos de majeza del personaje, manteniendo todos los de petimetra. Montserrat Amores
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Para desarrollar el plan orquestado por Susana con el fin de doblegar el orgullo del joven, Galdós acude al majismo de la petimetra, tanto en el atuendo como en la gestualidad, que desplegará toda su sensualidad con el fin de conquistar a Martín. Así, perdida la primera batalla con Muriel en “La escena campestre”, Susana se viste de maja para recibirle en su casa:
Aquel día deslumbraba. Su traje era una hábil transacción entre la usanza española, algo en decadencia ya en las clases altas, y la moda francesa, que bajo la influencia del Imperio quería, como Bonaparte, afectar las formas de la estatuaria antigua. Goya nos ha dejado inimitables muestras de esta combinación, que permitía a ciertas ilustres damas tener la esbelta gravedad de las diosas sin perder la arrogante desenvoltura de las majas (Pérez Galdós: 2003, 283).
Vestida de maja goyesca, Susana consigue dominar al león, pues Muriel se ve obligado a morderse la lengua en varias ocasiones para conseguir la liberación de su amigo Alejandro.
Mucho más interés tiene en relación con la función del majismo en la novela la escena del canapé (XI, iii), que significativamente se titula «Los dos orgullos». En ella, Susana, rompiendo con todas las convenciones sociales y comprometiendo su honra, cita a Muriel para entrevistarse a solas, de noche y en su casa, un espacio dominado por la petimetra. A pesar de la oscuridad, y antes de encontrarse con la dama, Muriel vislumbra en la habitación elementos reveladores de significado: un retrato del conde de Cerezuelo, un «gran Cristo de Marfil» y unos tapices que representaban toros y «unas majas que en otro tapiz levantaban sus brazos en actitud de tocar las castañuelas» (313): linaje, religión y costumbres identificadas con lo español preceden al encuentro. Susana recibe a Muriel tendida sobre un canapé, «arrebujada en una especie de manto o chal que la cubría toda, excepto la cara y las extremidades de los pies. Su actitud era perezosa, y su voz quejumbrosa y dolorida» (314), pues finge encontrarse enferma (322).
Petit relacionó esta escena con una semejante que se encuentra en La duchesse de Langeais (1834), de Balzac (Petit: 1972, 210 n). En esta novela la duquesa, una arrogante coqueta, recibe a Armand Montriveau, un singular y orgulloso general al que pretende seducir, echada en un diván, fingiéndose indispuesta y envuelta en un peinador de cachemir del que se desprenderá durante la entrevista, una maniobra que también llevará a cabo Susana. Galdós utilizará todos estos recursos con una función simbólica incuestionable, pues los movimientos de Susana durante el diálogo están relacionados con las diferentes inflexiones de la batalla entre estos dos orgullos. Así, Susana descubre su cabeza, que tenía tapada con el manto, al oír de boca de Muriel que su carácter le impide arrastrarse a los pies de nadie. Durante la conversación, el joven formula abiertamente unos de los asuntos planteados por Galdós en El El majismo en dos personajes femeninos de Galdós: Susana de Cerezuelo y Jenara de Barahona
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audaz, el principal que enfrenta a la pareja: «un accidente, un engaño, un disfraz junta lo que la sociedad quiere y ha querido siempre que no se junte» (Pérez Galdós: 2003, 317), es decir, la incomunicación entre la nobleza y el pueblo. Susana recuerda con descaro que ella ha bailado «con manolos y chisperos en las verbenas de Santiago y San Juan» (317) y cuando se da cuenta de que no puede vencerle dialécticamente descubre paso a paso su cuerpo. De este modo, al verle «crecer por grados» (318) con su argumentación revolucionaria, Susana «echa atrás el manto y descubre su busto» (318). Poco después le propone que se ponga a su servicio a cambio de facilitarle una buena posición, retirando más el manto que tapaba su cuerpo y dejando al «descubierto, su cuerpo, vestido con elegante chaquetilla de terciopelo negro recamado de pasamanería» (319). Conforme avanza la conversación y se acrecienta la indignación de Susana, echa hacia abajo el manto «que ya parecía darle demasiado calor» (320).
