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FUNDAMENTOS RUSOS DE SALVADOR MONSALUD COMO HOMBRE SUPERFLUO
RUSSIAN FOUNDATIONS OF SALVADOR MONSALUD AS A SUPER-FLUOUS MAN
Cristina Patiño Eirín
RESUMEN
Lo escrito en Memorias de un cortesano de 1815, «Por entonces empezó la gran influencia de los rusos en la Corte de España...», puede asentar un terminus a quo en la escala secuencial de la penetración de la influen-cia rusa en nuestro país que Galdós rentabilizará con espíritu sincrético en las novelas de la década de los 90, las que más hondamente acusan aquel influjo. Pero su fecunda irradiación comienza a operar en tiempos anteriores, y que no son solo los de su segunda mane-ra, como acertara a ver Pérez de Ayala, sino incluso los de aun antes, cuando redactaba, entre junio de 1875 y diciembre de 1879, la Segunda Serie de los Episo-dios Nacionales. El estudio de la personalidad de Monsalud, que encarna a una suerte de héroe abúlico avant la lettre, demostrará tempranas asunciones gal-dosianas que entroncan con un acervo fundamental del que siempre se dijo adepto y cuya percepción activa acució su creatividad.
PALABRAS CLAVE: Salvador Monsalud, «hombre su-perfluo», literatura rusa, literatura española.
ABSTRACT
What was written in Memoirs of a Courtier of 1815, «At that time started the great influence of the Rus-sians in the Spanish Court…», may establish a starting point in the sequential scale of the penetration of the Russian influence in our country, which Galdós will make productive with syncretic spirit in the novels of the nineties, those which most deeply reveal that influ-ence. Its fertile irradiation, however, begins to operate in former times, which are not only those of his second way, as Pérez de Ayala succeeded in noticing, but those of even earlier times, when he was drafting, between June 1875 and December 1879, the Second Series of the National Episodes. The study of Monsa-lud’s personality, who embodies a sort of apathetic hero avant la lettre, will display early Galdosian as-sumptions which are related to a fundamental heritage of which he always declared himself a follower and whose active perception urged his creativity.
KEYWORDS: Salvador Monsalud, «superfluous man», Russian Literature, Spanish Literature.
Este artículo no será inteligible siquiera para el que no haya leído Los Episodios; pero yo lo escribo para el que conozca a Soledad, y a Salvador, y a Cordero como yo los conozco (Clarín: [1879], 2003, 202).
Toda vida humana fluye entre el querer y el conseguir (Schopenhauer: 2001, 57).
En su relato [realista] no se perciben lágrimas invisibles, sino únicamente la burla notoria y burda, la maldad… (Oblómov, hablando de las novelas fieles a la realidad, [1859], 2009, 39; la cursiva remite a una cita de Gógol).
En abril de 1889, dos años después de haber pronunciado en el Ateneo de Madrid sus conferencias sobre La Revolución y la novela en Rusia, tan elogiadas por Galdós,1 Pardo Bazán le escribía haciéndole partícipe de su proyecto de redactar una novela, cuyo título era, a la sazón, Titi Carmen,2 pero podía haber sido, así se lo había dicho antes, El Hombre. Tal epígrafe no carece de enjundia. En otra misiva, ésta del 3-XII-1893, desde Madrid, con arrebatado cariño, le dice:
Universidad de Santiago de Compostela. GREGAL. 148
Adiós, [Idito] Yolito,3 insaisissable Proteo, hombre fugaz, como decía una poetisa de Padrón. Reciba V., si no es desacato, un beso en las sienes, ahí… precisamente ahí… de los pecadores labios de su Porcia. [las cursivas son de Pardo Bazán]
La evidencia de la alusión rosaliana4 no debe esconder lo que es, a mi juicio, más importante: el hecho de que doña Emilia aísle un marbete como este para referirse a una circunstancia empíricamente observada en el varón amado.
