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1 PARADOJAS DE LA MODERNIDAD: IMAGINARIO CIENTÍFICO Y EXPERIMENTACIÓN NARRATIVA. DE GALDÓS A NOCILLA PROJECT (2006-2009) PARADOXES OF MODERNITY: SCIENTIFIC IMAGINATION AND NAR-RATIVE EXPERIMENTATION. FROM GALDÓS TO THE NOCILLA PROJECT (2006-2009) Pura Fernández RESUMEN La representación y el tratamiento de la ciencia en las novelas contemporáneas galdosianas evidencian la complejidad del proceso de modernización general de la sociedad española. Galdós documenta la lenta vía de normalización del conocimiento y el debate científicos, así como el valor simbólico e ideológico que las nue-vas teorías alcanzaron en un momento histórico carac-terizado por las tensiones derivadas de la aspiración a superar el aislamiento y la autarquía culturales propias de la reciente Historia de España. Así, Galdós descu-bre en las novedades de la ciencia las herramientas para un nuevo arte de contar; el instrumento para hacer de la novela una herramienta de reforma social y de formación cívica, al tiempo que un recurso para legi-timar y acreditar el nuevo papel mediador del escritor profesional en un campo cultural en evolución: el de la década de 1880, unos años en que la figura pública galdosiana alcanza una notable visibilidad y sus redes personales revelan la existencia de esa senda bidirec-cional entre ciencia y literatura que produce discursos integradores y nuevas formas de expresión. PALABRAS CLAVE: ciencia, sociedad, novela, reforma social, literatura. ABSTRACT The representation and treatment of science in the contemporary novels of Galdós evidences the com-plexity of the overall process of modernizing Spanish society. Galdós documents the slow path of normaliz-ing scientific learning and debate, as well as the sym-bolic and ideological value that the new theories ac-quired at an historic moment characterized by tensions derived from the attempt to overcome the cultural isolation and autarchy which characterized recent Spanish history. Thus, Galdós discovers in the novel aspects of science the tools for a new narrative art, the instrument to make of the novel a tool of social reform and civic formation, at the same time as a way to le-gitimize and accredit the new mediating role of the professional writer in an evolving cultural field: that of the decade of the 1880s, years in which the public figure of Galdós achieves a notable degree of visibility and his personal networks reveal the existence of that bidirectional pathway between science and literature which produces integrating discourse and new forms of expression. KEYWORDS: science, society, novel, social reform, literature. 1. LAS DOS CULTURAS La propuesta del Comité Científico del X Congreso Internacional Galdosiano para que abordara la vinculación de la obra del novelista con las bases científicas contemporáneas me desplazó de manera casi automática a la célebre polémica desatada por la conferencia que el físico y novelista Charles Percy Snow dictó en 1959 bajo el título The Two Cultures, editada poco después como The Two Cul-tures and the Scientific Revolution. En su exposición, Snow lamentaba los efectos del modelo cultural y pedagógico de Occidente que segregaba como polos inconciliables a los humanistas y literatos frente a los científicos experimentales. Expresadas en el marco de la guerra fría, sus palabras abogaban por el diálogo y la complementación de dos culturas que no podían ser divergentes ante los retos del mundo moderno, y el científico británico utilizaba su propia experiencia vital como ejemplo expresivo de esa tercera vía articulada en su discurso. Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CCHS-CSIC, Madrid 2 En 1962, en el mismo marco de la Universidad de Cambridge, el crítico Frank Raymond Leavis —el autor de Mass Civilisation and Minority Culture (1930) y también profesor de dicha institución— pronunciaba otra virulenta conferencia de réplica a las palabras de Snow. Sus palabras no solo adqui-rieron rango de libro al año siguiente, sino que dieron lugar a una sonada querella por ataques a Snow, lo que le condujo al pago de una indemnización, como recuerda en un reciente artículo Xavier Durán (2013). Leavis, quien desautorizaba por reduccionismo argumental las tesis de Snow, volvía a estable-cer una jerarquización y diferenciación entre el ámbito de las Ciencias frente al dominio de las Artes y Humanidades al situar la literatura en la cúspide del conocimiento y de los valores morales de la humanidad. Snow, al imputar la ignorancia científica y tecnológica de los hombres de letras como una forma de incultura tan mutiladora y preocupante como la de los científicos que revelaban no haber leído nunca a Shakespeare, planteaba no sólo la diferenciación en los métodos de trabajo de ambas áreas del saber o su credibilidad y utilidad sociales, sino cuál debía ser la misión de la cultura humanística en la ineludi-ble búsqueda del progreso moral y social contemporáneos. Snow señalaba que frente al nuevo cono-cimiento erigido por la física moderna, el analfabetismo científico de la mayoría de los intelectuales occidentales era aceptado con arrogante naturalidad, como lo comprobó él mismo al preguntar sobre los rudimentos de la Segunda Ley de la Termodinámica o la Ley de la Entropía en un círculo letrado de su entorno. Su reflexión conducía a una inquietante preocupación por la deriva del sistema educati-vo de su país, poco favorecedor de la curiosidad y de la cultura científico-tecnológicas. Este debate ya clásico entre Snow y Leavis acerca de las dos culturas no era nuevo, claro está. Los precedentes históricos son numerosos y nos retrotraen, en el caso de España, a polarizaciones y en-frentamientos entre la ciencia y la fe, la razón y la revelación, la moral y la heterodoxia, que tuvieron su traslación en la famosa «polémica de la ciencia española» que capitalizó M. Menéndez y Pelayo en el arranque del último cuarto del siglo XIX. Como recuerda X. Durán (12), el cruce de conferencias entre los británicos Thomas Henry Huxley y Matthew Arnold entre 1880 y 1882 en torno a ciencia y a literatura constituye otro mojón significativo en la larga lista de desencuentros e intentos de interac-ción entre la cultura literaria y la científica. 2. DE LA POLÉMICA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA A NOCILLA PROJECT En este tiempo de constante búsqueda de la innovación, de acelerada celebración de lo nuevo en ciencia, son cada vez más numerosos los proyectos que no conciben otra fórmula que hermanar las dos culturas definidas por Snow, como podemos apreciar en iniciativas como el llamado K13/Kosmópolis del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona que cuenta con el concurso de «escritores, cientí-ficos y artistas dispuestos al intercambio activo del conocimiento como signo de los tiempos». El pro-yecto, del que ya se ha cumplido la séptima edición, pretende «amplificar el concepto de literatura en todas aquellas manifestaciones de la palabra —oral, impresa y electrónica— que erosionan las divisio-nes entre géneros», como se expone en la web oficial http://www.cccb.org/kosmopolis/es/edicio-k13-42017). En la última convocatoria (2013), se abordaron «tres hitos recientes de la ciencia: la explora-ción de Marte a partir de la llegada de la nave Curiosity; la probable confirmación del bosón de Higgs, o la lectura completa del genoma y la inesperada utilidad del llamado ADN basura». Temas todos de absoluta actualidad que —como expresa en su declaración de intenciones su director, Juan Insúa en la web oficial— «plantean cuestiones fundamentales sobre lo que significa ser humano y sobre las fron-teras entre lo real y lo ficticio». A estas alturas parece hasta obvio hablar del arte como una manifestación de los cambios sociales, como una forma directa de participar en sus debates y conflictos, incluso de sus políticas. Al mismo tiempo, el mundo de la ciencia como experiencia personal y vital se ha convertido en una marca narra-tiva de notable presencia editorial en la última década en las Letras españolas, y para ello baste men-cionar a la llamada generación Nocilla, que hace honor a la trilogía Nocilla Proyect (2006-2009)1 del físico y escritor Agustín Fernández Mallo, aunque también ha recibido el nombre de generación mu-tante, pangeica, afterpop o postpoética (Azancot: 2007, Fernández Porta: 2006, Mora: 2006, 2007b, Fernández Mallo: 2009). En 2008, el crítico cultural de El País, Íker Seisdedos hablaba de un «Inven-tario de mutantes. Una veintena de narradores contra la novela “anquilosada”». Se trataba de un grupo de autores que venían a dar el «relevo de las letras españolas»; toda una promesa de renovación a ma-nos de Isaac Rosa, Mercedes Cebrián, Vicente Luis Mora, Germán Sierra, Jorge Carrión y, cómo no, 3 Agustín Fernández Mallo. Este sitúa el origen de su poética en la construcción de «una metáfora [a partir] de los artículos científicos». Su abandono de los sistemas tradicionales de expresión se funda-menta en «la incorporación en régimen de continuidad indistinta de elementos de los mundos científi-cos o artísticos al literario», lo que volatiliza la tradicional concepción de la estructura y argumenta-ción literarias (V. L. Mora: 2007, 181). Sus novelas, aclamadas como un novedoso proyecto de recreación de una realidad contemplada desde el laboratorio, una realidad fragmentaria, aleatoria, caótica como el propio universo, favorecie-ron el bautismo de una nueva generación de narradores que ya tenían el reclamo comercial de una marca ingeniosa cuya fórmula evocaba la conocida canción publicitaria del compuesto alimentario formado por «Leche, cacao, avellanas y azúcar» y que el grupo punk gallego Siniestro Total evocó en la canción “Nocilla ¡qué merendilla!” (1982), fuente de inspiración de Fernández Mallo. Un nacimien-to no exento de los resquemores que provocan estas celebraciones patrocinadas por grandes grupos mediáticos y editoriales, que capitalizan apuestas surgidas en sellos minoritarios, como eran Candaya y Berenice en los primeros años del segundo milenio. La nueva hornada de escritores como Agustín Fernández Mallo, Jorge Carrión o Vicente Luis Mora reclama la renovación de la novela «decimonónica, anquilosada», sustento de un mercado que «lleva veinte años publicando lo mismo», taponando «cualquier salida de la literatura innovativa», como señala I. Seisdedos en su triunfal artículo de 2008. Vicente Luis Mora, en el prólogo a La luz nueva. Singularidades en la narrativa española actual, ya había defendido el concepto de realidad aumentada de Fernández Mallo y su empleo de «formas narrativas más ligadas al presente» (2007, 8 y 15), si bien denunciaba la resistencia del mercado y de la crítica tradicional a las «nuevas tecnologías de la prosa» y el imperio editorial de la prosa de la normalidad: ¿Dónde viven los narradores españoles? ¿Qué leen? ¿Qué les preocupa? ¿En qué piensan? (…) Pero, sobre todo, ¿en qué tiempo viven, en qué época creen que viven los narradores españoles? Leyendo la mayoría de la novelas o relatos actuales, parece que viven en 1980, o finales de los 70. Una situación pre/posmoderna. Una modernidad alargada, estirada y agóni-ca (2007, 7). Estas quejas contra la sensación de desfase cultural y cronológico de buena parte de la narrativa espa-ñola del momento se centran en la descalificación de un paradigma que se valora como obsoleto y anacrónico: la gran novela decimonónica, el patrón novelesco que mantiene una vigencia difícilmente igualable y, muy posiblemente, incombustible por su naturaleza paradójica; esto es, por su fijeza recono-cible como fórmula narrativa y, al tiempo, por su capacidad de adaptación y de actualización permanen-tes a los cambios culturales, como desmuestra la obra de Almudena Grandes o de Rafael Chirbes. Su afán totalizador de la novela realista aspira a captar un mundo inaprehensible por definición; más allá de la incorporación argumental de descubrimientos o intuiciones científicas, la nueva dimen-sión que de la realidad ofrece la ciencia provee al escritor de otras fórmulas de representación y de configuración espacio-temporal; la gestión de nuevos actantes narrativos que, como el medio, la raza o el momento histórico (tríada enunciadora de la fórmula zolesca), incluso el mundo onírico, amplíen la virtualidad de la experiencia lectora, configurando mundos paralelos, simultáneos, como los creados por las ensoñaciones o delirios de los personajes galdosianos, una de las herencias literarias más ricas de su literatura. Fernández Mallo, en una entrevista realizada por Gaspar Sánchez (2014), atiende a este valor de la literatura como una construcción simbólica de una realidad ignota que se ha de nutrir necesariamente de la ciencia y de la tecnología, proveedoras de los instrumentos que complejizan y amplían una per-cepción siempre insuficiente y aleatoria del entorno: Lo que me atrae de la física para su uso en la narrativa o en el ensayo o en la poesía no es su capacidad de explicación de argumentos —como sí hace la ciencia ficción o las novelas po-licíacas—, sino algo bien distinto: su capacidad para generar metáforas por sí misma. Siem-pre he percibido en las ciencias una belleza interna, lo que equivale a decir una estética. En mi opinión, la realidad no es algo que está ahí afuera esperándonos, sino que es una cons-trucción, un pacto de realidad que las diferentes sociedades y culturas nos damos para poder explicar lo que no entendemos, de modo que, en último extremo, la realidad es una metáfora, 4 y eso, además de a una pragmática, necesariamente ha de estar sujeto a una estética. Creo que la ciencia no sólo es una gran metáfora sino que puede generar otras en campos fuera de su ámbito de aplicación natural, por ejemplo la narrativa o la poesía. Quiero decir con esto que en una novela no me interesa, por ejemplo, la mecánica cuántica como explicación del relato, pero sí locuciones como “nube de probabilidad”, o en el terreno de la Relatividad, “horizonte de sucesos”, que creo que en sí mismas son altamente metafóricas, bellas y estéti-cas, y que extraídas de su ámbito natural e insertadas en un poema o una novela aportan un nuevo sentido a lo ya escrito, crean una atmósfera que lo cambia todo además de cambiar ellas mismas; una especie de realimentación entre los textos. Es de este modo como utilizo la ciencia en mis textos. Así, ciencia y literatura suelen ser buenos compañeros de viaje cuando se trata de imaginar o de proponer un camino alternativo a la experiencia cotidiana (y previsible) del vivir. Pero ¿qué sucede cuando, más allá de la ciencia-ficción, los novelistas deciden construir sus argumentos, sus personajes y su propia técnica narrativa según los últimos descubrimientos científicos? Cuando autores como Galdós, Clarín, Emilia Pardo Bazán o Baroja descubren en las novedades de la ciencia el instrumento para un nuevo arte de contar; la vía para hacer de la novela una herramienta de reforma social y de formación. ¿Qué ocurre, en definitiva, cuando las lecturas de las obras de un biólogo como Darwin, un médico como Claude Bernard o un neurólogo como Charcot sugieren vías para pensar no sólo en otros temas de interés literario, si no en otros paradigmas de personajes, en otras perspectivas para alumbrar la construcción de sus vidas o, incluso, en la coexistencia de mundos simultáneos? ¿O cuando obras significativas de las letras españolas pueden analizarse a la luz de las revoluciones culturales científicas como la producida por la física en las primeras décadas del siglo XX, como suce-de con las greguerías de Ramón Gómez de la Serna? Porque la greguería supuso la innovación literaria más depurada de la visión moderna, cambiante y fragmentada de la realidad que difundían las artes plásticas (Fernández: 2013). Los experimentos y especulaciones en torno a la fragmentación, descom-posición y disolución de la materia de la física moderna se difundieron pronto en España —el propio Einstein visitaría el país en 1923— y los diseños del modelo de átomo de Rutherford, Hendrick y Bohr encontraron amplio eco en la prensa y en los círculos artísticos (Highfill: 2005). Así, en el prólogo a uno de sus primeros libros de greguerías (1935), Ramón vincula su escritura a las novedades concep-tuales de la física y de la biología a partir de la idea de la fragmentación y la disolvencia, que relativi-zan el criterio de lo grande y trascendente y potencian la visión de lo pequeño y efímero: «La literatura se vuelve atómica por la misma razón por la que toda la curiosidad de la vida científica palpita alrede-dor del átomo, abandonadas más amplias abstracciones, buscando el secreto de la creación en el miste-rio del átomo». Y su escritura fragmentaria, desestructurada, rizomática y poderosamente interconec-tada venía a ratificar esta concepción. No obstante, la idea extendida y repetida de que más allá del Siglo de Oro y de algunos contem-poráneos como José de Echegaray, Luis Martín-Santos o Juan Benet, el interés por la ciencia en la literatura española ha sido nulo, y nulas también sus interacciones (Gámez: 2011), ha de ser cuando menos matizado, sobre todo para trazar con rigor ese continuum histórico y para valorar con mayor precisión esas celebraciones disruptivas como las del proyecto Nocilla que tanto animan la crítica y el mercado literarios. 3. LA POLÉMICA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA La llamada crisis de fin de siglo acentuó, en el tránsito a la siguiente centuria, la necesidad de inda-gar en torno a los males endémicos que lastraban el despegue industrial, cultural y científico de Espa-ña y aumentaban el proceso de desaceleración respecto a la marcha general del resto de Europa (Sánchez Ron: 403 y ss.). El espíritu de crítica y de reforma presente en el discurso de muchos intelec-tuales españoles de finales del XIX insistía en la idea de que al carro de la ciencia en España lo movían los esfuerzos voluntaristas de los individuos, lastrados por el aislacionismo cultural, las deficiencias estructurales de la educación y la escasa inversión y visibilidad públicas; demasiadas rémoras para que, como decía Ortega y Gasset, España entrara, por fin, en la ciencia y sanara de su enfermedad secreta, la inconsciencia: la enfermedad que constituye una de las constantes de esos personajes galdo-sianos que deambulan perdidos en un mundo cuyas claves y leyes parecen ignorar en su camino per-5 sonal hacia el fracaso. Ortega señala en el artículo “Asamblea para el progreso de las ciencias” —aparecido en El Imparcial, (27-VII-1908)— que: El problema español es, ciertamente, un problema pedagógico; pero lo genuino, lo característi-co de nuestro problema pedagógico, es que necesitamos primero educar unos pocos hombres de ciencia, suscitar siquiera una sombra de preocupaciones científicas y que son esta previa obra el resto de la acción pedagógica será vano, imposible, sin sentido. Creo que una cosa aná-loga a lo que voy diciendo podría ser la fórmula precisa de europeización (2004: 186). Europeizarse equivalía a ingresar en el lenguaje y en la prácticas universalizadoras de la razón y de la ciencia, y así lo expone Ortega: «Si creemos que Europa es “ciencia”, habremos de simbolizar a España en la “inconsciencia”, terrible enfermedad secreta que cuando infecciona a un pueblo suele convertirlo en uno de los barrios bajos del mundo» (2004, 188). En los círculos letrados, la popularización de las novedades científicas más relevantes en el campo de disciplinas como la biología, la medicina, la física o la química a lo largo del siglo XIX desató una entusiasta fe en el progreso humano y social, derivada del conocimiento gradual de las leyes que reg-ían los fenómenos naturales. La sólida confianza en la razón, reforzada por el positivismo y el método experimental, alimentó un sistema de pensamiento denominado en Francia cientificismo que tuvo su traslación literaria en el Naturalismo de Émile Zola (Lissorgues: 1998). Como sabemos, el naturalismo zolesco encontró honda resistencia en España por su sustrato ideológico contrario a los principios de la religión católica, así como por el tratamiento de temas calificados como inmorales. Las deficiencias estructurales de la sociedad española y el escaso desarrollo científico no favorecie-ron la implantación del positivismo, pero sí la extensión de una mentalidad positiva de claro corte ecléctico que logró estimular la curiosidad y el conocimiento científicos, como señalan Núñez Ruiz (1975) y Abellán (1988). En fechas tempranas se estableció un sistema de identificación ideológico-filosófico entre el pensamiento político progresista, el positivismo filosófico, el naturalismo literario y teorías heterodoxas como el darwinismo. Esta confusa mezcla de ideas se convirtió en la enseña de los hombres modernos e interesados por el progreso en todos los órdenes científicos y sociales; en la mar-ca del pensamiento libre de ataduras religiosas que originó un interesante y dinámico foco de hetero-doxia científico-literario (Fernández: 2014). Asegura Thomas Glick que el nivel argumentativo de la polémica sobre el darwinismo en España tuvo escasa