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ALGUNOS ECOS DEGENERACIONISTAS EN LAS
NOVELAS DE TORQUEMADA
Rubén Domínguez Quintana
En su ensayo sobre El realismo y la novela providencial (2006), Fredric Jameson se
pregunta, entre otras cuestiones, el por qué de la insatisfacción ante ciertos desenlaces
novelescos o cinematográficos. El crítico estadounidense comenta que el final feliz constituye
una categoría existencial antes que literaria mientras que un final desgraciado puede parecer
lógico, aunque deba estar ideológicamente justificado ya sea por ―la estética de la tragedia o
(por) esa metafìsica del fracaso que dominó la novela naturalista‖ (11). No obstante no es
nuestra intención hacer valoraciones impresionistas sobre el final de don Francisco
Torquemada sino que nos interesa hablar del famoso prestamista como ―principio del fin‖.
Esto es, hacer una lectura de las novelas de Torquemada desde los principios básicos de la
teoría degeneracionista puesto que el final de las novelas de Torquemada, ya resulte lógico y
satisfactorio, ya excesivo y frustrante; puede explicarse, en parte, a la luz de las ideas médicas
divulgadas a lo largo de todo el siglo XIX y que pasaron a formar parte de la vida
decimonónica encontrando un eco considerable en sus productos culturales.
La lectura que hoy abordamos encuentra cimiento al detenernos en los cambios sociales
derivados de la mezcla de clases de la época, en las ansiedades generadas por la creciente
presencia de la mujer en la esfera pública o, como Lissorgues comenta, en las tensiones
propias de una revolución burguesa que en España no trata de consolidar un orden sino que ha
de conquistarlo (1996: 294) pero será mejor que sea el propio Galdós con sus palabras el que
nos abra el camino con su discurso de 1897. En La sociedad presente como materia
novelable, sólo tres años después de haber terminado la tetralogía del usurero Torquemada,
Galdós comenta que
Examinando las condiciones del medio social en que vivimos como generador de la
obra literaria, lo primero que se advierte en la muchedumbre a que pertenecemos es
la relajación de todo principio de unidad. Las grandes y potentes energías de
cohesión social no son ya lo que fueron; ni es fácil prever qué fuerzas sustituirán a
las perdidas en la dirección de la familia humana. Tenemos tan sólo un firme
presentimiento de que esas fuerzas han de reaparecer; pero las previsiones de la
Ciencia y las adivinaciones de la Poesía no pueden o no saben aún alzar el velo tras
el cual se oculta la clave de nuestros futuros destinos (2004: 108).
Ese futuro inquietante es el mismo que entra en escena en las novelas de Torquemada,
incertidumbre social, polìtica e incluso racial que aglomera la ―confusión evolutiva‖ (2004:
111) de la sociedad que Galdós retrata en su obra. Todo ello constituye un velado pero
constante goteo de nociones y teorías médicas que apuntan al degeneracionismo.
Es sabido que toda época finisecular adolece de sus propios fantasmas y en la transición
del siglo XIX al XX no fueron pocos los que hicieron acto de presencia. El degeneracionismo,
cuyo primo lejano podemos encontrar, quizá, en el malthusianismo de finales del siglo XVIII;
se constituye como teoría de gran difusión a partir del trabajo de B.A. Morel, Tratado de las
degeneraciones físicas, intelectuales y morales de la especie humana y de las causas que
producen estas variedades de enfermedades (la traducción es mía) de 1857 y que fue
traducido y editado por toda Europa.
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Basado en la metáfora del cuerpo individual y el cuerpo social, el degeneracionismo
comienza a dar explicación a numerosos fenómenos médicos y sociales que carecían de ella.
Ofrece una doble canalización que a todas luces resulta de gran rendimiento pues, por un lado,
sintetiza la corriente biologicista de la segunda mitad del siglo XIX a través de un somaticismo
más efectivo que los métodos anatomoclínicos. Así establece una etiología práctica y lo
suficientemente amplia como para abarcar casi cualquier dolencia. Por el otro, propicia la
identificación entre ley natural y ley social redefiniendo ―la normalidad‖. Más adelante Morel
compartirá trabajos con C. Bernard quien ayudará a establecer una tipología de
degeneraciones que ya andado el siglo, en 1885, V. Magnan y su discípulo Legrain
sistematizarán y ampliarán con las teorías darwinistas en su obra, Las degeneraciones: estado
mental y síndromes episódicos (la traducción es mía).