Montes Huidobro ha señalado que la complejidad sexual de los personajes de El audaz «está enraizada a complicados procesos ideológicos, léxicos y literarios» (1980, 487). Efectivamente, en esta escena y a partir de este momento, Susana muestra su derrota mediante movimientos continuos que distorsionan su cuerpo. Su propósito es el de seducir a Muriel, pero solo consigue desfigurarse y, lejos de atraer al joven, le produce rechazo: «como ser moral, [Susana] había descendido bastante a sus ojos» (Pérez Galdós: 2003, 323). Esa «falta de contención emocional» y «desbordamiento de los instintos», que caracterizan a la maja (Torrecilla: 2004, 117), resultan artificiosos a los ojos de Muriel, puesto que Susana es incapaz de dejar fluir sus emociones.
Al finalizar esta secuencia, se descubre el origen sobre el que se sustenta este procedimiento. Cuando Susana da por perdida la batalla, se incorpora en el sofá,
(…) cansada ya de estar con la cabeza atrás, rodeándola con sus brazos como si fuera un marco. Sentada, con una mano puesta en la rodilla y la otra sirviendo de apoyo al cuerpo, con la mirada fija y sin pestañear, semejaba una estatua antigua. La expresión de su semblante varió por completo. Parecía haber recobrado repentinamente el dominio sobre sí misma, perdido hacía poco (Pérez Galdós: 2003, 323).
Si Susana al descubrir su cuerpo muestra su traje de maja, ahora el narrador la presenta como una auténtica maja goyesca (Ynduráin: 1970, 30; Petit: 1972, 346; Beyrie: 1980, 138; Montes Huidobro: 1980, 493) que ha usado no solo el atuendo, que pone al descubierto gradual y sucesivamente, sino también la gestualidad y las actitudes provocativas del modelo pictórico con el propósito de sojuzgar a Muriel. Adviértase ahora que, no conseguido su Montserrat Amores
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propósito y como corolario, Susana vuelve a su belleza escultural. La escena recupera en sentido inverso la primera etopeya de Susana que recordaba anteriormente: de la majestuosa y escultural belleza de la heroína se pasaba al «voluptuoso continente» goyesco de la joven. Ahora, la atrevida sensualidad de Susana de nada sirve ante la sincera y rotunda dialéctica de Muriel, y la joven vuelve a la esfera de su clase. La unión entre pueblo y nobleza es imposible; ni siquiera mediante el amor.
Asimismo, si el majismo conlleva un componente de nacionalismo defensivo, este no se manifiesta en Susana. Ciertamente, si, como señala Torrecilla, «no era anormal que afrancesamiento y casticismo alternaran o se debatieran en un mismo personaje, provocando una tensión interior entre la fascinación por lo moderno y la atracción por lo propio» (2004, 23; también en 177 y 179), en Susana esa coexistencia no contiene componente ideológico alguno. Dispuesto como estaba Galdós a mostrar la superficialidad y la insustancialidad de la nobleza («aquella sociedad frívola que rastreaba por el suelo sin grandes ideas ni altas aspiraciones», 2003, 155), el comportamiento de Susana tiene su origen en su carácter huero y caprichoso. La negativa imagen de Galdós sobre la nobleza del siglo XVIII determina que Susana se convierta en algunos momentos en maja, aunque sin lucir su españolidad7.