hondura y apenas originalidad, debido al bajo nivel de la actividad científica (2010, 61). Pero no hay duda de que los principios básicos de la tesis darwinista impregnaron pronto el vocabula-rio y el imaginario colectivos, a pesar de que las obras originales no fueran leídas directa ni extensi-vamente, tal como refleja Doña Perfecta (1876) de Galdós al mencionar «esos libracos en que se dice que tenemos por abuelos a los monos o a las cotorras» (149). La confusión filosófica, y también terminológica, que el lúcido crítico Manuel de la Revilla desta-caba en 1877 como marca de la polémica darwinista en España, provocó que materialismo, positivis-mo, darwinismo, librepensamiento, ateísmo y naturalismo se fundieran en un mismo espacio de hete-rodoxia, en un mismo frente ideológico que se veía contrario al tradicionalismo católico. La asunción de las teorías evolucionistas implicaba la contravención de los dogmas católicos y el alejamiento de las grandes orientaciones de pensamiento decimonónico englobadas bajo denominaciones genéricas como el idealismo o espiritualismo. Situarse en el entorno del darwinismo, como actitud personal o a través de un personaje ficcional, implicaba posiciones doctrinales, asociadas con la defensa del mate-rialismo y con los círculos anticlericales, republicanos y librepensadores. La disidencia del pensamien-to tradicional movía a la búsqueda de afinidades ideológico-literarias que reforzaran el sentimiento de exclusión de la norma y, al tiempo, la fusión en una comunidad de ideales y de intereses afines (Fernández: 2005). Un prototipo fácilmente reconocible en la figura galdosiana de Augusto Miquis, a quien «[t]odas las teorías novísimas le cautivaban, mayormente cuando eran enemigas de la tradición. El transformismo en ciencias naturales y el federalismo en política le ganaron por entero» (La des-heredada, 121). Acontecimientos como la orden del ministro Albareda restituyendo la libertad de cátedra y de cien-cia en 1881, la Ley de Libertad de Imprenta de 1883, la publicación de la encíclica Humanum Genus (1884) del Papa León XIII, donde se combate de forma encarnizada la acción de las llamadas sectas que, bajo la apariencia de intereses científicos y literarios, atentan contra el orden cristiano, provocan 6 una reacción de los escritores y periodistas católicos, militantes en las filas del carlismo y del inte-grismo, contra todo aquello que interpretan como peligroso para el orden religioso tradicional. En España, la ofensiva de los sectores del radicalismo católico estableció una rápida identificación entre la masonería, el republicanismo, el socialismo, el sionismo, el ateísmo, y la base ideológica y científi-ca del impío naturalismo literario (Fernández: 2014). Y es en este contexto en el que hay que situar la publicación entre 1880 y 1882 de la Historia de los Heterodoxos Españoles de Menéndez Pelayo, en donde Galdós queda entronizado como «el heterodoxo por excelencia, el enemigo implacable y frío del catolicismo» (1992, 1396). La “polémica de la ciencia española” confrontó al grupo capitaneado por M. Menéndez y Pelayo, defensor de la existencia de un pasado científico y filosófico nacional, y a sus detractores; aquellos que, como Manuel de la Revilla y Benito del Perojo, la negaban por imposibilidad derivada de la into-lerancia religiosa y el aislamiento cultural (García Camarero: 1970). Como señala Toni Dorca (80-81), la insólita propuesta neokantiana de Perojo, liderada desde la Revista Contemporánea (1875-1879), suponía un proyecto de normalización cultural respecto del contexto europeo al diferenciar claramente las competencias entre ciencia y fe. Perojo reclamaba la preeminencia del papel epistemológico de la filosofía en la generación del pensamiento por la vía del pensamiento crítico en un momento de exal-tación de las ciencias positivas como rectoras del futuro de la sociedad. Así, legitimar su función por la vía kantiana suponía cuestionar el conocimiento objetivo de la realidad: «situar lo moral, lo artístico y lo religioso más allá de la jurisdicción de las leyes de la naturaleza» pues, en palabras de Dorca, «gracias a Kant, se empezó a comprender el cosmos a partir del sujeto que percibe y no del objeto percibido» (1996, 90 y 81). Como sabemos, frente a este subjetivismo, la sólida confianza en la razón, reforzada por el positi-vismo y el entusiasmo por la ciencia y su método experimental, alimentó la revolucionaria propuesta de Émile Zola, que imponía un protocolo, una reglamentación del trabajo creativo, sometido ahora a las premisas de la observación imparcial de los hechos, la documentación y la experimentación. Además, suponía la incorporación de las novedades científicas de la biología, la sociología, la fisiolog-ía, la psiquiatría o la antropología que podían construir una realidad enriquecida y multifacética. Teorías como el transformismo de Georges Cuvier, el evolucionismo de Darwin, las leyes de la herencia del doctor Prosper Lucas o el positivismo sociológico de Hippolyte Taine se convierten en el fundamento del cientificismo que impregna la obra zolesca y termina incluso por contaminar el discur-so literario de quienes se sienten ideológicamente reacios a los principios de la escuela. La ciencia asemeja el oráculo explicativo de todos los fenómenos naturales y, como concluye Zola en su defensa del modelo de la novela naturalista, «[s]i el método experimental [expuesto por el doctor Claude Ber-nard en la Introducción a la medicina experimental, 1865] ha podido ser trasladado de la química y de la física a la fisiología y a la medicina, lo puede ser de la fisiología a la novela» (Lissorgues, 26; Fernández: 1995, 1998). 4. CIENCIA, ESCRITURA FICCIONAL Y MODERNIDAD. A raíz del debate desatado por el proyecto cientificista de Zola, la novela reforzó su condición de espacio de experimentación estética y argumentativa, así como su capacidad instrumental para trans-mitir conocimiento por la vía de la ficcionalización (Baguley, 1986, 1990). El espacio literario se re-conocía como un escenario idóneo para debatir en torno a las consecuencias y las implicaciones de las novedades científicas; para problematizar acerca de la nueva dimensión que teorías en boga, como la darwinista, ofrecían del ser humano y de su entorno. Tal condición dotó de un crédito nuevo a las obras artísticas, que se legitimaban a partir de su utilidad como vehículos de información y de cono-cimiento, como foros de debate socio-cultural y de posible intervención pública, en un momento en que el interés de la sociedad civil por los libros de divulgación científica era una realidad editorial a la que no eran ajenos autores como Galdós (Fernández, 2003). En este aspecto, el desfase e incluso la anomalía cultural que supone a menudo el siglo diecinueve español respecto de la europea evidencia su anclaje con el fenómeno que Martina Lauster (2007) defi-ne como la sketch industry en la producción de la prensa y de las revistas europeas desde la década de 1830. En estas composiciones breves en prosa se hermanan los intereses de las artes y de las noveda-des científicas y tecnológicas en una suerte de producción híbrida en su formulación genérica, temáti-ca y disciplinar que termina por trazar la grammar of modernity compartida por hombres de letras y de 7 ciencias (Lauster: 2007, 309). Tal corpus —agrupado por Walter Benjamin bajo el marbete de literatu-ra panorámica— ha sido revisado y analizado recientemente por Ana Peña Ruiz en su relación con el costumbrismo (2012). La representación y el tratamiento de la ciencia en las novelas contemporáneas evidencian el com-plejo proceso de transición hacia la modernidad en España. Al tiempo, documentan la lenta vía de normalización del conocimiento y el debate científicos, así como el valor simbólico e ideológico que la ciencia alcanzó en la sociedad decimonónica. En estudios como el de D. J. Pratt, Signs of Science (2000), se atiende tanto al valor semiótico adicional que la figura de Darwin y sus teorías alcanzaron en el contexto ideológico de la España postrevolucionaria de 1868, como al valor estético del darwi-nismo en la trama de las obras de los principales escritores realistas, como Galdós, Clarín o Pardo Bazán. En sus novelas, las novedades científicas se revistieron de nuevos sistemas de significación simbólica. En un período marcado por los deseos de modernización y de apertura, el debate suponía por sí solo la aspiración a superar el lastre de la autarquía intelectual y el aislamiento científico que dejaron en la historia de España el oscurantismo religioso. Y todo ello en un entorno de expectación —el naturalismo— por las novedades literarias de un movimiento paneuropeo e isócrono que, como señala Joan Oleza (2012, 35), revelaba que la trascendencia estaba en la materia misma y que esta no era indisociable del espíritu. Pronto se vio que la novela era el género por excelencia para acoger estas novedades y para expre-sar el llamado nuevo espíritu de un siglo deslumbrado por los avances científicos que reclamaban un arte nuevo que cuestionaba la moral y las creencias tradicionales. Así, el artista podía soñar con un nuevo destino social al que no era ajeno el ideal de los pensadores krausistas que tanto influyeron en algunos escritores como Galdós, pues depositaban en el artista una capacidad regeneradora del cuerpo social a través de la reforma moral, la educación y el ejercicio responsable de la libertad indi-vidual. De ahí que en 1881 la aparición de La desheredada de Galdós simbolizara no sólo la máxima manifestación de la madurez del escritor, sino también una propuesta de renovación ideológico-literaria que pronto tuvo su eco en otros narradores. Leopoldo Alas celebró de inmediato su publicación como la necesaria propuesta estética de la nue-va España surgida de la Revolución de 1868; como la expresión de un nuevo espíritu de los tiempos y la aspiración a una modernidad de pensamiento que se extendiera a amplias capas de la población. La nueva poética zolesca, tomada en su justa medida y sin servilismos limitadores, se mostraba como la única fórmula posible. Instauraba, además, una nueva moral biológica que destrona el antropocentris-mo racionalista y sitúa al hombre como una etapa y una pieza más en la gran maquinaria de la evolu-ción del universo. Como señala R. Cherico, la cosmovisión darwiniana, la primacía de lo irracional, de los deseos inconscientes impulsan y dominan al hombre, cuestionaba el centro del yo racional, la au-tonomía del sujeto, su propia subjetividad y su autoridad (2009, 17). La trama literaria ahormada a la teoría evolucionista permitía destacar la lucha desigual de un indi-viduo sometido a la acción de fuerzas interiores y exteriores que le eximían de la certeza del libre al-bedrío y, al tiempo, le daba una dimensión distinta a la realidad circundante, al entorno, convertido ahora en un activo agente narrativo (Fernández: 2014). Los autores construyeron un imaginario cientí-fico basado en los principios más populares y llamativos de las teorías de Darwin. El evolucionismo, como declaró E. Pardo Bazán en sus “Reflexiones científicas contra el darwinismo” —publicados en La Ciencia Cristiana (1877)—, sometió a todas las ciencias a sus procedimientos sintéticos, desde la botánica y la zoología hasta la psicología y la filología, y contaminó discursos y prácticas artísticos (Travis Landry: 2009, 2013). Como señala Núñez Ruiz, en España las teorías evolucionistas se difundieron fundamentalmente a partir de las ideas de Spencer y de los naturalistas alemanes por el influjo de los difusores del krausis-mo, tan afanosos por la conciliación entre la ciencia y filosofía modernas y la religión y la creencia en el progreso moral de la humanidad. Así, en palabras de Yvan Lissorgues: (…) la singularidad del pensamiento español, más o menos liberal, podría sintetizarse: men-talidad positiva que, sin borrar el debate metafísico, se desarrolla, seducida por el método experimental y por la posibilidad de asimilación de los adelantos científicos, pero que, en línea general, sigue dominada e impulsada por un “idealismo” progresista, fundamentado en una fe operativa en la capacidad de mejoramiento del hombre y de la humanidad, gracias a la educación (14). 8 Un perfil ideológico muy acorde con el exhibido por el Galdós novelista de la década de 1880. Es evidente que la propuesta evolucionista estaba dotada de una plasticidad narrativa que facilitaba su entendimiento y fácil difusión como una historia novelizada, algo que la astuta Emilia Pardo Bazán percibió tempranamente. Esta asequibilidad narrativa contribuyó a que impregnara el contexto cultural contemporáneo con una imaginería ampliamente difundida, y no deja de ser significativo el que el primer traductor de Darwin en España fuera el poeta Joaquín M. Bartrina —La selección natural y la sexual (1876)—, quien suscitó un gran escándalo cuando defendió en el Ateneo de Barcelona el mate-rialismo evolucionista del naturalista británico (Mainer: 1998). La filiación con el evolucionismo era una actitud ideológica, y Galdós no dudó en explorar su tropología con su prudencia habitual para ahondar en las posibilidades que la acción de las leyes naturales ejercen en los individuos, y así abun-dan los testimonios en todo el ciclo de novelas aparecidas en la década de 1880. Como se desprende de la biblioteca y de la propia obra galdosiana, los tópicos de la retórica trans-formista lamarckiana, darwinista o haeckeliana resultan literariamente productivos al autor, y de ello dan cuenta monografías como las de T. E. Bell Galdós and Darwin (2006) o la de Dale Pratt (2000). El monismo panteísta de E. H. Haeckel fue la principal aportación darwinista en el terreno antropoló-gico e ideológico; presentado como un vínculo entre la religión y la ciencia, defendía la unidad de Dios con la Naturaleza e identificaba el espíritu o energía y la materia (López Piñero: 1989, 11). Haeckel expuso su doctrina mecanicista de la realidad asociando la teoría de la selección natural a un progresismo político vinculado a cierto anticlericalismo y anticristianismo. Y no podemos olvidar que Máximo Manso, el protagonista de El amigo Manso (1882), trabajaba afanosamente en una traducción haeckeliana. Las implicaciones del debate en torno a la selección sexual también contribuyeron a que el tema de la llamada cuestión femenina se discutiera con más intensidad en la sociedad civil, sobre todo en lo concerniente a las prácticas socio-morales propias del patriarcado, un tema que ha sido analizado por Trevor Landry (2013). Como se recoge en su investigación, las dinámicas de competición y lucha entre individuos del mismo sexo para copular y reproducirse fueron aspectos que catalizaron la polé-mica en torno a la teoría darwiniana, así como sus implicaciones en la selección femenina. La versión que Evaristo Feijoo ofrece a Fortunata en su curso de moral práctica es una joya galdosiana contra «los que han querido hacer una sociedad en sus gabinetes, fuera de las bases inmortales de la Natura-leza». La nueva moral legitimada por la ciencia provee a Galdós del argumento de autoridad para con-firmar su compasiva condición, su talante antidogmático y flexible, con las llamadas flaquezas huma-nas. Feijoo se ocupa de desgranar taimadamente su sincrético ideario, respetuoso con las formas socia-les pero fundado en el innegable imperio de la naturaleza: «Ya sabes cuáles son mis ideas respecto al amor. Reclamación imperiosa de la Naturaleza... la Naturaleza diciendo auméntame… No hay medio de oponerse… la especie humana que grita quiero crecer…» (II, 143). Y ahí están, entre seres atávicos de menor fuste como el Mendizábal de Miau (1888) o magnas figuras como el cura Polo de El doctor Centeno (1883) y Tormento (1884), la más fiel expresión de ese llamado «yo animal» que arrasa con las convenciones y expresa en su esplendor «la conciencia fisiológica», esa realidad complementaria sin la cual no es posible entender ya al individuo (El doctor Centeno, 115). Como sentenció Ortega y Gasset en Meditaciones sobre el Quijote (1914): «Darwin barre los héroes de sobre el haz de la Tie-rra» (Chericco, 7). Galdós descubre en las novedades de la ciencia las herramientas para un nuevo arte de contar; el instrumento para hacer de la novela una herramienta de reforma social y de formación cívica, al tiem-po que un recurso para legitimar y acreditar el nuevo papel mediador del escritor profesional en un campo cultural en evolución: el de la década de 1880, unos años en que la figura pública galdosiana alcanza una notable visibilidad. El novelista canario explora la nueva dimensión que el discurso científico procura a la escritura fic-cional, así como los caminos que la sociabilización y normalización de sus novedades teóricas ofrecen para el proceso de inserción en el movimiento intelectual internacional en el que aspira a situar su obra. Ya no se trata de plantear que la modernidad o la innovación de la novela española pasa por co-nocer la doctrina de un biólogo como Darwin o de un neurólogo como Charcot, sino de dirigir la mi-rada de los propios científicos sobre el hecho literario; se trata de trazar una senda bidireccional entre ciencia y literatura que produzca discursos integradores a partir de la compartición de discursos, leyes, prácticas y lenguajes que simbolicen la nueva dimensión que sobre la realidad proyecta la moderna ciencia. 9 Hay una imagen asociativa de Germán Gullón (2003, 85) muy elocuente como metáfora del cam-bio operado en la novela de la década de 1880. Aquella en que simboliza la evolución de estos años en la perspectiva, en las formas de mirar del relato, a partir del cruce de miradas entre el episodio final de El escándalo (1875) alarconiano, en donde se clausura la redención del señorito mundano por el jesui-ta bajo la presencia de un telescopio que mira al cielo, y el arranque de La Regenta (1884-1885) de Clarín, en la que el catalejo de Fermín de Pas se centra en una bella e insatisfecha Ana Ozores, mode-lo de las ansiedades y pasiones del individuo moderno. En este contexto, hay una referencia de gran expresividad en la propia biografía galdosiana que, como sucede a menudo con el autor canario, traspasa en algún momento su obra. Así, como recordará el propio Galdós, será en el flamante Observatorio Astronómico de Madrid donde la idea de La familia de León Roch (1878) germinará en la mente del novelista. Como relata a su amigo, el periodista y escritor José Ortega y Munilla: «Me enseñaron allí los misterios del mundo sideral. Pensé que un hombre que sienta con el mismo fervor la fe en Dios y la curiosidad en esos asombrosos misterios, tendrá en su alma un drama» (Ortiz Armengol: 329). Y no es otra la sustancia narrativa de León Roch, el mismo drama que atormenta a toda esa seria de personajes atribulados que transitan en el cosmora-ma madrileño que compone la serie de novelas contemporáneas galdosianas. No es accesorio que sea ese mismo Observatorio Astronómico el que presida el inicio de El doctor Centeno, esta vez para ilus-trar las causas del atraso y de la tragedia de España, que nacen precisamente del vodevil que se va a desarrollar en ese llamado «monasterio de la ciencia» (15) en el capítulo I de la primera parte: “Intro-ducción a la pedagogía”, de significativo título. Significativo es también que Galdós arranque la novela con el ascenso por el cerrillo de San Blas de un ‘héroe’ oscuro, pequeño, Felipe Centeno, vencido en su camino hacia la casona del Observatorio por el hambre, el frío y la fatiga, que es socorrido por el humanitario Alejandro Miquis y su amigo el doctor Cienfuegos. El edificio científico que reconfigura el paisaje urbano madrileño, el Real Observa-torio de Madrid, será el escenario donde se desarrolle el primer acto de una tragicomedia que anun-ciará el drama vital de Miquis, transmutado a lo largo de la novela en la figura patética y caquéxica con que se abría esta. Felipe, el castizo e ignorante criado, será el doctor Centeno que logrará sobrevi-vir en la picaresca sociedad madrileña, en tanto que Miquis, flamante estudiante de leyes, que simboli-za junto con su amigo Cienfuegos la «esperanza de la ciencia», muere entre el expolio y la locura. El Observatorio Astronómico, ese imponente monasterio de la ciencia española, visto de cerca no resulta más que «una casa de vecindad» (El doctor Centeno, 15). En el prólogo a La Regenta —firmado en enero de 1901—, Galdós dirá que «(…) Francia, poderosa, impone su ley en todas las ar-tes; nosotros no somos nada en el mundo, y las voces que aquí damos, por mucho que quieran elevar-se, no salen de la estrechez de esta pobre casa» (50-51). Ni siquiera en un entorno científico se puede desprender el individuo del lastre de una tradición religiosa que ahoga cualquier impulso de observa-ción objetiva. Los espacios astrales, lejos de mover a la investigación, impulsan sólo al astrónomo Federico Ruiz a reconvertir la mitología astronómica al santoral católico. Como apunta Antonio La-fuente: (…) muchos edificios científicos surgen como heterotopías cuya singularidad estética, además de romper la monotonía urbana, predican