Tiene una peculiar carga irónica que el propio Torquemada se declare positivista (2008:
55, 552) cuando acabará siendo el objeto de la escudriñadora mirada del narrador y del lector
que presenciarán, a lo largo de su historia, el espectáculo de sus manías, de sus enfermedades
y su decadencia como si de un caso clínico de un anfiteatro universitario se tratase. Si nos
atenemos a los cuatro principios fundamentales del degeneracionismo que Magnan y Legrain
establecen en su obra observaremos que don Francisco Torquemada los cumple casi a la
perfección. En primer lugar nos encontramos los estigmas físicos y morales, como su color
bilioso (2008: 57) y la debilidad que iba adquiriendo con los disgustos que recibía hasta llegar
a ―las aprensiones y manìas patológicas, con algo de instintos de fuga y de delirio
persecutorio.‖ (2008: 519); En segundo lugar observaremos el desequilibrio, que hacìa del
Marqués de San Eloy un ser voluble que tan pronto siente impulsos de lanzarse contra la
pared (75) como cambia de humor de manera radical (517); le siguen los síndromes
episódicos, entre los cuales no podemos olvidar las inverosímiles a la par que cómicas
alucinaciones en las que habla con su difunto hijo Valentín como sucede en el capítulo XIV
de la primera parte de Torquemada en la cruz ―–Papá, papá!… –¿Qué hijo mío? –dijo
levantándose de un salto, pues casi siempre dormía medio vestido, envuelto en una manta.
Valentín le habló en aquel lenguaje peculiar suyo, solo de su padre entendido (…)‖ (165; 337)
o su variado registro de ataques nerviosos
Dicho esto, cayó redondo al suelo, estiró una pierna, contrajo la otra y un brazo.
Bailón, con toda su fuerza, no podía sujetarle, pues desarrollaba un vigor muscular
inverosímil. Al propio tiempo soltaba de su fruncida boca un rugido y feroz
espumarajos. Las contracciones de las extremidades y el pataleo eran en verdad
horrible espectáculo: se clavaba las uñas en el cuello hasta hacerse sangre (103-105).
El último y cuarto principio establecido por Magnan y Legrain, la predisposición, es el que
podemos intuir en nuestro protagonista por su temperamento enfermo aunque solo será
posible corroborarlo más adelante, cuando hablemos de su descendencia. No en vano, sus
hijos varones, ambos llamados Valentín, pondrán de manifiesto uno de los pilares
fundamentales de la teoría degeneracionista: la herencia.
Desde los inicios de su trabajo, Morel se apoyó en el Tratado sobre la herencia publicado
entre 1847 y 1850 por P. Lucas (la traducción del título es nuevamente mía y abreviada) con
lo que se pasa a explicar ―la heredabilidad, no sólo de rasgos fìsicos sino también psìquicos y
morales, asì como la propia génesis de la enfermedad mental‖ como apunta Rafael Huertas
(1987: 31). Esto hace entrar en liza algunos factores que, no por hallarse aun confusos en la
época, dejarán de tener su influencia, como la supuesta incurabilidad de ciertas enfermedades
y la observación obsesiva de los rasgos físicos por parte de la frenología. En el caso español
fueron los alienistas y los encargados de la higiene social los que introdujeron las teorías
degeneracionistas. Son médicos como J. Giné y Partagás o J. Mª Esquerdo, propietario del
Algunos ecos degeneracionistas…
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manicomio de Carabanchel, los que recogen, estudian y matizan las teorías morelianas,
evitando una adopción firme y absoluta del degeneracionismo lo cual no es óbice para que en
1889 —el mismo año de inicio de la tetralogía que hoy analizamos— J. Mª Esquerdo haga
constar entre sus pacientes un caso de excitación maníaca en el que una mujer tuvo una prole
marcada ―por el estigma de la degeneración vesánica‖ (Campos, 2000: 10) Asì mismo, otro de
los médicos alienistas más activos del periodo en Cataluña, el doctor Escuder, ―parte de la
idea de que no existe locura ni crimen sin predisposición hereditaria‖ mientras que ―La
influencia del medio ambiente, los factores sociales, no tienen cabida en su interpretación de
la locura y la degeneración‖ (Campos, 2000: 20) aunque los intereses del terapeuta catalán
estaban más ligados al campo de la criminalidad que de los médico-sociales.
