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HABLA, MEMORIA. HISTORIA, MEMORIA Y
POSTERIDAD EN VIDA DE GALDÓS (1843-1920)
Anna Caballé Masforroll
El 3 de mayo de 1888, Leopoldo Alas escribe a Galdós una carta datada en Oviedo en la
que le solicita su colaboración para una semblanza biográfica del novelista canario:
Mi querido don Benito: Me han encargado de escribir en 32 páginas una biografía-crítica
de Vd. para comenzar la biblioteca del Sr. Barros y le ruego que me mande
aquellos datos biográficos y autobiográficos que crea oportuno hacer conocer al
público. Como hay ya varias biografías de Vd. espero que le mereceré yo algo
excepcional y que no sepa todo el mundo. Tómese el trabajo de dedicarme una hora
apuntando en letra clara, como esta verbigracia, que se entienda bien, lo que Vd.
quiere que el público sepa por mi conducto de su infancia, juventud, años de
aprendizaje, historia de sus libros, traducciones de los mismos, etc. etc. Ya sé que me
veré negro para meter en 32 páginas eso y algo de lo mucho que yo sé de Vd. sin que
Vd. me lo cuente, pero haré lo que pueda para sintetizar, como dicen los animales.
En fin, Vd. ya me entiende, que quiero algo nuevo, que pruebe que Vd. me dice a mí
lo que no dice a todos. Esto no es pedirle que Vd. me cuente sus primeros amores, si
no quiere.1
La carta continúa, no mucho más, aunque no vuelva a hacerse referencia al ruego que le
hace y que acabo de leer. Como habrán reparado ya, Clarín se comporta en ella como
cualquier biógrafo ávido de que su biografiado, ni que sea ocasional como Galdós respecto a
Clarín, muestre con él la elocuencia que no ha manifestado con otros. Siempre ha sido así y
siempre será así: el biógrafo, fuere quien fuere, dependiendo para su trabajo de la información
que en buena parte no puede obtener por sí mismo porque se halla depositada en la memoria o
conocimiento de otros. Galdós le responde con serias objeciones acerca de la idea de Clarín
en una carta importante para conocer la postura del novelista canario: ―Eso de los datos
biográficos me tiene preocupado. ¿Qué datos le voy a dar? No se me ocurre nada. Debo
decirle que siento cierta repugnancia a entregar al público la vida privada‖.
2 Afirma detestar la
familiaridad con el público; muy al contrario cree que debe interponerse ―una pequeña
muralla de la China‖ entre ambos a fin de presevar la propia libertad. Pero ante la insistencia
de su amigo y gran admirador, el novelista canario aprovecha la calma del verano
santanderino para facilitarle la labor:
Mi patria es Las Palmas, ciudad de las Afortunadas. Nací el 10 de mayo de 1845, de
manera que ya pasé ¡ay Dios mío! De los 43 años. Créame v. Que nada se me ocurre
decirle de mis primeros años. Aficiones literarias tuve desde el principio; pero sin
saber por donde había de ir. Vine a Madrid y estudié la carrera de leyes de mala
gana. Tengo una idea vaga de que en los 3 o 4 años que precedieron al 68 se me
ocurrían a mí unas cosas muy raras.3
Esas cosas raras confluyen en la escritura de su primera novela La Fontana de Oro y a
partir de aquí Galdós va enhebrando desmañadamente la secuencia de su obra literaria [que
Clarín conoce de sobra] e insistiendo en la absoluta falta de interés de cuanto le escribe a su
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amigo. Es una carta cuyo contenido no podía satisfacer de ningún modo al autor de La
Regenta, de modo que le contestó a vuelta de correo diciéndole que él necesitaba otra cosa.
Yo no tengo aquí ninguna biografía de Vd. [escribe Clarín de nuevo] y de memoria
no se puede dar esa especie de cédula de vecindad que en toda biografía se necesita;
yo apenas sé dónde ha nacido Vd., sé que fue en Canarias, pero eso no me basta. Si
Clarìn, que pasa por amigo de Vd. se descuelga diciendo ―Pérez Galdós nació en
Canarias hará unos cuarenta años y después de estudiar con regular aprovechamiento
latín y otras especies se trasladó a la península donde se puso a escribir novelas y tal
como quien se bebe unos vasos de agua‖ se dirá que no traigo ningún dato nuevo, y
que todo eso pude preguntarlo en la portería de su casa. Compréndame Vd., por los
clavos de Cristo, que apura el tiempo. Yo necesito saber de Vd. algo más que
cualquier provinciano que llegue a Madrid con su familia y les diga a sus hijos al
verle pasar —―Mirad, ese es un gran novelista, se llama don Benito y nació en
Canarias‖. ¡Canario! Eso es poco, don Benito: yo quiero hechos, hechos, como los
positivistas (...) Dígame Vd. a mí tanto como haya dicho a otros... y algo más si cree
que lo merezco. ¿Es que le da vergüenza haber nacido en martes, por ejemplo? Pues
pondremos lunes, pero vengan los datos.4
La carta, de la que he extraído los pasajes más risueños, es más larga y Clarín en ella ya no
tiene otro tema que resultar convincente ante su amigo para que por fin se abra con él y le dé
la información que le es indispensable para poder armar una semblanza biográfica en
condiciones. Reparen en que si en la primera solicitaba con seguridad y desahogo más cosas
de las que Galdós había dicho nunca, por ser él quien era, en esta segunda ya se conforma con
que le diga lo que supone habrá dicho a otros. Galdós, sin embargo, no se da por aludido y
sigue sin colaborar más que lo indispensable para evitar un desaire. Clarín se desespera. En
carta de agosto, es decir tres meses después, el autor de La Regenta le recuerda que no le ha
enviado nada que pueda serle de utilidad y que el editor ha hecho ya publicidad del escrito
que todavìa no existe. Clarìn baja un nuevo escalón, y definitivo, en sus peticiones: ―Por Dios,
le ruego que cuanto antes me envíe algún artículo biográfico en que consten las señas de Vd.:
lugar y fecha de nacimiento, etcétera. En fin, lo que no puede omitirse‖.
