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SESIÓN INAUGURAL 20 EN BÚSQUEDA DE LA HISTORIA ATLÁNTICA John Elliott (Traducción de Marta Balcells, revisada por el autor) Este año 2000 ha sido el de los grandes aniversarios: el quinto centenario del descubrimiento de Brasil por los portugueses, el quinto centenario del nacimiento del Emperador Carlos V y el tercer centenario de la instauración de la dinastía borbónica en España. Por si fuera poco, señala también el cuarto centenario del nacimiento del obispo y virrey Juan de Palafox, un acontecimiento que está siendo recordado con congresos tanto en España como en México. De estos cuatro aniversarios, tan sólo uno, el descubrimiento de Brasil, puede ser descrito con propiedad como primariamente americano; sin embargo, cada uno de los otros tres iba a tener profundas implicaciones al otro lado del Atlántico y no puede ser evaluado satisfactoriamente si no se tiene en cuenta su dimensión americana. Las posesiones en expansión de Castilla en las Indias, que formaban parte de la vasta herencia territorial del joven Carlos de Gante, iban a ser incorporadas a una monarquía global y aportar una contribución cada vez más significativa a la financiación de sus guerras en Europa. Juan de Palafox, escogido para ascensos en el Estado y la Iglesia debido a su inteligencia y a sus inclinaciones reformistas por parte del Conde-Duque de Olivares, iba a ejercer una influencia duradera en el virreinato de Nueva España, donde pasó nueve turbulentos años de la década más crítica de la historia de la monarquía española de la Casa de Austria: 1640. La instauración de los Borbones en 1700 como nueva dinastía reinante tuvo un impacto inmediato sobre las operaciones del sistema de comercio transatlántico y un efecto más paulatino pero decisivo en el imperio español de las Indias, que iban a ser sometidas a ideas y prácticas administrativas de signo reformador, en parte de inspiración francesa. No hay, desde luego, nada nuevo en tales observaciones, pero las expongo a modo de introducción dado que ayudan a subrayar el tema que he elegido para esta conferencia de apertura: la necesidad, desde mi punto de vista, de elaborar una historia verdaderamente “atlántica”. El concepto de historia atlántica no es nuevo en sí mismo, pero en tiempos recientes ha habido una creciente toma de conciencia de sus grandes posibilidades, en especial dentro del ámbito historiográfico británico y norteamericano, y también de algunos de los enormes retos que plantea. ¿Por qué la historia atlántica se está divulgando con tanta rapidez?. Y, si es que merece la pena, ¿cómo puede ser cultivada con los mejores resultados?. Una de las ironías actuales es que, a medida que el mundo se adentra en un nuevo milenio, el proceso acelerado de globalización se ha visto acompañado por un proceso simultáneo de fragmentación, en tanto que comunidades o grupos particulares afirman con renovado vigor sus derechos a una condición autónoma en virtud del color, credo, etnia, lengua o tradición.1 En mi opinión, la escritura de la historia ha reflejado estas tendencias divergentes. Con el desarrollo de la profesión de historiador durante el último medio siglo y el gran incremento en cantidad y variedad de las investigaciones emprendidas, la mera magnitud de información sobre el pasado que se ha hecho disponible y la diversidad de métodos y perspectivas en su tratamiento ha conducido inexorablemente a una fragmentación masiva del conocimiento En búsqueda de la Historia Atlántica 21 histórico. Al mismo tiempo, y en parte como respuesta a este proceso de fragmentación, se han llevado a cabo algunos ensayos a nivel macro-histórico para elaborar síntesis a gran escala, como por ejemplo The Mordern-World System de Inmanuel Wallerstein.2 Si nos fijamos específicamente en la historiografía de las Américas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, hallaremos procesos en curso comparables. Las Américas ibérica y británica han constituido tradicionalmente universos aparte y, a pesar de los argumentos presentados por Herbert Bolton en 1932 a favor del estudio de lo que denominaba una “Gran América” que comprendiera todo el hemisferio, el progreso en tal dirección desde entonces ha sido más bien desalentador.3 De hecho, en lugar de acercar ambos mundos, los minuciosos estudios de innumerables historiadores durante el último medio siglo han tenido el efecto de separarlos aún más. No se trata simplemente de que los investigadores hayan tendido a concentrar su atención en un solo imperio colonial, sea el español, portugués o británico, ignorando los demás, sino de que además cada uno de ellos individualmente se ha visto sometido a desintegración al ser colocado bajo el microscopio del historiador. A causa del rápido crecimiento de los estudios locales y regionales, y la moda de la reconstrucción micro-histórica de muchos aspectos diferentes de la experiencia humana, hemos llegado a una situación en que no sólo hay poco o ningún diálogo entre quienes se dedican a imperios coloniales distintos, sino que también se da la misma situación entre los especializados en sólo uno de ellos. La experiencia y el desarrollo históricos de Nueva Inglaterra y Virginia, por ejemplo, parecen ahora tan diferentes que quienes se ocupan de estas dos sociedades han descubierto que tienen poco terreno común. Algo muy parecido se puede afirmar de quienes investigan el pasado de México y Perú. Si bien este reconocimiento ampliado de la diversidad entre las nuevas sociedades de las Américas, y en su propio interior, nos ha proporcionado sin duda una mejor comprensión de muchos aspectos de la vida colonial, la ganancia se ha obtenido con las inevitables pérdidas. Me temo que nos hallamos en peligro de perder la visión de conjunto, que ha sido sustituida por una infinidad de diminutas imágenes que componen las piezas de un rompecabezas demasiado complicado de montar incluso para los más ingeniosos aficionados a ellos. Hay naturalmente algunos temas históricos en los que a veces las diferencias locales y nacionales han sido superadas con éxito, en especial el de la esclavitud en el Nuevo Mundo, respecto al que se han efectuado comparaciones valiosas y se han descubierto relaciones ocultas.4 Sin embargo, constituyen más la excepción que la regla y por tal motivo pienso que el creciente interés en los últimos tiempos por la historia atlántica merece una bienvenida especial. ¿Qué entendemos, sin embargo, por “historia atlántica”? ¿Existe acaso en realidad?. La analogía más obvia parecería ser la “historia mediterránea” y al instante nos viene al pensamiento la obra maestra de Fernand Braudel, La Méditerranée et le Monde méditerranéen à l’époque de Philippe II.5 No obstante, resulta legítimo preguntarse si Braudel no utilizó su concepto casi místico del Mediterráneo para imponer una unidad artificial sobre dos civilizaciones muy diferentes, la Cristiandad latina y el Islam otomano, hundiendo sus características y trayectorias históricas distintivas en un determinismo geográfico inventado sobre la base de una proximidad compartida a la misma franja de agua. Si la “historia mediterránea” es en sí misma problemática, pues, con mucha mayor justificación habrá que preguntarse cuánto más lo será la historia no de un mar interior sino de un vasto océano, bordeado por tres continentes distintos. Una respuesta a esta objeción es que, a diferencia del Mediterráneo, o si se quiere el Océano Índico, surcados ambos durante siglos por gentes de distintos pueblos y XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 22 civilizaciones, el Atlántico es un constructor puramente europeo. En esencia, se trata de una invención de los siglos XV y XVI, el producto final de innumerables viajes cuyo punto de partida estaba en los puertos de la península ibérica y el norte del continente. Al contrario que el Océano Índico, no lo atravesaban sistemas de comercio anteriores en los que irrumpieran barcos y mercaderes procedentes de Europa, por lo que el Atlántico comenzó su existencia en la historia como un lago de ésta. Un Atlántico unificado, vínculo de unión entre Europa, África y América, sugiere que hay motivo para un enfoque unificado de su historia. Contra tal punto de vista, sin embargo, se podría argumentar que ese constructo europeo surgido en el curso del siglo XVI no constituía un solo Atlántico, sino como mínimo tres, definidos por condiciones climáticas y medioambientales muy distintas y por diferentes movimientos de vientos y corrientes. En el lejano norte es el inhóspito mar de los bancos de pesca de Terranova, atravesado por una ruta que poco a poco se iría ramificando hacia el Sur hasta originar lo que con el tiempo acabaría siendo el Atlántico norteamericano de británicos, franceses y holandeses, que se extendía de la Bahía de Hudson a la desembocadura del Delaware. El segundo Atlántico fue el español de la carrera de Indias, que unía a Sevilla con el Caribe y la América continental tropical. El tercero era el luso, originado por el desembarco de Cabral en Brasil hace ahora precisamente quinientos años.6 Cada uno de estos tres Atlánticos tiene como es natural su propio pasado y tradiciones que lo distinguen, y ha dado pie a una historiografía impresionante. Esta bibliografía se tiende a concentrar en tres campos principales de las relaciones transatlánticas: el proceso inicial de exploración, conquista y colonización, el aparato administrativo del imperio y los sistemas de comercio entre metrópoli y colonias. Estos temas han dado pie a obras clásicas de autores tales como Haring, Hamilton y Chaunu para el imperio atlántico español y Fréderic Mauro para el portugués.7 Sin embargo, como trataré de indicar más adelante, hay otras posibilidades para la indagación de los distintos sistemas atlánticos que merecen ser exploradas de manera más completa. Al lado de estos estudios sobre los diversos imperios y sistemas comerciales aludidos, durante el último medio siglo se han producido una serie de iniciativas a favor de una historia atlántica más integrada o una historia de la “civilización atlántica”, un término empleado por uno de sus precursores, Charles Verlinden, en un artículo de 1953 sobre “Les origines coloniales de la civilisation atlantique”.8 Los propios escritos de Verlinden poseen el gran mérito de tender un puente no sólo sobre la división artificial entre la Edad Media y la época moderna, sino también sobre la aún mayor trazada en el atlántico, en cuanto procuró mostrar cómo desde los comienzos de la colonización americana “la unidad histórica de Europa fue de forma creciente el principal componente de una unidad histórica más amplia nacida de la expansión europea en la zona de civilización atlántica”.9 Superando un enfoque específicamente nacional de la historia de la colonización del mundo atlántico, destacó hasta qué punto fue una empresa común, en parte inspirada en El Mediterráneo de Braudel, sobre “Le problème de l’Atlantique du XVIIIème au Xxème Siècle”, donde argumentaban la existencia de una sola civilización atlántica.10 Al mismo tiempo, al describir el surgimiento de una Europa atlántica, explicó con claridad como especialista en la historia de la esclavitud y el tráfico de esclavos que África iba a quedar “fatalmente ligada”, según sus propias palabras, a esta zona europea de civilización atlántica.11 En el Décimo Congreso Internacional de Ciencias Históricas celebrado en Roma en 1955, dos años después de la publicación del artículo de Verlinden sobre los orígenes de la En búsqueda de la Historia Atlántica 23 civilización atlántica, dos historiadores, el francés Jacques Godechot (también autor de una Histoire de l’Atlantique)12 y el norteamericano Robert Palmer, presentaron una ponencia común, en parte inspirada en El Mediterráneo de Braudel, sobre “Le problème de l’Atlantique du XVIIIème au Xxème Siècle”, donde argumentaban la existencia de una sola civilización atlántica.13 Palmer continuó este trabajo, que fue recibido con frialdad,14 con su obra en dos volúmenes The Age of The Democratic Revolution (1959-64), donde las revoluciones americana y francesa son presentadas como parte de un fenómeno atlántico generalizado de cambio en las estructuras sociopolíticas. Seis años más tarde, si en este punto se me permite insertar una nota personal, publiqué mi libro El viejo mundo y el nuevo, 1492-1650, que podría describirse también como un ejemplo de historia atlántica en la medida en que intenta tratar la interación entre Europa y América.15 Mi inspiración, no obstante, procedía menos de la “revolución atlántica” de Palmer y Godechot que del magistral estudio de Antonello Gerbi sobre las concepciones europeas de América entre 1750 y 1900, La disputa del nuevo mundo, publicado originalmente en 1955.16 Aunque el tema que ha sido denominado “América en la conciencia europea”17ha sido el objeto de un número creciente de publicaciones en los últimos años, representa sólo uno de los varios elementos que han confluido para promover la actual ola de interés hacia la historia atlántica. A cierto nivel esta mayor atención refleja un deseo de contrarrestar la tendencia hacia la fragmentación de nuestro conocimiento del pasado. Además llega, como ya he sugerido, en un tiempo de globalización acelerada, que por sí misma estimula nuevos planteamientos historiográficos a medida que experimentamos este proceso y sus consecuencias sobre nuestras propias vidas. La globalización implica el desplazamiento, a través de fronteras y océanos, de gentes, bienes e ideas. El movimiento de estos tres componentes es esencial a la hora de escribir la historia atlántica. El mismo océano, antes contemplado como una barrera de separación, es visto ahora como una vía de comunicación que une pueblos y comunidades, cuyos lazos mutuos se definen en términos de la duración relativamente larga o corta de los viajes: un Atlántico español, por ejemplo, de unas trece semanas de navegación de San Lúcar a Vera Cruz, o bien un Atlántico inglés hacia el oeste de cinco semanas a Terranova o de diez a Filadelfia.18 Los geógrafos, junto con los historiadores que han dirigido su atención hacia el estudio de la ecología y el medio ambiente, han tenido al reconfigurar el espacio atlántico un papel importante en la superación de las barreras y divisiones históricas tradicionales. El geógrafo norteamericano D.W. Meinig, por ejemplo, muestra en el primer volumen de su ambiciosa obra The Shaping of America,19 publicado en 1986, cómo los vientos y corrientes predominantes dirigieron los desplazamientos de los europeos entre su continente, África y el Nuevo Mundo y sugiere cómo las distintas sociedades de éste en la época colonial surgieron del encuentro entre pueblos de diferentes