otra manera de mirar el mundo, otra forma de organizar nuestras relaciones con el entorno material, natural o social. La ciudad se abre a nuevas arquitecturas y sus edificios acogen otros paisajes cognitivos (Lafuente: 2013). Porque «la arquitectura de la ciencia no solo da cuenta de los vericuetos del saber, sino que también de los tentáculos del poder», continua señalando el historiador de la ciencia Antonio Lafuente. Ante la actitud de sorpresa de sus invitados, el científico Federico Ruiz responde en El doctor Cen-teno: «Parecerá extraño que un astrónomo haga comedias; pero ya se sabe que aquí servimos para todo» (116). Galdós achaca esta improductiva fluctuación entre el Arte y la Ciencia a las causas fi-siológicas que definen el organismo social español, «que es un organismo vacilante y como interino»: El escaso sueldo, la inseguridad, el poco estímulo, entibiaban el ardor científico de Federico Ruiz ¿Para qué se metía a descubrir asteroides, si nadie se lo había de agradecer como no fuera el asteroide mismo?... España es un país de romance. Todo sale conforme a la savia 10 versificante que corre por las venas del cuerpo social, Se pone un hombre a cualquier trabajo duro y prosaico, y sin saber cómo le sale una comedia (116). El debate entre la conciliación del dogma, del Genésis, y el telescopio por parte del científico del Observatorio se convierte en la metáfora del ambiente socio-cultural del organismo español (204). A su vez, el proceso por el cual este determina el futuro del país se expresa a través del método pedagó-gico de la escuela de D. Pedro Polo que se expone en el segundo capítulo de esta novela (Parte I), “Pe-dagogía”, un vibrante muestrario de los efectos causados por el «mal de piedra del cerebro» en gene-raciones enteras lastradas por un violento y castrativo sistema «inyecto-cerebral» (El doctor Centeno, 140-41). En este ambiente, Felipe Centeno —como también el alumno de Máximo Manso, Manolito Peña—, aspira a cultivar las Letras, a pesar de su falta de formación artística, un intrusismo y diletan-tismo que corroe el campo cultural contemporáneo y niega autoridad y credibilidad a sus agentes. Contra los oportunistas de las Letras, desvirtuadores de un campo cultural profesionalizado, se di-rige Galdós en El amigo Manso, cuando desentraña el furor asociacionista e improductivo que sucedió a la Ley de Asociaciones de Sagasta (1881) a partir del proyecto de la descabellada sociedad benéfica dedicada a defender los derechos de recién creada asociación Inválidos de la Industria. La iniciativa, paradójicamente, se ampara tras el interés que provoca la tan debatida cuestión social y el pauperismo, pero es promovida por una variada muestra de parásitos sociales, como rentistas ociosos en busca de un destino político o especuladores y diletantes escudados tras vocaciones literarias. Estos mercenarios del arte forman parte del pesebre personal que empieza a construir el aspirante a diputado y marqués, José María, el hermano de Máximo Manso. Improductivos, fraudulentos y beneficiados de una red de clientelismo ministerial (los vates del presupuesto los llamó Clarín), confunden y distorsionan el cam-po literario legítimo, extendiendo sus redes a la prensa aunque por público sólo se tengan a sí mismos. Ya en 1879 Galdós declaraba su desconfianza en la crítica periodística «que no ayuda en lo más mínimo en fundar la reputación literaria» (Botrel: 1995), síntoma de la falta de agentes acreditados que regulen las carreras profesionales en la literatura, más allá del aplauso constante de un público al que a menudo apelaba Galdós, porque le aseguraba la estabilidad en su labor profesional y la certeza de haber conectado con los intereses de un lectorado estable (Botrel: 1984, 1985, 1994). Es en estos mo-mentos cuando alumbra su idea de ganar reconocimiento y dinero con la edición ilustrada de los Epi-sodios Nacionales (1881-1885), como ha estudiado Botrel (1995). La canonización del novelista esta-ba en marcha, sobre todo por parte de quienes lo identificaban con el depositario de los reconocibles valores del liberalismo progresista y el espíritu del 68. Ortega Munilla así lo refleja en la semblanza que del escritor hace en El Imparcial (27-IX-1880) en la que describe la mirada del «sublime filósofo observador» como la de «una lente fotográfica» que se activa cuando trabaja «encerrada en su gabinete de estudio» (Ortiz Armengol: 349). Es el escritor profesional que aplica un método científico. En estos años Galdós se embarca en la iniciativa de la revista literaria La República de las Letras (1881-1882), que pretende ser el órgano de prensa de los escritores más reconocidos y profesionales del momento, unidos en cierto espíritu de cuerpo como una forma de activismo asociacionista. Y tal gesto coincide con las luchas internas por el control de la Asociación de Escritores y Artistas fundada en 1871 que enfrentaba a los partidarios del político y escritor Emilio Castelar con otros candidatos como Valera, lo que llevó a una cierta movilización partidista de los escritores. La presidencia de Cas-telar se interpreta, por ejemplo, como la posibilidad de intervenir en la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual (1879) y en la elaboración de tratados internacionales que protegieran los derechos de los escritores. Proyectos considerados espurios por quienes valoraban la dedicación artística como una labor olímpica, a salvo de contaminaciones prosaicas. Y, así, cuando algunos socios, como el poeta Gaspar Núñez de Arce levantaron su voz en el seno de la Asociación en pro «del derecho de la huma-nidad a las ideas, que son emanación divina» y hablaron «en nombre de la civilización, de la gloria del escritor y del decoro de las letras y de las artes», el editor y novelista Julio Nombela les llamó al orden con la siguiente afirmación: «Aquí no se trata de la civilización humana, ni de la gloria del autor, ni de nada de eso; aquí se trata de nuestros intereses»; esto es, de los intereses profesionales del ejercicio de las Letras. Los mismos intereses que movían a Galdós en su profesión literaria exclusiva, ni siquiera compati-bilizada con la crónica o crítica periodísticas regulares. El 26 de marzo de 1883 es cuando se le ofrece un banquete de homenaje en el que no solo se le consagra como el referente de la nueva novela con-temporánea en España, sino en el que también se evidencia la búsqueda de un capitán literario que 11 identificara socialmente a la profesión (Ortiz Armengol: 369 y ss.). Tras la aparición de La deshereda-da (1881), que fue acogida entre los escritores jóvenes con el entusiasmo que despierta la innovación, como ha señalado I. J. López (540-541), Galdós proponía un nuevo paradigma literario y profesional, y el hecho de que su capítulo inicial fuera reproducido en la revista especializada El Diario Médico durante los meses de diciembre de 1881 a febrero de 1882 no venía más que a confirmarlo. El perso-naje del médico Miquis —inspirado en el facultativo M. Tolosa Latour, redactor jefe de dicha publica-ción— se convierte en el elemento vertebrador que enlaza la novela con la siguiente, El amigo Manso, en la que tiene un papel reducido pero decisivo, al ofrecer a Máximo Manso una información acciden-tal que consigue desbaratar los planes de captación de la joven Irene por parte de su tía, doña Cándida, y del rico José María. La intervención novelesca de Miquis siempre es resolutiva, como sucede en esta novela en que la acción interior que supone el continuo proceso reflexivo del bondadoso filósofo apunta a la necesidad de la autorreflexión acerca del ejercicio autorial, de la observación y aprehensión de la realidad y de la necesidad de experimentar con las capacidades expresivas del lenguaje. 5. PROFESIONALIZACIÓN LITERARIA Y SABERES CIENTÍFICOS La consolidación literaria de Galdós se produce cuando el campo cultural de la Restauración co-mienza a asentar sus reglas internas de funcionamiento y control (Fernández: 2008a). Y la aparición de La desheredada, El amigo Manso y El doctor Centeno, que marcan la nueva manera galdosiana de escribir, se sitúan en el marco de este proceso novelesco. La condición y el estatuto del hombre de letras, del artista; la educación y formación del gusto de los nuevos lectores; la profesionalización del quehacer literario, así como la aplicación de un proyecto socio-cultural y un estilo propio con capacidad de operar en el tejido moral colectivo, son temas que emergen en estas obras con que Galdós materializaba su «gran proyecto» literario en los inicios de la década de 1880. El ejercicio reflexivo acerca del proceso y de las condiciones de producción, de la función social del arte y de la capacidad de permeabilidad en las estructuras sociales, jurídicas y polí-ticas de sus agentes se produce al tiempo que otros grupos profesionales desarrollan sus propias estra-tegias de legitimación y especialización, como los alienistas o psiquiatras (Huertas: 2002, 2008). Es en esta misma década de 1880 cuando surge en España un nutrido grupo de médicos cuyo magisterio, especialización y actividad institucional permitieron que germinara la llamada generación de sabios, con S. Ramón y Cajal a la cabeza. Es conocida la relación de Galdós con médicos como Manuel Tolosa Latour, Gregorio Marañón, Luis Simarro o Enrique D. Madrazo; también, que estos proveían al escritor de noticias y conocimien-tos que a menudo suplían la lectura directa de fuentes científicas concretas (López-Baralt, Turner). Asimismo, nuestro autor prologó obras de creación de estos médicos humanistas (como Tolosa o el combativo Madrazo) que vieron en Galdós a un defensor de la disciplina y sus profesionales (Shoe-maker: 1962). Tolosa Latour, al poco de salir El doctor Centeno, realizó una semblanza del novelista y, al tiempo que ensalzaba la maestría de sus descripciones quirúrgicas, destacaba que «entre sus lec-tores más asiduos y entre sus más entusiastas, cuenta a no pocos médicos de mucha fama» (La Época, 25-III-1883). El epistolario entre Tolosa y Galdós (editado por R. Schmidt) refleja el sorprendente empeño con que el prestigioso médico difundió la obra de su amigo, hasta el punto de ejercer como un auténtico agente promotor del canario, preocupado de la gestión de sus derechos, la aparición de rese-ñas y anuncios en la prensa, el seguimiento de su recepción teatral o de ampliar sus relaciones socia-les. Sin olvidar, también, la invitación para asistir a su consulta, como cuando le requiere para obser-var «un caso notable de sonambulismo», o para intercambiar impresiones acerca del tratamiento de temas hipocráticos en las novelas galdosianas (Schmidt, 35). La nómina de médicos que aparecen en la obra de Galdós es numerosa, y en ella suelen encontrarse paradigmas de conducta moral y profesional, como Moreno Rubio o el gran Augusto Miquis. Este, con su gran versatilidad, permite al lector adentrarse por diversos escenarios de la práctica profesional, como el servicio de Higiene en el Gobierno Civil de Madrid o el manicomio de Leganés. La clase médica no fue ajena a la capacidad de irradiación en el imaginario social del prestigio científico pro-yectado por Galdós en sus obras. Vincularse a ese foco de prestigio profesional de la clase médica podía ser también una forma de acreditar el propio proyecto novelesco. Como señala J. Guillory en Cultural Capital (1993), las instituciones acreditadas generan el canon por su capacidad para regular el acceso al capital cultural; actúan como mediadoras de clase para la conformación de una identidad 12 social de grupo. La annexation, una variante de la conocida influence teorizada por Harold Bloom, permite la acumulación de autoridad y favorece el reconocimiento y la hegemonía socio-culturales, un capital que fue sabiamente gestionado por el escritor profesional que fue Galdós. Dado que, como señala I. Even-Zohar en su teoría de los polisistemas, los sistemas culturales son redes sociales complejas y, por tanto, la cultura ha de analizarse no como un producto en sí mismo, sino como el conjunto de estrategias, programas y acciones que expliquen su complejidad, su variabi-lidad y su dinamismo, me pregunto si a partir de los principios de la sociología cultural de Pierre Bourdieu y del análisis de redes vinculado a las Humanidades Digitales se podrían analizar las estrate-gias y prácticas culturales de Galdós en su proceso de profesionalización literaria; cómo se organizan sus redes personales y profesionales; cuáles pueden ser la claves que expliquen la injustificable falta de irradiación de la obra galdosiana en el panorama internacional, que contrasta con la ansiedad del autor por abrirse camino en otros espacios, como se demuestra en las cartas a Tolosa Latour en 1898, cuando expresa la necesidad de estrenar en el extranjero «pues aquí la atmósfera literaria, artística y teatral ha llegado a ser asfixiante, casi, casi mefítica» (124). El conflictivo proceso de su elección co-mo miembro de la Real Academia Española (1887), que no apoyó su candidatura al Nobel, impulsada desde 1912, frente al apoyo incondicional de la Real Academia de Medicina, que envío a la Academia Sueca su adhesión entusiasta, como recoge la prensa de la época: los periódicos destacan entre las firmas la de Santiago Ramón y Cajal —Premio Nobel de Medicina (1906) — y la del ingeniero, ma-temático y dramaturgo José Echegaray —Premio Nobel de Literatura (1904) (La Vanguardia, 29-IV-1912)—. El caso de Galdós sería relevante al disponer de materiales como su epistolario y un variado corpus documental y personal. En la misma situación se encontraría José Lázaro Galdiano quien, con su proyecto de enciclopedismo europeísta e hispanoamericanista, creó su particular campo editorial con una clara visión estratégica destinada a prestigiar la actividad cultural y a convertir esta en una fuente de canon contemporáneo y de opinión cualificada para la intervención en las polémicas y polí-ticas públicas. 6. LAS CIENCIAS DE LA SUBJETIVIDAD MODERNA Hay en toda la obra galdosiana un respeto y una admiración por la doctrina y la práctica médicas. En ellas funda Galdós una fuente estable de conocimiento y de certezas a lo largo de su producción, sobre todo en estos años de profesionalización de la década de 1880, en cuyas postrimerías comenzaría ya a ver resquebrajada su fe incuestionable en el saber científico, una bancarrota que forzaría la nego-ciación entre la fisiología y la metafísica, como se documenta en El abuelo (1897). La profesión médi-ca en Europa, como recuerda la historiadora de la ciencia Jan Goldstein, se vio favorecida por lo que Foucault denominó el poder disciplinario, por la gestión burocrática o policía médica de la locura y de la población marginal, lo que fomentó la necesidad de la especialización y la competencia entre los sectores destinados a su regulación y cuidado (Novella: 265). La Medicina se presentaba como «la corona de las ciencias humanas» por su integración de la dimensión física y moral del hombre, en palabras de Enric Novella (2009, 266). El descubrimiento del carácter moral de la locura, defendido por el célebre Philippe Pinel, favoreció la aparición del alienismo como «un proyecto de indagación sistemática en la subjetividad del loco» (Novella: 2009, 266). A partir del concepto clave de las pasio-nes (a causas morales, remedios morales) el tratamiento de Pinel se popularizó, en buena parte tam-bién por la labor de difusión de su discípulo Esquirol, el gran iniciador de la clínica psiquiátrica. La política de patronazgo que este ejerció favoreció su implantación y convirtió la monomanía, tan pre-sente en la obra galdosiana, en una categoría gnoseológica de primer orden y de extraordinaria reso-nancia cultural (Novella: 2009, 268, 2013, cap. III). La obra de Galdós, analizada por especialistas de las ciencias médicas, ofrece un muestrario des-lumbrante y preciso de casuística patológica que ilustran las teorías degeneracionistas enunciadas por B. Morel y continuadas por los psiquiatras Valentin Magnan y P. M. Legrain a las que pronto se le sumaron las novedades de la antropología criminal italiana, con las nosografías lombrosianas que tan hondo calaron en el temor burgués y alentaron su deseo de control y disciplina de la desviación de la norma (Fernández: 2008b, Tsuchiya: 2011). Pero Galdós evidencia una extraordinaria modernidad en su tratamiento de la locura; deja de percibir al enfermo mental como un otro distinto y ajeno al ser humano, una normalización de la diferencia que se vincula con el nuevo enfoque historiográfico de Gladys Swain en sus correcciones a las tesis de Foucault (Huertas: 2012, 50). La consideración del 13 sujeto psiquiátrico como una muestra de la subjetividad del individuo moderno, incluso aunque esté suspendida temporalmente, implicaba su inclusión incipiente en la sociedad democrática, como señala Huertas, quien insiste en esa relevancia que el nacimiento del alienismo tuvo en la valoración de la subjetividad y de la dimensión moral (psicológica) del individuo, en el discurso de las pasiones y de las emociones (Huertas: 2012, 51). Galdós, como explicita en La desheredada (114), logra que sus personajes encajen en la vida fisiológica una segunda vida errática, escapista, pero liberadora e impul-sora del discurso de subjetividades marginales y problemáticas con un rango principal; de su lectura puede extraerse una experiencia terapéutica por el poder catártico del reconocimiento, pues exponer los síntomas de la dolencia es favorecer un diagnóstico, que siempre comporta un alivio en el enfermo, tal como señalan Amat y Leal (201). Y como se le ha reconocido en el campo clínico, tuvo asombro-sas intuiciones psiquiátricas (Amat y Leal: 201-202). En ocasiones, las páginas novelescas asemejan historias clínicas detalladas, escritas con el rigor que merece la consulta de las autoridades médicas, como ha demostrado Robert J. Weber con apuntes previos a la redacción de Torquemada y San Pedro (1895). Hay que recordar la vinculación de Galdós con el círculo de los psiquiatras españoles liderados por J. M. Esquerdo, y su estrecha relación con varios sectores del variopinto mapa del republicanismo español. El grupo de Esquerdo abanderaba en la década de 1880 una labor de profesionalización y legitimación médico-jurídica de la psiquiatría, vinculada estrechamente a la implantación de centros privados específicos para la curación de las en-fermedades mentales; en este proceso, el lobby (integrado por reconocidos nombres como los doctores Jaime Vera o Ángel Pulido) se afanaba por ser reconocido como peritos expertos del sistema judicial; peritos que podían plantear conceptos médico-legales como la responsabilidad moral y su implicación en el Código Penal o en el diseño de la asistencia sanitaria (M. Gordon: 1972). Crímenes con gran repercusión periodística como el del regicida Otero (1879) (Conseglieri y Villa-sante), los asesinatos en serie de J. Díaz de Garayo —el conocido Sacamantecas (1880)—, el de Ma-nuel Morillo (1883) (Campos: 2012) o el del escritor Remigio Vega Armentero (1888) (Fernández: 2001), fueron utilizados como foro de exposición de las nuevas teorías psiquiátricas. Galdós, muy atento al movimiento bibliográfico y cultural del momento, era consciente del interés que esta novedo-sa dimensión del individuo despertaba en el público, y es posible pensar que la senda emprendida a partir de La desheredada, una novela inaugural de la nueva manera literaria galdosiana a partir de esa abrupta irrupción de una voz narrativa delirante en el primer capítulo, tuvieran su origen en este mag-ma de discusión científica. El discurso torrencial del padre de Isidora, la construcción de un monólogo arbitrista gestado y enunciado desde el espacio de exclusión de un hospital psiquiátrico anunciaba la descentrada posición del propio narrador, la del propio autor respecto de la tradicional técnica compo-sitiva novelesca: situado en los márgenes de la perspectiva social y de la normalidad individual, Galdós invocaba la herencia cervantina en su propuesta innovadora de prevalencia de subjetividades marginales que cuestionaban y subvertían el orden socio-moral establecido a partir de la legitimación de una subjetividad no normativa. No creo que se puedan obviar iniciativas literarias como las del psiquiatra J. Giné y Partagás, maes-tro del doctor J. Armangué, amigo de Galdós —cuya obra integraba la Biblioteca del escritor— sino es en este marco de renovación y contacto interprofesional. Las tres novelas científicas que Giné escribe a partir de 1884, como Un viaje a Cerebrópolis. Ensayo humorístico de dinámica cerebral (1884), La familia de los Onkos (1888) o Misterios de la locura (1890), responden a ese afán de difundir la cultu-ra científica contemporánea, como ha estudiado Rafael Huertas (2010). Giné condensa en el artículo “De la necesidad de popularizar el conocimiento (diagnóstico) de la alienación mental” en la Revista Frenopática Española (1903) esa necesidad de la clase médica por difundir conceptos, exponer sínto-mas y explicar tratamientos con una fuerte carga divulgativa y, cómo no, publicitaria, no en vano, Giné y