Sigue pensando que a él Galdós deberìa darle algo más de lo que saben los otros, pero ―si
tanto puede la pereza, vengan al menos los generales de la ley‖. Y acaba: ―Espero tener en mi
poder antes de ocho días lo que le pido. Si no... no es Vd. mi amigo o será de bronce o peña.
Vengan los datos‖.
Como ven, Clarín sigue confiando en su colaboración aunque ahora apela ya a la
continuación de su amistad para lograr que Galdós colabore. Sin embargo, el autor de
Fortunata y Jacinta sigue imperturbable negándole los datos a su amigo. Es evidente que no
lo hace por pereza un hombre como él y con su capacidad de trabajo —(eso podría explicarse
en otra novelista casi canaria, Carmen Laforet, que apenas contestaba su correspondencia
profesional)— sino que obedece a una profunda convicción o deseo de mantener su vida
privada al margen de su obra literaria. Para Pedro Ortiz Armengol5, por el momento, y a pesar
de las deficiencias, su biógrafo más completo, esa sistemática ocultación, la falta de unos
perfiles capaces de alimentar y mantener el mito, ha impedido la proyección universal de
Galdós, al modo de otros novelistas de su talento como Balzac, Zola, Dickens o Tolstoi,
novelista con el que Galdós muestra interesantes correspondencias en su denuncia social y en
el deseo de dilucidar la autenticidad, o no, del sentimiento religioso tan dominante en su
época.
Siete meses después, en diciembre del 88, Clarín sigue reclamándole datos. Le confiesa
que a pesar de las reclamaciones del editor aún no ha iniciado su semblanza y es que no sabe
IX Congreso Internacional Galdosiano
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cómo ponerse. ―¡Me ha dicho Vd. tan poco! Casi nada: vengo a saber de Vd. (salvo lo que yo
he visto, observado y adivinado) lo mismo que cualquiera que sepa que nació Vd. en Canarias
sobre poco más o menos, isla arriba o abajo‖. La situación podrìa ser desesperante, pero
Clarín parece resignado ya a escribir su dichoso folleto sin datos (o con los pocos que le ha
proporcionado Pereda sobre cómo conoció a Galdós y con lo que él mismo puede añadir de su
cosecha). De modo que en carta posterior, no fechada, le dice cómicamente airado: ―Nunca
me ha contestado Vd. a mi última carta ni me ha mandado más datos. Ya no los quiero, llevo
casi mediada la biografìa‖. Clarìn ha acabado por tomarse a broma el silencio empecinado de
su amigo y colega y ha hecho lo único que puede hacerse en estos casos que es componérselas
como se pueda. Así lo admitirá en el prólogo a su librito,6 utilizado por Pedro Ortiz Armengol
para ilustrar la actitud secretista del común biografiado. Escribe Clarín entonces con mucha
retranca: ―Y después de larga y amabilìsima correspondencia vinimos a parar en que Galdós
no sabía a punto fijo lo que eran los datos, lo que se le pedía; y en que, en todo caso, él había
nacido en Las Palmas‖. Es de suponer que Galdós al leerlo respirarìa aliviado y más en una
época en que vivía un romance apasionado con la escritora Emilia Pardo Bazán que sin duda
aumentaba la experiencia de clandestinidad que sentía en general respecto a su vida privada y
sentimental. Aunque lo ocultó acusando recibo de la biografía con gran emoción y simulando
arrepentirse de su escasa colaboración: ―Caramba, ¡que siento no haberle dado ahora algunos
datillos!‖.
7 Por su parte, también doña Emilia hará frecuente mención, en su deliciosa
correspondencia con Galdós, de su notable astucia para mantener oculta del público su
relación sentimental. Mérito notable si tenemos en cuenta la avidez del público en cualquier
época, antes como ahora, por conocer los pliegues más privados de la vida más pública. Doña
Emilia, a ese talento de su amante, lo llamará ―maquiavelismo‖: ―El maquiavelismo corre de
tu cuenta. Desempeñas tan bien ese negociado maquievelistiquidisimuliforme‖ le comenta a
punto ambos de emprender lo que, de nuevo la novelista gallega, llama un ―esquinazo
europeo‖. Sobran las aclaraciones.
Pero volvamos al librito de marras: Galdós es novelista, cada vez le cuesta más parir sus
novelas y ha nacido en Las Palmas. Sobre esos tres hechos Clarín tuvo que arreglárselas,
porque datos no hubo.
Se preguntarán Vds. a qué viene insistir en la correspondencia cruzada entre los dos
amigos sobre la espinosa cuestión de una posible biografía de Galdós escrita por Clarín si el
tema que nos debe ocupar es la autobiografía. Cierto. Pero antes me gustaría subrayar que la
concepción que muestran ambos escritores sobre la biografía es típica del siglo XIX. La de
Clarín inquiriendo sobre la vida de Galdós de una forma genérica, sin plantear cuestiones
concretas, y en realidad esperando obtener pequeñas noticias anecdóticas de la vida de su
amigo que acompañen los comentarios que tiene previstos sobre la obra y sobre lo que
representa su figura en el seno de la cultura española.