El mismo año en que está fechada esa carta, 1893, es el de la colaboración que Rafael Altamira dedica a Tolstói en Mi primera campaña, origen del artículo, crucial para mi planteamiento en este trabajo, aparecido un año más tarde en La España Moderna y titulado “Psicología de la juventud en la novela moderna”. En su análisis, el crítico alicantino efectúa una diagnosis muy certera, como suya, en virtud de la cual, al comparar a los héroes de 1830 con los entonces vigentes, deslinda dos grupos de escritores a partir de su tratamiento de la figura protagónica masculina:
El joven de hoy, el depravado y egoísta de Bourget y Daudet, el débil, indeciso y neurótico de Turgueneff, de Galdós y de Bérenger [sic], o tiene solo energías para el mal, en una sequedad aridísima de ideales, o se dobla, como Hamlet, ante la duda y ante la incapacidad de reobrar contra los vicios, y contra los defectos de educación que lo aplastan y cuya existencia reconoce, y aun deplora como el que más (2012, 97).5
Como advierte Al-Matary, la discriminación atiende criterios éticos más que nacionales. No se oponen rusos y franceses, ya que Altamira desaprueba a Turguénev y Dostoievski por haber creado tipos de criminales, mientras que alaba a Tolstói, cuyos héroes ofrecen un ejemplo de regeneración a la juventud. Pero lo interesante aquí es que vincule a Galdós con Turguénev por este concepto, que no es otro que el de la plasmación del «hombre superfluo» (lishni chelavek, en ruso). Tal sintagma fue acuñado por el autor ruso en 1850 pero su conformación social y literaria viene de más atrás y se remonta, en este último caso, a las creaciones de la ‘escuela natural’ de los años 30 y 40 de Griboiédov (Chatskin, El mal de saber), Pushkin (Oneguin), Lérmontov (Pechorin6) y Gógol (Tentétnikov, Almas muertas), aunque sea Turguénev quien fije definitivamente su trazado en el protagonista de Diario de un hombre superfluo (Chulkaturin,7 tras Rudin), Herzen quien lo bautice como «hombre inútil»8 y, sobre todo, una obra de Goncharov, Oblómov, de 1859,9 la que consolide la noción, pronto sustantivada por Dobroliuvov.10 Parece obvia su raigambre romántica: el mal-du-siècle, el spleen byroniano, insuflaron a las criaturas de ficción un desarraigo (jandrá, en ruso) que, lejos de encontrar su contrapeso en la energía, iría conduciendo a la inacción. Al mismo tiempo, se vincula con la filosofía de Schopenhauer.11 Pero, como señala E. Penas, cuya edición de la Segunda Serie de los Episodios Nacionales sigo, «la trascendencia del héroe de los relatos románticos no es la misma que la del héroe galdosiano», Salvador Monsalud «con sus aciertos y errores, va haciéndose ante los ojos del lector, al que se le presenta en su intimidad y conducta como mandan los cánones del realismo litera-rio» (2011, XXXVIII y XXXIX) en un incesante crecimiento en talla moral propio de la novela psicológica (Whiston: 1991, 8, 2).
Al joven Baroja, en marzo de 1890, le parece que «Un detalle curioso de Tourgueneff es el presentar a los hombres faltos de energía y de voluntad mientras que a la mujer la embellece con esas cualidades que a los hombres niega (1972, 196).12 No debemos olvidar el grado de admiración que confesó profesar Galdós al autor de Rudin, en entrevista de 1884 concedida a Isaac Pavlovski, y es lástima que no se conserve el testimonio epistolar de que dan cuenta sus palabras:13
La muerte de Turgueneff me ha conmovido mucho. Él fue mi gran maestro; conozco todas sus obras y le estimo como a un amigo a pesar de que nunca le llegué a conocer personalmente. Me escribió dos veces y guardo sus cartas como si fueran reliquias (Chamberlin y Weiner: [1971], 1979, 231).
La dialéctica del héroe problemático (Lukàcs en Pavel: 2005, 36), aquí su romanticismo de la desilusión, es decir, a diferencia del idealismo abstracto de don Quijote, el hecho de que el ideal del héroe sea más vasto que el universo real, consiste en que el personaje mide bien la distancia que separa su ideal del mundo circundante, pero no dispone ni de la fuerza ni de los medios para superar 149
esa distancia, no se decide a actuar. Los estudios comparatistas han explorado diversos caminos galdosianos en relación sobre todo con Turguénev y Tolstói (Chamberlin y Weiner, Plavskin, Turner, López Baralt) pero no han indagado aún en esta veta que Altamira ya presentía y a la que fue particularmente sensible la autora de La revolución y la novela en Rusia, así lo demuestra especialmente14 el dato de que amplificara decisivamente, —le dedica una página larga—, las líneas dedicadas a Goncharov respecto del libro de Vogüé, base para algunos de su plagios (Icaza, Portnoff, Osborne) para otros de su adaptación (Patiño Eirín: 1997; Bagnó: 1998). «Oblomov, para mí una de las más sabrosas, graciosas y características novelas rusas (…) se cuenta entre mis predilectas». No conoce más que el primer tomo, que empieza «cuando el héroe se despierta y termina cuando se resuelve a vestirse y a salir a la calle». El mérito principal de esta
singular novela [es que] tiene un encanto indecible, una intensidad psíquica, que reemplaza ventajosamente a los incidentes y sucedidos, tan fáciles de inventar para el idealista como de observar para el realista (…). Y en Oblómov —donde el héroe no hace sino estarse en la cama15— no hay una línea que no concurra decisiva y hermosamente al efecto del conjunto.
