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EL QUIJOTE, FUNDAMENTO DE LA CREACIÓN DE PERSONAJES
GALDOSIANOS EN LA SEGUNDA SERIE
DE LOS EPISODIOS NACIONALES
DON QUIXOTE, FOUNDATIONS TO THE CREATION OF GALDÓS CHARACTERS AT THE SECOND SERIES
OF THE EPISODIOS NACIONALES
Ermitas Penas
RESUMEN
Este trabajo tiene por objeto demostrar que varios personajes de la segunda serie de los Episodios nacio-nales son construidos por Galdós siguiendo el modelo de don Quijote, aunque sean tratados de diferente manera.
PALABRAS CLAVE: Pérez Galdós, Cervantes, don Qui-jote, personajes quijotescos, obsesión, fantasía, quime-ra.
ABSTRACT
This paper aims at demonstrating how Galdós has followed in a certain way the model of Don Quixote to construct a few of the characters of the second series of the Episodios nacionales.
KEYWORDS: Pérez Galdós, Cervantes, don Quixote, quixotics characters, obsession, fantasy, chimera.
Rodolfo Cardona, maestro de galdosistas, proclamaba en 1968 un aserto incuestionable: «El cer-vantismo en Galdós es un lugar común en la crítica» (1968, 151). Y, años después, declaraba en rela-ción con los escasos artículos de don Benito sobre el autor manchego: «para él Cervantes quiere decir Don Quijote» (1974, 196). Ciertamente, el inmortal libro que protagoniza el Caballero de la Triste Figura se convirtió en fundamento indiscutible de su escritura narrativa. Tanto es así que, con acierto, opina Rubén Benítez: «sin Cervantes, su novelística sería otra o no existiría (…) No hay otro caso igual en la novela europea de aceptación consciente y continuada de un escritor en otro escritor» (1990, 14).
Esta auténtica fascinación por el Quijote está en la base de la concepción galdosiana de un realismo fundamentado en la verosimilitud cervantina, que no pocas veces sus criaturas literarias, como el canónigo toledano, expresan. Pero también aquella atracción se transparenta en continuos homenajes en los que el texto cervantino hace de hipotexto, en el encadenamiento de los capítulos titulados, en la recíproca influencia entre caballero y escudero —la famosa quijotización de Sancho y la sanchifica-ción de don Quijote—, en el posponer, para suspender los ánimos, la identidad de los personajes ya presentados, etc. Y, claro es, en esa marcada tendencia a crearlos a hechura del inmortal protagonista de Cervantes.
M.ª del Prado Escobar Bonilla, en este mismo sentido, hizo interesantes apreciaciones respecto a las criaturas literarias de las novelas que don Benito escribiera entre 1881 y 1915 (2006, 103-120). Y en su estela mi modesta aportación1 versará sobre varios entes de ficción de la segunda serie (1875-1879) de los Episodios nacionales en los que creo hallar la huella quijotesca: Fernando Garrote, su hijo Carlos Navarro, Pepet Armengol, el maestro Sarmiento y, ocasionalmente, Salvador Monsalud, tratados, no obstante, de muy distinta manera por don Benito. Son creaciones anteriores, evidentemen-te, a otras de idéntico cuño en el ámbito de las novelas contemporáneas.
El marco histórico general en el que se mueven corresponde al nefasto reinado de Fernando VII, hasta algo más allá de su muerte el 29 de septiembre de 1833. Sobre él Galdós pone de manifiesto no
Universidad de Santiago de Compostela. Grupo de Estudios Galdosianos (GREGAL).
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solo la contienda ideológica y política entre liberales y absolutistas, sino que, con acento amargo, muestra la inepcia de los últimos cuando llegan al poder.
Sin embargo, la figura de Fernando Navarro, alias Garrote, progenitor del protagonista de la serie, Salvador Monsalud, quien desconoce ser su hijo natural, aparece en El equipaje del rey José, episodio que transcurre entre el 17 de marzo y el 22 de junio de 1813. Por tanto, seis meses antes del regreso del Deseado.
El quijotismo de Garrote se le presenta al lector cuando, en compañía del cura Respaldiza, protago-nizan una aventura cervantina: el quimérico intento de perseguir franceses. Darán con sus huesos en prisión y allí declarará a su supuesto escudero: «Salgo en busca de fabulosas hazañas, y a los pocos pasos mis ilusiones se disipan como el humo» (Pérez Galdós: 2011, 124).