Galdós, por el contrario, quiere mantener alta la barrera (esa ―pequeña muralla de la
China‖ de la que hablaba) que separa la personalidad psicológica del escritor de su universo
literario. Es como si él, por extraño que nos pueda parecer hoy, no estuviera interesado en
proporcionarse a sí mismo una estatura monumental facilitando una puesta en escena
adecuada para engrandecer, a ojos de los demás, su propio proyecto literario con las hazañas
que se esperan de un genio. El suyo no es el caso de Chateaubriand, por ejemplo, ansioso por
construir su propia leyenda, aspirando idealmente a una fusión de su propio ser con el cuerpo
de la Historia. Galdós, por el contrario, escribirá a disgusto unas memorias que a pesar del
título no ejercen ninguna de las funciones que implica el género, que ya lo implicaba cuando
él aceptó su publicación. Galdós calla, callaría hasta el final, y sobre ese silencio se han
detenido múltiples biógrafos, confundidos, como lo estaba Clarín, a la hora de edificar una
biografía a la altura excepcional de la obra que dejara escrita. Mi tesis es que es una actitud
que le caracterizó en vida y a la que se mantiene fiel en la escritura de sus Memorias de un
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desmemoriado, independientemente de su estado de salud y de lo avanzado de la edad en que
las escribe, o que las dicta, cinco años antes de morir y todavía ajeno al quebradero de cabeza
que le ocasionaría Luis Ruiz Contreras con sus pretensiones de emularse con el autor de La
desheradada. Lo sabemos, Galdós hace sus Memorias por encargo de los directores de la
revista La Esfera Ilustrada, y cobra por él un sustancioso anticipo (según indica Federico
Carlos Sáinz de Robles). Era el procedimiento habitual, así había ocurrido antes con Zorrilla y
sus Recuerdos del tiempo viejo escritos ventajosamente para Los Lunes de El Imparcial en un
momento de quiebra económica (como la sufrida por Galdós), o bien con Mesonero Romanos
y sus celebradas Memorias de un setentón escritas para La Ilustración Española y Americana.
También Antonio Alcalá Galiano había publicado pasajes de sus interesantes Memorias con el
título Recuerdos de un anciano para la revista La América, entre 1862 y 1864. Con la
diferencia de que mientras la mayoría de los autores mencionados acogen la iniciativa
periodística con entusiasmo e incluso se muestran dispuestos a hablar de sí mismos (caso de
Alcalá Galiano y de Zorrilla), éste no será el caso de don Benito que compone sus Memorias
de un desmemoriado forzadamente, después de muchos ruegos, y, de nuevo, como ya hiciera
con Clarín, con la intención simplemente de salir del paso. Federico Carlos Sáinz de Robles,
uno de sus primeros estudiosos, siempre puso el acento en las condiciones físicas en que el
novelista canario abordó el encargo:
En verdad no se trata de unas Memorias debidamente ordenadas y desarrolladas, sino
simples recuerdos de su vida (en la mayor parte anteriores a 1900), algunos de los
cuales [como el viaje a Inglaterra, por ejemplo, o su relación con Toledo] ya quedan
referidos en otras obras suyas. Debe tenerse en cuenta que Galdós, ciego por
completo, entristecido, la mente empezando a turbarse, no estaba preparado para una
empresa que, de ser completa, hubiese llenado muchos volúmenes.8
No lo estaba, en efecto, pero la cuestión es que de cualquier modo él no deseaba escribir
sus memorias. Pero Sáinz de Robles hace muy bien en recordar al lector que Galdós se halla
en el punto más bajo de su vida, que ha sufrido desgracias irreparables como la ceguera o la
ruina económica y ha visto cómo algunos de sus compatriotas se movilizaban contra él para
evitar que le dieran el Premio Nobel, hecho que debió causarle una amarga decepción. Tal vez
lo peor de todo sea que, por culpa de su ceguera, apenas puede leer y escribir y eso para un
hombre de su envergadura, capaz de levantar mundos, de describir emociones
apasionadamente, de construir personajes tan vivos que todavía hoy siguen en la memoria de
todos, debía causarle una profunda debilidad. Un hombre así parece invencible y más que
capaz para hablar de sí en unos términos memorables y, sin embargo, es posible que su obra
se escribiera al borde de un acantilado. Ciego y sin poder escribir el acantilado debía
imponerse.
Reparemos para empezar en que el hecho de que tuviera que dictar sus memorias ya es
muy revelador, porque el dictado hace prácticamente imposible la introspección. Recordemos,
muchos años después, cuando Carlos Barral da comienzo a su primer libro de memorias, Años
de penitencia. Empieza dictándolas a su mujer Yvonne, como sabemos gracias a la
publicación de sus diarios por Carme Riera, y sólo a medida que avanza el proyecto y se da
cuenta del esfuerzo literario y moral que requiere abandona el dictado para entregarse a la
escritura del texto, y de los siguientes, con dedicación creciente. Ahora sus Memorias son el
texto de referencia cuando se habla del escritor.
En Galdós no hay motivación autobiográfica, como antes no la hubo biográfica, de modo
que cabe preguntarse si es razonable juzgar un texto que no se ha deseado escribir por los
resultados obtenidos. Difícilmente serán apreciables si detrás no hay la menor voluntad de
acierto. Y no la hay, independientemente de su estado. Por poner un ejemplo, recuerden que
IX Congreso Internacional Galdosiano
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sus Memorias se abren con la tópica referencia narrativa a un amigo que ha entretenido su
ancianidad esbozando algunos recuerdos y enfrentándose a la desmemoria propia de la edad.