regiones europeas y la diversidad del medio natural americano. De modo similar, un pionero de la historia ecológica, Alfred Crosby, exploraba en The Columbian Exchange (1972) las consecuencias biológicas de 1492 siguiendo el rastro de los traslados transatlánticos de pueblos, plantas y enfermedades.20 Una vez más, el Atlántico aparecería no como una barrera sino como una vía de comunicación, que ofrecía oportunidades ilimitadas para el intercambio entre continentes. Este intercambio, por supuesto, no era llanamente bilateral entre Europa y América, sino triangular entre Europa, África y América; de hecho, es la dimensión africana la que ha proporcionado a la historia atlántica gran parte de su renovada vitalidad. Las estadísticas hablan por sí solas. Entre 1500 y la segunda mitad del siglo XVIII se estima que alrededor de un millón y medio de europeos emigró a América.21 Durante aproximadamente el mismo XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 24 período, según el trabajo precursor del historiador norteamericano Philip Curtin sobre la esclavitud y el tráfico de esclavos, casi cuatro millones de esclavos africanos fueron transportados al Nuevo Mundo: algo más de la mitad a Brasil e Hispanoamérica, el resto a las colonias británicas, francesas y holandesas.22 La mera escala de esta emigración forzosa ha concentrado la atención de los historiadores sobre el carácter y el funcionamiento del tráfico de esclavos atlántico así como sobre las estructuras de servidumbre africana en las Américas que estaba destinado a fomentar y mantener. El tráfico de esclavos se convirtió en esencial para la marcha de un sistema atlántico a gran escala,23 una parte fundamental el cual giraba en torno a las necesidades de mano de obra de lo que Philip Curtin ha denominado “complejo de plantación”, las economías de plantación de las islas del Caribe, las colonias sureñas de la América británica, la Hispanoamérica tropical y el Brasil portugués.24 He aquí, pues, otra reconfiguración del espacio americano, que esta vez atraviesa las fronteras de las diferentes sociedades coloniales y se desarrolla en un contexto atlántico general donde los mercaderes portugueses, como han estudiado Enriqueta Vila Vilar y otros historiadores,25 se convierten en intermediarios vitales, que comunican los mundos de Europa, África y América. Los tres Atlánticos, español, portugués y británico, están así cada vez más entrelazados y llegan a hacerse interdependientes hasta formarse en el siglo XVIII una economía atlántica plurinacional. Todo esto es desde luego bien sabido, pero lo recuerdo brevemente como un ejemplo de cómo los historiadores de las sociedades coloniales se han visto cada vez más obligados en tiempos recientes a elevar sus perspectivas más allá de los horizontes nacionales para pensar en términos atlánticos generales. El comercio y la esclavitud son sin duda temas que se prestan particularmente bien a este modo de pensar panatlántico, pero la historiografía angloamericana en especial ha realizado un esfuerzo impresionante en los últimos años para contemplar por fin el Atlántico Norte como una sola comunidad de gentes, bienes e ideas. Me gustaría detenerme por un momento en esta contribución, pues pienso que puede proporcionar algunas sugerencias de interés para los historiadores de Iberoamérica. Lo que podría ser llamado “el giro atlántico” en la historiografía del Reino Unido y América ha resultado de la convergencia de varias líneas de desarrollo, además de las que he tratado más arriba. Ha habido naturalmente tanto para el caso español como para el británico una larga tradición de estudios a ambos lados del Atlántico sobre la historia de la administración del imperio y las relaciones políticas entre la metrópoli y las sociedades coloniales de América.26 Sin embargo, a medida que la nueva historia social se desarrolla durante los años 1960 y 1970, la historia de las instituciones tradicional comenzó a parecer pasada de moda y el interés de la joven generación de historiadores se inclinó hacia la reconstrucción de pequeñas comunidades locales en Gran Bretaña y sus colonias por medio de la aplicación de los métodos innovadores que estaban siendo desarrollados por disciplinas como la demografía y la historia agraria. Los estudiosos de estas comunidades locales de la América colonial observaban por fuerza sus sistemas de asentamiento, sus estructuras familiares junto con otras características demográficas y su conducta social y religiosa. Esto naturalmente les remontaba a los orígenes ingleses de los primeros colonos, cuyos nombres a menudo podían rastrear en los registros locales de los pueblos y ciudades que habían dejado para buscar una vida nueva (y mejor) al otro lado del Atlántico.27 Estos estudios fomentaron como consecuencia un creciente interés en las semejanzas y diferencias entre los estilos de vida de Inglaterra y América, y sobre el grado en que las estructuras originales eran reproducidas en el Nuevo Mundo o alteradas como respuesta a los desafíos planteados por el medio natural americano. Este interés se refleja en dos obras mayores recientes, Albion’s Seed En búsqueda de la Historia Atlántica 25 (1989) de D. H. Fischer, un intento muy criticado de interpretar las diferentes características de las trece primeras colonias según la procedencia comarcal de sus pobladores ingleses, y Adapting to a New World (1994) de James Horn, que procura identificar el modo en que las costumbres inglesas fueron modificadas por los colonos de la región de Chesapeake en el siglo XVII.28 La nueva historia social y demográfica también originó una ola de interés por la historia de las migraciones transatlánticas, que culminó en la obra magistral del conocido investigador estadounidense de la América colonial Bernard Baylin Voyagers to the West (1986), donde se proporciona información y estadísticas detalladas sobre la emigración a Norteamérica en vísperas de la Revolución de 1776, no sólo desde las Islas Británicas sino también desde la Europa continental.29 Lo que han explicado con claridad este y otros recientes estudios en dicho campo es el alto grado de movilidad que ya existía en las sociedades de la Europa medieval y moderna, de modo que cruzar el Atlántico era sólo un paso adelante, si bien más drástico, dentro de un proceso bien establecido de movimiento de individuos y grupos.30 En lo que concierne a la emigración ultramarina inglesa y escocesa, ésta comenzó con el prolongado proceso de conquista y asentamiento en Irlanda; de hecho, una contribución mayor a la nueva historia atlántica ha sido la realizada por quienes estudian el pasado de esta isla, a la que han visto como un laboratorio para la posterior colonización de la Norteamérica británica.31 Varias de las figuras principales comprometidas en el sometimiento de los irlandeses y el establecimiento de asentamientos en Irlanda durante el reinado de Isabel I estuvieron interesadas en las empresas coloniales. Hay buenos motivos para pensar que tal precedente ejerció una importante influencia sobre las actitudes de los primeros colonos hacia los indios, a quienes equiparaban a menudo con irlandeses “salvajes”.32 Éste es un punto que a mi parecer merece mayor indagación, como también su equivalente español, el modo en que la Reconquista y las pautas de conducta engendradas por ella hacia los moriscos afectó tanto a la conquista y colonización de la América central y del Sur como a la formación de actitudes hacia sus poblaciones indígenas.33 Tanto Irlanda como Andalucía – y, no hace falta decirlo, las Canarias—fueron fundamentales para la subsiguiente creación y conceptualización de las nuevas comunidades transatlánticas. Los historiadores angloamericanos también se han interesado cada vez más por el Atlántico y el Caribe británico como una comunidad no sólo de pueblos, sino también de ideas. A medida que en los últimos años el altamente centralizado estado británico se ha movido con retraso en dirección a cierto grado de autonomía para Escocia y Gales, tanta más atención se ha ido prestando a las relaciones históricas entre las distintas partes del Reino Unido. La nueva historia británica que se está comenzando a escribir es una historiografía de las diferentes comunidades británicas y éstas incluyen por fuerza las comunidades coloniales del Caribe y Norteamérica. Esto ha llevado a John Pocock a efectuar un llamamiento a favor de lo que denomina la historia del “archipiélago atlántico”.34 Este archipiélago, a pesar de todos los rasgos distintivos de los elementos que lo componen, se inspiró en una reserva común de cultura e ideas diseminada por medio de un proceso de continuo, y creciente, intercambio durante los siglos XVII y XVIII. Mientras que los historiadores a ambos lados del Atlántico han estado preocupados por buscar las huellas del impacto sobre los colonos de los escritos de los teóricos políticos ingleses como John Locke y los pensadores radicales dieciochescos, el interés se está centrando ahora en el desarrollo de la cultura política británica en su sentido más amplio y en el surgimiento de una identidad británica.35 Fue precisamente para salvaguardar sus derechos como ingleses por lo que los colonos comenzaron una revolución que acabaría confirmando su identidad de americanos. XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 26 Ha habido, pues, un aumento en la apreciación del valor de la historia atlántica entre los estudiosos británicos y norteamericanos como un modo de reconstruir el surgimiento y el carácter de una comunidad compartida de pueblos, bienes y culturas. Supongo que la suya es una forma algo limitada de historia atlántica, en la medida en que continúa preocupada sobre todo por el Atlántico Norte británico, con una prolongación africana para el desarrollo de las sociedades esclavistas en las colonias inglesas. A mi parecer, sin embargo, hay dos maneras en que la historia de una parte del mundo atlántico, sea el ibérico o el británico, puede ser ampliada al enlazarla con una historia atlántica más general: una es la búsqueda de conexiones, como por ejemplo la influencias mutuas en el proceso de colonización, las relaciones comerciales y las rivalidades internacionales con sus disputas territoriales; otra es el estudio del mundo atlántico desde un punto de vista comparativo. La aproximación comparativa a la historia atlántica se está ahora poniendo de moda. A modo de ejemplo mencionaría tres libros que han adoptado tal enfoque con más o menos éxito. El primero es el volumen de ensayos editados por Nicholas Canny y Anthony Pagden sobre el tema de la “identidad” en las sociedades coloniales de la América española, británica y francesa, Colonial Identity in the Atlantic World. El segundo es Lords of All the World. De Anthony Pagden, una comparación de las ideologías del imperio en los tres Estados mencionados. El tercero es lo que me parece un estudio en exceso esquemático de Patricia Seed sobre las ceremonias usadas por los diferentes poderes europeos en la toma de posesión de tierras en América.36 En mi calidad de investigador empeñado en una comparación a gran escala entre la América colonial española y la británica, me siento obligado a decir que se trata de una empresa frustrante difícil, cuyos resultados podrían muy bien no corresponder a la cantidad de esfuerzo dedicado. Sin embargo, la historia comparada tiene la gran virtud de obligarnos a colocar nuestros propios campos de conocimiento especializado dentro de un contexto más amplio, en este caso en el contexto atlántico de la conquista, la colonización y el imperio. Esto proporciona un antídoto fundamental contra la tentación que acecha a todos aquéllos que sólo estudian una sociedad: la tentación de pensar que la experiencia histórica de ésta es excepcional. La historia de la Norteamérica británica, a modo de ilustración, llevó a generaciones de investigadores estadounidenses a creer en lo que llegó a ser conocido como el excepcionalismo americano.37 A partir de aquí se esforzaban en buscar explicaciones para este excepcionalismo, que encontraban, por ejemplo, en la experiencia de la vida en la frontera, olvidando que también se hallaban fronteras en movimiento en Hispanoamérica y Brasil.38 En este caso, como en tantos otros, la historia comparada puede ser inapreciable para poner en duda supuestos previos de singularidad nunca sometidos a prueba.39 Siempre habrá a mi parecer, por lo tanto, un lugar para un enfoque comparativo de la historia de las sociedades a orillas del Atlántico. Sin embargo, resulta más manejable, y todavía desafiante, una historia atlántica regional, como la del Atlántico británico, del tipo que he esbozado. Considero que el renovado interés hacia la historia atlántica ha proporcionado un estímulo para el estudio de la historia tanto británica como americana. Ambas han sufrido en el pasado demasiado a menudo de divisiones nacionales entre historiadores británicos y estadounidenses, de compartimentaciones departamentales en las universidades de ambos países, de un fracaso colectivo a la hora de pensar en océano. Me parece que problemas similares han afectado al estudio de la historia española e hispanoamericana. Así pues, prosiguiendo con la analogía que he estado exponiendo sobre la historia atlántica británica me gustaría dedicar la parte final de esta conferencia a realizar algunas observaciones sobre los En búsqueda de la Historia Atlántica 27 desafíos y posibilidades que presenta la historia atlántica hispánica, tal como pienso que podría comenzar a ser escrita hoy. Al efectuar estas consideraciones, desde luego, no es mi intención menospreciar lo que ya ha sido alcanzado por los investigadores que trabajan tanto en la misma España como en los diferentes países de Hispanoamérica. Numerosas aportaciones de valor duradero han llegado de ambos lados del océano, pero pienso que hay enormes perspectivas para un estudio más integrado de la comunidad hispánica atlántica durante el período comprendido desde los inicios de la colonización hasta los movimientos de independencia. ¿Qué es, pues, lo que me gustaría ver? Tal como la concibo, la historia atlántica es en esencia una historia de interacción e influencias recíprocas. En el meollo de la historia atlántica ibérica se halla una cuestión: ¿cómo afectó la conquista, colonización y gobierno de América por parte de los pueblos de la península ibérica no sólo a los territorios colonizados y a sus poblaciones indígenas, sino también a los mismos pobladores y a la sociedad de la que vinieron?. Muchos campos de investigación posibles se insinúan, pero tomando como modelo la reciente labor sobre la historia atlántica británica seleccionaré dos o tres que a mi parecer ofrecen oportunidades excelentes