Consigue «traducir un aspecto del alma rusa, la pereza ensoñadora y la apatía invencible del cuerpo, unida al trabajo activo de la imaginación. Es una novela en que no hay más que el estudio de un estado psíquico, y, sin embargo, ¡qué vida tan intensa late en sus páginas!». Se da cuenta de algo que ayudará al pergeño de sus héroes:
Es Oblomov el eslavo ocupado de seguir por los aires la azul mariposa del ensueño. Para este pesimista apacible el estudio es inútil porque no conduce a obtener la felicidad en la vida, y, sin embargo, en su cerebro hay poesía, en su corazón ternura; aspira a horizontes ilimitados; la imaginación funciona, pero las demás facultades duermen (ver todas las citas en Pardo Bazán: 1973, 854-855).
Un estudio de Agata Orzerszek (2000) perfila con agudeza los rasgos que caracterizan el idealismo titubeante del «hombre superfluo» o sobrante, un paradigma que se bifurca: Oneguin, Rudin, Lavretski frente a Tentétnikov y Oblómov. Un hombre de esmerada educación, modales exquisitos y pasión por la literatura, bien dotado con cualidades morales e intelectuales, con capacidad para idear grandes proyectos y poderosa imaginación, que es presa de la soledad, no halla su lugar en el mundo, ni en su tiempo; alguien que emana dulzura, que se sabe incompleto, y que se entrega a la molicie, a la pereza. No sin antes experimentar cuán fallida ha sido su rebeldía, cuán ‘desoladas’ sus ‘quimeras’ (Cernuda, “Díptico español II”). Sin fortuna en cuanto emprende, padece sentimiento de culpa, malestar a veces sin causa, desarraigo. Si llega a amar, y es proclive a ello, su amor es imposible. Suele haber sido la suya una infancia en que la ausencia de ternura maternal (Turguénev, Galdós) o paternal ha llevado a una errancia y a un desamparo (que Clarín notó exacerbándose en Monsalud). El gusto por la música16 es común a quienes optan por ‘no hacer’, precursores acaso de Bartleby.
En la que Pavel (2005) ha llamado «la era del sujeto vulnerable», Vilanova se percata de la proliferación de
Caracteres débiles, vacilantes e indecisos, arrastrados unas veces por sus propios defectos y flaquezas; desbordados otras por el curso imprevisible de los acontecimientos contra los cuales no tienen voluntad ni energía suficientes para luchar; impulsados a todas horas por las tentaciones, apetencias y deseos que aquejan a su débil naturaleza; sometidos siempre a la eterna pugna y al íntimo desgarramiento entre la pasión y el deber, entre su temperamento y su conciencia.17
Antes de que el tiempo finisecular, al que se refiere Vilanova, llegase, en los años 70, Galdós había hecho a Salvador Monsalud (nombre, por cierto, parlante: salvación reduplicada, transacción que va de la colectiva a la propia: el que salva, o no, se salva a sí mismo, mon salut) con los mimbres de una noción que está en el ambiente, que se desparrama como polen de ideas, que pone en entredicho la masculinidad al uso al descubrir sus paradojas. Flores Ruiz (2012, 318) recuerda cómo en el popular Diccionario de Pedagogía de M. Carderera y Potó —hubo cuatro ediciones publicadas entre 1854 y 150
1883— se recogía el saber pedagógico europeo de los siglos XVII-XIX y, a través de sus definiciones, se modelaba el patrón masculino de la época. En el apartado dedicado al carácter, se especificaba nítidamente que, en el hombre debe ser «firme y perseverante (…). La voluntad, la resolución, son la base del carácter enérgico (…), lo peor de todo es la falta de carácter». Tras esta rotundidad se esconde «el miedo finisecular a la pérdida de las señas de identidad masculinas (…) ante los cambios económicos y sociales experimentados».18
La creación de la figura de Salvador Monsalud cataliza la influencia rusa, al enhebrarse en la tradi-ción —de raíz romántica, de tanta repercusión en Rusia, y acuñada definitivamente por Turguénev en 1850, como hemos advertido ya— del hombre superfluo. Tal entidad, —propia del que se sabe aparte, capaz pero imposibilitado, objeto de una pasión irresistible y poderosa que nunca se ve satisfecha pese al triunfo, cuyo “pensamiento tiñe de negro todo aquello en que se fija” (La segunda casaca, 2011, I, 535), que no tiene ya esperanzas y ha perdido todas las ilusiones—, configura todo un linaje de criatu-ras masculinas dentro de la serie realista (Patiño Eirín: 2011) y entabla a menudo una dialéctica muy eficaz con mujeres fuertes que promueven la diferenciación para vencer la entropía. Pensamiento y sensibilidad fracasan en el hombre que se sabe de más (“Es evidente, evidentísimo que yo soy el que está de más”, confiesa Salvador en Un faccioso más y algunos frailes menos, 2011, II, 922), que no cree en el presente y en el que “todo es vacío”, el que siempre está en revolución, atormentado por tener que elegir camino (7 de julio, 2011, I, 875), en medio de “un combate con fantasmas” (Los Apostólicos, 2011, II, 808) en el que se declara “esclavo de la tristeza” (845).