El narrador aconseja a su amigo que siga adelante, de tal modo que lo que el lector lee a
continuación es el supuesto ejercicio memorialístico de ese amigo innominado. Pero Galdós
se olvida inmediatamente de la estratagema urdida para ocultarse tras el velo de la interpósita
persona y aborda directamente la narración, de modo que los hechos vividos supuestamente
por su amigo —la escritura de La Fontana de Oro, de Gerona y de tantos libros más—
coinciden punto por punto con los pertenecientes a la biografía del propio novelista. No sólo
eso sino que el narrador insistirá en la veracidad del relato, olvidado su autor del amigo
cuando escribe: ―Creo que aquel mismo dìa se formó el Gobierno provisional, cuyos nombres
omito, porque pertenecen a la Historia, bien conocidos de todo el mundo, y sigo narrando la
historia anecdótica, principal asunto de estas páginas, tan verìdicas como deshilvanadas‖.
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Entiendo que la vocación autobiográfica es una vocación literaria como cualquier otra.
Alguien puede ser un gran escritor, o escritora, y no arrancar a su pluma una gota de tinta para
relatar sus historias personales. Es el caso de Galdós.
En todo caso, los hechos descritos en sus memorias son los que él quiere que sean: sus
primeras tentativas literarias escribiendo dramas y comedias que nunca verían la luz, el viaje
iniciático a París, la lectura maravillada de Eugénie Grandet que le inclinaría decididamente
al cultivo de la novela (experiencia en la que Galdós concentra su ya sólido conocimiento de
Balzac), el regreso a España, los atisbos vividos en primera persona de la revolución de 1868,
la idea de escribir los Episodios Nacionales (con una voluntad sólo comparable a la Comedia
Humana de Balzac), la honda amistad surgida con Pereda, los viajes a Europa con Pepe
Alcalá Galiano, su profunda relación con tres ciudades españolas: Madrid, Santander y
Toledo y por último sus cuitas como editor de su propia obra. De forma muy sucinta esta es la
materia evocada en sus Memorias de un desmemoriado, que muy pronto como ya se ha dicho
se olvidan del recurso al supuesto amigo e intermediario narrativo para encontrar un nuevo
hilo conductor: la interpelación teatral a la memoria. ―Habla, memoria‖ es la invocación
utilizada a menudo por Galdós, mucho antes de que Vladimir Nabokov hiciera hablar a la
suya en uno de los textos más brillantes de la escritura memorialística de todos los tiempos:
―Ven acá, memoria mìa, y ayúdame‖. O bien: ―Memoria: ¿se me ha olvidado algo? Si llevas
cuenta de los olvidos, guárdalos para otra vez‖.
La palabra memoria, cuando la invoca Galdós, en 1914, ya posee una formidable riqueza
semántica. A medida que avanzaba el siglo XIX la memoria iba concentrando sobre sí la
atención de la historia, la filosofía, la literatura y la psiquiatría, hasta alcanzar entre 1880 y
1914 su máxima brillantez. Lo tenía muy presente el neurólogo Santiago Ramón y Cajal al
publicar en 1901 sus Recuerdos de mi vida. Mi infancia y juventud, que después ampliaría con
dos nuevos volúmenes. Escribe Cajal en el prólogo a la segunda edición, de 1917:
Allá por los años de 1896 a 1900 se puso de moda el género de la autobiografía.
Varios ingenios, en su mayoría pertenecientes a los gremios militar, político y
literario, iniciaron esta moda literaria redactando interesantes Recuerdos. Yo fui un
caso claro de contagio de la general epidemia.10
Y en términos intelectuales y europeos pensemos en las obras de Henri Bergson, de Marcel
Proust y de Sigmund Freud: los tres aportaron modificaciones fundamentales en la relación
del individuo con su propio pasado, materializando aquello que el historiador francés Pierre
Nora llama un ―transfert de mémoire‖, un desplazamiento estructural de la memoria del
campo histórico al psicológico.
En ese sentido, la memoria, en el cambio de siglo, ya no se verá como una función
centrada en la evocación de hechos, imágenes o palabras que sucedieron en el pasado sino que
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la evolución científica y filosófica, el marcado gusto por el análisis psicológico y la
introspección que impone la ―gran novela‖ del XIX, así como la progresiva disociación entre
la esfera de lo colectivo y la esfera de lo personal, transformarán la memoria en un elemento
central de la identidad y no un mero depósito de citas y acontecimientos. Ello explica el auge
de la escritura memorialística decimonónica en toda Europa como un ejercicio que define y
singulariza al individuo frente a su tiempo. Y esa memoria individual irá enriqueciéndose con
nuevas propiedades (reminiscencia, amnesia, inconsciente), de nuevas modalidades
(nostalgia, memoria involuntaria) y nuevos dominios de aplicación (la infancia, la sexualidad,
los traumas psíquicos) gracias al desarrollo de su conocimiento pero también y sobre todo al
enriquecimiento y profundidad de campo que proporcionan las novelas de introspección,
hasta el punto de hacer de la actividad mnemónica un paradigma esencial de la existencia
humana.