o bien para nuevos proyectos de carácter innovador o bien para trabajos complementarios construidos sobre cimientos que ya han sido echados. El primer campo de investigación, y uno en que como he explicado la historiografía angloamericana ha manifestado particular vitalidad en los últimos tiempos, es el de los movimientos migratorios transatlánticos, con sus implicaciones más generales. Aquí me parece que los historiadores de España e Hispanoamérica tienen una gran ventaja sobre sus colegas que se ocupan del Norte por la circunstancia de que los emigrantes españoles que partían hacia las Indias lo hacían desde un solo puerto y tenían que proporcionar documentación exhaustiva antes de poder embarcar. Esta información es naturalmente la que permitió a Peter Boyd-Bowman elaborar su indispensable Índice geobiográfico de cuarenta mil pobladores españoles de América en el siglo XVI.40 Por el contrario, han sobrevivido pocas listas de pasajeros referidas a los emigrantes de las Islas Británicas, con la excepción de los registros completos de los años 1773-1776, los cuales suministraron a Bernard Baylin la base documental esencial para su Voyagers to the West. Hay como es obvio huecos y deficiencias importantes en la documentación española, tratada por el Dr. Auke Jacobs en su reciente libro sobre Los movimientos migratorios entre Castilla e Hispanoamérica durante el reinado de Felipe III, 1598-1621,41 pero las fuentes de datos sobre la emigración conservadas en el Archivo de Indias son como todos sabemos un tesoro de información inapreciable. Esta información se refiere a individuos, familias y comunidades, y pienso que hay consideraciones perspectivas aquí para un trabajo de mucha mayor envergadura del que se ha emprendido hasta el momento, en especial cuando sus datos se ven complementados por la sorprendente cantidad de correspondencia personal intercambiada entre España y las Indias que ha ido apareciendo en los últimos tiempos.42 El fascinante volumen de cartas, principalmente de España a América, publicado el año pasado por Rocío Sánchez Rubio e Isabel Testón Núñez, se titula El hilo que une.43 Necesitamos saber mucho más sobre este “hilo que une”. Las cartas de las Indias, que constituyen una lectura tan conmovedora, están llenas de indicios sobre los motivos para la emigración, las expectativas levantadas por el Nuevo Mundo y las realidades de las relaciones en el seno de la familia y de la comunidad. Podemos ver por dentro los lazos que unen ambos lados del Atlántico en el siglo XVI, por ejemplo, a través de esta sola frase de una carta escrita en 1584 desde Tordesillas por María de Acevedo a su hijo Gaspar Núñez en Méjico: “Asiste como hombre de cuidado, y no como XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 28 mozo, pues te fuiste en tanto riesgo sólo para valer más, y ayudarme, y darme buena vejez y para remedio de tus hermanas.”44 Cuanto más sabemos de la migración entre España y las Indias, más evidente resulta que el fenómeno debe ser comprendido en términos no individuales sino de unidad familiar. Las Indias ampliaron dramáticamente el campo de actividad abierto a la familia española y, más allá de ésta, a la comunidad local, constituida a su vez por familias entrelazadas. En Emigrants and Society, el estudio publicado en 1989 sobre Extremadura e Hispanoamérica en el siglo XVI, la historiadora norteamericana Ida Altman nos permite observar de cerca el funcionamiento del sistema de parentesco que impulsaba y mantenía la migración transatlántica, del mismo modo que también ilustra el impacto de las fortunas, y las adversidades, de los emigrantes sobre el tejido social en municipios como Trujillo y Cáceres.45 Necesitamos muchos más estudios locales y regionales de este tipo para apreciar la solidez de las migraciones y su importancia para la historia tanto de España como las Indias, en tanto que ambas se transformaron conjuntamente en una comunidad atlántica entretejida por una red de relaciones e intereses familiares. Tales estudios locales y regionales también tendrán que tomar en consideración con mayor detalle de lo que le fue posible a Ida Altman los usos a que se destinaron las sumas remitidas por los emigrantes desde las Indias. Como escribe Carlos Alberto González Sánchez en la conclusión de su trabajo sobre la Repatriación de capitales del virreinato del Perú en el siglo XVI, “es obsesiva la pretensión de hacerse presente en los lugares de origen.”46 Investigar esta obsesión será una tarea para quienes se ocupan de la historia social y económica, pero también exigirá una indagación sistemática por parte de los historiadores del arte y la arquitectura acerca de los encargos de retablos y la construcción de capillas familiares financiadas con plata americana. La migración es mucho más que el simple movimiento de personas y capitales a través del Atlántico. También implica la adaptación al nuevo medio natural americano y en muchos casos de hecho una readaptación a la vida en España después de un largo período de ausencia en las Indias. Hace muchos años el antropólogo norteamericano George M. Foster publicó su innovador trabajo Culture and Conquest, una investigación sobre el traslado a América de las costumbres, técnicas y herramientas españolas.47 Resulta un tanto decepcionante lo poco que se ha hecho desde la aparición de este libro cuarenta años atrás para proseguir las ideas de Foster sobre la naturaleza selectiva de las transferencias culturales y el carácter de lo que denomina “cultura de conquista”. Es cierto que recientemente se han producido señales de un interés renovado por la aculturación de los criollos al medio americano, por ejemplo el breve libro de Solange Alberro Les Espagnols dans le Mexique colonial.48Sin embargo, carecemos de un equivalente hispánico, por ejemplo, del libro de James Horn, Adapting to a New World, que examina el traslado de la cultura y costumbres inglesas a la región de Chesapeake y compara los estilos de vida de las comunidades de origen de los colonos con las desarrolladas por ellos en Virginia. Un estudio del proceso de adaptación a las condiciones del Nuevo Mundo nos permitiría comprobar la validez de la tesis de Foster según la cual la cultura pluralista de la península ibérica se vio reducida y simplificada a un conjunto de comunes denominadores al ser reformulada en una sola cultura de conquista. También arrojaría luz sobre aspectos importantes de la vida y los patrones de conducta en España y en las Indias mediante la identificación de semejanzas y diferencias entre ambos lugares. ¿Hasta qué punto y de qué maneras, por ejemplo, divergían las costumbres de matrimonio, los sistemas de herencia y las actividades hacia el comercio y los trabajos manuales en España y sus posesiones de ultramar? ¿Qué importancia tenía la tradición de limpieza de sangre en la sociedad En búsqueda de la Historia Atlántica 29 hispanoamericana en comparación con la de la metrópoli? ¿Cuáles eran las semejanzas y cuáles las diferencias entre la convivencia con los moriscos en la España peninsular y la convivencia con los indios en América? Todas estas preguntas son importantes y nos llevan al meollo tanto de la sociedad española como de la colonial. También son cruciales para comprender la naturaleza de las relaciones entre peninsulares y criollos, y el desarrollo de un sentido distintivo de identidad por parte de estos últimos. La búsqueda de la identidad de los criollos ha sido objeto de creciente interés en tiempos recientes,49 pero necesita ser situada dentro del contexto más amplio de la organización y el gobierno de la monarquía española, otro tema que pide a gritos un tratamiento mucho más atlántico en verdad del que ha recibido hasta ahora. Uno de los avances más importantes en la historiografía ibérica de los últimos años ha sido en mi opinión el reconocimiento de que las partes distintivas de la monarquía -como Aragón, Flandes, Nápoles o Portugal durante el período de la Unión de Coronas- no se pueden seguir estudiando aisladas. La monarquía de la Casa de Austria era una estructura compuesta en la que los elementos de unidad y diversidad estaban combinados en un precario ejercicio de malabarismo. Se mantenía ligada por la lealtad a un mismo soberano y a una misma fe, por la burocracia imperial y por un complejo entramado de intereses individuales y colectivos que ataba los reinos y provincias que componían la monarquía y en particular sus élites al rey, a la corte y a los órganos centrales de la administración real.50 ¿Qué significa esto en lo que respecta a la historia de las Indias? Es cierto que mantenían una relación especial, en teoría de subordinación, con Castilla, en virtud de su condición de territorio conquistado. Sin embargo, en la práctica, a medida que las nuevas sociedades coloniales se fueron desarrollando, su vinculación al gobierno central estuvo regida por los mismos procesos y caracterizada por las mismas tensiones y presiones que afectaban a otras partes que componían la monarquía. Esto apenas puede ser motivo de sorpresa dada la naturaleza de la sociedad de conquista y la semejanza de las formas y organismos desarrollados por la corona para gobernar los diferentes reinos y provincias. Aunque poseemos abundantes datos sobre la mayor parte de las instituciones administrativas y jurídicas mediante las cuales se gobernaban las Indias, todavía estamos lejos de comprender el funcionamiento interno del sistema. Ello exige más que historia institucional, por más fundamental que ésta sea. Se necesita conocer a los hombres detrás del sistema, sus relaciones personales y familiares, sus actitudes y motivaciones. La obra de Ernesto Schäfer nos proporciona una magnífica historia institucional del Consejo de las Indias,51 pero la historia oculta de éste aún tiene que ser escrita. Podemos entrever algunas de sus posibilidades en el épico trabajo de Manuel Giménez Fernández sobre Bartolomé de Las Casas,52 pero éste sólo nos lleva hasta los primeros años en el trono del Emperador Carlos V y sigue su propio e idiosincrásico camino. Al designar a su confesor personal, Fray García de Loaisa, como presidente del consejo en 1524 y mantenerlo en el cargo por veintidós años hasta la muerte del cardenal en 1546, Carlos mostraba seguramente tanto su preocupación por el bienestar físico y espiritual de sus vasallos indios como su confianza en la integridad y capacidad administrativa de un hombre que estaba en la más íntima relación con él mismo. Los intentos de estudiar la historia interna del mandato de Loaisa no han resultado hasta el momento muy iluminadores,53 y es muy posible que ni siquiera haya sobrevivido la documentación crucial. Sin embargo, para evaluar el carácter de su presidencia necesitamos tener en cuenta no sólo su relación con el Emperador, sino también el hecho de que su hermano había participado activamente en la evangelización de la Española, que obtuvo el nombramiento sucesivo para escaños en el Consejo de un sobrino carnal y otro por XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 30 matrimonio, Álvaro de Loaisa y Juan Suárez de Carvajal respectivamente, y que este último, e incluso él mismo, fueron acusados por los almagristas de aceptar sobornos de los Pizarros. ¿Cómo afectaron los vínculos transatlánticos “informales” de Loaisa, su parentela y clientela, a la formulación de una política hacia las Indias? Los procesos de toma de decisiones en los órganos centrales de gobierno reflejaban, como todos sabemos, prioridades e intereses en pugna. Con la corona siempre dependiendo para financiar sus masivos gastos militares de las remesas de plata a Sevilla, la toma de decisiones en asuntos que afectaban al gobierno de las Indias se caracterizaba por una constante lucha entre medidas que podían aliviar los problemas fiscales de la corona y medidas que podían beneficiar a largo plazo a sus súbditos de las posesiones americanas, en especial a los indios. Tal conflicto proporcionaba amplias oportunidades a grupos de presión y con intereses particulares para intervenir en la corte y en el Consejo de Indias. El entramado transatlántico de relaciones familiares y de negocios, que operaba en la corte a través de agentes y comisionados y procuraba influir en quienes ostentaban puestos de autoridad, es fundamental para el funcionamiento del sistema y necesita ser reconstruido con paciencia si queremos obtener un panorama completo de por qué y cómo se llegaba a ciertas decisiones. Esta reconstrucción requiere un conocimiento tan minucioso como sea posible de los protagonistas: los consejeros de Indias, los ministros y altos funcionarios reales de los virreinatos americanos, las facciones que controlaban los cabildos en las principales ciudades de América y las figuras dominantes del comercio de ultramar. Sin embargo, también exige tener en cuenta la cultura política de la monarquía como un todo y el curso simultáneo de los acontecimientos a ambos lados del Atlántico. Tomemos a modo de ejemplo la turbulenta carrera americana del obispo Palafox. Escogido para promoción por el Conde-Duque de Olivares, es por instinto y formación un reformador cortado según el patrón de éste. Sin embargo, como nativo de la Corona de Aragón, está moldeado profundamente al mismo tiempo por las ideas constitucionalistas de su patria chica y las lleva consigo en 1640 a las Indias, donde intenta aplicarlas como parte integral de su programa de reforma. Esto significa de hecho la ruptura con las ideas reformistas autoritarias de su patrón, Olivares, que en ese mismo momento están fracasando estrepitosamente con las rebeliones simultáneas de Cataluña y Portugal. La clave del programa de reformas de Palafox es el establecimiento de una relación en esencia contractual entre la corona y los criollos, a costa de la administración virreinal que considera corrupta sin remedio. En realidad, contempla Nueva España a través del prisma de Aragón y ve a los criollos como otra más de las élites provinciales de la monarquía, los privilegios y aspiraciones de las cuales deben ser respetados. Tan sólo de este modo, desde la perspectiva de Palafox, se puede evitar en las Indias el tipo de levantamientos revolucionarios que en ese preciso momento amenaza en Europa a la monarquía con la desintegración. La lucha en Nueva España durante la actividad reformadora de Palafox por los años de 1640 sugiere que los virreinatos americanos forman parte de una comunidad hispánica que se extiende sobre el Atlántico y sólo adquiere su completo significado en este contexto más amplio. El conflicto entre la fiscalidad real, que exige reforzar la autoridad de la corona, y las agraviadas elites provinciales, que ven amenazado su vínculo contractual con ésta, se desarrolla al mismo