Al ver Navarro que su muerte está próxima pues serán fusilados, decide, en acto de contrición, con-fesar a Salvador su paternidad, pero este no le cree por considerarlo demente. Galdós, que crea un personaje entre la ironía y la parodia, aunque luego cobre aires más serios, no confía en un lector com-petente capaz de descubrir la filiación quijotesca de Garrote. Por eso tiene que acudir a otra criatura literaria, la central en esta segunda serie, para que los lectores lo identifiquen. De modo que el joven Monsalud será quien dé la clave cervantina de la aventura del viejo guerrillero y de su falta de juicio al denominarlo «don Quijote de la Puebla» (Pérez Galdós: 2011, 118), «don Fernando Quijote» (119), «primer caballero del Condado, el de la llave dorada, el gran don Fernando Garrote» (136), y poner en boca de un sargento que está «más loco que don Quijote» (136). No obstante, como apuntó Montesi-nos, tanto Navarro como el cura aparecen en el episodio «muy desmejorados» (1868, 138) de compa-rarse con los personajes cervantinos.
En esta misma línea, y siguiendo iguales procedimientos, el escritor canario presenta a Salvador, convertido en Jaime Servet, en Un voluntario realista. En su capítulo IX, se inspira en Cervantes. El protagonista de la segunda serie después de haber conseguido librarse de Armengol, parece arrepentir-se de sus temerarias empresas de conspirador liberal como don Quijote de las suyas al final de su vida. Así piensa: «¡Bendito sea Dios que me ha salvado una vez más, y sírvame este suceso de aviso y lec-ción para no meterme otra vez en aventuras tan arriesgadas como poco provechosas!» (Pérez Galdós: 2012, 466). Comisionado clandestinamente en España por Mina y otros exiliados para afrontar una doble misión política, de la primera —observar sobre el terreno si había posibilidades de una revolu-ción liberal— se siente profundamente decepcionado. De la segunda, es consciente de que se trata de una quimera: extender la idea de colocar en el trono a Pedro de Braganza.
El narrador establece un paralelismo entre Alonso Quijano y Monsalud cuando afirma que este «había soltado las riendas como don Quijote cuando le hervían en la cabeza los pensamientos» (Pérez Galdós: 2012, 467), pero, además, es el propio personaje quien lo hace al referirse a su arriesgada aventura: «mis pasos por este país son tan insensatos como los del caballero andante más loco, más ridículo y más extraviado que hizo disparates en el mundo» (467).
En todo caso, la quijotización que Salvador achaca a su padre, Garrote, y también a sí mismo, viene desde la cordura de quien la aplica. Monsalud, lúcidamente, atribuye la ausencia de razón y el idealis-mo excesivo y sin fundamento a una determinada conducta, tanto la de su padre como la suya, lo cual el lector debe entender así.
Este primer acercamiento al quijotismo más elemental se ve superado en una elaboración más compleja si nos detenemos en Carlos Navarro, hijo legítimo del anterior y medio hermano de Salva-dor. Sin duda, don Benito, como la crítica ha reconocido unánimemente, ha pergeñado ambas persona-lidades en un claro antagonismo, sobre todo político, como símbolo de las dos Españas. Si en principio el afrancesamiento de Salvador choca con el españolismo de Carlos, más adelante, el liberalismo del primero se opone al conservadurismo y después evidente carlismo apostólico del segundo.
Además de estas diferencias, Navarro odia a Salvador desde el primer episodio, aunque habían sido amigos, pues sabe que Genara está enamorada de él y sus celos se incrementan cuando en el transcurso de las siguientes novelas su mujer lo abandonará para vivir una aventura con su antiguo novio. En Un voluntario realista sus fieles amigos, Oricaín y Zugarramurdi, reconocen a su rival, que será apresado por Carlos. Logrará, sin embargo, el héroe de la segunda serie salvar la vida y su hermano, que se siente engañado porque la guerra de religión apostólica no había sido tal, ni las medidas que se iban a tomar se habían llevado a cabo, decide abandonar el ejército y regresar a su pueblo navarro. Pero Car-los vuelve a aparecer en Un faccioso más y algunos frailes menos: ahora en Madrid, oculto y enfermo del hígado. 214
Monsalud consigue ponerse en contacto con él gracias a la intercesión del padre Gracián, que insis-te en que Navarro perdone a Genara, a lo que éste se niega. Muy opuestas resultan las reacciones de ambos hermanos, prueba de sus caracteres contrarios, cuando se celebra la entrevista. Mientras Carlos se muestra orgulloso, sarcástico, desconfiado y vengativo, Salvador, emocionado, añora su antigua amistad, aunque sabe de sus conspiraciones a favor de don Carlos, y le prueba su origen mediante la carta de doña Fermina. Pero nada ablanda a Navarro, quien declara que ese precioso documento «no puede hacer de dos enemigos irreconciliables dos hermanos queridos» (Pérez Galdós: 2012, 894).