Es un cambio epistemológico en la función de la memoria en el que Bergson, el filósofo
más influyente en su época (como ahora lo pueda ser Peter Sloterdijk), interviene
decisivamente. En Materia y memoria: ensayo sobre la relación entre cuerpo y espíritu, tal
vez la más perfecta de las obras de Bergson (1886) el filósofo quería demostrar que no hay
una correspondencia entre el cuerpo y el espíritu. Bergson pasó cinco años sumergido en la
literatura científica sobre neurología y fisiología tras los cuales afirmó que la actividad
psíquica, en su opinión, no podía explicarse a través del cuerpo. Según él la memoria (que es
como decir la mente, o el alma) es independiente del cuerpo, no sólo eso sino que lo utiliza
para llevar a cabo sus propios fines. Bergson distingue dos formas de la memoria: la primera
compuesta por las imágenes-recuerdo y la segunda por la memoria pura, coextensiva a la
conciencia en su relación con la primera. El ejemplo es ya clásico: yo estoy trabajando en mi
despacho y mientras escribo estas líneas suena la hora en un reloj vecino. Pero mi oído,
distraído, no lo percibe hasta que han sonado ya varias campanadas; no las he contado. Y sin
embargo me basta un ligero esfuerzo de atención retrospectivo para, intuyendo la hora que
puede ser, hacer la suma de las campanadas que han sonado y añadirle las que oigo. Al oponer
el tiempo mecánico de la ciencia o del reloj el tiempo vivido por el individuo (la durée, que
implica elaboración continua, trabajo interior de maduración o de creación), Bergson
identifica en la memoria dos campos de ejercicio diferentes y desprende una parte de la
actividad mnemónica del clásico modelo de aprendizaje y conservación. La memoria no sólo
acumula información, es también una función indicadora del grado de atención a la vida,
porque existe en relación dinámica a la acción, es inseparable de ella y no una mera
archivadora de acontecimientos. Años después, Bachelard, en La poética del espacio, se
revolvería inquieto ante sus comentarios, que entendía despreciativos hacia palabras como
archivo o cajón: ―¡Qué desdén cuando Bergson habla de los archivos!‖ exclama, dolido,
Bachelard que los defenderá apasionadamente en su libro, un texto fundacional de la teoría
autobiográfica, entendiéndolos como verdaderos órganos de la vida psicológica secreta.
Pero volvamos a Galdós porque la mera referencia a Bachelard es suficiente para que me
distraiga del todo y no sólo en parte, como las campanadas del reloj en el oído de Bergson. Y
la pregunta es: ¿cuál es la naturaleza de la memoria invocada repetidamente por el novelista?
Podría decirse que en sus manos la memoria —que él llama musa, ninfa y cuando piensa en
canario la nombra ―mi niña‖— se convierte en un personaje más del texto, que revolotea a su
alrededor, se adelanta en alguna de sus decisiones —como cuando interrumpe una tediosa
descripción de Roma para introducir un nuevo tema, el viaje a Nápoles: ―Esto sì que es
divertido, dueño mìo‖, le dirá, conduciendo su memoria de la mano hasta el mismo cráter del
Vesubio.
La musa que invoca Galdós es traviesa. Busca diversión y no le preocupa la coherencia del
recuerdo. En realidad, el escritor no ve la memoria como la severa Mnemósine, habitante del
Parnaso y siempre envuelta en un manto con actitud pensante. No la ve como generadora de la
IX Congreso Internacional Galdosiano
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reflexión existencial, que es para Bergson, sino como una ninfa que habita bosques y ríos, que
coquetea con él y busca distraer a su dueño con referencias placenteras. Después de leer las
Memorias de un desmemoriado con atención, me atrevo a decir que Galdós identifica el
placer con el viaje, con los viajes. Ciego y por ello abatido, el novelista se esconde tras la
cortina del recuerdo de los múltiples viajes hechos con su Baedecker en la mano, solo o
acompañado, y nos habla de las cosas que vio y de la historia que aprendió. Galdós huye de
los recuerdos sombríos:
En mi narración llego a los días en que se apodera de mí el sueño cataléptico; no sé
dónde vivo, ni lo que me pasa, ni en qué me ocupo. Para llenar estos vacíos de mi
relato, evoco mi memoria y le hablo de esta manera: ―Memoria mìa, mi amada
memoria, cuéntame por Dios, mis actos en aquella época de somnolencia‖. La
memoria responde llamándole tontín, aportándole algunos datos pero quedando poco
después apagada y muda. Y yo me dije: ―Pues estoy lucido ahora; apagada la luz de
mi mente, me entrego a un sueño profundo‖.
11
¿A qué se refiere Galdós con ―aquella época de somnolencia‖ de la que nada recuerda la
época, entre la publicación en libro de La Fontana de Oro y el arranque de los Episodios
Nacionales coincide —lo señala Ortiz Armengol— con su desengaño del periodismo político
(habìa apostado por el amadeìsmo y habìa perdido). De esos años ―catalépticos‖ surgirá el
giro decisivo hacia la literatura y más concretamente su apuesta por la novela histórica. Su
ninfa calla y muy pronto el escritor desvía su atención para sumergirse en temas que puedan
desviar su protagonismo.
Repárese en esta consideración de la memoria como una función intelectual auxiliar, que
mantiene su existencia incólume y colmada en alguna parte y que acude, o no, cuando se la
llama: ―Ven aquì memoria mía, auxiliar solícita de mi pensamiento. ¿Por qué me abandonas?
¿Duermes, estás distraìda?‖ Cierto, estoy de acuerdo con lo que Vds. están pensando. Tal
como lo formula Galdós aquí, la apelación a la memoria cumple una función retórica,
evidentemente, pero transparenta una actitud intelectual que podríamos definir como
prebergsoniana, o pre-psicológica en la medida en que la memoria, su memoria, es ajena al
concepto de duración, es decir a la síntesis o fusión de la realidad objetiva de la materia con
las múltiples y sucesivas conmociones en las que la percepción de la misma se descompone
interiormente y permanece. Para Bergson el procedimiento de enfrentarse abruptamente al
pasado, como hace Galdós, es un ejercicio estéril:
La verdad es que jamás alcanzaremos el pasado si nos colocamos en él de golpe.