tiempo a ambos lados del Atlántico, en Nueva España y Perú tanto como en Cataluña, Portugal y Nápoles. El combate se disputa en la periferia de la monarquía y en su centro, donde los partidos enfrentados tratan de influir en las decisiones del rey y sus Consejos. Mientras que los criollos presionan en apoyo de Palafox, sus rivales en Nueva España -en especial el virrey Salvatierra, los jesuitas y las órdenes religiosas- hacen todo lo En búsqueda de la Historia Atlántica 31 que pueden para socavar su posición en la corte y conseguir su destitución. Finalmente, como efecto de esta constante interacción entre los sucesos de Madrid y lo que ocurre en las Indias, la situación de Palafox se hace insostenible, en parte como resultado de la caída de su patrón, Olivares, y el éxito de su sucesor en el valimiento, don Luis de Haro, en su intento de marginar al presidente del Consejo de Indias, el Conde de Castrillo, amigo y partidario de Palafox. Sin embargo, en el último análisis los esfuerzos reformadores de éste fueron derrotados por la perentoria necesidad por parte de la corona de plata americana para tenerla disponible en un momento de catástrofe potencial en Europa. Madrid simplemente no se podía permitir mantener en América a un celoso ministro reformista que parecía empeñado en balancear la nave del Estado.54 He citado el caso de Palafox como un ejemplo de cómo el tratamiento de un episodio en el contexto de una historia atlántica definida en términos generales puede aumentar nuestra compresión de los acontecimientos tanto en España como en las Indias. Los criollos eran en realidad un componente de la comunidad atlántica española y participaban en su cultura, tanto general como política, a la que aportaban sus propios rasgos distintivos. La naturaleza tradicional de esta comunidad, como es bien sabido, resultaría profundamente afectada por el cambio de dinastía y la introducción no tan sólo de nuevos usos e ideas, sino incluso de un nuevo lenguaje político.55 Tanto en la península como en los reinos americanos – que a su debido tiempo dejarán de serlo para convertirse en colonias- la conveniencia, o inconveniencia, de introducir novedades hará temblar los cimientos de la monarquía. Las reformas borbónicas no pueden ser tratadas adecuadamente en el contexto de España o de las Indias por separado. Derivan de un conjunto de circunstancias que afectan a ambos lados del atlántico, las cuales generaron una serie de respuestas, en la formulación del lenguaje del siglo XVIII, que confirió una especial dirección al impulso del gobierno en la península ibérica y ultramar. Más allá de esto, las reformas borbónicas también merecen ser situadas en un contexto de reformas aún más amplio del mundo atlántico como un todo, un contexto que debería incluir las reformas de Pombal en Portugal y Brasil y los ensayos de sucesivas administraciones británicas de reorganizar las finanzas imperiales y reforzar la relación de las colonias americanas con Londres.56 Como apreciarán, el tiempo a mi disposición me ha permitido tan sólo esbozar muy brevemente algunas propuestas para plantear la historia de España y América como partes integrantes de una sola comunidad. Algunas de estas sugerencias podrían no añadir mucho a lo que ya ha sido alcanzado. Es posible que otras puedan abrir nuevas líneas de investigación. No creo ni por un momento que la historia atlántica tenga respuestas para todo. Como todas las formas de historia, será más viable, y fructífera, para evaluar algunas áreas del pasado que otras. En especial, no me parece proporcionar mucho espacio para considerar las influencias distintivas aportadas de modo duradero por los pueblos indígenas de América a la formación de las nuevas sociedades coloniales. Aunque varios investigadores se están dedicando actualmente a reintroducir a los indios en la historia de la América colonial británica de la que en gran parte habían sido eliminados,57 creo que resultaría difícil negar que los nahuas, los mayas y los incas y sociedades preincaicas de los Andes dejaron una huella mucho más extensa y profunda en el desarrollo de la América hispana que la de los indígenas del norte sobre la británica. Desde esta perspectiva, la historia atlántica británica, y quizá también la portuguesa, podría tener en última instancia algo más que ofrecer que la española. Sin embargo, al observar los recientes desarrollos en la historiografía angloamericana, me convenzo de que tanto la historia de España como la de Hispanoamérica tan sólo puede beneficiarse de la eliminación de las XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 32 barreras artificiales que han tomado como línea divisoria el Atlántico. Y tampoco tengo ninguna duda de que habrá de redundar en provecho de todos integrar nuestras propias áreas de interés en un contexto atlántico más amplio, donde la búsqueda tanto de relaciones como de comparaciones puede contrarrestar la actual fragmentación del conocimiento histórico al lograr abrir nuevas perspectivas. En búsqueda de la Historia Atlántica 33 NOTAS 1 Véase mi “Reconstructing the Past” en Alexander G. Bearn, ed., Useful Knowledge (American Philosophical Society, Philadelphia, 1999), pp. 185-195. 2 2 vols., (Londres y Nueva York, 1974-1980). 3 Véase mi conferencia, publicada como libro, ¿Tienen las Américas una historia común? (The John Carter Brown Library, Providence, 1998) para una discusión del tema y referencias bibliográficas 4 Frank Tannenbaum, Slave and Citizen: the Negro in the Americas (Nueva York, 1946); Herbert S. Klein, Slavery in the Americas (Chicago, 1967); Robin Blackburn, The Making of New World Slavery. From the Baroque to the Modern, 1492-1800 (Londres, 1997); Hugh Thomas, The Slave Trade (Londres, 1997). 5 1ª edición, París, 1949. 6 Para los diferentes sistemas atlánticos, tal como son descritos por un geógrafo de la historia, véase D.W. Meinig, The Shaping of América, vol.1, Atlantic America, 1492-1800 (New Haven y Londres, 1986), especialmente pp.55-65 7 C.H. Haring, The Spanish Empire in America (Nueva York, 1947; edición revisada, 1952); Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, 1501-1650 (Cambridge, Mass, 1934); Huguette y Pierre Chaunu, Séville et l’Atlantique au XVIIIe Siècle, 1570-1670 (París, 1970). 8 Journal of World History, 1 (1953), pp. 378-98. Para un tratamiento más completo del desarrollo de la idea de historia atlántica, del que me he servido para esta charla, véase Bernard Bailyn. “The Idea of Atlantic History”, Itinerario (Leiden), 20 (1996), pp. 1-27. También me ha resultado útil Nicholas Canny, “Writing Atlantic History; or, Reconfiguring the History of Colonial British America”, The Journal of American History, 86, (1999), pp. 1093-1114, and Daniel T. Rogers “Exceptionalism”, en Imagined Histories, ed. Anthony Molho y Gordon S. Wood (Princeton,. 1998), cap. 1. Los tres autores están interesados sobre todo en la historia del Atlántico británico. 9 Charles Verlinden, The Beginnings of Modern Colonization (Ithaca y Londres, 1970), p. 75. 10 Ibid., cap.7. 11 Ibid., p. 75 12 París, 1947. 13 Relazioni del X Congresso Internazionale di Scienze Storiche (Florencia, 1955), vol.5, pp. 175-239 14 Véase Bailyn, “The Idea of Atlantic History”, p. 10 15 J.H.Elliott, The Old World and the New, 1492-1650 (Cambridge, 1970); traducción castellana por Rafael Sánchez Mantero (Madrid, 1972; nueva ed., 2000). 16 Antonello Gerbi, La disputa del Nuovo Mondo: Storia di una polémica, 1750-1900 (Milán, 1955). 17 Véase el tomo de las actas del congreso celebrado en la Hohn Carter Brown Library de Providence en 1991, editado por Karen Ordahl Kupperman, America in European Consciousness, 1493-1750 (Chapel Hill y Londres, 1995) 18 Pierre Chaunu, Conquête et exploitation des nouveaux mondes (París, 1969), p. 285 ; Ian K. Steele, The English Atlantic, 1675-1740 (Nueva York y Oxford, 1986), p. 91. XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 34 19 Véase el tomo de las actas del congreso celebrado en la John Carter Brown Library de Providence en 1991, editado por Karen Ordahl Kupperman, America in European Connsciousness, 1493-1750 (Chapel Hill y Londres, 1995) 20 Alfred W. Crosby Jr., The Columbian Exchange (Westport, Connecticut, 1972). Véase también su Ecological Imperialism. The Biological Expansion of Europe, 900-1900 (Caambridge, 1986). 21 “To Make America”. European Emigration in the Early Modern Period, ed. Ida Altman y James Horn (Berkeley, Los Angeles, Oxford, 1991), p. 3, citando a Philip D. Curtin, The Atlantic Slave Trade: a Census (Madison, 1969), tabla 39. 22 Meinig, The Shaping of America, I, p. 226 23 Véase Barbara L. Solow, Slavery and the Ruise of the Atlantic System (Cambridge, 1991) 24 Philip D. Curtin, The Rise and Fall of the Plantation Complex. Essays in Atlantic History (Cambridge, 1990) 25 Enriqueta Vila Vilar, Hispano-América y el comercio de esclavos (Sevilla, 1977) 26 Véase por ejemplo la obra clásica de Charles M. Andrews, The Colonial Period of American History, 4 tomos (New Haven, 1934-8) 27 Véanse, por ejemplo, Sumner C. Powell, Puritan Village. The Formation of a New England Town (Middletown, Conn., 1963); Kenneth A. Lockridge, A New Engl).and Town. The First Hundred Years of Dedham, Massachusetts, 1636-1736 (Nueva York, 1970); Darrett B. Rutman y Anita H. Rutman, A Place in time. Middlesex County, Virginia, 1650-1750 (Nueva York, 1984). 28 David Hackett Fischer, Albion´s Seed. Four British Folkways in America (Nueva York y Oxford, 1989); HORN, J. Adapting to a New World. English Society in the Seventeenth-Century Chesapeake (Chapel Hill y Londres, 1984). 29 Bernard Bailyn, Vayagers to the West (Nueva York, 1986) 30 Dos volúmenes de ensayos cubren la migración británica y europea en el primer período moderno: Altman y Horn, ed., “To Make America” (véase nota 21); Nicholas Canny, ed., Europeans on the Move. Studies on European Migration, 1500-1800 (Oxford, 1994). 31 D.B. Quinn, The Elizabethans and the Irish (Ithaca, 1966); Nicholas Canny, Kingdom and Colony. Ireland in the Atlantic World, 1560-1800 (Baltimore y Londres, 1988). 32 H.C. Porter, The Inconstant Savage (Londres, 1979), p. 203; J.H. Elliott, “Britain and Spain in America. Colonists and Colonized” (The Stenton Lecture, University of Reading, 1994), pp. 9-10. 33 Sin embargo, véanse Antonio Garrido Aranda, Moriscos e indios (Méxiso, 1980) y Mercedes García- Arenal, “Moriscos e indios. Para un estudio comparado de métodos de conquista y evangelización”, Crónica Nova, 20 (1992), pp. 153-175. 34 J.G.A. Pocock, “British History: A Plea for a New Subject”, Journal of Modern History, 47 (1975), p. 606. 35 Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution (1967; nueva ed. Cambridge, Mass. Y Londres 1992); Three British Revolutions: 1641, 1688, 1776, ed. J.G.A. Pocock (Princeton, 1980); Linda Colley, Britons. Forging the Nation, 1707-1837 (New Haven y Londres, 1992). 36 Colonial Identity in the Atlantic World, 1500-1800 (Princeton, 1987); Anthony Pagden, Lords of All the World. Ideologies of Empire in Spain, Britain and France c. 1500-c.1800 (New Haven y Londres, 1995); En búsqueda de la Historia Atlántica 35 Patricia Seed, Ceremonies of Possesion in Europe’s Conquest of the New World, 1492-1640 (Cambridge, 1995). 37 Michael Kammen, “The Problem of American Exceptionalism: a Reconsideration”, American Quarterly, 45 (1993), pp. 1-43 38 Véase Francisco de Solano y Salvador Bernabeu, Estudios (nuevos y viejos) sobre la frontera (Madrid, 1991), que empieza con la tesis de la frontera de Frederick Jackson Turner. También Alistair Hennessy, The Frontier in Latin American History (Alburquerque, 1978). 39 John H. Elliott, “Comparative History”, en el Tomo 3 de Historia a debate, ed. Carlos Barros, (Santiago de Compostela, 1995), pp. 9-19. 40 Vol. 1 (Bogotá, 1964); vol. 2 (México, 1968). 41 (Ámsterdam, 1995) 42 Enrique Otte, Cartas privadas de emigrantes a Indias (Sevilla, 1988); Isabel Macías y Francisco Morales Padrón, Cartas desde América, 1700-1800 (Sevilla, 1991). Véanse también José Luis Martínez, El mundo privado de los emigrantes en Indias (México, 1992); Manuel Alvar, Los otros cronistas de Indias (Madrid, 1996). 43 (Junta de Extremadura, Mérida, 1999). 44 Sánchez Rubio y Testón Núñez, carta 64, p. 154 45 (Berkeley, Los Ángeles, Londres, 1989). Véase también su estudio de la emigración de unos mil habitantes de Brihuega a Puebla entre 1560 y 1620, Transatlantic Ties in the Spanish Empire (Stanford, 2000). 46 (Estudios de Historia Económica, nº. 20, Banco de España, 1991), p. 125. 47 (Chicago, 1960). 48 (París, 1992) 49 D.A. Brading, The First America. The Spanish Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State, 1492-1867 (Cambridge, 1991); trad. Española, Orbe indiano (México, 1991); Bernard Lavallé, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes (Lima, 1993). 50 Véase “La monarquía española”, publicado como nº 73 (1998) de Relaciones, la revista de El Colegio de Michoacán, para un intento bienvenido de considerar los “grupos políticos locales ante la corte de Madrid” en el contexto general de la historia de la monarquía, en lugar de simplemente en el contexto de la historia mejicana. 51 El Consejo Real y Supremo de las Indias ( 2 vols., Sevilla, 1935-1947). 52 Bartolomé de Las Casas ( 2 vols., Sevilla, 1953-1960). 53 Kristen T.B. Kuebler, Cardinal García de Loaisa y Mendoza: Servant of Church and Emperos (Tesis doctoral, Universidad de Oxford, 1997), cap. 7; Robert Dworkowski, Tje Council of the Indies in Spain 1524-1558 (tesis doctoral, Universidad de Columbia, 1979) 54 Para esta breve relación de la carrera de Palafox me he servido de la recién completada tesis doctoral hecha bajo mi dirección en la Universidad de Oxford por Cayetana Álvarez de Toledo, Politics and Reform in Spain and New Spain: the life and thought of Juan de Palafox y Mendoza, 1600-1659. XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 36 55 Se trata del tema de una ponencia no publicada de Manuel Lucena Giraldo, “Las fases y los vocabularios de las reformas borbónicas en España y las Indias” para el seminario de 1999 sobre “España y las Indias”, organizado por la Fundación Duques de Soria. 56 Para algunas valiosas sugerencias sobre posibles enfoques para la historia atlántica del siglo XVIII, véase Kenneth Maxwell, “The Atlantic in the Eighteenth Century: a Southern Perspective on the Need to Return to the “Big Picture”, Transactions of the Royal Historical Society, 6th series, 3 (1993), pp. 209-36. 57 Por ejemplo, Francis Jennings, The Invasion of America (Chapel Hill, 1975); James Axtell, The Invasion Within (Oxford, 1985); Richard White, The Middle Ground. Indians, Empires, and Republics in the Great Lakes Region, 1650-1815 (Cambridge, 1991).