Partagás era el dueño del conocido sanatorio de enfermedades mentales de Nueva Belén. Su empecinada labor divulgativa se asentaba en el convencimiento de que si la sociedad no es capaz de conocer y de identificar una enfermedad mental —un saber amenazado por las supersticiones e ideas erróneas—, no acudirá a la ciencia médica para tratar de sanar sus dolencias. Así, la interrelación temática, la contaminación de discursos y técnicas entre Ciencia y Literatura puede ser bidireccional, y en este periodo histórico las evidencias son notables y relevantes por el tras-cendental papel que desempeña la prensa como agente mediador y divulgador. Las interferencias pue-den arrancar desde la propia interiorización de las fórmulas narrativas tradicionales que determinan nuestra manera de contar experiencias, de narrar la vida y sus accidentes, como parece suceder en 14 algunas historias clínicas destinadas a la divulgación de conocimientos médicos (Fernández: 2006, 2012). Existen tesis muy sugerentes, como la de paleoantropóloga Misia Landau en su monografía Narratives of Human Evolution, donde relaciona la narrativa científica darwiniana con la tradición literaria popular, sobre todo a partir de la impregnación del mito del progreso decimonónico, en el que el aspirante a héroe supera un largo camino de perfectibilidad hasta conseguir el vellocino de oro. Los estudios de Landau en torno a la morfología de los cuentos folclóricos del crítico ruso Vladimir Propp (1928) han establecido una relación entre las estructuras discursivas con que los especialistas explican el camino en la escala evolutiva y las estructuras cuentísticas tradicionales. Sus conclusiones apuntan a que las narrativas científicas están predeterminadas por una estructura cuentísticas que ha conformado el imaginario colectivo desde la infancia, a partir de la audición y/o la lectura de los rela-tos tradicionales del folclore popular. La secuencia del héroe que en el desarrollo de su aventura vital ha de sortear todo tipo de adversidades y pruebas perfeccionadoras para obtener la recompensa final se percibe en la forma de argumentar de los científicos el camino de la evolución del mono al hombre a partir de un viaje (el abandono del hábitat primitivo) que emprende dotado con unos dones (la selec-ción natural u ontogénesis) que le ayudan a superar las pruebas impuestas por los competidores, el clima o los predadores hasta alcanzar el vellocino de oro, el premio, que no es otro que el estadio superior, el humano. Landau pretende demostrar la capacidad persuasiva de estas fórmulas narrativas en la escritura científica, la adaptación del discurso científico a unas leyes del relato, a unos procedi-mientos que facilitan la exposición de nuevas teorías. Ya lo decía Galdós, precisamente en un prólogo a otro médico, el doctor Fausto, pseudónimo de su gran amigo Tolosa Latour: la medicina podía conducir «al conocimiento total» de la naturaleza huma-na (Turner: 443). Como recoge el documentado trabajo de Harriet Turner, Galdós enumera cuatro factores que entrelazan la creación novelesca con la práctica de la medicina: la creencia positivista en la existencia real de causas verdaderas e identificables; la terapia catártica asociada al acto de hablar y de escribir; la intuición como suprema aptitud diagnóstica y la confirmación del dolor físico y moral como fuente de espiritualidad (443). Y como fuente de conocimiento, diríamos con Miquis, defensor de la entidad de los hospitales como los grandes libros dolientes donde testimoniar las experiencias de vida que han de construir la literatura en su ciclo de vida y muerte humanas: «En los hospitales —decía—, en esos libros dolientes es donde se aprende. Allí está la teoría unida a la experiencia por el lazo del dolor. El hospital es un museo de síntomas, un riquísimo atlas de casos, todo palpitante, todo vivo» (La desheredada, 129). La experiencia del dolor transforma al individuo, y su testimonio toma cuerpo como espacio de revelación tanto en la expresión literaria como en el proceso de la confesión médica. Así, miedo, dolor y sufrimiento se convierten en los estados emocionales que construyen la historia de la civilización (Moscoso: 2011, 121), y en los principales actantes narrativos de las novelas galdosianas de estos años. El imperio de la medicina en los ámbitos de la higiene privada y pública, como reguladora de con-ductas y generadora de prácticas de la mano de la eugenesia, tuvo su traslado al ámbito cultural en el que se produjo una «colonización por parte del discurso médico de la crítica y la literatura», en pala-bras de R. Cardwell (96). La anormalidad, la enfermedad pasaron a ser sinónimos de amenaza social y moral, y la medicina y sus profesionales un instrumento de control y de poder que transformaron la propia concepción urbanística en nombre de la salud, la higiene y el orden públicos. En el prólogo de Galdós a la edición neoyorquina de Misericordia, firmado en febrero de 1913 y publicado el mismo año, se presenta a sí mismo como un ciudadano que acostumbra «a flanear de calle en calle observando escenas y tipos», incluso adoptando el aspecto de médico del servicio de Higiene Municipal para poder acceder a los escenarios más depauperados y peligrosos (Shoemaker: 1962, 109). El flânneur asistía a las transformaciones y regulaciones que los expertos en urbanismo e higiene social ejecutaban en los centros urbanos a lo largo del siglo, en un proceso de modelación del Estado que afectaba a todos los órdenes y que era simbolizado por los edificios e instituciones vigilan-tes y reguladoras con los que topa el lector al asomarse a las novelas galdosianas: manicomios, escue-las, hospitales, cárceles, ministerios, academias y observatorios científicos. Espacios donde era posible canalizar propuestas para la reforma y el cambio social y cultural; donde el ejercicio novelesco podía esgrimir su rentable capacidad de interlocución. La máxima expresión de esta devoción entusiasta por la capacidad de penetración y productiva so-cial de las ciencias la asume el médico Augusto Miquis quien, no obstante, no duda en establecer una clara jerarquización a partir de la extensión del método experimental en las disciplinas modernas: 15 «Reconociendo, señores, la revolución que las ciencias naturales y especialmente la química, han hecho en la materia médica moderna, no conviene afirmar que la química, señores, forma un sistema médico por sí sola, porque antes que las leyes químico-orgánicas están las leyes vitales» (La deshere-dada, 121-22). Pero el entusiasmo de quien aspira al sacerdocio científico encontrará la resistencia estructural de una sociedad atenazada por un determinismo religioso-cultural contra el que luchará el novelista en toda su obra. Así, en mayo de 1885 Galdós envía su colaboración regular a La Prensa de Buenos Aires centrada en el “Sentimiento religioso en España”, un artículo que parece responder a un Galdós más beligerante, posiblemente porque se dirige a lectores trasatlánticos y porque ya es diputado. El escri-tor, que se inscribe en el contexto de la polémica sobre la ciencia española, exhibe un tono fatalista al concluir que sentimiento religioso ha sido «esa fuerza poderosa, ese nervio de nuestra Historia» (145), lo que explica que las únicas celebridades hayan sido los santos y que no haya habido precursores científicos, tan solo algunos genios literarios que emanciparon y secularizaron la prosa, como Cervan-tes y Quevedo. El cambio dinástico y la revolución filosófica parecieron traer a España la renovación social y política, el liberalismo y las Cortes de Cádiz, pero el «sentimiento poderoso» aún pudo inspi-rar e impulsar guerras civiles a través de «la clase que sintetiza el sentimiento religioso o los restos de él, [que] tiene todavía mucho poder entre nosotros», el clero (151). Galdós declara que sólo entre 1868 y 1873 sufrieron gran pérdida de poder y de influencia, así como el efecto de la competencia de otras «propagandas filosóficas» —como el krausismo, «un plantel de jóvenes de mérito que hicieron iglesia, núcleo, familia», pero que se desacreditó pronto, «por las exageraciones de sus sectarios o por falta de solidez en sus ideas» (152). Aunque el krausismo supuso un sistema ético y de responsabilidad social, racionalista y favorecedor de la secularización (Pratt: 9), no dejó de ser, como sentenció Manolito Peña, una aburrida e ininteligible «Teología sin Dios» (El amigo Manso, 46). Ni siquiera el protestan-tismo, que tanto se difundió tras la revolución del 68 por parte de ingleses de la Sociedad Bíblica de Londres, logró otra cosa que el desdén y la indiferencia porque el pueblo pensaba que eran «los mis-mos perros con distintos collares», asegura Galdós en el artículo de La Prensa (153). En este revelador texto periodístico, Galdós manifiesta que el clericalismo está reforzado, porque «los estudios filosóficos no parecen oponer al principio católico en España una resistencia muy enér-gica. Sea por falta de constancia o por la inseguridad de los sistemas de enseñanza» (152). El dia-gnóstico es claro: hay un déficit de liderazgo que contrarreste el peso institucional de la Iglesia y su efecto en la educación nacional. España —asegura— es «uno de los países más descreídos del Globo, hoy la gran mayoría de los españoles no creemos ni pensamos; nos hallamos, por desgracias, en la peor de las situaciones», pues no aparece la filosofía que sustituya la «eficaz energía» de la fe (152). Esa necesidad de certezas, de guía y de liderazgo, de doctrina que aglutine en torno a un mismo espíri-tu de cuerpo que tanto ansía el escritor como fuerza de progreso, explica el febril entusiasmo que des-pertó el experimentalismo científico como sistema de pensamiento globalizador, y su propia iniciativa como capitán de una propuesta de renovación literaria indisociable de un proyecto de educación y formación populares. Dice Galdós en el citado artículo: (…) el experimentalismo lo invadió pronto todo, y no se habló más que de Hartmann y Dar-win, y de si veníamos o no de los monos. Las teorías de la evolución barrieron el terreno, por fin Spencer se introdujo en los espíritus con su claridad y simpatía irresistibles. De todo esto resulta una inseguridad que no puede menos de ser favorable al principio católico, siempre uno y potente en la firme base de sus definiciones dogmáticas (152). Este texto es uno de los más contundentes de los escritos por Galdós, precisamente por su limpieza y claridad. Revela también lo que será la indagación permanente del escritor en la búsqueda de para-digmas y referentes que permitan ofrecer esos modelos de conducta o de pensamiento estables y di-namizadores que ofrezcan una alternativa a ese sentimiento religioso inmovilista y endémico. La terapia frente a la caquexia nacional viene por la vía de la educación científico-experimental que no mutile la curiosidad de los jóvenes, como las que demuestra Felipe Centeno y que se resuelve en una disección a la brava del gato muerto de una vecina. La disección infructuosa llevada a cabo en El doctor Centeno obedece a la acción del determinismo histórico, que impide que se cumplan las fases protocolarias del proceso científico (empirismo, teoría y aplicación); o tal vez obedezca a la represen-tación de una realidad innegable: que la ciencia española aún se encuentra estancada en el primer esta-16 dio de esa evolución de la ciencia, en el empírico. La terapia contra esta situación viene dada de la mano de la sensata doña Javiera de El amigo Manso (21): «Fuera santos y vengan catedráticos», pero, como matizará Miquis en La desheredada: no el modelo de «catedrático poeta, que es la calamidad de las aulas» (123). Las tres novelas en las que he venido centrándome —La desheredada, El amigo Manso y El doctor Centeno— tienen como eje la propuesta de reforma pedagógica y la necesidad de los saberes especia-lizados como fundamento de una práctica profesional rigurosa, que relegase a los pedantes y fraudu-lentos, y que asegurara la interconexión a través de un modelo de conocimiento que en nuestra jerga académica actual llamaríamos interdisciplinaridad. Ya en el espléndido libro de Gilman —Galdós y el arte de la novela europea— se recoge esa propósito axial de la novelística galdosiana desde La Fon-tana de Oro (1870) por crear «seres impregnados de historia» que propagaran «su nuevo (…) modo de conciencia» (42). La historia como vertebradora de la ficción, en la que no sólo se descubra la mímesis del producto, sino la mímesis del proceso, como señala A. Polizzi (Monleón: 8); y la novela como el género de la modernidad que la vertebra. Como señala Galdós en El amigo Manso: «Es curioso estudiar la filosofía de la Historia en el indi-viduo, en el corpúsculo, en la célula. Como las ciencias naturales, aquélla exige también el uso del microscopio» (96). Sólo siguiendo este método se puede captar «la verdad palpitante», que no es otra que la que resume con resignado dolor Máximo Manso, cuando su propuesta de que la filosofía sea el modelo rector socio-político ya ha sido derrotada —como ha señalado J. L. Mora— y ha teñido su discurso de un determinismo darwiniano: «Observa la verdad palpitante, y no vengas con refunfuños de una moral de cátedra a llamar graves defectos a los que en realidad son tan solo accidentes huma-nos, partes y modos de la verdad natural que en todo se manifiesta» (266). La voz del hombre de ciencia Maximiliano Rubín está dominada, en Fortunata y Jacinta (1886-1887), por el imperio del pensamiento lógico, articulado a partir de la aplicación obsesiva de la obser-vación y el cálculo con armas de conocimiento que le llevan a un estado de aparente desvarío mental, de locura lúcida en la que se encuentra la máxima filosófica y moral galdosiana: No contamos con la Naturaleza, que es la gran madre y maestra que rectifica los errores de sus hijos extraviados. Nosotros hacemos mil disparates y la Naturaleza nos los corrige. Pro-testamos contra sus lecciones admirables que no entendemos, y cuando queremos que nos obedezca, nos coge y nos estrella, como el mar estrella a los que pretenden gobernarlo (II, 539-540). Maxi Rubín exhibe su lucidez analítica en los últimos momentos de la novela, cuando acepta resig-nado su internamiento en el manicomio de Leganés bajo el engaño de que es un monasterio de reposo «¡Si creerán estos tontos que me engañan!» (II, 541). Ha logrado penetrar en los inaprehensibles mis-terios del Universo a través del análisis paralelo de las emociones y del alma humana, que son la sus-tancia del experimento novelesco: «ahora no temo la infidelidad, que es un rozamiento con las fuerzas de la Naturaleza que pasan junto a nosotros; ahora no temo las traiciones, que son proyecciones de sombra por cuerpos opacos que se acercan; ahora todo es libertad, luz» (II, 541). El método experimental aplicado a la Historia y a la Psicología conforma un modelo de análisis que explorará Galdós en su gran proyecto novelístico. Y este no puede estudiarse al margen del «desarrollo de los saberes psicológicos en el tránsito hacia la Modernidad y su estrecha interdependencia con la progresiva implantación de las nuevas formas de autocomprensión y reflexividad del sujeto que suelen subsumirse bajo la rúbrica de la cultura moderna del yo o la subjetividad», (Novella: 261-62). Es inne-gable la resonancia que la institucionalización de la psicología como disciplina en el currículo acadé-mico de secundaria tuvo desde la década de 1840 (457); como dice Enric Novella, «el psiquismo y sus atributos han asumido ya una presencia cultural y una posición en el orden del saber que les confieren una cierta entidad o sustantividad como objetos de conocimiento» alentados por demandas e intereses del poder liberal (y baste recordar para ello el intercambio epistolar de Ana Ozores, con su médico Benítez, a quien revela no solo su interés por los temas de «psicologías» a partir de su propio temor a caer en la locura, sino también por las lecturas de autoridades científicas como Mausley o Jules Ber-nard Luys. No obstante, las enseñanzas regladas solían centrarse en las facultades del alma (refuerzo de la voluntad y de las virtudes burguesas) en una línea de ortodoxia espiritualista poco cercana a la ciencia experimental y con patrones de reflexividad muy simples (Novella: 464-65). La labor del doc-17 tor Pedro Mata supone la lucha y superación de ese psicologicismo espiritualista contrario a la ciencia moderna, y que Mata bautiza despectivamente como yoísmo, es decir, quienes «han hecho una entidad, el Yo, la conciencia» dividiendo de forma absurda fisiología y psicología (479). La obra de Pedro Mata, presente y citada en la obra galdosiana, articula una nueva pedagogía de la subjetividad y un nuevo patrón de reflexividad humana. Clarín, con su sagacidad habitual, ya había aplaudido la destreza de Galdós en sus cuadros de «anatomía psicológica» y en el logro de expresar el «subterráneo hablar de una conciencia» (137); con estos mimbres estaba creando el estilo propio de la novela contemporánea española, estaba canalizando «las necesidades del espíritu moderno» (133) con notorias intuiciones en su análisis del individuo patológico según los paradigmas de la psicología mo-derna (Iglesias: 2006). Como ha señalado Germán Gullón, Galdós rompe la lógica novelesca cuando incorpora a su discurso, con el mismo rango que el concedido al pensamiento lógico, a la imaginación (1983); la poderosa fuerza de las ilusiones que, insatisfechas, abonarán el desengaño, fuente nutricia de la gran novela europea del XIX, como bien nos recuerda J. Oleza (1984). Comenzaba estas páginas aludiendo a la producción más reciente de las Letras españolas. Retomo ahora las palabras preliminares del lúcido Vicente Luis Mora, en la antología Mutantes. Narrativa española de la última generación (2006), en donde advierte del riesgo de «fosilización de cualquier estética literaria que no asumiera la influencia determinante de la ciencia y la tecnología sobre la for-ma de contar historias en las sociedades más avanzadas». Mora es el autor de una jugosa reseña del último libro del crítico Fredric Jameson, The Antinomies of Realism (2013), diseccionado en su blog Diario de lecturas, de indudable referencia en la red. Mora celebra que en el nuevo libro de Jameson se trascienda el habitual repaso de los grandes nombres de realistas europeos del XIX, entre los que siempre destaca la ausencia de los españoles. En este caso, el capítulo V está dedicado en exclusiva a Galdós, reconocido como el Shakespeare del realismo, junto con su Wagner, Zola, por su devaluación de lo protagónico y la trascendencia afectiva depositada en esa rica nómina de personajes secundarios que se convierten en la auténtica voz del siglo y de sus emociones. Paradójicamente, y a pesar de sus diatribas contra el realismo decimonónico y sus actuales herede-ros, V. L. Mora parece que, al definir la propuesta narrativa que ha de acompañar al nuevo milenio, está rindiendo un tributo a la obra de Galdós, también reivindicada por el premio Cervantes de 2013, Caballero Bonald, en su último libro, Oficio de lector (2013). Porque la propuesta galdosiana implica un oficio de escritor, una interacción permanente con el movimiento intelectual contemporáneo y una búsqueda de interlocución con sus agentes desde el ejercicio narrativo, legitimado ya como instancias de experiencia válida para el estudio y el análisis de los procesos históricos y culturales, así como es-pacio acreditado de mediación cultural. La literatura se ofrece como un escenario de experimentación y de revelación donde operan las claves interpretativas de la multiforme subjetividad, de la experiencia humana. Como indica Joan Oleza en el primero de los ensayos de Trazas y bazas de la modernidad (2012), en la lectura y en la propia práctica galdosianas se encuentran las claves del complejo proceso de transición hacia la modernidad en España, a pesar de que inercias discursivas hayan dificultado la valoración de un legado sin el cual es imposible entender la evolución de la narrativa española, inclui-da la generación Nocilla, mutante o afterpop. 18 BIBLIOGRAFÍA ABELLÁN, J. L., Historia crítica del pensamiento español. La crisis contemporánea (1875-1936), Vol. V (I), Madrid, Espasa-Calpe, 1988. ALAS, CLARÍN, L., “La Desheredada”, en Leopoldo Alas y Armando Palacio Valdés, La literatura en 1881, Alfredo de Carlos Hierro, editor, 1882, pp. 131-144. AMAT, E., y LEAL, C., “Muerte y enfermedad en los personajes galdosianos”, Asclepio. Archivo Iberoamericano de His-toria de la Medicina y Antropología Médica, XVII (1965), pp. 181-206. 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Título y subtítulo | Paradojas de la modernidad: imaginario científico y experimentación narrativa. De Galdós a Nocilla Project (2006-2009) / Paradoxes of modernity: scientific imagination and narrative experimentation. From Galdós to the Nocilla Project (2006-2009) |
Autor principal | Fernández, Pura |
Entidad | Casa-Museo Pérez Galdós |
Publicación fuente | Actas del décimo congreso internacional Galdosiano |
Numeración | Congreso 10 |
Sección | Sección de apertura |