Un recorrido por las secuencias que puntúan la conformación moral de Salvador Monsalud, que va cumpliendo un proceso que semeja paralelo al de Oblómov -si bien este es personaje más satírico, ha cumplido más etapas, pues se halla en la treintena, frente a los iniciales veintiún años de Salvadorillo en la primera novela de la Serie. Los dos comparten rasgos tales como: estatura mediana y aspecto agradable, ojos oscuros, grave seriedad sentimental, cierta timidez candorosa, profusión de ideas («tenía ideas y no pocas, si bien revueltas y confusas y desordenadas», ver El equipaje del rey José, 2011, I, 11 es cláusula que se emparenta con «Las ideas se paseaban como aves en libertad por su rostro, revoloteaban en sus ojos, se posaban en sus labios entreabiertos, se ocultaban en los pliegues de su frente para desaparecer luego por completo», ver Oblómov, 2009, 11), imaginación desmedida, inconstancia, presentimientos, mala estrella («Siempre que cavilo acerca del resultado de un asunto cualquiera que me preocupa, no puedo apartar de mi pensamiento la idea de un éxito desgraciado, y siempre acierto…», El Grande Oriente, 677), conciencia de la otredad («Quiero ser como los demás y no puedo. En todas partes soy una excepción», obra citada, 2011, 692), eterna condición de incoativos, soledad, conflicto con la realidad mostrenca, malestar en el mundo («Aquí no es (…). No es en ninguna parte, y yo moriré de cansancio y fastidio en medio del camino», obra citada, 693) y aprecio por la poesía y por la música (Salvador se siente «una equivocación perpetua: llevaba infiltrado en su naturaleza el error constante y todas las deslumbradoras mentiras de la poesía», El equipaje…, 2011, 12), la noción de que el mundo «no marcha bien» (obra citada, 15), la emoción a flor de piel, una sensibilidad inflamada, el afecto de la madre y su desvío, la imposibilidad del amor (la mujer amada exhibe una fortaleza incompatible con su dulzura, una firmeza voluntariosa que riñe con su apatía. Ni Salvador, ni Chulkaturin, ni Oblómov logran hacer cuajar el amor, sus amadas no pueden diverger más de ellos:
Había en Genara una entereza romana que de ningún modo podía ser completamente odiosa, y en sus odios lo mismo que en sus amores no se quedaba nunca a medias. (…) Sus ideas eran, sin embargo, exclusivas y fijas, ideas asimismo oscuras y extravagantes sobre la vida y la sociedad, pero arraigadas con tenacidad extraordinaria. Tenía la terquedad de su abuelo, hombre de granito, una especie de montaña humana, formada con los seculares yacimientos del ideal de la autoridad, y que no podía henderse ni desmoronarse, ni dejar de ser montaña. Carecía Generosa de la fácil ternura que parece propia de una complexión delicada, y cuando este dulce sentimiento aparecía en ella, era enteramente superficial y simulado. Finalmente, no faltaban en ella ciertas dotes de inteligencia, siempre que no se tocase a las preocupaciones o a las ideas que en su consistencia geológica eran base de la familia (El equipaje del rey José, 2011, 68, 178; cursivas mías).
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Pero las afinidades no terminan ahí porque son seres en los que cunde el desengaño, que no empatizan con el pueblo, que se saben fuera de época, adelantados a su tiempo, son suspicaces y escépticos, ansían ser fugaces, «huir sin moverse, sin correr, sin andar, desapareciendo como una sombra o apagándose como una luz…» (El Grande Oriente, 683), experimentan cierto regodeo en su hastío («una especie de recreo en su propia pena», obra citada, 697), volubilidad, se saben sin sujeción ni lazo alguno que los aten: «¡Dichoso el pájaro que está en la jaula! Ese sabe que no puede salir y está libre de los tormentos de la elección de camino», llega a exclamar Salvador (7 de julio, 972); son cosmopolitas porque han viajado, padecen tristeza («De aquí mi escepticismo, que no es realmente escepticismo, sino tristeza», Los Apostólicos, 794), y, finalmente, urgencia de vivir para sí:
Ya me siento fatigado y me reconozco sin fuerzas para esta labor inmensa que será cada día mayor (...). Yo no puedo más. Las circunstancias en que me encuentro, solo, sin familia, lleno de tedio (…) [me hacen necesario] vivir un poco para mí (…). Sobre las minas de mis quiméricas ambiciones se levanta hoy una ambición grande, potente, la ambición de ser feliz, tener una familia y vivir de los afectos puros, humildes, domésticos (Obra citada, II, 796).