La naturaleza se nos presenta, pues, como un camino de ida y vuelta entre el atavismo y el
medio social cuyo recorrido oscila entre la salud y la enfermedad, el bienestar del individuo y
la salud del grupo y, en definitiva, el temor a lo primitivo y el deseo de pureza. Ello hace
entrar en juego el concepto de ―raza‖ elevando la higiene social a una cuestión nacional que,
paradójicamente, radica en el seno de cada hogar, el centro mismo de la gran familia nacional
y social que Galdós menciona en su discurso de ingreso a la Real Academia. El mejor ejemplo
de estas inquietudes lo tenemos en la misma casa de Francisco Torquemada, ilustrando el
grado de penetración social y cultural de la tan anhelada ―higiene profiláctica‖ que Ricardo
Campos Marín y su equipo documenta en los poderes del siglo XIX y que ―buscaba prevenir la
extensión indefinida de la locura y de todas las degeneraciones humanas siendo necesario
penetrar en el interior de las familias, las maneras de vivir de una localidad, enterarse de su
higiene fìsica y moral‖ (2000: 155).
Valentín, hijo de nuestro prestamista, trae nuevamente a colación el valor de la herencia al
tiempo que nos introduce de lleno en el hogar de los Torquemada. Es el último hijo del
matrimonio entre don Francisco y doña Silvia y pasa de ser niño prodigio de las ciencias
matemáticas a niño prodigio de la Ciencia. Su madre, que murió de cólico miserere (2008:
53), no fue una mujer de mucha salud y además, según nos dice ese narrador galdosiano que
no pierde detalle, a ―doña Silvia se le malograron más o menos prematuramente todas las
crìas intermedias, quedándole sólo la primera y la ultima‖ (53). La primogénita, Rufinita, se
nos muestra como una niña normal pero será con Valentín con quien el texto nos vaya
desvelando un panorama cada vez más desesperanzador para el futuro de los Torquemada. El
benjamìn de la familia era ―Espigadillo de cuerpo, tenìa las piernas delgadas, pero de buena
forma; la cabeza más grande de lo regular, con alguna deformidad en el cráneo‖ (54).
El narrador, cargado de una ironía que roza la acidez en algunos momentos, va mostrando
el cuerpo del ―heredero‖ de la casa de Torquemada que ―es cosa inexplicable […] o tiene el
diablo en el cuerpo o es el pedazo de divinidad más hermoso que ha caìdo en la tierra‖ (59)
según comenta uno de sus maestros. El niño, que parecía un viejo, (60) llega a ser tildado de
―monstruo de la edad presente‖ (61) aunque tras caer enfermo de lo que parece una meningitis
aguda (68) que le hacía delirar con los ojos entornados (74) nunca llegaremos a saber, al
menos no por el narrador que nos cuenta estos secretos de familia, si el niño era
—como llega a decir en alguna ocasión— Cristo hecho niño o el mismísimo Anticristo
(61). Valentín Torquemada primero, y Valentinico después dan forma humana al miedo que
genera el ―bastardeo‖ de la sociedad que, como hemos comentado, lleva a la ruina del ser
humano y de la raza. Ya en la edición de 1865 de su celebérrima Higiene del matrimonio,
P. F. Monlau comenta —eso sí, incurriendo en algunas contradicciones— que ―para el
individuo, heredar es continuar a su padre y a su madre; es heredar sus bienes y recoger a la
par la herencia de sus enfermedades‖ (Monlau, 1865: 353) con lo que se reafirma no solo el
valor incuestionable de la herencia sino sus implicaciones económicas y sociales.