Esencialmente virtual, el pasado no puede ser captado por nosotros como pasado a
no ser que lo sigamos y adoptemos el movimiento mediante el que se abre en imagen
presente, emergiendo de las tinieblas a la luz.
Ahí radica, según Bergson, el error del asociacionismo que practican tantos memorialistas
y, por supuesto Galdós: situado en lo actual se agota en vanos esfuerzos por descubrir en un
estado realizado y presente la señal de su origen pasado, pero el pasado se resiste porque
―todo ocurre como si nuestros recuerdos estuvieran repetidos un indefinido número de veces
en esas mil reducciones posibles de nuestra vida pasada‖. Veamos el procedimiento
bergsoniano con un ejemplo muy sencillo inspirado en un ejemplo suyo: tomemos una
palabra en una lengua extranjera, chérie, por ejemplo, pronunciada en mi oído puede hacerme
pensar en lo que la palabra significa en francés, me puede recordar también el título de una
novela de Colette y por tanto me puede evocar a Colette misma, o bien me puede evocar una
voz que la pronunció en el pasado de una determinada manera (alguien, un día, me dijo
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chérie). Son tres asociaciones por semejanza o proximidad que no acuden a mi mente como
tres representaciones diferentes y accidentalmente coincidentes, sino que responden a grados
distintos de la tensión de la memoria. Es una cuestión de intensidad, no de azar. De modo que
cuanto más cerrada esté la memoria a las múltiples sedimentaciones en ella depositadas, más
banal será su expresión y cuanto más se dilate mentalmente, más personal será su contenido.
Eso es lo que practicará Marcel Proust con el extraordinario resultado de todos conocido:
―incesantes movimientos de dentro afuera, en busca de la verdad‖, dice literalmente en su
primer libro Por el camino de Swan, publicado en 1913, esto es, unos meses antes de que
Galdós escribiera sus des-memorias, como las llama Ortiz Armengol. Para Proust la
profundidad del individuo viene dada por la sedimentación de sus sensaciones, aún cuando no
se sea consciente de ella. Es el mecanismo de la memoria involuntaria estimulada por los
sentidos, ya anticipado esporádicamente en otros memorialistas como Rousseau y
Chateaubriand y experimentado por Clarín en un relato inconcluso titulado Cuesta abajo.12
Oìr la triste y solemne campanilla del Viático o aspirar el ―olor de azahar mezclado al del
jazmìn‖ serán sensaciones suficientes para que el voluptuoso protagonista, también Narrador
como en la obra de Proust, recuerde el orden moral de su infancia y primera juventud y sienta
que su lujuria ―se me caìa cuerpo abajo, huìa al infierno evaporada‖. Pero Proust, como
recuerda Mauro Armiño, transformó el recurso narrativo en una concepción integradora de la
escritura.13Y éste es el punto de inflexión que se opera a principios del siglo XX en toda
Europa y que en España por razones múltiples, tal vez por la teoría de los frutos tardíos que
elaborara Menéndez Pidal, no madura hasta bien entrado el siglo XX, pese a la intuición de
Clarín.
De modo que Galdós seguirá concibiendo el ejercicio memorialístico como lo que venía
siendo hasta entonces, un cajón de sastre en el que cabían muchas cosas y cada memorialista
lo abría depositando en él su propio centón de recuerdos. Con la especificidad expuesta al
principio. Y es que su memoria, biográficamente hablando, es una memoria que permanece
cerrada, insolidario el espíritu con la materia evocada. De modo que su llamada o
requerimiento no puede ser más que un simple instrumento retórico al servicio de un proyecto
que, desde el principio, lo que desea es no ser. El refugio más confortable en esos casos es la
historia, porque es transparente (recuerden que sólo nos movemos en el ámbito del siglo XIX).
Para Galdós y con él su modelo más influyente en la época, Ramón de Mesonero Romanos, la
memoria cumple un estatuto puramente funcional, en lugar de ver en ella una vía de acceso
privilegiado a los fundamentos de la propia identidad o de la conciencia, que será la línea de
Bergson, de Freud, de Proust, cada uno a su modo. Esta actitud reduccionista, estrictamente
decimonónica, hace que los memorialistas españoles de la época, ubicados en una concepción
no psicológica de la memoria, mantengan un dominio total sobre el decurso del relato (aún
tratándose de un relato tan ingobernado como el de Galdós su dominio sobre lo dicho es
absoluto). Porque lo hacen coincidir con las circunstancias históricas, sometiéndolo a ellas en
realidad. Así lo expresa Mesonero Romanos cuando nos dice en el prólogo a sus Memorias de
un setentón que sólo piensa ocuparse
En aquellos pormenores y detalles que por su escasa importancia relativa o por su
conexión con la vida íntima y privada, no caben en el cuadro general de la historia,
pero que suelen ser, sin embargo, no poco conducentes para imprimirle carácter y
darle colorido.14
El texto, es decir, el sujeto, se explica en función del contexto, de la época en que le ha
tocado vivir, subordinado a ella, y no al revés. Mesonero Romanos, fiel a su propósito, abrirá
su relato nada menos que en marzo de 1808, con la sublevación popular en contra de Godoy,
al que llamaban el ―Choricero‖, y en favor de los derechos del prìncipe de Asturias como
IX Congreso Internacional Galdosiano
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sucesor de su padre, el rey Carlos IV: el llamado motín de Aranjuez. Justamente el episodio
con el que Godoy ponía el punto final a sus Memorias Críticas y Apologéticas. Por su parte,
Galdós hará coincidir la apertura de su relato con el cierre de las memorias de Mesonero
Romanos, es decir, con los sucesos políticos precursores de la Revolución de 1868. ¿Se dan
cuenta de la cadena generacional sutilmente trazada a través de la escritura autobiográfica?