Monsalud, sin embargo, propiciará la fuga de Carlos de la cárcel, en la que había sido encerrado junto a otros conspiradores apostólicos, descubiertos por la policía mientras celebraban una junta car-lista en la casa donde se hospedaba Navarro. Para ello, Salvador había contado con la ayuda de Tablas, Genara, y Pipaón, siempre con buenos contactos.
Ya libre, indignado y soberbio, Carlos, menguado de salud y disfrazado de arriero, se marcha con sus fieles Oricaín y Zugarramurdi al País Vasco. Pero cuando, pasado el tiempo, Salvador tiene noticia de que ha sido apresado de nuevo y condenado a muerte por participar en una algarada de voluntarios realistas en Viana, decide irse a Navarra para solicitar la ayuda de su amigo el coronel Seudoquis, gobernador de Estella.
Como el preso es conducido a Pamplona en una carreta, Monsalud y el coronel lo acompañan. Con-templan su lamentable estado físico y por primera vez surge el tema del quijotismo de Navarro, intro-ducido por el narrador al encontrar semejanza entre él y el caballero manchego «cuando —dice— le llevaban encantado desde la venta a su aldea» (Pérez Galdós: 2012, 1014).
Salvador le advierte que puede ser indultado por su enfermedad y le recomienda, para salvar la vi-da, que se haga el loco cuando sea reconocido por los médicos. Pero no tendrá necesidad de fingirlo porque realmente ya lo estaba, tanto que fue trasladado al hospital. Las causas de la demencia de Car-los tienen que ver, como en don Quijote, con su obsesión. En su caso: entronizar a don Carlos median-te la guerra e impulsar el carlismo más radical creando un ejército organizado por un jefe militar pres-tigioso y con valor. Y, al igual que en el inmortal personaje cervantino en relación con la caballería andante, Navarro al tratar aquel tema, origen de su trastorno, se «arrojaba (…) por los despeñaderos del desatino» (Pérez Galdós: 2012, 1019).
Si Alonso Quijano se irritaba cuando se le llevaba la contraria, Navarro «poníase furioso, echaba ternos y quería arrojarse del lecho» (1019). El temperamento colérico de don Quijote, inspirado al parecer en este somatotipo presentado por Huarte de San Juan en su libro Examen de ingenios para las ciencias (1593), podría ser el mismo de Carlos.
Otra idea pertinaz parece atenazar, más adelante, su cerebro. Evidentemente, no se trata de emular a los héroes de la caballería creyéndose uno de ellos, pero sí a Zumalacárregui, que se acababa de pa-sar a los carlistas, en el que reconocía el gran caudillo esperado. Se identifica con él hasta tal punto de declarar: «Su papel es el mío, sus laureles los míos, su triunfo mi triunfo. Si yo no estuviera en esta aborrecida cama, estaría donde él está ahora, y lo que él piensa hacer y hará de seguro, ya estaría hecho» (Pérez Galdós: 2012, 1021). Galdós prefigura así otro quijotesco personaje que llega a tomar la personalidad del famoso general carlista. Me refiero a José Fago, complicada personalidad que cobra vida en Zumalacárregui, primer episodio de la tercera serie.
Desde que Carlos Navarro comienza, como el héroe cervantino, a imitar un modelo, su demencia se incrementa. Así lo ratifica la voz narradora al afirmar que «declinó más por la pendiente de la locura» (Pérez Galdós: 2012, 1021). Y la asimilación a don Quijote parece evidente en la sustitución de la fantasía de su mente trastornada por la realidad, pues «frecuentemente se arrojaba del lecho para correr por la sala injuriando a imaginados enemigos, solo vistos por su extraviado entendimiento» (1021).
