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LA GUERRA DEL 98 A TRAVÉS DE LAS
CRÓNICAS SEMANALES DE LA LECTURA
DOMINICAL
Agustín Martínez de Las Heras
El terreno es montuosísimo, con altos y bajos continuos, cubierto de bosque y
manigua, y el calor tan intenso que, según refieren los corresponsales, los soldados
yanquis tiraron sus uniformes y hasta la ropa interior, y avanzaban en cueros
vivos, sin más atavío que las cartucheras y el armamento, pareciendo con tan
extraño aspecto una horda de bárbaros.
(lO/VII/1898, PP. 442-443)
Introducción
Puede que este fragmento humorístico resuma perfectamente esa mezcla de sar-casmo
y desprecio con el que el tradicionalismo español finisecular reaccionaba ante el
“inexplicable” empuje de un país joven y arrogante, mezcla de razas y culturas, y
mayoritariamente protestante, pero que llevaba trazas de acabar con la hidalguía y el valor
de nuestros rancios ejércitos imperiales.
En La Lectura Dominical (1894-1936), semanario católico madrileño vinculado
al Apostolado de la Prensa, se publicaron durante 1898, entre otras muchas cosas,1 unas
interesantísimas “Crónicas Semanales” que firmaba Máximo; pseudónimo, en realidad,
de un curioso personaje llamado Angel Salcedo y Ruiz, hombre de vasta cultura, cuya
obra escrita es amplia y abarca diversos ramos del saber. Además, sus creencias religiosas,
le van a convertir en un activo propagandista y asiduo colaborador en algunas de las publi-caciones
católicas de su tiempo.2
Lo antedicho les confiere a las “Crónicas” un valor intrínseco apreciable, y aun-que
bien puede decirse que expresan el pensamiento de un solo individuo, cabe admitir
que, al publicarse con carácter fijo y en el lugar preferente de una importante revista
confesional, pretenden también revelar el modo en que un sector significativo de la socie-dad
española percibió e interpretó un conflicto crucial de la historia contemporánea.
De las 52 “Crónicas” que se publicaron en 1898, 46 están dedicadas casi por
entero al desarrollo de la guerra hispano-norteamericana. Lo cual, y dada la amplia exten-sión
de las mismas (la media solía ocupar dos páginas de 38 x 23,5 cm a dos columnas)
constituye una buena muestra para conocer la opinión de un medio informativo en rela-ción
con cada uno de los problemas que fueron surgiendo a lo largo del año, hasta la
consecución del Tratado de París.3
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Hemos partido del número 215 (13/II/1898) de la revista, en el que se informa de
la presencia del Maine en aguas de La Habana; y finalizamos con el del 25 de diciembre
de 1898 (n 260), último del año y en donde, tras los resultados diplomáticos, se perciben
otras nuevas preocupaciones informativas en el cronista.
Temáticamente podemos hablar de cuatro fases diferentes en el desarrollo de
estas “Crónicas”: la primera, dedicada a los orígenes del conflicto, cuyo punto de arranque
será la voladura del referido Maine; una segunda, centrada en los preparativos bélicos y en
lo que llamaremos “canalización del entusiasmo”; la tercera, es la de la guerra propiamen-te
dicha, en sus diversos frentes; y una cuarta, en la que los tratados de paz y, sobre todo,
las consecuencias morales del desastre ocupan la mayor parte.
Desde una óptica meramente periodística, sorprende el alto grado de
profesionalidad del autor, cuyas “Crónicas” constituyen un equilibrado ejercicio de espe-cialización
y rigor informativo, aunque aderezado con valoraciones conceptuales -políti-cas
y religiosas- de inequívoco origen antiliberal, pero de indudable interés.
En este sentido, sobresalen sus conocimientos militares, expresados a través de
comentarios sobre estrategias, tácticas, armamentos -del ejército de tierra, sobre todo-,
intendencia o sanidad, y complementados con reflexiones históricas ilustrativas. Y en lo
que a sus cualidades profesionales se refiere, hay que destacar el manejo plural y desapa-sionado
de las fuentes informativas, la objetividad y la búsqueda de la verdad, y un tono
narrativo amable, equilibrado, sensato, realista y prudente, -aunque no exento de socarro-nería-
del que suele emanar ocasionalmente una gran lucidez interpretativa. Y todo ello,
envuelto en un estilo literario fácil, directo, claro y ameno que, sin duda, debió de atraer e
influir a un amplio número de lectores.
En suma, nos encontramos ante un excelente cronista y propagandista católico,
con una buena formación humanística, militar y jurídica, cuya máxima rareza proviene de
la mesura y ponderación de sus juicios históricos, de una cierta tolerancia intelectual -que
no religiosa- y del respeto formal de que hace gala. Lo cual, contrasta con el tono medio de
la revista y, sobre todo, con algunas de sus secciones más fanáticas y agresivas.4
Son muchos y variados los aspectos de las “Crónicas” que se podrían analizar,
pero dada la limitación espacial de este trabajo conviene seleccionar lo más significativo y
personal de ellas, lo que mejor define el talante y la idiosincrasia de su autor, y lo que
resulta más genuino y original dentro de una visión católica ilustrada del conflicto. En
resumidas cuentas, y dada nuestra especialización e interés, nos centraremos en las opi-niones
referidas al universo periodístico y su influencia, y en las que mejor reflejen la
crisis de los valores espirituales y morales del momento.