Lo que Galdós tiene pensado para la joven a continuación no es más que el descenso y disolución del personaje. Durante su encierro en la casa de la calle de Opropio es humillada por el pueblo. En su letargo se muestra también conquistada por Muriel, que aparece en sus visiones como el hombre que no se ha sometido a sus artes de seducción, pero al que es imposible no amar. Susana desafía a su clase y es repudiada por su padre. El amor la enfrenta a sí misma en un conflicto interno que Galdós todavía nos enseña desde fuera, pero que obliga indefectiblemente a la joven noble a realizar un último acto heroico, no sin antes asumir en parte los principios de la revolución: «Yo decía: “En otra parte debe de haber algo que yo no
7 Adviértase que tampoco se acentúan los valores del sentimiento patrio en las escenas protagonizadas por el pueblo en los capítulos XIII y XIV, “La maja” y “El baile de candil”, inspirados en los sainetes de Cruz El fandango del candil, La maja majada (Nuez: 1993, 622) y Las castañeras picadas (Sánchez Llama: 2003, 135 n). En ellos Galdós destaca los rasgos típicos de la maja, pero no existe esa «dignificación política» que estudia Dorca (2005, 176; 2017) en las narraciones de Galdós dedicadas a la guerra de la Independencia. Aquí el pueblo está representado en Vicenta Garduña, la Pintosilla y en el coro de majas que la acompañan: virilidad, belleza picante, orgullo, espíritu ardiente y se aprecia además el majismo popular, pues el pueblo se cree más castizo que la aristocracia. Ese afán de humillación es el que se pone de manifiesto en «El baile de candil», cuando las majas se hacen las remolonas para dar asiento a Susana y acomodar a los miembros de la aristocracia que las visitan y disputan e incomodan al marqués. Resulta significativo señalar que en este capítulo Susana, que sabemos visita estos ambientes y ha bailado con majos y manolos, casi no habla. Es el marqués el que representa con sus quejas y comentarios el desprecio que siente por la majeza, y las majas las que critican e incomodan a la aristocracia.
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conozco; todo no puede ser así, y si es, sin duda es preciso que alguno venga y lo trastorne todo”» (422).
De hecho, aquello que convierte a Susana en heroína es su decisión de quitarse la vida, consciente entonces de que en ese escenario se ha quedado sin papel. La identificación que el loco La Zarza hace de ella con la princesa de Lamballe, convirtiéndola en símbolo de la aristocracia que acaba siendo sacrificada por las turbas, resulta fecunda en significación debido a las variaciones que Galdós ejerce en relación con el personaje histórico. Así, rechaza los diferentes finales a los que podría enfrentarse la petimetra: asesinada por Sotillo, que significativamente no puede matarla por su belleza; o víctima de la violencia en las calles de Toledo en manos del pueblo, un final que vendría dictado por el referente histórico al que está ligada. Sin embargo, Galdós decide que la lección sea otra: la aristocracia se extinguirá por sí misma o, como había señalado en su artículo sobre la novela española contemporánea, asumirá que ya no es motor social y que pasará a un segundo plano. Eso explica la sobrecogedora escena de Susana arrojándose a las aguas del Tajo.
JENARA DE BARAHONA, LA MAJA ESPAÑOLA
Si Susana de Cerezuelo apuesta por convertirse en una maja seductora, acentuando su feminidad, esa esencia será rasgo consustancial para Jenara de Barahona que se sentirá «[e]spañola antes que todo» (Pérez Galdós: 2006, 85). Aunque el narrador de El audaz se congratula de que la vida política de los setenta del siglo XIX no tenga por protagonistas a las mujeres («las Maintenon y las Tremouile viven condenadas a presidir desde el rincón de la sala de baile, bostezando de fastidio, las piruetas de sus hijas y los atrevimientos de sus futuros yernos», 2003, 192), Jenara va a jugar un papel político de algún relieve en los años que abarcan la narración de la segunda serie de los Episodios nacionales. Como Salvador Monsalud, ella trabaja mano a mano con personajes históricos y ocupa un lugar excepcional, como señaló Benítez (1985) porque se convierte en narradora de sus memorias en Los cien mil hijos de San Luis, sexto episodio de la serie. Jenara, mujer de temperamento como Susana, representante junto con su abuelo y su marido del absolutismo tradicionalista, actúa como conspiradora en Bayona al servicio del general Francisco Eguía, trabaja a las órdenes de Antonio Ugarte en el verano de 1821 y poco después organizará la conspiración del 7 de julio de 1822. Si el absolutismo español es el motor de sus acciones, el majismo jugará un papel interesante en el episodio que protagoniza en diciembre de 1822, cuando el marqués de Mataflorida le pide que vaya a París para servirle de mensajero y que hable, entre otros, con Montserrat Amores
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Chateaubriand. Además del contacto directo de la diplomática con el absolutismo francés, la estancia de Jenara en París, y, sobre todo, su entrevista con el autor de Atala va a servir a Galdós para presentar el estereotipo de la española forjado en el extranjero y reírse maliciosamente de él.