Tipo de documento | Actas de congreso |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Cabildo Insular de Gran Canaria |
Fecha | 2013 |
Páginas | p. 001-021 |
Materias | Pérez Galdós, Benito (1843-1920) ; Crítica e interpretación |
Enlaces relacionados | Casa Museo Pérez Galdós: http://www.casamuseoperezgaldos.com Benito Pérez Galdós en la Biblioteca virtual de Miguel de Cervantes: http://www.cervantesvirtual.com/bib/bib_autor/galdos/ |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 293956 Bytes |
Texto | 1 PARADOJAS DE LA MODERNIDAD: IMAGINARIO CIENTÍFICO Y EXPERIMENTACIÓN NARRATIVA. DE GALDÓS A NOCILLA PROJECT (2006-2009) PARADOXES OF MODERNITY: SCIENTIFIC IMAGINATION AND NAR-RATIVE EXPERIMENTATION. FROM GALDÓS TO THE NOCILLA PROJECT (2006-2009) Pura Fernández RESUMEN La representación y el tratamiento de la ciencia en las novelas contemporáneas galdosianas evidencian la complejidad del proceso de modernización general de la sociedad española. Galdós documenta la lenta vía de normalización del conocimiento y el debate científicos, así como el valor simbólico e ideológico que las nue-vas teorías alcanzaron en un momento histórico carac-terizado por las tensiones derivadas de la aspiración a superar el aislamiento y la autarquía culturales propias de la reciente Historia de España. Así, Galdós descu-bre en las novedades de la ciencia las herramientas para un nuevo arte de contar; el instrumento para hacer de la novela una herramienta de reforma social y de formación cívica, al tiempo que un recurso para legi-timar y acreditar el nuevo papel mediador del escritor profesional en un campo cultural en evolución: el de la década de 1880, unos años en que la figura pública galdosiana alcanza una notable visibilidad y sus redes personales revelan la existencia de esa senda bidirec-cional entre ciencia y literatura que produce discursos integradores y nuevas formas de expresión. PALABRAS CLAVE: ciencia, sociedad, novela, reforma social, literatura. ABSTRACT The representation and treatment of science in the contemporary novels of Galdós evidences the com-plexity of the overall process of modernizing Spanish society. Galdós documents the slow path of normaliz-ing scientific learning and debate, as well as the sym-bolic and ideological value that the new theories ac-quired at an historic moment characterized by tensions derived from the attempt to overcome the cultural isolation and autarchy which characterized recent Spanish history. Thus, Galdós discovers in the novel aspects of science the tools for a new narrative art, the instrument to make of the novel a tool of social reform and civic formation, at the same time as a way to le-gitimize and accredit the new mediating role of the professional writer in an evolving cultural field: that of the decade of the 1880s, years in which the public figure of Galdós achieves a notable degree of visibility and his personal networks reveal the existence of that bidirectional pathway between science and literature which produces integrating discourse and new forms of expression. KEYWORDS: science, society, novel, social reform, literature. 1. LAS DOS CULTURAS La propuesta del Comité Científico del X Congreso Internacional Galdosiano para que abordara la vinculación de la obra del novelista con las bases científicas contemporáneas me desplazó de manera casi automática a la célebre polémica desatada por la conferencia que el físico y novelista Charles Percy Snow dictó en 1959 bajo el título The Two Cultures, editada poco después como The Two Cul-tures and the Scientific Revolution. En su exposición, Snow lamentaba los efectos del modelo cultural y pedagógico de Occidente que segregaba como polos inconciliables a los humanistas y literatos frente a los científicos experimentales. Expresadas en el marco de la guerra fría, sus palabras abogaban por el diálogo y la complementación de dos culturas que no podían ser divergentes ante los retos del mundo moderno, y el científico británico utilizaba su propia experiencia vital como ejemplo expresivo de esa tercera vía articulada en su discurso. Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CCHS-CSIC, Madrid 2 En 1962, en el mismo marco de la Universidad de Cambridge, el crítico Frank Raymond Leavis —el autor de Mass Civilisation and Minority Culture (1930) y también profesor de dicha institución— pronunciaba otra virulenta conferencia de réplica a las palabras de Snow. Sus palabras no solo adqui-rieron rango de libro al año siguiente, sino que dieron lugar a una sonada querella por ataques a Snow, lo que le condujo al pago de una indemnización, como recuerda en un reciente artículo Xavier Durán (2013). Leavis, quien desautorizaba por reduccionismo argumental las tesis de Snow, volvía a estable-cer una jerarquización y diferenciación entre el ámbito de las Ciencias frente al dominio de las Artes y Humanidades al situar la literatura en la cúspide del conocimiento y de los valores morales de la humanidad. Snow, al imputar la ignorancia científica y tecnológica de los hombres de letras como una forma de incultura tan mutiladora y preocupante como la de los científicos que revelaban no haber leído nunca a Shakespeare, planteaba no sólo la diferenciación en los métodos de trabajo de ambas áreas del saber o su credibilidad y utilidad sociales, sino cuál debía ser la misión de la cultura humanística en la ineludi-ble búsqueda del progreso moral y social contemporáneos. Snow señalaba que frente al nuevo cono-cimiento erigido por la física moderna, el analfabetismo científico de la mayoría de los intelectuales occidentales era aceptado con arrogante naturalidad, como lo comprobó él mismo al preguntar sobre los rudimentos de la Segunda Ley de la Termodinámica o la Ley de la Entropía en un círculo letrado de su entorno. Su reflexión conducía a una inquietante preocupación por la deriva del sistema educati-vo de su país, poco favorecedor de la curiosidad y de la cultura científico-tecnológicas. Este debate ya clásico entre Snow y Leavis acerca de las dos culturas no era nuevo, claro está. Los precedentes históricos son numerosos y nos retrotraen, en el caso de España, a polarizaciones y en-frentamientos entre la ciencia y la fe, la razón y la revelación, la moral y la heterodoxia, que tuvieron su traslación en la famosa «polémica de la ciencia española» que capitalizó M. Menéndez y Pelayo en el arranque del último cuarto del siglo XIX. Como recuerda X. Durán (12), el cruce de conferencias entre los británicos Thomas Henry Huxley y Matthew Arnold entre 1880 y 1882 en torno a ciencia y a literatura constituye otro mojón significativo en la larga lista de desencuentros e intentos de interac-ción entre la cultura literaria y la científica. 2. DE LA POLÉMICA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA A NOCILLA PROJECT En este tiempo de constante búsqueda de la innovación, de acelerada celebración de lo nuevo en ciencia, son cada vez más numerosos los proyectos que no conciben otra fórmula que hermanar las dos culturas definidas por Snow, como podemos apreciar en iniciativas como el llamado K13/Kosmópolis del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona que cuenta con el concurso de «escritores, cientí-ficos y artistas dispuestos al intercambio activo del conocimiento como signo de los tiempos». El pro-yecto, del que ya se ha cumplido la séptima edición, pretende «amplificar el concepto de literatura en todas aquellas manifestaciones de la palabra —oral, impresa y electrónica— que erosionan las divisio-nes entre géneros», como se expone en la web oficial http://www.cccb.org/kosmopolis/es/edicio-k13-42017). En la última convocatoria (2013), se abordaron «tres hitos recientes de la ciencia: la explora-ción de Marte a partir de la llegada de la nave Curiosity; la probable confirmación del bosón de Higgs, o la lectura completa del genoma y la inesperada utilidad del llamado ADN basura». Temas todos de absoluta actualidad que —como expresa en su declaración de intenciones su director, Juan Insúa en la web oficial— «plantean cuestiones fundamentales sobre lo que significa ser humano y sobre las fron-teras entre lo real y lo ficticio». A estas alturas parece hasta obvio hablar del arte como una manifestación de los cambios sociales, como una forma directa de participar en sus debates y conflictos, incluso de sus políticas. Al mismo tiempo, el mundo de la ciencia como experiencia personal y vital se ha convertido en una marca narra-tiva de notable presencia editorial en la última década en las Letras españolas, y para ello baste men-cionar a la llamada generación Nocilla, que hace honor a la trilogía Nocilla Proyect (2006-2009)1 del físico y escritor Agustín Fernández Mallo, aunque también ha recibido el nombre de generación mu-tante, pangeica, afterpop o postpoética (Azancot: 2007, Fernández Porta: 2006, Mora: 2006, 2007b, Fernández Mallo: 2009). En 2008, el crítico cultural de El País, Íker Seisdedos hablaba de un «Inven-tario de mutantes. Una veintena de narradores contra la novela “anquilosada”». Se trataba de un grupo de autores que venían a dar el «relevo de las letras españolas»; toda una promesa de renovación a ma-nos de Isaac Rosa, Mercedes Cebrián, Vicente Luis Mora, Germán Sierra, Jorge Carrión y, cómo no, 3 Agustín Fernández Mallo. Este sitúa el origen de su poética en la construcción de «una metáfora [a partir] de los artículos científicos». Su abandono de los sistemas tradicionales de expresión se funda-menta en «la incorporación en régimen de continuidad indistinta de elementos de los mundos científi-cos o artísticos al literario», lo que volatiliza la tradicional concepción de la estructura y argumenta-ción literarias (V. L. Mora: 2007, 181). Sus novelas, aclamadas como un novedoso proyecto de recreación de una realidad contemplada desde el laboratorio, una realidad fragmentaria, aleatoria, caótica como el propio universo, favorecie-ron el bautismo de una nueva generación de narradores que ya tenían el reclamo comercial de una marca ingeniosa cuya fórmula evocaba la conocida canción publicitaria del compuesto alimentario formado por «Leche, cacao, avellanas y azúcar» y que el grupo punk gallego Siniestro Total evocó en la canción “Nocilla ¡qué merendilla!” (1982), fuente de inspiración de Fernández Mallo. Un nacimien-to no exento de los resquemores que provocan estas celebraciones patrocinadas por grandes grupos mediáticos y editoriales, que capitalizan apuestas surgidas en sellos minoritarios, como eran Candaya y Berenice en los primeros años del segundo milenio. La nueva hornada de escritores como Agustín Fernández Mallo, Jorge Carrión o Vicente Luis Mora reclama la renovación de la novela «decimonónica, anquilosada», sustento de un mercado que «lleva veinte años publicando lo mismo», taponando «cualquier salida de la literatura innovativa», como señala I. Seisdedos en su triunfal artículo de 2008. Vicente Luis Mora, en el prólogo a La luz nueva. Singularidades en la narrativa española actual, ya había defendido el concepto de realidad aumentada de Fernández Mallo y su empleo de «formas narrativas más ligadas al presente» (2007, 8 y 15), si bien denunciaba la resistencia del mercado y de la crítica tradicional a las «nuevas tecnologías de la prosa» y el imperio editorial de la prosa de la normalidad: ¿Dónde viven los narradores españoles? ¿Qué leen? ¿Qué les preocupa? ¿En qué piensan? (…) Pero, sobre todo, ¿en qué tiempo viven, en qué época creen que viven los narradores españoles? Leyendo la mayoría de la novelas o relatos actuales, parece que viven en 1980, o finales de los 70. Una situación pre/posmoderna. Una modernidad alargada, estirada y agóni-ca (2007, 7). Estas quejas contra la sensación de desfase cultural y cronológico de buena parte de la narrativa espa-ñola del momento se centran en la descalificación de un paradigma que se valora como obsoleto y anacrónico: la gran novela decimonónica, el patrón novelesco que mantiene una vigencia difícilmente igualable y, muy posiblemente, incombustible por su naturaleza paradójica; esto es, por su fijeza recono-cible como fórmula narrativa y, al tiempo, por su capacidad de adaptación y de actualización permanen-tes a los cambios culturales, como desmuestra la obra de Almudena Grandes o de Rafael Chirbes. Su afán totalizador de la novela realista aspira a captar un mundo inaprehensible por definición; más allá de la incorporación argumental de descubrimientos o intuiciones científicas, la nueva dimen-sión que de la realidad ofrece la ciencia provee al escritor de otras fórmulas de representación y de configuración espacio-temporal; la gestión de nuevos actantes narrativos que, como el medio, la raza o el momento histórico (tríada enunciadora de la fórmula zolesca), incluso el mundo onírico, amplíen la virtualidad de la experiencia lectora, configurando mundos paralelos, simultáneos, como los creados por las ensoñaciones o delirios de los personajes galdosianos, una de las herencias literarias más ricas de su literatura. Fernández Mallo, en una entrevista realizada por Gaspar Sánchez (2014), atiende a este valor de la literatura como una construcción simbólica de una realidad ignota que se ha de nutrir necesariamente de la ciencia y de la tecnología, proveedoras de los instrumentos que complejizan y amplían una per-cepción siempre insuficiente y aleatoria del entorno: Lo que me atrae de la física para su uso en la narrativa o en el ensayo o en la poesía no es su capacidad de explicación de argumentos —como sí hace la ciencia ficción o las novelas po-licíacas—, sino algo bien distinto: su capacidad para generar metáforas por sí misma. Siem-pre he percibido en las ciencias una belleza interna, lo que equivale a decir una estética. En mi opinión, la realidad no es algo que está ahí afuera esperándonos, sino que es una cons-trucción, un pacto de realidad que las diferentes sociedades y culturas nos damos para poder explicar lo que no entendemos, de modo que, en último extremo, la realidad es una metáfora, 4 y eso, además de a una pragmática, necesariamente ha de estar sujeto a una estética. Creo que la ciencia no sólo es una gran metáfora sino que puede generar otras en campos fuera de su ámbito de aplicación natural, por ejemplo la narrativa o la poesía. Quiero decir con esto que en una novela no me interesa, por ejemplo, la mecánica cuántica como explicación del relato, pero sí locuciones como “nube de probabilidad”, o en el terreno de la Relatividad, “horizonte de sucesos”, que creo que en sí mismas son altamente metafóricas, bellas y estéti-cas, y que extraídas de su ámbito natural e insertadas en un poema o una novela aportan un nuevo sentido a lo ya escrito, crean una atmósfera que lo cambia todo además de cambiar ellas mismas; una especie de realimentación entre los textos. Es de este modo como utilizo la ciencia en mis textos. Así, ciencia y literatura suelen ser buenos compañeros de viaje cuando se trata de imaginar o de proponer un camino alternativo a la experiencia cotidiana (y previsible) del vivir. Pero ¿qué sucede cuando, más allá de la ciencia-ficción, los novelistas deciden construir sus argumentos, sus personajes y su propia técnica narrativa según los últimos descubrimientos científicos? Cuando autores como Galdós, Clarín, Emilia Pardo Bazán o Baroja descubren en las novedades de la ciencia el instrumento para un nuevo arte de contar; la vía para hacer de la novela una herramienta de reforma social y de formación. ¿Qué ocurre, en definitiva, cuando las lecturas de las obras de un biólogo como Darwin, un médico como Claude Bernard o un neurólogo como Charcot sugieren vías para pensar no sólo en otros temas de interés literario, si no en otros paradigmas de personajes, en otras perspectivas para alumbrar la construcción de sus vidas o, incluso, en la coexistencia de mundos simultáneos? ¿O cuando obras significativas de las letras españolas pueden analizarse a la luz de las revoluciones culturales científicas como la producida por la física en las primeras décadas del siglo XX, como suce-de con las greguerías de Ramón Gómez de la Serna? Porque la greguería supuso la innovación literaria más depurada de la visión moderna, cambiante y fragmentada de la realidad que difundían las artes plásticas (Fernández: 2013). Los experimentos y especulaciones en torno a la fragmentación, descom-posición y disolución de la materia de la física moderna se difundieron pronto en España —el propio Einstein visitaría el país en 1923— y los diseños del modelo de átomo de Rutherford, Hendrick y Bohr encontraron amplio eco en la prensa y en los círculos artísticos (Highfill: 2005). Así, en el prólogo a uno de sus primeros libros de greguerías (1935), Ramón vincula su escritura a las novedades concep-tuales de la física y de la biología a partir de la idea de la fragmentación y la disolvencia, que relativi-zan el criterio de lo grande y trascendente y potencian la visión de lo pequeño y efímero: «La literatura se vuelve atómica por la misma razón por la que toda la curiosidad de la vida científica palpita alrede-dor del átomo, abandonadas más amplias abstracciones, buscando el secreto de la creación en el miste-rio del átomo». Y su escritura fragmentaria, desestructurada, rizomática y poderosamente interconec-tada venía a ratificar esta concepción. No obstante, la idea extendida y repetida de que más allá del Siglo de Oro y de algunos contem-poráneos como José de Echegaray, Luis Martín-Santos o Juan Benet, el interés por la ciencia en la literatura española ha sido nulo, y nulas también sus interacciones (Gámez: 2011), ha de ser cuando menos matizado, sobre todo para trazar con rigor ese continuum histórico y para valorar con mayor precisión esas celebraciones disruptivas como las del proyecto Nocilla que tanto animan la crítica y el mercado literarios. 3. LA POLÉMICA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA La llamada crisis de fin de siglo acentuó, en el tránsito a la siguiente centuria, la necesidad de inda-gar en torno a los males endémicos que lastraban el despegue industrial, cultural y científico de Espa-ña y aumentaban el proceso de desaceleración respecto a la marcha general del resto de Europa (Sánchez Ron: 403 y ss.). El espíritu de crítica y de reforma presente en el discurso de muchos intelec-tuales españoles de finales del XIX insistía en la idea de que al carro de la ciencia en España lo movían los esfuerzos voluntaristas de los individuos, lastrados por el aislacionismo cultural, las deficiencias estructurales de la educación y la escasa inversión y visibilidad públicas; demasiadas rémoras para que, como decía Ortega y Gasset, España entrara, por fin, en la ciencia y sanara de su enfermedad secreta, la inconsciencia: la enfermedad que constituye una de las constantes de esos personajes galdo-sianos que deambulan perdidos en un mundo cuyas claves y leyes parecen ignorar en su camino per-5 sonal hacia el fracaso. Ortega señala en el artículo “Asamblea para el progreso de las ciencias” —aparecido en El Imparcial, (27-VII-1908)— que: El problema español es, ciertamente, un problema pedagógico; pero lo genuino, lo característi-co de nuestro problema pedagógico, es que necesitamos primero educar unos pocos hombres de ciencia, suscitar siquiera una sombra de preocupaciones científicas y que son esta previa obra el resto de la acción pedagógica será vano, imposible, sin sentido. Creo que una cosa aná-loga a lo que voy diciendo podría ser la fórmula precisa de europeización (2004: 186). Europeizarse equivalía a ingresar en el lenguaje y en la prácticas universalizadoras de la razón y de la ciencia, y así lo expone Ortega: «Si creemos que Europa es “ciencia”, habremos de simbolizar a España en la “inconsciencia”, terrible enfermedad secreta que cuando infecciona a un pueblo suele convertirlo en uno de los barrios bajos del mundo» (2004, 188). En los círculos letrados, la popularización de las novedades científicas más relevantes en el campo de disciplinas como la biología, la medicina, la física o la química a lo largo del siglo XIX desató una entusiasta fe en el progreso humano y social, derivada del conocimiento gradual de las leyes que reg-ían los fenómenos naturales. La sólida confianza en la razón, reforzada por el positivismo y el método experimental, alimentó un sistema de pensamiento denominado en Francia cientificismo que tuvo su traslación literaria en el Naturalismo de Émile Zola (Lissorgues: 1998). Como sabemos, el naturalismo zolesco encontró honda resistencia en España por su sustrato ideológico contrario a los principios de la religión católica, así como por el tratamiento de temas calificados como inmorales. Las deficiencias estructurales de la sociedad española y el escaso desarrollo científico no favorecie-ron la implantación del positivismo, pero sí la extensión de una mentalidad positiva de claro corte ecléctico que logró estimular la curiosidad y el conocimiento científicos, como señalan Núñez Ruiz (1975) y Abellán (1988). En fechas tempranas se estableció un sistema de identificación ideológico-filosófico entre el pensamiento político progresista, el positivismo filosófico, el