En los primeros momentos, cuando casi toda la prensa española desestimaba el
potencial norteamericano y adoptaba una postura belicista y provocadora, incitando a la
sociedad a la guerra, Máximo mostraba su buen sentido y cautela con comentarios de este
tipo:
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La verdad es que pensando en estas cosas, a cualquier espíritu cuerdo se le ocurre
mejor escribir una elegía o un artículo lacrimoso de periódico, que no excitar a
que intentemos hoy empresas en que es muy posible que no correspondieran los
medios a los propósitos.
(13/II/1898, p. 98)
Y en la “Crónica” del día 27 de febrero, cuando ya se conocía la explosión del
Maine, añadía:
¡Ah! digan lo que quieran los animosos, iremos con resolución y energía a la
lucha si el honor nacional lo exige; pero no se pierda de vista que es cosa seria,
desgraciadamente muy seria, la peripecia que se va dibujando con colores de
púrpura en el horizonte de la patria. (p. 130)
Desde el principio nuestro autor sabe de la gran desigualdad de fuerzas entre un
país y otro, y habla de la necesidad de levantar un ejército que llegue a los 500.000 hom-bres
y de “arbitrar recursos extraordinarios que pasen de 1.000 millones de pesetas” (6/III/
1898, p. 146). “Y si así no se hace -reflexiona-, ¿qué sucederá?. Escalofríos da de pensar-lo.
Limitémonos a repetir que se aproxima para España una tremenda crisis” (p. 147).
En esta fase del conflicto, Máximo trata de aclarar quiénes en Norteamérica están
a favor o en contra de la guerra (“insensatos” o “sensatos”).5 Para ello, hace una lectura
ideológica según la cual las fuerzas conservadoras y tradicionales, amén de las religiosas,
serían antibelicistas; mientras que “los politicastros, las masas ignorantes, los aventureros
que viven en gran número en los Estados Unidos y los periódicos, ávidos de noticias
sensacionales que aumenten sus tiradas” (p. 146), formarían la nómina de la “insensatez”.
Esta división, a pesar de su carácter pedestre y maniqueo, tiene aspectos
aprovechables. Es cierto, y la historiografía posterior lo ha demostrado documentalmente,
que los grandes industriales y comerciantes de aquel país temían que se iniciase una gue-rra
que podía afectar negativamente a sus intereses. También es archisabido que los perió-dicos
de gran tirada estaban encantados con el gran negocio que suponía un acontecimien-to
de semejantes características y, si hubiera sido posible, duradero. Por lo tanto, el juicio
de Máximo no era nada descabellado.
Además, desde muy pronto, vemos como también ahonda en el concepto de
“crisis” -en su dimensión más real y descarnada- y percibe desde su privilegiado puesto de
observador y analista de los hechos el desánimo y la atonía con que la sociedad española
reacciona ante el conflicto.
La influencia de la Prensa en los comportamientos sociales de la época es deter-minante.
En el caso norteamericano se ha evidenciado analíticamente hasta la saciedad; y
en el español, a pesar de la falta de estudios rigurosos, también se detecta una estrecha
relación causa-efecto entre los contenidos de los periódicos de gran circulación -como se
denominaban entonces- y las actitudes populares. De ahí, las acusaciones de responsabili-dad
de que fueron objeto de manera más o menos oportunista desde diversos sectores de la
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sociedad -el católico de nuestra revista, entre ellos- , y que llevaron a que, tras la derrota,
sus tiradas cayeran casi en un 40 por ciento.6
En la fase informativa primera, en que la “rumorología” era el denominador co-mún
-“se dice”, “se oye”, “se comenta”, etc.-, Máximo se burla de las ocurrencias y des-propósitos
de algunos diarios desafectos al régimen que, ilusionados por muchos de esos
rumores, no ven más que ventajas en un enfrentamiento armado:
según ellos, todo lo malo que nos ocurre dimana de falta de arrogancia y audacia
por nuestra parte; si el gobierno, dicen, fuera valiente y entendido, declararía
inmediatamente la guerra a los Estados Unidos, y así, no sólo no perderíamos la
isla de Cuba, sino que podríamos quedarnos con todo el Norte de América.
Y apostrofa, con sorna: “No es mal plan seguramente”7
Luego, más adelante, en una parte de su “Crónica” del 3 de abril, nos hará un
claro y preciso diagnóstico del estado de la opinión pública nacional y europea en torno al
conflicto. En él se encuentran algunas de las cualidades del autor, tales como el rigor, la
objetividad, la sensatez o su conocimiento de los problemas internacionales. Dice así:
Todos los periódicos extranjeros han venido dedicando a este magno negocio
artículos y comentarios en que no han regateado frases lisonjeras para España, si
bien en este punto notamos que nuestra prensa engaña un poquito al público;
porque suele traducir o extractar todo lo que se escribe en Europa favorable a
nosotros, y se calla lo que no lo es; lo que determina ideas equivocadas en la
mayor parte de los españoles respecto de la opinión europea sobre nuestros asun-tos.
A nuestro juicio, formado en la lectura de muchos periódicos extranjeros, la
opinión general que se tiene fuera de España sobre la cuestión hispano-yankee,
es compleja; reconócese con gusto que España es nación valerosa y amante de su
dignidad y honor, por lo que no ha de ceder sin lucha sus posesiones de América;
se afirma también que los Estados Unidos son en esta ocasión injustos agresores,
toda vez que España ha concedido a los cubanos el régimen autonómico; pero se
consigna, como axioma o como cosa que no necesita ser demostrada, que hemos
gobernado muy mal a Cuba, y sobre todo que el mando de Weyler fue un colmo
de crueldades y de tiranía. De la situación de los concentrados se hacen descrip-ciones
horripilantes. Afírmase, finalmente, que en caso de guerra España tendrá
que luchar sola. Para las potencias europeas es mucho más importante la cuestión
del extremo Oriente que la del golfo de México; y se considera muy difícil, aun
para Europa entera, contrarrestar en América el poderío de los Estados Unidos
(p. 210).