En el caso de Torquemada, su apellido, su casa, su fortuna, su adquirido título nobiliario
del marquesado de San Eloy, se darán de bruces contra un futuro truncado por la enfermedad
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de Valentinico, único hijo de su segundo matrimonio. A pesar de los buenos deseos de
Francisco Torquemada con respecto al nuevo Valentín (341, 342) solo hay que echar la vista
atrás para ver la sutil manera en que el texto nos desvela, por medio de los sueños de Fidela,
los malos augurios que irán haciéndose realidad pues nos relata que cuando ésta bebe vino
―caigo dormida y sueño los desatinos más horripilantes: que la cabeza me crece, me crece
hasta ser más grande que la iglesia de San Isidro, o que la cama en que duermo es un organillo
de manubrio, y yo el cilindro lleno de piquitos que volteando hace sonar las notas‖ (157). A
este efecto podemos citar el clásico trabajo de B. de Viguera que, mientras hace constar el
desacuerdo existente entre los fisiólogos de la época al respecto, habla de la influencia de la
imaginación de la mujer en el feto ―hasta tal extremo de sellarle con las indelebles marcas de
sus sentimientos, antojos, caprichos y pasiones.‖ (Viguera: 1827, 105) para luego esbozar
unos ―apuntes sobre los fetos monstruosos‖ en los que habla de fetos unidos, hidrocefalias o
acéfalos.
Parece, pues, que si —dejando teorías oníricas a parte— la herencia de la morbosidad es
una ley acertada, podemos mirar bajo un prisma distinto al nuevo Valentín que, cuando se nos
muestra por primera vez tras haber sido, como su antecesor, un embarazo delicado (374, 375);
deja al lector atónito ante la visión que el texto nos presenta: una criatura que se arrastra sobre
las cuatro patas, sujeto por bridas y que ―Berreaba, […] movìa sus cuatro remos con animal
deleite, echando babas de su boca, y queriendo abrazarse al suelo y hociquear en él.‖ (470)
Fue, el heredero de San Eloy del Águila y Gravelinas, un engaño durante el primer año de su
vida (p. 471) pues como se nos relata más adelante; tras su primera enfermedad grave
El crecimiento de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la
longitud de las orejas y la torcedura de las piernas, con la repugnancia a mantenerse
derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos […] y fríos, parados, […] El
pelo era lacio y de color enfermizo, como barbas de maíz (471).
Los esfuerzos e ilusiones de Torquemada por tener un hijo varón, un Torquemada que
borrara el dolor que la pérdida el primer Valentín y que continuara su estirpe y su patrimonio,
son meras ilusiones al asistir a los episodios violentos, los mordiscos, los gritos y los pataleos
del nuevo Valentín que, curiosamente, también gustaba del vino (472) y poseía un lenguaje
indescifrable para todo aquel que no fuera su madre (476).
Pero Valentinico no queda en una mera exposición de síntomas, antes bien, si atendemos a
la traducción que en 1895 el higienista y divulgador J. Blanc i Benet hizo de El raquitismo,
obra del médico francés J. Comby, observaremos que el último de los Torquemada reúne,
curiosamente, más de un síntoma de los que las teorías en boga establecían en el cuadro
diagnóstico de esta enfermedad. Este tipo de obras, bajo la influencia de las teorías
hereditarias y degeneracionistas, centraron su atención en la infancia en tanto estado inicial de
las enfermedades que se pretendía clasificar y atajar. De este modo apunta sobre el cerebro de
los raquíticos que
la masa encefálica (cerebro y líquido cefaloraquídeo) es más voluminosa, a veces
llega hasta la hidrocefalia. Por esta razón sin duda son tan frecuentes los espasmos
laríngeos, las convulsiones (y) los trastornos intelectuales en los raquíticos (94).
Rasgos, todos ellos, que Valentinico atesora; por no ahondar en que a simple vista se
observan las lesiones óseas, ―los huesos del cráneo, de la pelvis, del tórax y la columna
vertebral, presentan desviaciones, deformaciones, lesiones de superficie que dan a conocer la
enfermedad‖ (70) pues ―todo está enfermo en el raquitismo‖ (94) —concluye Blanc i Benet.