naturalismo literario y teorías heterodoxas como el darwinismo. Esta confusa mezcla de ideas se convirtió en la enseña de los hombres modernos e interesados por el progreso en todos los órdenes científicos y sociales; en la mar-ca del pensamiento libre de ataduras religiosas que originó un interesante y dinámico foco de hetero-doxia científico-literario (Fernández: 2014). Asegura Thomas Glick que el nivel argumentativo de la polémica sobre el darwinismo en España tuvo escasa hondura y apenas originalidad, debido al bajo nivel de la actividad científica (2010, 61). Pero no hay duda de que los principios básicos de la tesis darwinista impregnaron pronto el vocabula-rio y el imaginario colectivos, a pesar de que las obras originales no fueran leídas directa ni extensi-vamente, tal como refleja Doña Perfecta (1876) de Galdós al mencionar «esos libracos en que se dice que tenemos por abuelos a los monos o a las cotorras» (149). La confusión filosófica, y también terminológica, que el lúcido crítico Manuel de la Revilla desta-caba en 1877 como marca de la polémica darwinista en España, provocó que materialismo, positivis-mo, darwinismo, librepensamiento, ateísmo y naturalismo se fundieran en un mismo espacio de hete-rodoxia, en un mismo frente ideológico que se veía contrario al tradicionalismo católico. La asunción de las teorías evolucionistas implicaba la contravención de los dogmas católicos y el alejamiento de las grandes orientaciones de pensamiento decimonónico englobadas bajo denominaciones genéricas como el idealismo o espiritualismo. Situarse en el entorno del darwinismo, como actitud personal o a través de un personaje ficcional, implicaba posiciones doctrinales, asociadas con la defensa del mate-rialismo y con los círculos anticlericales, republicanos y librepensadores. La disidencia del pensamien-to tradicional movía a la búsqueda de afinidades ideológico-literarias que reforzaran el sentimiento de exclusión de la norma y, al tiempo, la fusión en una comunidad de ideales y de intereses afines (Fernández: 2005). Un prototipo fácilmente reconocible en la figura galdosiana de Augusto Miquis, a quien «[t]odas las teorías novísimas le cautivaban, mayormente cuando eran enemigas de la tradición. El transformismo en ciencias naturales y el federalismo en política le ganaron por entero» (La des-heredada, 121). Acontecimientos como la orden del ministro Albareda restituyendo la libertad de cátedra y de cien-cia en 1881, la Ley de Libertad de Imprenta de 1883, la publicación de la encíclica Humanum Genus (1884) del Papa León XIII, donde se combate de forma encarnizada la acción de las llamadas sectas que, bajo la apariencia de intereses científicos y literarios, atentan contra el orden cristiano, provocan 6 una reacción de los escritores y periodistas católicos, militantes en las filas del carlismo y del inte-grismo, contra todo aquello que interpretan como peligroso para el orden religioso tradicional. En España, la ofensiva de los sectores del radicalismo católico estableció una rápida identificación entre la masonería, el republicanismo, el socialismo, el sionismo, el ateísmo, y la base ideológica y científi-ca del impío naturalismo literario (Fernández: 2014). Y es en este contexto en el que hay que situar la publicación entre 1880 y 1882 de la Historia de los Heterodoxos Españoles de Menéndez Pelayo, en donde Galdós queda entronizado como «el heterodoxo por excelencia, el enemigo implacable y frío del catolicismo» (1992, 1396). La “polémica de la ciencia española” confrontó al grupo capitaneado por M. Menéndez y Pelayo, defensor de la existencia de un pasado científico y filosófico nacional, y a sus detractores; aquellos que, como Manuel de la Revilla y Benito del Perojo, la negaban por imposibilidad derivada de la into-lerancia religiosa y el aislamiento cultural (García Camarero: 1970). Como señala Toni Dorca (80-81), la insólita propuesta neokantiana de Perojo, liderada desde la Revista Contemporánea (1875-1879), suponía un proyecto de normalización cultural respecto del contexto europeo al diferenciar claramente las competencias entre ciencia y fe. Perojo reclamaba la preeminencia del papel epistemológico de la filosofía en la generación del pensamiento por la vía del pensamiento crítico en un momento de exal-tación de las ciencias positivas como rectoras del futuro de la sociedad. Así, legitimar su función por la vía kantiana suponía cuestionar el conocimiento objetivo de la realidad: «situar lo moral, lo artístico y lo religioso más allá de la jurisdicción de las leyes de la naturaleza» pues, en palabras de Dorca, «gracias a Kant, se empezó a comprender el cosmos a partir del sujeto que percibe y no del objeto percibido» (1996, 90 y 81). Como sabemos, frente a este subjetivismo, la sólida confianza en la razón, reforzada por el positi-vismo y el entusiasmo por la ciencia y su método experimental, alimentó la revolucionaria propuesta de Émile Zola, que imponía un protocolo, una reglamentación del trabajo creativo, sometido ahora a las premisas de la observación imparcial de los hechos, la documentación y la experimentación. Además, suponía la incorporación de las novedades científicas de la biología, la sociología, la fisiolog-ía, la psiquiatría o la antropología que podían construir una realidad enriquecida y multifacética. Teorías como el transformismo de Georges Cuvier, el evolucionismo de Darwin, las leyes de la herencia del doctor Prosper Lucas o el positivismo sociológico de Hippolyte Taine se convierten en el fundamento del cientificismo que impregna la obra zolesca y termina incluso por contaminar el discur-so literario de quienes se sienten ideológicamente reacios a los principios de la escuela. La ciencia asemeja el oráculo explicativo de todos los fenómenos naturales y, como concluye Zola en su defensa del modelo de la novela naturalista, «[s]i el método experimental [expuesto por el doctor Claude Ber-nard en la Introducción a la medicina experimental, 1865] ha podido ser trasladado de la química y de la física a la fisiología y a la medicina, lo puede ser de la fisiología a la novela» (Lissorgues, 26; Fernández: 1995, 1998). 4. CIENCIA, ESCRITURA FICCIONAL Y MODERNIDAD. A raíz del debate desatado por el proyecto cientificista de Zola, la novela reforzó su condición de espacio de experimentación estética y argumentativa, así como su capacidad instrumental para trans-mitir conocimiento por la vía de la ficcionalización (Baguley, 1986, 1990). El espacio literario se re-conocía como un escenario idóneo para debatir en torno a las consecuencias y las implicaciones de las novedades científicas; para problematizar acerca de la nueva dimensión que teorías en boga, como la darwinista, ofrecían del ser humano y de su entorno. Tal condición dotó de un crédito nuevo a las obras artísticas, que se legitimaban a partir de su utilidad como vehículos de información y de cono-cimiento, como foros de debate socio-cultural y de posible intervención pública, en un momento en que el interés de la sociedad civil por los libros de divulgación científica era una realidad editorial a la que no eran ajenos autores como Galdós (Fernández, 2003). En este aspecto, el desfase e incluso la anomalía cultural que supone a menudo el siglo diecinueve español respecto de la europea evidencia su anclaje con el fenómeno que Martina Lauster (2007) defi-ne como la sketch industry en la producción de la prensa y de las revistas europeas desde la década de 1830. En estas composiciones breves en prosa se hermanan los intereses de las artes y de las noveda-des científicas y tecnológicas en una suerte de producción híbrida en su formulación genérica, temáti-ca y disciplinar que termina por trazar la grammar of modernity compartida por hombres de letras y de 7 ciencias (Lauster: 2007, 309). Tal corpus —agrupado por Walter Benjamin bajo el marbete de literatu-ra panorámica— ha sido revisado y analizado recientemente por Ana Peña Ruiz en su relación con el costumbrismo (2012). La representación y el tratamiento de la ciencia en las novelas contemporáneas evidencian el com-plejo proceso de transición hacia la modernidad en España. Al tiempo, documentan la lenta vía de normalización del conocimiento y el debate científicos, así como el valor simbólico e ideológico que la ciencia alcanzó en la sociedad decimonónica. En estudios como el de D. J. Pratt, Signs of Science (2000), se atiende tanto al valor semiótico adicional que la figura de Darwin y sus teorías alcanzaron en el contexto ideológico de la España postrevolucionaria de 1868, como al valor estético del darwi-nismo en la trama de las obras de los principales escritores realistas, como Galdós, Clarín o Pardo Bazán. En sus novelas, las novedades científicas se revistieron de nuevos sistemas de significación simbólica. En un período marcado por los deseos de modernización y de apertura, el debate suponía por sí solo la aspiración a superar el lastre de la autarquía intelectual y el aislamiento científico que dejaron en la historia de España el oscurantismo religioso. Y todo ello en un entorno de expectación —el naturalismo— por las novedades literarias de un movimiento paneuropeo e isócrono que, como señala Joan Oleza (2012, 35), revelaba que la trascendencia estaba en la materia misma y que esta no era indisociable del espíritu. Pronto se vio que la novela era el género por excelencia para acoger estas novedades y para expre-sar el llamado nuevo espíritu de un siglo deslumbrado por los avances científicos que reclamaban un arte nuevo que cuestionaba la moral y las creencias tradicionales. Así, el artista podía soñar con un nuevo destino social al que no era ajeno el ideal de los pensadores krausistas que tanto influyeron en algunos escritores como Galdós, pues depositaban en el artista una capacidad regeneradora del cuerpo social a través de la reforma moral, la educación y el ejercicio responsable de la libertad indi-vidual. De ahí que en 1881 la aparición de La desheredada de Galdós simbolizara no sólo la máxima manifestación de la madurez del escritor, sino también una propuesta de renovación ideológico-literaria que pronto tuvo su eco en otros narradores. Leopoldo Alas celebró de inmediato su publicación como la necesaria propuesta estética de la nue-va España surgida de la Revolución de 1868; como la expresión de un nuevo espíritu de los tiempos y la aspiración a una modernidad de pensamiento que se extendiera a amplias capas de la población. La nueva poética zolesca, tomada en su justa medida y sin servilismos limitadores, se mostraba como la única fórmula posible. Instauraba, además, una nueva moral biológica que destrona el antropocentris-mo racionalista y sitúa al hombre como una etapa y una pieza más en la gran maquinaria de la evolu-ción del universo. Como señala R. Cherico, la cosmovisión darwiniana, la primacía de lo irracional, de los deseos inconscientes impulsan y dominan al hombre, cuestionaba el centro del yo racional, la au-tonomía del sujeto, su propia subjetividad y su autoridad (2009, 17). La trama literaria ahormada a la teoría evolucionista permitía destacar la lucha desigual de un indi-viduo sometido a la acción de fuerzas interiores y exteriores que le eximían de la certeza del libre al-bedrío y, al tiempo, le daba una dimensión distinta a la realidad circundante, al entorno, convertido ahora en un activo agente narrativo (Fernández: 2014). Los autores construyeron un imaginario cientí-fico basado en los principios más populares y llamativos de las teorías de Darwin. El evolucionismo, como declaró E. Pardo Bazán en sus “Reflexiones científicas contra el darwinismo” —publicados en La Ciencia Cristiana (1877)—, sometió a todas las ciencias a sus procedimientos sintéticos, desde la botánica y la zoología hasta la psicología y la filología, y contaminó discursos y prácticas artísticos (Travis Landry: 2009, 2013). Como señala Núñez Ruiz, en España las teorías evolucionistas se difundieron fundamentalmente a partir de las ideas de Spencer y de los naturalistas alemanes por el influjo de los difusores del krausis-mo, tan afanosos por la conciliación entre la ciencia y filosofía modernas y la religión y la creencia en el progreso moral de la humanidad. Así, en palabras de Yvan Lissorgues: (…) la singularidad del pensamiento español, más o menos liberal, podría sintetizarse: men-talidad positiva que, sin borrar el debate metafísico, se desarrolla, seducida por el método experimental y por la posibilidad de asimilación de los adelantos científicos, pero que, en línea general, sigue dominada e impulsada por un “idealismo” progresista, fundamentado en una fe operativa en la capacidad de mejoramiento del hombre y de la humanidad, gracias a la educación (14). 8 Un perfil ideológico muy acorde con el exhibido por el Galdós novelista de la década de 1880. Es evidente que la propuesta evolucionista estaba dotada de una plasticidad narrativa que facilitaba su entendimiento y fácil difusión como una historia novelizada, algo que la astuta Emilia Pardo Bazán percibió tempranamente. Esta asequibilidad narrativa contribuyó a que impregnara el contexto cultural contemporáneo con una imaginería ampliamente difundida, y no deja de ser significativo el que el primer traductor de Darwin en España fuera el poeta Joaquín M. Bartrina —La selección natural y la sexual (1876)—, quien suscitó un gran escándalo cuando defendió en el Ateneo de Barcelona el mate-rialismo evolucionista del naturalista británico (Mainer: 1998). La filiación con el evolucionismo era una actitud ideológica, y Galdós no dudó en explorar su tropología con su prudencia habitual para ahondar en las posibilidades que la acción de las leyes naturales ejercen en los individuos, y así abun-dan los testimonios en todo el ciclo de novelas aparecidas en la década de 1880. Como se desprende de la biblioteca y de la propia obra galdosiana, los tópicos de la retórica trans-formista lamarckiana, darwinista o haeckeliana resultan literariamente productivos al autor, y de ello dan cuenta monografías como las de T. E. Bell Galdós and Darwin (2006) o la de Dale Pratt (2000). El monismo panteísta de E. H. Haeckel fue la principal aportación darwinista en el terreno antropoló-gico e ideológico; presentado como un vínculo entre la religión y la ciencia, defendía la unidad de Dios con la Naturaleza e identificaba el espíritu o energía y la materia (López Piñero: 1989, 11). Haeckel expuso su doctrina mecanicista de la realidad asociando la teoría de la selección natural a un progresismo político vinculado a cierto anticlericalismo y anticristianismo. Y no podemos olvidar que Máximo Manso, el protagonista de El amigo Manso (1882), trabajaba afanosamente en una traducción haeckeliana. Las implicaciones del debate en torno a la selección sexual también contribuyeron a que el tema de la llamada cuestión femenina se discutiera con más intensidad en la sociedad civil, sobre todo en lo concerniente a las prácticas socio-morales propias del patriarcado, un tema que ha sido analizado por Trevor Landry (2013). Como se recoge en su investigación, las dinámicas de competición y lucha entre individuos del mismo sexo para copular y reproducirse fueron aspectos que catalizaron la polé-mica en torno a la teoría darwiniana, así como sus implicaciones en la selección femenina. La versión que Evaristo Feijoo ofrece a Fortunata en su curso de moral práctica es una joya galdosiana contra «los que han querido hacer una sociedad en sus gabinetes, fuera de las bases inmortales de la Natura-leza». La nueva moral legitimada por la ciencia provee a Galdós del argumento de autoridad para con-firmar su compasiva condición, su talante antidogmático y flexible, con las llamadas flaquezas huma-nas. Feijoo se ocupa de desgranar taimadamente su sincrético ideario, respetuoso con las formas socia-les pero fundado en el innegable imperio de la naturaleza: «Ya sabes cuáles son mis ideas respecto al amor. Reclamación imperiosa de la Naturaleza... la Naturaleza diciendo auméntame… No hay medio de oponerse… la especie humana que grita quiero crecer…» (II, 143). Y ahí están, entre seres atávicos de menor fuste como el Mendizábal de Miau (1888) o magnas figuras como el cura Polo de El doctor Centeno (1883) y Tormento (1884), la más fiel expresión de ese llamado «yo animal» que arrasa con las convenciones y expresa en su esplendor «la conciencia fisiológica», esa realidad complementaria sin la cual no es posible entender ya al individuo (El doctor Centeno, 115). Como sentenció Ortega y Gasset en Meditaciones sobre el Quijote (1914): «Darwin barre los héroes de sobre el haz de la Tie-rra» (Chericco, 7). Galdós descubre en las novedades de la ciencia las herramientas para un nuevo arte de contar; el instrumento para hacer de la novela una herramienta de reforma social y de formación cívica, al tiem-po que un recurso para legitimar y acreditar el nuevo papel mediador del escritor profesional en un campo cultural en evolución: el de la década de 1880, unos años en que la figura pública galdosiana alcanza una notable visibilidad. El novelista canario explora la nueva dimensión que el discurso científico procura a la escritura fic-cional, así como los caminos que la sociabilización y normalización de sus novedades teóricas ofrecen para el proceso de inserción en el movimiento intelectual internacional en el que aspira a situar su obra. Ya no se trata de plantear que la modernidad o la innovación de la novela española pasa por co-nocer la doctrina de un biólogo como Darwin o de un neurólogo como Charcot, sino de dirigir la mi-rada de los propios científicos sobre el hecho literario; se trata de trazar una senda bidireccional entre ciencia y literatura que produzca discursos integradores a partir de la compartición de discursos, leyes, prácticas y lenguajes que simbolicen la nueva dimensión que sobre la realidad proyecta la moderna ciencia. 9 Hay una imagen asociativa de Germán Gullón (2003, 85) muy elocuente como metáfora del cam-bio operado en la novela de la década de 1880. Aquella en que simboliza la evolución de estos años en la perspectiva, en las formas de mirar del relato, a partir del cruce de miradas entre el episodio final de El escándalo (1875) alarconiano, en donde se clausura la redención del señorito mundano por el jesui-ta bajo la presencia de un telescopio que mira al cielo, y el arranque de La Regenta (1884-1885) de Clarín, en la que el catalejo de Fermín de Pas se centra en una bella e insatisfecha Ana Ozores, mode-lo de las ansiedades y pasiones del individuo moderno. En este contexto, hay una referencia de gran expresividad en la propia biografía galdosiana que, como sucede a menudo con el autor canario, traspasa en algún momento su obra. Así, como recordará el propio Galdós, será en el flamante Observatorio Astronómico de Madrid donde la idea de La familia de León Roch (1878) germinará en la mente del novelista. Como relata a su amigo, el periodista y escritor José Ortega y Munilla: «Me enseñaron allí los misterios del mundo sideral. Pensé que un hombre que sienta con el mismo fervor la fe en Dios y la curiosidad en esos asombrosos misterios, tendrá en su alma un drama» (Ortiz Armengol: 329). Y no es otra la sustancia narrativa de León Roch, el mismo drama que atormenta a toda esa seria de personajes atribulados que transitan en el cosmora-ma madrileño que compone la serie de novelas contemporáneas galdosianas. No es accesorio que sea ese mismo Observatorio Astronómico el que presida el inicio de El doctor Centeno, esta vez para ilus-trar las causas del atraso y de la tragedia de España, que nacen precisamente del vodevil que se va a desarrollar en ese llamado «monasterio de la ciencia» (15) en el capítulo I de la primera parte: “Intro-ducción a la pedagogía”, de significativo título. Significativo es también que Galdós arranque la novela con el ascenso por el cerrillo de San Blas de un ‘héroe’ oscuro, pequeño, Felipe Centeno, vencido en su camino hacia la casona del Observatorio por el hambre, el frío y la fatiga, que es socorrido por el humanitario Alejandro Miquis y su amigo el doctor Cienfuegos. El edificio científico que reconfigura el paisaje urbano madrileño, el Real Observa-torio de Madrid, será el escenario donde se desarrolle el primer acto de una tragicomedia que anun-ciará el drama vital de Miquis, transmutado a lo largo de la novela en la figura patética y caquéxica con que se abría esta. Felipe, el castizo e ignorante criado, será el doctor Centeno que logrará sobrevi-vir en la picaresca sociedad madrileña, en tanto que Miquis, flamante estudiante de leyes, que simboli-za junto con su amigo Cienfuegos la «esperanza de la ciencia», muere entre el expolio y la locura. El Observatorio Astronómico, ese imponente monasterio de la ciencia española, visto de cerca no resulta más que «una casa de vecindad» (El doctor Centeno, 15). En el prólogo a La Regenta —firmado en enero de 1901—, Galdós dirá que «(…) Francia, poderosa, impone su ley en todas las ar-tes; nosotros no somos nada en el mundo, y las voces que aquí damos, por mucho que quieran elevar-se, no salen de la estrechez de esta pobre casa» (50-51). Ni siquiera