Una vez rotas las hostilidades Máximo afirma que “los periódicos diarios hacen
verdaderamente su agosto” (l/V/1898, p. 282), y deplora “la dictadura intelectual” que se
arroga “la prensa de gran circulación”, “contra la que -añade- es imposible o muy difícil
ir; porque hasta los mismos que se dicen, y quizá sean por su intención, enemigos de esa
prensa, se dejan influir por ella, y no son sino sus inconscientes reflejos y sus necios
auxiliares” (8/V/1898, p. 298). Y a continuación lo ilustra con un ejemplo en el que co-
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menta las exageraciones publicadas en El Imparcial y sus efectos, en relación con la es-cuadra
española en Filipinas.8
Poco después, el curso de los acontecimientos unido a los excesos verbales y a la
falta de responsabilidad de un sector importante de la prensa, motivaron la paulatina de-claración
del estado de guerra en toda España, que sujetaba los periódicos a la jurisdicción
de los capitanes generales. Ello le brindará a nuestro autor la ocasión de explicar a su
público la repercusión que, a pesar de su inveterada moderación, tales disposiciones ten-drían
en su forma de trabajar. En el primer párrafo de la “Crónica” del 15 de mayo, con
toda naturalidad, sin exabruptos ni quejas, haciendo así gala de profesionalidad, y respe-tuosamente,
se decía:
Realmente difícil es ahora este oficio de cronista semanal; ha de hacerse caminar
a la pluma por un sendero muy estrecho, y erizado de precipicios; la censura
ejercida por las autoridades militares, la cautela que a uno mismo impone el pa-triotismo,
la variedad de opiniones y la igualdad de apasionamientos en que hay
que suponer a la mayoría de los lectores, la magnitud y visible, aunque no deter-minada
trascendencia de los sucesos, todo esto constituye una serie de escollos
en que la navecita de la crónica puede tropezar y estrellarse al primer paso (p.
314).
La censura impuesta y el desarrollo adverso del conflicto hicieron variar momen-táneamente
los contenidos de los periódicos. Pero a pesar de todo, a principios de junio,
todavía predominaban la actitudes beligerantes. “En España -escribía Máximo- única-mente
los socialistas, el Sr. Pi y Margall y el periódico El Globo, propiedad del alcalde de
Madrid, señor conde de Romanones, se atreven a defender la paz a todo trance, la paz
inmediata y cueste lo que cueste” (5/VI/1898, p. 363). Y días más tarde, agregaba a ese
grupo a los catalanistas, con El Diario de Barcelona, de Mañé y Flaquer, a la cabeza, y a
“los literatos modernistas de Madrid en un periódico que han fundado, titulado Vida Nue-va”
9 (26/VI/1898, p. 411).
El 3 de julio tuvo lugar el desastre naval de la escuadra del almirante Cervera; lo
cual produjo un efecto psicológico extraordinario en nuestra sociedad. Todo parecía venir-se
abajo, y hasta en el ánimo usualmente sereno del cronista se pudo apreciar nítidamente
la fatal impresión recibida. El lenguaje se impregnó de un tinte dogmático y apocalíptico
del que surgió un vocabulario lleno de expresiones alarmistas.
El 10 de julio, en que la revista habló por primera vez de la catástrofe, aparecie-ron
expresiones tan explícitas y conmovedoras como las que siguen:
sólo un milagro podía haber deparado a la escuadra otro fin que el que ha tenido,
y Dios ¡ay! no hace los milagros siempre que nosotros queremos que los haga, y
mucho menos no mereciéndolos como ahora nosotros (...) La escuadra yanqui
puede ahora destacar más fácilmente que antes una división que venga a bombar-dear
los puertos de nuestra Península10 (...) aquí, en España, reina cierta sombría
impresión de tristeza y estupor. Nadie se atreve a mirar frente a frente el porvenir,
porque todo el mundo lo prevé muy obscuro y tempestuoso. Y así puede que sea,
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pero también puede acontecer que no, o, por lo menos, no tan malo como lo pinta
hoy la imaginación aterrorizada de las gentes: el hombre es tan falible en sus
juicios, y domina tan poco lo futuro, que rara vez acierta cuando quiere meterse a
profeta. Dios es el único que sabe lo que lo que va a suceder. Elevemos al cielo
nuestros ojos y nuestros corazones, y esperemos con la gravedad propia de las
circunstancias, sin ilusiones y sin amilanamiento, la llegada del porvenir
(pp. 443-444).
Esta primera imagen de los efectos del “desastre” se iría ampliando y deforman-do
día a día a través de las “Crónicas” en función de los múltiples acontecimientos que
iban produciéndose, hasta alcanzar proporciones monstruosas de compleja e incierta in-terpretación
para el hombre de hoy.
Inmediatamente se puso en circulación una palabra mágica que suele actuar de
lenitivo moral en ocasiones como ésta: “responsabilidades”. Entre los acusados, la prensa
ocupó un lugar preferente que ella misma se encargó de alimentar a través de esa curiosa
fagocitosis que ha venido practicando regularmente con éxito y pingües resultados.