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Título y subtítulo | En búsqueda de la historia atlántica |
Autor principal | Elliott, John |
Publicación fuente | XIV Coloquio de historia canario - americano |
Numeración | Coloquio 14 |
Sección | Sesión Inaugural |
Tipo de documento | Congreso y conferencia |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Cabildo Insular de Gran Canaria |
Fecha | 2000 |
Páginas | P. 0019-0036 |
Materias | Congresos ; Historia ; Canarias ; América |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 104652 Bytes |
Texto | SESIÓN INAUGURAL 20 EN BÚSQUEDA DE LA HISTORIA ATLÁNTICA John Elliott (Traducción de Marta Balcells, revisada por el autor) Este año 2000 ha sido el de los grandes aniversarios: el quinto centenario del descubrimiento de Brasil por los portugueses, el quinto centenario del nacimiento del Emperador Carlos V y el tercer centenario de la instauración de la dinastía borbónica en España. Por si fuera poco, señala también el cuarto centenario del nacimiento del obispo y virrey Juan de Palafox, un acontecimiento que está siendo recordado con congresos tanto en España como en México. De estos cuatro aniversarios, tan sólo uno, el descubrimiento de Brasil, puede ser descrito con propiedad como primariamente americano; sin embargo, cada uno de los otros tres iba a tener profundas implicaciones al otro lado del Atlántico y no puede ser evaluado satisfactoriamente si no se tiene en cuenta su dimensión americana. Las posesiones en expansión de Castilla en las Indias, que formaban parte de la vasta herencia territorial del joven Carlos de Gante, iban a ser incorporadas a una monarquía global y aportar una contribución cada vez más significativa a la financiación de sus guerras en Europa. Juan de Palafox, escogido para ascensos en el Estado y la Iglesia debido a su inteligencia y a sus inclinaciones reformistas por parte del Conde-Duque de Olivares, iba a ejercer una influencia duradera en el virreinato de Nueva España, donde pasó nueve turbulentos años de la década más crítica de la historia de la monarquía española de la Casa de Austria: 1640. La instauración de los Borbones en 1700 como nueva dinastía reinante tuvo un impacto inmediato sobre las operaciones del sistema de comercio transatlántico y un efecto más paulatino pero decisivo en el imperio español de las Indias, que iban a ser sometidas a ideas y prácticas administrativas de signo reformador, en parte de inspiración francesa. No hay, desde luego, nada nuevo en tales observaciones, pero las expongo a modo de introducción dado que ayudan a subrayar el tema que he elegido para esta conferencia de apertura: la necesidad, desde mi punto de vista, de elaborar una historia verdaderamente “atlántica”. El concepto de historia atlántica no es nuevo en sí mismo, pero en tiempos recientes ha habido una creciente toma de conciencia de sus grandes posibilidades, en especial dentro del ámbito historiográfico británico y norteamericano, y también de algunos de los enormes retos que plantea. ¿Por qué la historia atlántica se está divulgando con tanta rapidez?. Y, si es que merece la pena, ¿cómo puede ser cultivada con los mejores resultados?. Una de las ironías actuales es que, a medida que el mundo se adentra en un nuevo milenio, el proceso acelerado de globalización se ha visto acompañado por un proceso simultáneo de fragmentación, en tanto que comunidades o grupos particulares afirman con renovado vigor sus derechos a una condición autónoma en virtud del color, credo, etnia, lengua o tradición.1 En mi opinión, la escritura de la historia ha reflejado estas tendencias divergentes. Con el desarrollo de la profesión de historiador durante el último medio siglo y el gran incremento en cantidad y variedad de las investigaciones emprendidas, la mera magnitud de información sobre el pasado que se ha hecho disponible y la diversidad de métodos y perspectivas en su tratamiento ha conducido inexorablemente a una fragmentación masiva del conocimiento En búsqueda de la Historia Atlántica 21 histórico. Al mismo tiempo, y en parte como respuesta a este proceso de fragmentación, se han llevado a cabo algunos ensayos a nivel macro-histórico para elaborar síntesis a gran escala, como por ejemplo The Mordern-World System de Inmanuel Wallerstein.2 Si nos fijamos específicamente en la historiografía de las Américas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, hallaremos procesos en curso comparables. Las Américas ibérica y británica han constituido tradicionalmente universos aparte y, a pesar de los argumentos presentados por Herbert Bolton en 1932 a favor del estudio de lo que denominaba una “Gran América” que comprendiera todo el hemisferio, el progreso en tal dirección desde entonces ha sido más bien desalentador.3 De hecho, en lugar de acercar ambos mundos, los minuciosos estudios de innumerables historiadores durante el último medio siglo han tenido el efecto de separarlos aún más. No se trata simplemente de que los investigadores hayan tendido a concentrar su atención en un solo imperio colonial, sea el español, portugués o británico, ignorando los demás, sino de que además cada uno de ellos individualmente se ha visto sometido a desintegración al ser colocado bajo el microscopio del historiador. A causa del rápido crecimiento de los estudios locales y regionales, y la moda de la reconstrucción micro-histórica de muchos aspectos diferentes de la experiencia humana, hemos llegado a una situación en que no sólo hay poco o ningún diálogo entre quienes se dedican a imperios coloniales distintos, sino que también se da la misma situación entre los especializados en sólo uno de ellos. La experiencia y el desarrollo históricos de Nueva Inglaterra y Virginia, por ejemplo, parecen ahora tan diferentes que quienes se ocupan de estas dos sociedades han descubierto que tienen poco terreno común. Algo muy parecido se puede afirmar de quienes investigan el pasado de México y Perú. Si bien este reconocimiento ampliado de la diversidad entre las nuevas sociedades de las Américas, y en su propio interior, nos ha proporcionado sin duda una mejor comprensión de muchos aspectos de la vida colonial, la ganancia se ha obtenido con las inevitables pérdidas. Me temo que nos hallamos en peligro de perder la visión de conjunto, que ha sido sustituida por una infinidad de diminutas imágenes que componen las piezas de un rompecabezas demasiado complicado de montar incluso para los más ingeniosos aficionados a ellos. Hay naturalmente algunos temas históricos en los que a veces las diferencias locales y nacionales han sido superadas con éxito, en especial el de la esclavitud en el Nuevo Mundo, respecto al que se han efectuado comparaciones valiosas y se han descubierto relaciones ocultas.4 Sin embargo, constituyen más la excepción que la regla y por tal motivo pienso que el creciente interés en los últimos tiempos por la historia atlántica merece una bienvenida especial. ¿Qué entendemos, sin embargo, por “historia atlántica”? ¿Existe acaso en realidad?. La analogía más obvia parecería ser la “historia mediterránea” y al instante nos viene al pensamiento la obra maestra de Fernand Braudel, La Méditerranée et le Monde méditerranéen à l’époque de Philippe II.5 No obstante, resulta legítimo preguntarse si Braudel no utilizó su concepto casi místico del Mediterráneo para imponer una unidad artificial sobre dos civilizaciones muy diferentes, la Cristiandad latina y el Islam otomano, hundiendo sus características y trayectorias históricas distintivas en un determinismo geográfico inventado sobre la base de una proximidad compartida a la misma franja de agua. Si la “historia mediterránea” es en sí misma problemática, pues, con mucha mayor justificación habrá que preguntarse cuánto más lo será la historia no de un mar interior sino de un vasto océano, bordeado por tres continentes distintos. Una respuesta a esta objeción es que, a diferencia del Mediterráneo, o si se quiere el Océano Índico, surcados ambos durante siglos por gentes de distintos pueblos y XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 22 civilizaciones, el Atlántico es un constructor puramente europeo. En esencia, se trata de una invención de los siglos XV y XVI, el producto final de innumerables viajes cuyo punto de partida estaba en los puertos de la península ibérica y el norte del continente. Al contrario que el Océano Índico, no lo atravesaban sistemas de comercio anteriores en los que irrumpieran barcos y mercaderes procedentes de Europa, por lo que el Atlántico comenzó su existencia en la historia como un lago de ésta. Un Atlántico unificado, vínculo de unión entre Europa, África y América, sugiere que hay motivo para un enfoque unificado de su historia. Contra tal punto de vista, sin embargo, se podría argumentar que ese constructo europeo surgido en el curso del siglo XVI no constituía un solo Atlántico, sino como mínimo tres, definidos por condiciones climáticas y medioambientales muy distintas y por diferentes movimientos de vientos y corrientes. En el lejano norte es el inhóspito mar de los bancos de pesca de Terranova, atravesado por una ruta que poco a poco se iría ramificando hacia el Sur hasta originar lo que con el tiempo acabaría siendo el Atlántico norteamericano de británicos, franceses y holandeses, que se extendía de la Bahía de Hudson a la desembocadura del Delaware. El segundo Atlántico fue el español de la carrera de Indias, que unía a Sevilla con el Caribe y la América continental tropical. El tercero era el luso, originado por el desembarco de Cabral en Brasil hace ahora precisamente quinientos años.6 Cada uno de estos tres Atlánticos tiene como es natural su propio pasado y tradiciones que lo distinguen, y ha dado pie a una historiografía impresionante. Esta bibliografía se tiende a concentrar en tres campos principales de las relaciones transatlánticas: el proceso inicial de exploración, conquista y colonización, el aparato administrativo del imperio y los sistemas de comercio entre metrópoli y colonias. Estos temas han dado pie a obras clásicas de autores tales como Haring, Hamilton y Chaunu para el imperio atlántico español y Fréderic Mauro para el portugués.7 Sin embargo, como trataré de indicar más adelante, hay otras posibilidades para la indagación de los distintos sistemas atlánticos que merecen ser exploradas de manera más completa. Al lado de estos estudios sobre los diversos imperios y sistemas comerciales aludidos, durante el último medio siglo se han producido una serie de iniciativas a favor de una historia atlántica más integrada o una historia de la “civilización atlántica”, un término empleado por uno de sus precursores, Charles Verlinden, en un artículo de 1953 sobre “Les origines coloniales de la civilisation atlantique”.8 Los propios escritos de Verlinden poseen el gran mérito de tender un puente no sólo sobre la división artificial entre la Edad Media y la época moderna, sino también sobre la aún mayor trazada en el atlántico, en cuanto procuró mostrar cómo desde los comienzos de la colonización americana “la unidad histórica de Europa fue de forma creciente el principal componente de una unidad histórica más amplia nacida de la expansión europea en la zona de civilización atlántica”.9 Superando un enfoque específicamente nacional de la historia de la colonización del mundo atlántico, destacó hasta qué punto fue una empresa común, en parte inspirada en El Mediterráneo de Braudel, sobre “Le problème de l’Atlantique du XVIIIème au Xxème Siècle”, donde argumentaban la existencia de una sola civilización atlántica.10 Al mismo tiempo, al describir el surgimiento de una Europa atlántica, explicó con claridad como especialista en la historia de la esclavitud y el tráfico de esclavos que África iba a quedar “fatalmente ligada”, según sus propias palabras, a esta zona europea de civilización atlántica.11 En el Décimo Congreso Internacional de Ciencias Históricas celebrado en Roma en 1955, dos años después de la publicación del artículo de Verlinden sobre los orígenes de la En búsqueda de la Historia Atlántica 23 civilización atlántica, dos historiadores, el francés Jacques Godechot (también autor de una Histoire de l’Atlantique)12 y el norteamericano Robert Palmer, presentaron una ponencia común, en parte inspirada en El Mediterráneo de Braudel, sobre “Le problème de l’Atlantique du XVIIIème au Xxème Siècle”, donde argumentaban la existencia de una sola civilización atlántica.13 Palmer continuó este trabajo, que fue recibido con frialdad,14 con su obra en dos volúmenes The Age of The Democratic Revolution (1959-64), donde las revoluciones americana y francesa son presentadas como parte de un fenómeno atlántico generalizado de cambio en las estructuras sociopolíticas. Seis años más tarde, si en este punto se me permite insertar una nota personal, publiqué mi libro El viejo mundo y el nuevo, 1492-1650, que podría describirse también como un ejemplo de historia atlántica en la medida en que intenta tratar la interación entre Europa y América.15 Mi inspiración, no obstante, procedía menos de la “revolución atlántica” de Palmer y Godechot que del magistral estudio de Antonello Gerbi sobre las concepciones europeas de América entre 1750 y 1900, La disputa del nuevo mundo, publicado originalmente en 1955.16 Aunque el tema que ha sido denominado “América en la conciencia europea”17ha sido el objeto de un número creciente de publicaciones en los últimos años, representa sólo uno de los varios elementos que han confluido para promover la actual ola de interés hacia la historia atlántica. A cierto nivel esta mayor atención refleja un deseo de contrarrestar la tendencia hacia la fragmentación de nuestro conocimiento del pasado. Además llega, como ya he sugerido, en un tiempo de globalización acelerada, que por sí misma estimula nuevos planteamientos historiográficos a medida que experimentamos este proceso y sus consecuencias sobre nuestras propias vidas. La globalización implica el desplazamiento, a través de fronteras y océanos, de gentes, bienes e ideas. El movimiento de estos tres componentes es esencial a la hora de escribir la historia atlántica. El mismo océano, antes contemplado como una barrera de separación, es visto ahora como una vía de comunicación que une pueblos y comunidades, cuyos lazos mutuos se definen en términos de la duración relativamente larga o corta de los viajes: un Atlántico español, por ejemplo, de unas trece semanas de navegación de San Lúcar a Vera Cruz, o bien un Atlántico inglés hacia el oeste de cinco semanas a Terranova o de diez a Filadelfia.18 Los geógrafos, junto con los historiadores que han dirigido su atención hacia el estudio de la ecología y el medio ambiente, han tenido al reconfigurar el espacio atlántico un papel importante en la superación de las barreras y divisiones históricas tradicionales. El geógrafo norteamericano