Sufriera o no de raquitismo el pequeño de la casa de San Eloy, es claro que cumple algunos de
Algunos ecos degeneracionistas…
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los síntomas más llamativos de dicha enfermedad cuya etiología, todo sea dicho, aun estaba
vinculada según algunos estudios, a la sífilis, a la mala alimentación según otros o al sistema
nervioso central; según los más modernos (62-63).
Tenemos constancia de que don Francisco Torquemada reunía algunas de las condiciones
más divulgadas de las teorías degeneracionistas y podemos, también, observar la influencia en
sus hijos (2008: 477). Sin embargo, los lectores no podemos esperar nada halagüeño de un
matrimonio que, como el narrador galdosiano ha hecho notar previamente, también en su
componente femenino alberga manifiestas debilidades y enfermizas predisposiciones. Así es,
hasta tal punto que compara el segundo matrimonio de Torquemada con las cavernas
pulmonares de un tuberculoso (268).
La más pequeña de las Águilas, ya nos ha sido presentada como una niña de ―color
anémico‖ y de poco bulto (126) que posee un carácter voluble, pueril y antojadizo pues
jugaba con muñecas, comía golosinas estrafalarias (156, 221), rasgos que se acentúan tras el
casamiento con Francisco Torquemada: ―Era, pues, de casada, más golosa y caprichuda que
de soltera; hacìa muecas de niño llorón, y fomentaba, con el ocio, su ‗ingénita debilidad‘‖
(269), nos explica el narrador.
El infantilismo de Fidela, sus peculiares hábitos alimenticios, su pasión desenfrenada por la
lectura de novelas españolas y francesas (295) son manías que contrastan fuertemente con su
cambio de actitud tras el nacimiento de Valentinico pues como el narrador explica
detalladamente:
Estaba la señora de Torquemada hermosísima, como si una rápida crisis fisiológica
hubiera dado a su marchita belleza nueva y pujante savia, [...] Mejoró de color,
cambiando la transparencia opalina en tono caliente de fruta velluda que empieza a
madurar; sus ojos adquirieron brillo, viveza su mirada, [...] y en el orden moral, si
menos visible, no era menos efectiva la transmutación, trocándose lentamente en
gravedad el mimo, y en juicio sereno la emotividad traviesa. Vivía consagrada al
heredero de San Eloy que, [...] andando los meses vino a ser lo que ordena la
Naturaleza, el dueño de todos sus afectos, y el objeto sagrado en que se emplean las
funciones más serias y hermosas de la mujer (389).
Este cambio, sin duda nada gratuito, y que la catapulta hasta la categorìa de ―madre
insuperable‖ en cariño y solicitud (389-390) hunde parte de sus raíces en los desequilibrios
que la propia maternidad genera, en tanto que función principal de la mujer según toda la
literatura médica, higiénica y moral de la época. Solo al ser madre, al cumplir con la ley de la
Naturaleza a la que el narrador apuntaba más arriba Fidela consigue dejar atrás la ―tensión
convulsiva‖ (389) del cariño exacerbado que la desequilibra. La radical transición que Fidela
experimenta, especialmente desde su voluble y caprichosa vida prematernal, junto a los
accesos emocionales que experimenta a lo largo de toda la historia de Torquemada apuntan en
una dirección que, si bien precisa de un profundo estudio por separado dados sus múltiples y
ricos pliegues, no quiero dejar de mencionar: la histeria. Constituida en la enfermedad
femenina por excelencia, la histeria dio lugar a innumerables estudios, publicaciones y teorías
que tienen, por mucho que difieran unas de otras, varios puntos en común. Uno de ellos es el
reiterado intento por localizar el foco de la histeria en el cuerpo de la mujer provocando lo que
Moreno Mengìbar califica como ―la conexión casi mágica entre histeria y útero, esto es, entre
una afección netamente femenina y la propia especificidad orgánico-genital de la mujer‖
(1993: 85). Puesto que la mujer ha sido definida anatómicamente y en oposición a la
―normalidad masculina‖. Lo cierto es que en una época en la que ginecólogos, neurólogos y
psicólogos no terminaban de definir los borrosos límites de sus competencias resulta de vital
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importancia recoger testimonios que, como el de Luís Oms, perdurarán durante la segunda
mitad del siglo pues cuando habla de ―localizar el sitio del histerismo‖ dice que
no puede hacerse exclusivo a la matriz, se halla sin embargo en el sistema nervioso
del aparato genital femenino, y que consiste en una excitación y perversión especial
y sui generis de este sistema, que obra simpáticamente en el nervioso general (Oms,
1840: 96).