Máximo, en uno de sus artículos más interesantes, nos dice, por ejemplo, que Pi
y Margall acusaba a los periódicos populares, como El Imparcial o el Heraldo entre otros,
de engañar “al pueblo español haciéndole creer que teníamos mayores y más numerosos
elementos de combate de los que poseíamos realmente, y pintando al mismo tiempo a los
norteamericanos como pueblo sin marina, sin ejército, sin oficiales ni aptitudes bélicas, y
sin entusiasmo por la lucha a que le lanzaban un presidente inepto y un partido vocinglero,
contra su voluntad y sus intereses” (17/VII/1898, p. 458). Y acto seguido, se dedica a
corroborar esas afirmaciones con una detallada exposición de las noticias más manipula-das
y falsas de las que publicaron esos periódicos; los cuales, a su entender, “tan poderosa
y funesta influencia ejercen en la formación del juicio de muchos españoles” (p. 458). Así,
nos habla de una lista comparativa que a finales de abril publicó El Imparcial sobre el
equilibrio de fuerzas navales en Manila; o de lo que se decía de la escasa diferencia que
había entre sus barcos y los nuestros; o de los comentarios jocosos sobre la indisciplina y
la falta de armamento del ejército de tierra norteamericano; o del desconocimiento táctico
y estratégico de sus generales; etc. Y añade, como muestra del estado de ofuscación en que
se hallaba la conciencia colectiva hace cien años, estos significativos párrafos:
Con todas estas falsedades no es de maravillar que haya estado tan profundamen-te
equivocado el público español, y que desde que comenzó la guerra de Cuba se
haya deseado por tantos buenos españoles el rompimiento con los Estados Uni-dos
como la única solución del pavoroso conflicto, y que se atribuyese general-mente
a debilidad de los gobiernos el no ir derechos a ese rompimiento; que se
hayan creído, como cosas de realización posible, y hasta de éxito probable, dis-parates
tan enormes como la invasión de los Estados Unidos por el general Weyler
con un ejército de 50 ó 60.000 españoles; que, una vez rotas las hostilidades, se
pidiese a grito herido la salida de Cabo Verde de la escuadra de Cervera, y cuando
ya estuvo esta escuadra en Santiago de Cuba, se pidiese de nuevo que saliese a
pelear, figurándose cándidamente los que así decían, que nuestros cuatro bonitos
cruceros eran suficientes para combatir con los gigantescos acorazados del almi-
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rante Sampson. Indudablemente nuestra nación ha padecido, durante estos últi-mos
años, aquella demencia con que, según el poeta latino, prepara Dios a los
que quiere perder. El despertar y el desengaño han sido bastante terribles, y ahora
los mismos que tanto alardeaban antes de braveza caen en el extremo contrario
de la pusilanimidad, y no sólo dan por definitivamente perdida esta guerra, sino
que dicen por ahí que ya no tiene porvenir nuestra nación, ni esperanza alguna de
mejora ni de remedio; que somos una gente degenerada y que pronto vamos a
disolvernos y a dejar de constituir cuerpo político; que en Cataluña cundirá el
separatismo y quizá la idea de anexión a Francia; que los bizcairretas (sic) se
alzarán con Vizcaya, y los ingleses extenderán su dominación por Andalucía. Es
de esperar que los que así discurren, o mejor dicho, fantasean, se equivoquen
ahora como se equivocaron antes cuando creían que íbamos a tragarnos a los
setenta millones de yanquis, y que todo quede reducido a que perdamos las colo-nias,
como consecuencia de habernos metido en una guerra, para la que no tenía-mos
medios adecuados. Ya el Profeta dijo al rey de Judá de parte de Dios, que
antes de ir a la guerra contase sus soldados, sus elefantes, sus torres y sus armas
y las de sus enemigos; nosotros hemos ido a esta guerra sin contar nada de estas
cosas, y así nos ha salido (pp. 458-459).
No obstante, Máximo vuelve a quejarse del “desenfreno periodístico” existente,
ya que a pesar de estar sometida a la jurisdicción de guerra, la prensa de oposición conti-núa,
según él, utilizando un lenguaje provocador e injurioso; lo cual, y dadas las circuns-tancias,
puede augurar “una época de agitaciones y revueltas que Dios sabe cómo conclui-rá”
(p. 459). Y a la semana siguiente, se preguntaba escandalizado que cómo “una prensa
que después de habernos precipitado con sus inexactitudes, sus errores y falsedades en
una guerra imposible por lo desigual, llegada la hora solemne y tremenda de la catástrofe,
no sabía salir del paso sino echando más leña a la hoguera, para que a los horrores de la
derrota siguieran inmediatamente los horrores de las convulsiones intestinas sin finalidad
y sin objeto?” (p. 474). Y él mismo se respondía categóricamente con otra pregunta carga-da
de una intencionada moraleja política:
¿Quién podrá negar ahora que todas las libertades liberales, y muy especialmente
la de imprenta, son libertades de perdición, como nos ha enseñado nuestro vene-rable
Pontífice? (p. 474).
Y agregaba:
Por la libertad de la prensa se ha empeñado España en esta guerra, en la que tanto
llevamos perdido, y en que aún no sabemos cuánto habrá que perder todavía
(p. 474).
Destacando luego maliciosamente el hecho de que fuera un gobierno liberal, pre-cisamente,
el que hubiera suspendido las garantías constitucionales (14 de julio) y enco-mendado
la censura a las autoridades militares, con la consiguiente queja de la Prensa y, a
su vez, el aplauso de la “gente sensata que ya estaba hasta la punta del cabello de la gárrula
vocinglería de los periódicos” (p. 474).
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En la “Crónica” del 31 de julio se destaca el hecho de que las noticias proceden-tes
de Cuba estén ahora por entero en manos norteamericanas, que controlan el cable; lo
cual significaba psicológicamente la verdadera pérdida de aquellos territorios y obligaba a
un giro informativo radical11. Y también vuelve a hablarse del “calmante” que ha supuesto
la previa censura y del “descrédito” en que han caído los “periódicos de gran circulación”
por su gran responsabilidad en el desastre.12
Todo ello irá produciendo en la sociedad una actitud mental confusa y paralizadora.