Los textos de Mesonero Romanos y Galdós, por supuesto el de Godoy que tiene un
carácter abiertamente político, y por no fatigarles con los muchos ejemplos disponibles —de
hecho, la propia naturaleza del discurso memorialístico decimonónico— revelan el carácter
inextricable de los lazos que unen en el siglo XIX la relevancia del sujeto con la escritura de la
historia y la expresión de un sentimiento nacional, escasamente estudiado en el ámbito de la
autobiografía literaria. En otras palabras, el destino del género, en el siglo XIX se juega en
gran parte del lado colectivo (y no individual) y en sus relaciones con la historia y la patria.
Siempre hay excepciones, claro, como las memorias de Zorrilla, yendo contra la patria al
exponer su conflicto paterno en unos términos edípicos que avanzan la formulación que
Freud, y después Kafka, hicieron del conflicto paterno-filial. Mnemósine pues dominada por
su poderosa hija, Clío, la musa inspiradora de la Historia y encargada de preservar la sabiduría
de la edad. Y con ello, doy paso al último punto de mi ponencia, la posteridad.
De más está decir que en el XIX la escritura memorialística se considerará un ejercicio de
senectud, asociado al abandono de la creación literaria (―habiendo de renunciar por completo
a creaciones que ya no le sugiere su senil imaginación‖, escribe Mesonero refiriéndose a sì
mismo en tercera persona por el terror que le inspiraba decir ―yo‖). O bien al abandono del
cargo político, caso de Nicolás Estévanez, por ejemplo. Memoria y vejez: un dictum
indiscutible que sólo desobedecerán las mujeres y, por cierto, no les va nada bien.
Recordemos unos pocos ejemplo: Alcalá Galiano publica sus memorias que titula Recuerdos
de un anciano, Mesonero Romanos titula las suyas Memorias de un Setentón y vecino de
Madrid, mientras que Zorrilla habla del ―tiempo viejo‖. Por su parte, el militar Ros de Olano,
autor de un texto autobiográfico tan digresivo que apenas puede saberse que rememora su
estancia en Marruecos y otras posesiones españolas en África en 1848, lo escribe en 1884 y a
lo largo del escrito insiste en su edad avanzada, cuando los huesos están quietos, el viajero
carece de acción y la memoria se ha convertido en un anteojo.15 Por su parte, Julio Nombela
se justifica en el preámbulo de sus memorias diciendo que hay que perdonar a los viejos que
conmemoren sus buenos o malos tiempos porque los recuerdos forman el melancólico
crepúsculo de una existencia que se acaba. Y Galdós, como sabemos, recurre para bautizar las
suyas a una nota característica de la vejez, como es la desmemoria. Todos escriben sus
memorias en la vejez, a medio camino, como señalara Thibaudet, entre la agitación de la
actualidad y el frío de la historia. La vejez, en el contexto de esta ponencia, no es otra cosa
que la forma que adoptan el pasado y sus sombras. Y ése es un punto de vista atractivo a la
hora de analizar unas memorias. Pero vuelto el guante del revés, también podría pensarse que
memorias y autobiografías son una última negociación mediante la cual un individuo intenta
chequear la justeza de sus acciones sobre las cuales reposa, ayer tanto como hoy, su crédito
personal, social y simbólico. El memorialista parte, en general (siempre la excepción de
Zorrilla), de una convicción: su crédito es alto, de lo contrario no se arriesgaría. Y ello
restringe, restringía porque sigo refiriéndome al XIX, o transforma el ejercicio de escribir unas
memorias en un ejercicio de poder. Es un hecho que no debemos pasar por alto y quien lo
tramita a menudo es el editor, personaje fundamental en la literatura memorialística del XIX.
¿Por qué? Porque el memorialista parte de un supuesto interés colectivo por su experiencia
vital. A menor interés del personaje, mayores son los esfuerzos que hace para enfatizar el
hecho de que un editor le ha solicitado muchas veces que ponga su experiencia por escrito.
Los únicos que no mencionan para nada la figura de un editor interesado —hélas— son dos,
don Santiago Ramón y Cajal y don Benito Pérez Galdós. Cosas de la naturaleza humana,
Habla, memoria. Historia, memoria…
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cuánto más grande, menos se envanece. Lo cierto es que a menudo el editor representa el
grado de interés popular hacia el memorialista, digamos que su intervención es decisiva en el
rito de paso del hombre importante a la posteridad. Y digo hombre importante, porque no
había lugar previsto en la codiciada posteridad para las mujeres. Dos se atrevieron a esperar
algo de ella: Gertrudis Gómez de Avellaneda y Emilia Pardo Bazán. El primer caso es
demasiado complicado para poder resumirlo aquí, de modo que me limito a mencionar los
desdichados ―Apuntes autobiográficos‖ que acompañaron la primera edición de Los pazos de
Ulloa, en 1886. Un texto solicitado por su editor, Daniel Cortezo. Sin embargo, en este caso,
si no llega a mencionarse la figura del editor como aval de su osadía, a doña Emilia le vuelan
la cabeza sin más. En torno a esos ―Apuntes‖ se hizo un silencio público emponzoñado por las
críticas y descalificaciones privadas. Ya doña Emilia algo debía imaginarse que sucedería, de
lo contrario no hubiera suprimido un párrafo con el que no podìa estar más de acuerdo: ―En
efecto, considérese qué picantes y sabrosas páginas gozaríamos si Galdós nos quisiese referir
algo de la génesis de los episodios nacionales‖.