Los procesos fisiológicos propios de la mujer como la menstruación o la gestación serán
siempre considerados como susceptibles de convertirse en estados patológicos (Jagoe, 1998:
307) que coadyuvarìan, de esta manera, al desarrollo ―simpático‖ de estados nerviosos
irregulares, la locura o la histeria. Estas afecciones generalizadas por simpatía se tornan de
vital importancia cuando encontramos a Fidela, incapaz de sostener a su hijo, convaleciente y
débil por lo que Torquemada explica de la siguiente manera: ―—¿Pero tú qué fenómenos
tienes? Si dice el doctor que son fenómenos reflejos, exclusivamente reflejos‖ (492-493). La
invisible cadena de la ciencia que vincula la mujer a su cuerpo, para que éste acabe
dictaminando su comportamiento, se hace patente en la segunda esposa de Torquemada, en
quien tenemos un ejemplo inmejorable de las teorìas ―simpáticas‖ de la reflexologìa. Estas
establecen ―una estrecha conexión entre la fisiologìa y la patologìa de los órganos genitales y
el sistema nervioso femeninos‖ (Jiménez Lucena, 1999: 197) que refrendan y se apoyan en las
teorías somaticistas que hemos observado en su hijo Valentín y su esposo, Torquemada.
Quedan, de esta guisa, explicadas, las aprensiones y asfixias que Fidela experimenta ―cual si
un corsé de hierro le oprimiera la caja torácica,‖ (492-493) y que acaban siendo parte de un
proceso mucho mayor, quizá más complejo, pero que un amigo de don Francisco, senador y
médico a la sazón, tras interrogar a Fidela ―con exquisita delicadeza y gracejo,‖ diagnostica
con tono tranquilizador en los siguientes términos: ―Todo ello no era más que anemia, y un
poco de histerismo‖ (491).
Tenemos, pues, ante nuestros ojos una prolija serie de teorías reflexológicas, visiones
somaticistas y funciones femeniles entendidas como meros desórdenes ―propios del sexo
débil‖ que rubrican el histerismo a manera de corolario de ese conjunto de ―dolencias‖ sin
identificar y que dan explicación a los fenómenos fisiológicos que quedan fuera de la
concepción androcéntrica de la ciencia. Sandra Harding en su trabajo Ciencia y feminismo
(1996) hace notar la importancia que reside en el hecho de que la ciencia se haya constituido
como discurso a parte de la sociedad. Ese lugar privilegiado desde el que mirar, analizar y
juzgar ha sido uno de los pilares del discurso científico que pretende mostrarse neutro,
siempre objetivo. No obstante, Harding da una interesante vuelta de tuerca a este marco
inamovible de la ciencia preguntándose ―¿por qué es tabú decir que la ciencia natural es
también una actividad social, un conjunto de prácticas sociales, históricamente cambiante?‖
(36). Efectivamente, si atribuimos a la actividad científica, y a su vertiente médica dado el
tema que hoy tratamos, ―Si considerásemos la ciencia como una actividad plenamente social,
empezaríamos a comprender las múltiples formas en las que, también ella, se estructura, de
acuerdo con las expresiones de género‖ (51). Y podemos, asì, entender aun mejor esta red de
teorías, políticas y prácticas médicas sobre la mujer, sobre Fidela. Parece, entonces, poco
discutible el hecho de que la categoría de género es una gran influencia a la hora de establecer
y diagnosticar patologías ahora bien, el texto galdosiano hace gala de una riqueza inusitada
que nos sorprende haciendo entrar en juego a un hombre en el terreno de estas enfermedades
catalogadas como propiamente femeninas.