Ya el 14 de agosto Máximo se refiere a “un estado de marasmo y de aplanamiento difíciles
de concebir y explicar” contrario a la “irritación tumultuosa” que se pensaba que se iba a
generar. La angustiosa sintomatología que nos brinda del “efecto 98” no puede ser más
precisa e interesante para comprender, o al menos intuir, lo que significó el desastre y la
pérdida colonial para toda aquella generación:
la opinión ha enmudecido -dice- y se muestra indiferente, se retrae de manifestar-se,
y sólo da muestras de sí por frases reveladoras de un desaliento siniestro.
Mucha gente ha dejado de leer periódicos, y hasta rehuye toda conversación so-bre
los asuntos candentes; el tránsito brusco entre la ilusión y el desengaño extre-ma
las consecuencias del último, y hay quien habla como si ya no hubiera espe-ranza
ninguna de regeneración nacional, y hasta quien pone en duda las antiguas
glorias de la patria sin más razón que la de no haberse repetido ahora los hechos
de nuestra hermosa historia (p. 523).
Y concluye con este premonitorio y esperanzador diagnóstico que parece escrito
para los tiempos actuales:
Y, a nuestro juicio, este desaliento ha de continuar durante años, quizá muchos,
hasta que una paz duradera haga olvidar los presentes desastres y el desarrollo
económico del país persuada a todos de que España, como todas las naciones
grandes, tiene recursos suficientes para solventar la cuenta de sus propios erro-res,
sobre todo si Dios Nuestro Señor nos concede gobernantes honrados y cris-tianos.
Si las naciones no tuvieran esos recursos para salir de los atolladeros en
que las meten sus desaciertos, ¿existiría ya ninguna?; porque todas se han equi-vocado,
y sus equivocaciones han sido más numerosas que sus aciertos (p. 523).
La última fase del conflicto, la que se origina después de la guerra, con los Trata-dos
de paz, acentúa los achaques sociales que habían ido apareciendo ese verano. Las
condiciones leoninas que impuso Estados Unidos acabaron de convencer a los españoles
de su insignificancia internacional y les hizo dudar también, como vimos, de su propia
entidad como pueblo. Por otro lado, el espectáculo lastimoso que presentaban los repatria-dos,
heridos sobre todo en su orgullo y obligados muchos de ellos a sobrevivir de la cari-dad
pública, aparece constantemente en las “Crónicas”. Es entonces cuando la vida políti-ca
nacional adquiere un mayor protagonismo, derivado de la agitación que se produce en
el seno de los partidos para capitalizar favorablemente la derrota.
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Máximo, antiliberal convencido, trata con desprecio estas actitudes y arremete
contra las maniobras especulativas de la democracia formal: “¡Cómo si todos los partidos
liberales no tuvieran igual culpa en los espantosos desastres de España!”, escribe con
amargura el 4 de septiembre (p. 571). Y una semana después, centrando su atención en la
incierta y penosa actividad que se llevaba a cabo en las Cortes, pretende persuadirnos del
desinterés de la gente por la marcha de la cosa pública: “los debates parlamentarios, que
tanto apasionaron a la anterior generación, ni conmueven, ni siquiera excitan la curiosidad
de la presente (...) indudablemente revela el espantoso descrédito de esta gran farsa espa-ñola
que se llama el sistema liberal y parlamentario” (ll/IX/1898, p. 586).
Cuando el general Polavieja lanza un “Manifiesto al País”, a través de su lectura
en el Congreso por Rafael Gasset, nuestro cronista muestra su desconfianza en una opción
política que, si bien es atractiva como novedosa, se halla íntimamente vinculada a los
grandes rotativos de entonces. Lo cual le resulta inaceptable dada la responsabilidad que
atribuye a los medios de comunicación en la crisis. Y aunque el titular del documento le
parece “hombre de rectísimas intenciones”, y algunas de las partes del texto coinciden con
el pensamiento católico, se niega a secundar a los hombres que inspiran y rodean a Polavieja:
tales son Canalejas, Augusto Suárez de Figueroa, Gasset y otros de la misma
catadura, todos impenitentísimos liberales, duelistas reincidentes y manejadores
de la llamada prensa de gran circulación que tantas calamidades ha traído, y trae
de continuo, sobre este desdichado país. ¿Cómo confiar en que tales hombres
nuevos, como a sí propios se denominan ellos, puedan ser los regeneradores de la
patria? (18/IX/1898, p. 602).
Y a manera de estrambote, finaliza con una de sus consabidas sentencias lapida-rias
y piadosas:
¡Ojalá que el insigne vencedor de los tagalos, el general cristiano y honradísimo,
sea el carácter que necesitamos y el hombre providencial para barrer tantas in-mundicias
y regenerar a España! Se lo pedimos a Dios de corazón (p. 602).
Las “Crónicas” de los últimos tres meses del año tienen un mayor contenido
teocrático y recogen abundantes alusiones a la confrontación entre el liberalismo y el
catolicismo, dándose a entender que la solución a la crisis -crisis motivada, desde luego,
por el desgobierno y los errores de aquel- está en manos de la Providencia y de las institu-ciones
y hombres que en el mundo la representan.
Por ejemplo, al hablar del papel desempeñado por los religiosos en Filipinas, se
hace hincapié en que “nuestro dominio en aquellos remotos países se fundaba única y
exclusivamente en la influencia religiosa”, ya que “las Filipinas no habían sido nunca
conquistadas sino convertidas” (9/X/1898, p. 650).