Quieren vivir la vida del corazón (2011, 810), no creen en el presente (Un faccioso más y algunos frailes menos, 1093), ambos se vuelven más gruesos. Clarín lo notó en La Unión, 10-IX-1879: 199-202,19 como Turguénev en el caso de Hamlet, en el que pondera «su ligera pesadez» (2000, 296), la del héroe que «creía en ideas de cristal y no en arcilla humana», en las hermosas palabras de Wyspianski ([1905], 2013).
Salvación y redención son temas que configuran al héroe indeciso, huidizo20 y guadianesco, espectral, que es Salvador Monsalud, héroe o antihéroe que busca con ansia un lugar, un techo, que le cobije de la intemperie. Hombre de acción que renuncia a ella, se sabe de sobra, y llega a pactar para encontrar un acomodo. Lo que el narrador le recrimina es que sufra (¡pobre hombre!), y no sepa cómo vivir, no su conformismo, como advirtió con tino Rosa Chacel. Su verdadera contrafigura no es tanto su hermanastro (cansados ambos, y viejos), ni Pipaón (Olmedo: 2006, 15), como tal vez Benigno Cordero (Ribbans: 2006, 20),21 el héroe de Boteros, o como lo son, en mucha mayor medida, las mujeres fuertes y resolutivas: Fermina, Andrea, Genara, Sola. En el tiempo en que escribía la Segunda Serie (1875-79), don Benito también publicó novelas contemporáneas; en 1878, La familia de León Roch. Giner de los Ríos notó entonces que:
El Sr. Pérez Galdós concibe siempre sus protagonistas como seres notoriamente inferiores a la elevada representación que en ellos quisiera encarnar (…). Lázaro, Martín, Salvador Monsalud, Daniel Morton, Pepe Rey, ahora León Roch, son en el fondo hombres débiles e incapaces para las luchas a que el autor, sin bastante prudencia, los destina.
Galdós aún no había concluido la Segunda Serie, no estaba escrito aún Los Apostólicos, fechado en mayo-junio 1879, y por esa razón hemos de entender que los dos últimos episodios de la misma pudieron ser una respuesta a esta reseña de diciembre de 1878, Un voluntario realista todavía está datado en febrero-marzo 1878—, dado que en ella el maestro krausista le hacía ciertos reproches a su criatura, a partir de una metáfora goetheana, que Galdós incrustará en el discurso de Salvador, matizándola. Escribía Giner que no existía un juicio tan discreto y profundo del Hamlet como el de Wilhelm Meister:
Nadie ha comprendido mejor el secreto de aquel admirable carácter del protagonista, atormentado por una dualidad insoluble entre la misión de venganza y de castigo a que se cree llamado y la timidez y debilidad de sus fuerzas, impotentes para realizarla: el conflicto que va trabajando aquella naturaleza endeble y le hace oscilar acobardada hasta dar con ella en tierra: “Es una encina —dice Goethe— plantada en vaso de porcelana: la encina crece y el vaso se rompe”. Este carácter y esta dualidad se ofrecen inevitablemente al concluir la lectura de casi todas las obras del Sr. Pérez Galdós, tan luego como hallamos en ellas personajes que asumen una significación ideal superior a sus medios. Con la sola diferencia, y esta en contra de nuestro novelista, de que (...) Shakespeare [y la novela inglesa de Bulwer, Dickens y Thackeray] establece intencionalmente aquella contradicción como nudo vital de 152
su héroe, y aun del drama todo, ofreciendo en otras de sus creaciones personajes tan enteros, varoniles y resueltos como Otelo y Lady Macbeth… (Giner de los Ríos: 1878).