D.W. Meinig, por ejemplo, muestra en el primer volumen de su ambiciosa obra The Shaping of America,19 publicado en 1986, cómo los vientos y corrientes predominantes dirigieron los desplazamientos de los europeos entre su continente, África y el Nuevo Mundo y sugiere cómo las distintas sociedades de éste en la época colonial surgieron del encuentro entre pueblos de diferentes regiones europeas y la diversidad del medio natural americano. De modo similar, un pionero de la historia ecológica, Alfred Crosby, exploraba en The Columbian Exchange (1972) las consecuencias biológicas de 1492 siguiendo el rastro de los traslados transatlánticos de pueblos, plantas y enfermedades.20 Una vez más, el Atlántico aparecería no como una barrera sino como una vía de comunicación, que ofrecía oportunidades ilimitadas para el intercambio entre continentes. Este intercambio, por supuesto, no era llanamente bilateral entre Europa y América, sino triangular entre Europa, África y América; de hecho, es la dimensión africana la que ha proporcionado a la historia atlántica gran parte de su renovada vitalidad. Las estadísticas hablan por sí solas. Entre 1500 y la segunda mitad del siglo XVIII se estima que alrededor de un millón y medio de europeos emigró a América.21 Durante aproximadamente el mismo XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 24 período, según el trabajo precursor del historiador norteamericano Philip Curtin sobre la esclavitud y el tráfico de esclavos, casi cuatro millones de esclavos africanos fueron transportados al Nuevo Mundo: algo más de la mitad a Brasil e Hispanoamérica, el resto a las colonias británicas, francesas y holandesas.22 La mera escala de esta emigración forzosa ha concentrado la atención de los historiadores sobre el carácter y el funcionamiento del tráfico de esclavos atlántico así como sobre las estructuras de servidumbre africana en las Américas que estaba destinado a fomentar y mantener. El tráfico de esclavos se convirtió en esencial para la marcha de un sistema atlántico a gran escala,23 una parte fundamental el cual giraba en torno a las necesidades de mano de obra de lo que Philip Curtin ha denominado “complejo de plantación”, las economías de plantación de las islas del Caribe, las colonias sureñas de la América británica, la Hispanoamérica tropical y el Brasil portugués.24 He aquí, pues, otra reconfiguración del espacio americano, que esta vez atraviesa las fronteras de las diferentes sociedades coloniales y se desarrolla en un contexto atlántico general donde los mercaderes portugueses, como han estudiado Enriqueta Vila Vilar y otros historiadores,25 se convierten en intermediarios vitales, que comunican los mundos de Europa, África y América. Los tres Atlánticos, español, portugués y británico, están así cada vez más entrelazados y llegan a hacerse interdependientes hasta formarse en el siglo XVIII una economía atlántica plurinacional. Todo esto es desde luego bien sabido, pero lo recuerdo brevemente como un ejemplo de cómo los historiadores de las sociedades coloniales se han visto cada vez más obligados en tiempos recientes a elevar sus perspectivas más allá de los horizontes nacionales para pensar en términos atlánticos generales. El comercio y la esclavitud son sin duda temas que se prestan particularmente bien a este modo de pensar panatlántico, pero la historiografía angloamericana en especial ha realizado un esfuerzo impresionante en los últimos años para contemplar por fin el Atlántico Norte como una sola comunidad de gentes, bienes e ideas. Me gustaría detenerme por un momento en esta contribución, pues pienso que puede proporcionar algunas sugerencias de interés para los historiadores de Iberoamérica. Lo que podría ser llamado “el giro atlántico” en la historiografía del Reino Unido y América ha resultado de la convergencia de varias líneas de desarrollo, además de las que he tratado más arriba. Ha habido naturalmente tanto para el caso español como para el británico una larga tradición de estudios a ambos lados del Atlántico sobre la historia de la administración del imperio y las relaciones políticas entre la metrópoli y las sociedades coloniales de América.26 Sin embargo, a medida que la nueva historia social se desarrolla durante los años 1960 y 1970, la historia de las instituciones tradicional comenzó a parecer pasada de moda y el interés de la joven generación de historiadores se inclinó hacia la reconstrucción de pequeñas comunidades locales en Gran Bretaña y sus colonias por medio de la aplicación de los métodos innovadores que estaban siendo desarrollados por disciplinas como la demografía y la historia agraria. Los estudiosos de estas comunidades locales de la América colonial observaban por fuerza sus sistemas de asentamiento, sus estructuras familiares junto con otras características demográficas y su conducta social y religiosa. Esto naturalmente les remontaba a los orígenes ingleses de los primeros colonos, cuyos nombres a menudo podían rastrear en los registros locales de los pueblos y ciudades que habían dejado para buscar una vida nueva (y mejor) al otro lado del Atlántico.27 Estos estudios fomentaron como consecuencia un creciente interés en las semejanzas y diferencias entre los estilos de vida de Inglaterra y América, y sobre el grado en que las estructuras originales eran reproducidas en el Nuevo Mundo o alteradas como respuesta a los desafíos planteados por el medio natural americano. Este interés se refleja en dos obras mayores recientes, Albion’s Seed En búsqueda de la Historia Atlántica 25 (1989) de D. H. Fischer, un intento muy criticado de interpretar las diferentes características de las trece primeras colonias según la procedencia comarcal de sus pobladores ingleses, y Adapting to a New World (1994) de James Horn, que procura identificar el modo en que las costumbres inglesas fueron modificadas por los colonos de la región de Chesapeake en el siglo XVII.28 La nueva historia social y demográfica también originó una ola de interés por la historia de las migraciones transatlánticas, que culminó en la obra magistral del conocido investigador estadounidense de la América colonial Bernard Baylin Voyagers to the West (1986), donde se proporciona información y estadísticas detalladas sobre la emigración a Norteamérica en vísperas de la Revolución de 1776, no sólo desde las Islas Británicas sino también desde la Europa continental.29 Lo que han explicado con claridad este y otros recientes estudios en dicho campo es el alto grado de movilidad que ya existía en las sociedades de la Europa medieval y moderna, de modo que cruzar el Atlántico era sólo un paso adelante, si bien más drástico, dentro de un proceso bien establecido de movimiento de individuos y grupos.30 En lo que concierne a la emigración ultramarina inglesa y escocesa, ésta comenzó con el prolongado proceso de conquista y asentamiento en Irlanda; de hecho, una contribución mayor a la nueva historia atlántica ha sido la realizada por quienes estudian el pasado de esta isla, a la que han visto como un laboratorio para la posterior colonización de la Norteamérica británica.31 Varias de las figuras principales comprometidas en el sometimiento de los irlandeses y el establecimiento de asentamientos en Irlanda durante el reinado de Isabel I estuvieron interesadas en las empresas coloniales. Hay buenos motivos para pensar que tal precedente ejerció una importante influencia sobre las actitudes de los primeros colonos hacia los indios, a quienes equiparaban a menudo con irlandeses “salvajes”.32 Éste es un punto que a mi parecer merece mayor indagación, como también su equivalente español, el modo en que la Reconquista y las pautas de conducta engendradas por ella hacia los moriscos afectó tanto a la conquista y colonización de la América central y del Sur como a la formación de actitudes hacia sus poblaciones indígenas.33 Tanto Irlanda como Andalucía – y, no hace falta decirlo, las Canarias—fueron fundamentales para la subsiguiente creación y conceptualización de las nuevas comunidades transatlánticas. Los historiadores angloamericanos también se han interesado cada vez más por el Atlántico y el Caribe británico como una comunidad no sólo de pueblos, sino también de ideas. A medida que en los últimos años el altamente centralizado estado británico se ha movido con retraso en dirección a cierto grado de autonomía para Escocia y Gales, tanta más atención se ha ido prestando a las relaciones históricas entre las distintas partes del Reino Unido. La nueva historia británica que se está comenzando a escribir es una historiografía de las diferentes comunidades británicas y éstas incluyen por fuerza las comunidades coloniales del Caribe y Norteamérica. Esto ha llevado a John Pocock a efectuar un llamamiento a favor de lo que denomina la historia del “archipiélago atlántico”.34 Este archipiélago, a pesar de todos los rasgos distintivos de los elementos que lo componen, se inspiró en una reserva común de cultura e ideas diseminada por medio de un proceso de continuo, y creciente, intercambio durante los siglos XVII y XVIII. Mientras que los historiadores a ambos lados del Atlántico han estado preocupados por buscar las huellas del impacto sobre los colonos de los escritos de los teóricos políticos ingleses como John Locke y los pensadores radicales dieciochescos, el interés se está centrando ahora en el desarrollo de la cultura política británica en su sentido más amplio y en el surgimiento de una identidad británica.35 Fue precisamente para salvaguardar sus derechos como ingleses por lo que los colonos comenzaron una revolución que acabaría confirmando su identidad de americanos. XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 26 Ha habido, pues, un aumento en la apreciación del valor de la historia atlántica entre los estudiosos británicos y norteamericanos como un modo de reconstruir el surgimiento y el carácter de una comunidad compartida de pueblos, bienes y culturas. Supongo que la suya es una forma algo limitada de historia atlántica, en la medida en que continúa preocupada sobre todo por el Atlántico Norte británico, con una prolongación africana para el desarrollo de las sociedades esclavistas en las colonias inglesas. A mi parecer, sin embargo, hay dos maneras en que la historia de una parte del mundo atlántico, sea el ibérico o el británico, puede ser ampliada al enlazarla con una historia atlántica más general: una es la búsqueda de conexiones, como por ejemplo la influencias mutuas en el proceso de colonización, las relaciones comerciales y las rivalidades internacionales con sus disputas territoriales; otra es el estudio del mundo atlántico desde un punto de vista comparativo. La aproximación comparativa a la historia atlántica se está ahora poniendo de moda. A modo de ejemplo mencionaría tres libros que han adoptado tal enfoque con más o menos éxito. El primero es el volumen de ensayos editados por Nicholas Canny y Anthony Pagden sobre el tema de la “identidad” en las sociedades coloniales de la América española, británica y francesa, Colonial Identity in the Atlantic World. El segundo es Lords of All the World. De Anthony Pagden, una comparación de las ideologías del imperio en los tres Estados mencionados. El tercero es lo que me parece un estudio en exceso esquemático de Patricia Seed sobre las ceremonias usadas por los diferentes poderes europeos en la toma de posesión de tierras en América.36 En mi calidad de investigador empeñado en una comparación a gran escala entre la América colonial española y la británica, me siento obligado a decir que se trata de una empresa frustrante difícil, cuyos resultados podrían muy bien no corresponder a la cantidad de esfuerzo dedicado. Sin embargo, la historia comparada tiene la gran virtud de obligarnos a colocar nuestros propios campos de conocimiento especializado dentro de un contexto más amplio, en este caso en el contexto atlántico de la conquista, la colonización y el imperio. Esto proporciona un antídoto fundamental contra la tentación que acecha a todos aquéllos que sólo estudian una sociedad: la tentación de pensar que la experiencia histórica de ésta es excepcional. La historia de la Norteamérica británica, a modo de ilustración, llevó a generaciones de investigadores estadounidenses a creer en lo que llegó a ser conocido como el excepcionalismo americano.37 A partir de aquí se esforzaban en buscar explicaciones para este excepcionalismo, que encontraban, por ejemplo, en la experiencia de la vida en la frontera, olvidando que también se hallaban fronteras en movimiento en Hispanoamérica y Brasil.38 En este caso, como en tantos otros, la historia comparada puede ser inapreciable para poner en duda supuestos previos de singularidad nunca sometidos a prueba.39 Siempre habrá a mi parecer, por lo tanto, un lugar para un enfoque comparativo de la historia de las sociedades a orillas del Atlántico. Sin embargo, resulta más manejable, y todavía desafiante, una historia atlántica regional, como la del Atlántico británico, del tipo que he esbozado. Considero que el renovado interés hacia la historia atlántica ha proporcionado un estímulo para el estudio de la historia tanto británica como americana. Ambas han sufrido en el pasado demasiado a menudo de divisiones nacionales entre historiadores británicos y estadounidenses, de compartimentaciones departamentales en las universidades de ambos países, de un fracaso colectivo a la hora de pensar en océano. Me parece que problemas similares han afectado al estudio de la historia española e hispanoamericana. Así pues, prosiguiendo con la analogía que he estado exponiendo sobre la historia atlántica británica me gustaría dedicar la parte final de esta conferencia a realizar algunas observaciones sobre los En búsqueda de la Historia Atlántica 27 desafíos y posibilidades que presenta la historia atlántica hispánica, tal como pienso que podría comenzar a ser escrita hoy. Al efectuar estas consideraciones, desde luego, no es mi intención menospreciar lo que ya ha sido alcanzado por los investigadores que trabajan tanto en la misma España como en los diferentes países de Hispanoamérica. Numerosas aportaciones de valor duradero han llegado de ambos lados del océano, pero pienso que hay enormes perspectivas para un estudio más integrado de la comunidad hispánica atlántica durante el período comprendido desde los inicios de la colonización hasta los movimientos de independencia. ¿Qué es, pues, lo que me gustaría ver? Tal como la concibo, la historia atlántica es en esencia una historia de interacción e influencias recíprocas. En el meollo de la historia atlántica ibérica se halla una cuestión: ¿cómo afectó la conquista, colonización y gobierno de América por parte de los pueblos de la península ibérica no sólo a los territorios colonizados y a sus poblaciones indígenas, sino también a los mismos pobladores y