También, cuando reflexiona sobre la pérdida colonial y trata de explicar la mer-ma
de influencia sobre América y el antagonismo entre criollos y peninsulares (23/X/
1898), alude entre otros factores a la “organización francmasónica”,13 al “desenfreno pe-riodístico
a que se llama libertad de prensa”, y a “la decadencia en que estaban las ideas y
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sentimientos católicos” (p. 682). Por consiguiente, la regeneración esperada pasaría por
recuperar el viejo espíritu religioso que nos hizo grandes en el pasado; para lo cual, debe-ría
producirse en la sociedad una especie de metamorfosis o reforma moral por la que los
españoles “se decidieran a ser buenos católicos y buenos patriotas y hombres laboriosos,
cada uno en su oficio, sin tratar de engañar a sus prójimos” (pp. 682-683).
Y, en ese mismo tono cándido, añade:
si, en suma, se desarrollase aquí el deseo del trabajo y de la ganancia lícita, mode-rados
y dirigidos por la caridad cristiana, o sea por el amor a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a uno mismo, nuestra nación llegaría en breve a ser aún
más de lo que fue en los momentos de apogeo de su incomparable historia (p.
683).
En otra ocasión, al referirse al carácter “antirreligioso” de un viaje que iba a
emprender el emperador “protestante” de Alemania a Palestina, comenta con inusual des-templanza:
Para los católicos no puede ser motivo de alegría, ni de consuelo este viaje, que
simboliza la prepotencia política y la insolencia de la herejía en nuestro siglo, y
que, con aspecto de veneración afectada, es un insulto al Redentor, una nueva
herida que se hace al Corazón Sacratísimo de Jesús (16/X/1898, p. 667).
Además de atacar a la clase política liberal, a los partidos de izquierda y a la
masonería -principal responsable, entre otras cosas, de nuestras pérdidas coloniales- me-nudean
también las condenas y los juicios negativos contra los judíos -sobre todo en rela-ción
con el asunto Dreyfus-, el protestantismo, el anarquismo (al que considera como una
“enfermedad social” producto de la “irreligión”), el librepensamiento, el republicanismo,
etcétera.
Respecto al regionalismo, que también cobra nuevos bríos entonces, resalta por
su vigencia el de los catalanes, que “truenan contra el centralismo, y abogan por la autono-mía
de las regiones” (20/XI/1898, p. 746). Matizando que, entre ellos, “hay regionalistas
católicos y tradicionales que sueñan con la resurrección del antiguo condado de Barcelo-na,
bajo los auspicios de la Virgen Santísima que se venera en la santa montaña de
Montserrat, y los hay, como Vallés y Ribot, librepensadores y republicanos, que quieren
convertir a Cataluña en un cantón ateo que no pague al clero, ni tenga religión positiva”
(p. 746). Y en otro lugar, nos presenta un panorama que hoy día nos resulta absolutamente
familiar:
(...) la vida de Cataluña como un estado autónomo dentro del Estado nacional,
con organismos administrativos y judiciales, enseñanza e idioma propios; sostie-nen
que para mantener al estado común, cuyas atribuciones reducen los más a la
representación exterior, defensa del país y coordinación de las regiones, deben
ajustarse conciertos económicos entre el gobierno central y el regional, al modo
que se viene haciendo con las Provincias Vascongadas y Navarra.
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Han avanzado tanto algunos regionalistas en este camino, que hasta dejan entre-ver
que, si no se satisfacen las que denominan justas aspiraciones de Cataluña,
podría suceder que el movimiento regionalista degenerara en separatista, esto es,
que brotara en el antiguo Principado un partido semejante al de los filibusteros
cubanos (...) En Aragón también se ha revelado el movimiento regionalista (...)
Algo, por último, se dice en Galicia en el mismo sentido.
Sea cualquiera la idea que se forme de este movimiento, hay que convenir en que
no es general; que hay provincias que no piden la descentralización, quizá por
sospechar que no sabrían hacer buen uso de ella, o por no creerse con elementos
materiales, y sobre todo morales, suficientes para llevar adelante un gobierno
propio (27/XI/1898, pp. 762-763).
Acto seguido, enumera en dos apartados las condiciones que deben reunir las
regiones para ser autónomas, y emite el siguiente juicio personal: “Lo más importante, lo
único, mejor dicho, que nos hace falta con urgencia, es que, unitaria o federalmente, se
gobierne este país con más seriedad, con más elevación de miras, con mayor desinterés y
con más astucia de buena ley que la que se ha venido empleando hasta aquí” (p. 763). Y
ruega por que aparezca “un buen gobernante, enérgico, cristiano y honrado a lo Cisneros”
(p. 763).
Sobre las afinidades ideológicas de Máximo en ese momento, cabe referirse, ade-más
de todo lo visto, a su “Crónica” del 13 de noviembre, en la que informa de la publica-ción
en El Siglo Futuro, del lunes 7, del programa doctrinal y político del partido integrista.
Para él se trata de un “hermoso documento, muy bien pensado y castizamente escrito”,
que “refleja a las mil maravillas la constitución íntima, tradicional y genuina de la monar-quía
española, como la trazaron al través de los siglos el dedo de Dios y los mil hechos
gloriosos que entretejen y dan carácter distintivo a nuestra historia” (p. 731).