Asimismo, le parece muy extraño a primera vista que las mujeres en sus novelas se hallen delineadas con mayor firmeza, permaneciendo fieles a su tipo, luchando mejor, flaqueando menos y acabando por ensombrecer a los hombres. Galdós utilizó la metáfora de Goethe en Un faccioso más y algunos frailes menos e hizo decir a Salvador, en un singular y sutil guiño, que «El vaso es muy duro y la encina se seca» (2011, 809). Al filo de los 40 años, le quedan a Salvador pocas ramas (quebradas las otras, ver nota 10, acerca de la raíz de Oblóm-ov: ‘oblomits suk’, en ruso) pero alienta una aspiración: ser uno más, vivir la vida posible, no la quimérica, esto es, dejar la retórica, en términos orteguianos. Ortega y Gasset escribió, en efecto, en “Meditación de la técnica”, una paradójica aseveración, la de que ‘lo superfluo es lo necesario’ en la que lo superfluo, voz por lo general de sentido negativo (expletivo, pleonástico, redundante, propio de la demasía, el exceso, el fárrago, la palabrería, acordémonos ahora de Rudin) adquiere un sentido inesperadamente positivo. Según Mermall:
El hombre no logra prescindir de ciertas cosas superfluas y cuando le faltan prefiere morir. Esta celebración del lujo, del exceso, de lo sobrenatural, se puede entender como una celebración implícita de la retórica, ya que la retórica es la techné del lenguaje. De ahí deduce Ortega que “el bienestar y no el estar es la necesidad fundamental para el hombre, la necesidad de necesidades”, “El hombre es el animal para el cual lo superfluo es lo necesario” y la técnica es la producción de lo superfluo (2012, 3).
Monsalud elige estar, y calla, pero aún sentimos sus lágrimas invisibles.
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NOTAS
1 Ver “Conferencias de Emilia Pardo Bazán en el Ateneo. Madrid, Abril 15 de 1887”, Arte y crítica. Obras inéditas orde-nadas y prologadas por Alberto Ghiraldo, Vol. II, Madrid, Renacimiento, 1923, pp. 203-208.
2 «Por el camino he pensado una novela; pero no se titula El Hombre, se tiene que titular (a ver si te gusta) Titi Carmen. (…) El Hombre de todos modos es muy buen título» (Miquiño mío: 2013, 112).
3 Este error de transcripción en la reciente edición de Parreño y Hernández de las Cartas a Galdós se repite en otras, al no identificar los editores el nombre de Ido del Sagrario, y el apelativo irónico y cariñoso que doña Emilia construye filia-do a él. En la nº 83, por ejemplo, ofrece el despropósito de un encabezamiento delirante: «Insigne Ldo. del Sagrario» que también hace escribir al hijo, Jaime Pardo Bazán: «Muy Sr. Ldo» (195). No es esta la única falla de una edición que, entre otras, escamotea dos de las epístolas que la Casa-Museo Galdós atesora, como indico en la reseña de la misma, en prensa.
4 Ver su poema “Un recuerdo”, de La flor, en cuyos versos el sintagma aparece disgregado: «Yo escuchaba una voz… / ¡Era la voz de un hombre! / Sombra fugaz que se acercó liviana». Es decir, el susodicho marbete es una creación de la autora de Insolación que, apoyándose en el recuerdo poético de su coterránea, fija una denominación para un concepto que es sumamente eficaz también en Rosalía de Castro: el hombre que huye, que se marcha siempre, que no se queda, ávido de experiencias. Puede percibirse en “Apresa, Álvaro Anido” (Follas novas), “Los muertos van deprisa” (En las orillas del Sar) y también en los protagonistas masculinos de La hija del mar o de Flavio. Es el hombre que es ave de paso, viajero, que bebe y se va… Agradezco a Carmen Blanco sus precisiones al respecto.
5 En pro de la ‘regeneración de la juventud’, defiende a los héroes nuevos, los jóvenes de Tolstói, superiores a su juicio a los que padecen la enfermedad de la voluntad: el desfallecimiento del ánimo. «La juventud ha olvidado que, según Fausto, “en el principio era la acción”; y si lo sabe, no puede o no cree poder producir acción ninguna eficaz, ni para sí, ni para los otros. / Creyéndose impotente para lograr su felicidad personal, menos puede pensar en ser levadura de pro-greso para la patria, en acometer altas y generosas empresas. (…) Le hace falta, ante todo, recobrar la confianza en sí misma y en el destino humano, reconocerse libre y capaz de acción» (102-103).