Ya sea por la vacilación teórica de la época en torno a la histeria o sea por el carácter social
de la ciencia que Harding defiende en sus estudios de género, el hecho es que en las novelas
de Torquemada nos encontramos con que Rafael, el único hermano varón de las Águilas,
Algunos ecos degeneracionistas…
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tiene algunas tendencias histéricas o, al menos, monomanías con puntos de contacto con
algunas de las manifestaciones del variable concepto de histerismo. Si atendemos al trabajo
del ya mencionado Baltasar de Viguera de 1827 podemos comprobar la constante vacilación
entre los focos de la histeria así como la poco sistemática distinción que lleva a cabo entre
histerismo e hipocondría. Según este divulgado autor, la histeria es propia de la pubertad
mientras que la hipocondría se da más en la edad adulta, especifica la localización de la
primera en la matriz de la mujer mientras que las afecciones en el hombre son en el hígado y
en el bazo; a esto se le debe añadir la expansión y buen ánimo constante de la una en contraste
con el humor mustio del hipocondríaco o la distinta calidad de las funciones gástricas en unos
y otras (106-114). En este rudimentario esbozo médico de principios del XIX podemos
encontrar algunas de las manifestaciones que Rafael del Águila exhibe a lo largo de las
novelas de su repudiado cuñado Francisco Torquemada pues en el hermano ciego de Fidela y
Cruz encontramos numerosos accesos de melancolía. La añoranza de tiempos pasados que
evoca como gloriosos en su familia: ―¡Ah! Cruz y tú, que conserváis la vista, habéis perdido
la memoria. En mí sí que vive fresco el recuerdo de nuestra casa...‖ (222). El cambio de
estado familiar, verse bajo el mando y el apellido del bruto Torquemada exaspera al mediano
de los otrora ilustres Águilas provocando en él esa melancolía impropia de un hombre en sus
cabales que vive en su imaginación los tiempos pasados como su hermana le recrimina:
Déjame, déjame que me aparte de este mundo y me vuelvo al mío, al otro, al
pasado… Como no veo, me es muy fácil escoger el mundo a mi gusto.
— Me entristeces, hermano. Digas lo que quieras, no puedes escoger un mundo, sino
vivir donde te puso Dios (223).
No podemos determinar si Rafael es un hipocondríaco según Viguera o un histérico en
potencia. Tampoco Luís Oms (1840), quien coincide parcialmente con Viguera en sus
reflexiones sobre las enfermedades de las mujeres, nos sirve para emitir un diagnóstico sobre
el invidente cuñado de Torquemada pero el pilar de la teoría degeneracionista, la herencia, sí
se erige una vez más como factor fundamental que el narrador galdosiano, nunca al azar, ha
hecho notar en la segunda parte de Torquemada en la cruz. Los antecedentes paternos
ejercerán sobre Rafael una innegable influencia que acabará por marcar el destino suicida del
único hermano varón de las Águilas así como su cambiante y taciturno carácter, no en vano se
nos dice: ―A papá le quitó de la mano don José Donoso el revólver con que querìa matarse…
Murió de tristeza cuatro meses después… ¿Pero qué, lloras? ¿Te lastiman esos recuerdos?‖
(223). Estas líneas resultan de gran valor a la hora de entender los impulsos maníacos de
Rafael que, entre otras muchas manifestaciones, siente una profunda aversión hacia su sobrino
Valentinico hasta el punto de que ―Fue tan vivo una tarde el instintivo aborrecimiento a la
criatura, que por apartarla de sí con prontitud para evitar un acto de barbarie, a punto estuvo
de dejarla caer al suelo‖ (401). La temida barbarie sirve de etiqueta a todo aquello que la
ciencia aun es incapaz de catalogar y homogeneizar bajo la concepción burguesa del sujeto
sano, física y moralmente: ―lo normal‖. Las alteraciones de Rafael, melancólico de
trasnochados ecos románticos, hombre desubicado físicamente por su ceguera y socialmente
por su apego al pasado familiar, arranca en sus vaivenes presa de la más notoria neurosis que
le lleva a reír alocadamente:
[…] Rafael está enfermo, muy enfermo.