Se inspira -añade- en ideales nobilísimos, los radicalmente opuestos a todo lo que
forma los sistemas existentes con sus partidos corruptores y su corrompidísima
administración (...) Acepta como base cualquier forma de gobierno, pero prefiere
la monarquía (...) Si cuantos aman a Dios, a la Iglesia y a España, prescindiendo
de cuestiones secundarias y miserias personales, y saliendo de la apatía egoísta,
que es nuestro vicio nacional, se uniesen para defender al menos lo esencial de
este programa; si Dios, haciendo un verdadero milagro, que quizá no merece-mos,
nos concediese que, por el hombre que se necesita de sana y buena volun-tad,
se plantease este programa, al menos en sus bases fundamentales de Catoli-cismo
y moralización desde las esferas del poder, quizá pronto esta España, que
hoy se parece a la del desdichado Enrique IV de Castilla, seria pronto la España
de los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II (p. 731).
Sobre el carlismo también hay algunas referencias. Ya en los primeros momentos
del conflicto (“Crónica” del 17 de abril) se hablaba de la actitud beligerante de Don Carlos
a través de la publicación de un Manifiesto en forma de carta dirigida a Vázquez de Mella
(p. 251). Luego, a finales de junio, se incluía a los carlistas junto a los militares, a los
integristas y a parte de la “masa neutra” entre los partidarios de la guerra a todo trance (26/
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VI/1898, p. 411). Por último, se citó un articulo de El Imparcial del 14 de noviembre en el
que se informaba de que Don Carlos quería promover una guerra civil, con cuyo pretexto
los ingleses se quedarían con territorios vecinos a Gibraltar. Ante lo cual, Máximo sale al
paso con el siguiente comentario:
Desde luego puede afirmarse que ni D. Carlos de Borbón, ni ningún carlista espa-ñol
ha de prestarse a una combinación tan antipatriótica, y que, aunque no se sea
partidario del carlismo, es injusto e injurioso para este partido, siempre español y
católico ante todo, atribuirle semejantes intentos (20/XI/1898, p. 747).
Las últimas crónicas tienen un gran valor conceptual e ideológico y se centran en
las consecuencias del Tratado de paz de París y en lo injusto y abusivo que resultó para
España. Lo cual, nos proporciona juicios pesimistas como este: “El reino de la justicia no
es el de las naciones; si lo fuese, aún existiría Polonia, no sería Inglaterra dueña de Gibral-tar,
y el Soberano Pontífice, en vez de ser prisionero del Vaticano, sería Soberano de he-cho,
como lo es de derecho, de Roma y sus Estados. Entre los pueblos no hay más razón,
ni títulos jurídicos que la fuerza; la fuerza los crea, la fuerza los mantiene, la fuerza los
hace poderosos, y la falta de fuerza los hace decaer, y sucumbir al cabo” (27/XI/1898, p.
762).
O como este otro, en el que trata de explicar el origen de la hegemonía norteame-ricana:
hay que ver la mano de la Providencia que, sin duda, quiere realizar por medio de
esta gente, para nosotros tan antipática, grandes cosas en el mundo. ¿Cuál será
esa misión? ¿Será de castigo o de misericordia para el género humano? Sólo Dios
lo sabe (4/XII/1898, p. 779).
Párrafo que sería completado en la “Crónica” del 18 de diciembre, después de un
análisis exhaustivo de los 17 artículos del Tratado de París, en los siguientes términos:
El predominio de otra raza sobre la nuestra, la pérdida de toda esperanza de ser
grandes en el mundo, como lo fueron nuestros antepasados, y el aspecto religioso
de la cuestión, que no parece que pueda ser más triste para los elevados intereses
del Catolicismo y para la salvación de millones de almas, son demasiadas delica-dezas
para la generalidad de esta generación escéptica, egoísta, cobarde y libera-lizada
(p. 810).
El final del conflicto coincidió con el fallecimiento de dos personajes sobre los
que se va a ocupar el cronista para emitir sendas elocuentes sentencias que le retratan, y
con las que daremos por terminado nuestro estudio.
El primero de ellos fue Calixto García, uno de los jefes de la revolución cubana,
quien paradójicamente murió de pulmonía en Washington a finales de año. Al conocerlo,
le dedicó Máximo estas severas palabras:
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después de haber hecho multitud de crueldades y fechorías, ha encontrado la
muerte cuando parecía había llegado a la meta de sus esfuerzos. ¡Castigo digno
de su pérfida ingratitud contra España! (18/XII/1898, p. 811).
El segundo era Fernando Cos-Gayón, conocido político canovista de cuyos gabi-netes
fue ministro en varias ocasiones. De él, comenta con desdén lo que sigue:
Lo mejor que ha hecho en su larga vida el Sr. Cos-Gayón, ha sido morir como
cristiano arrepentido después de haber vivido como liberal y como político a la
moderna. Dios le haya perdonado” (25/XII/1898, p. 827).
Conclusión
Aunque son muchos más los temas que pueden analizarse a través de estas nota-bles
“Crónicas”, creemos que con lo expuesto, hemos contribuido de algún modo a reme-morar
el centenario del 98 desde una perspectiva inusual y poco conocida, como es la que
nos proporciona la sección más importante de una revista católica acreditada. Por diversas
razones la mayor parte de las investigaciones de este tipo se hacen utilizando preferente-mente
medios de información alejados del pensamiento religioso: bien porque se cree que
la prensa de gran circulación es más representativa, objetiva y fiable; bien porque lo que
se pretende estudiar es el discurso o la opinión de publicaciones políticas o satíricas, mu-cho
más “agradecidas” para la práctica de malabarismos dialécticos; o sencillamente, por-que
años de reacción y dogmatismo en la sociedad española, han propiciado un pendular
rechazo de los valores tradicionales y de las imposiciones morales, traducido en forma de
prejuicios o antagonismos intelectuales insalvables, que obstaculizan el análisis sereno y
desapasionado del viejo -pero potente- aparato propagandístico de la Iglesia. Lo cual im-pide,
por una parte, la comprensión global de algunos de nuestros más significativos con-flictos
históricos contemporáneos y, por otra, el conocimiento de autores católicos como
Angel Salcedo Ruiz (Máximo), cuya sólida y variada formación, junto a la calidad y origi-nalidad
que atesoran sus trabajos -no exentos por ello de limitaciones y censuras-, lo con-vierten
en fuente imprescindible para profundizar en el movimiento ideológico que se
alojó y medró, por distintos motivos, en la ortodoxia y la intolerancia. Quedan muchas
incógnitas y dudas sobre este personaje y su entorno, por lo que confío en que este recuer-do
de ahora sea el anticipo de una revisión detallada y crítica de su vida y obra, de la que
deben salir, sin duda, interesantes y renovados puntos de vista sobre el pensamiento reac-cionario
y su evolución conceptual y estratégica dentro del complejo universo social con
que se inicia nuestro siglo XX.