6 «Tengo un carácter desdichado, no sé si por la educación que recibí o porque Dios me lo dio; de lo que estoy seguro es de que, si por causa de mi carácter hago sufrir a los demás, no soy yo quien sufre menos. (…) empecé a gozar furiosa-mente de todos los placeres que podía procurarme con dinero, y claro está que todos aquellos placeres llegaron a pro-ducirme aversión. Después, entré en la alta sociedad, y al poco tiempo llegó la sociedad a cansarme. Me enamoré de algunas bellezas mundanas, y fui amado por ellas; pero su amor no me produjo otro afecto que el de excitar mi imagi-nación y mi amor propio: el corazón permanecía vacío… Me entregué a la lectura y al estudio; la ciencia me aburrió también; vi que ni la gloria ni la felicidad dependen de ella en lo más mínimo, porque las gentes más felices son las ig-norantes, y la fama es el éxito, para alcanzar el cual es preciso ser astuto. Entonces comenzó para mí el verdadero hast-ío… Poco después vine trasladado al Cáucaso, y esta ha sido la época más feliz de mi vida. Tenía la esperanza de que no había de aburrirme entre las balas de los chechenes… ¡En vano!; al cabo de un mes me había acostumbrado de tal modo a su silbido y a la vecindad de la muerte, que, a decir verdad, más que nada, lo que me preocupaba eran los mos-quitos, y mi tedio se hizo mayor que antes al ver perdida casi mi última esperanza. Cuando vi a Bela en su casa, cuando por primera vez, teniéndola sobre mis rodillas, besé sus negros rizos, pensé, tonto de mí, que era un ángel que me había enviado el destino compasivo… También me equivoqué: el amor de una sencilla muchacha montaraz no es superior al de una señorita instruida; la ignorancia y la espontaneidad de la una cansan como la coquetería de la otra: Si vamos a cuentas, yo la quiero y le guardo agradecimiento por algunos dulces instantes que proporcionó a mi vida; pero no lo puedo remediar: ya me aburre… Si soy un desgraciado o un malvado, no lo sé; pero es lo cierto que soy tan digno de compasión como ella, y quizá más; el mundo ha echado a perder mi espíritu, haciendo insaciable mi corazón e inquieta mi fantasía; para mí todo es igual; me acostumbro al dolor con la misma facilidad que al placer, y mi alma se siente ca-da vez más vacía; no me queda más que un recurso, viajar» (Lérmontov: 1962, 37-38). Oblómov solo lee libros de via-jes.
7 E. Penas ha notado que Monsalud «No encaja en ningún lugar y por eso piensa que “está de más”». Algo hay aquí del hombre superfluo, como se llama a sí mismo Chulkaturin (2011, LXVIII).
8 Otorgándole la connotación negativa que Cabrejas (1991) aplica en su artículo, es decir, con el valor de «individuos in-útiles» por su mediocridad, limitación, ocupaciones absurdas u oportunistas ajenas al servicio público. Distingue este último una tipología variada en Galdós: burócratas, políticos y retóricos, científicos y artistas, finalmente, dandies. La taxonomía se refiere a las «Novelas contemporáneas españolas».
9 Precisamente en este año, penúltimo de su vida, hace coincidir Fernando Savater a Arthur Schopenhauer con una joven escultora que hace su busto y a la que dice: «Es como un traspié, como si al entrar en la vida, hubiésemos dado un paso en falso cuyas fatales consecuencias fuesen haciéndose paulatinamente más y más obvias», ver reseña de F. Calvo Se-rraller de la pieza teatral cómica El traspié. Una tarde con Schopenhauer, Babelia, 9-II-2013.
10 Los rusos tienen un nombre para esa inercia, Oblomóvschina, que deriva del nombre del noble holgazán de la novela de Goncharov, Oblómov, que se pasa todo el día soñando y tendido en un sofá. Aunque también Gógol se había referido a esos rusos “que se pasan el día en la cama”, en el segundo volumen de Almas muertas. Gracias al crítico literario Ni-kolái Dobroliubov, el primero en acuñar el término poco después de la publicación de la novela, en 1859, la Oblomóvschina pasó a considerarse una enfermedad nacional. Su símbolo es la bata de Oblómov (jalat). Dobroliubov llegó incluso a sostener que «El esfuerzo sincero de todos nuestros Oblómov es cambiarse de bata». Goncharov se pre-ocupó por hacer constar el origen asiático de la bata de su protagonista” (Figes: 2006, 496). El apellido ruso Oblómov está emparentado con raíces de verbos que significan romper, quebrar, y sustantivos que aluden a roturas, quebraduras, fracturas, rocas de aluvión. 156
11 A quien da la razón doña Emilia, en íntimo diálogo con don Benito: «Amado roedor mío: siento que estés así tan dolo-rido por todas partes, y que pases un año tan dificultoso: cree sin embargo que eso no es vejez: la verdadera vejez se revela al contrario en una especie de placidez y de serenidad de las funciones: lo dice Schopenhauer y tiene razón», fe-chada en La Coruña, 19 de abril de 1890 (2013, 181).
12 Para Edmund Wilson, el contenido de las primeras obras de Turguénev es en gran parte, de uno u otro modo, producto de la personalidad de su madre [tirana, ogresa]. Dos temas alternan: una fuerza del mal tan poderosa y tan audaz que no es posible ofrecer resistencia alguna, una fuerza que, mientras su madre vivía, apareció bajo forma masculina, y el hombre tímido o incapaz que abandona a la mujer. Se repite en los cuentos y novelas cortas la situación de dos amigos, uno de ellos carente de escrúpulos, el otro tímido, que se enamoran de la misma mujer. En ellos se muestra una expe-riencia opresiva, completamente desesperanzada y montunamente desoladora (1981, 95-96).