a la sociedad de la que vinieron?. Muchos campos de investigación posibles se insinúan, pero tomando como modelo la reciente labor sobre la historia atlántica británica seleccionaré dos o tres que a mi parecer ofrecen oportunidades excelentes o bien para nuevos proyectos de carácter innovador o bien para trabajos complementarios construidos sobre cimientos que ya han sido echados. El primer campo de investigación, y uno en que como he explicado la historiografía angloamericana ha manifestado particular vitalidad en los últimos tiempos, es el de los movimientos migratorios transatlánticos, con sus implicaciones más generales. Aquí me parece que los historiadores de España e Hispanoamérica tienen una gran ventaja sobre sus colegas que se ocupan del Norte por la circunstancia de que los emigrantes españoles que partían hacia las Indias lo hacían desde un solo puerto y tenían que proporcionar documentación exhaustiva antes de poder embarcar. Esta información es naturalmente la que permitió a Peter Boyd-Bowman elaborar su indispensable Índice geobiográfico de cuarenta mil pobladores españoles de América en el siglo XVI.40 Por el contrario, han sobrevivido pocas listas de pasajeros referidas a los emigrantes de las Islas Británicas, con la excepción de los registros completos de los años 1773-1776, los cuales suministraron a Bernard Baylin la base documental esencial para su Voyagers to the West. Hay como es obvio huecos y deficiencias importantes en la documentación española, tratada por el Dr. Auke Jacobs en su reciente libro sobre Los movimientos migratorios entre Castilla e Hispanoamérica durante el reinado de Felipe III, 1598-1621,41 pero las fuentes de datos sobre la emigración conservadas en el Archivo de Indias son como todos sabemos un tesoro de información inapreciable. Esta información se refiere a individuos, familias y comunidades, y pienso que hay consideraciones perspectivas aquí para un trabajo de mucha mayor envergadura del que se ha emprendido hasta el momento, en especial cuando sus datos se ven complementados por la sorprendente cantidad de correspondencia personal intercambiada entre España y las Indias que ha ido apareciendo en los últimos tiempos.42 El fascinante volumen de cartas, principalmente de España a América, publicado el año pasado por Rocío Sánchez Rubio e Isabel Testón Núñez, se titula El hilo que une.43 Necesitamos saber mucho más sobre este “hilo que une”. Las cartas de las Indias, que constituyen una lectura tan conmovedora, están llenas de indicios sobre los motivos para la emigración, las expectativas levantadas por el Nuevo Mundo y las realidades de las relaciones en el seno de la familia y de la comunidad. Podemos ver por dentro los lazos que unen ambos lados del Atlántico en el siglo XVI, por ejemplo, a través de esta sola frase de una carta escrita en 1584 desde Tordesillas por María de Acevedo a su hijo Gaspar Núñez en Méjico: “Asiste como hombre de cuidado, y no como XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 28 mozo, pues te fuiste en tanto riesgo sólo para valer más, y ayudarme, y darme buena vejez y para remedio de tus hermanas.”44 Cuanto más sabemos de la migración entre España y las Indias, más evidente resulta que el fenómeno debe ser comprendido en términos no individuales sino de unidad familiar. Las Indias ampliaron dramáticamente el campo de actividad abierto a la familia española y, más allá de ésta, a la comunidad local, constituida a su vez por familias entrelazadas. En Emigrants and Society, el estudio publicado en 1989 sobre Extremadura e Hispanoamérica en el siglo XVI, la historiadora norteamericana Ida Altman nos permite observar de cerca el funcionamiento del sistema de parentesco que impulsaba y mantenía la migración transatlántica, del mismo modo que también ilustra el impacto de las fortunas, y las adversidades, de los emigrantes sobre el tejido social en municipios como Trujillo y Cáceres.45 Necesitamos muchos más estudios locales y regionales de este tipo para apreciar la solidez de las migraciones y su importancia para la historia tanto de España como las Indias, en tanto que ambas se transformaron conjuntamente en una comunidad atlántica entretejida por una red de relaciones e intereses familiares. Tales estudios locales y regionales también tendrán que tomar en consideración con mayor detalle de lo que le fue posible a Ida Altman los usos a que se destinaron las sumas remitidas por los emigrantes desde las Indias. Como escribe Carlos Alberto González Sánchez en la conclusión de su trabajo sobre la Repatriación de capitales del virreinato del Perú en el siglo XVI, “es obsesiva la pretensión de hacerse presente en los lugares de origen.”46 Investigar esta obsesión será una tarea para quienes se ocupan de la historia social y económica, pero también exigirá una indagación sistemática por parte de los historiadores del arte y la arquitectura acerca de los encargos de retablos y la construcción de capillas familiares financiadas con plata americana. La migración es mucho más que el simple movimiento de personas y capitales a través del Atlántico. También implica la adaptación al nuevo medio natural americano y en muchos casos de hecho una readaptación a la vida en España después de un largo período de ausencia en las Indias. Hace muchos años el antropólogo norteamericano George M. Foster publicó su innovador trabajo Culture and Conquest, una investigación sobre el traslado a América de las costumbres, técnicas y herramientas españolas.47 Resulta un tanto decepcionante lo poco que se ha hecho desde la aparición de este libro cuarenta años atrás para proseguir las ideas de Foster sobre la naturaleza selectiva de las transferencias culturales y el carácter de lo que denomina “cultura de conquista”. Es cierto que recientemente se han producido señales de un interés renovado por la aculturación de los criollos al medio americano, por ejemplo el breve libro de Solange Alberro Les Espagnols dans le Mexique colonial.48Sin embargo, carecemos de un equivalente hispánico, por ejemplo, del libro de James Horn, Adapting to a New World, que examina el traslado de la cultura y costumbres inglesas a la región de Chesapeake y compara los estilos de vida de las comunidades de origen de los colonos con las desarrolladas por ellos en Virginia. Un estudio del proceso de adaptación a las condiciones del Nuevo Mundo nos permitiría comprobar la validez de la tesis de Foster según la cual la cultura pluralista de la península ibérica se vio reducida y simplificada a un conjunto de comunes denominadores al ser reformulada en una sola cultura de conquista. También arrojaría luz sobre aspectos importantes de la vida y los patrones de conducta en España y en las Indias mediante la identificación de semejanzas y diferencias entre ambos lugares. ¿Hasta qué punto y de qué maneras, por ejemplo, divergían las costumbres de matrimonio, los sistemas de herencia y las actividades hacia el comercio y los trabajos manuales en España y sus posesiones de ultramar? ¿Qué importancia tenía la tradición de limpieza de sangre en la sociedad En búsqueda de la Historia Atlántica 29 hispanoamericana en comparación con la de la metrópoli? ¿Cuáles eran las semejanzas y cuáles las diferencias entre la convivencia con los moriscos en la España peninsular y la convivencia con los indios en América? Todas estas preguntas son importantes y nos llevan al meollo tanto de la sociedad española como de la colonial. También son cruciales para comprender la naturaleza de las relaciones entre peninsulares y criollos, y el desarrollo de un sentido distintivo de identidad por parte de estos últimos. La búsqueda de la identidad de los criollos ha sido objeto de creciente interés en tiempos recientes,49 pero necesita ser situada dentro del contexto más amplio de la organización y el gobierno de la monarquía española, otro tema que pide a gritos un tratamiento mucho más atlántico en verdad del que ha recibido hasta ahora. Uno de los avances más importantes en la historiografía ibérica de los últimos años ha sido en mi opinión el reconocimiento de que las partes distintivas de la monarquía -como Aragón, Flandes, Nápoles o Portugal durante el período de la Unión de Coronas- no se pueden seguir estudiando aisladas. La monarquía de la Casa de Austria era una estructura compuesta en la que los elementos de unidad y diversidad estaban combinados en un precario ejercicio de malabarismo. Se mantenía ligada por la lealtad a un mismo soberano y a una misma fe, por la burocracia imperial y por un complejo entramado de intereses individuales y colectivos que ataba los reinos y provincias que componían la monarquía y en particular sus élites al rey, a la corte y a los órganos centrales de la administración real.50 ¿Qué significa esto en lo que respecta a la historia de las Indias? Es cierto que mantenían una relación especial, en teoría de subordinación, con Castilla, en virtud de su condición de territorio conquistado. Sin embargo, en la práctica, a medida que las nuevas sociedades coloniales se fueron desarrollando, su vinculación al gobierno central estuvo regida por los mismos procesos y caracterizada por las mismas tensiones y presiones que afectaban a otras partes que componían la monarquía. Esto apenas puede ser motivo de sorpresa dada la naturaleza de la sociedad de conquista y la semejanza de las formas y organismos desarrollados por la corona para gobernar los diferentes reinos y provincias. Aunque poseemos abundantes datos sobre la mayor parte de las instituciones administrativas y jurídicas mediante las cuales se gobernaban las Indias, todavía estamos lejos de comprender el funcionamiento interno del sistema. Ello exige más que historia institucional, por más fundamental que ésta sea. Se necesita conocer a los hombres detrás del sistema, sus relaciones personales y familiares, sus actitudes y motivaciones. La obra de Ernesto Schäfer nos proporciona una magnífica historia institucional del Consejo de las Indias,51 pero la historia oculta de éste aún tiene que ser escrita. Podemos entrever algunas de sus posibilidades en el épico trabajo de Manuel Giménez Fernández sobre Bartolomé de Las Casas,52 pero éste sólo nos lleva hasta los primeros años en el trono del Emperador Carlos V y sigue su propio e idiosincrásico camino. Al designar a su confesor personal, Fray García de Loaisa, como presidente del consejo en 1524 y mantenerlo en el cargo por veintidós años hasta la muerte del cardenal en 1546, Carlos mostraba seguramente tanto su preocupación por el bienestar físico y espiritual de sus vasallos indios como su confianza en la integridad y capacidad administrativa de un hombre que estaba en la más íntima relación con él mismo. Los intentos de estudiar la historia interna del mandato de Loaisa no han resultado hasta el momento muy iluminadores,53 y es muy posible que ni siquiera haya sobrevivido la documentación crucial. Sin embargo, para evaluar el carácter de su presidencia necesitamos tener en cuenta no sólo su relación con el Emperador, sino también el hecho de que su hermano había participado activamente en la evangelización de la Española, que obtuvo el nombramiento sucesivo para escaños en el Consejo de un sobrino carnal y otro por XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 30 matrimonio, Álvaro de Loaisa y Juan Suárez de Carvajal respectivamente, y que este último, e incluso él mismo, fueron acusados por los almagristas de aceptar sobornos de los Pizarros. ¿Cómo afectaron los vínculos transatlánticos “informales” de Loaisa, su parentela y clientela, a la formulación de una política hacia las Indias? Los procesos de toma de decisiones en los órganos centrales de gobierno reflejaban, como todos sabemos, prioridades e intereses en pugna. Con la corona siempre dependiendo para financiar sus masivos gastos militares de las remesas de plata a Sevilla, la toma de decisiones en asuntos que afectaban al gobierno de las Indias se caracterizaba por una constante lucha entre medidas que podían aliviar los problemas fiscales de la corona y medidas que podían beneficiar a largo plazo a sus súbditos de las posesiones americanas, en especial a los indios. Tal conflicto proporcionaba amplias oportunidades a grupos de presión y con intereses particulares para intervenir en la corte y en el Consejo de Indias. El entramado transatlántico de relaciones familiares y de negocios, que operaba en la corte a través de agentes y comisionados y procuraba influir en quienes ostentaban puestos de autoridad, es fundamental para el funcionamiento del sistema y necesita ser reconstruido con paciencia si queremos obtener un panorama completo de por qué y cómo se llegaba a ciertas decisiones. Esta reconstrucción requiere un conocimiento tan minucioso como sea posible de los protagonistas: los consejeros de Indias, los ministros y altos funcionarios reales de los virreinatos americanos, las facciones que controlaban los cabildos en las principales ciudades de América y las figuras dominantes del comercio de ultramar. Sin embargo, también exige tener en cuenta la cultura política de la monarquía como un todo y el curso simultáneo de los acontecimientos a ambos lados del Atlántico. Tomemos a modo de ejemplo la turbulenta carrera americana del obispo Palafox. Escogido para promoción por el Conde-Duque de Olivares, es por instinto y formación un reformador cortado según el patrón de éste. Sin embargo, como nativo de la Corona de Aragón, está moldeado profundamente al mismo tiempo por las ideas constitucionalistas de su patria chica y las lleva consigo en 1640 a las Indias, donde intenta aplicarlas como parte integral de su programa de reforma. Esto significa de hecho la ruptura con las ideas reformistas autoritarias de su patrón, Olivares, que en ese mismo momento están fracasando estrepitosamente con las rebeliones simultáneas de Cataluña y Portugal. La clave del programa de reformas de Palafox es el establecimiento de una relación en esencia contractual entre la corona y los criollos, a costa de la administración virreinal que considera corrupta sin remedio. En realidad, contempla Nueva España a través del prisma de Aragón y ve a los criollos como otra más de las élites provinciales de la monarquía, los privilegios y aspiraciones de las cuales deben ser respetados. Tan sólo de este modo, desde la perspectiva de Palafox, se puede evitar en las Indias el tipo de levantamientos revolucionarios que en ese preciso momento amenaza en Europa a la monarquía con la desintegración. La lucha en Nueva España durante la actividad reformadora de Palafox por los años de 1640 sugiere que los virreinatos americanos forman parte de una comunidad hispánica que se extiende sobre el Atlántico y sólo adquiere su completo significado en este contexto más amplio. El conflicto entre la fiscalidad real, que exige reforzar la autoridad de la corona, y las agraviadas