— Pues si esta mañana se reía como un descosido.
— Precisamente… ese es el sìntoma. […]
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— Lo mejor — indicó Fidela ocupando su asiento en la mesa, y mirando con sereno
y apacible rostro a su marido–, será llamar a un médico especialista en enfermedades
nerviosas… Y cuanto más pronto mejor… (281).
Las instrucciones al tacaño Torquemada son claras por parte de las hermanas de Rafael:
―—No podemos consentir que tome cuerpo esa neurosis‖ (281) temiendo que se trate de lo
peor. Fuere un caso de ―hiponcondrìa‖, una vulgar ―monomanìa‖ o una simple depresión del
estado nervioso el fantasma del histerismo aparece al final de este capítulo cuando Fidela
propone una solución muy singular: ―—Pues en vez de llamar al especialista, llevamos a
Rafael a Parìs para que le vea Charcot‖ (282). Esta alusión al celebérrimo médico francés que,
como bien documenta Didi-Huberman, se convierte en el director del hospital de la
Salpêtrière y en la mayor autoridad en los estudios sobre histerismo de la época, hace entrar
en liza la posible histeria de Rafael la cual si bien no puede ser confirmada, ha de pertenecer a
una de las enfermedades que Giné i Partagás estudia y escalona en su trabajo de la manera
siguiente: melancolía, extasis, manía, locura, delirio y demencia, pudiendo ser simples o
compuestas (Campos Marín, 2000: 12). Sin embargo lo realmente relevante para nuestra
lectura de estas filtraciones de los discursos médicos en el relato novelístico es la manera en
que la enfermedad, antes bien, lo considerado anormal; se instituye como dispositivo de
conocimiento con miras a diversos fines: mejora y control social, depuración de la raza,
pervivencia del capital, diseño de políticas, etc. De ahí que resulte tan amargamente irónico
que Francisco Torquemada, diputado, declarado positivista (55) y discípulo de la higiene
(319) no solo sea portador de cierto atavismo que le lleve a la ruina física sino que aloje en su
propia casa a toda una saga abocada al más profundo de los fracasos existenciales. Todo ello
lo alinea junto a los discursos más pesimistas alimentados por las ansiedades
degeneracionistas que toman forma de cataclismo social en las palabras del suicida (255-256)
Rafael del Águila: ―Si no viene pronto el cataclismo social, será porque Dios quiere que la
sociedad se pudra lentamente, y se pulverice toda en basura para mayor fertilidad de la flora
que vendrá después‖ (400).
Esa naturaleza que se nos muestra desde todos los rincones del texto como la fuerza
inquebrantable, ―[…] la madre, la médica, la maestra y novia del hombre...‖ (544), se impone
en las vidas de los personajes que el narrador galdosiano va retratando a medida que sus vidas
y sus patologías se funden en símbolos de un naturalismo aun por explotar y en los ecos del
degeneracionismo cuya alargada sombra alcanzará los primeros años del siglo XX. Es gracias
a estas coordenadas médicas y otras muchas que esperan su estudio por las que podemos
arrojar renovada luz sobre la obra galdosiana. Herencia, degeneración, raquitismo,
hipocondría e histerismo se convierten en hilos que ayudan a leer las novelas de Torquemada.
La enfermedad, como estado de carencia de salud, puede verse como un mero hecho narrativo
que acontece a los personajes, una parte más del relato pero si, como Galdós en su discurso de
ingreso a la Real Academia, entendemos y examinamos las condiciones del medio social
como generadoras de la obra literaria (Galdós, 2004: 108) es posible ver más allá. La teoría
degeneracionista, divulgada por toda Europa, pasa a formar parte del relato galdosiano, a
impregnar con los ecos de su discurso el devenir de una novela que, como su protagonista,
está abocada al trágico final de una saga malograda que no escapa a los miedos y ansiedades
de una sociedad convulsa que no termina de reconocerse en sus constantes cambios.
Algunos ecos degeneracionistas…
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