13 Debo a la amabilidad de Miguel Ángel Vega, de la Casa-Museo Pérez Galdós, el poder corroborar la ausencia en el ar-chivo galdosiano de esas epístolas, sin duda escritas en francés, y hoy aún perdidas, pese al cariño y los ecos intertex-tuales con que quiso guardarlas su propietario, como se verá a continuación. Tanto (Berkowitz: 1951, 199), como (De la Nuez: 1990, 231), han recogido la presencia en el biblioteca galdosiana de dos títulos de Turguénev, parva muestra de los que sin duda leyó de ese autor don Benito: Mémoires d’un seigneur russe y Pères et enfants, ambos de 1880.
14 Aunque no cite, quizá no lo conozca, tampoco lo hace Vogüé, el Diario de un hombre superfluo, sí le llama la atención la primera novela extensa de Turguénev, Demetrio Rudin por lo que sigue: es un «tipo que pudiera haber servido de modelo al Numa Roumestán, de Alfonso Daudet, estudio de uno de esos caracteres complejos, dotados de grandes aspi-raciones y aparente riqueza de facultades, pero que tienen roto el resorte de la voluntad y carecen de dirección y rumbo fijo» (1973, 845-846). (Franz: 1994-95, 64) y (Patiño Eirín: 1997, 262) han destacado el particular interés de doña Emilia en el autor de El mal del ímpetu.
15 Sobre el contenido de esta novela y su sentido metafórico todavía se discute hoy en día. Se trata de una novela que fue fruto de una lenta maduración y en la que se expone una realidad social en la que el señor y el siervo invierten sus pa-peles (Martínez: 1997, 1139). Se abría paso el triunfo de lo colectivo, de lo democrático, de la muchedumbre, sobre el héroe (individuo) novelesco, pero esto sucedía antes de los años 80, ya que estamos en 1859. Oblómov no se tradujo al español hasta los años veinte del Novecientos (ver Puche: 1926 y Cansinos-Assens: 1935).
16 «La música no es en modo alguno la imagen de las Ideas, como las demás artes, sino la imagen de la voluntad misma [el instinto], cuya objetivación también la constituyen las Ideas; por esto mismo, el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las otras artes, pues estas solo reproducen sombras, mientras que ella esencias» (Ver Schopenhauer en sus páginas, Selección, prólogo y notas de P. Stepanenko, México, FCE, 1991, 214).
17 Ver Nueva lectura de ‘La Regenta’ de Clarín, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 61.
18 Ver Flores Ruiz, que cita a G. Espigado Tocino, “Cómo hacerse un hombre. La pedagogía decimonónica al servicio de la construcción de la identidad sexual”, en La identidad masculina en los siglos XVIII-XIX, Ed. A. Ramos Santana, Cádiz, Universidad de Cádiz, 1997, pp. 138 y 150.
19 Ver L. Alas Clarín, Obras completas, VI, Crítica, 1879-1882, Ed. J.-F. Botrel e Y. Lissorgues, Oviedo, Ediciones No-bel, 2003, 202.
20 «Amigo querido, inolvidable y escurridizo como una anguila» es el encabezamiento de la carta de Pardo Bazán a don Benito, la que lo bautiza como hombre fugaz, ver supra. Recordemos las palabras de Juanito Santa Cruz, en Fortunata y Jacinta: «Yo me escurría como una anguila. No me cogía, no» (ver ed. J. Rodríguez Puértolas, Madrid, Akal, 2005, p. 400). Puede decirse que Juanito, Horacio Díaz, Maxi, —no en vano vio muy bien doña Emilia que la novela de 1886—1887 era, sobre todo, la epopeya de Maximiliano Rubín, en la reseña de 1891 de Ángel Guerra, entre otros, in-cluido este último, modulan distintos registros del ‘hombre superfluo’.
21 Cordero «sigue fiel a sus arraigadas tesis generales basadas en Rousseau y por lo tanto su actitud retiene un tinte relati-vamente optimista; así no abandona un idealismo fundamental, aunque poco en la historia subsiguiente lo justifique. Monsalud, por su parte, consciente del fracaso de la sociedad ochocentista para salir del callejón sin salida en que se encuentra, ostenta un pesimismo necesario frente al porvenir inmediato, pero no excluye una vislumbre de esperanza proyectada hacia el futuro forzosamente muy lejano. Mientras tanto, se retira de toda actividad política para gozar tran-quilamente de su felicidad doméstica».