Cuando, al fin, Monsalud lo encuentra, tras su huida, cerca de Elizondo, sufre al cabo de unos me-ses una convulsión que lo deja sin sentido. Cuando lo recupera, recobra la cordura. Y será el propio personaje quien exprese al lector su filiación cervantina: «esta vuelta mía a la razón, —dice— es como en don Quijote, señal de muerte próxima» (Pérez Galdós: 2012, 1044).
Sin embargo, don Benito no introdujo en la conducta de Carlos el motivo determinante de la lectu-ra, ni la refutación última de su fanática e intransigente ideología. Este hombre desabrido, duro, inca-paz de perdón, a pesar del socorro que continuamente le presta su hermano, si bien quijotizado, lo crea Galdós con un talante radicalmente distinto al de Alonso Quijano, el «bueno» (Quijote, II, 74). Y no solo eso: don Benito condena definitivamente a su criatura literaria por encarnar la España que detes-taba. 215
Más complicado es, sin embargo, el caso del violento Pepet Armengol, Tilín, capellán del convento dominico de San Salomó, en Solsona, que se adueña del relato de Un voluntario realista. La insistente lectura de libros de Plutarco, Tito Livio, Solís, etc. que relatan guerras, heroicidades y matanzas van conformando un carácter sombrío y taciturno. De Pepet se irá apoderando una idea persistente: emular aquellos héroes reales mediante la acción bélica antiliberal a favor del absolutismo más extremo y la intransigencia religiosa. Construye así, en principio, don Benito otro personaje de ascendencia quijo-tesca, aunque de otro orden, quien, al contrario del hidalgo manchego, reconoce enseguida: «los libros de historia acabaron por enloquecerme» (Pérez Galdós: 2012, 443). Además, al igual que Alonso Qui-jano se viste de caballero andante provocando la irrisión de todos cuantos lo observan, Tilín se atavía con el uniforme de voluntario realista, «con media vara de cartucheras y un quintal de morrión», sien-do objeto de burlas entre los corrillos formados a su paso por la calle Mayor de Solsona. Incluso, se aprestará al suicidio en aras de ganar la devoción de su perversa Dulcinea, sor Teodora de Aransis.
No obstante, Galdós alejará a Pepet de don Quijote al someterlo a varias transformaciones caracte-rizadoras, incluida la demoníaca (Sherzer: 1981). Lo convertirá en un antihéroe sin sublimidad alguna, pero le devolverá, cuando su aventura termina, su inicial quijotismo, ahora redimido por su generosa acción. Su locura ha sido alimentada también por las interesadas mentiras de la monja y su muerte, gloriosa para él, culmina, sin embargo, el fracaso de una vida equivocada.
Otro personaje de la misma estirpe del caballero cervantino aparece en esta segunda serie, en el ini-cio de El Grande Oriente. Se trata del maestro Patricio Sarmiento, liberal exaltado del que Salvador considera que «su fanatismo rabioso le transfigura haciéndole cruel» (Pérez Galdós: 2011, 711). Lo cual se ratifica cuando al ser encarcelado el absolutista Gil de la Cuadra, se niega a darle agua; cuando no siente ninguna compasión por él y su hija Solita, al regresar pobre y enfermo a Madrid donde mal-viven, protegidos por Monsalud; y, finalmente, cuando en la jornada del 7 de julio, acompañado de otros milicianos, van a prenderlo a su casa siendo ya cadáver. También, su arrebatado progresismo defensor de todo tipo de violencia le es afeado por el narrador que, sin embargo, alaba la templanza de Benigno Cordero, al que califica de «verdadero patriota, hombre de mucha mesura y prudencia» (Pérez Galdós: 2011, 901).
Al contrario de Carlos Navarro, evoluciona y aún sufre una profunda transformación desde que surge en el 4º episodio de esta segunda serie como demagogo liberal pintado con rasgos caricaturescos por don Benito (Navascués: 1983), «cargando además con las notas de necedad y pedantería, de acuerdo con el estereotipo que le sirve la tradición literaria» (Ezpeleta Aguilar: 2011, 303). Y en el episodio siguiente, 7 de julio, en que, en pleno trienio liberal, el pueblo de Madrid contrarresta la in-tentona golpista de Fernando VII para restaurar el absolutismo, reaparece Patricio Sarmiento, «idioti-zado por la política, capaz de mil insensateces» (Montesinos: 1968, 151).