en un entorno científico se puede desprender el individuo del lastre de una tradición religiosa que ahoga cualquier impulso de observa-ción objetiva. Los espacios astrales, lejos de mover a la investigación, impulsan sólo al astrónomo Federico Ruiz a reconvertir la mitología astronómica al santoral católico. Como apunta Antonio La-fuente: (…) muchos edificios científicos surgen como heterotopías cuya singularidad estética, además de romper la monotonía urbana, predican otra manera de mirar el mundo, otra forma de organizar nuestras relaciones con el entorno material, natural o social. La ciudad se abre a nuevas arquitecturas y sus edificios acogen otros paisajes cognitivos (Lafuente: 2013). Porque «la arquitectura de la ciencia no solo da cuenta de los vericuetos del saber, sino que también de los tentáculos del poder», continua señalando el historiador de la ciencia Antonio Lafuente. Ante la actitud de sorpresa de sus invitados, el científico Federico Ruiz responde en El doctor Cen-teno: «Parecerá extraño que un astrónomo haga comedias; pero ya se sabe que aquí servimos para todo» (116). Galdós achaca esta improductiva fluctuación entre el Arte y la Ciencia a las causas fi-siológicas que definen el organismo social español, «que es un organismo vacilante y como interino»: El escaso sueldo, la inseguridad, el poco estímulo, entibiaban el ardor científico de Federico Ruiz ¿Para qué se metía a descubrir asteroides, si nadie se lo había de agradecer como no fuera el asteroide mismo?... España es un país de romance. Todo sale conforme a la savia 10 versificante que corre por las venas del cuerpo social, Se pone un hombre a cualquier trabajo duro y prosaico, y sin saber cómo le sale una comedia (116). El debate entre la conciliación del dogma, del Genésis, y el telescopio por parte del científico del Observatorio se convierte en la metáfora del ambiente socio-cultural del organismo español (204). A su vez, el proceso por el cual este determina el futuro del país se expresa a través del método pedagó-gico de la escuela de D. Pedro Polo que se expone en el segundo capítulo de esta novela (Parte I), “Pe-dagogía”, un vibrante muestrario de los efectos causados por el «mal de piedra del cerebro» en gene-raciones enteras lastradas por un violento y castrativo sistema «inyecto-cerebral» (El doctor Centeno, 140-41). En este ambiente, Felipe Centeno —como también el alumno de Máximo Manso, Manolito Peña—, aspira a cultivar las Letras, a pesar de su falta de formación artística, un intrusismo y diletan-tismo que corroe el campo cultural contemporáneo y niega autoridad y credibilidad a sus agentes. Contra los oportunistas de las Letras, desvirtuadores de un campo cultural profesionalizado, se di-rige Galdós en El amigo Manso, cuando desentraña el furor asociacionista e improductivo que sucedió a la Ley de Asociaciones de Sagasta (1881) a partir del proyecto de la descabellada sociedad benéfica dedicada a defender los derechos de recién creada asociación Inválidos de la Industria. La iniciativa, paradójicamente, se ampara tras el interés que provoca la tan debatida cuestión social y el pauperismo, pero es promovida por una variada muestra de parásitos sociales, como rentistas ociosos en busca de un destino político o especuladores y diletantes escudados tras vocaciones literarias. Estos mercenarios del arte forman parte del pesebre personal que empieza a construir el aspirante a diputado y marqués, José María, el hermano de Máximo Manso. Improductivos, fraudulentos y beneficiados de una red de clientelismo ministerial (los vates del presupuesto los llamó Clarín), confunden y distorsionan el cam-po literario legítimo, extendiendo sus redes a la prensa aunque por público sólo se tengan a sí mismos. Ya en 1879 Galdós declaraba su desconfianza en la crítica periodística «que no ayuda en lo más mínimo en fundar la reputación literaria» (Botrel: 1995), síntoma de la falta de agentes acreditados que regulen las carreras profesionales en la literatura, más allá del aplauso constante de un público al que a menudo apelaba Galdós, porque le aseguraba la estabilidad en su labor profesional y la certeza de haber conectado con los intereses de un lectorado estable (Botrel: 1984, 1985, 1994). Es en estos mo-mentos cuando alumbra su idea de ganar reconocimiento y dinero con la edición ilustrada de los Epi-sodios Nacionales (1881-1885), como ha estudiado Botrel (1995). La canonización del novelista esta-ba en marcha, sobre todo por parte de quienes lo identificaban con el depositario de los reconocibles valores del liberalismo progresista y el espíritu del 68. Ortega Munilla así lo refleja en la semblanza que del escritor hace en El Imparcial (27-IX-1880) en la que describe la mirada del «sublime filósofo observador» como la de «una lente fotográfica» que se activa cuando trabaja «encerrada en su gabinete de estudio» (Ortiz Armengol: 349). Es el escritor profesional que aplica un método científico. En estos años Galdós se embarca en la iniciativa de la revista literaria La República de las Letras (1881-1882), que pretende ser el órgano de prensa de los escritores más reconocidos y profesionales del momento, unidos en cierto espíritu de cuerpo como una forma de activismo asociacionista. Y tal gesto coincide con las luchas internas por el control de la Asociación de Escritores y Artistas fundada en 1871 que enfrentaba a los partidarios del político y escritor Emilio Castelar con otros candidatos como Valera, lo que llevó a una cierta movilización partidista de los escritores. La presidencia de Cas-telar se interpreta, por ejemplo, como la posibilidad de intervenir en la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual (1879) y en la elaboración de tratados internacionales que protegieran los derechos de los escritores. Proyectos considerados espurios por quienes valoraban la dedicación artística como una labor olímpica, a salvo de contaminaciones prosaicas. Y, así, cuando algunos socios, como el poeta Gaspar Núñez de Arce levantaron su voz en el seno de la Asociación en pro «del derecho de la huma-nidad a las ideas, que son emanación divina» y hablaron «en nombre de la civilización, de la gloria del escritor y del decoro de las letras y de las artes», el editor y novelista Julio Nombela les llamó al orden con la siguiente afirmación: «Aquí no se trata de la civilización humana, ni de la gloria del autor, ni de nada de eso; aquí se trata de nuestros intereses»; esto es, de los intereses profesionales del ejercicio de las Letras. Los mismos intereses que movían a Galdós en su profesión literaria exclusiva, ni siquiera compati-bilizada con la crónica o crítica periodísticas regulares. El 26 de marzo de 1883 es cuando se le ofrece un banquete de homenaje en el que no solo se le consagra como el referente de la nueva novela con-temporánea en España, sino en el que también se evidencia la búsqueda de un capitán literario que 11 identificara socialmente a la profesión (Ortiz Armengol: 369 y ss.). Tras la aparición de La deshereda-da (1881), que fue acogida entre los escritores jóvenes con el entusiasmo que despierta la innovación, como ha señalado I. J. López (540-541), Galdós proponía un nuevo paradigma literario y profesional, y el hecho de que su capítulo inicial fuera reproducido en la revista especializada El Diario Médico durante los meses de diciembre de 1881 a febrero de 1882 no venía más que a confirmarlo. El perso-naje del médico Miquis —inspirado en el facultativo M. Tolosa Latour, redactor jefe de dicha publica-ción— se convierte en el elemento vertebrador que enlaza la novela con la siguiente, El amigo Manso, en la que tiene un papel reducido pero decisivo, al ofrecer a Máximo Manso una información acciden-tal que consigue desbaratar los planes de captación de la joven Irene por parte de su tía, doña Cándida, y del rico José María. La intervención novelesca de Miquis siempre es resolutiva, como sucede en esta novela en que la acción interior que supone el continuo proceso reflexivo del bondadoso filósofo apunta a la necesidad de la autorreflexión acerca del ejercicio autorial, de la observación y aprehensión de la realidad y de la necesidad de experimentar con las capacidades expresivas del lenguaje. 5. PROFESIONALIZACIÓN LITERARIA Y SABERES CIENTÍFICOS La consolidación literaria de Galdós se produce cuando el campo cultural de la Restauración co-mienza a asentar sus reglas internas de funcionamiento y control (Fernández: 2008a). Y la aparición de La desheredada, El amigo Manso y El doctor Centeno, que marcan la nueva manera galdosiana de escribir, se sitúan en el marco de este proceso novelesco. La condición y el estatuto del hombre de letras, del artista; la educación y formación del gusto de los nuevos lectores; la profesionalización del quehacer literario, así como la aplicación de un proyecto socio-cultural y un estilo propio con capacidad de operar en el tejido moral colectivo, son temas que emergen en estas obras con que Galdós materializaba su «gran proyecto» literario en los inicios de la década de 1880. El ejercicio reflexivo acerca del proceso y de las condiciones de producción, de la función social del arte y de la capacidad de permeabilidad en las estructuras sociales, jurídicas y polí-ticas de sus agentes se produce al tiempo que otros grupos profesionales desarrollan sus propias estra-tegias de legitimación y especialización, como los alienistas o psiquiatras (Huertas: 2002, 2008). Es en esta misma década de 1880 cuando surge en España un nutrido grupo de médicos cuyo magisterio, especialización y actividad institucional permitieron que germinara la llamada generación de sabios, con S. Ramón y Cajal a la cabeza. Es conocida la relación de Galdós con médicos como Manuel Tolosa Latour, Gregorio Marañón, Luis Simarro o Enrique D. Madrazo; también, que estos proveían al escritor de noticias y conocimien-tos que a menudo suplían la lectura directa de fuentes científicas concretas (López-Baralt, Turner). Asimismo, nuestro autor prologó obras de creación de estos médicos humanistas (como Tolosa o el combativo Madrazo) que vieron en Galdós a un defensor de la disciplina y sus profesionales (Shoe-maker: 1962). Tolosa Latour, al poco de salir El doctor Centeno, realizó una semblanza del novelista y, al tiempo que ensalzaba la maestría de sus descripciones quirúrgicas, destacaba que «entre sus lec-tores más asiduos y entre sus más entusiastas, cuenta a no pocos médicos de mucha fama» (La Época, 25-III-1883). El epistolario entre Tolosa y Galdós (editado por R. Schmidt) refleja el sorprendente empeño con que el prestigioso médico difundió la obra de su amigo, hasta el punto de ejercer como un auténtico agente promotor del canario, preocupado de la gestión de sus derechos, la aparición de rese-ñas y anuncios en la prensa, el seguimiento de su recepción teatral o de ampliar sus relaciones socia-les. Sin olvidar, también, la invitación para asistir a su consulta, como cuando le requiere para obser-var «un caso notable de sonambulismo», o para intercambiar impresiones acerca del tratamiento de temas hipocráticos en las novelas galdosianas (Schmidt, 35). La nómina de médicos que aparecen en la obra de Galdós es numerosa, y en ella suelen encontrarse paradigmas de conducta moral y profesional, como Moreno Rubio o el gran Augusto Miquis. Este, con su gran versatilidad, permite al lector adentrarse por diversos escenarios de la práctica profesional, como el servicio de Higiene en el Gobierno Civil de Madrid o el manicomio de Leganés. La clase médica no fue ajena a la capacidad de irradiación en el imaginario social del prestigio científico pro-yectado por Galdós en sus obras. Vincularse a ese foco de prestigio profesional de la clase médica podía ser también una forma de acreditar el propio proyecto novelesco. Como señala J. Guillory en Cultural Capital (1993), las instituciones acreditadas generan el canon por su capacidad para regular el acceso al capital cultural; actúan como mediadoras de clase para la conformación de una identidad 12 social de grupo. La annexation, una variante de la conocida influence teorizada por Harold Bloom, permite la acumulación de autoridad y favorece el reconocimiento y la hegemonía socio-culturales, un capital que fue sabiamente gestionado por el escritor profesional que fue Galdós. Dado que, como señala I. Even-Zohar en su teoría de los polisistemas, los sistemas culturales son redes sociales complejas y, por tanto, la cultura ha de analizarse no como un producto en sí mismo, sino como el conjunto de estrategias, programas y acciones que expliquen su complejidad, su variabi-lidad y su dinamismo, me pregunto si a partir de los principios de la sociología cultural de Pierre Bourdieu y del análisis de redes vinculado a las Humanidades Digitales se podrían analizar las estrate-gias y prácticas culturales de Galdós en su proceso de profesionalización literaria; cómo se organizan sus redes personales y profesionales; cuáles pueden ser la claves que expliquen la injustificable falta de irradiación de la obra galdosiana en el panorama internacional, que contrasta con la ansiedad del autor por abrirse camino en otros espacios, como se demuestra en las cartas a Tolosa Latour en 1898, cuando expresa la necesidad de estrenar en el extranjero «pues aquí la atmósfera literaria, artística y teatral ha llegado a ser asfixiante, casi, casi mefítica» (124). El conflictivo proceso de su elección co-mo miembro de la Real Academia Española (1887), que no apoyó su candidatura al Nobel, impulsada desde 1912, frente al apoyo incondicional de la Real Academia de Medicina, que envío a la Academia Sueca su adhesión entusiasta, como recoge la prensa de la época: los periódicos destacan entre las firmas la de Santiago Ramón y Cajal —Premio Nobel de Medicina (1906) — y la del ingeniero, ma-temático y dramaturgo José Echegaray —Premio Nobel de Literatura (1904) (La Vanguardia, 29-IV-1912)—. El caso de Galdós sería relevante al disponer de materiales como su epistolario y un variado corpus documental y personal. En la misma situación se encontraría José Lázaro Galdiano quien, con su proyecto de enciclopedismo europeísta e hispanoamericanista, creó su particular campo editorial con una clara visión estratégica destinada a prestigiar la actividad cultural y a convertir esta en una fuente de canon contemporáneo y de opinión cualificada para la intervención en las polémicas y polí-ticas públicas. 6. LAS CIENCIAS DE LA SUBJETIVIDAD MODERNA Hay en toda la obra galdosiana un respeto y una admiración por la doctrina y la práctica médicas. En ellas funda Galdós una fuente estable de conocimiento y de certezas a lo largo de su producción, sobre todo en estos años de profesionalización de la década de 1880, en cuyas postrimerías comenzaría ya a ver resquebrajada su fe incuestionable en el saber científico, una bancarrota que forzaría la nego-ciación entre la fisiología y la metafísica, como se documenta en El abuelo (1897). La profesión médi-ca en Europa, como recuerda la historiadora de la ciencia Jan Goldstein, se vio favorecida por lo que Foucault denominó el poder disciplinario, por la gestión burocrática o policía médica de la locura y de la población marginal, lo que fomentó la necesidad de la especialización y la competencia entre los sectores destinados a su regulación y cuidado (Novella: 265). La Medicina se presentaba como «la corona de las ciencias humanas» por su integración de la dimensión física y moral del hombre, en palabras de Enric Novella (2009, 266). El descubrimiento del carácter moral de la locura, defendido por el célebre Philippe Pinel, favoreció la aparición del alienismo como «un proyecto de indagación sistemática en la subjetividad del loco» (Novella: 2009, 266). A partir del concepto clave de las pasio-nes (a causas morales, remedios morales) el tratamiento de Pinel se popularizó, en buena parte tam-bién por la labor de difusión de su discípulo Esquirol, el gran iniciador de la clínica psiquiátrica. La política de patronazgo que este ejerció favoreció su implantación y convirtió la monomanía, tan pre-sente en la obra galdosiana, en una categoría gnoseológica de primer orden y de extraordinaria reso-nancia cultural (Novella: 2009, 268, 2013, cap. III). La obra de Galdós, analizada por especialistas de las ciencias médicas, ofrece un muestrario des-lumbrante y preciso de casuística patológica que ilustran las teorías degeneracionistas enunciadas por B. Morel y continuadas por los psiquiatras Valentin Magnan y P. M. Legrain a las que pronto se le sumaron las novedades de la antropología criminal italiana, con las nosografías lombrosianas que tan hondo calaron en el temor burgués y alentaron su deseo de control y disciplina de la desviación de la norma (Fernández: 2008b, Tsuchiya: 2011). Pero Galdós evidencia una extraordinaria modernidad en su tratamiento de la locura; deja de percibir al enfermo mental como un otro distinto y ajeno al ser humano, una normalización de la diferencia que se vincula con el nuevo enfoque historiográfico de Gladys Swain en sus correcciones a las tesis de Foucault (Huertas: 2012, 50). La consideración del 13 sujeto psiquiátrico como una muestra de la subjetividad del individuo moderno, incluso aunque esté suspendida temporalmente, implicaba su inclusión incipiente en la sociedad democrática, como señala Huertas, quien insiste en esa relevancia que el nacimiento del alienismo tuvo en la valoración de la subjetividad y de la dimensión moral (psicológica) del individuo, en el discurso de las pasiones y de las emociones (Huertas: 2012, 51). Galdós, como explicita en La desheredada (114), logra que sus personajes encajen en la vida fisiológica una segunda vida errática, escapista, pero liberadora e impul-sora del discurso de subjetividades marginales y problemáticas con un rango principal; de su lectura puede extraerse una experiencia terapéutica por el poder catártico del reconocimiento, pues exponer los síntomas de la dolencia es favorecer un diagnóstico, que siempre comporta un alivio en el enfermo, tal como señalan Amat y Leal (201). Y como se le ha reconocido en el campo clínico, tuvo asombro-sas intuiciones psiquiátricas (Amat y Leal: 201-202). En ocasiones, las páginas novelescas asemejan historias clínicas detalladas, escritas con el rigor que merece la consulta de las autoridades médicas, como ha demostrado Robert J. Weber con apuntes previos a la redacción de Torquemada y San Pedro (1895). Hay que recordar la vinculación de Galdós con el círculo de los psiquiatras españoles liderados por J. M. Esquerdo, y su estrecha relación con varios sectores del variopinto mapa del republicanismo español. El grupo de Esquerdo abanderaba en la década de 1880 una labor de profesionalización y legitimación médico-jurídica de la psiquiatría, vinculada estrechamente a la implantación de centros privados específicos para la curación de las en-fermedades mentales; en este proceso, el lobby (integrado por reconocidos nombres como los doctores Jaime Vera o Ángel Pulido) se afanaba por ser reconocido como peritos expertos del sistema judicial; peritos que podían plantear conceptos médico-legales como la responsabilidad moral y su implicación en el Código Penal o en el diseño de la asistencia sanitaria (M. Gordon: 1972). Crímenes con gran repercusión periodística como el del regicida Otero (1879) (Conseglieri y Villa-sante), los asesinatos en serie de J. Díaz de Garayo —el conocido Sacamantecas (1880)—, el de Ma-nuel Morillo (1883) (Campos: 2012) o el del escritor Remigio Vega Armentero (1888) (Fernández: 2001), fueron utilizados como foro de exposición de las nuevas teorías psiquiátricas. Galdós, muy atento al movimiento bibliográfico y cultural del momento, era consciente del interés que esta novedo-sa dimensión del individuo despertaba en el público, y es posible pensar que la senda emprendida a partir de La desheredada, una novela inaugural de la nueva manera literaria galdosiana a partir de esa abrupta irrupción de una voz narrativa delirante en el primer capítulo, tuvieran su origen en este mag-ma de discusión científica. El discurso torrencial del padre de Isidora, la construcción de un monólogo arbitrista gestado y enunciado desde el espacio de exclusión de un hospital psiquiátrico anunciaba la descentrada posición del propio narrador, la del propio autor respecto de la tradicional técnica compo-sitiva novelesca: situado en los márgenes de la perspectiva social y de la normalidad individual, Galdós invocaba la herencia cervantina en su propuesta innovadora de prevalencia de subjetividades marginales que cuestionaban y subvertían el orden socio-moral establecido a partir de la legitimación de una subjetividad no normativa. No creo que se puedan obviar iniciativas literarias como las del psiquiatra J. Giné y Partagás, maes-tro del doctor J. Armangué, amigo de Galdós —cuya obra integraba la Biblioteca del escritor— sino es en este marco de renovación y contacto interprofesional. Las tres novelas científicas que Giné escribe a partir de 1884, como Un viaje a Cerebrópolis. Ensayo humorístico de dinámica cerebral (1884), La familia de los Onkos (1888) o Misterios