Emily Letemendía ha estudiado las fuentes de las que parte Galdós para la creación de estas escenas, los capítulos X y XI de Los cien mil hijos de San Luis, señalando que el autor tuvo presente varias obras de Chateaubriand que se encontraban en su biblioteca (1980, 309)8. La investigadora concluye que en Chateaubriand ha personificado Galdós la actitud política de los franceses hacia España y su imagen sobre los españoles, además de hacerlo responsable de la intervención francesa (Letemendía: 1980, 318). La importancia de estos capítulos reside, además, en la actitud de la diplomática española.
En su narración, Jenara muestra el contraste entre la española ‘positiva’, la emisaria que viaja a la capital de Francia ataviada con las últimas modas parisinas, que habla francés con soltura y se desenvuelve con facilidad en los ambientes políticos y palaciegos, y el estereotipo exótico difundido por los viajeros europeos, aquel que consiste en el «desarrollo exagerado de todos los vicios de ese carácter» (Pérez Galdós: 1870, 201), al que se refiere Galdós y que citaba al inicio de este trabajo: el primitivismo, la pereza, la pasión y la identificación de España con Andalucía, el flamenco y los toros; esa España exótica, cuyo proceso de formación ha explicado Torrecilla; en esencia, esa «existencia al sur de los Pirineos de un mundo primitivo y exótico» (Torrecilla: 2004, 180).
La Jenara que visita a Chateaubriand nada tiene que ver, a pesar de ser muy española, con el prototipo imaginado por el escritor francés: «Sin duda creía ver en mí una maja de esas que, conforme él dice en uno de sus libros, se alimentan con una bellota, una aceituna y un higo» (Pérez Galdós: 2006, 65). En sus visitas a reuniones políticas y salones, las francesas se sorprenden de que Jenara sepa escribir y dan por supuesto que es andaluza, «pues tales ideales tenían de las españolas, que en cada una de ellas se habían de hallar comprendidas dos personas; a saber: la cantaora de Sevilla, y Dª Jimena, la torera que gasta navaja y la dama ideal de los romances moriscos. Yo me reía con esto y llevaba adelante la broma» (Pérez Galdós: 2006, 69).
Siguiendo la estela de los costumbristas españoles, desde Mesonero Romanos, pasando por el Ayguals de Izco de la dedicatoria de su María, hasta Fernán Caballero, Galdós rechaza el
8 En concreto su Congrès de Vèrone, Guerre d’Espagne de 1823, las Négociations. Colonies espagnoles, además de Caractère des Espagnols, que utilizó para la crítica de la imagen que los franceses tienen de los españoles y en concreto de la mujer española (1980, 311-313), de donde procede la cita que se reproduce a continuación. El majismo en dos personajes femeninos de Galdós: Susana de Cerezuelo y Jenara de Barahona
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estereotipo nacional que exageran los viajeros europeos. No obstante, sí que exalta su belleza y su feminidad españolas (Benítez: 1985, 325), pues Jenara celebra su éxito entre los hombres: Chateaubriand galantea con ella y, según su opinión, los amigos de la princesa de Tremouille cayeron todos rendidos a sus pies, celebrando su seductora belleza, mezcla «de maja y gran señora, de Dulcinea y gitana» (69).
En su fuero interno Jenara identifica la majeza con el eterno femenino. En ese mismo episodio la autora de las memorias persigue a Salvador por las calles de Sevilla dispuesta a montarle «una escena» (215), ofuscada por los celos:
No sé si me equivocaré juzgando por mí de todas las mujeres; pero pienso firmemente que ninguna, por muy tímida que sea, deja de sentir en momentos dados, y cuando se discuten asuntos de corazón, el poderoso instinto de la majeza. La maja, digan lo que quieran, no es más que lo femenino puro. De mí puedo asegurar que en aquel instante me sentía verdulera (Pérez Galdós: 2006, 152)9.
Como verdulera siente el lector que reacciona cuando, al final de ese capítulo, en el momento en que casi consigue dar alcance a Monsalud, pero se le escapa por los pelos, grita a los transeúntes en nombre de «las caenas» y de la religión, que detengan a «los ateos, blasfemos, republicanos, los masones» (155), los jinetes que salen de casa de Andrea, uno de los cuales es Salvador.