Ese camino era demasiado nuevo e inusitado para una mujer. Doña Emilia suprimió el
párrafo, pero el texto publicado siguió escociendo.
En todo caso, esa a veces desesperada posibilidad de gestionar la propia autoestima es a lo
que aspiraba un injustamente humillado Manuel de Godoy al escribir sus Memorias Críticas y
Apologéticas, ya citadas. Memoria crítica con los demás y apologética consigo mismo, pero
es que su crédito estaba totalmente perdido. Godoy demostró una lealtad a Carlos IV que está
por encima de toda medida humana, prometiéndole no escribir nada en descargo propio o de
los reyes a los que sirvió, no sólo en vida de éstos, sino incluso en vida del enemigo más
encarnizado de ambos monarcas, su propio hijo Fernando VII. Y tuvo que esperar veintiocho
años, ―que se muriera el padre y que se muriera el hijo‖ como dice él, para ver publicada su
propia defensa, entre 1836 y 1842. Veintiocho años llenos de penalidades, viendo cómo sus
adversarios políticos (Cevallos, Escoiquiz) escribían sendas memorias y daban su versión de
los hechos y cómo esta versión era aceptada por sus coetáneos. Godoy soportó además el ver
cómo se le atribuía a su silencio una culpabilidad delatora.
Mi vida entera ha sido calumniada [clama Godoy en el prólogo a sus memorias];
cuanto procedió del Gobierno de Carlos IV desde el 15 de noviembre de 1792, en
que me nombró su primer secretario del despacho, hasta el 19 de marzo de 1808, en
que abdicó su corona este monarca entre la grita de una plebe seducida y excitada
bajo mano, todo ha sido vestido y trastocado a merced del odio y de la envidia de mis
implacables enemigos.
Necesariamente las memorias de Godoy debían reivindicar su maltrecha figura y de ahí el
título de apologéticas que él mismo les dio. Quizás no haya otro ejemplo tan claro en la
cultura española de memorias escritas como una última, y en su caso desesperada,
negociación para recuperar la estima ajena. Él no lo vio pero la posteridad, en la que Godoy
tanto confiaba, ha ido restituyendo su crédito y su actuación política. Pensando en una final
para esta conferencia querría lanzar al aire una pregunta ¿acaso hay otro género literario que
gestione de una forma tan directa y vinculante un sentimiento humano, una fama póstuma?
Se diría que a Galdós no le afectaba esta cuestión. Allí donde el memorialista suele tejer en
su texto, poco a poco, palabra a palabra, su propia efigie, allí donde deposita cuidadosamente
su perfil póstumo, el texto del novelista canario se muestra indiferente a esa luz. Él no creía
necesitarla. A nosotros nos cabe el honor de restituirla y el deber de reconstruir su biografía
en los términos que él, por las razones que fuere, declinó esclarecer.
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NOTAS
1 En Cartas a Galdós, Soledad Ortega (ed.), Revista de Occidente, 1964, p. 247.
2 Carta fechada en Madrid el 8 de junio de 1888, en ―Sesenta y seis cartas de Galdós a Clarìn‖, Alan E. Smith
y Jesús Rubio Jiménez (eds), Anales Galdosianos, XL y XLI, p. 159.
3 Carta fechada en Santander, 29 de agosto de 1988, Anales Galdosianos, art. cit., p. 161.
4 Carta fechada en Carreño, 13 de julio [de 1888], Cartas a Galdós, ob. cit. p. 247.
5 Vida de Galdós, Crítica, 1995.
6 Pérez Galdós (Estudio crítico biográfico), Fernando Fe, 1889.
7 Carta fechada en Madrid, 1º de marzo de 1889, ―Sesenta y seis cartas de Galdós a Clarìn‖, art. cit., p. 166.
8 Del prólogo al volumen Recuerdos y Memorias, Tebas, 1975.
9 Ob. cit., p. 189.
10 Al hablar de ―epidemia‖ Cajal estaba pensando en las memorias de Nicolás Estévanez, en las de Julio
Nombela, las publicadas en Alma Española... Todas ellas escritas en torno al cambio de siglo. Véase mi
Narcisos de tinta. Ensayo sobre la literatura autobiográfica en lengua castellana (siglos XIX y XX),
Megazul, 1995 y ―Memorias y autobiografìas en la literatura española del siglo XIX‖, en Historia de la
literatura española. Siglo XIX (II), Víctor García de la Concha (dir.) y Leonardo Romero Tobar (coord. del
volumen), Espasa, 1998, pp. 347-363.
11 Memorias de un desmemoriado, Aguilar, 1942, p. 1434.
12 Así lo expuso Benito Varela Jácome en su introducción a Cuesta abajo (―Cuesta abajo de Clarín:
Anticipando a Proust‖), Edaf, 1980.
13 En su prólogo a A la busca del tiempo perdido, Valdemar, 2000, p. XXXVI.
14 Memorias de un Setentón, ed., intr. y notas de José Escobar y Joaquín Álvarez Barrientos, Castalia &
Comunidad de Madrid, 1994, p. 88.
15 Saltos de la memoria, prólogo de Sergio Beser, Galaxia Gutenberg, 1996.