de la locura (1890), responden a ese afán de difundir la cultu-ra científica contemporánea, como ha estudiado Rafael Huertas (2010). Giné condensa en el artículo “De la necesidad de popularizar el conocimiento (diagnóstico) de la alienación mental” en la Revista Frenopática Española (1903) esa necesidad de la clase médica por difundir conceptos, exponer sínto-mas y explicar tratamientos con una fuerte carga divulgativa y, cómo no, publicitaria, no en vano, Giné y Partagás era el dueño del conocido sanatorio de enfermedades mentales de Nueva Belén. Su empecinada labor divulgativa se asentaba en el convencimiento de que si la sociedad no es capaz de conocer y de identificar una enfermedad mental —un saber amenazado por las supersticiones e ideas erróneas—, no acudirá a la ciencia médica para tratar de sanar sus dolencias. Así, la interrelación temática, la contaminación de discursos y técnicas entre Ciencia y Literatura puede ser bidireccional, y en este periodo histórico las evidencias son notables y relevantes por el tras-cendental papel que desempeña la prensa como agente mediador y divulgador. Las interferencias pue-den arrancar desde la propia interiorización de las fórmulas narrativas tradicionales que determinan nuestra manera de contar experiencias, de narrar la vida y sus accidentes, como parece suceder en 14 algunas historias clínicas destinadas a la divulgación de conocimientos médicos (Fernández: 2006, 2012). Existen tesis muy sugerentes, como la de paleoantropóloga Misia Landau en su monografía Narratives of Human Evolution, donde relaciona la narrativa científica darwiniana con la tradición literaria popular, sobre todo a partir de la impregnación del mito del progreso decimonónico, en el que el aspirante a héroe supera un largo camino de perfectibilidad hasta conseguir el vellocino de oro. Los estudios de Landau en torno a la morfología de los cuentos folclóricos del crítico ruso Vladimir Propp (1928) han establecido una relación entre las estructuras discursivas con que los especialistas explican el camino en la escala evolutiva y las estructuras cuentísticas tradicionales. Sus conclusiones apuntan a que las narrativas científicas están predeterminadas por una estructura cuentísticas que ha conformado el imaginario colectivo desde la infancia, a partir de la audición y/o la lectura de los rela-tos tradicionales del folclore popular. La secuencia del héroe que en el desarrollo de su aventura vital ha de sortear todo tipo de adversidades y pruebas perfeccionadoras para obtener la recompensa final se percibe en la forma de argumentar de los científicos el camino de la evolución del mono al hombre a partir de un viaje (el abandono del hábitat primitivo) que emprende dotado con unos dones (la selec-ción natural u ontogénesis) que le ayudan a superar las pruebas impuestas por los competidores, el clima o los predadores hasta alcanzar el vellocino de oro, el premio, que no es otro que el estadio superior, el humano. Landau pretende demostrar la capacidad persuasiva de estas fórmulas narrativas en la escritura científica, la adaptación del discurso científico a unas leyes del relato, a unos procedi-mientos que facilitan la exposición de nuevas teorías. Ya lo decía Galdós, precisamente en un prólogo a otro médico, el doctor Fausto, pseudónimo de su gran amigo Tolosa Latour: la medicina podía conducir «al conocimiento total» de la naturaleza huma-na (Turner: 443). Como recoge el documentado trabajo de Harriet Turner, Galdós enumera cuatro factores que entrelazan la creación novelesca con la práctica de la medicina: la creencia positivista en la existencia real de causas verdaderas e identificables; la terapia catártica asociada al acto de hablar y de escribir; la intuición como suprema aptitud diagnóstica y la confirmación del dolor físico y moral como fuente de espiritualidad (443). Y como fuente de conocimiento, diríamos con Miquis, defensor de la entidad de los hospitales como los grandes libros dolientes donde testimoniar las experiencias de vida que han de construir la literatura en su ciclo de vida y muerte humanas: «En los hospitales —decía—, en esos libros dolientes es donde se aprende. Allí está la teoría unida a la experiencia por el lazo del dolor. El hospital es un museo de síntomas, un riquísimo atlas de casos, todo palpitante, todo vivo» (La desheredada, 129). La experiencia del dolor transforma al individuo, y su testimonio toma cuerpo como espacio de revelación tanto en la expresión literaria como en el proceso de la confesión médica. Así, miedo, dolor y sufrimiento se convierten en los estados emocionales que construyen la historia de la civilización (Moscoso: 2011, 121), y en los principales actantes narrativos de las novelas galdosianas de estos años. El imperio de la medicina en los ámbitos de la higiene privada y pública, como reguladora de con-ductas y generadora de prácticas de la mano de la eugenesia, tuvo su traslado al ámbito cultural en el que se produjo una «colonización por parte del discurso médico de la crítica y la literatura», en pala-bras de R. Cardwell (96). La anormalidad, la enfermedad pasaron a ser sinónimos de amenaza social y moral, y la medicina y sus profesionales un instrumento de control y de poder que transformaron la propia concepción urbanística en nombre de la salud, la higiene y el orden públicos. En el prólogo de Galdós a la edición neoyorquina de Misericordia, firmado en febrero de 1913 y publicado el mismo año, se presenta a sí mismo como un ciudadano que acostumbra «a flanear de calle en calle observando escenas y tipos», incluso adoptando el aspecto de médico del servicio de Higiene Municipal para poder acceder a los escenarios más depauperados y peligrosos (Shoemaker: 1962, 109). El flânneur asistía a las transformaciones y regulaciones que los expertos en urbanismo e higiene social ejecutaban en los centros urbanos a lo largo del siglo, en un proceso de modelación del Estado que afectaba a todos los órdenes y que era simbolizado por los edificios e instituciones vigilan-tes y reguladoras con los que topa el lector al asomarse a las novelas galdosianas: manicomios, escue-las, hospitales, cárceles, ministerios, academias y observatorios científicos. Espacios donde era posible canalizar propuestas para la reforma y el cambio social y cultural; donde el ejercicio novelesco podía esgrimir su rentable capacidad de interlocución. La máxima expresión de esta devoción entusiasta por la capacidad de penetración y productiva so-cial de las ciencias la asume el médico Augusto Miquis quien, no obstante, no duda en establecer una clara jerarquización a partir de la extensión del método experimental en las disciplinas modernas: 15 «Reconociendo, señores, la revolución que las ciencias naturales y especialmente la química, han hecho en la materia médica moderna, no conviene afirmar que la química, señores, forma un sistema médico por sí sola, porque antes que las leyes químico-orgánicas están las leyes vitales» (La deshere-dada, 121-22). Pero el entusiasmo de quien aspira al sacerdocio científico encontrará la resistencia estructural de una sociedad atenazada por un determinismo religioso-cultural contra el que luchará el novelista en toda su obra. Así, en mayo de 1885 Galdós envía su colaboración regular a La Prensa de Buenos Aires centrada en el “Sentimiento religioso en España”, un artículo que parece responder a un Galdós más beligerante, posiblemente porque se dirige a lectores trasatlánticos y porque ya es diputado. El escri-tor, que se inscribe en el contexto de la polémica sobre la ciencia española, exhibe un tono fatalista al concluir que sentimiento religioso ha sido «esa fuerza poderosa, ese nervio de nuestra Historia» (145), lo que explica que las únicas celebridades hayan sido los santos y que no haya habido precursores científicos, tan solo algunos genios literarios que emanciparon y secularizaron la prosa, como Cervan-tes y Quevedo. El cambio dinástico y la revolución filosófica parecieron traer a España la renovación social y política, el liberalismo y las Cortes de Cádiz, pero el «sentimiento poderoso» aún pudo inspi-rar e impulsar guerras civiles a través de «la clase que sintetiza el sentimiento religioso o los restos de él, [que] tiene todavía mucho poder entre nosotros», el clero (151). Galdós declara que sólo entre 1868 y 1873 sufrieron gran pérdida de poder y de influencia, así como el efecto de la competencia de otras «propagandas filosóficas» —como el krausismo, «un plantel de jóvenes de mérito que hicieron iglesia, núcleo, familia», pero que se desacreditó pronto, «por las exageraciones de sus sectarios o por falta de solidez en sus ideas» (152). Aunque el krausismo supuso un sistema ético y de responsabilidad social, racionalista y favorecedor de la secularización (Pratt: 9), no dejó de ser, como sentenció Manolito Peña, una aburrida e ininteligible «Teología sin Dios» (El amigo Manso, 46). Ni siquiera el protestan-tismo, que tanto se difundió tras la revolución del 68 por parte de ingleses de la Sociedad Bíblica de Londres, logró otra cosa que el desdén y la indiferencia porque el pueblo pensaba que eran «los mis-mos perros con distintos collares», asegura Galdós en el artículo de La Prensa (153). En este revelador texto periodístico, Galdós manifiesta que el clericalismo está reforzado, porque «los estudios filosóficos no parecen oponer al principio católico en España una resistencia muy enér-gica. Sea por falta de constancia o por la inseguridad de los sistemas de enseñanza» (152). El dia-gnóstico es claro: hay un déficit de liderazgo que contrarreste el peso institucional de la Iglesia y su efecto en la educación nacional. España —asegura— es «uno de los países más descreídos del Globo, hoy la gran mayoría de los españoles no creemos ni pensamos; nos hallamos, por desgracias, en la peor de las situaciones», pues no aparece la filosofía que sustituya la «eficaz energía» de la fe (152). Esa necesidad de certezas, de guía y de liderazgo, de doctrina que aglutine en torno a un mismo espíri-tu de cuerpo que tanto ansía el escritor como fuerza de progreso, explica el febril entusiasmo que des-pertó el experimentalismo científico como sistema de pensamiento globalizador, y su propia iniciativa como capitán de una propuesta de renovación literaria indisociable de un proyecto de educación y formación populares. Dice Galdós en el citado artículo: (…) el experimentalismo lo invadió pronto todo, y no se habló más que de Hartmann y Dar-win, y de si veníamos o no de los monos. Las teorías de la evolución barrieron el terreno, por fin Spencer se introdujo en los espíritus con su claridad y simpatía irresistibles. De todo esto resulta una inseguridad que no puede menos de ser favorable al principio católico, siempre uno y potente en la firme base de sus definiciones dogmáticas (152). Este texto es uno de los más contundentes de los escritos por Galdós, precisamente por su limpieza y claridad. Revela también lo que será la indagación permanente del escritor en la búsqueda de para-digmas y referentes que permitan ofrecer esos modelos de conducta o de pensamiento estables y di-namizadores que ofrezcan una alternativa a ese sentimiento religioso inmovilista y endémico. La terapia frente a la caquexia nacional viene por la vía de la educación científico-experimental que no mutile la curiosidad de los jóvenes, como las que demuestra Felipe Centeno y que se resuelve en una disección a la brava del gato muerto de una vecina. La disección infructuosa llevada a cabo en El doctor Centeno obedece a la acción del determinismo histórico, que impide que se cumplan las fases protocolarias del proceso científico (empirismo, teoría y aplicación); o tal vez obedezca a la represen-tación de una realidad innegable: que la ciencia española aún se encuentra estancada en el primer esta-16 dio de esa evolución de la ciencia, en el empírico. La terapia contra esta situación viene dada de la mano de la sensata doña Javiera de El amigo Manso (21): «Fuera santos y vengan catedráticos», pero, como matizará Miquis en La desheredada: no el modelo de «catedrático poeta, que es la calamidad de las aulas» (123). Las tres novelas en las que he venido centrándome —La desheredada, El amigo Manso y El doctor Centeno— tienen como eje la propuesta de reforma pedagógica y la necesidad de los saberes especia-lizados como fundamento de una práctica profesional rigurosa, que relegase a los pedantes y fraudu-lentos, y que asegurara la interconexión a través de un modelo de conocimiento que en nuestra jerga académica actual llamaríamos interdisciplinaridad. Ya en el espléndido libro de Gilman —Galdós y el arte de la novela europea— se recoge esa propósito axial de la novelística galdosiana desde La Fon-tana de Oro (1870) por crear «seres impregnados de historia» que propagaran «su nuevo (…) modo de conciencia» (42). La historia como vertebradora de la ficción, en la que no sólo se descubra la mímesis del producto, sino la mímesis del proceso, como señala A. Polizzi (Monleón: 8); y la novela como el género de la modernidad que la vertebra. Como señala Galdós en El amigo Manso: «Es curioso estudiar la filosofía de la Historia en el indi-viduo, en el corpúsculo, en la célula. Como las ciencias naturales, aquélla exige también el uso del microscopio» (96). Sólo siguiendo este método se puede captar «la verdad palpitante», que no es otra que la que resume con resignado dolor Máximo Manso, cuando su propuesta de que la filosofía sea el modelo rector socio-político ya ha sido derrotada —como ha señalado J. L. Mora— y ha teñido su discurso de un determinismo darwiniano: «Observa la verdad palpitante, y no vengas con refunfuños de una moral de cátedra a llamar graves defectos a los que en realidad son tan solo accidentes huma-nos, partes y modos de la verdad natural que en todo se manifiesta» (266). La voz del hombre de ciencia Maximiliano Rubín está dominada, en Fortunata y Jacinta (1886-1887), por el imperio del pensamiento lógico, articulado a partir de la aplicación obsesiva de la obser-vación y el cálculo con armas de conocimiento que le llevan a un estado de aparente desvarío mental, de locura lúcida en la que se encuentra la máxima filosófica y moral galdosiana: No contamos con la Naturaleza, que es la gran madre y maestra que rectifica los errores de sus hijos extraviados. Nosotros hacemos mil disparates y la Naturaleza nos los corrige. Pro-testamos contra sus lecciones admirables que no entendemos, y cuando queremos que nos obedezca, nos coge y nos estrella, como el mar estrella a los que pretenden gobernarlo (II, 539-540). Maxi Rubín exhibe su lucidez analítica en los últimos momentos de la novela, cuando acepta resig-nado su internamiento en el manicomio de Leganés bajo el engaño de que es un monasterio de reposo «¡Si creerán estos tontos que me engañan!» (II, 541). Ha logrado penetrar en los inaprehensibles mis-terios del Universo a través del análisis paralelo de las emociones y del alma humana, que son la sus-tancia del experimento novelesco: «ahora no temo la infidelidad, que es un rozamiento con las fuerzas de la Naturaleza que pasan junto a nosotros; ahora no temo las traiciones, que son proyecciones de sombra por cuerpos opacos que se acercan; ahora todo es libertad, luz» (II, 541). El método experimental aplicado a la Historia y a la Psicología conforma un modelo de análisis que explorará Galdós en su gran proyecto novelístico. Y este no puede estudiarse al margen del «desarrollo de los saberes psicológicos en el tránsito hacia la Modernidad y su estrecha interdependencia con la progresiva implantación de las nuevas formas de autocomprensión y reflexividad del sujeto que suelen subsumirse bajo la rúbrica de la cultura moderna del yo o la subjetividad», (Novella: 261-62). Es inne-gable la resonancia que la institucionalización de la psicología como disciplina en el currículo acadé-mico de secundaria tuvo desde la década de 1840 (457); como dice Enric Novella, «el psiquismo y sus atributos han asumido ya una presencia cultural y una posición en el orden del saber que les confieren una cierta entidad o sustantividad como objetos de conocimiento» alentados por demandas e intereses del poder liberal (y baste recordar para ello el intercambio epistolar de Ana Ozores, con su médico Benítez, a quien revela no solo su interés por los temas de «psicologías» a partir de su propio temor a caer en la locura, sino también por las lecturas de autoridades científicas como Mausley o Jules Ber-nard Luys. No obstante, las enseñanzas regladas solían centrarse en las facultades del alma (refuerzo de la voluntad y de las virtudes burguesas) en una línea de ortodoxia espiritualista poco cercana a la ciencia experimental y con patrones de reflexividad muy simples (Novella: 464-65). La labor del doc-17 tor Pedro Mata supone la lucha y superación de ese psicologicismo espiritualista contrario a la ciencia moderna, y que Mata bautiza despectivamente como yoísmo, es decir, quienes «han hecho una entidad, el Yo, la conciencia» dividiendo de forma absurda fisiología y psicología (479). La obra de Pedro Mata, presente y citada en la obra galdosiana, articula una nueva pedagogía de la subjetividad y un nuevo patrón de reflexividad humana. Clarín, con su sagacidad habitual, ya había aplaudido la destreza de Galdós en sus cuadros de «anatomía psicológica» y en el logro de expresar el «subterráneo hablar de una conciencia» (137); con estos mimbres estaba creando el estilo propio de la novela contemporánea española, estaba canalizando «las necesidades del espíritu moderno» (133) con notorias intuiciones en su análisis del individuo patológico según los paradigmas de la psicología mo-derna (Iglesias: 2006). Como ha señalado Germán Gullón, Galdós rompe la lógica novelesca cuando incorpora a su discurso, con el mismo rango que el concedido al pensamiento lógico, a la imaginación (1983); la poderosa fuerza de las ilusiones que, insatisfechas, abonarán el desengaño, fuente nutricia de la gran novela europea del XIX, como bien nos recuerda J. Oleza (1984). Comenzaba estas páginas aludiendo a la producción más reciente de las Letras españolas. Retomo ahora las palabras preliminares del lúcido Vicente Luis Mora, en la antología Mutantes. Narrativa española de la última generación (2006), en donde advierte del riesgo de «fosilización de cualquier estética literaria que no asumiera la influencia determinante de la ciencia y la tecnología sobre la for-ma de contar historias en las sociedades más avanzadas». Mora es el autor de una jugosa reseña del último libro del crítico Fredric Jameson, The Antinomies of Realism (2013), diseccionado en su blog Diario de lecturas, de indudable referencia en la red. Mora celebra que en el nuevo libro de Jameson se trascienda el habitual repaso de los grandes nombres de realistas europeos del XIX, entre los que siempre destaca la ausencia de los españoles. En este caso, el capítulo V está dedicado en exclusiva a Galdós, reconocido como el Shakespeare del realismo, junto con su Wagner, Zola, por su devaluación de lo protagónico y la trascendencia afectiva depositada en esa rica nómina de personajes secundarios que se convierten en la auténtica voz del siglo y de sus emociones. Paradójicamente, y a pesar de sus diatribas contra el realismo decimonónico y sus actuales herede-ros, V. L. Mora parece que, al definir la propuesta narrativa que ha de acompañar al nuevo milenio, está rindiendo un tributo a la obra de Galdós, también reivindicada por el premio Cervantes de 2013, Caballero Bonald, en su último libro, Oficio de lector (2013). Porque la propuesta galdosiana implica un oficio de escritor, una interacción permanente con el movimiento intelectual contemporáneo y una búsqueda de interlocución con sus agentes desde el ejercicio narrativo, legitimado ya como instancias de experiencia válida para el estudio y el análisis de los procesos históricos y culturales, así como es-pacio acreditado de mediación cultural. La literatura se ofrece como un escenario de experimentación y de revelación donde operan las claves interpretativas de la multiforme subjetividad, de la experiencia humana. Como indica Joan Oleza en el primero de los ensayos de Trazas y bazas de la modernidad (2012), en la lectura y en la propia práctica galdosianas se encuentran las claves del complejo proceso de transición hacia la modernidad en España, a pesar de que inercias discursivas hayan dificultado la valoración de un legado sin el cual es imposible entender la evolución de la narrativa española, inclui-da la generación Nocilla, mutante o afterpop. 18 BIBLIOGRAFÍA ABELLÁN, J. L., Historia crítica del pensamiento español. La crisis contemporánea (1875-1936), Vol. V (I), Madrid, Espasa-Calpe, 1988. ALAS, CLARÍN, L., “La Desheredada”, en Leopoldo Alas y Armando Palacio Valdés, La literatura en 1881, Alfredo de Carlos Hierro, editor, 1882, pp. 131-144. AMAT, E., y LEAL, C., “Muerte y enfermedad en los personajes galdosianos”, Asclepio. Archivo Iberoamericano de His-toria de la Medicina y Antropología Médica, XVII (1965), pp. 181-206. 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