Lo «femenino puro» también se pondrá en acción en Los apostólicos durante los festejos de la boda del rey con María Cristina, en diciembre de 1829. Allí la vemos en el balcón de la casa de don Benigno Cordero celebrando el festejo vestida de maja, junto a Solita, Presentación y doña Salomé Porreño, entre otros:
Para mayor gracia, había tenido el buen acuerdo de vestirse de maja, lo mismo que otras muchas damas que en aquel día clásico adoptaron el traje nacional. Llevaba, pues, falda de alepín inglés color amaranto con abalorios negros, chaquetilla de terciopelo con muchos botoncitos de filigrana de oro, mantilla de casco de tafetán con gran velo de blonda, y peineta de pico de pato, todo puesto con extraordinaria bizarría (Pérez Galdós: 2006, 568).
Además de vestirse de maja, que ahora es traje nacional, Jenara despliega todas sus facultades femeninas, puesto que se dedica en el balcón a intentar despertar los celos de Soledad. Sin embargo, lo más significativo de estas páginas es el carácter simbólico que adquiere el traje de maja en Jenara, cargado de connotaciones políticas, pues, en el desarrollo de la escena, el narrador se detiene en advertir que Salomé Porreño, «no vestía de maja ni de cosa que lo pareciera, sino a la moda pura y neta de 1822» (Pérez Galdós: 2006, 571).
9 Galdós utiliza de manera anecdótica otro rasgo de majeza. Así, en el mismo episodio, Jenara señala directamente dónde se encuentra la puerta al mismísimo Tadeo Calomarde al subírsele «la mostaza a la nariz, como dicen las majas madrileñas» (Pérez Galdós: 2006, 81). Montserrat Amores
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Don Benito, que ha desarrollado a lo largo de las novelas anteriores la evolución ideológica de Jenara de Barahona, se detiene en ese momento, diciembre de 1829, para señalar desde la indumentaria la modernización del pensamiento absolutista. Jenara, que encarnaba al principio de la serie la mentalidad inquisitorial, que había proclamado junto a su abuelo el grito de «Dios es español» en El equipaje del rey José y que se mostraba en su juventud intolerante con los principios liberales en Memorias de un cortesano en 1815, desarrollará en Los cien mil hijos de San Luis por boca del personaje la transformación de sus ideas absolutistas durante su viaje a Francia. Esa evolución es la que explica que Calomarde le diga que le parece que se «está volviendo francmasona» (2006, 77) y que esta le replique: «mi absolutismo se ha civilizado, mientras el de ustedes continúa en estado salvaje. El mío viste como la gente, y el de ustedes sigue con taparrabo y pluma» (77). Jenara brillaba en 1829 como anfitriona de una de las tertulias más famosas de Madrid, una de las pocas «donde no imperaba el españolismo rancio» (579) sino el «absolutista tolerante e ilustrado» (580). Al señalar el narrador que doña Salomé no viste el traje español que lleva Jenara, Galdós asocia el españolismo rancio, el que representa uno de los miembros de la «trinidad ilustre» de La Fontana de Oro, vestida con dulleta y tocado de turbante, el absolutismo anticuado, frente a este nuevo absolutismo que representa Jenara, vestida de maja española (571). Como un personaje de Balzac, Jenara de Barahona representa la evolución histórica del absolutismo, articulado mediante la concepción de la historia vista como un continuo proceso en el que entran en juego diferentes fuerzas sociales. Como mujer identificada con la españolidad, Jenara es comparada con una maja en su viaje a Francia. Ella misma se viste de tal para celebrar las bodas del rey con María Cristina, un atuendo que, esta vez, además de representar lo «femenino puro», la investirá de un significado ideológico y político.
La negativa idea que Galdós tiene de siglo XVIII hace que Susana de Cerezuelo utilice el «mundo de valores» del majismo, en el que priman «el gesto y el atuendo» (Caro Baroja: 1975, 285), para caracterizar a un personaje que representa los defectos de la nobleza, superficial e indolente. Susana es una petimetra que utiliza el majismo como recurso de seducción femenino, vacío de contenido ideológico, mientras que Jenara de Barahona se alzará como mujer española, ilustrada y tolerante, nuevo símbolo de la España absolutista.
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