Pero será en El terror de 1824 donde el maestro adquiera toda su dimensión al centrarse ahora el relato en los comienzos de la década ominosa, controlada férreamente por Diego Tadeo Calomarde, ministro de Gracia y Justicia, y en la sangrienta reacción absolutista de su primer año (Ayala: 2012). Ya en el Capítulo I, el anciano que se dirige al puente de Toledo en la lluviosa tarde del 2 de octubre de 1823 para saber de boca de los oficiales noticias de su hijo Lucas, combatiente en Andalucía, se topa, como era costumbre, con Carlos Navarro, ascendido a coronel, quien niega tenerlas. Pero se las dará Pugitos, quien le refiere los miedos de Lucas a las batallas y su prosaica muerte a causa de unas calenturas. La reacción del padre, en medio del dolor, será, sin embargo elevar a su hijo a la categoría de héroe adjudicándole un glorioso final. Advertirá el lector, sin esfuerzo alguno, que en la mente de Sarmiento comienza a operarse el proceso de sustituir la verdad de este hecho luctuoso por la falsedad de su ficción, la realidad por lo fingido, inventado por él mismo. Y esto porque, como apuntó Monte-sinos, «su incapacidad de ver las cosas como son (…) le lleva a magnificar cuanto le afecta, fuera de toda proporción» (1968, 152).
Al tiempo, y desde el comienzo del episodio, Galdós organiza la materia narrativa en base a dos personalidades en claro contraste: la figura histórica de Riego, héroe de Las Cabezas de San Juan y la ficticia del maestro liberal. Como tan atinadamente demostró Gimeno Casalduero entre ambas se pro-duce una «simetría extraordinaria» (1978, 135) que tiene su correlato en la distribución paralelística. Así, los cinco primeros capítulos preparan y describen la ejecución del general y los cinco últimos la liberación de Soledad, la espera y el ajusticiamiento de don Patricio (139).
Este, al contrario del narrador, tiene un ídolo: Rafael del Riego, vencedor de Fernando VII. El ga-rrote, que lo aguarda, cree Sarmiento lo elevará a símbolo de su ansia más preciada: la libertad. En ese 216
afán de mimetizar un modelo, y tergiversando los hechos pues el comportamiento de don Rafael no fue nada valiente en su último trance, el viejo maestro se va forjando una persistente quimera: alcanzar idéntica muerte a la de su admirado general y convertirse, así, en un héroe contra el absolutismo.
El lector avisado detectará la quijotización del personaje, simultánea a una progresiva humaniza-ción, que viene del cariño y la protección de Soledad, hija de su antiguo enemigo, en quien encontrará la familia que había perdido. Como el caballero de la Mancha también a don Patricio le preocupa la fama póstuma y está seguro que escribirán su historia, aunque él al igual que Sócrates no deja escrito nada. Lo cual —dice— no será impedimento porque «conocidos son mis discursos (…) todo el mundo los tiene grabados en la memoria» (Pérez Galdós: 2012, 393). Ha redactado a lápiz, no obstante, unos datos biográficos, que ha dejado bajo el hule de la cómoda —prosaica ironía cervantina— para que Soledad se los entregue a sus futuros historiadores.
Si don Quijote declara «Yo sé quien soy» (Quijote, I, V, 73) afirmando su fe en sí mismo y en su misión, el maestro dirá, mostrando su autoconsciencia, «Yo soy quien soy y sé lo que me digo» (Pérez Galdós: 2012, 385). Lo que pondrá de manifiesto cuando en sus últimos instantes proclame su cometi-do al «pueblo generoso» (2012, 405): gracias a él la libertad por la que es ajusticiado renacerá y el despotismo será exterminado. Y, aunque el discurso de Sarmiento muestre la polaridad del loco-cuerdo, no llegará a recuperar la razón, pero también morirá. En su final, el de un mártir de la causa liberal, mostrará, a decir de R. Gullón, «una dignidad y un valor que no siempre mantienen los grandes o supuestos grandes» (1979, 173). Convierte así don Benito a su quijotesco personaje en símbolo de tantos seres anónimos, víctimas de la brutal represión calomardiana.
Por todo lo visto, y para terminar, permítaseme conceder a mi contribución en este Congreso la condición de gota de agua en el inmenso océano del cervantismo galdosiano.
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NOTAS
1 Se inscribe en el Proyecto de investigación, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, “Edición y estudios críticos de la obra literaria de Benito Pérez Galdós” (FFI2010-15995), que dirijo.