elites provinciales, que ven amenazado su vínculo contractual con ésta, se desarrolla al mismo tiempo a ambos lados del Atlántico, en Nueva España y Perú tanto como en Cataluña, Portugal y Nápoles. El combate se disputa en la periferia de la monarquía y en su centro, donde los partidos enfrentados tratan de influir en las decisiones del rey y sus Consejos. Mientras que los criollos presionan en apoyo de Palafox, sus rivales en Nueva España -en especial el virrey Salvatierra, los jesuitas y las órdenes religiosas- hacen todo lo En búsqueda de la Historia Atlántica 31 que pueden para socavar su posición en la corte y conseguir su destitución. Finalmente, como efecto de esta constante interacción entre los sucesos de Madrid y lo que ocurre en las Indias, la situación de Palafox se hace insostenible, en parte como resultado de la caída de su patrón, Olivares, y el éxito de su sucesor en el valimiento, don Luis de Haro, en su intento de marginar al presidente del Consejo de Indias, el Conde de Castrillo, amigo y partidario de Palafox. Sin embargo, en el último análisis los esfuerzos reformadores de éste fueron derrotados por la perentoria necesidad por parte de la corona de plata americana para tenerla disponible en un momento de catástrofe potencial en Europa. Madrid simplemente no se podía permitir mantener en América a un celoso ministro reformista que parecía empeñado en balancear la nave del Estado.54 He citado el caso de Palafox como un ejemplo de cómo el tratamiento de un episodio en el contexto de una historia atlántica definida en términos generales puede aumentar nuestra compresión de los acontecimientos tanto en España como en las Indias. Los criollos eran en realidad un componente de la comunidad atlántica española y participaban en su cultura, tanto general como política, a la que aportaban sus propios rasgos distintivos. La naturaleza tradicional de esta comunidad, como es bien sabido, resultaría profundamente afectada por el cambio de dinastía y la introducción no tan sólo de nuevos usos e ideas, sino incluso de un nuevo lenguaje político.55 Tanto en la península como en los reinos americanos – que a su debido tiempo dejarán de serlo para convertirse en colonias- la conveniencia, o inconveniencia, de introducir novedades hará temblar los cimientos de la monarquía. Las reformas borbónicas no pueden ser tratadas adecuadamente en el contexto de España o de las Indias por separado. Derivan de un conjunto de circunstancias que afectan a ambos lados del atlántico, las cuales generaron una serie de respuestas, en la formulación del lenguaje del siglo XVIII, que confirió una especial dirección al impulso del gobierno en la península ibérica y ultramar. Más allá de esto, las reformas borbónicas también merecen ser situadas en un contexto de reformas aún más amplio del mundo atlántico como un todo, un contexto que debería incluir las reformas de Pombal en Portugal y Brasil y los ensayos de sucesivas administraciones británicas de reorganizar las finanzas imperiales y reforzar la relación de las colonias americanas con Londres.56 Como apreciarán, el tiempo a mi disposición me ha permitido tan sólo esbozar muy brevemente algunas propuestas para plantear la historia de España y América como partes integrantes de una sola comunidad. Algunas de estas sugerencias podrían no añadir mucho a lo que ya ha sido alcanzado. Es posible que otras puedan abrir nuevas líneas de investigación. No creo ni por un momento que la historia atlántica tenga respuestas para todo. Como todas las formas de historia, será más viable, y fructífera, para evaluar algunas áreas del pasado que otras. En especial, no me parece proporcionar mucho espacio para considerar las influencias distintivas aportadas de modo duradero por los pueblos indígenas de América a la formación de las nuevas sociedades coloniales. Aunque varios investigadores se están dedicando actualmente a reintroducir a los indios en la historia de la América colonial británica de la que en gran parte habían sido eliminados,57 creo que resultaría difícil negar que los nahuas, los mayas y los incas y sociedades preincaicas de los Andes dejaron una huella mucho más extensa y profunda en el desarrollo de la América hispana que la de los indígenas del norte sobre la británica. Desde esta perspectiva, la historia atlántica británica, y quizá también la portuguesa, podría tener en última instancia algo más que ofrecer que la española. Sin embargo, al observar los recientes desarrollos en la historiografía angloamericana, me convenzo de que tanto la historia de España como la de Hispanoamérica tan sólo puede beneficiarse de la eliminación de las XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 32 barreras artificiales que han tomado como línea divisoria el Atlántico. Y tampoco tengo ninguna duda de que habrá de redundar en provecho de todos integrar nuestras propias áreas de interés en un contexto atlántico más amplio, donde la búsqueda tanto de relaciones como de comparaciones puede contrarrestar la actual fragmentación del conocimiento histórico al lograr abrir nuevas perspectivas. En búsqueda de la Historia Atlántica 33 NOTAS 1 Véase mi “Reconstructing the Past” en Alexander G. Bearn, ed., Useful Knowledge (American Philosophical Society, Philadelphia, 1999), pp. 185-195. 2 2 vols., (Londres y Nueva York, 1974-1980). 3 Véase mi conferencia, publicada como libro, ¿Tienen las Américas una historia común? (The John Carter Brown Library, Providence, 1998) para una discusión del tema y referencias bibliográficas 4 Frank Tannenbaum, Slave and Citizen: the Negro in the Americas (Nueva York, 1946); Herbert S. Klein, Slavery in the Americas (Chicago, 1967); Robin Blackburn, The Making of New World Slavery. From the Baroque to the Modern, 1492-1800 (Londres, 1997); Hugh Thomas, The Slave Trade (Londres, 1997). 5 1ª edición, París, 1949. 6 Para los diferentes sistemas atlánticos, tal como son descritos por un geógrafo de la historia, véase D.W. Meinig, The Shaping of América, vol.1, Atlantic America, 1492-1800 (New Haven y Londres, 1986), especialmente pp.55-65 7 C.H. Haring, The Spanish Empire in America (Nueva York, 1947; edición revisada, 1952); Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, 1501-1650 (Cambridge, Mass, 1934); Huguette y Pierre Chaunu, Séville et l’Atlantique au XVIIIe Siècle, 1570-1670 (París, 1970). 8 Journal of World History, 1 (1953), pp. 378-98. Para un tratamiento más completo del desarrollo de la idea de historia atlántica, del que me he servido para esta charla, véase Bernard Bailyn. “The Idea of Atlantic History”, Itinerario (Leiden), 20 (1996), pp. 1-27. También me ha resultado útil Nicholas Canny, “Writing Atlantic History; or, Reconfiguring the History of Colonial British America”, The Journal of American History, 86, (1999), pp. 1093-1114, and Daniel T. Rogers “Exceptionalism”, en Imagined Histories, ed. Anthony Molho y Gordon S. Wood (Princeton,. 1998), cap. 1. Los tres autores están interesados sobre todo en la historia del Atlántico británico. 9 Charles Verlinden, The Beginnings of Modern Colonization (Ithaca y Londres, 1970), p. 75. 10 Ibid., cap.7. 11 Ibid., p. 75 12 París, 1947. 13 Relazioni del X Congresso Internazionale di Scienze Storiche (Florencia, 1955), vol.5, pp. 175-239 14 Véase Bailyn, “The Idea of Atlantic History”, p. 10 15 J.H.Elliott, The Old World and the New, 1492-1650 (Cambridge, 1970); traducción castellana por Rafael Sánchez Mantero (Madrid, 1972; nueva ed., 2000). 16 Antonello Gerbi, La disputa del Nuovo Mondo: Storia di una polémica, 1750-1900 (Milán, 1955). 17 Véase el tomo de las actas del congreso celebrado en la Hohn Carter Brown Library de Providence en 1991, editado por Karen Ordahl Kupperman, America in European Consciousness, 1493-1750 (Chapel Hill y Londres, 1995) 18 Pierre Chaunu, Conquête et exploitation des nouveaux mondes (París, 1969), p. 285 ; Ian K. Steele, The English Atlantic, 1675-1740 (Nueva York y Oxford, 1986), p. 91. XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 34 19 Véase el tomo de las actas del congreso celebrado en la John Carter Brown Library de Providence en 1991, editado por Karen Ordahl Kupperman, America in European Connsciousness, 1493-1750 (Chapel Hill y Londres, 1995) 20 Alfred W. Crosby Jr., The Columbian Exchange (Westport, Connecticut, 1972). Véase también su Ecological Imperialism. The Biological Expansion of Europe, 900-1900 (Caambridge, 1986). 21 “To Make America”. European Emigration in the Early Modern Period, ed. Ida Altman y James Horn (Berkeley, Los Angeles, Oxford, 1991), p. 3, citando a Philip D. Curtin, The Atlantic Slave Trade: a Census (Madison, 1969), tabla 39. 22 Meinig, The Shaping of America, I, p. 226 23 Véase Barbara L. Solow, Slavery and the Ruise of the Atlantic System (Cambridge, 1991) 24 Philip D. Curtin, The Rise and Fall of the Plantation Complex. Essays in Atlantic History (Cambridge, 1990) 25 Enriqueta Vila Vilar, Hispano-América y el comercio de esclavos (Sevilla, 1977) 26 Véase por ejemplo la obra clásica de Charles M. Andrews, The Colonial Period of American History, 4 tomos (New Haven, 1934-8) 27 Véanse, por ejemplo, Sumner C. Powell, Puritan Village. The Formation of a New England Town (Middletown, Conn., 1963); Kenneth A. Lockridge, A New Engl).and Town. The First Hundred Years of Dedham, Massachusetts, 1636-1736 (Nueva York, 1970); Darrett B. Rutman y Anita H. Rutman, A Place in time. Middlesex County, Virginia, 1650-1750 (Nueva York, 1984). 28 David Hackett Fischer, Albion´s Seed. Four British Folkways in America (Nueva York y Oxford, 1989); HORN, J. Adapting to a New World. English Society in the Seventeenth-Century Chesapeake (Chapel Hill y Londres, 1984). 29 Bernard Bailyn, Vayagers to the West (Nueva York, 1986) 30 Dos volúmenes de ensayos cubren la migración británica y europea en el primer período moderno: Altman y Horn, ed., “To Make America” (véase nota 21); Nicholas Canny, ed., Europeans on the Move. Studies on European Migration, 1500-1800 (Oxford, 1994). 31 D.B. Quinn, The Elizabethans and the Irish (Ithaca, 1966); Nicholas Canny, Kingdom and Colony. Ireland in the Atlantic World, 1560-1800 (Baltimore y Londres, 1988). 32 H.C. Porter, The Inconstant Savage (Londres, 1979), p. 203; J.H. Elliott, “Britain and Spain in America. Colonists and Colonized” (The Stenton Lecture, University of Reading, 1994), pp. 9-10. 33 Sin embargo, véanse Antonio Garrido Aranda, Moriscos e indios (Méxiso, 1980) y Mercedes García- Arenal, “Moriscos e indios. Para un estudio comparado de métodos de conquista y evangelización”, Crónica Nova, 20 (1992), pp. 153-175. 34 J.G.A. Pocock, “British History: A Plea for a New Subject”, Journal of Modern History, 47 (1975), p. 606. 35 Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution (1967; nueva ed. Cambridge, Mass. Y Londres 1992); Three British Revolutions: 1641, 1688, 1776, ed. J.G.A. Pocock (Princeton, 1980); Linda Colley, Britons. Forging the Nation, 1707-1837 (New Haven y Londres, 1992). 36 Colonial Identity in the Atlantic World, 1500-1800 (Princeton, 1987); Anthony Pagden, Lords of All the World. Ideologies of Empire in Spain, Britain and France c. 1500-c.1800 (New Haven y Londres, 1995); En búsqueda de la Historia Atlántica 35 Patricia Seed, Ceremonies of Possesion in Europe’s Conquest of the New World, 1492-1640 (Cambridge, 1995). 37 Michael Kammen, “The Problem of American Exceptionalism: a Reconsideration”, American Quarterly, 45 (1993), pp. 1-43 38 Véase Francisco de Solano y Salvador Bernabeu, Estudios (nuevos y viejos) sobre la frontera (Madrid, 1991), que empieza con la tesis de la frontera de Frederick Jackson Turner. También Alistair Hennessy, The Frontier in Latin American History (Alburquerque, 1978). 39 John H. Elliott, “Comparative History”, en el Tomo 3 de Historia a debate, ed. Carlos Barros, (Santiago de Compostela, 1995), pp. 9-19. 40 Vol. 1 (Bogotá, 1964); vol. 2 (México, 1968). 41 (Ámsterdam, 1995) 42 Enrique Otte, Cartas privadas de emigrantes a Indias (Sevilla, 1988); Isabel Macías y Francisco Morales Padrón, Cartas desde América, 1700-1800 (Sevilla, 1991). Véanse también José Luis Martínez, El mundo privado de los emigrantes en Indias (México, 1992); Manuel Alvar, Los otros cronistas de Indias (Madrid, 1996). 43 (Junta de Extremadura, Mérida, 1999). 44 Sánchez Rubio y Testón Núñez, carta 64, p. 154 45 (Berkeley, Los Ángeles, Londres, 1989). Véase también su estudio de la emigración de unos mil habitantes de Brihuega a Puebla entre 1560 y 1620, Transatlantic Ties in the Spanish Empire (Stanford, 2000). 46 (Estudios de Historia Económica, nº. 20, Banco de España, 1991), p. 125. 47 (Chicago, 1960). 48 (París, 1992) 49 D.A. Brading, The First America. The Spanish Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State, 1492-1867 (Cambridge, 1991); trad. Española, Orbe indiano (México, 1991); Bernard Lavallé, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes (Lima, 1993). 50 Véase “La monarquía española”, publicado como nº 73 (1998) de Relaciones, la revista de El Colegio de Michoacán, para un intento bienvenido de considerar los “grupos políticos locales ante la corte de Madrid” en el contexto general de la historia de la monarquía, en lugar de simplemente en el contexto de la historia mejicana. 51 El Consejo Real y Supremo de las Indias ( 2 vols., Sevilla, 1935-1947). 52 Bartolomé de Las Casas ( 2 vols., Sevilla, 1953-1960). 53 Kristen T.B. Kuebler, Cardinal García de Loaisa y Mendoza: Servant of Church and Emperos (Tesis doctoral, Universidad de Oxford, 1997), cap. 7; Robert Dworkowski, Tje Council of the Indies in Spain 1524-1558 (tesis doctoral, Universidad de Columbia, 1979) 54 Para esta breve relación de la carrera de Palafox me he servido de la recién completada tesis doctoral hecha bajo mi dirección en la Universidad de Oxford por Cayetana Álvarez de Toledo, Politics and Reform in Spain and New Spain: the life and thought of Juan de Palafox y Mendoza, 1600-1659. XIV Coloquio de Historia Canario-Americana 36 55 Se trata del tema de una ponencia no publicada de Manuel Lucena Giraldo, “Las fases y los vocabularios de las reformas borbónicas en España y las Indias” para el seminario de 1999 sobre “España y las Indias”, organizado por la Fundación Duques de Soria. 56 Para algunas valiosas sugerencias sobre posibles enfoques para la historia atlántica del siglo XVIII, véase Kenneth Maxwell, “The Atlantic in the Eighteenth Century: a Southern Perspective on the Need to Return to the “Big Picture”, Transactions of the Royal Historical Society, 6th series, 3 (1993), pp. 209-36. 57 Por ejemplo, Francis Jennings, The Invasion of America (Chapel Hill, 1975); James Axtell, The Invasion Within (Oxford, 1985); Richard White, The Middle Ground. Indians, Empires, and Republics in the Great Lakes Region, 1650-1815 (Cambridge, 1991). |
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