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NOTAS
1 En 1898, por ejemplo, en el apartado de TEXTO hay catorce secciones diferentes, entre las que destacan,
además de la “Crónica Semanal”, los “Artículos de Fondo”, los “Artículos Religiosos”, las “Noticias y
Comentarios”, la “Sección de Polémica” o la “Sección Antimasónica”. En GRABADOS hay seis tipos
distintos, siendo los “Religiosos” y los de “Asuntos Varios” los más abundantes. Un buen número de
ellos están dedicados a la guerra hispano-norteamericana.
2 Nació en Cádiz en 1859 y murió en Madrid en 1921. Se inició en el mundo de las letras con una novela
(Víctor, 1887) y posteriormente escribió con amenidad y solvencia sobre los más diversos temas: literatu-ra,
historia, derecho, biografía, religión, política, etc.. Como periodista y propagandista católico colaboró
en publicaciones como La Unión, El Fénix o Diario de Barcelona, pero, sobre todo, en La Lectura
Dominical y en el diario El Universo, en los que permaneció como figura estelar durante muchos años,
hasta su muerte.
3 Además de todo lo expuesto, hay que tener en cuenta que la “crónica”, como género, es considerada por
entonces como “la suprema fórmula de los trabajos del periodismo moderno” (MAINAR, Rafael: El Arte
del Periodista, Barcelona, Sucesores de Manuel Soler-Editores, 1906, p. 187).
4 En este sentido, sobresalen las ya citadas “Sección de Polémica” -que lleva el significativo subtitulo de
Fuego graneado- y “Sección Antimasónica”, o algunos de los “Artículos de Fondo”. Sobre esta última
cuestión tengo un artículo en prensa titulado “La guerra del 98 a través de los Artículos de Fondo de La
Lectura Dominical” (En Historia y Comunicación Social, n 3, 1998).
5 El origen de esta sencilla, pero gráfica, clasificación lo encontramos en la polémica surgida con el llama-do
“Crimen de la calle de Fuencarral” (1888), ejemplo del primer sensacionalismo español, cuando la
prensa se dividió entre quienes minimizaron el caso (“sensatos”) y los que descubrieron un filón inagota-ble
de informaciones y misterios muy rentables (“insensatos”).
6 GOMEZ APARICIO, Pedro: Historia del Periodismo Español (“De las guerras coloniales a la Dictadu-ra”),
Madrid, Editora Nacional, 1974, p. 73. Véase también nuestra nota 11.
7 La Lectura Dominical, 13/III/1898, p. 162.
8 “bastó -dice- que El Imparcial dijese que la escuadra española de Filipinas era aproximadamente igual a
la escuadra yankee reunida en Hong-Kong, tanto en número como en la calidad de los buques, y que el
jefe de las fuerzas navales norteamericanas era un desequilibrado, para que en tertulias, casinos, cafés,
corrillos y hasta en los hogares de la gente morigerada y buena, se declarase blasfemo contra la patria al
que pusiera en duda que íbamos a obtener en el extremo Oriente una victoria gloriosisima y de resultados
trascendentes para toda la campaña” (p. 298).
9 Interesantísimo semanario fundado el 12 de junio de 1898 por Eusebio Blasco. Contó con la colaboración
de importantes y variadas firmas de la “intelectualidad” de entonces.
10 El ataque a la propia Península fue uno de los rumores que más circularon en ese momento, causando
gran inquietud social. En la “Crónica” del 17 de julio se reiteraba esa posibilidad en los siguientes térmi-nos:
“Los Estados Unidos pueden además sostener ese asedio con sus barcos más débiles, y los buenos y
fuertes con que cuentan quedan en disposición de venir a bombardear los puertos de Canarias y de la
Península” (p. 458).
11 Máximo lo resumía el 7 de agosto en los siguientes términos: “la procedencia norteamericana de todas las
noticias que nos llegan de la guerra y la previa censura de la prensa, ejercida por las autoridades militares;
y todo esto nos obliga, naturalmente, a mucha discreción en el escoger las noticias y a extraordinaria
mesura en los comentarios” (p. 506).
12 “Y resulta que los periódicos de gran circulación, aunque siguen leídos por muchos, han caído en cierto
descrédito, y hasta se conviene por todos en censurarlos y atribuirles inmensa culpa de los desastres
padecidos” (p. 491).
13 Aunque Máximo es evidentemente enemigo de la masonería, son contadas - aunque significativas- las
ocasiones en que se alude a ella en las “Crónicas” (Por ejemplo, 5/VI/1898, p. 362 o 4/XII/1898, p. 778).
La razón debe atribuirse a la existencia de una sección “antimasónica” específica para ello, firmada por
un tal Teodosio y creada el 24 de enero de 1897 (n 160).